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Principios generales.
En esta clase damos comienzo al estudio de uno de los elementos de la estructura jurídica del
delito: la antijuridicidad. Para ello, es absolutamente necesario, partir de los textos
constitucionales; particularmente, del art. 19, última parte que expresa: “Ningún habitante de
la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no
prohíbe”[1]. De este mismo texto, se puede concluir en que: todos los habitantes de la Nación,
están obligados a hacer lo que manda la ley, y de abstenerse de hacer, lo que ella
prohíbe. De esto se deduce que si la ley no prohíbe que algo se haga, o no obliga a que algo se
haga, el hecho cometido no podrá ser considerado como una acción contraria a la ley, sino un
hecho que al no ser prohibido, su ejecución es permitida.
¿Querrá decir entonces, que todo lo que no se halla prohibido se halla permitido?
Así es, en razón de que para nuestra Constitución, la regla es la libertad de hacer o no hacer, al
menos que la ley mande que algo determinado se haga, o que no se haga. Si se hace lo que la ley
manda, o no se hace lo que ella no quiere que se haga, el hecho será conforme a la ley; y por
ello, será un hecho lícito. Si ocurre a la inversa, el hecho será contrario a lo que la ley espera de
los ciudadanos, y será un hecho opuesto a ella; por lo tanto, antijurídico, o ilícito. Repare usted
en que el Código Civil de Vélez Sársfield, consecuente con las reglas constitucionales, establecía
en su art. 1066, lo siguiente: “Ningún acto voluntario tendrá carácter de ilícito si no fuera
expresamente prohibido por las leyes ordinarias, municipales o reglamentos de policía… “.
Más todavía; el art. 898 del ese mismo Código, determinaba lo siguiente: “Los hechos
voluntarios son lícitos o ilícitos. Son actos lícitos las acciones voluntarias no prohibidas por la
ley…”. El nuevo Código Civil y Comercial, en su artículo 258 reserva algo similar: “El simple acto
lícito es la acción voluntaria no porhibida por la ley, de la que resulta alguna adquisición,
modificación o extinción de relaciones o situaciones jurídicas”.
Nuevamente, el Código Civil y Comercial, establece al respecto, en su art. 1:” Los casos que este
Código rige deben ser resueltos según las leyes que resulten aplicables, conforme con la
Constitución Nacional y los tratados de derechos humanos en los que la República sea parte. A tal
efecto, se tendrá en cuenta la finalidad de la norma. Los usos, prácticas y costumbres son
vinculantes cuando las leyes o los interesados se refieren a ellos o en situaciones no regladas
legalmente, siempre que no sean contrarios a derecho.
En una palabra, un hecho puede ser solamente conforme a la ley, o contrario a ella; lícito, o
ilícito. Todo, sin perjuicio de que un hecho pueda comenzar a desarrollarse, a desenvolverse
dentro de lo lícito, y en razón de haber traspuesto el autor los límites establecidos por la ley,
adquiera la calidad de hecho ilícito, y ser por lo tanto, contrario a derecho. Si en el ejercicio del
derecho de defensa, el agredido se excedió, según lo establece el art. 35 del Código Penal (C.P.
de aquí en más), el hecho habrá dejado de ser lícito. Adviertan que el tránsito es de lo lícito a lo
ilícito; mas un hecho que nació contrario a derecho, no podrá variar su calidad de tal. Es que
nunca podrá llegar a ser un hecho lícito. El agresor ilegítimo que ataca, que acomete a la
persona o a los derechos de otro, ejecuta un hecho ilícito, y por ello, frente a la ley, su
calidad no mudará, y no podrá ser considerado como autor de un hecho lícito.
Acaso podamos partir ahora, de un determinado hecho como podría ser el homicidio. Supongamos
que un hombre ha dado muerte a otro, y queremos saber si esa muerte, ha sido conforme a la
ley, o si ha sido contraria a ella. Desde luego, partimos de la base que debe tratarse de un
hecho típico, es decir, de aquellos que encuadran dentro de una descripción legal que se ha
ocupado de construir la respectiva figura con los elementos que la integran, y sin los cuales, esa
figura quedará desarticulada. Tenemos, pues, que una persona ha matado a otra, y que por lo
tanto, ha satisfecho lo que establece el art. 79 del C.P. ¿Cómo y de qué manera saber si ese
homicidio es contrario a derecho o conforme a él? Por de pronto, recordemos que cuando una
conducta es típica – en este caso matar a otro, y con ello, haber destruido un derecho ajeno –,
ya indica, por ser típica, que solamente podrá llegar a ser conforme a derecho, es decir, no
contraria a la ley, en la medida en que se halle expresamente autorizada por la misma ley.
Recordemos que los tipos penales contienen indicios de antijuridicidad, indicios que
precisamente desaparecen, cuando se obra conforme a la ley. ¿Puede obrar conforme a la ley,
quien mata a otro? Efectivamente, puede hacerlo, en la medida en que esa conducta típica, se
encuentre amparada, es decir protegida, por una causa legal que tiene la virtud de impedir que
aquella conducta típica, pueda ser antijurídica. Ese es el objeto, el fin que tienen las causas de
justificación. Cuando se quita la vida a otro en legítima defensa, se verifica el tipo del art. 79;
pero como la ley expresamente autoriza que en defensa de la vida, se puede causar la muerte a
quien quería matar, ese hecho no podrá asumir el ser de lo ilícito. Precisamente, quien defendió
su existencia, actuó en el ejercicio del derecho que la ley concede para repeler un ataque
homicida; esto es, para evitar su muerte y salvar la vida. La causa de justificación,
entonces, determina que un hecho típico sea lícito o, dicho de otro modo, impide, a su vez, que
un hecho típico sea ilícito. No es correcto, por lo tanto, decir que un hecho típico es ya, por ser
tal, antijurídico, y que la causa de justificación tiene por efecto, quitar o borrar esa
antijuridicidad. De este modo, la causa de justificación, tiene por objeto impedir que un hecho
típico sea contrario a derecho.
Casi sin darnos cuenta, quizás inadvertidamente, hemos llegado en el desarrollo del tema, a un
punto que nos permitirá afirmar que una conducta típica puede quedar justificada en la medida
en que el autor hubiese obrado conforme al ejercicio de un derecho, y actuado dentro de los
límites establecidos por la misma ley, para que ese ejercicio resulte un hecho
lícito. Si, precisamente, la ley ha sido observada, el hecho no puede ser, a la vez, a un mismo
tiempo, lícito e ilícito, ello porque no puede ser conforme a la ley y también, a unísono, ser
contrario a ella. Aun, habrá que tener en cuenta al art. 10 del C.C y C, que viene a confirmar lo
que hemos desarrollado: El ejercicio regular de un derecho propio o el cumplimiento de una
obligación legal no puede constituir como ilícito ningún acto”. Con ello, jurídicamente se
establece que un hecho puede ser, o bien conforme, o bien contrario a derecho, y que si la ley lo
permite, al mismo tiempo no lo prohíbe. La seguridad jurídica exige que esto sea así, y que deba
ser de este modo. La ley no podría decirle a quien, por haber defendido su vida en legítima
defensa, lo siguiente: vea señor, usted ha obrado dentro de los límites que yo impongo, dispongo,
y establezco; mas por haber obrado dentro de esos límites, el hecho cometido por usted, es un
hecho ilícito. Tampoco le podría indicar: señor, usted ha cometido un hecho fuera de los límites
por mí autorizados, sin embargo, lo que usted ha hecho, resultó lícito.
Es posible que si un hecho que está justificado por el Código Penal, ¿también esté para el
Civil? ¿Puede un hecho ser lícito para el Código Penal, e ilícito para el Civil?
Si en efecto, se ha hecho lo que la ley manda, o no se ha hecho lo que la misma ley no quiere que
se haga, o se ha hecho lo que la ley no prohíbe, ¿de qué manera ese hecho podría repercutir de
distinta forma en el campo del derecho penal, y en el campo del derecho civil? Si se ha dado
cumplimiento al deber de decir la verdad, o se ha ejercido legítimamente el derecho de defensa,
se habrá cometido un hecho lícito, y ninguna sanción de carácter penal deberá afrontar quien
actuó en los límites de la ley. Ello, en razón de que las penas se hallan reservadas para los
hechos ilícitos, y culpables. Si una persona es absuelta por haber causado la muerte en defensa
de su vida, es decir, por haber cometido un hecho lícito, y haber de ese modo actuado la ley
misma, ¿de qué manera podría considerarse aun, que por haber cometido un hecho lícito, debiera
afrontar indemnizaciones, reparaciones y demás sanciones pecuniarias por daño civil? En todo
caso, las reparaciones e indemnizaciones, suponen la presencia de un hecho ilícito, y, además, un
hecho culpable.
En consecuencia, podemos decir que si un hecho es conforme a la ley de carácter penal, es
también conforme a la ley civil. La licitud o ilicitud de un hecho tiene carácter unitario, y en
consecuencia, impide que se pueda hablar de ilicitudes parciales, o de licitudes parciales. Los
hechos son lícitos, o son ilícitos para el ordenamiento jurídico considerado como unidad. Por
ello, debe entenderse que son lícitos o ilícitos, para la ley; sea ésta penal, o civil.
Vamos a verificar lo dicho a partir de un hecho de la vida real. Ustedes van a encontrar que
cuando un hijo le hurta al padre, ese hecho no tiene pena, porque la ley entiende que es más
prudente preservar las relaciones de familia, que castigar al hijo. En este sentido, el art. 185 del
Código Penal determina que en ese caso, el descendiente queda sin responsabilidad penal, pero
que es responsable civilmente por el delito cometido. De esta disposición se desprende que,
penalmente, el hecho es ilícito, y que también lo es, en el derecho civil. De lo contrario, si se
tratara de un hecho lícito, ¿en razón de qué, el art. 185 pudo establecer que el hijo debe las
indemnizaciones civiles?
¿Será que los hechos típicos, pueden quedar únicamente justificados por causas legales que
impiden sean antijurídicos?
Esta pregunta es muy atinada porque si el hecho típico ha sido cometido fuera de los límites de
una causa legal de justificación, no tengan duda alguna que ese hecho es, y será ilícito; ello, en
razón de que no representará ni el ejercicio regular de un derecho, ni el cumplimento de una
obligación legal. Y ya saben ustedes, que a las causas legales de justificación, las sanciona el
Poder legislativo, y que no pueden ser sancionadas por los jueces, porque el sistema republicano
de gobierno - que supone división de poderes -, impide que estos últimos, puedan asumir
funciones legisferantes. Y menos aun, sancionar para el caso sometido a su examen, causas de
justificación no comprendidas en la ley. Una conducta puede ser de utilidad, de gran utilidad, y,
sin embargo, ser ilícita. Piensen, por ejemplo, en aquel funcionario que, apartándose de la ley
de contabilidad, omitiera llamar a licitación pública, y optara por la contratación directa,
encargando el asfalto de diez cuadras, y el correspondiente alumbrado público. Resulta claro que
la obra será de utilidad; pero se habrá trasgredido la ley que para el caso, no autorizaba el gasto
público sino mediante, y únicamente, por medio de licitación. Es claro que el hecho no será
contrario a derecho, cuando frente a un desastre, a una calamidad, como podrían ser un
terremoto, o una inundación, el funcionario se viera urgido, para evitar males mayores, echar
mano a partidas de dinero correspondientes a rubros distintos. Si así lo hiciera, el hecho se
hallará cubierto por el manto de la justificación; en particular, por el estado de necesidad,
especialmente previsto en el inc. 3º del art. 34 del Código Penal. En una palabra, la justificación
es formal, y todo consiste en saber si una situación determinada, encuadra, encaja o se adecua a
una previsión de la ley que justifica la ejecución del hecho. La valoración pertinente, debe ser
efectuada en la instancia legislativa, y no en la instancia judicial. Todo claro está, sin perjuicio
de que el juez, en el caso concreto, al interpretar la norma que establece una hipótesis de
licitud, fije cuál es su sentido, y cuál es el alcance de la misma.
