Nasus es un imponente ser Ascendido con cabeza de chacal procedente de la antigua Shurima; una figura heroica a la que las gentes del desierto han encumbrado al nivel de semidiós. Poseedor de una increíble inteligencia, fue un guardián del saber y estratega sin igual cuya sabiduría guio durante siglos al antiguo imperio de Shurima hasta alcanzar la cumbre de su grandeza. Tras la caída del imperio, se sometió a un exilio autoimpuesto, lo que terminó por convertirlo en leyenda. Ahora que la antigua ciudad de Shurima ha resurgido de sus cenizas, su héroe ha regresado para asegurarse de que nunca vuelva a caer. El talento de Nasus fue evidente desde su juventud, mucho antes de que fuera elegido para unirse a los Ascendidos. Fue un estudiante voraz, capaz de leer, memorizar y dar una opinión crítica de las mayores obras de Historia, Filosofía y Retórica de la Biblioteca del Sol, antes incluso de cumplir los diez veranos. Renekton, su hermano menor, no heredó esa pasión por la lectura y el pensamiento crítico. Dado a aburrirse con facilidad, pasaba las horas peleando con otros niños. Los dos estaban muy unidos. Nasus procuró proteger siempre a su hermano menor y asegurarse de que no se metiera en demasiados líos. No obstante, Nasus no tardó en ser admitido en el exclusivo Collegium del Sol, momento en el que abandonó su hogar para ingresar en la prestigiosa academia. Gracias a su dominio de la estrategia y la logística militares, Nasus se convirtió en el general más joven de la historia de Shurima, aunque la búsqueda de conocimiento siempre sería su gran pasión. Fue un soldado competente, pero su verdadero talento no residía en el combate, sino en la planificación previa. Su visión estratégica fue legendaria. En tiempos de guerra, iba siempre doce pasos por delante del enemigo; era capaz de predecir las maniobras y reacciones de su rival, además de identificar con precisión el mejor momento para lanzar un ataque o batirse en retirada. Fue un hombre de una profunda empatía y un hondo sentido del deber. Siempre veló por sus soldados, procurando que fueran bien pertrechados, remunerados a tiempo y tratados justamente. Cada baja le producía un inmenso dolor, y a menudo se negaba a descansar en pos de una planificación obsesiva y perfeccionista de los movimientos y formaciones que habrían de asumir sus tropas. Fue querido y respetado por todo aquel que sirvió en sus legiones, y lideró a los ejércitos de Shurima hasta innumerables victorias. En aquellas guerras, era habitual ver a su hermano Renekton en primera línea de batalla, y pronto se generó en torno a ellos un aura de invencibilidad. A pesar de la fama adquirida, Nasus jamás disfrutó de la guerra. Aunque comprendía, de forma temporal, su importancia a la hora de garantizar el progreso sostenido del imperio, creía firmemente que su mayor contribución a Shurima residía en el saber acumulado para generaciones futuras. Fue el propio Nasus quien ordenó que todos los libros, pergaminos, enseñanzas y archivos históricos de las culturas derrotadas por sus tropas fueran preservados en grandes bibliotecas y repositorios repartidos por el imperio, el mayor de los cuales llevaba su nombre. Su sed de conocimiento no respondía a motivos egoístas; buscaba difundir el saber a todo Shurima, reforzar la comprensión del mundo e ilustrar al imperio. Tras décadas al servicio del imperio, Nasus cayó presa de una terrible enfermedad debilitante. Hay quien dice que se topó con Amumu, un niño monarca muerto tiempo atrás, supuesto portador de una terrible maldición; otros piensan que fue abatido por la magia negra del líder de un culto de Icathia. Fuera cual fuera la verdad, fue el galeno del mismísimo emperador el que declaró con gran pesar que la enfermedad de Nasus era incurable y que perecería en menos de una semana. Las gentes de Shurima se vistieron de luto, pues Nasus era su estrella más fulgurante, amada por todos. El emperador en persona pidió un augurio a los sacerdotes. Tras pasar día y noche en comunión con lo divino, declararon