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Volver para incendiar a Colombia
Un per fil de Fern an do Vallejo.
Por Daniel Rivera Marin Fotografía Tom Griggs

Octubre 23, 2018

Fernando Va llejo es uno de los grandes autores de nuestro tiempo. Entre su obra se
encuentran novelas, biografías y ensayos sobre biología y li ngüísti ca. En 1971, llegó a
vi vir a la Ciudad de México de spués de vagabundear por Roma y Nue va York. Entonce s
tenía veintiocho años y quería se r cineasta. Cuarenta años después de vivir en México
junto a su pareja, de cidió regresar a su país hace unos meses. Ahí se instaló en Medellín,
la ciudad sobre la que tanto ha escrito en sus novelas. Vallejo, como sie mpre, es
implacable cuando habla sobre su país: “Colombia tiene la perversión de creer que lo
grave no es ma tar sino que se diga ”.

En 1971 Fernando Vallejo se fue a vivir a la Ciudad de México después de vagabundear


por Roma y Nueva York. Entonce s te nía veintiocho años, era un cineasta que había dejado
todo estudio a la mitad —la filosofía, la música, el cine — y llegó a lo que era el D.F. con el
plan de filma r una película y contar una historia, la de Colombia y su violencia, sus
decapitados, sus muertos, pero lo que encontró fue la vida , un oficio.
El 1 de marzo de 2018 Fernando Vallejo volvió a Colombia después de cuarenta y siete
años de vivir en Mé xico. Volvió como el gran escritor colombiano vivo. “Quítale el vi vo,
que yo ya casi me mue ro”, me dijo, acompa ñado de su perra Brusca, con dos maletas y
enfermo de los ojos. Vallejo y Brusca en el aeropuerto El Dorado, de Bogotá, solos como
un barco encallado en una pla ya arrasada por un terremoto, llegados de re greso a su país
por causa de una muerte. Aterrizó en Bogotá y luego tomó un carro que lo llevó a
Medellín, donde a diez horas de camino estaba la casa bla nca que había construido años
atrás para quedarse allí el resto de su vida.
Estuvo poco más de un mes porque el 6 de abril volvió a México por una sema na para
arregla r cuentas y, entonces sí, nunca más regresar. Justo esa semana busqué, sin má s
señas que las que daba e n un libro, su casa blanca en el barrio Laureles, y después de
varias vuelta s y nega tivas me abrió la puerta su hermana Gloria, con ropa deportiva y una
escoba en la mano: “Fernando no e stá, se fue a México unos días”. Le escribí un correo
ele ctrónico y recibí una respuesta llena de humor y afabilidad: “Mi perfil sale sobrando,
está en mis libros. Ahora estoy en Méxi co pero pronto regreso a Colombia. Allá nos
vere mos algún día”. Su escritura limpia y gentil mostraba al Fernando Vallejo del que
hablan los amigos: sereno, tra nquilo, generoso, contra rio a su n arrador, al loco, al
maledicente.
La casa blanca se llama Casablanca y Laureles, el barrio donde se encuentra; era en los
ci ncuenta un de scampado con ca sas desperdigadas y por donde pasaba un ca rro cada
tanto, refugio de familias con alguna riqueza que empezaban a abandonar el centro de
la ciudad. Hoy es un gra n laberinto de calles sin salida que se doblan sobre sí misma s
atestadas de restaurantes, bares, panaderías, edificios, tiendas de diseñador. Entre esos
locales sobrevi ven algunas casas de los años sesenta, viejas y bie n tenida s, que se
esconden detrás de e nredaderas, propiedad de nostálgicos que se resisten a la
modernidad. Casablanca está al lado de una hambu rgue sería. Tiene dos pisos, grue sas
paredes blancas de tapia, rejas ne gras protegiendo la s ventanas de made ra, un farol
negro e n el pórtico.
En una tarde de mediados de abril Vallejo abre la puerta. Sale con la chaqueta colgando
de la boca mientras busca las llaves de la reja en un bolsillo. Abre y regresa al interior
acompañado de Brusca . En un pequeño ve stíbulo cuel ga un cuadro de San Francisco de
Asís y otro de la Sagrada Famil ia; inmediata mente otra puerta da paso a la sala donde hay
un cuadro de Jesús en el huerto de lo s olivos, cuatro muebles viejos, un piano Steinway
vertical con partituras y una foto de Darío Vallejo, su he rmano, la única en toda la casa.
Má s adelante, en un corredor de baldosas amari llas como de fi nca cafe tera, hay cinco
sillas, una mesa y al lado un patio donde un niño de yeso, recostado en la pared, orina en
una fuente clausurada entre una enredadera y un papayo de tre s metros. Vallejo se sienta
en una de las silla s frente a un radio negro y mira la pared.
—¿Un texto sobre mi vida? Sobra. Está en mis libros.
La voz de Vallejo —los labios breve s, la nariz en una punta redonda, el pelo cano, las
manos como artefactos de una fuerza delicada: las manos del pianista — es serena como
el silbido que esco nde en su ojo el hura cán. ¿Dónde está el e scritor que ha maldecido a
la patria, a los hijos que no tuvo, a la s mujeres embarazadas, al Papa de Roma, a Cristo el
loco, a Dios Padre, a Einstein el marihuano, a los presidentes de Colombia, al PRI, a los
ma taderos, a la Iglesia católica, a Medellín, a Colombia, a la madre?
—Siéntese y hablemos, pero nada de preguntas.
Fernando y Brusca volvieron a Colombia tras la muerte de David Antón, mexicano,
escenógrafo prolífico, su pareja, le ctor incansable, y un hombre que, co mo Vallejo,
prefería a los perros sobre todas las cosas. Años a trás, ante la posible muerte de David —
que era vei nte años mayor—, ambos construye ron Casablanca para que se convirtiera en
la última morada de Fernando.
—No me interesan las entrevistas, porque ma lversan, ade más se me hace que nadie lee
esos artículos. Si quiere hablamos de intereses mutuos.
Hace una la rga lista de los medios de comunicación que despre cia en Colombia y México
—la revista Semana, Caracol Radio, W Radio, los periódicos Reforma, Excélsior, El
Colombiano, El Tiempo— y dice que prefiere que le manden a dos sicarios que a un
periodi sta, pero se encarga de que su tono se vero no caiga como una sentencia. Luego
se queda callado, largamente callado, y su perra Brusca se sienta a sus pies, después de
haber jugado con una pelota verde. Dice que nos veamos otro día para seguir hablando,
ca mina hacia la puerta y la abre con la chaqueta colgando de la boca.
