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Atravesaron la muchedumbre con la cabeza en alto y las flores presionadas contra el pecho,

haciendo caso omiso a los murmullos.

Una vez que se alejaron del tumulto, la mujer por fin emitió palabra.

—Te dije que cerraras la boca —le espetó.

—Solo quería ayudar… —se lamentó la niña.

—“Se tuvo que sacar todos los dientes” —la imitó, en tono socarrón—. No hablás más con nadie,

hacés únicamente lo que yo te diga y, lo más importante, no llorás. ¿Entendido?

Ante la falta de respuesta, la mujer insistió elevando la voz:

—¿Entendido?

—Sí —murmuró la niña, sin bajar la cabeza.

Al llegar al cementerio, la mujer introdujo la llave en el oxidado candado y, con esfuerzo, logró

destrabarlo. Acto seguido, empujó la puerta y, mientras ésta soltaba un escalofriante chirrido,

avanzaron.

La niña, pese a lo tétrico del ambiente y al calor abrasador, no se atrevió a protestar. Tras caminar

unos diez minutos, encontraron la tumba buscada y se detuvieron frente a ella. A diferencia de todas

las demás, esta no tenía nombre y la superficie estaba cubierta de tierra. El pasto aún permanecía

sin crecer tras el reciente entierro.

La mujer arrojó el ramo de flores a la tumba de al lado y escupió enérgicamente sobre el suelo——

Ahora tú —se dirigió hacia su hija.

Sin conocerla, cualquiera podría haber notado que la niña actuaba contra su voluntad pero

obediente, salivó tímidamente sobre la tumba de su padre.

Sin decir nada más, caminaron hacia la salida, cerraron la puerta y se encaminaron hacia la casa del

sacerdote nuevamente. Ambas sudaban tanto que parecían haberse bañado vestidas. Al arribar a

ella, ya no quedaba nadie. Todos habían vuelto a sus casas. Como les habían indicado, empujaron

las llaves debajo de la puerta acompañadas por unos pocos billetes.

Sin embargo, no se marcharon, sino que se agazaparon debajo de la ventana y esperaron

pacientemente en silencio hasta las tres y media de la tarde, cuando escucharon las primeras voces:

—Padre, buenas tardes. Espero que haya descansado. Ya he limpiado la casa y le he preparado la

cena. También le planché la sotana. La dejé preparada junto al alzacuellos, encima de la mesa.

—Gracias, ya puedes retirarte —le dijo a su hermana desde el umbral de la habitación del fondo,

quien se dirigió hacia la puerta.


—Parece que la familia del ladrón ha devuelto las llaves del cementerio y, quién lo diría, una

modesta limosna —mencionó, al pasar por encima de los elementos que habían deslizado por

debajo de la puerta.

Con dificultad para agacharse, el sacerdote levantó la limosna y luego, las llaves. Entonces, la

mujer, que aun esperaba escondida, se encorvó un poco para ver por la red metálica de la ventana y

observó que, tras guardar las llaves en el armario, el cura se dirigió hacia su habitación, levantó el

colchón y miró a su alrededor.

—¡Al suelo! —susurró la mujer, acostándose sobre el suelo y empujando a la pequeña para que

hiciera lo mismo.

Habiéndose levantado recién de dormir, aun no se había colocado los anteojos. No obstante, le

pareció ver algo en la ventana. Dubitativo, se acercó hacia ella y se asomó. No había nadie.

—¡Fuera! ¡La misa es a las siete! —gritó por si acaso, como lo hacía cada vez que alguien iba a

molestarlo a su casa por asuntos triviales.

Aun siendo temprano para entrar en acción y despertando el pueblo de la siesta, caminaron una

cuadra en cuclillas y se ocultaron detrás de la oficina de Correos, que solo abría por la mañana y,

por lo tanto, no recibirían ninguna visita inoportuna en ese horario.

Permanecieron en absoluto silencio mirando el reloj hasta llegar el horario de la misa. Una vez que

el sacerdote abandonó la casa y se dirigió a la iglesia, salieron de su escondite y la mujer, ante la

mirada atónita de la niña, empezó a dar violentas patadas contra la puerta de entrada. Veintisiete

patadas dio, pero la puerta no cedió. Con el cabello empapado y resbalando la transpiración por su

rostro, se puso en cuclillas, agotada. Tras descansar unos segundos, enfurecida, dio un puntapié a

una pequeña maceta de barro que contenía algunas suculentas y esta se rompió en mil pedazos.

Muda, la niña señaló la tierra que había salpicado todo a su alrededor. Allí estaba lo que buscaban.

Así de inverosímil. El cura había guardado una llave de repuesto entre el barro seco que albergaba

las plantas, ahora desperdigado, y ahora estaba allí, esperándolas, frente a ellas.

Apresurada, la mujer la hizo girar en la cerradura y, precedida por su hija, entró a la casa. Atravesó

rápidamente la sala de espera y empujó la puerta del fondo. Con gran energía, levantó el pesado

colchón de un empujón y soltó una risa irónica. En el centro, un tajo desprolijo dibujaba la cruz de

Cristo. Introdujo la mano dentro y encontró lo que ansiaba. Billetes. Más y más billetes de todos los

valores.

Frenética, los colocó dentro de su ropa interior y animó a su hija a hacer lo mismo con un fajo más

pequeño.
Cuarenta minutos más tarde, salía el último tren del día y, en él, la mujer y la niña viajaban

sentadas. Esta vez, se hallaban solas nuevamente pero en el vagón de primera clase.

—¿Por qué hicimos todo esto? —se animó a inquirir la niña.

—Hace treinta años, este pueblo me conoció con otro nombre. Yo era la esposa del coronel

Buendía. O eso creía. Un día, me enteré de que el coronel ya estaba casado, y no fui la única. Su

otra mujer se encargó de difamarnos con cada uno de los pobladores. Deshonrado, él se disparó en

la sien y yo hui sin saber que no iba sola. Me acompañaba un niño en mi vientre. Sola crié a tu

padre y lo eduqué para que nunca traiga a ninguna familia desgracias como las que yo sufrí. Sin

embargo, el muy cobarde robaba, y lo hacía a los humildes. No podía permitir ese atropello. Lo tenté

para que le robara a la viuda. Conociendo el temperamento de esta última, era esperable que

muriese en sus manos. Nosotras no le quitamos nada a nadie. Tu padre tuvo el destino que él

mismo eligió.

—Pero si robamos a alguien… —intervino la niña.

—Nosotros no robamos. Este dinero no pertenecía a ese hipócrita. Lo que hoy hice es recobrar

parte de la dignidad que todo un pueblo me quitó. Hoy puedo usar honrosa mi verdadero nombre:

Justa. Justa Buendía. El día que entiendas esto, llevarás tu propio nombre con igual orgullo. Ahora,

Libertad, apuremos el paso. Ya casi llegamos a casa.

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