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Alberto Santamaría, La vida me sienta mal: argumentos a favor del arte

romántico previos a su triunfo, Salamanca, El Desvelo, 2015.

Luis Bagué Quílez


Universidad de Murcia

Alberto Santamaría (Torrelavega, 1976) ostenta la doble condición de


poeta y crítico. Los caprichos editoriales han querido que sus dos últimas
entregas compartan un hueco en la apretada mesa de novedades. Por un
lado, el ensayo La vida me sienta mal prolonga la investigación estética
sobre lo sublime que el autor ha desarrollado en monografías como El
idilio americano (Universidad de Salamanca, 2005) y El poema envenenado
(Pre-Textos, 2008, Premio «Amado Alonso»). Por otro lado, el libro de
poemas Yo, chatarra, etcétera (El Gaviero, 2015) proyecta sus intuiciones
teóricas en un paisaje real y alucinado, mesetario y fabuloso, histórico y
goyesco.
En La vida me sienta mal, Santamaría rastrea los orígenes del romanti-
cismo en el tránsito del siglo xviii al xix y analiza su repercusión a lo largo
de los siglos xix y xx. El crítico defiende la especificidad de lo romántico
como seña de identidad de la cultura contemporánea, ya sea para adhe-
rirse a sus principios o para rebatir sus fines. A diferencia de las ideas
zombis, que sobreviven tiempo después de su refutación científica, la pre-
sencia del romanticismo en nuestros días sigue siendo un asunto complejo
y conflictivo. Santamaría nos invita a un recorrido que no sigue el camino
de la línea recta, sino que se expande y retrae en idas y vueltas, disquisicio-
nes y merodeos, aceleraciones repentinas y frenazos bruscos. Estructurado
en cuatro partes, La vida me sienta mal se lee como un tratado panorámico
que sobrevuela algunas nociones y planea sobre determinados conceptos.
La primera parte se centra en la prosa poética, el poema en prosa y la
versiprosa. Estas modalidades discursivas son el resultado de un sistema

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DOI: 10.14198/ALEUA.2015.27.17
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de lenguaje que por primera vez admite la representación de «la vida coti-
diana en su cotidianidad». Frente a la selva normativa de la Ilustración,
a finales del siglo xviii se abre un nuevo horizonte de expectativas que
implica la glorificación de la subjetividad, el triunfo del humorismo, la
reivindicación de la arquitectura efímera del fragmento, o la definición
de la ironía como una infinitud de contraste en la que se tensan las rela-
ciones perceptuales e intelectuales. La desestabilización de la preceptiva
dieciochesca favorece el desbordamiento de los géneros más allá de sus
fronteras, así como la identificación del genio creativo con el «ingenio
enfermizo». Utilizando como fuentes documentales a los Schlegel, a Cha-
teaubriand y a Novalis, el autor suscribe la existencia de fronteras líquidas
entre la prosa y la poesía: mientras que la primera exhibe una «indiferen-
cia suprema» frente a categorías preestablecidas, la segunda aspira a la
libertad expresiva sin abdicar de su naturaleza esencial. El punto de sutura
entre ambos planteamientos se localiza en el fragmento, que permite aco-
ger todos los acontecimientos de la vida humana bajo la apariencia de una
realidad dúctil, maleable y cambiante.
La segunda sección estudia la literatura de viajes como vehículo para
la manifestación del «pensamiento errante» que caracteriza al hombre
burgués del siglo xviii. La experiencia formativa del viaje se suma así a la
experiencia lectora de guías, itinerarios y diarios. De este modo, la prosa
ya no es solo una herramienta artística al servicio de la imaginación, sino
un instrumento de alta precisión donde confluyen el mundo exterior y
la mirada del turista. En los estertores del siglo xviii, el viaje evoluciona
desde su intención antropológica hasta una dimensión pintoresca en la
que tienen cabida la sorpresa, el hallazgo y la imagen deslumbrante. San-
tamaría ejemplifica esta nueva sensibilidad a través de tres obras: el Diario
de a bordo del aeronauta Gianozzo de Jean Paul; el Viaje sentimental por
Francia e Italia de Laurence Sterne; y el Viaje de Italia de Leandro Fer-
nández de Moratín. En todas ellas se observa la tendencia a invertir las
magnitudes espaciales o a desplazar el foco desde la descripción hasta la
introspección. Sin ir más lejos, Jean Paul y Sterne aseguran preferir las
«absurdas minucias» de la vida cotidiana a los soberbios espectáculos
de la naturaleza. En las letras españolas, ese espíritu contrasublime se
encarna en la figura de Leandro Fernández de Moratín, a quien se dedi-
can algunas de las páginas más esclarecedoras de este volumen. Alberto
Santamaría parte de la tesis postulada por Luis Felipe Vivanco en Mora-
tín y la Ilustración mágica (1972) para avanzar hacia la recuperación del
otro Moratín, escondido bajo la peluca ilustrada: he aquí un personaje