***
Todos sus libros vienen de la voz de un diab lo cuyo fuego nunca se apaga, dueño de un
tridente que usa para castigar lo que ama y lo que odia, todo por igual. Ese diablo se
llama Fernando Vallejo, el que dice yo viví, yo e scuché, yo maté, yo amé, yo odié, yo, yo,
yo. Escribió con esa voz cinco novelas a utobiográficas (Los días azules, El fuego
secreto, Los caminos a Roma, Años de indulgencia y Entre fanta smas), tres biografías
(Barba Jacob el mensajero, Almas e n pena, chapolas negras y El cuervo blanco), siete
novelas (La Vi rge n de los sicarios, El desbarrancadero, La rambla paralela, Mi hermano el
alcalde, El don de la vida, Casablanca la bella y ¡Lle garon!), cua tro libros de ensayos (La
tautología darwinista, Manualito de imposturología físi ca, La puta de Babilonia y La s
bola s de Cavendish), y antes de todo esto un libro que lo fundó todo: Logoi, una
gramá tica del lenguaje l iterario, casi seiscientas páginas que escribió para enseñarse a
escribir, pue s no podía, después de diez años de investigación, terminar la biografía de
Porfirio Barba Ja cob, el poeta.
“Vallejo exagera, deforma. Sin e mbargo, en el fondo, no miente. Ha y mucho de verdad en
lo que dice. Detrás de su rabia se esconde una gran ternura y un profundo a mor. […] ¿Qué
colombiano común y corriente no ha sentido lo mismo? Vergüe nza, ganas de quemar el
pasaporte y a la vez la certeza de que eso es imposible porque el paí s es parte de uno
mismo. La patria como una llaga, como un dolor vivo”, escribió el crítico Luis Fernando
Afanador. Vallejo logró desdibujar el límite de la palabra, confundir a los le ctores,
insuflarle vida a su persona je, convertirse en su personaje , vivir atrapado en una
performa nce perpetua de la que ya no logra escapar. Vallejo es la vela y la llama q ue la
consume, el Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
“Yo crecí con Medellín. Era yo un niño berrietas y ella una ciudad chiquita; crecimos
juntos, nos corrompimos juntos, la vida nos echó a perder. La llamaban ‘la ciudad de la
eterna primavera’, y a mí ‘e l niño Jesús’: el niño Jesús resultó un demonio, y su Medellín
—con tanta fábrica, con tanto carro, con tanto ladrón respirando— un infierno en verano”,
escribió en su primera novela, Los día s a zule s.
“Yo he vivido a la desesperada, y se me hace que a ustedes les va a tocar vivir igual . Y un
día me tuve que ir, sin quererlo, y se me ha ce que a us tedes les va a tocar irse igual. El
destino de los colombianos de hoy es irnos. Claro, si a ntes no nos matan. Pues los que se
alcancen a ir no sueñen con que se han ido porque a donde quiera que vayan Colombia
los seguirá. Los seguirá como me ha seguido a mí, día a día, noche a noche, adonde he
ido, con su locura. Algún momen to de di cha efímera vivido aquí e irrepetible en otra s
partes los va a acompañar hasta la muerte ”, dijo e n su discurso “A los muchachos de
Colombia”, pronunciado e n agosto del año 2000 en el Festiva l Iberoamericano de
Escritores en Bogotá.
“Imponer la vida es el crimen máximo. Nadie tiene derecho a reproducirse y el feo y el
pobre menos porque los feos y los pobres multiplican la fealdad y la pobreza, se gún la ley
del horror expone ncial que yo descubrí y que dice: nunca ha habido tantos pobre s ni
tantos feos en este mundo como hoy. Saltapatraces y pobres de e sta tierra, mírense e n el
espejo an tes de copular, a ve r si está n tan bonitos para que se pierda mucho si se les
pierde el molde, hijos de puta ”, dijo en 1999 vestido de novia, ga fas oscuras y la risa de
una hiena en una entrevista con el escritor español Jordi Soler para la televisión
mexicana.
***
Nació el 24 de octubre de 1942 en Medellín, en el barrio Boston, en la calle Perú, e n una
ca sa de baldosas amarillas con arabescos y patio centra l que todavía existe y se mantiene
y hasta donde llegan turistas para saber si los cimientos de la obra son verdad. Hijo de
Aníbal Vallejo Álva rez, seminarista, periodista, abogado, senador, mi ni stro, finquero,
lector; y de Lía Rendón Pizano, aprendiz de piani sta, ama de casa. Fue el primero de nueve
hijos y como tal ejerció la primogeni tu ra sobre los otros: Darío, Aníbal, Silvio, Carlos,
Gloria, Marta, Manuel y Ál varo.
Su abuela Raquel Pizano le contaba historias de brujas que aparecían en la s casas de
Antioquia y volaban por la región celeste perseguidas por gallinazos, y que sumaban todo
el unive rso mítico de Colombia: curas sin cabeza, madremontes, l loronas espantosas. Amó
a su abuela como a nadie. En una entrevista de 1999 con la periodista Gloria Valencia
dijo de ella: “Es el ser más li ndo que he conocido. Resolví desde que e lla se murió
enterrarla para poder seguir vi viendo, para que no me arrastrara con ella”. Él sol ía vestirse
de cura en su casa de la ca lle Perú y celebraba misas con sus herma nos Da río y Aníbal de
acólitos, repartía bendiciones y luego se vestía de mujer.
—¿Se disfrazaba de mujer?
—Así es, con la ropa de mi mamá.
—¿Y qué decía ella?
—Ah, mi mamá era muy loca. No le importa ba nada, mi mamá se reía. Mi mamá me enseñó
todas las cosas. Además es lógico que un niño se vista de mujer si quiere. No es que
tuviera vocación de travesti.

***
Empieza mayo y he vuel to a Casablanca. La reja está abierta y Fe rna ndo Vallejo barre las
hierba s y las hojas secas que han caído en la entrada. Su narrador es la gran confusión
de la literatura colombiana y mientras barre cual quiera se puede preguntar si las escena s
de algunos de sus libros biográficos son ciertas, si fue él el que quemó el ce ntro de
Medellín y parte de Nueva York; que despeñó a un gringo de camino a Granada; que
envenenó a la concie rge de un hotel en París; que armó una orgía con su herma no y un
negro en Nueva York; y que en la misma cama que compartía con ese hermano en Bogotá
tuvo sexo con mucha chos a los que llamaba “belle zas”. “Todo en esencia es cierto”, dice.
Se sabe que quiso al padre, al abuel o, a la abuela, al hermano, y que cuando murieron
anotó sus nombres en una libreta de pastas negras junto a los de Jean Paul Sartre, Gabriel
García Márquez y Chu cho López, la “libreta de los muertos”.
—¿La quiere ver?
