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Debate y conversación

Por Henry Hazlitt

(Publicado el 5 de agosto de 2011)

Traducido del inglés. El artículo original se encuentra


aquí: http://mises.org/daily/5493.

[Thinking as a Science (1916)]

La mente se dedica a muchas actividades que tienen poder tanto para lo bueno
como para lo malo. La influencia que ejerza depende de cómo la usemos. Una de
las actividades más importantes es el debate.

El debate trae esa forma inigualada de incentivo para toda acción que los
psicólogos llaman “presión social” y que aquí no significa nada más que el deseo
de superar a otro ser en alguna tarea. Cuando debatimos, nos concentramos y lo
hacemos sin un esfuerzo consciente. Estamos demasiado interesados en derrotar
a nuestro oponente como para alejarnos del asunto. Estamos obligados a pensar
rápido. También es importante que nos vemos obligados a pensar
elocuentemente.

Pero con todas estas desventajas, el debate es una de las más potentes fuentes
de perjuicios. En el corazón de la controversia, adoptamos todos y cada uno de los
argumentos que se ponen a tiro. Toda declaración de nuestro oponente se
considera solo a la luz de cómo puede refutarse. Estamos dispuestos a utilizar
casi cualquier objeción contra él, siempre que creamos que no verá ninguna
defecto en ella. Es de enorme importancia que encontremos cómo evitar estos
errores.

Lo primero que debemos hacer es adoptar un completo cambio de actitud hacia


los argumentos de un oponente. Siempre que encontremos un hecho que no nos
gustaría que se citara en el debate (porque, por decirlo suavemente, no ayudaría a
nuestro bando) deberíamos investigar cuidadosamente ese hecho. Deberíamos
considerar si el que sea verdad cambiaría el aspecto de las cosas. Deberíamos
librarnos de la idea de que con el fin de reivindicar a nuestro bando debe
responder a cualquier comentario que haga nuestro oponente. Pues este nuestro
oponente probablemente sea un hombre con plena posesión de sus sentidos: al

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menos parte de sus argumentos serán racionales. Cuando lo son, deberíamos
estar dispuestos a reconocérselo. Su verdad no hace necesariamente correcta su
postura. Sus argumentos pueden ser irrelevantes: pueden verse contrarrestados
por otra razón o razones.

Los intentos de demostrar demasiado hacen que nos pongamos en la posición del
abogado cuyo cliente se supone que ha sido demandado por hacer un agujero en
un paraguas prestado. El abogado probaría primero que no tomó el paraguas;
segundo, que había un agujero en él cuando lo tomó; tercero, que no pasaba nada
de eso cuando lo devolvió.

Después de tener una discusión amistosa con un conocido, te vas o bien que la
satisfacción de haberle derrotado o bien con una vaga conciencia de pensar que
aunque tenías razón éste fue un poco más hábil en aportar argumentos. Pero al
tener esta satisfacción o desencanto, a menudo piensas poco más del asunto
hasta que te vuelves a encontrar con él. Ahora bien, esta práctica no te ayuda no a
debatir ni a pensar.

Después de despedirte de tu conocido y ya en la quietud de tu propio


pensamiento, deberías repasar mentalmente tu discusión. Deberías considerar
desapasionadamente el aspecto y peso de sus argumentos y luego, revisando los
tuyos, preguntarte cuáles fueron válidos y relevantes y cuáles no. Si te das cuenta
de que has utilizado un sofisma debería decidir no volver a usarlo nunca, a pesar
de que tu oponente pueda haber sido incapaz de contestarlo. Dejando aparte las
cuestiones morales, es una mala práctica si esperar convertirte alguna vez en
pensador. Al final se volverá contra ti, incluso como polemista.

Puedes utilizar tus debates como material constructivo igual que para críticas.
Después de una polémica, puedes volver sobre los argumentos de tu oponente
que no pudiste refutar, o refutaste mal, y pensar en las respuestas que podrías
haber dado. Por supuesto, deberías tener cuidado de que estas respuestas no
sean complicadas. Es muy probable que la cuestión se vuelva a plantear, si no por
parte del mismo amigo, entonces por otro y cuando lo haga te encontrarás
preparado para ello.

Pero el mejor polemista, o al menos el que obtiene más de debatir, es el hombre


que busca evidencias y piensa, no en el debate, sino en obtener la conclusión
correcta. Después de que ha llegado a una conclusión de esta manera, no aporta
todas las posibles razones para apoyarla. Ni siquiera utiliza las razones en las que
se basan otros para una creencia similar, si él mismo no acepta esas razones.
Explica únicamente las evidencias y razones que le han llevado a aceptar su
conclusión, nada más.

Cuando hablamos del debate, yo debería decir unas pocas palabras acerca de la
conversación en general. No siempre discutimos ni podemos discutir con nuestros

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amigos, aunque desdeñemos las normas de la etiqueta formal. Pero porque no
discutamos no se deduce que no ganemos nada. De hecho, la conversación
ordinaria tiene numerosas ventajas sobre el debate, no siendo la menor la libertad
comparativa que proporciona el prejuicio.

Pero el valor de la conversación depende tanto de lo que hablemos como con


quién lo hagamos. Demasiadas de nuestras conversaciones son sobre cosas
banales, no es educativa. E incluso si hablamos de cosas que merezcan la pena,
nos proporcionan poca cosa si no hablamos con gente que merezca la pena.
Cuando nos juntamos con una mente perezosa, nuestro pensamiento, hasta cierto
punto, se rebaja al nivel de esa mente. Pero la gente perezosa normalmente no
habla de cosas sustanciosas, ni los intelectos activos piensan demasiado en
trivialidades. Por tanto si elegimos correctamente nuestras compañías, podemos
conscientemente dejara que nuestra conversación siga su propio camino.

Queda por tratar un aspecto de la conversación: su poder correctivo. “Hay una


especie de exhibicionismo mental al hablar con un compañero: sacamos nuestros
pensamientos de sus sitios ocultos, desnudos como están y a veces no nos
sorprende mucho la exhibición. Las ideas no expresadas a menudo nos gustan
hasta que, puestas ante los ojos de otros, las vemos tal y como son”.[1]

Henry Hazlitt (1894-1993) fue un famoso periodista que escribió sobre asuntos
económicos en el New York Times, el Wall Street Journal y Newsweek, entre otras
muchas publicaciones. Es tal vez más conocido como autor de La economía en
una lección (1946).

Este artículo está extraído de Thinking as a Science, capítulo 6 (1916, reimpreso


por el Instituto Mises en 2008).

[1] T. Sharper Knowlson, The Art of Thinking.

Tomado de: http://mises.org/Community/blogs/euribe/default.aspx

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