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Muchos de los rasgos y tonos que santo Tomás, minuciosamente va pincelando en
la cuestión 129 —verdadero tratadillo sobre la magnanimidad—, son uno por uno
aplicables al orden intelectual. El magnánimo es audaz, es osado, es honrado, no
es miedoso, no repara en el parecer ajeno, es intrépido y confiado, empecinado y
provocativo, no es esclavo, no es autómata, no es conformista. Desde estos rasgos,
cualquiera sospecha los anchurosos horizontes que esto ofrece al pensador
magnánimo.
Se trata de pensar bien. Y no se piensa bien con el corazón ni sin el corazón sino
en el corazón. Él no es la potencia cognitiva sino el ámbito catedralicio donde ésta
despliega sus dotes. Fuera del corazón, el canto de la inteligencia es un opaco y
apagado ruido seco, sin reverberancia alguna. Y si fuera él mismo quien
procurara cantar, mayor desastre aún sería el resultado... como si el pie intentara
escuchar o el ojo caminar.
El hombre moderno —oportuno es recordar que Occidente lleva ya una semana de
siglos de modernismo— pendula entre el vidrioso racionalismo y el fláccido
irracionalismo; fluctúa entre el piquete demoledor de la duda y el ácido disolvente
de la sensación. Del iluminismo al New Age, del cientificismo y positivismo a la
cábala y horóscopo.
De ahí este estado de emergencia epocal en que se torna tan apremiante
devolverle a la inteligencia humana su precisa ponderación, alejándola tanto del
endiosamiento como de la demonización. Huelga avisar que ese doble
distanciamiento obviamente no ha de procurarse torpemente buscando el
geométrico punto intermedio entre estos desvaríos. Ambos son reduccionismos, y
por tanto se alejan en la misma dirección de la verdad, que se halla en el sentido
contrario de ambos, en dirección a Lo Abierto.
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(como él mismo plantea en el de Veritate cuando reflexiona sobre las razones del
desacierto) sino en el ejercicio mismo del pensar. A la virtud en cuestión la
llamará studiósitas.
Ahora bien, lo curioso del caso es que el santo considera esta virtud como una
forma de templanza; cosa que tal vez muchos no hubiéramos sospechado. Más
bien solemos asociar la ardua labor del intelecto con la fortaleza, dado que el tedio
y la pereza nos acechan, y el esfuerzo de atención suele flaquear. O con la justicia,
ya que se trata de dar a cada realidad la verdad que le corresponde y variada e
ingeniosa suele ser nuestra astucia para hacer trampa en esto, y caer en la tan
mentada deshonestidad intelectual. Pero no: el Doctor Angélico no lo duda un
instante: es un modo de templanza, frente a la insana curiosidad, que es su vicio
opuesto.
Todo esto parece alejarnos cada vez más de nuestro intento por fundar el buen
pensar en magnanimidad. Y así parece, pues solemos asociar la templanza de
modo unívoco con la moderación, entendida ésta como refreno de las pasiones.
Pero desde una sana antropología, la templanza —temperantia— no es mero
“freno”, sino justo medio entre dos extremos igualmente viciados. Para los
hombres pálidos del norte —decía con sorna Lewis— esos que ven con suspicacia y
recelo todo apasionamiento, la mesura es la madre de todas las virtudes. Para
ellos, el famoso “todo con moderación” es la regla de oro del hombre sensato y
ético. Pieper los “disclosura”, descerrajando y ventilando el tufillo de esta “tibia
atmósfera de invernadero”, donde cultivan su penosa ética burguesa.
Para nosotros la templanza es cosa muy otra. Alude ante todo a un ordenar las
partes dispares, armonizar lo diverso, proporcionar las partes en el todo (es el
sentido primigenio de la sophrosyne griega). El vocablo “moderación” lo expresará
bien si ésta supera su sola connotación negativa de freno y limitación y asume su
aspecto positivo como aliento y ampliación. Tal vez nuestro castellano
“moderador” sea un buen ejemplo, pues quien tenga que hacer de tal (en un
debate o conversación, por ejemplo) sabe bien que no sólo le atañe acallar al
exaltado o avasallante, sino también promover la participación de los más
timoratos o retraídos.
Algo de eso ha de hacer la templanza ante nuestras pasiones. Y apurando el
retorno a nuestro asunto digamos: algo de eso ha de hacer la virtud de la studiósitas
ante encontradas fuerzas interiores que pugnan por establecer qué sea
cognoscible y qué no y entablar la marcha hacia ello. Por decirlo de algún modo:
todos llevamos dentro un enano racionalista y un enano irracional. Alguien ha de
moderar sus voces para que se aúnen en una armonía superadora.
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La soberbia racionalista no es más que la erupción epidérmica del complejo de
escepticismo en su fase exultante. Pero el problema de fondo que afrontamos es el
de una cultura hundida en la negrura de la pusilanimidad intelectual: la
insoportable levedad del conocer, diría Kundera. Una libido sciendi anoréxica y
deprimida si no derrotada, que se arredra ante la susurrante realidad. El sordo —
negando o sin negar su sordera— sentencia que el mundo es mudo.
Pero valga notar esto, tan propio de los recodos humanos: esta mortecina y
macilenta libido sciendi carece de apetito. O más precisamente: se siente
satisfecha. De ahí que la analogía con la anorexia sea tan oportuna y precisa. El
hombre actual no sabe nada, no entiende nada y se siente opíparo así. Como
decía el sabio Chesterton, la más terrible maldición que puede abatirse sobre
hombres y pueblos, es un mal sin nombre al que llamamos satisfacción.
