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Una vez que se alejaron del tumulto, la mujer por fin emitió palabra.
—“Se tuvo que sacar todos los dientes” —la imitó, en tono socarrón—. No hablás más con nadie,
—¿Entendido?
Al llegar al cementerio, la mujer introdujo la llave en el oxidado candado y, con esfuerzo, logró
destrabarlo. Acto seguido, empujó la puerta y, mientras ésta soltaba un escalofriante chirrido,
avanzaron.
La niña, pese a lo tétrico del ambiente y al calor abrasador, no se atrevió a protestar. Tras caminar
unos diez minutos, encontraron la tumba buscada y se detuvieron frente a ella. A diferencia de todas
las demás, esta no tenía nombre y la superficie estaba cubierta de tierra. El pasto aún permanecía
La mujer arrojó el ramo de flores a la tumba de al lado y escupió enérgicamente sobre el suelo——
Sin conocerla, cualquiera podría haber notado que la niña actuaba contra su voluntad pero
Sin decir nada más, caminaron hacia la salida, cerraron la puerta y se encaminaron hacia la casa del
sacerdote nuevamente. Ambas sudaban tanto que parecían haberse bañado vestidas. Al arribar a
ella, ya no quedaba nadie. Todos habían vuelto a sus casas. Como les habían indicado, empujaron
pacientemente en silencio hasta las tres y media de la tarde, cuando escucharon las primeras voces:
—Padre, buenas tardes. Espero que haya descansado. Ya he limpiado la casa y le he preparado la
cena. También le planché la sotana. La dejé preparada junto al alzacuellos, encima de la mesa.
—Gracias, ya puedes retirarte —le dijo a su hermana desde el umbral de la habitación del fondo,
modesta limosna —mencionó, al pasar por encima de los elementos que habían deslizado por
debajo de la puerta.
Con dificultad para agacharse, el sacerdote levantó la limosna y luego, las llaves. Entonces, la
mujer, que aun esperaba escondida, se encorvó un poco para ver por la red metálica de la ventana y
observó que, tras guardar las llaves en el armario, el cura se dirigió hacia su habitación, levantó el
—¡Al suelo! —susurró la mujer, acostándose sobre el suelo y empujando a la pequeña para que
hiciera lo mismo.
Habiéndose levantado recién de dormir, aun no se había colocado los anteojos. No obstante, le
pareció ver algo en la ventana. Dubitativo, se acercó hacia ella y se asomó. No había nadie.
—¡Fuera! ¡La misa es a las siete! —gritó por si acaso, como lo hacía cada vez que alguien iba a
Aun siendo temprano para entrar en acción y despertando el pueblo de la siesta, caminaron una
cuadra en cuclillas y se ocultaron detrás de la oficina de Correos, que solo abría por la mañana y,
Permanecieron en absoluto silencio mirando el reloj hasta llegar el horario de la misa. Una vez que
mirada atónita de la niña, empezó a dar violentas patadas contra la puerta de entrada. Veintisiete
patadas dio, pero la puerta no cedió. Con el cabello empapado y resbalando la transpiración por su
rostro, se puso en cuclillas, agotada. Tras descansar unos segundos, enfurecida, dio un puntapié a
una pequeña maceta de barro que contenía algunas suculentas y esta se rompió en mil pedazos.
Muda, la niña señaló la tierra que había salpicado todo a su alrededor. Allí estaba lo que buscaban.
Así de inverosímil. El cura había guardado una llave de repuesto entre el barro seco que albergaba
las plantas, ahora desperdigado, y ahora estaba allí, esperándolas, frente a ellas.
Apresurada, la mujer la hizo girar en la cerradura y, precedida por su hija, entró a la casa. Atravesó
rápidamente la sala de espera y empujó la puerta del fondo. Con gran energía, levantó el pesado
colchón de un empujón y soltó una risa irónica. En el centro, un tajo desprolijo dibujaba la cruz de
Cristo. Introdujo la mano dentro y encontró lo que ansiaba. Billetes. Más y más billetes de todos los
valores.
Frenética, los colocó dentro de su ropa interior y animó a su hija a hacer lo mismo con un fajo más
pequeño.
Cuarenta minutos más tarde, salía el último tren del día y, en él, la mujer y la niña viajaban
sentadas. Esta vez, se hallaban solas nuevamente pero en el vagón de primera clase.
—Hace treinta años, este pueblo me conoció con otro nombre. Yo era la esposa del coronel
Buendía. O eso creía. Un día, me enteré de que el coronel ya estaba casado, y no fui la única. Su
otra mujer se encargó de difamarnos con cada uno de los pobladores. Deshonrado, él se disparó en
la sien y yo hui sin saber que no iba sola. Me acompañaba un niño en mi vientre. Sola crié a tu
padre y lo eduqué para que nunca traiga a ninguna familia desgracias como las que yo sufrí. Sin
embargo, el muy cobarde robaba, y lo hacía a los humildes. No podía permitir ese atropello. Lo tenté
para que le robara a la viuda. Conociendo el temperamento de esta última, era esperable que
muriese en sus manos. Nosotras no le quitamos nada a nadie. Tu padre tuvo el destino que él
mismo eligió.
—Nosotros no robamos. Este dinero no pertenecía a ese hipócrita. Lo que hoy hice es recobrar
parte de la dignidad que todo un pueblo me quitó. Hoy puedo usar honrosa mi verdadero nombre:
Justa. Justa Buendía. El día que entiendas esto, llevarás tu propio nombre con igual orgullo. Ahora,