Claro es que las justificantes no se anuncian, no se dan a conocer, no se presentan con un título
propio. No dicen, en efecto; “soy una causa de justificación”. Pero les diré que cuando el hecho
en su objetividad queda justificado - porque las justificantes prevén que se cause un daño al
derecho ajeno -, por lo común expresan que el hecho es no punible. Por ejemplo, en el estado
de necesidad, el inc. 3 del art. 34, dispone que no es punible, quien causa un mal por evitar otro
mayor e inminente. Lo que se justifica entonces, es la causación de un daño que, como hecho
típico, se halla dispuesto en el art. 183 del Código Penal, y que por ese hecho dañoso, que desde
luego es lesivo a la propiedad ajena, el autor es no punible. Por eso decíamos, que una causa de
justificación es la que impide que un hecho típico, sea antijurídico. Si no concurre una causa de
justificación, el hecho será ilícito, en razón de que se habrá cometido al margen de lo que la ley
permite.
Antes de concluir con el tema, deben saber que las justificantes pueden hallarse legisladas en
diferentes leyes; sean penales, civiles, o de carácter administrativo. Igualmente, las pueden
encontrar en leyes provinciales, o en ordenanzas municipales que tengan por objeto regular
distintas actividades, como son las deportivas, o ciertos y determinados oficios. Tomen por
ejemplo a los tatuadores. Piensen en las lesiones de carácter leve que dicha actividad ocasiona,
y piensen en los efectos y consecuencias que esas lesiones pueden originar: tétanos, sida,
infecciones de otro tipo, mareos, y dolores de cuerpo. Las leyes sobre esta materia, son muy
minuciosas al respecto, y para evitar aquellos daños, requieren no sólo que la intervención sea
llevada a cabo por personas expertas, y registradas como tales, en dependencias públicas, sino
que también exigen la existencia de una específica infraestructura relativa al lugar donde deben
llevarse a cabo esas intervenciones. Además, una clara determinación sobre las condiciones, y
calidades del instrumental a emplear. Si estas exigencias legales se
han observado, aquellas pequeñas lesiones y sangrados, quedarán como hechos lícitos; de lo
contrario, la actividad será ilícita, y el daño quedará situado, entonces, fuera, o más allá de toda
justificación.
Ustedes me podrán decir: profesor, no obstante que las causas de justificación, determinen
que el hecho en su objetividad queda justificado, ¿pueden contener elementos, o referencias
de carácter subjetivo?
Ésta también es una buena pregunta, y es así, tal como lo sugieren. En lo que hace a los
elementos subjetivos, es posible que la correspondiente estructura legal, contenga referencias de
orden subjetivo. Fíjese que en el estado de necesidad, el inc. 3º del art. 34, se exige que el mal
menor, sea causado con el fin de evitar que ocurra el mal mayor. Y en la defensa legítima, el que
reacciona debe hacerlo con la finalidad, con el propósito de impedir o de repeler la agresión
dirigida en su contra. Desde luego, esas referencias pertenecen a la justificante, y nada tienen
que ver con la culpabilidad que, como elemento de la noción del delito, debe ser estudiada a
continuación de la antijuridicidad. No cabe pues, entender que en el estado de necesidad, o en
la defensa legítima, el autor del hecho obra culpablemente. Solamente los hechos ilícitos pueden
ser cometidos con dolo. Y esto es perfectamente válido para el Código penal. ¿De qué manera se
podría entender que quien ha obrado en el legítimo ejercicio de su derecho, ha cometido un
hecho doloso? ¿De qué manera entender que un hecho ejecutado en el legítimo ejercicio de un
derecho pueda ser culposo? ¿Será posible aun, que no se pueda entender que los hechos
ilícitos son los únicos que pueden ser cometidos con dolo o con culpa?
Legítima defensa.
Les diré que la defensa legítima es la causa de justificación más remota que se conoce. Si les
refiero que ya se encuentra esbozada en el Antiguo Testamento, particularmente en el Éxodo,
creo que está todo dicho. En consecuencia, las legislaciones se han ocupado de receptarla,
aunque no siempre con las mismas formulas legales; pero se destaca, en todas ellas,
una constante que tiene por base a un ataque, a un acometimiento, a una agresión ilícita por un
lado, y por el otro, a un acto de reacción, mediante el cual, dicho acometimiento es repelido por
quien resulta agredido, o por parte de un tercero que actúa en su defensa. En
síntesis, esta justificante se nutre de dos elementos que podríamos caracterizarlos así: ataque
ofensivo, y reacción defensiva de la persona, o de los derechos. Desde el punto de vista de
quien se defiende, podemos decir con Carrara, que la defensa legítima, es una reacción por la
cual, para librarnos del peligro inminente, repelemos al mismo que nos lo amenaza, y
que por la necesidad de nuestra defensa, no nos limitamos a la simple repulsa del ataque,
sino que procedemos aun, a la ofensa del agresor[4]. Es una causa de justificación, porque el
daño ocasionado o causado en tales circunstancias, es un perjuicio que se deriva de una
conducta lícita, y que por lo tanto, no obliga a su reparación. Quien agredió ilegítimamente,
estará obligado a soportar o a tolerar dicho daño. Y si ahora verificamos el contenido de lo que
dispone el art. 34, inc. 6º del Código, comprobaremos que los requisitos se corresponden con la
definición de Carrara. La letra a), menciona a la agresión ilegítima; y la b), a la necesidad del
medio empleado para impedir o para repeler. Y para más todavía, el propio C. C., en su art.
2470, dispone que la posesión da derecho a protegerse en la posesión propia, y de repulsar la
fuerza, con el empleo de una fuerza suficiente.
Vamos a preguntarnos por los derechos que pueden ser objeto de defensa, y nos encontraremos
con que al comienzo del inc. 6º del ya referido art. 34, la ley dispone que es no punible, o
que no es punible, el que obrare en defensa propia, o de sus derechos. Obra en
defensa propia, no sólo el que lo hace con respecto a su vida o integridad personal, sino el que
lo hace con respecto a su libertad en algunas de sus manifestaciones, como la libertad
ambulatoria, o la libertad sexual. En este sentido, obra en legítima defensa, el secuestrado que
para poner fin a su cautiverio, da muerte al secuestrador, o aquella mujer que hace lo mismo,
para impedirle al tratante de personas, que la someta a esclavitud sexual. Igualmente, cuando en
un intento de violación, el ofendido que para impedir la consumación del delito, y al defenderse,
causa la muerte al autor. Son también defendibles otros derechos, como la propiedad, el honor,
la intimidad del domicilio, la familia, o lo relacionado con la propia imagen. Fotografiar, o filmar
a una persona sin su consentimiento, es un hecho ilícito, porque esa conducta representa un
modo arbitrario de entrometerse en la vida ajena (C. C., art. 1071). En este aspecto, el inc. 6º
del art. 34, no ha puesto límites, ni ha declarado que algunos derechos no se puedan defender.
Todo lo que puede ser objeto de ataque, de agresión, puede ser objeto de defensa.
Nos podemos preguntar sobre ¿qué ocurre si la persona que es víctima de un hurto o de un
robo da muerte al ladrón?
Por el momento, les respondo en el sentido de que si la vida, o la integridad personal de la
víctima, no se halla en peligro, esa defensa, aunque importe un acto de defensa, no podrá
quedar legitimada, porque – dicho rápidamente –, no parece que el ladrón se halle jurídicamente
obligado a perder su vida, a responder con su propia existencia, por haber ofendido únicamente a
la propiedad de un tercero. Ya veremos con detenimiento este asunto.
Vamos a preguntarnos en qué consiste o se traduce el primer requisito para que pueda ejercerse
el derecho. La letra a), del inc. 6º, requiere, ineludiblemente, para asumir la defensa, y para
que esa defensa sea un acto lícito, que medie agresión ilegítima. No interesa mayormente, el
medio o el modo del que se vale quien agrede; puede ser por vías de hecho, puede ser a mano
limpia, o mediante el empleo de un arma; puede la agresión, manifestarse por escrito,
verbalmente, o aun, por expresiones de carácter mímico. Lo que cuenta, no es el medio en sí,
sino que debe existir una conducta que represente un entrometimiento, una interferencia, una
invasión arbitraria a los derechos de otro. Desde luego, tampoco es preciso que sea grave, ni que
deba agredirse de noche o de día, sin perjuicio de que alguna forma de legítima defensa,
contenga este tipo de referencias, como sucede, por ejemplo, en la última parte de la
disposición que analizamos.
Al importar la agresión una conducta, reparen en que solamente pueden hacerlo las personas, sin
que tenga importancia si ellas son mayores o menores, sanos, enfermos mentales, o que se
encontraren, por ejemplo, en estado de ebriedad, y que por ello no pudieran darse cuenta con
exactitud, de lo que hacen o de lo que dicen. Tampoco es necesario que esa agresión
sea intencional, ya que es posible agredir culposamente. Debe quedar bien en claro que los
animales no pueden dar lugar a la legítima defensa; sencillamente, porque no pueden obrar
ilegítimamente; ni siquiera pueden agredir, porque no son capaces de hacer; es decir, poner en
práctica una conducta voluntaria, o involuntaria. Todo, sin perjuicio de que, llegado el caso, el
hecho de repeler el acometimiento de animales, la cuestión se traslade al estado de necesidad
del inc. 3º de este art. 34, en virtud de que se habrá causado un mal, para evitar uno mayor e
inminente.
¿Podrá agredir un enfermo mental, de la misma manera que lo hace quien se halla en estado
de ebriedad?
Efectivamente es así, porque el requisito que estudiamos, tan sólo se satisface, con que la
agresión sea ilegítima, lo que no equivale decir que deba ser llevada a cabo por una persona
culpable. Fíjese el curso, que si bien es cierto que el acometimiento puede ser intencional, es
decir, con el fin de lesionar al derecho ajeno, también es posible que el autor de la agresión,
carezca de ese propósito. Más aún; puede agredir sin querer agredir. Es lo que pasa cuando ha
mediado error, y el autor ignora que con su conducta, interfiere, perturba u ofende el derecho
de otro. Esto puede ocurrir con bastante frecuencia. Se trata de que una persona en, vez de
retirar su automóvil del lugar donde lo había estacionado, procede a retirar otro de igual marca,
y de igual color. Ese hecho es sin duda, un comportamiento que no tiene una finalidad agresiva,
sin embargo, es una agresión ilegítima, que posibilita el ejercicio de la defensa legítima de parte
del titular del derecho.
Si la agresión debe ser ilegítima, es decir contraria a derecho, ¿qué ocurre cuando la
agresión fuese conforme a derecho?
En esta materia, la regla es la siguiente: el agresor obra conforme a la ley, cuando ejerce
legítimamente el derecho, la autoridad, el cargo, o lo hace en el cumplimiento de un deber
legal. En estos casos, el agredido, y según lo hemos adelantado, se halla obligado a soportar o a
tolerar la interferencia en su derecho. Un simple ejemplo puede aclarar las cosas: Si el
funcionario público, al obrar en el legítimo ejercicio del cargo, procede a la detención de una
persona, ésta carece del derecho de reaccionar en defensa de su libertad. Ello, porque si bien,
aquel funcionario es un agresor, es un agresor que obra dentro de los límites de la ley. Fíjense
ustedes que si aquella persona opusiera violencia a la aprehensión, cometerá el delito de
resistencia a la autoridad; y si ya fue detenido legalmente, y con posterioridad se diera a la fuga,
también con fuerza o con violencia, cometerá el delito de evasión previsto en el art. 280 inc. 1.
Desde luego - y también ya lo hemos adelantado -, si quien ejerce el derecho abusa de él, o
abusa del cargo, entonces su accionar será ilegítimo, y dará derecho a la defensa.
Por último, digamos que la agresión ilegítima puede ser el comienzo de la ejecución de un
delito. Por ejemplo, cuando se destruye la ventanilla de un automóvil para apoderarse de lo que
en su interior el dueño dejó. Sin embargo, es posible que la agresión no integre como elemento
ninguna figura penal, y no obstante, autorizar la defensa legítima[7].
