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Si muero, dejad el balcón abierto…

A veces nos cuesta entender que una vida puede convertirse en un


símbolo. Creemos que símbolos son solo aquellas cosas que hacemos ex
profeso para que signifiquen, y no podemos comprender que haya cosas
que para nosotros van cobrando significado sin que lo hayamos decidido,
sin que siquiera lo hayamos querido así.
Federico García Lorca, para no ser menos que otros predestinados, nació
un 5 de junio de 1898 sin que nada nos hiciera sospechar de su destino.
Nació de un rico propietario de cultivos de tabaco y de la maestra del
pequeño pueblo, casi una aldea, de Fuentevaqueros, en plena Vega de
Granada, que en la Vega entonces se daban tabacos y muy buenos. Sin
embargo, ya de muy joven comenzaron a darse pequeños prodigios que
decían que algo no andaba bien con el señorito. Las viejas contaban que
le daba por salir de madrugada a mirar la luna, que a veces volvía a casa
sin zapatos porque se los regalaba a los mendigos y, lo más inaceptable,
que le gustaba andar por ahí con gitanos. Todas estas historias fueron
ganándole fama de raro, al punto de que en Fuentevaqueros comenzaron
a llamarlo “el santo”.
Con tales credenciales, no hará falta decir que, desde luego, Federico fue
un pésimo alumno en la Escuela de Derecho, cuando se fue a vivir toda
la familia a Granada para que él fuera un gran abogado. Por los barrotes
de los ventanales de la Facultad, entre los bostezos de la mañana huía de
las fórmulas y los latinajos y salía volando sobre los arrayanes de la
Plaza de la Trinidad, se elevaba por la Calle Mesones, subía por la
Fuente de las Batallas y el Paseo del Salón y más allá, por la corriente
mansa del Genil que baja de la Sierra Nevada. Nadie sabía dónde era que
estaba en realidad Federico cuando cabeceaba mientras los condiscípulos
leían atentos el Digesto y las Doce Tablas.
Claro que Federico nunca fue abogado. Muchos años después fue que
nos enteramos de que cuando salía volando por los ventanales de las
aulas era porque iba a verse con Doña Rosita la Soltera, con Bernarda
Alba y con Antoñito el Camborio, porque estaba amando a la Casada
Infiel, porque había ido a ver las blancas rodillas del Arcángel Gabriel de
la Iglesia de Santa Ana en Plaza Nueva, porque estaba tocando “Los
cuatro muleros” en su piano de la Huerta de San Vicente, porque había
ido a tomarse un carajillo en su pequeña mesa del Rinconcillo, porque
estaba escribiendo unos poemas en Galicia, o porque andaba deprimido,
pensando suicidarse lanzándose al río Hudson, o porque simplemente
estaba bailando un bolero bien apretadito con una jinetera allá en La
Habana.
Tuvo que pasar mucho tiempo para que supiéramos que cuando Federico
no estaba en clase memorizando los Preceptos de Ulpiano era porque
estaba volando por el cielo clarísimo de Granada en invierno, porque
pensaba pasarse la noche de farra con los gitanos de Sacromonte después
de ver el crepúsculo por los olivares de la Bola de Oro, porque andaba
errante por los caminos polvorientos de Castilla con la gente de La
Barraca, o porque se estaba tapando los ojos para no ver la cogida de
Ignacio Sánchez Mejía.
El día que estalló la guerra los amigos le dijeron que huyera a Portugal,
pero él no les hizo caso y resolvió hacer, como siempre, lo que le vino en
gana. La noche que lo mataron no había estrellas, por eso no se sabe bien
si fue junto a un barranco o a una acequia, si fue bajo un olivo, un pino o
un alcornoque. Nadie sabe dónde lo enterraron a él ni a su amigo, el
maestro de Pulianas. Nadie el lugar de Alfacar, al pie de la Sierra, donde
quedaron sus huesos. Da igual. Lo que sí se sabe es que a Federico lo
mató la guerra, la sinrazón y el fanatismo. Que lo mató todo lo que es
contrario a la poesía. Lo que sí sabemos muy bien es que un poeta
fusilado en la noche se convierte en símbolo, así no lo queramos.
La mañana de un martes de 2014 nos trajo la noticia de que a Rafael
Cadenas le habían concedido el Premio García Lorca de Poesía. La obra
de una de las mayores voces latinoamericanas de nuestro tiempo, nombre
principalísimo de las letras venezolanas, se vio reconocida con el nombre
del poeta andaluz cuya vida es símbolo de libertad, cuya muerte
representa todo lo absurdo de la guerra, la tiranía y la violencia. También
Cadenas sabe bastante de prisión y exilio por causas políticas. Su poesía
ha sabido iluminar en los oscuros y violentos días que nos han tocado
vivir, y le ha merecido muchos otros premios, aunque no todos
signifiquen lo mismo. Merecido en cualquier momento, el Premio García
Lorca al mayor poeta de Venezuela tuvo y tiene un especial significado
para los que creemos en los poderes de la poesía y el influjo sanador de
la palabra sobre la sinrazón, la noche y la barbarie.
MARIANO NAVA CONTRERAS
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