Entramos a su cuarto: dos camas sencil las con sábanas blancas donde duermen Brusca y
él, un escritorio, un computador cubierto con una sábana, tre s sillas de madera , un
pupitre de escuela de 1950 y nada más, e n una quietud de soledad que lo cubre todo
como un guante. De un cajón de la mesa de noche sa ca tres libretas negras: má s de mil
muertos, cada uno con sus nombres y apellidos. Famil iares, amigos de la infancia,
profesores, escritores; el único requisito para e star en la libreta es que Fernando Vallejo
te haya visto alguna vez y que conozca tu nombre.
—Pero aún no so y capaz de poner e n la libre ta el nombre de David. No he podido.
—¿Y le había pasado antes?
—Sí, cuando murió Darío, mi hermano. Y cuando murió mi padre.
David Antón vivió con Fernando Vallejo cuarenta y siete años. Se conocie ron un día
después de que Vallejo llegara a México y nunca más se separaron hasta la muerte de
David e l 28 de diciembre de 2017 a los 94 años. Los me ses anteriores fueron difíciles y
Valle jo recuerda que e n el terremoto del 19 de septiembre Antón trataba d e ponerse los
zapatos y no podía y prefirió quedarse en la cama. Entonces Vallejo y Olivia (la muchacha
que les ayudaba con las cosas de la casa) subieron a la terraza del edi ficio de Ámsterdam
122 y vieron el edificio de enfrente derrumbarse.
—Llegué a México en 1971 y al día siguiente fui a la casa de un amigo colombiano, Juan
Guillermo Ochoa, lo fui a buscar donde vivía y no estaba, pero sí su esposa y su cuñado y
algo despué s lle gó Óscar Armando Calata yud, amigo de ellos y quien luego abrió casi
todos los bares gay de México. Óscar me dijo que si quería ir a una fie sta esa noche y le
conte sté que sí. Era una fie sta de cumpleaños, e l de Da vid, en la calle Madero, un
apartamento insólito para el centro de México, en un edificio donde de día funcionaban
joyerías y cosas de ésas; de varios pisos, arriba estaba el apartamento de David, enfrente
de la iglesia de San Fra ncisco y al lado de la Torre Latinoamericana. Ahí llevaba Da vid
años vi viendo. Esa noche lo conocí y desde e ntonces vivimos junto s hasta su mu erte.
—¿David fue su ancla en México?
—Sí, y en la vida. Le dediqué casi todos mis libros e n las primeras edicione s y después
quité las dedicatorias y los epígrafes porque se me hacen un luga r común.
No habla de la muerte de David aunque es un tema que pe rmanece en el aire. Escritores
que estuvieron e n Ámsterdam 122 recue rdan las generosa s comidas que allí se servían, el
juego de la bibliomancia con que Fernando retaba a sus amigos y que tenía como fin
adivinar la identidad de un escritor sólo con la lectu ra de un párrafo azaroso. En esas
fiestas Vallejo sacaba una de sus declaraciones de odio enraizado con una dosis de humor
finísimo que desubicaban al visitante y David salía a l rescate con alguna frase salvadora
como si fuera la conciencia rota de un niñi to travieso; allí los perros dormían en camas
propias o al lado de Fernando, quien les lavaba la boca como a muchachitos con dientes
de leche.
Pero no está muy claro si e l regreso de Vallejo a Medellín se debe enteramente a la muerte
de David, pues entre esos dos momentos hubo un lapso de cuatro meses en los que —
dice— se encargó de salir de todas las cosas, de venderlas, porque no conserva nada: ni
libros ni fotos, sólo alguna ropa, y recuerdos.
—Lo úni co que traje de México fueron las traduccione s de mis libros, porque eso les costó
mucho dinero a los editores.
Sube al segundo piso de su casa por las escaleras de madera brillante y abre la pu erta de
una habitación donde ha y dos camas todavía con colchones empacados en plá stico que
parece que nadie utilizará jamás, un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús y un mueble
de madera con los libros.
—Sáquelos todos y póngalos en la cama.
El primer libro es E n los andamios del teatro: la s e scenografías de David Antón, publicado
en 2014 y que muestra los planos y boce tos que hi zo David durante más de cincuenta
años para obras de teatro, óperas y musicales en México.
—Éste es el libro que le hicieron a l final de la vida con sus escenografías y sus ve stuarios.
Bueno, vea, le muestro las traducciones. Las traduccione s son un milagro.
Hay traduccione s al francés, al inglés, al rumano, al alemán, al portugués, al italiano, al
esloveno, al hebreo, al eslavo, al serbio, de Los días azules, El fuego secre to, La Vi rge n de
los sicarios, El desbarrancadero, La puta de Babilonia.
—A mí nunca me interesaron las traduccione s. Yo escribo para la lengua —dice mientras
acomoda los libros otra vez en el mueble.
—¿Por qué l os cuadros relig iosos si usted e s a te o?
—Por joder. Esos son cromos que traje de México y que costaban un dólar. Cromos que ya
están desapareciendo. Por joder. Venga, B rusquita, vámonos, vámonos. Vayá monos para
el café de mi hermano y allá seguimos hablando.
Mientra s camina por la ca lle, repara en el andén y observa con dete nimiento las marca s
diseñadas para que los ciegos puedan orientarse sin perder el rumbo. Se da cuenta de
que las líneas pierden con ti nuidad, que hay baches en las esquinas.
—Son unos asquerosos, ¿cuánta plata se roban quitando las líneas para los ciegos? A estos
políticos se las estoy cobrando todas en el libro que estoy escribiendo.
—¿Y qué hará con Colombia?
—La voy a quemar. Mire, mis hermanos todos los día s vienen a contarme cómo los
atropellan en la calle: los taxistas, los conductores, en fin. Yo le s pido que ya no me
cuenten má s cosas.
En el café pide una soda con limón y un poco de sal. En la calle un vene zolano, desafinado,
ca nta un bolero con playba ck y Fernando se voltea fastidiado por el ruido, a mirarlo.
—Ha ce muchos años nosotros nos íbamos, a hora ellos vienen. Yo no sé qué podrán ha cer
aquí.
—¿Y usted por qué se fue, por qué se quedó en México tanto tiempo?
—Porque aquí no me dejaron hacer cine. Y ya en México David partió mi vida, allá me
quedé y permanecí por él y con él.

***
Lía Rendón, la madre de Vallejo que en los lib ros de El río del tiempo es llamada con
cariño infantil como “mami” y “Liíta”, y a la que después de La Virgen de los sicarios no
baja de la “Loca” y “vieja hijueputa”, quiso que todos sus hijos toca ran el pian o y matriculó
a Fernando en el Instituto de Bellas Artes de Mede llín, donde aprendió de prisa.