Pasemos ahora al segundo elemento de esta justificante.
La letra b), de este inc. 6º, dispone: necesidad racional del medio empleado para impedirla o
repelerla.
Comenzada a manifestarse la agresión ilegítima, es patente que la situación en que se
encontraba el derecho ajeno, se habrá modificado, en razón de que, de ahí en adelante, el
agresor lo habrá colocado en peligro[8]. Esta situación es la que hace nacer la necesidad de
defender el derecho, de modo tal, que el mismo, retrotraiga a la situación en que se hallaba
antes del acometimiento; antes de la interferencia, vale decir, antes de la agresión. Esto permite
deducir, que si la agresión no es actual, que es precisamente lo que conduce al derecho ajeno a
una situación de peligro, no hay legítima defensa. Y también nos permite deducir lo siguiente: si
la agresión cesa, cesa el peligro, y cesa la posibilidad de reacción; esto es importante de
destacar ya que, deja de existir la necesidad. Una defensa anticipada no es defensa, como
tampoco lo es, una defensa tardía. Es que en todo caso, hay que evitar el peligro de la
precipitación, y el peligro del retardo. De ahí es que esta letra b), establezca que la agresión
ilegítima, debe crear la necesidad de defensa, con el objeto o con la finalidad de impedir, o de
repeler. Esto supone que si no hay peligro, por haber sido destruido ya el derecho ajeno, o
porque la agresión cesó, o fue hecha cesar, ya no será posible defensa alguna. La regla pues, es
la siguiente: a una agresión actual, una defensa actual. Por eso, es que la defensa debe ser
oportuna. Recuerden que, en todo caso, hay que evitar la precipitación, y, desde luego, el
retardo; en ambas hipótesis, la defensa queda excluida. Más aun; si la defensa es tan tardía,
puede resultar que ya nada, ningún derecho, se pueda defender[9].
Ya hemos anticipado que si en efecto, el derecho atacado fue destruido, la defensa legítima no
podrá ser ejercida, porque si el episodio pertenece al pasado, ¿qué se podría defender? Si la
defensa es inoportuna, extemporánea, entonces surge con nitidez, un acto guiado con fines de
venganza.
Recuerdo el siguiente episodio ocurrido en Córdoba hace ya algunos años. Una médica que resultó
víctima del delito de violación, se encontró después de cierto tiempo, con el violador, en la vía
pública. Engañándole, lo condujo hasta su domicilio, haciéndole creer que allí tendrían
relaciones sexuales. Lo cierto fue, que en el lugar, le suministró una sustancia que le adormeció,
y cuando se encontraba ya en estado de inconciencia, procedió a castrarlo. No se podrá decir que
la defensa fue oportuna sino, tan sólo, que fue un acto de venganza[10].
Tenemos, entonces, y por un lado, el ataque a la persona, lo que da lugar a la defensa propia,
y tenemos por otro lado, el ataque a los derechos, lo que da lugar no ya a la defensa propia,
sino a la defensa de los derechos, que es algo completamente distinto. Esto viene, porque es
la ley misma la que nos obliga a distinguir entre defensa propia, y defensa de los
derechos[11]. Si en efecto, el ataque es dirigido contra un derecho, el agredido no podrá
defenderlo del mismo modo, o de idéntica manera, en que hubiera defendido un acometimiento
dirigido en contra de su persona. Si alguien agrede injuriando a otro, el titular de ese derecho
no podrá defender su honor, causando la muerte, en razón de que la vida, su integridad personal,
o su libertad, no corrieron un peligro real [12]. En este caso, podremos decir, por ejemplo, que
no es racional, que alguien que no intentó matar al agredido, se halle obligado a perder la vida
por haber injuriado. Hasta tanto, no puede llegar la obligación de soportar el daño, porque no
parece racional, que para defender el honor, la ley autorice a causar la muerte. Ello podría
ocurrir en un sistema jurídico fundado en el carácter absolutode la defensa; vale decir, sin
límite alguno. Pero éste, no es el sistema de nuestra ley. Para hacer cesar el ingreso arbitrario a
nuestro domicilio, no es racionalmente necesario que demos muerte al intruso que no nos
amenaza de muerte, ni nos acomete violentamente. Pero si es racionalmente necesario, para
evitar el peligro que aquel intruso nos diera muerte - cuando en realidad se proponía hacerlo con
actos que demostraban su intención homicida -, que reaccionemos en defensa de nuestra vida,
y entonces, causemos su muerte.
Todo esto nos lleva a decir, que no se trata, pura y simplemente, de una cuestión de medios, o
del medio empleado como objeto que se ha utilizado, sino que tratamos de saber, de qué modo,
de qué forma, el medio ha sido empleado. Para defender la propiedad, el agredido puede servirse
de un arma de fuego; lo que no puede es quitar la vida al ladrón, según ya lo hemos
entendido. Tampoco se traduce la expresión de la letra b), en el empleo de medios
equivalentes, semejantes, iguales, o análogos a los empleados por el agresor. Según las
circunstancias de personas, tiempo y lugar, un acometimiento sin armas, puede dar lugar a una
reacción con armas, en la medida en que no se pueda repeler aquella agresión, haciéndolo a
mano limpia. Es cosa sabida, que cada uno se defiende con lo que en el momento tiene, y sea
necesario para evitar que el derecho atacado, sea destruido. La gravedad de la agresión, y la
intensidad de la misma, aumentan el peligro que el bien atacado corre, y determinan, para el
necesitado de defensa, que la reacción tenga la suficiente idoneidad, no solamente para
impedir, sino para repeler.
En el común de los casos, el agredido debe conocer el verdadero estado de las cosas, para, de
ese modo, poder valorar la situación de peligro, y en consecuencia, actuar en defensa. Si en
efecto, alguien quería secuestrarle y si su accionar se encaminaba actualmente a privarle de la
libertad, habrá conocido que su derecho se hallaba en peligro. Si ve a un intruso con el rostro
cubierto, y arma de fuego en mano, ingresar a su automóvil, podrá conocer que alguien
procuraba hurtarle el vehículo. Sin embargo, hay hipótesis, donde puede suceder que quien
reacciona, estimara, es decir creyera, conforme a las circunstancias, que su derecho se hallaba
en peligro inminente cuando en verdad, y en realidad, nada de eso ocurría. También puede darse
la siguiente situación: Un sujeto, apunta con un arma de fuego contra otro, quien, a su vez,
extrae un revólver; dispara, y le da muerte. Luego se descubre que el arma del muerto, no tenía
proyectiles. Ilustrando con otro ejemplo: Otro sujeto, emplea también un arma de fuego para
asaltar a un tercero; éste se defiende con un arma de iguales características, y así, el asaltante
pierde la vida. Luego se verificará, que el arma del asaltante no era tal, sino que se trataba de
un juguete que simulaba ser un arma de fuego. Un sujeto efectúa ademanes que dan a conocer
que extraerá de su cintura, un arma de fuego. La persona a quien estaban dirigidos esos
ademanes, extrae su arma, dispara, y así lo hiere, o lo mata.
El error padecido por las víctimas en el sentido de creer que el arma estaba cargada, que el arma
era de fuego, o que quien hacía los ademanes se hallaba armado, ¿desvía la legítima defensa al
inc. 1º del art. 34, y entonces los casos deberían ser regulados por el error de hecho? Nos parece
que no; precisamente, porque en ambas hipótesis, la defensa fue racional; o la necesidad fue
racional; y al serlo, ese carácter satisface lo que exige la letra b). ¿Podían ambas víctimas, en el
cuadro de circunstancias, averiguar sobre si aquel revolver se hallaba con tiros, o que aquel
objeto no era un arma de fuego, sino era nada más que un juguete? ¿Cómo se podría saber, a
ciencia cierta, que quien hacía los ademanes no estaba armado? Es que en estos casos, fue
racional la necesidad, o la necesidad fue racional. Recordemos, por otra parte, que la defensa no
puede ser tan tardía, porque cuando se quisiera reaccionar, ya nada habría que defender.
Diremos pues, que cuando se desconoce el verdadero estado de las cosas, y es imposible o
ciertamente muy difícil llegar a conocerlo, este tipo de error, o de ignorancia de hecho, se halla
tácitamente comprendido en la defensa racional, y determina que el episodio, quede justificado.
Si por el contrario, el error fuera imputable, atribuible a quien reacciona, la defensa será un
acto ilícito, y quedará comprendido en los límites del art. 35.
Y si el que se defendió sabía, conocía que una de las armas se hallaba sin cartuchos; que la
restante era de juguete, o que el individuo carecía de armas ¿qué ocurre?
Entonces, ya, no habrá defensa alguna; formalmente, aparentemente, se presentará el hecho,
como acto de defensa; pero en sustancia, se tratará de un homicidio cometido con dolo, lo que
hace aplicable el art. 79 del Código. La pregunta pone de manifiesto lo que se llama pretexto de
legítima defensa, o simulación de legítima defensa.
A diferencia de otras leyes, y al seguir la tradición española, nuestra institución
requiere, todavía, un algo más. Exige un elemento del que se ocupa la letra c) del inc. 6: Falta
de provocación suficiente por parte de quien se defiende. Veamos, pero debo decirles que este
tercer y último elemento que plantea el inciso que venimos analizando, ha posibilitado que las
interpretaciones difieran, y mucho, entre sí. Todo viene por la dificultad en saber, en precisar,
qué es una provocación suficiente, y qué es una provocación insuficiente, en razón de que si la
provocación es suficiente por parte del que se defiende, no se hallará en legítima defensa; en
cambio, si la provocación es insuficiente, la reacción será lícita. A veces, se ha entendido que la
provocación representa una agresión, y en otras, se ha negado que ello así pueda ser, ya que
agredir no significa provocar, y que provocar, no significa agredir. El que provoca, no es agresor,
sino que es la causa, o el motivo de la agresión.
Procuremos un método distinto. Cuando el agredido defiende el derecho atacado dentro de los
límites de la letra b), según hemos visto, su defensa es legítima, y el hecho queda justificado. Sin
embargo, y como es posible que su acto de defensa hubiese salido de dichos límites por haberlos
transpuestos, diremos que se habrá excedido en la defensa, y diremos también, que ya, el hecho,
será ilícito. Cuando quien reacciona se excede, entonces ya el agresor no se hallará obligado a
soportar ese mal, y ese mismo exceso, le creará, ahora al agresor, una situación de peligro y, a
su vez, la necesidad de defensa.
Si nos situamos en el caso de una persona común y corriente que es agredida por un asaltante
que a mano armada, intenta robarle en la vía pública, o en su domicilio, ¿qué ocurre con la
situación afectiva? Ello, determina una modificación sistemática del problema?
Ya hemos hecho, en cierta forma, referencia a los ingredientes subjetivos que pueden tener las
justificantes. Así, recordamos la fórmula del estado de necesidad donde la causación de un mal
debía tener la finalidad o el propósito, de evitar que ocurriera un mal mayor, o en la misma
legítima defensa, donde era necesario, que la reacción, fuera proyectada con la finalidad, con el
propósito de impedir o de repeler aquella agresión ilegítima.
La pregunta que formulamos es muy atinada, en cuanto trae a colación el tema de los
sentimientos. Así, es perfectamente posible, que una persona atacada a mano armada, sienta en
efecto, miedo, angustia, inseguridad; cambios radicalmente bruscos y súbitos en sus afectos. Es
posible, incluso, que recuerde el episodio en rasgos generales y no así todas, y cada una de las
circunstancias en que el episodio se tradujo. Me animaría a decir que quienes son víctimas de un
asalto, tienen, experimentan, miedo, y el miedo es una alteración turbadora de los afectos.