que era la voluntad del dios Sol que Nasus fuese bendecido con el ritual de Ascensión. Renekton, convertido ya en gran líder militar, acudió raudo a la capital para estar junto a su hermano. La terrible enfermedad había progresado de manera devastadora, y Nasus era poco más que un esqueleto consumido con huesos frágiles como el cristal. Era tal su debilidad que, cuando la luz dorada del disco solar bañó el Estrado de la Ascensión, Nasus fue incapaz de subir los últimos peldaños y caminar hacia la luz. El amor de Renekton por su hermano era más poderoso que su instinto de supervivencia, y portó en brazos a Nasus hasta el estrado. Ignorando las protestas de su hermano, aceptó su propia desaparición para salvar a Nasus. Sin embargo, Renekton no fue destruido, como cabía esperar. Cuando la luz se disipó, Shurima fue testigo de la aparición de dos seres Ascendidos. Ambos hermanos habían sido considerados dignos de aquella bendición, y el mismo emperador se arrodilló para dar gracias a los poderes divinos. Nasus era ahora una imponente criatura de fuerza descomunal, con cabeza de chacal y un brillo de inteligencia en la mirada. Por su parte, Renekton se había convertido en una bestia colosal de extraordinaria musculatura con apariencia de cocodrilo. Ambos ocuparon su lugar junto a los excepcionales seres Ascendidos de Shurima, convirtiéndose así en sus guardianes. Renekton siempre había sido un gran guerrero, pero ahora era prácticamente invencible. Nasus también había sido dotado de poderes que trascendían el entendimiento del común de los mortales. La mayor bendición de su Ascensión — una recién extendida longevidad que le permitiría emplear incontables vidas en el estudio y la contemplación— terminaría por convertirse en una maldición tras la caída de Shurima. Uno de los efectos colaterales del ritual que más inquietaba a Nasus era la brutalidad exacerbada que veía en su hermano. Tras la culminación del asedio sobre Nashramae, que sometió a la antigua ciudad bajo el poder de Shurima, Nasus fue testigo de la extrema violencia de las victoriosas tropas shurimanas, que arrasaron con todo y prendieron fuego a la ciudad. Al frente de aquella masacre estaba Renekton, quien provocó el incendio de la gran biblioteca de Nashramae, lo que acabó con incontables volúmenes irremplazables antes de que Nasus sofocara las llamas. Aquel día los hermanos estuvieron más cerca que nunca de batirse en duelo, espadas en ristre en el centro de la ciudad. Ante la severa mirada de decepción de su hermano, la sed de sangre de Renekton se calmó. Finalmente, bajó el arma y se marchó, avergonzado. Durante los siglos que siguieron a aquel episodio, Nasus centró toda su energía en aprender cuanto pudiera. Recorrió durante años cada rincón del desierto en busca de antiguos saberes y artefactos, lo que le llevaría a descubrir la legendaria Tumba de los Emperadores, oculta bajo la capital de Shurima. Tanto Nasus como Renekton se hallaban lejos de la ciudad cuando se produjo el trágico ritual de Ascensión de Azir, el joven emperador traicionado por su consejero más cercano, el mago Xerath. Los hermanos habían caído en la trampa, y aunque regresaron a toda velocidad, llegaron demasiado tarde. Azir estaba muerto, igual que gran parte de los ciudadanos de la capital. Llenos de rabia y dolor, Nasus y Renekton lucharon contra el malévolo ser de pura energía en el que se había convertido Xerath. Incapaces de acabar con él, intentaron contenerlo en un sarcófago mágico, pero ni siquiera eso bastó para neutralizarlo. Renekton, quizá en un intento de redimirse por lo acontecido en Nashramae años atrás, agarró a Xerath y lo arrastró al interior de la Tumba de los Emperadores; acto seguido, rogó a su hermano que sellara las puertas. Nasus se resistió, desesperado por encontrar una alternativa. Pero no había otra opción. Con hondo pesar, selló las puertas de aquel templo, condenando a Xerath y a su hermano a una eternidad entre tinieblas. El imperio shurimano se colapsó. De su gran capital quedaron solo las