Después estudió violín, trompeta, saxofón y clarine te. La s charlas con su padre, que había
aprendido latín en el seminario y era un gran le ctor, lo llevaron a se r un gran lector
también y a descubrir la gramática y a Ru fi no José Cuervo, el gran filólogo y gramá tico
colombiano. Tenía diez años cuando e n el centro de Medellín inaugura ron la Bibliote ca
Pública Piloto, a pocas cuadras de su casa, donde descubrió a Emilio Salgari y Julio Verne.
Es una tarde de mayo y está e n su casa. Está solo —siempre e stá solo—, acompañado por
Brusca, que le busca juego o una caricia mordiéndole con levedad los muslos. No suena
el radio, no llega el son ido de la calle, todo permane ce en una quietud absoluta y bien
fabricada. Ha servido té , que siempre bebe con placer, y cuenta de su infancia abriendo
un poco los ojos, como hurgando en los recuerdos.
—En mi casa todo era e stimulante porque mi mamá tocaba el piano y mi papá leía y
escribía versos, que nunca mostraba pero que yo conozco y e stán bien, era culto, buen
orador, leía mucho y tuvo un periódico, E l Poder. Y mi tío Ovidio igual. De niño leí mucho,
y cua ndo abrie ron en Medellín la Piloto, e n una casona en la a venida La Playa, he
recordado en alguno de mis libros que el primer día las filas para entrar eran de cuadras,
pero poco después entré como si fuera mía y a llí leí montones de libros, en especial
novelas escritas e n tercera persona que despué s terminé detestando. Tendría enton ce s
unos diez años.
Ovidio Rendón, hermano de su madre y que influyó mucho en Va llejo, tenía montones de
novias y su curiosidad abarcaba los más disímile s campos: a stronomía, ingeniería,
me cánica, historia… Los hermanos Vallejo lo consultaba n para saber qu é era un ca mpo
de a viación o cómo era Cuba, si hacía mucho frío en Rusia y cuántos heroinómanos tenía
Nueva York.
—Ovidio sabía muchas cosas. Leía las Selecciones del Reader Digest y libros de aventuras
y literatura popular. Todo le inte resaba y era muy estimulante. Uno solo como él te puede
abrir los ojos para el resto de la vida . El proble ma es encontrarlo.
Ovidio, el padre, la madre, Medellín en diciembre con sus globos de papel de China
iluminando el cielo que parecía un mar rebosante de fosforescencia y los pesebres con
ca sita s il uminadas q ue simulaban el pueblo de Belén llenaron de felicidad su niñez. Pero
en esa niñez también estuvo la madre, que llamaba a sus hijos varones co n nombres
femeninos para que las ve cina s creyeran que tenía servidumbre ; o la austeridad
implacable que se impuso por la de sidia de cocinar, y que él cuenta en Los día s azules:
“Un día Lía echó a u na sirvienta y decidió para lo sucesivo no ha cer más postre . No había
tiempo: sin postre se puede vivir. Después elimi nó el sorbete, y después eliminó la sopa,
o primo piatto . Con la carne era suficiente: tenía vitaminas, proteínas, carbohidratos,
grasas. Nada le faltaba. Para no tener que ir a comprarla afuera, s e de scubrió un
distribuidor al por ma yor de salchichas, que surtía las carnicerías, y se las mandaba a pedir
por teléfono”.
—¿Qué horas son? Ya son las siete de la noche.
Interrumpe el relato de su infancia para ponerle el collar a Brusca y salir a ca min ar hasta
el Café Vallejo. En el camino repite que el cruce entre semáforos por la ave nida Nutibara
es muy peligroso y señala los carros diciendo que quienes conducen son unos
“asquerosos” que amenazan a las personas con el pe so de toneladas. Nos sentamos e n el
ca fé, él pide una cerveza y una mujer negra se le acerca y le pide una selfie. Fernando se
levanta de la silla con alegría, se quita las gafas y sonríe.
—¿En q ué estábamos?
—Estábamos hab lando de su mamá .
—Mire, lo de llamarnos por nombres de mujeres… Eso no tiene importancia. El la lo hacía
por un juego, para que las vecinas creye ran que tenía sirvientas.
—¿Y es verdad lo de las salchichas?
—Nosotros vivimos de salchi chas años. Eso es cie rto, en esencia todo es cierto e n lo que
escribo. Mi papá se estaba muriendo de hambre al final, convirtiéndose e n un faquir, lo
cuento tal vez en El desbarrancadero. Pero mi casa era más estimulante que una normal.
En el documental La desa zón suprema, del director Luis Ospina, Gloria Vallejo —la quinta
hermana y a quien Ferna ndo dio sus primeras clases de piano, que te rminaban en
pesco zones— di ce: “Mi ca sa no era un caos, mi casa era un desa stre. Era un desastre
porque éramos muchos, había muchos instrumentos y entonces si Fernando tocaba el
piano, Darío tocaba e l saxo y el otro tocaba el acordeón y el otro guitarra y el otro gritaba
y el otro cantaba y mi mamá, en e se desorden, mi mamá no se daba cuenta y por eso yo
jamás pude llevar amigas a mi casa. Nos la pasábamos limpiando la ca sa y mi mamá
llegaba y en media hora la volvía nada, nos echaba abajo todo el trabajo porque nunca
le gustó tener nada en orden, el desorden era el único orden para ella”.
Fernando se graduó de bachiller en 1959 y al año siguie nte entró a estudiar Derecho en
la Universidad de Mede llín, carrera que dejó a los dos mese s para entregarse a la vida
noctu rna de la ciudad. En la calle Junín, en el centro, y en especia l los viernes después de
las cinco de la tarde, conseguía amore s que le duraban horas. Allí fre cuentaba el Miami y
el Metropol, unas cantinas que años despué s se incendiaron. En esa época conoció a
Chucho Lopera, que conseguía mucha chos por todo Medellín. Chucho, Fernando y Darío
Valle jo hicieron de la noche una ceremonia de aguardiente y sexo.
—Salí del colegio y estuve un año perdido. Bueno, perdido he estado toda la vida. Después
de mi paso por la Universidad de Medellín me fui a estudia r en el Conservatorio Nacional,
en Bogotá, con unos maestros más sordos que Beethoven. Del oído y del alma.
Se cansó de la música y se matriculó en Filosofía y Letras en la Universidad Nacional de
Colombia, donde e studió un año, para dejarla por la Unive rsidad de los Andes, donde
estudió seis meses. Pero como no sabía qué quería ni para dónde iba, volvió a Medellín,
a sus muchachos.
—A los veinte años me vine para Medellín y dejé la Universidad de los Andes porque se
me hacía más degenerada Medellín. ¡Qué va, no era tanto!
—Como usted lo cuenta en El fue go se creto…
—Así e s. Todos esos amigos son verdaderos, los bares verdaderos y la s fiesta s verdaderas .
En esencia todo en mis libros es verdad porque lo que cuento en ellos son verdade s
acomodadas pues estoy escribiendo una obra literaria y no una autobiografía estricta.