Miedo de perder los bienes que el asaltante codicia, y miedo de perder hasta la vida. Imagínese
la fuerte impresión en el ánimo que causan expresiones emitidas por un sujeto armado y
encapuchado tales como: la bolsa, o la vida, pronunciadas de noche, en una calle escasamente
iluminada. Me imagino que quien no experimente una sensación de miedo en este trance, debe
ser un individuo de excepcional personalidad, y de excepcional fortaleza de espíritu. Pongamos
atención en aquellos viajeros que fueron secuestrados por una banda de facinerosos, y que
recibían en el encierro, toda clase de amenazas de muerte, amenazas de mutilaciones y
amenazas de torturas. El miedo, la angustia, o aun la ira, ¿siempre determinan que se pierda la
razón, o que se pierda el gobierno de la voluntad, o que se deba perder la comprensión de lo
que se hace? ¿Representará una alteración de las facultades mentales? El que es presa de miedo,
¿comprende lo que hace, y puede hacer lo que quiere? El miedo, ¿es coacción? La ira, ¿hace
perder el dominio de la voluntad?
Les diré que todos estos problemas y cuestiones, fueron considerados ya por Carrara, y resueltos
magistralmente por él. Enseña Carrara que “yo no digo: maté justamente porque el muerto había
merecido la muerte; digo: maté justamente porque yo tenía derecho a salvarme de la injusta
muerte inminente y no evitable de otra manera “ (Programa, parágrafo 294. nota 1). Y en la
nota 2 del parágrafo 282, se explica en los siguientes términos: “Es muy cierto que el agredido,
cuando mata al asesino que lo amenaza con inminente e inevitable muerte, tiene por último fin
de su acción, la propia salvación, sin que ninguna otra razón lo lleva a matar; pero es verdad,
además, que él quiere matar y que a este fin inmediato dirige determinadamente sus actos.
Hasta en ciertas condiciones su voluntad puede ser madurada y deliberada, como el caso del
viajero caído en manos de los bandidos, que aprovecha el sueño de ellos para degollarlos y
sustraerse a las mutilaciones y a la propia muerte, que no puede evitar de otra forma”.
La legítima defensa no es, en nuestro sistema jurídico, una simple excusa de pena; es una causa
de justificación por el ejercicio legítimo de un derecho, aun cuando el agredido experimentara
un desarreglo afectivo cual es el miedo; miedo de perder sus bienes, y miedo de perder la
vida. Para la ley argentina, es un hecho voluntario, dotado, como tal, de discernimiento, de
intención, y de libertad (C.C., art. 897). Dejamos en consecuencia, el análisis de la coacción,
para el momento oportuno, pero les anticipo lo siguiente: el coaccionado no gobierna libremente
su voluntad, y para evitar que los males anunciados se ejecuten, comete un hecho antijurídico,
en razón de que carece del derecho de llevarlo a cabo. ¿Qué derecho tendrá el coaccionado que,
para evitar su muerte, o la de un familiar cercano, da muerte al enemigo del coaccionante,
cumpliendo de esa forma el mandato ilícito de éste?
Defensa posesoria
De acuerdo al contenido de la letra b) del inc. 6, el agredido se halla habilitado para ejercer la
defensa, a los fines de impedir, o de repeler una agresión ilegítima actual. Una vez que la
agresión cesó, ya nada habrá que defender. En todo caso, sin peligro, no existe necesidad de
defensa alguna.
Vamos a suponer que una persona que camina por la vía pública, hubiese sido víctima del delito
de robo, porque un ladrón le arrebató el maletín que llevaba consigo, y procediera el
malviviente, a darse a la fuga velozmente. Diremos que el delito quedó consumado, porque aquel
objeto, de ser tenido por el ofendido, pasó, como consecuencia del hecho, a poder del ladrón.
Aquí pueden suceder dos cosas: que el dueño se resignase a perder lo suyo, o que, por el
contrario, decidiese perseguir al caco para recuperar su propiedad. Tras luchar con el facineroso,
y causarle lesiones en el rostro, consiguió al fin, que el objeto robado, volviera a su legítimo
poder. Es intuitivo, que aquel ciudadano habrá recuperado la cosa en legítima defensa. Diremos
que la intuición es correcta, porque resultaría muy grave, si el ordenamiento jurídico
estableciera que el dueño carece del derecho de recuperar lo que a él pertenece en propiedad.
¿Qué diría al respecto, el sentido común? Otra pregunta. En los atentados contra la propiedad
como en este caso, ¿hasta cuándo existe la posibilidad de obrar en defensa legítima? ¿Hasta
cuándo el ladrón se hallará obligado jurídicamente a soportar los daños causados por el defensor
en sus derechos o en su persona?
Existe una disposición en el C.C. y C., que de modo expreso, se refiere a la defensa de la
posesión, y es, precisamente, la que vamos a transcribir. Dispone al respecto, el art. 2240: Nadie
puede mantener o recuperar la posesión o la tenencia de propia autoridad, excepto cuando debe
protegerse y repeler una agresión con el empleo de una fuerza suficiente, en los casos en que los
auxilios de la autoridad judicial o policial llegarían demasiado tarde. El afectado debe recobrarla
sin intervalo de tiempo y sin exceder los límites de la propia defensa. Esta protección contra toda
violencia puede también ser ejercida por los servidores de la posesión.
Y si ahora volvemos a aquella víctima que había sido desposeída en la vía pública por un ladrón,
diremos que, conforme al derecho que le acuerda el art. 2440, podrá recuperar la cosa de propia
autoridad, y que las lesiones causadas mediante el ejercicio de una fuerza suficiente, quedarán
justificadas, en razón de que el desposeído habrá actuado en legítima defensa. Claro es que la
misma disposición subordina la legitimidad, a una condición de tiempo, y a una condición de
modo. La primera, es que no medie intervalo de tiempo; no lo hay, cuando el ofendido persigue
al autor que huye con la cosa sustraída. Pero hay intervalo de tiempo, cuando ya no se persigue,
sino cuando al ladrón lo busca, o lo busca la autoridad. La segunda condición, es que no medie
exceso. Supongamos al respecto, que el ladrón fuese encontrado en la calle a los dos o tres días
de ocurrido aquel episodio. El art. 2470 dice que como ha existido intervalo de tiempo, la
defensa posesoria ya no podrá ser ejercida.
Ustedes se podrían preguntar: ¿qué ocurre si aquel ladrón defendiera su posesión ilegítima, y
reaccionara en contra de la persona del dueño que procuraba recuperar la cosa hurtada o
robada?
Fíjese el curso, que el art. 2440, le impone particularmente al poseedor desposeído por el
ladrón, el deber de no excederse en su defensa. Especial, y expresamente, se lo señala, y se lo
advierte, con lo cual, el desposeído, deberá ejercer una defensa racional, y no una
defensa absoluta. Ahora, si el ladrón defendiera violentamente la res furtiva, y esas violencias
estuvieran dirigidas a la persona de aquél, será cierto que las cosas se habrán modificado
sustancialmente, porque el propietario que fuera desposeído, defenderá, ahora, la seguridad de
su persona, con lo cual actuará en defensa propia, y no tan sólo, en defensa del derecho de
propiedad. Y es cierto también, que si la reacción ofensiva del ladrón pusiera en peligro la vida
del dueño de la cosa, entonces éste defenderá su vida; y si llegara a causar la muerte al ladrón,
habrá actuado en defensa legítima. Lo que el art. 2440, no quiere, es que para recuperar la cosa,
el propietario pueda causar la muerte al ladrón. Si esto llegara a ocurrir, el hecho será ilícito,
y entonces, aplicable el art. 35.
Ahora, supongamos que las cosas fueran a la inversa, y que en su ataque ofensivo a la persona
del defensor, el ladrón le hubiese dado muerte. Esa muerte no podrá ser considerada a título de
exceso, en razón de que el ladrón no se halló nunca en legítima defensa. Y es cierto que,
para quedar situado en el exceso, hay que haber transitado por una causa de justificación.
Aquella muerte deberá pues, ser imputada - lo adelantamos –, a título de dolo. Ello, porque el
propietario no se excedió en su defensa,
Este inc. 6º del art. 34, legitima cualquier daño que el defensor, hubiera causado al agresor.
Esto es lo común a las dos especies, con lo cual, las hipótesis de hecho son distintas.
En cuanto a los antecedentes de la defensa nocturna, la contenida en la primera cláusula,
diremos que la fuente, se encuentra en el Proyecto de 1891, cuya exposición de motivos, expresa
“Su fundamento no puede ser más obvio. El escalamiento llevado a cabo durante la noche, es una
agresión ilegítima gravísima, que ningún motivo puede justificar. En semejante situación es
racional la necesidad del agredido de emplear todos los medios seguros a su alcance para repeler
el ataque y prevenir sus consecuencias. El momento de la agresión, la ignorancia misma en
punto a la importancia de ésta y a todo lo que entra en los designios del agresor y la inminencia
del peligro, demuestran la necesidad de que el agredido se sirva de los medios más rápidos y
adecuados para detener y rechazar el ataque. En ese momento y en esas circunstancias no es
posible exigirle, y sería imprudente de su parte que lo hiciera, el examen de si, por el empleo de
otro medio, menos susceptible de dañar, podría obtener el resultado apetecido. Si se distrajera
en esto, quizás cuando se resolviese a obrar fuese demasiado tarde”. Recuerden, tenemos dicho,
que la defensa debe ser oportuna, porque hay que evitar el peligro del retardo.
De manera pues, en la defensa nocturna, el Código no concede el derecho a matar, ni el derecho
a dar muerte, porque supone no ya, y sólo, la existencia de una agresión ilegítima, sino que, en
las condiciones de hecho que este párrafo legal describe, hace referencia a una
agresión gravísima, lo que determina, a su vez, que la posibilidad de la reacción, sea adecuada a
ella. Por esto es que el daño causado al agresor, puede ser cualquiera; incluso, el que se
defiende, puede causar la muerte. Por lo tanto, no se trata de una arbitrariedad, sino que la
ley considera racional la causación de cualquier daño, en virtud del carácter de la agresión. Si
ésta es gravísima, la necesidad de la defensa debe corresponderse a esa cualidad.
Preguntemos ahora, si es posible que el defensor, tal cual ocurría en la defensa común, pueda
excederse, y deberemos excluir esa posibilidad. Si se puede causar ahora, cualquier daño, la
conclusión será que esta especie no admite un posible exceso, con lo cual, todo daño causado al
agresor, será un hecho lícito. Claro es que se deben verificar todas, y cada una de las condiciones
que establece la figura. Si por ejemplo, el escalamiento ha sido rechazado de día, el morador no
puede causar, lícitamente, cualquier daño, porque en tal hipótesis, la ley no considera que esa
agresión, hubiese sido gravísima. No obstante, el morador puede rechazar el ataque, haciéndolo
desde la perspectiva de la letra b), del inc. 6º.
Además del morador, ¿se exige que alguien viva, o se halle presente en la casa?
Nada de esto indica el párrafo legal, por lo que el morador puede ser el único habitante, y
hallarse como único ocupante de la vivienda. La pregunta formulada es oportuna, y tiene su
importancia, porque lo que se debe destacar, es que el morador debe hallarse presente, dentro
de su hogar, mientras la agresión es llevada a cabo. Con ello, no queda autorizado a ejercer esta
defensa, toda vez que se hallare fuera de los lugares expresados, aunque, desde luego, pueda
defender el derecho atacado, dentro de los límites de la defensa común. Pero si en el interior
estuvieran presentes otros moradores, retomará vigencia esta defensa especial, porque para
aquéllos, la agresión será, igualmente, una agresión gravísima.
La última cláusula del inc. 6º, establece que se puede causar cualquier daño al agresor, y
describe la hipótesis en la cual, el ocupante, encuentra dentro de su hogar a un extraño, pero
pone una condición, también de hecho, que se debe verificar. Establece que debe
mediar resistencia por parte de aquel extraño. Como ustedes ven, esta hipótesis no se superpone
con la anterior ¿Qué quiere decir el párrafo con esto de que debe mediar resistencia? Parece que
no es cuestión, entonces, de encontrar a un extraño dentro del hogar, y ahí, no más, causarle
cualquier daño. Veamos.