Se siente lleno pues, por cierto, se lleva a la boca material cognitivo —datos,
números, información—, pero que carecen de sustancia. Son puro aire, diría san
Pablo, explicando esta ciencia que infla (1Cor 8,1).
Así se instala esta no menuda paradoja, de un hombre que ha dado por perdida la
batalla por entender las profundidades de este cosmos, y se erige no obstante muy
parado-encima-de (epi-steme) los enigmas que cree dominar, confiándolos al poder
científico. La vanagloria del sabihondo cientificista es la expresión exacta de esta
paradoja: se siente satisfecho, en el sentido del satis, del tener suficiente, siendo
que esa hinchazón es vacua, vana, flatus mentis. De ahí se entiende la suficiencia
del necio y la humildad del sabio. Simone Weil —caso paradigmático de magnanimidad
mental— alertaba al pensador sobre esta posible “saciedad prematura”.
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barrenar la indomable hondura de la realidad en el mismo sentido en que viene. Y
el insensato, por tanto, es el que no dio con este rumbo, con esta corriente.
Curiosamente, las “desmedidas” pretensiones de la arrogancia racionalista jamás
soñaron siquiera con grandezas tales. ¡Leer el Mundo por dentro! ¡Intus-legere!
Quien piensa con espíritu enjuto, se afana, antes que cualquier otra cosa, en
demarcar los límites, las fronteras, los términos de su objeto. En cambio quien
piensa desde la grandeza de ánimo, ante todo aborda su objeto en su inmensidad,
presumiéndolo intangible, inconmensurable. De algún modo —con grano de sal—
vale aquella distinción que mostraba Jean Leclercq entre la teología escolar y la
monástica: la primera hace desembocar la Lectio en Quaestio; tras hacer foco en
algo, lo subsiguiente es cuestionarlo. En cambio, el método monástico plantea
otra secuencia: la Lectio deriva en Meditatio. La luz del logos emerge a la
experiencia por paladeo, por absorción sublingual o por serena ruminatio, en que
somos transpuestos a la anchura del objeto meditado y librados de la estrechura
del sujeto meditante. La quaestio —al menos desde la última escolástica
decadente— tiene pretensiones de dominio y domesticación y no de dejar-ser.
Como dice Balthasar en su Mein Werk, “para ser objetivo, lo primero es ‘dejar-ser’
a lo que se manifiesta. Lo primero no es la dominación del material sensible que
se nos ofrece por las categorías del sujeto, sino la postura de servicio al objeto.”
Postura de servicio: no hay grandeza de ánimo mayor que esa.
De ahí que la tan mentada honestidad intelectual tenga más que ver con la
templanza que con la justicia: pues consiste en una docilidad, ductilidad,
maleabilidad a la acción del objeto, que es el amo y señor al que uno sirve en su
verdad. Magnífica asociación hace el Padre Régamey, OP, —un estudioso de la
santidad de la inteligencia— vinculando esta honestidad con el ser llevados donde
no queremos del texto joánico (Jn 21,18). Esta irresistencia y puesta en servicio
hace del pensador virtuoso un viajero a mundos tan imprevistos como magníficos.
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Como dijimos, suele acentuarse de la curiosidad un afán desmedido por conocer
lo innecesario, lo vano o lo peligroso. Pero santo Tomás, al desarrollar uno por
uno los posibles desórdenes de la studiósitas agrega una posibilidad poco
apuntada: y es el vicio no de conocer de más sino de menos. Mejor dicho, de
conocer de modo incompleto, desarticulado de la totalidad a la que debe
ordenarse y subordinarse.
No todos los recaudos han de centrarse en cuidarse de que no nos ocurra como a
Psijé, que al querer espiar a Eros dormido y levantar su encendido candil sobre su
amante, volcó aceite sobre él, ahuyentándolo para siempre. Si por evitar tal
desgracia prescindimos del aceite, no habrá riesgos de volcarlo... mas tampoco de
alumbrar.
Hay un vicio de “incompletud”, de fragmentación y de apocamiento cognitivo que
tulle el alma y entumece la vida intelectual.
Por eso nuestra vindicación de la tónica mítica apunta entre otras cosas a
restablecer el tono muscular, la intensidad —vehementia, como dice santo Tomás
— para aplicar la mente a la indómita realidad con audacia y parresía, en un
impulso vital propio del lúdico amor, que ensancha todo cuanto toca.
Es el genial Chesterton quien, hablando de su propia historia, dirá que “la
conversión llama al hombre a estirar su mente igual que quien despierta de un
sueño se siente impulsado a estirar los brazos y las piernas.”
Pues de este desperezar mental trata todo esto.
Valga terminar con una expresión de santo Tomás poco reparada, sacada de su
clase inaugural como maestro de teología. Allí apunta tres notas que han de ser
propias del buen intelectual: “la humildad para someterse; el recto sentido para
juzgar bien y la fecundidad del espíritu, gracias a la cual le basta oír pocas cosas
para evocar muchas.” Terna que corresponde con justeza a aquella otra terna, que
ya hemos glosado otras veces Mito, Plegaria y Misterio: la humildad de la volátil
imprecisión mítica, cargada cual ascua incandescente en punta de flecha de la
rectísima orientación oracional, que se clava en el centro del Misterio desde donde
fecunda el espíritu evocándole todas las cosas, celestes y terrestres, visibles e
invisibles.
No es otro “el festival divino” que los dioses —según dice Platón— otorgan cada
tanto al hombre para alivio de su penosa vida laboral.
Sólo el magnánimo sabe elogiar. Sólo el magnánimo sabe adentrarse en la fiesta
del pensar. Y allí, celebrar la anchurosa inmensidad del ser.