***
No le intere sa a clarar su obra ni los odios y los amore s que hay e n ella . Prefiere dejar en
lo hondo los sentimientos que tiene hacia su madre, o lo que vivió con David Antón. No
le interesa el periodismo que cruza el l ímite de la i ntimidad. Nunca ha aclar ado qué es
verdad y qué ficción e n su obra. En El fuego secreto el narrador, llamado Fernando
Valle jo, dice que practicó el incesto con su hermano Darío; en Los caminos a Roma el
narrador asesina a dos personas y se cuida de que los crímenes queden impunes ; en Años
de indulgencia que ma un barrio de Nueva York después de amenazar a negros y
puertorriqueños.
Fernando Vallejo se levanta a las seis de la mañana, se prepara un desayuno frugal, le da
huevos con arroz a Brusca y empieza a barrer la hojarasca que cae de las enredaderas de
los patios, del limón, del papayo y del naranjo.
—Voy barriendo y voy pensando, y según voy pensando voy insultando.
Permanece solo en su casa, aunque dice esta tarde de junio que su he rmana Gloria estuvo
hace unas horas visitánd olo. A Gloria la veré un par de veces, siempre de paso,
preguntándole a “Fernandito” cómo está y si quiere ir a la finca el fin de sema na, pero
Fernando se niega siempre. ¿Qué hace un hombre que no tiene libros, te levi sor,
compañía ? Escuchar radio. Pensar. Hablar con Brusca. A veces e scribe, apunta frases para
el l ibro en que anda, que no es ni nove la, ni autobiografía, ni ensayo, ni nada. É l mismo
no sabe qué es. Por no dejar, dice que son unas memorias, las de un hijueputa.
Almuerza donde Aníbal, su hermano, quien con su esposa Norelia Garzón se echó a
cuestas la Sociedad Protectora de Animales de Medellín desde hace treinta y tres años.
Aníbal vive en la casa de enfrente, donde la familia vivió mucho tiempo, donde murieron
el padre y Darío, el segundo de los hermanos. Y donde vivía Silvio, el cuarto hijo, cuando
en las afueras de Medellín, con el revólver de la ca sa, se pegó un ti ro en la cabeza.
“En cuanto a mi i nfancia , me la pasé viendo a Casablanca desde el ba lcón de mi casa, la
de enfrente , donde nací, la de mis padre s”, escribió en la novela Casablanca la bella, y
continúa: “Para no confundi r la casona de mi niñez con Casablanca, llamaré a aquélla
‘Casaloca’”. Así, al cabo de los años, todo vuelve a su si tio: en Casalo ca viven Aníbal y su
esposa Norelia, y en Casablanca vive Fernando, los tres unidos por el amor a los animales
y la costumbre de almorzar cada día comida paisa sin carne y visitar cada noche el Café
Valle jo, de Aníbal y Norelia. En ese café, una noche de mayo, Aníbal, que se niega a dar
entrevistas sobre su hermano, cuenta que las baldosas la s mandó ha cer idénticas a las de
la casa donde nacieron, donde su madre mandaba a hacer piscina s para luego taparlas
movida por su aburrimiento. En el café suenan boleros y tangos, y ha y cuadritos con
retratos de escritores —Proust, Vargas Vila, Poe, Baudelaire, Vallejo — y fotografía s de
fincas cafetera s, cafeta les, calles de Medel lín, publicidad de a ntaño, cantantes olvidados.
—La ba ldosa la mandamos a hace r en los Mosaicos Gavilla, una empresa donde la hacen
con moldes de metal, a la antigua, y la pintan con colores minerales, una técnica que ya
desapa re ció —dice Aníbal .
—La baldosa de Casablanca también la hicimos allá —dice Fernando—. Todos esos oficios
ya están en vías de extinción.
Aníbal Vallejo está leyendo un libro sobre los oficios perdidos de Antioquia . La
conversación, de pronto, cae en la nosta lgia por las fincas que el padre montaba para ver
crecer va cas, criar caballos y construir casas que luego vendía a precios irrisorios.
—¿Se acuerda que papi tenía trapiche? —le pregunta Fernando a Aníba l.
—Es que mi papá tuvo fi nca en San Carlos, un pueblo en el oriente de An tioquia, entonce s
a más de cinco horas de Medellí n. Ahí fue donde Fernando perdió la vista porque siempre
por el camino iba leyendo. Ahí se le despre ndió la re tina.
—No, yo nunca he tenido desprendimiento de retina —dice Fernando.
—¿Entonces qué le dio con la le ctura? Porque siempre iba en ese carro l eyendo…
—Quera tocono.
Desde los ocho años Fernando Vallejo ha usado gafas, lentes de contacto y le han he cho
varios trasplantes de córnea.
***
Todo lo dejó a medias e n Colombia. En los sesenta estudió en universidades de Medellín
y Bogotá, estuvo en fiesta s pa sadas por aguardiente y marihuana. Vagabundeó hasta que
se dio cuenta de que quería ha cer cine. En 1965 estudió cine en el Centro E xperimental
de Cinematografía de Roma, tenía 22 años. “En cua nto al Centro Experimental, no sirve,
desde el prime r día lo vi. Alumnos y profesores allí son unos sabios necios, unos
intele ctuales, intelle ttuali, palabra inocente del latín que Italia pervirtió aplicándola a esa
raza maldita”, escribió en Los caminos a Roma. Y más adelante: “El cine, creo yo, se
aprende viéndolo hacer; si la vida no le da a uno esa oportunidad, pues lo aprende uno
solo, a la diabla, haciéndolo”. Después de dejar el Centro Experimental volvió a Colombia.
—Regresé por lo q ue me perdía de aquí y que no hab ía en Eu ropa: libe rtad, barbitúricos,
marihuana, mucha chos..
En Colombia filmó, con plata de su hermano Darío, un documental sobre Jorge Elié cer
Gaitán, el caudil lo liberal. Luego, en el Instituto Colombiano de Desarrollo Social, filmó
un segundo documental, de tema sociológico. Después se fue a Nueva York y de a llí a
Mé xico.
—Lo más i mportante que me dio Méxi co, por sobre la posibilidad de filma r tres películas,
fue la posibilidad de tomar di stancia del idioma colo mbiano, el que tenía en la cabeza, y
el entender que esa lengua, el e spañol, es más grande que Colombia y la hablan 23 países
(lo atropella n, en realidad, pero así pasa con todos los idiomas). En mis nove las está
Colombia, pero las he escrito para los 22 restantes países. E n cua nto a La puta de
Babilonia, La tautología darwinista y Las bolas de Cavendish, las he escrito para la
huma nidad. Como no están traducidas al inglés (e l idioma de la ciencia y el idioma
universal), e stán enterrada s, pero no muertas. Las enterraron vivas. Hoy la norma del
idioma es que los colombianos escriben en colombia no, los mexicanos en mexicano, los
peruanos en peruano, los españole s en peninsular. Ni nguno escribe para el resto de su
idioma. Los escritore s del español están jodidos.