Puede ocurrir que el intruso hubiese ingresado al hogar cuando en su interior nadie se hallaba
presente, y puede ocurrir que en esas circunstancias, se hiciera presente el morador. No obrará
dentro de la justificante, si en esas circunstancias, le causare cualquier daño, porque como lo
indica el texto legal, debe mediar resistencia. Esto quiere decir, que el dueño de casa,
primeramente, tiene que defender el derecho atacado, que por cierto es, la intimidad del
domicilio. Dicho en otras palabras, debe ejercer el derecho de defensa, dentro de los límites
ordinarios de la defensa común. Ahora, si el extraño se resistiera a esa defensa mediante actos
de agresión a la persona del morador, éste podrá entonces causar hasta la muerte. Puede suceder
también, que el morador se hallara en la vivienda, y que en su interior, encontrase igualmente al
intruso. La situación no se modifica, y primero tendrá que defender el derecho atacado, y
solamente podrá causar cualquier daño, en la medida en que aquél, hubiese resistido; esto es, se
hubiese opuesto, por vías de hecho, a la reacción del morador.
En definitiva, estos dos últimos párrafos, no dan derecho a matar, sino que son hipótesis
especiales de legítima defensa. Lo que ocurre es que, con respecto a la defensa común, los
límites se encuentran considerablemente ampliados. Desde luego, la presunción a la que hacen
referencia los textos legales, no es absoluta, sino que la ley parte de la base que se han
verificado los elementos que integran la defensa ordinaria, y en base a ello, legisla sobre
hipótesis particulares de reacción defensiva. Como decimos, cuando se causa cualquier daño al
agresor, no es posible la concurrencia del exceso, en virtud de que si así fuera, los dos casos no
serían sino, hipótesis particulares de defensa, ya contenidas en las letras a, b, y c, de este inc.
6º, con lo cual, la ley hubiera dicho dos veces la misma, e idéntica cosa.
Ofendículas. Defensas mecánicas predispuestas. Animales.
Es posible que la defensa de los derechos sea ejercida por el titular mediante ciertos obstáculos
es decir cosas, elementos o construcciones destinados a frustrar los intentos de extraños que
procuran lesionar un determinado bien jurídico que, generalmente, es la propiedad, o la
intimidad del domicilio. Esas cosas, elementos, o construcciones están dotados de poder
ofensivo, de manera de disuadir cualquier intento, o, en su caso, repeler la agresión emprendida.
Los alambres de púas que exhiben, y rodean al perímetro de los muros u otros elementos
punzantes, anuncian el peligro de sufrir lesiones si se los quisiera superar mediante
escalamiento. Lo mismo ocurre con los portones de rejas, o con las rejas mismas que circundan la
propiedad inmueble, cuyas partes superiores lucen terminales de lanza. Vemos así, cosas
que tienen capacidad para disuadir un intento agresivo hacia los derechos ajenos los que,
además, tienen la capacidad de repeler, y de causar un daño a quien procura vencerlas. El
daño causado en estos casos, es lícito.
De manera pues, debe entenderse que si las ofendículas representan un anuncio de males y de
daños al agresor, resulta necesario que la defensa quede enmarcada dentro de los límites del inc.
6º del art. 34. En caso de utilizarse la energía eléctrica para impedir, o repeler, se hace
necesario considerar que no debe ser, en todo caso, un procedimiento oculto, sino, como toda
ofendícula, anunciada convenientemente para advertir el riesgo. Queda comprendido dentro de
lo lícito, todo elemento conductor de baja energía que tenga idoneidad para evitar el ingreso al
inmueble, sin capacidad letal. Los llamados comúnmente “boyeros“, de muy bajo voltaje,
cumplen las funciones que son propias a las ofendículas, y deben ser considerados dentro de
los medios que justifican su empleo. Ahora, si los mecanismos de corriente eléctrica se hallan
situados para rechazar el escalamiento nocturno, y se causa la muerte al intruso que por ese
modo quería ingresar a la propiedad, el hecho será lícito, en razón de que el morador puede
causar cualquier daño.
Sin embargo, habrá que tener muy presente, cuando la anterior no sea la hipótesis, y en razón de
que nuestra defensa, no es absoluta, sino racional, que no es lícito, para defender la propiedad,
que el propietario pueda valerse de mecanismos ocultos destinados a causar cualquier daño al
agresor. Ya hemos verificado que cuando no se obra en defensa propia, sino en defensa de los
derechos, esta defensa no autoriza a causar la muerte, en razón de que quien se defiende, no
defiende su vida, ni su libertad. En este sentido, no es lícito causar la muerte a un ladrón, porque
con ese solo hecho, él no habrá puesto en peligro a la persona del agredido, ni le habrá hecho
nacer la necesidad de la propia defensa. Es lícito que la defensa de la propiedad pueda ser
mediante el empleo de armas; lo ilícito, es causar la muerte al ladrón. Lo que no puede el
propietario, es defender su propiedad, como si su vida hubiese estado en peligro. Desde luego,
si se causa la muerte al ladrón, el hecho será ilícito, y regulado por el art. 35[13] . Recordemos
una vez más, que la defensa de un derecho - la propiedad -, no llega al punto crítico de que
jurídicamente, el ladrón pueda hallarse obligado a responder con su vida, cuando no puso en
peligro la existencia, ni la integridad física del defensor.
En síntesis, las ofendículas son, como lo dijimos, elementos, cosas u obstáculos, que tienen
capacidad de causar daños, para el caso en que se las quisiese sortear. No tienen esa calidad,
aquellos instrumentos que han sido dispuestos para interrumpir un comportamiento delictivo que
ha comenzado a ejecutarse, como son las alarmas.
Quizás merezca una breve consideración, la hipótesis en la que el dueño de casa, y con fines de
resguardo, o de defensa, tuviera animales sueltos en su propiedad; particularmente, nos
referimos a los perros porque es el caso más común. Los dueños suelen avisar, advertir, mediante
anuncios visibles, que en ese domicilio, hay perros peligrosos, o perros bravos, de manera que el
intruso vaya sabiendo que corre riesgos, si llegara a ingresar sin consentimiento.
Aquí las cosas siguen siendo las mismas, siguen siendo iguales, porque el dueño de casa puede
obrar de un modo lícito, o puede obrar ilícitamente. Ya hemos visto que en defensa de su
domicilio, puede causar un daño al agresor, pero que ese daño no puede ser cualquiera, en razón
de que la necesidad no es absoluta, sino que debe ser racional; con el ingreso al domicilio, el
extraño no ha puesto por ello, en peligro la vida. Salvo claro está, que se trate de la defensa
nocturna con escalamiento. Entonces diremos: si el morador defiende el domicilio, y lo hace de
modo tal como si su vida corriera riesgos, la defensa será excesiva. De lo contrario,
será legítima, y el intruso estará obligado, como agresor ilegítimo que es, a soportar, o a tolerar
esos daños personales. Poco importa que la reacción defensiva se lleve a cabo con armas, o con
perros. El medio no interesa tanto; lo decisivo no es el medio en sí, sino su modo de empleo
para causar un daño al derecho del agresor. Poco importa que el propietario anuncie la
presencia de perros peligrosos. Lo que cuenta es que la defensa del derecho agredido, no sea
excesiva. No lo es, cuando el extraño, tras violar el domicilio, pusiera en peligro la vida del
dueño del predio. En este caso, actuará en defensa propia, y lo mismo da que lo haga
personalmente, o que sea el perro el que lo defiende.
Defensa de terceros
El inc. 7º del art. 34 C.P. dispone que tampoco es punible, “el que obrare en defensa de la
persona o de derechos de otro, siempre que concurran las circunstancias a) y b) del inciso
anterior y en caso de haber precedido provocación suficiente por parte del agredido, la de
que no haya participado en ella el tercero defensor”.
Si nos preguntamos por el fundamento que le asiste a la defensa de terceros, consideramos
conveniente tener en cuenta lo que al respecto, señala ilustradamente, el Proyecto de 1891, en
su exposición de motivos: “… Donde no alcanza el amparo y la acción de los poderes públicos, la
acción individual, es legítima; y la defensa que un hombre hace de su derecho o del derecho
ajeno repercute en la sociedad e importa indirecta, pero realmente, la defensa del derecho de
todos, porque lleva a todos la seguridad de que el derecho, en cualquiera que sea ultrajado,
encontrará otros protectores además de la autoridad. La asociación se siente tranquilizada por la
defensa, de la misma manera que se alarma, se inquieta y sufre por la ejecución del delito, sea
cual fuere la víctima de éste”[14].
El defendido puede ser cualquier persona; puede ser una persona que ha nacido con vida; puede
ser el nasciturus, en razón de que el término “otro” no lo excluye, o puede ser una persona
jurídica de derecho público, o de derecho privado. Con respecto a la persona por nacer, es
posible defender su vida, en el caso en que el aborto fuese punible, porque la tentativa de
delito, importa poner a esa persona, en peligro de muerte. Ahora, si el aborto fuera no punible,
por ser uno de los previstos en el art. 86, la defensa no podrá ser ejercida, en razón de que la
tentativa y la consumación, son hechos justificados. Si la agresión a la persona de otro es
justificada, la defensa importará agresión ilegítima, en razón de que no hay legítima defensa,
contra una agresión que es permitida o autorizada por la ley.
Para que la defensa del tercero pueda ser lícita, se exige que él, no hubiese participado en la
provocación suficiente por parte del agredido, en el supuesto en que éste hubiese provocado de
esa manera. Dada la redacción del texto, puede defender, si el tercero ha tenido conocimiento
de esa provocación, porque saber que el agredido provocó suficientemente, no es, o no importa,
haber participado en ella. Participa, el que ha tomado parte, o el que ha cooperado o
ayudado, y aun, el que instigó.
Aunque el inc. 7º haga referencia expresa a la letra b), del inc. 6, y con ello pareciera excluir a
este defensor de las defensas especiales, la exclusión es más aparente que real, porque si el
agredido debe defenderse racionalmente, esa misma defensa la debe poner en práctica el
tercero. Y si el agredido no debe excederse de los límites de la letra b), tampoco puede hacerlo
el defensor. El sentido que tiene esta defensa, no es limitar la actuación del tercero a la defensa
común. No tendría sentido que la ley procediera a excluirlo cuando las agresiones fueran
gravísimas, que son, precisamente, las que más urgen y necesitan de la actuación de otras
personas que acuden para impedir o para repeler esta especie de acometimientos violentos. Si el
agredido, vale decir, el propio titular del derecho atacado puede causar cualquier daño, ¿en
razón de qué no lo podría causar quien acudió en su auxilio?
Aborto terapéutico
Antes de considerar el tema aborto terapéutico, tenemos que saber en qué consiste el aborto, en
razón de que, es cosa sabida, el Código no define al delito, sino que se limita únicamente, a
mencionarlo. Así, el art. 85, establece: “el que causare un aborto.”, con lo cual, mira
al sustantivo “aborto”, sin definir al aborto. Es intuitivo que, ubicado el atentado dentro del
capítulo de los delitos contra la vida, el aborto consiste en privar de la vida a otro. Y si el
homicidio no consiste en causar la muerte a otro, sino en matar a otro según lo dispone el art.
79, forzoso es aceptar que el aborto consiste en matar intencionalmente a una persona que se
encuentra en el seno materno, sea que se le prive de la vida mientras permanece en ese lugar
del cuerpo de la madre, sea mediante su expulsión violenta, de modo que la muerte ocurra en
ese proceso, o cuando la persona hubiese sido expulsada. El aborto no es el
nacimiento anticipado o prematuro; es dar muerte de un ser vivo que no ha nacido. Constituye
un sofisma, decir que es tan sólo, la interrupción del embarazo.