ruinas, y el sagrado disco solar cayó del cielo, vaciado de todo poder por la magia de Xerath. Sin él, las aguas divinas que manaban de la ciudad se secaron, lo que sumió a Shurima en un estado de muerte y hambruna. Cargado con el remordimiento de haber condenado a su hermano a la oscuridad, Nasus se entregó al desierto, vagando por la arena sin más compañía que su dolor y los fantasmas del pasado. Melancólico, recorrió las ciudades muertas de Shurima, testigo del inexorable avance del desierto que devoraba una a una cada urbe, y lloró por la caída del imperio y la desaparición de su pueblo. Convertido en un nómada solitario y enjuto, aceptó su aislamiento. En ocasiones, algún viajero decía haberlo visto instantes antes de que desapareciera en una tormenta de arena o en la niebla de la mañana. Pocos creían estas historias, y Nasus se convirtió en una simple leyenda. Pasados los siglos, Nasus apenas recordaba su vida anterior y su antiguo objetivo, hasta que un día redescubrieron la ya enterrada Tumba de los Emperadores y rompieron su sello. En ese preciso instante, supo que Xerath había sido liberado. Un antiguo vigor sacudió su pecho y, mientras Shurima emergía de entre las arenas, Nasus atravesó el desierto rumbo a la ciudad renacida. Aunque sabía que habría de enfrentarse de nuevo a Xerath, la esperanza le invadía por primera vez en milenios. Además del posible auge de un nuevo imperio shurimano, albergaba la ilusión de un ansiado reencuentro con su amado hermano. OUROBOROS DE RYAN VERNIERE Nasus caminaba de noche, reticente a mirar el sol de cara. El niño seguía sus pasos. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? Todo mortal que alcanzaba a ver al monstruoso vagabundo huía, todos salvo el niño. Juntos, tejieron una senda en el olvidado tapiz de Shurima. El aislamiento autoimpuesto hacía mella en la conciencia de Nasus. Los vientos del desierto aullaban en torno a sus cuerpos malnutridos. —Nasus, mira ahí, sobre el mar de dunas —dijo el niño. Las estrellas guiaron a la pareja en su travesía por aquellos secos páramos. El viejo chacal ya no portaba la armadura de los Ascendidos. Los monumentos dorados yacían enterrados con el pasado. Nasus, convertido en harapiento ermitaño, se rascó su pelo fosco antes de alzar la vista para observar el cielo nocturno. —El Flautista —dijo Nasus con voz grave y rasposa—. Pronto cambiará la estación. Nasus posó su mano sobre el pequeño hombro del niño y bajó la mirada para observar su rostro quemado por el sol. En él vio las suaves líneas y curvas del linaje shurimano, ajados por la travesía. ¿En qué momento asumiste que debías preocuparte? Pronto te encontraremos un hogar. Deambular entre las ruinas de un imperio caído no es vida para un niño. Tal era la naturaleza del universo. Instantes fugaces que se desarrollan durante ciclos eternos de existencia. La embriagadora filosofía pesaba sobre su conciencia, pero no era solo una cuenta más que añadir a su permanente sensación de culpa. Si le permitía seguir sus pasos, el niño inevitablemente cambiaría para siempre. La sombra del remordimiento pesaba sobre Nasus como una tormenta. Su compañerismo saciaba algo arraigado en lo más profundo del héroe ancestral. —Podemos llegar a la Torre del Astrólogo antes del amanecer. Pero tendremos que escalar —dijo el niño. La torre estaba cerca. Nasus trepó por la pared del acantilado, mano sobre mano; era tal su dominio de aquella ascensión que se permitía escalar con gran imprudencia, tentando a la muerte. El niño trepaba a su lado, ágil en el uso de cada agujero y recoveco que ofrecía aquella pared de piedra gastada. ¿Qué le ocurriría a esta vida inocente si yo sucumbiera a la muerte? Ese pensamiento inquietaba a Nasus. Hilos de niebla atravesaban los riscos del acantilado superior, trazando diminutas sendas entre las piedras. El niño se apresuró hasta coronar la cima en primer lugar. Nasus le siguió. A lo lejos, el metal golpeaba la piedra, y podían oírse voces a través de la neblina, voces que hablaban en un dialecto familiar. Sonidos