En Mé xico los amigos le hablaron de Barba Jacob, un personaje mítico en Antioquia, y
Fernando empezó a interesarse por él. Fue el comienzo de una larga investigación en
bibliotecas y hemerotecas, y de viajes por toda América e n busca de quienes lo habían
conocido. En esos diez años filmó tres películas: Crón ica roja (en 1979), En la
tormenta (en 1980) y Barrio de campeones (en 1981 ). Por esas películas le dieron dos
Arieles y dos Diosas de Plata, los dos máximos premios del cine mexicano, cuyas estatuillas
fueron destruidas por dos terremotos, librándolo —dice — de cargar con ellas. Y nunca má s
hizo cine.
—Conseguí las películas, las vi —le digo una tarde de junio en su casa.
—¿Pero consiguió las que distribuyó el Círculo de Le ctores?
—Sí.
—Ésas pueden estar bien. Aquí les cortaron algunas partes por violentas, decían. A mí me
ce nsura ron. En Colombia se han portado muy mal conmigo.
—¿Por e so se fue ?
—Sí, pero yo venía ha sta dos vece s al año. Y siempre quise volver, por eso hice esta casa.
¿Quiere un té?
—Pero el diario Reforma, de México, dice que usted volvió porque apu ñaló a un hombre.
¿E s cierto?
—No quiero hablar de eso. No hablemos de eso. Y esos periodistas de ese
periódi co. Alguna vez le dije a un editor de Reforma que prefería que me mandara a un
sicario que a un periodista de ésos.
Un artículo publicado el 22 de abril de 2018 por el diario Reforma dice que después del
terremoto de 2017 Vallejo cambió, se volvió huraño y ahuyentaba a gritos a los obreros
que arreglaban las fi suras en el edificio. Quienes aún vivían en Ámsterdam 122 evitaban
encontrarlo en la s zonas comunes. Todo se compl icó, según el periódi co, cuando Vallejo
apuñaló a un vecino en un brazo después de varios altercados, lo que te rminó en una
denuncia por tentativa de ho micidio. Hay quiene s creen que Vallejo dejó Méxi co para
evitar la cárcel, el oprobio.
***
Es martes tre s de julio, la selección de Colombia acaba de perder contra la selección de
Ingla terra e n lo s octa vos de final de la Copa del Mundo Rusia 2018. Fernando abre la
puerta y trae la chaque ta sostenida por los dientes. Va llejo, que desprecia el fútbol,
escribió en La virgen de los sicarios: “Cuando la huma nidad se sien ta en sus culos ante un
tele visor a ver veintidós adultos infantiles dándole patadas a un balón no hay
esperanzas”.
—¿Cómo está usted? ¿Qué ha hecho estos días? ¿No vio fútbol? —pregunta con verdadero
interés, due ño de una gentileza de otro tiempo.
—Sí. ¿Se dio cuenta de que perdió Colombia ?
—Eso oí ahora. Como oía los gritos por aquí, puse una emisora y oí los penaltis. Los dos
últimos o los tres últimos. Le gana ron por un penal ti. ¿ Le doy un té o quiere cerveza,
whisky, vodka, tequila?
—Lo que le quede má s fá cil.
—Todo me queda fácil. Pobre este país tan de sventurado, es que ganarle a los que
inventaron el fútbol estaba como difícil.
—¿Qué hizo el fin de semana?
—Aburrirme, que es lo que hago en Medellín. Con dos domingos, porque hubo ese lune s
festivo, es muy duro. Dos domingos no los aguanta un ser humano normal. Hay que
acabar con el cristia nismo, es una infa mia esta alca huetería de la za nganería. Déje me
aprovecho y le hago una comida a Brusca.
Se mueve con agilidad por la cocina: saca de la nevera arroz, bate unos huevos, lava una
sartén con un cepillo —nunca se moja las manos—, la pone sobre el fogón y mientras tanto
Brusca lo sigue mirando de sde el piso; la perra tiene la fuer za de un perro joven y suele
lanzarse sobre los visitantes para buscar juego, pero en la calle Fernando la sabe dominar,
demostrando una vitalidad poco aparente. En 1979 le regalaron a Bruja, su primer perro,
un gran danés negro con una mancha blanca en el pecho. Tenía un mes y Fernando
recordó a Capitán, el perro de su infancia en la finca Santa An ita, e ntre Envigado y
Sabaneta, dos pueblos de las afueras de Medellín. Con la llegada de Bruja se despertó en
Valle jo el amor por los animales, e l más grande de sus amores.
—Fue un proceso le nto porque yo no veía a los perros desamparados de la calle como mis
hermanos, ni me dolía de ellos. Después empecé a verlos. Pero no sé por qué, sí tuvo que
ver con la llegada de Bruja a mi vida y a la de David. De ahí para dejar de comerme a los
animales y enfrentar el horror de los mataderos pasó un tiempo. Por la época en que me
dieron el premio Rómulo Gallegos se me cayó la venda de los ojos y empecé a ver. La
ve nda moral que nos pone el cristianismo al na cer y que nos i mpide ver a los animale s
como nuestro prójimo .
Mientra s habla y Brusca come, tomamos té y unas galletas. Come poco, en su casa fue
criado en la austeridad. Se pasa los días solo, mirando la pared blanca de l pri mer patio
mientras piensa y maldice, porque con los a ños —dice— todo lo ve con más claridad.
Suena el timbre y Valle jo se para con rapidez, busca la chaqueta, se la lleva a la boca y
con las manos desocupadas busca las llaves en uno de los bolsillos con cremalleras. Abre
la puerta y es su hermano Carlos, que entra jalonado por un perro bulldog, Spike .
—Buenas noches, yo soy Carlos Quinto —dice Carlos Vallejo, el quinto hijo y protagonista
de la novela Mi hermano el alcalde que Fernando Vallejo publicó en 2004 y donde cuenta
las aventuras de su hermano como al calde de Tá mesis, el pueblo de su padre en el
suroeste antioqueño.
A las sie te de la noche vamos caminando hasta el Café Valle jo. Fernando lleva a Brusca
con un collar de luces rojas.
—Mire a Brusca con su collar de luces —dice divertido—. Vamos, pues.
—¿Usted también toca el piano? —le pregunto a Carlos mie ntras caminamos.
—No, no soy capaz. Ahora de viejo me puse a joder con la guitarra, pero soy muy
indisciplinado para todo. Sí escribo: bobadas.
—¿Y se las deja ver a Fernando?