No nos detendremos en este lugar al análisis de cada una de las especies del delito aborto, ni si
el delito debe dejar de serlo cuando una mujer ha concebido a raíz de una violación. Estos no son
casos que analizaremos, pues debemos limitarnos a nuestro objeto, es decir al análisis del
llamado aborto terapéutico, como hecho no punible, que se halla legislado en el art. 86 del
Código Penal. Esta disposición, establece: “El aborto practicado por un médico diplomado con
el consentimiento de la mujer encinta no es punible. Si se ha hecho con el fin de evitar un
peligro para la vida o la salud de la madre y si este peligro no puede ser evitado por otros
medios”.
En primer lugar, debemos preguntarnos por su naturaleza jurídica, porque podría estimarse que
la cláusula se halla dirigida a impedir que la pena pueda ser aplicable, tal como ocurre en el
hurto entre ciertos parientes, según el art. 185 C.P., o en el desistimiento de la consumación
delictiva, tal como sucede en el art. 43 C.P.. Para sostener que el art. 86 contiene una hipótesis
de licitud, es decir una causa que impide que el hecho típico cual es matar a la persona por
nacer, no es antijurídico, es suficiente tener en cuenta, la redacción del texto legal: “ El aborto
practicado por… no es punible “. Y si tenemos en cuenta que estos términos son exactamente
iguales a los utilizados en el art. 34 C.P., no podemos interpretar que tan sólo se hubiese hecho
referencia a una hipótesis donde lo que no se aplica, es la pena por el delito cometido. En
efecto, el texto del art. 86, no dice que el médico ni la madre queden exentos de pena, sino que
dice: el aborto no es punible; dice que el mal causado no es ilícito, porque se halla
expresamente autorizado. Dice, en una palabra que se trata de una causa de justificación, y que
por lo tanto, representa una hipótesis en la cual, el hecho típico no es delito por haber mediado
una causa de justificación. Si ello efectivamente es así, resultará que quienes hubiesen tomado
parte en el hecho, ayudado o cooperado en él (art. 45), serán igualmente no punibles. Un mismo
hecho no puede ser lícito para unos, e ilícito para otros. Las cosas hubieran sido distintas, si el
autor hubiese estado al amparo de una causa personal de exención de pena. Ello, porque el
hecho hubiera sido ilícito, y punible para el resto de los partícipes.
Si nos preguntamos ahora a qué causa de justificación pertenece el aborto terapéutico, las cosas
se nos pueden ir complicando; pero algo es seguro: no representa el cumplimiento de un deber
legalmente impuesto, en razón de que sobre la madre no pesa obligación alguna de tolerar que
un médico mate al hijo que lleva en su vientre. Digamos que a la madre le asiste el derecho de
decir que sí, y que le asiste el derecho de decir que no, porque es posible que desee, también,
que el nasciturus o persona por nacer, no muera, y con ello, que se respete su vida.
Esta situación, ¿no podría pertenecer a una especie del estado de necesidad?
Analicemos la pregunta. En el estado de necesidad, digamos en el estado de necesidad común
legislado en el inc. 3º del art. 34, el agresor que causa el mal menor para evitar otro mayor e
inminente, no precisa de ningún consentimiento; ya hemos visto que puede obrar, aun en contra
de la voluntad del titular del respectivo derecho. El aborto terapéutico requiere que el médico
mate a la persona por nacer, con el consentimiento de la mujer encinta.
Acaso la cuestión pueda presentarse harto difícil, cuando para entender que es una especie del
estado de necesidad, debiera sostenerse que el mal mayor, sería que la mujer muriese, y que
para evitar ese mal mayor, se causara entonces, un mal menor. Se habría salvado así, la vida de
la madre que vale más, y se habría dado muerte al hijo cuya vida valdría menos. Este es el punto
decisivo, porque todo ello, puede hallarse dirigido válidamente a situaciones en las se hallan en
juego valores de índole patrimonial. Pero tratándose del valor vida, resulta muy poco
aceptable entender que una vida pudiera valer más que la otra, así fuera la vida de una persona
nacida, o se trate de la vida de una persona por nacer. La vida de la madre y la del hijo por
nacer, valen exactamente lo mismo; valen igual como vidas, y no tienen distinto valor como lo
pueden tener las cosas. Claro es que todo sería absolutamente distinto, si la persona por nacer,
hubiera sido tan sólo, una persona futura, que recién empezaría a ser persona, cuando ocurriera
el nacimiento. Mas resulta que en nuestro derecho, la persona por nacer es una
persona actual, porque ya existe en el vientre de la madre (C.C., art. 63, y su nota). Si fuese
futura, ¿qué sentido tendría el delito de aborto? Diremos entonces, que cuando el Código
Penal castiga el delito de aborto, parte de la base que la persona por nacer, es una persona
actual, y que para ser persona actual, debe tener vida. Esta vida, ¿puede tener menor valor -
como vida -, que la vida de la madre?
Tal vez, pueda pensarse, que la disposición que analizamos, hubiese previsto una especie de
legítima defensa. Ello, porque la persona por nacer, tal cual se desprende del contenido legal del
aborto terapéutico, es quien pone en peligro la vida de la madre, o su salud, peligro que, a su
vez, no resulta posible evitar por otros medios. Puede decirse entonces, que en forma
permanente, media una agresión de parte del hijo, agresión que la madre no se halla obligada
jurídicamente a soportar, y que para hacer cesar el peligro real, el médico, con el
consentimiento de aquélla, procede a causar el aborto. Desde esta perspectiva, se puede
entender que el aborto terapéutico, es una especie de legítima defensa de terceros. Resulta
claro que quizás se podría decir que en el aborto terapéutico, no se verifican todas las
exigencias de la legítima defensa; eso es cierto, pero diremos que por ello, el aborto terapéutico
resulta una especie de aquella justificante.
Es posible que nos preguntemos ahora lo siguiente: si ambas vidas son iguales, ¿cuál será la
razón por la que el delito de aborto se castiga con pena menos severa de la prevista para el
homicidio?
En primer lugar, podemos decir que no siempre el homicidio se reprime con iguales penas; fíjense
que hay homicidios agravados y homicidios atenuados. Vean que un mismo bien lesionado, cual es
la vida de una persona ya nacida, no siempre se protege con igual intensidad. Y en cuanto a la
persona por nacer, podríamos decir que ya, en el mismo Código Civil, encontramos ciertas
diferencias. Advertimos, por de pronto, que el nasciturus no tiene nombre, no tiene estado civil,
ni tiene edad. Es cierto sí, que puede adquirir algunos derechos, como si ya hubiese nacido, pero
solamente quedan irrevocablemente adquiridos cuando hubiese nacido con vida, según lo dispone
el art. 21. Me parece que esto es suficiente para admitir la razón por la que la pena del aborto,
no se corresponda con la del homicidio. Hay que destacar que la pena del homicidio y la del
aborto es, en su especie, la misma; ambas infracciones se castigan con pena privativa de la
libertad.
Podrían preguntarse: ¿es posible, entonces, que la persona por nacer pueda agredir?
Si usted piensa que no puede agredir por ser tan mínima, tan minúscula, y sin posibilidad de un
acometimiento en el sentido de lo que son las vías de hecho, entonces será imposible que el
nasciturus pueda agredir; ello, porque naturalmente, se halla imposibilitado de hacerlo. Pero la
cosa será muy distinta, si usted llega a tener en cuenta, que el concepto de agresión no es un
concepto natural, físico, o mecánico, sino, como todo lo que pertenece al mundo del derecho, es
un concepto jurídico, entonces la respuesta deberá estar dotada de otro carácter. Por ello es,
según nuestro parecer, que el aborto terapéutico se acera más a la defensa de un tercero, y se
aleja, por lo tanto, del estado de necesidad. En su razón, no puede ser una especie de éste. En el
estado de necesidad, siempre anda rondando la causación del un mal menor, para evitar otro
mayor. Esto es lo que ocurre, según hemos visto, en la violación de domicilio del art. 152 C.P.,
que bien puede ser considerada una especie del estado de necesidad común del art. 34. inc. 3º.
En otra ocasión me han preguntado: Está claro que la mujer debe prestar el consentimiento.
La pregunta es la siguiente: ¿puede alguien obrar por ella?
Es interesante este asunto del consentimiento, y, además, fundamental, porque sin él, el médico
será punible conforme lo que dispone el art. 85, inc. 2º. Para ello, la mujer debe conocer del
médico, cual es el verdadero estado de las cosas, para que, en base a ello, pueda consentir, de
modo tal, que su acto, resulte ser un hecho voluntario (C. C., art. 260). Si el profesional no le
trasmite aquel verdadero estado de las cosas, el consentimiento de la mujer encinta no
obedecerá a lo que exige el acto voluntario, y si el médico practicara el aborto, el mismo será
punible, porque en este caso, el acto de la mujer, será involuntario. No interesa que la
consentidora sea persona mayor de edad; lo que cuenta es que el acto por el cual consiente en la
causación del aborto, se halle dotado de discernimiento, de intención y de libertad. No se
concibe, al respecto, un acto voluntario cuando es practicado con error, o por amenazas.
En cuanto a si alguien, un tercero, puede consentir por la embarazada, la disposición guarda
silencio. Sin embargo, por la trascendencia que tiene el hecho para la persona por nacer, estimo
que nadie puede sustituir a la madre para que el aborto sea practicado lícitamente.
Por la naturaleza del acto, y aunque tampoco la ley penal diga nada sobre el particular, pienso
que no cabe otra forma que la documentada; pero que a su vez, no es necesario que el
documento deba ser público.
Y, ¿qué puede llegar a ocurrir cuando la embarazada muere como consecuencia del aborto?
Si al médico no se le puede imputar negligencia, imprudencia, impericia, o inobservancia de los
deberes especialmente impuestos, no será punible ni por dolo, ni por culpa. Y si el aborto se
causó sin que concurrieran los requisitos que este inc. demanda, por ejemplo, en razón de que la
mujer fue engañada, el médico será punible por dolo en cuanto al aborto, y se aplicará el art. 85,
inc. 2º.
Se me ha preguntado en otra ocasión: ¿considera usted que el aborto sentimental debería ser
no punible?
Evidentemente, la pregunta no es de dogmática, porque la solución dogmática ya está resuelta
por el inc. 1º, sino que la pregunta es de política criminal. Les digo que la pregunta viene al
caso, porque en el país, existe desde hace un tiempo considerable, una corriente de opinión que
sostiene, contra viento y marea, que la ley debe declarar que el aborto sentimental, debe ser
no punible y debe, por lo tanto, ser un hecho lícito. La ley, ¿debe declarar la impunidad del
aborto sentimental? Este es el problema, y esta es la cuestión. Procuraré, satisfacer,
entonces, vuestro interés.
Con fundamentos de orden religioso, se ha dicho, en razón de que Dios da la vida, y que tan sólo
Él la quita, que el aborto no puede ser, sino, un hecho punible. En el polo opuesto, se hallan
quienes piensan que la madre tiene derecho a no ser madre de un hijo no deseado, por ser el
fruto del delito de violación, de la violencia, y no del amor. Este último criterio conduce,
necesariamente, a sostener que la madre es dueña de la vida del concebido, y que como tal,
tiene poder de decisión sobre la vida, y sobre la muerte. Reducido a su más puro contenido, el
aborto sentimental se traduce, y se agota en esto: la madre tiene el derecho a matar a un
inocente. Este es el problema que presenta en esencia, el aborto sentimental, en razón de que se
mata a un inocente, que no es el autor de conflicto alguno; no es autor de nada. Hoy por hoy,
dado el estado de la ciencia, ya no es posible sostener que la vida de la persona por nacer, no
comience en el momento de la concepción, y se afirme que la vida se manifiesta tiempo
después. Tampoco se puede sostener que la persona por nacer forma parte del cuerpo de la
madre, y que por ello, ésta, la madre, no mata a nadie, sino que tan sólo dispone de una parte
del cuerpo. Científicamente, este punto de vista es rechazado por unanimidad; sin embargo, lo
he oído en múltiples oportunidades; incluso, que lo diga una integrante de la actual Corte
Suprema. Con ello, no se hace otra cosa que volver a las primeras épocas del Derecho Romano.