que despertaron a Nasus de su ensimismamiento. En ocasiones, el pozo de la Torre del Astrólogo atraía a los nómadas, pero nunca tan cerca del equinoccio. El niño permaneció quieto, su miedo a flor de piel. —¿Dónde están las hogueras? —preguntó. El relincho de un caballo perforó la noche. —¿Quién anda ahí? —preguntó el niño. Sus palabras atravesaron la oscuridad. Un farol cobró vida e iluminó a un grupo de jinetes. Mercenarios. Saqueadores. Los ojos del chacal se abrieron de par en par. Vio que eran siete. Sus curvas espadas seguían enfundadas, pero sus miradas reflejaban astucia y formación militar. —¿Dónde está el guarda? —preguntó Nasus. —Está durmiendo junto a su mujer. La noche fresca invitaba a retirarse temprano —replicó uno de los jinetes. —Viejo chacal, mi nombre es Malouf —dijo otro—. Nos envía el emperador. Nasus dio un paso al frente, desvelando fugazmente un atisbo de ira. —¿Acaso busca reconocimiento? Entonces dejad que se lo dé. En esta era impía no hay emperador —dijo Nasus. El muchacho, desafiante, dio un paso al frente. Los oscuros mensajeros se alejaron del farol. Las largas sombras velaron sus posturas defensivas. —Entregad vuestro mensaje y marchaos —dijo el niño. Malouf descendió de su caballo y dio un paso al frente. Introdujo una mano encallecida entre los pliegues de su ropa y extrajo un oscuro amuleto engarzado en una gruesa cadena negra. La forma del metal despertó recuerdos de magia y destrucción en la mente de Nasus. —El emperador Xerath os envía una ofrenda. Nosotros seremos vuestros siervos. Quiere daros la bienvenida a la nueva capital de Nerimazeth. Las palabras del mercenario golpearon a Nasus como un martillo contra cristal. Rápidamente, el niño se arrodilló para coger una piedra pesada. —¡Morid! —exclamó. —¡Cogedlo! —ordenó Malouf. El chico tomó impulso y arrojó la piedra al aire, cuya perfecta parábola amenazaba con destrozar los huesos de un mercenario al impacto. —¡Renekton, no! —rugió Nasus. Los jinetes dejaron a un lado sus desganadas mentiras. En ese preciso instante, Nasus comprendió que el guarda y su esposa estaban muertos. La bienvenida de Xerath llegaría en forma de frío acero. La verdad comenzó a eclipsar sus ilusiones. Nasus cogió al muchacho. El niño se perdió en las sombras de un recuerdo, que acto seguido se disipó sobre aquel terreno iluminado por estrellas. —Adiós, hermano —susurró Nasus. Los caballos brincaron y relincharon cuando los emisarios de Xerath se desplegaron. El Ascendido estaba rodeado en tres flancos. Sin titubeos, Malouf desenvainó su espada y la hundió en el costado de Nasus. El dolor atravesó el cuerpo del antiguo guardián. El jinete intentó extraer su espada, pero esta no se movía. Una zarpa sostenía el sable, manteniéndolo agónicamente hundido en la carne Ascendida. —Deberíais haberme dejado a solas con mis fantasmas —dijo Nasus. Acto seguido, Nasus arrancó la espada de la mano de Malouf, destrozando dedos y desgarrando ligamentos. El semidiós se abalanzó sobre su agresor. El cuerpo de Malouf cedió bajo el enorme peso del chacal. Nasus saltó sobre el siguiente jinete, arrancándolo de su montura; bastaron dos golpes para perforar órganos y dejar sus pulmones sin aire. Su cuerpo desfigurado, una masa agónica, huyó hacia el desierto. Su caballo se encabritó y desapareció entre las dunas. —¡Está loco! —gritó uno de los jinetes. —Ya no —dijo Nasus aproximándose al líder de los mercenarios. Un extraño aroma impregnó el aire. Tras el héroe, flores muertas giraban sobre hilos de tono lavanda. Malouf se retorcía en el suelo; los dedos rotos de su mano derecha se marchitaban, su piel se hundía cual pergamino mojado. Su tórax se desplomó hacia dentro, como si de una fruta podrida se tratase. Un pánico aterrador se apoderó del resto de mercenarios. Lucharon por mantener el control de sus monturas, aunque solo fuera para batirse en retirada. El cuerpo de Malouf yacía abandonado en la arena. Nasus miró al este, hacia las ruinas de Nerimazeth. —Decidle a vuestro "emperador" que su ciclo toca a su fin.