—No, porque me dice que soy muy bruto y no sé escribir. Y le digo: “Tenés toda la ra zón
pero mientras hago eso me entretengo”.
—¿Y qué está escribiendo?
—Una novela. Pero no se la dejo ver porque me sale con lo mismo, que escribo muy mal.
A veces me anima y otras no. Se va a llamar Tiempos idos. Hoy. Mañana quién sabe.
—Ya te dije que ese título no sirve —interviene Fernando y se ríe.
***
Los hermanos casi no hablan de Fernando. Prefieren el silencio.
Carlos Valle jo dice un día , mientras camina mos junto a Fernando por el barrio Laureles:
—¿Para qué entrevistas? ¿Para qué me va a oír las mentiras? A mí me tiene que dar la s
preguntas por escrito y con anticipación para consul tarlas con Fernando. Hay que s eguir
la línea de mando.
Gloria Vallejo dice una noche de miércole s en el Café Vallejo, cuando llega de hacer
eje rcicio:
—La verdad, yo vine porque usted ha entrevistado mucho a mi hermano. Con eso es
suficie nte. Yo quiero mucho a Fernando, lo quiero mu chísimo. Y sí le digo que todo lo que
mi hermano ha escrito es verdad.
Aníbal Vallejo dice, sentado en la mesa de mantel verde y una lámpara q ue todas la s
noches tienen reservada en el ca fé:
—Yo hablo muy poquito. Pero busque un a rtículo que yo publiqué en el periódico El
Mundo cuando Fernando ganó el Rómulo Gallegos, se lla ma “Mi hermano el escritor”.
En uno de los párra fos del artículo dice: “Estudió filosofía y le tras, derecho, música,
idiomas, cine, pero nunca terminó nada, no cabía en su cuestionamie nto lo establecido
en un pénsum a cadé mico. Desde niño obtu vo un buen número de medallas, premios y
distinciones que no era n de su interés y que no conservó porque nunca guardó nada ”.
***
—Estoy leyendo el libro de Antonio Caballero. Muy bien, muy bien escr ito, una s
ilustraciones suyas espléndidas, una prosa espléndida, un estilo esplé ndido, un l ibro que
fluye lleno de ironías, de frases logradas, de hallazgos del idioma, con riqueza. El único
libro que me he leído completo en más de treinta años.
Fernando Valle jo está exultante. Levanta el libro Historia de Colombia y sus
oligarquías del escritor colombiano Antonio Caballero. Por pri mera vez está acompañado.
Lo visita su a migo Luis Fernando Botero, y Val lejo cuenta que de sde que empezó a escribir
nunca le yó un libro completo hasta ahora. Cuando se le pregunta por los libros de
escritores como William Ospina o Tomás González sie mpre tiene un buen comentario y
después agrega que leyó unas cuantas páginas y se le acabó la pa ciencia.
—Muy pocos escritores saben e scribir, y menos los escritores que escriben columnas de
opinión. Si los escritores que escriben en El Paí s escriben mal… Muchos escriben de
problemas literarios, y para qué si la realidad es tan asombrosa, esta locura del mundo
que nunca ha sido así, y ellos escribie ndo sobre el ofi cio y sus proble mas.
No es fácil e ncontrar un elogio en Fe rnando Vallejo, y son famosa s sus peleas con algunos
colegas. Al e scri tor Héctor Abad Fa cioli nce no le perdona que haya criticado sus libros de
ciencia —“No puede venir a prohibirme opinar. Yo opino sobre lo que me dé la gana” —; y
al poe ta Jotamario Arbeláe z, quie n lo ha calificado de “petardo” y ha pedido que no lo
inviten a a ctos públicos en Colombia, lo considera un detractor sin fundamentos. Di jo en
septiembre de 2017 en la Feria de l Libro de Cúcuta: “Yo de la vida no espero sino
atropellos y que me sea breve lo que me re sta. No me la quito para no darles gusto a mis
ene migos, mis ‘de tractores’, como les dicen ahora. Que son dos. Dos opinadores: un
huerfani to que no iba a volve r a Espa ña; y un hippie vie jo de Cali, un nadaísta, que me
detesta. El huerfanito opina en El Espectador, y el nadaísta en El Tiempo. No les pagan.
Escriben gratis para sacia r sus odios. Y hacen mal. El odio consume calorías. Mejor no
usarlo”.
***
Su primer libro fue Logoi —hoy texto obligado en facultades de literatura—, de 1983, un
manual sobre la sintaxis de la prosa muy difícil de leer, y el segundo Barba Ja cob el
mensajero, lo publicó é l mismo bajo el sello Séptimo Círculo en 1984 porque ninguna
editorial de México se interesaba. Sin embargo, en Colombia fue un éxito.
—Recuerdo que comenté el libro con Piedad Bonnett, estábamos muy a sombrados porque
ponía el géne ro de la biografía en manos del lector. Ademá s, tenía ese español que
parecía un milagro y con el paso de los años se pondría me jor —dice el edi tor colombiano
Ma rio Jursich.
Sobre El mensajero, el escritor Darío Jaramillo Agudelo escribió en el periódico El
Tiempo e n 1999: “Por mucho tie mpo, Barba Jacob fue un poeta trashumante . […] Pero
llegó el talentosísi mo Fernando Vallejo, rastreó al personaje y escribió Barba Jacob, el
mensajero, que es, de lejos, la mejor biografía que se ha e scrito en Colombia”.
En Séptimo Círculo también publicó Los días azules, pero Editorial Planeta, que en 1985
abría su sede en Bogotá, rápidamente se inte resó en el escritor y en adelante publicó toda
la serie de El río del tiempo que terminó con Entre fanta smas en 1993. Fernando Vallejo
no daba entrevistas, no salía en las solapas de los libros, era un misterio para editores y
periodi stas. En 1993 murió Bruja, su perra, y Va llejo entró en una depresión que lo obligó
a volver a Mede llín; la ciudad tenía más de seis mi l asesinatos al año y l os sicarios era n la
nueva arma de los carteles de la droga. Unos periodistas le contaron que esos
muchachitos, ase sinos pa gados, solían visi tar a la Virgen María Auxiliadora e n Sabaneta,
un pueblo a veinte minutos de Medellín, a la que le pedían protección . Escribió La Virgen
de los sicarios en cuatro meses, dos en Medellín, dos e n México, y el libro se publicó en
1994.
—Yo era asistente del editor Conrado Zulua ga en Alfaguara y re cuerdo que Fernando fue
para mirar unas corre cciones en La Vi rgen de los sicarios, ni siquiera cruzamos palabra,
era un hombre muy tímido —dice desde España la editora Pilar Reyes.