Los partidarios de la impunidad del aborto sentimental, formulan la siguiente pregunta: ¿Será que
el Derecho se pueda manifestar de manera tan insensible, e imponga cruelmente a la mujer
violada, la obligación jurídica de no abortar en semejante caso? Para responder, podríamos
decir: lo que el Derecho hace en este caso, como en muchos, es imponer la obligación de
respetar la vida de un ser humano.
Se preguntarán, ¿vamos a considerar al aborto eugenésico?
En razón de que este aborto no es una hipótesis de defensa de terceros, lo dejaremos para
cuando veamos el ejercicio de un derecho.
Antes de continuar, le propongo algunas preguntas para volver a pensar en relación a los
temas planteados:
Estado de necesidad
Estado de necesidad común
Vamos al desarrollo de otra causa de justificación: el estado de necesidad. Para definirlo, el art.
34, inc. 3º del Código Penal, dispone: “no es punible, el que causare un mal por evitar otro
mayor inminente a que ha sido extraño”. Se trata de una causa que justifica el daño causado,
porque a la ley le interesa que no ocurra el mal mayor, y por ello, autoriza de modo expreso, que
se pueda ocasionar un mal menor; un mal de importancia menor, o que importa un menor daño.
Obra en los límites del estado de necesidad. Tomemos como ejemplo a quien, en una situación
de peligro, daña una cosa mueble, y con ello, impide que se destruya una de mayor valor. Desde
el comienzo, verificamos que la situación de peligro, es común para la defensa legítima, y para
el estado de necesidad.
Hay que tener muy en claro, que quien causa un mal, agrede, lesiona, o destruye un bien
jurídico ajeno. También será necesario extraer de ello, alguna conclusión, pues, si la ley permite
de modo expreso, que se cause un mal, quien así actúa, actúa conforme a la ley. Diremos
que causar un mal, es dañar lo ajeno, es agredir lícitamente; y si así resulta ser el esquema
jurídico del estado de necesidad, ocurrirá que el titular del bien que es atacado, lesionado u
ofendido, carece del derecho de reaccionar legítimamente. Dicho en otras palabras, no puede
defender ese bien, desde el plano de la legítima defensa, en razón de que esta justificante, la
que terminamos de mencionar, requiere que la agresión, sea ilegítima. Nadie puede reaccionar
legítimamente, lícitamente, contra una agresión que es conforme a derecho. Si no obstante se
reaccionara, el hecho será ilícito por ser contrario a la ley. Sin embargo, el titular del bien puede
reaccionar en legítima defensa, cuando quien se encuentra en estado de necesidad, se excede,
en razón de que el exceso es un hecho ilícito, según surge de modo claro, del art. 35 del Código.
Vamos advirtiendo, entonces, que el mal recae en un bien jurídico que es ajeno; que el titular es
un tercero inocente, pero que carece del derecho de defensa; que ese titular es ajeno a la
situación de necesidad, y que, tal como se presenta la construcción del inc. 3º, se halla obligado
a soportar, o a tolerar que se dañe, que se destruya lícitamentesu derecho. Destaquemos un
punto que debe ser destacado: el que causa un mal menor para evitar que ocurra un mal mayor
que se manifiesta como inminente, debe ser extraño a la situación de necesidad; el que debe
soportar ese daño, es inocente, y por lo tanto, extraño a la producción del mal inminente, y
extraño a la situación de peligro que compromete al necesitado. Resulta así, que el autor del
mal, y el obligado a soportar, son extraños; ambos son extraños, y ambos son inocentes al
mismo tiempo. Más todavía; el titular del bien que resulta dañado, no ha agredido a nadie, y no
ha puesto al autor, en el trance de causar el mal menor[15].
A este punto se podrán cuestionar sobre: ¿qué ocurre si el titular del bien jurídico atacado
ignora la situación en que se halla el necesitado, y repele la agresión por creerla ilegítima?
¿Dispone algo el Código civil sobre el estado de necesidad?
Resulta claro que esta pregunta trae aparejada una nota subjetiva, porque se refiere al error. Si
en efecto, el titular de aquel bien creyese, estimase que la agresión al bien suyo era ilegítima,
ese error no hará mudar el carácter lícito de la agresión; la agresión seguirá siendo una agresión
lícita porque así está dispuesto por la ley misma. El problema, entonces, no lo resuelve el estado
de necesidad, sino que lo resuelve el inc. 1º de este art. 34, al establecer que no es punible, el
que obra en error o en ignorancia de hecho no imputable. Dejamos para la culpabilidad este tema
que resulta más que interesante. En cuanto a si el Código Civil establece algo sobre el estado de
necesidad, le diré que, a diferencia de lo que él dispone en relación a la defensa posesoria,
guarda total, y absoluto silencio sobre el estado de necesidad. Claro es que si el necesitado
ejecutara el hecho dentro de los límites que fija el inc. 3º, el hecho quedará justificado
igualmente para el Código civil, porque según lo dispone el art. 10, el ejercicio regular de un
derecho – en este caso, obrar en estado de necesidad -, no puede constituir como ilícito ningún
acto. Si usted supone ahora, la existencia de un pleito civil, donde el titular del bien dañado
entabló demanda contra al autor del daño, se encontrará con que el juez civil, deberá recurrir al
Código Penal, para resolver si en ese caso, se verificaron los extremos legales, para que el hecho
quedara justificado, o si el autor del daño, obró fuera de esos límites. He aquí un caso donde el
juez civil, deberá aplicar el Código Penal.
Caminando por el parque, un viandante fue sorprendido por un tigre de bengala que había
escapado del zoológico. Imaginemos el miedo, el susto, y el espanto de esa persona. Para colmo,
el animal se alistaba para el ataque, y fue ahí cuando la Divina Providencia dispuso
que surgiera un policía que, en defensa de aquel viandante, hirió mortalmente al feroz animal.
Debo reconocer que no es un caso del todo académico, porque de vez en cuando, según todos
conocemos, algún tigre se escapa del zoológico de la ciudad, y es hallado en plena vía pública.
¿Qué sugiere el caso? Según hemos visto al estudiar la legítima defensa, los animales no agreden
ilegítimamente, porque no obran, de manera que esta justificante deberá quedar, entonces,
totalmente descartada. El policía no actuó en defensa legítima de un tercero, sino que causó un
mal menor, para evitar que un tercero, resultara víctima de un mal mayor que se presentaba
como de producción inminente. Se puede decir, que la autoridad, para evitar la muerte de aquel
viandante, causó un mal menor. Ello, porque la vida de las personas, vale más que la de los
animales.
Vamos a suprimir la presencia policial, y tendremos que ver, ahora, enfrentados, al caminante, y
al tigre, ya listo para el ataque. Si suponemos que aquella persona tenía en su poder un arma de
fuego – con permiso legal para llevarla, o aun sin permiso legal para hacerlo -, y para salvar su
vida, diera muerte al animal ajeno, tendremos que conocer qué ocurre. Sabemos que la legítima
defensa, no puede ser aplicada. Pero resultó ser que cuando ese individuo fue llamado por el
juez a declarar, le dijo que al darse de lleno con el tigre, súbitamente tuvo miedo, mucho miedo,
y fue, en razón de ello, que obró violentado, amenazado de sufrir un mal grave e inminente. Que
por ello, se vio obligado a dar muerte al feroz animal.
Ahora vamos a preguntarnos por lo que el juez debe decir. Ya que le dijeron tanto, deberá decir
algo sin equivocaciones, porque se parte de la base, que un juez conoce la ley, en razón de que
tiene el deber de conocerla.
Alguno de ustedes podría agregar: Profesor, pienso que aquella persona habrá invocado el
inc. 2º del art. 34, que declara no punible, a quien obra violentado por amenazas de
sufrir un mal grave e inminente.
Efectivamente, eso habrá hecho. Y el juez, ¿qué hará? Si en efecto, se han verificado los
extremos que establece el inc. 3º del art. 34, esta es la disposición que debe aplicar, y no la del
inc. 2º, porque con seguridad, ésta se hallará destinada a regular otras situaciones, otras
situaciones conflictivas, aunque puedan guardar cierto parecido, o cierto parentesco con el
estado de necesidad. Sin embargo, no se identifican. En este aspecto, le digo que las leyes nunca
dicen dos veces la misma cosa. El inc. 2º, supone que una persona ha sido amenazada por otra,
que le ha prometido males si no accede a lo que se le ordena. El inc. 2º, se halla destinado pues,
a regular la hipótesis en la que se encuentra quien, violentado por las amenazas de un sujeto, ha
cometido un hecho ilícito. Sistemáticamente, el estado de necesidad pertenece a
la justificación; las amenazas, a la culpabilidad. Ya veremos todo esto en el momento
adecuando.
En síntesis, y a pesar del miedo, la ley considera, a igual que en la legítima defensa, que el hecho
cometido en estado de necesidad, es un hecho voluntario (C.C., art. 260), en razón de que
legalmente, no ha concurrido ninguna circunstancia con capacidad legal, para determinar que ese
hecho, deba ser considerado involuntario, tal como lo dispone el art. 261 del C. C.
Como sucedía en la legítima defensa, el estado de necesidad contiene una referencia temporal,
que nos obliga a tener presente algo que ustedes ya saben: hay que evitar también aquí, el
peligro de la precipitación, y el peligro del retardo, en razón de que el mal menor se puede
causar, a condición de que lo sea para impedir que el mal mayor, de producción inminente,
ocurra, o tenga lugar efectivamente. En una palabra, y si hacemos mención al aspecto subjetivo,
el autor debe haber tenido el propósito, la finalidad de evitar el mal mayor. Se trata, entonces,
de una causalidad orientada a un fin, razón por la que la justificante, rechaza una causalidad
casual. Si por puro ánimo de daño, de maldad, alguien rompió una ventana o una puerta, y por
ello el aire fresco evitó la muerte de una persona que se asfixiaba, el hecho no quedará
justificado, porque, según lo decimos, la causalidad, esta causalidad, fue casual.
Oportunamente, vimos que el aspecto subjetivo que contiene el estado de necesidad,
no importa, ni mucho menos, una referencia a la culpabilidad; en particular, al dolo, porque
únicamente, el hecho puede ser doloso, en la medida en que sea ilícito. En una palabra, aquí, en
el estado de necesidad, el autor comprende lo que hace, y con libertad, hace lo que quiere. Si el
hecho se adecua a las condiciones de la justificante, será lícito, y si el autor hubiese
excedido los límites, será aplicable el art. 35. La pena será la que establece el delito culposo, y
desde luego, se deberán las reparaciones e indemnizaciones civiles.
Según vimos, en la legítima defensa, la agresión podía recaer en la persona, o en los derechos del
agredido, y por ello, daba lugar a la defensa propia, o a la defensa de los derechos. Aquí, puede
ocurrir otro tanto, pero como el in. 3º requiere que el mal evitado sea mayor al mal causado,
el autor no podrá causar la muerte del inocente, así fuera para salvar su vida. Si el
agresor ilegítimo ponía en peligro la vida del agredido, era lícito que éste, en defensa de su vida,
causara la muerte del agresor. Pero resulta ser, que como en el estado de necesidad
la agresión es lícita, nadie puede causar lícitamente la muerte a un semejante, así pretendiera
la salvación de su vida, y lo hiciera fuera de la defensa legítima[17]. Tenemos que estar
convencidos, porque así nos los demanda el sistema jurídico, que lícitamente, no se puede dar
muerte a otro, fuera de los límites de la legítima defensa. En los sistemas legales que admiten la
pena de muerte, sólo el verdugo puede matar. El hecho quedará justificado, en este caso, por el
legítimo ejercicio de la función pública. Todavía puede presentarse aquí, otra situación, y es la
siguiente: ¿qué ocurriría si el condenado a la pena capital, en defensa de su vida, intentara matar
al verdugo? La respuesta es sencilla: el hecho del condenado constituirá una agresión ilegitima, y
dará lugar a una reacción defensiva legítima por parte de quien, conforme a su cargo, debía
quitar la vida. Es que cuando la sentencia que impuso la pena de muerte entró en cosa juzgada,
sobre el condenado pesa el deber jurídico de morir, de la misma manera que ese deber pesa
sobre el condenado a pena de prisión, de perder su libertad por el tiempo de la condena.