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a medio camino entre el libertino barroco y el cínico proto-romántico,


cuyos deseos reformistas chocan a menudo con un temperamento escép-
tico y desengañado. Según Santamaría, tres rasgos sitúan a Moratín como
precursor del romanticismo que pudo haber sido y no fue: su engañosa
complicidad con el lector, su ironía «desatada» y su interés por la frag-
mentación. La prosa de viajes constituiría el germen de ese Moratín
extraoficial, pues revela a un individuo más sensitivo que sentimental:
un observador que encuentra insospechados pasadizos entre lo urbano y
lo natural, entre lo elevado y lo ridículo. Moratín soporta el viaje como
una gabela incómoda y peligrosa, pero no cultiva el distanciamiento nece-
sario para suscitar el placer negativo de lo sublime. Por el contrario, en
él prevalece el pintoresquismo sobre la ensoñación filosófica o la emo-
ción estética. Otra muestra del «ingenio enfermizo» moratiniano es la
edición del Auto de fe de Logroño (1811), que publica bajo el seudónimo
del bachiller Ginés de Posadilla. Este texto recoge el proceso inquisitorial
contra las brujas de Zugarramurdi, que se celebró en Logroño, en 1610.
Frente a la taxonomía científica y a la reflexión erudita que cabría esperar
de un ilustrado, Moratín convierte la transcripción del auto de fe en un
palimpsesto cargado de anotaciones burlescas, meditaciones sarcásticas
y críticas mordaces. Como señala Santamaría, las notas al margen y las
glosas trascienden la denuncia de la superstición y se erigen en un juego
literario de primer orden, en el que se dan cita la actitud socarrona y la
libertad creativa.
En el tercer apartado, Santamaría aborda las modificaciones que la
Revolución industrial introduce en el paisaje norteamericano a mediados
del siglo xix. La irrupción del ferrocarril como emblema del progreso no
fractura la armonía natural, sino que genera un nuevo modelo de armonía.
La escisión entre la mirada atenta y las sacudidas visuales diseña un marco
posromántico: la oda a una Arcadia industrial o el canto a un tiempo en
marcha. En este sentido, Santamaría interpreta el poema «Ruta de las
Indias», de Walt Whitman, como paradigma de una realidad orgánica que
sintetiza el sentimiento del paisaje, el asombro ante la tecnología y el naci-
miento de una auténtica conciencia nacional.
Por último, la cuarta parte se detiene en la recepción de la herencia
romántica a comienzos del siglo xx. Al margen de un romanticismo falso
(Benjamin) o «cutáneo» (Ortega), Santamaría profundiza en las conexio-
nes entre imaginación y fantasía a partir de las polémicas en las que par-
ticiparon Coleridge, Wordsworth o Percy B. Shelley. La prospección en la
obra de Wallace Stevens permite comprobar la vigencia del romanticismo

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como una estrategia para reorganizar lo visible y transfigurar los obje-


tos mediante el lenguaje. Ese es el eslabón final en una cadena de mon-
taje que nace de la Ilustración mágica y desemboca en la magia román-
tica. En suma, este espléndido ensayo demuestra por la vía de los hechos
lo que Ortega y Gasset formuló a modo de eslogan: «Todos somos hoy
románticos».

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