La novela trastocó la literatura colombiana. El narrador, un escritor llamado Fernando
Valle jo, se encuentra en la Medellín más violenta después de mu chos años de ausencia y,
como es un enamorado de los muchachos, descubre la vida de las comunas, ini cio de todo
el mal de la ciudad, donde crecen esos niñito s dispuestos a todo, asesi nos que mueren
antes de llega r a los ve inte años. La crítica a labó a Vallejo, nadie había metido el dedo en
la úlcera sangrante de la violencia urbana de Colombia utilizando un español precioso en
el que se unían el lenguaje literario y el de los sicarios. A Vallejo entonce s le llegó la fama
y con ella la s entrevista s, los retratos en portadas de revista s y periódicos. Y el libro se
extendió por el mundo, con la adapta ción de la película al cine que hizo el director suizo
Barbet Schroeder, y fue traducido a muchos idiomas.
—En Mé xico me pa saron cosas muy rara s. Una vez estaba con un muchacho mexicano de
la mala vida de la Zona Rosa, estábamos en un hotelucho y cuando íbamos a acostarnos
y me estaba cobrando má s de lo que habíamos convenido me enojé y e ntonces me dijo:
“Me recuerdas al personaje de La Virgen de los sicarios”. Cuando me lo dijo sentí por él
otra cosa muy distinta, como un cariño inmenso. Lo sentí cerca de mí en una ciudad tan
distante. La situación cambió inmediatamente. Después nos hicimos amigos y le dije que
yo había escrito el libro.
Schroeder llegó a la novela después de que el cineasta Lui s Ospina se la re comendara.
Entonces llamó a Fe rna ndo y fue a verlo a Mé xico.
—Fue como conocer un demonio bien educado, un hombre inteligente y lleno de humor.
No era el hombre de la novela. Me encontré un hombre encantador, a mable, generoso.
Después viajamos a Medel lín, buscamos a los actores y él escribió el guion, que fue
estupendo, lle vó todo el libro al cine con un talento superior —dice Schroeder desde
Sui za.
***
“Toqué y me abrió el Gran Güevón, el semiengendro que de último hijo parió la Loca (en
mala edad, a destiempo, cuando ya los óvulos, los genes, e staban dañados por la s
mutaciones). Abrió y ni me sa ludó, se dio la vuelta y volvió a sus computadoras, al Internet.
Se había adueñado de la casa, de esa casa que papi nos dejó cua ndo nos dejó y de paso
este mundo”, dice uno de los primeros párrafos de El desbarrancadero, novela publicada
en 2001. El diablo que ríe y llora, su narrador, cuenta la muerte de Darío —flaco y
desahuciado por el sida— y la muerte del padre —flaco y desahuciado por el descuido de
la Loca, la madre—, dos muertes que arrasan con todo. La no vela le valió el premio Rómulo
Gallegos y se tradujo —como La Virgen de los si carios— a numerosos idiomas. Los cien mil
dólare s del premio se los dio, en el acto público de entrega, a Fiorella Dubbini, de la
protectora de animales “Mil Pa titas”, de Caracas. Acto que repitió en 2011 cuando donó
los ciento ci ncuenta mil dólares del pre mio de la Feria Internac ional del Libro de
Guadalajara, a dos asociaciones mexicanas protectoras de los animales: “Ani male s
Desamparados” y “Amigos de los Animales”.
En el número treinta de la revista E l Ma l pe nsa nte, en 2001, el escritor Héctor Abad
reseñó El desbarrancadero: “La última novela de Fernando Vallejo se lee sin esfuerzo,
como en un vértigo de ansia, a ngustia y risa. […] está e scri to: como en caída libre, sin
estorbos, hacia el pozo sin fondo de la nada. […] En tre la risa a marga, las carcajadas
diabólicas y la tristeza sin límite s, envuelto en las dia triba s desesperadas de un arreba tado,
el lector se bebe de un trago y hasta el poso el veneno del libro […]”.
En los siguientes años vinieron cinco novelas con esa voz portentosa, inconfundible: La
rambla paralela, Mi hermano el alcalde , El don de la vida, Casablanca la
bella y ¡Llegaron!, todas cimentadas en la memoria, el humor, el desva río y la diatriba.
Lue go, lle gó a los ensayos. La puta de Babilonia , una diatriba en contra de la Iglesia
ca tólica — “La puta, la gran puta, la grandísima puta, la santurrona, la si moníaca, la
inquisidora, la torturadora, la falsificadora, la asesina, la fea, la loca, la mala” —, que
publi có Pla neta porque Alfaguara temió una venganza de los e xtremistas islámicos. Y el
tridente en contra de la ciencia: La tautología darwinista —contra Darwin y los fallos de El
origen de las especies—, el Manuali to de imposturología física y Las bolas de Cavendish —
una a frenta con tra la física y sus fórmulas “que no e xplican nada”.
—Ahora, con la confusión mental en que estoy cayendo, veo con más claridad montones
de cosas. Lo que pasa es que ni aquí ni en ningún lado me oyen, no me logran entender,
no quieren ver, las paredes ni ven ni oyen . Por ejemplo, mi denuncia de Cristo, que no
existió, no puede estar más claro y desenmascarado que en La puta de Babilonia: son 20
Cristos, tres de ellos en el Nuevo Testamento. Por otra parte la física: no sabemos qué es
la materia, no sabemos qué es el universo, no sabemos qué es la luz, la física teóri ca es
una burda farsa, pero me insultan tratándome con un desprecio y una burla para los que
no les da la prosa. Esta gentucita de la Universidad de Antioquia se enfureció cuando
publi qué La tautología y el Manua lito, pero no los han leído.
En 2016, en la Feria del Libro de Bogotá, leyó: “Colombia tiene la perversión de creer que
lo grave no es matar sino que se diga ”. Por un texto publi cado contra la Iglesia católica
en la revi sta Soho en 2005, que acompaña las fotos de una muje r desnuda con corona de
espinas, tuvo una denuncia y para evitar la cárcel trami tó la nacionalización mexicana.
No le gusta la sufi ciencia del narrador omnisciente, ni la de la Iglesia, ni la de los
científicos. Odia a los polí ti cos de i zquierda y de derecha ; odia a los conductores que
recorren las calles a toda ve locidad atropellando al que se les atraviese , y dice que en el
libro que está e scribiendo a esos cafres los va a matar. Odia la reproducción, que produce
tantos feos y tanto s pobres. Una noche, cuando caminábamos por la avenida Jardín del
barrio Laureles, una niñita que vendía dulces con su papá se acercó a Brusca y le preguntó
a Vallejo si era un niño o una niña. Con e moción, ca si con lágrimas, Vallejo le contestó:
“Es niña, pero qué inteligente que eres, hermosa ”. Segui mos caminando y me dijo que en
su próximo libro el narrador será un loco de ve rdad, porque el anterior, el de sus novelas,
el de sus ensa yos, es un aprendiz de loco, un pobre diablo.

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