¿Puede la ley obligar jurídicamente a un inocente que pierda su vida para que otro pueda seguir
viviendo? Cuando el necesitado pretendiese salvar su existencia a costa de la vida de un
inocente, el estado de necesidad se habrá auto cancelado; su programa se cerrará, y entonces -
cuando éste fuera el caso- la agresión será ilegítima y dará lugar a una reacción defensiva para
impedir o repeler esa agresión ilegítima. Vayan viendo, entonces, que aunque la legítima defensa
y el estado de necesidad, sean causas de justificación, tienen sus aspectos comunes, y otros que
son particularmente propios a cada una, lo que hace que sean incomunicantes entre sí. O la
conducta queda justificada por legítima defensa, o queda justificada por estado de necesidad. Lo
que no puede hacer el intérprete, es tomar elementos de una y de otra, pues si ello hiciera,
habría construido una nueva justificante no prevista en la ley; esto es, una tercera justificante.
Por lo que decimos, no puede justificarse por vía del estado de necesidad, el hecho de aquel
náufrago que se apoderaba del elemento salvador que otro náufrago tenía en su poder,
quitándoselo, arrebatándoselo, y por ello, determinaba que al infortunado se lo tragara el mar,
el lago, o el río. Si por el contrario, no tuviera éxito porque quien estaba a salvo defendió su
vida, y rechazando la agresión, causó la muerte de aquél, el hecho quedará justificado por
legítima defensa, porque este náufrago rechazó, en la emergencia, una agresión ilegítima.
De manera pues, que con esta salvedad, el necesitado puede agredir a la persona, o a los
derechos de otro, para evitar que ocurra el mal mayor.
Se suele presentar aquí una pregunta, a saber: en la legítima defensa, el ofendido podía
defender su libertad, y podía lícitamente, causar la muerte al secuestrador. Cuando en
estado de necesidad, alguien ha privado de la libertad a otro, éste, ¿tiene el derecho de
defensa?
Veamos en primer lugar, qué derechos pueden ser agredidos en forma lícita en el estado de
necesidad. De la lectura del inc. 3º, no surgen expresas limitaciones, por lo que la libertad de
otro, puede ser lesionada por quien obra dentro de la justificante. Fíjense ustedes que, por
ejemplo, en el Proyecto Tejedor, el estado de necesidad se circunscribía únicamente a causar
un mal en la propiedad ajena[18]. Si tuviera que responder a su pregunta con el Proyecto
Tejedor, le diría en forma terminante, que la privación de la libertad a una persona llevada a
cabo para evitar un mal mayor e inminente, era un hecho ilícito, en razón de que el daño era
lícito, en la medida que lo fuera en la propiedad ajena. Pero las cosas no se presentan en forma
igual en el inc. 3º del art. 34, porque el contenido de la figura, es más amplio.
Veamos, entonces, cuál puede ser la necesidad de causar un mal para evitar que ocurra otro
mayor e inminente, ilustremos con la siguiente situación: Mientras padre e hijo esperaban un
transporte para dirigirse al domicilio, ocurrió, a muy corta distancia un asalto, en el cual
intervinieron unos malvivientes que habían robado un banco, y se tiroteaban con la policía. Mas
el infortunio quiso que uno de los disparos se desviara, e hiriera de cierta gravedad al hijo.
Advirtiendo el padre que se desangraba, y llevándolo en sus brazos, se llegó hasta un automóvil
cuyo propietario se halla en el interior y, tras reducirlo, condujo el vehículo hasta un hospital.
Verificará usted que nos encontramos con un robo, con un herido grave, y con que una persona
fue privada de su libertad. Sin embargo, el hecho es lícito por estado de necesidad. Lo mismo
hubiera ocurrido, si el padre se hubiese llegado hasta el domicilio muy cercano de un médico, y
lo hubiera conducido bajo amenazas, hasta el lugar donde el descendiente había quedado herido.
En el caso del secuestro en el que usted se sitúa, el secuestrador carecía del derecho de privar
de la libertad a otro. En el caso en que nos hemos situado, le asiste al necesitado, del derecho de
causar un mal, para evitar otro mayor e inminente. El mal menor, estará representado por la
privación de la libertad, para evitar otro mayor, que era precisamente, la muerte de una
persona. En cambio, si la privación de la libertad fuera ilícita, el agredido podrá reaccionar
lícitamente en defensa propia, y su hecho será lícito aun cuando en defensa propia, causara la
muerte del agresor ilegítimo. Vean ustedes de qué manera funcionan los mecanismos de estas dos
justificantes.
En cuanto al valor de las cosas, puede presentarse aquella situación en la cual, se dejen perecer
las que tienen solamente valor económico, y se prefiera evitar la destrucción de otras que no
están dotadas de ese valor, pero cuya utilidad a la ciencia, y al progreso, es indudable. Es posible
que el necesitado se encuentre en el conflicto de evitar la destrucción de avanzados procesos y
estudios tendientes a obtener una vacuna contra graves enfermedades y epidemias humanas, y
optara por la destrucción de otras cosas que guardaban, que encerraban, o que contenían
procesos tendientes al tratamiento de una determinada enfermedad propia de ciertos animales.
Más aun, el mal mayor, puede ocurrir cuando se prefiriera la muerte de un perro que sirve de
lazarillo a un ciego, y se salvara la vida de un valioso faldero perteneciente a una coqueta
señora. En fin… ¿no sería ciertamente una ayuda para todos, que no existiera el estado de
necesidad? Mas lo cierto es que de él, desde siempre, y por siempre, no se podrá prescindir. ¿No
sería menos difícil para todos, que no existieran los conflictos? Mas resulta que como de ellos
tampoco se puede prescindir, las leyes construyen fórmulas jurídicas, y lo hacen de modo igual
o análogo, a la que contiene el inc. 3º. Lo cierto es que como no se pueden salvar todos los
bienes en peligro - lo que sería muy deseable -, la opción debe estar orientada, y se orienta bien,
a que no ocurra el mal mayor.
El caso es distinto cuando el deber se halla dirigido a los particulares, porque, generalmente, la
ley les obliga, pero a condición de que el cumplimiento de una determinada obligación, no
importe para ellos, asumir riesgos personales. Es lo que ocurre cuando alguien encuentra a una
persona herida o amenazada de un peligro cualquiera, según lo establece el art. 108. Sin
embargo, hay veces que la misma ley, pone un límite al deber de ciertos funcionarios. Es lo que
sucede en la ley 20.094, sobre navegación, que en su art. 131, luego de establecer el deber de
acudir en auxilio de vidas humanas que se encontraren en peligro en el mar, exime al capitán de
dicha obligación, cuando ella signifique un serio peligro para la nave, o para las personas
embarcadas en ella. Con esto, la disposición se sitúa en la hipótesis de un nuevo estado de
necesidad, y por ello, justifica la omisión de auxilio.
¿Qué puede ocurrir si, a pesar de todo, el mal mayor no se pudo evitar?
Puede que su pregunta encuentre la debida respuesta en el mismo texto legal. Si usted se fija
bien, el inc. 3º dice que el mal menor que se causa, lo es para evitar que ocurra el mal mayor.
En efecto, no dice que el mal mayor debe ser evitado, o que sea evitado. Entonces, puede
suceder que el mal menor, sea aún un hecho lícito, aunque el mal mayor hubiese efectivamente
ocurrido, en razón de que no se pudo evitar. Piense ahora, en uno de aquellos dos botánicos que
fuera mordido por una serpiente venenosa en plena selva, y también recuerde que el restante, le
amputaba el dedo para evitar la muerte. Esa amputación será un hecho igualmente lícito si, no
obstante, y a pesar de todo, la muerte, desgraciadamente, sobrevino.
Volvamos ahora al aspecto subjetivo; antes lo hicimos para referirnos al fin, a los propósitos, a la
dirección de la voluntad de quien causaba el mal menor. Veamos ahora el aspecto intelectivo,
porque puede ocurrir, en la necesidad de actuar en una emergencia - porque el mal mayor es de
producción inminente, y el estado de cosas no admite mayores dilaciones -, que el autor pudiera
equivocarse, y resultar que, en vez de causar un mal menor, hubiese causado el mal mayor.
Imaginemos que en un depósito de maderas y afines, se hubiese iniciado un fuego que podía
convertirse rápidamente, en incendio; imaginemos también, que para sofocar el fenómeno, uno
de los empleados tomara un recipiente y, creyendo que contenía agua, arrojara el contenido a
las llamas. Mas resultó, que como el diablo hizo de las suyas, el líquido no era agua, sino que el
recipiente guardaba combustible y, por ello, el fuego se convirtió inmediatamente, en un
dantesco incendio. He aquí un caso – muy poco académico -, donde el tiro, efectivamente, salió
por la culata. Ocurrió lo que la ley, ni nadie, hubieran deseado que ocurriera.
¿Qué hacer? Resulta evidente, que ya no podremos enmarcar esa conducta dentro del estado de
necesidad, porque no se causó un mal menor, sino el mayor; se causó el mayor de los males.
Sólo tendríamos, o contaríamos con la finalidad de aquel empleado de causar un mal menor,
pero eso no es suficiente; no alcanza. Les anticipo que el hecho será ilícito, y tendremos que
saber si ese error fue imputable al autor, o si por el contrario, no le era imputable. Con ello,
quiero decirles que la cuestión se resolverá por la culpabilidad, y en particular, por el inc. 1º del
art. 34. En el momento oportuno, cuando nos detengamos en el estudio de la culpabilidad,
volveremos sobre el tema. Mientras, les digo para que vayan pensando: si aquel recipiente
hubiera tenido en su frente una leyenda que hubiera advertido “no usar, cosa inflamable” , ¿ qué
hubiera ocurrido?
Pensemos ahora, en aquel individuo que en un incendio, rompiese el vidrio de la bóveda donde
se guardan mangueras y otros elementos útiles contra estos siniestros. El daño, ¿será lícito? En
efecto, el daño será lícito, y la razón es muy simple: en estos casos, la leyenda inscripta que
indica: “ en caso de incendio rómpase el vidrio” justifica el hecho; pero no por estado de
necesidad, sino por consentimiento expreso para hacerlo. En este caso, el daño es atípico, y el
estado de necesidad requiere que el mal que se causa, debe ser típico.
Se me preguntó en la clase presencial: profesor, si me permite, desearía formular otra
pregunta: ¿debe el mal mayor hallarse en curso? ¿Debe haberse realmente manifestado?
A lo que respondí: Le diré que particularmente, considero, ya que estudiamos el estado de
necesidad, la necesidad que los alumnos pregunten, porque es en la clase, donde se pueden
aclarar dudas. Quien no pregunta, se queda con la duda, y con ello, se queda en la
incertidumbre. Ustedes preguntan y en la medida en que pueda, yo les respondo. Está bien que
pregunten, y no está bien que no lo hagan.
Si usted vuelve sobre la lectura de este inc.3º, verificará que la redacción es la siguiente: “el que
causare un mal, por evitar otro mayor inminente”. Y ahí está dicho lo que a usted le inquieta.
Desde luego, la referencia temporal, que contiene la descripción, es para fijar un cierto y
determinado límite, porque también aquí, hay que evitar el peligro de la precipitación. Si no se
evita ese peligro, la causación del mal menor, será un hecho ilícito. Hay que obrar, en
consecuencia, en el momento preciso, y oportuno, tal cual ocurría en la legítima defensa. Desde
luego, no hace a lo oportuno, lo que no es inminente. Hay, en el Proyecto de Tejedor, un pasaje
que resulta elocuente: “Aunque haya comenzado la tormenta no es permitido arrojar el
cargamento al agua, en tanto que el buque se conserve bien, que obedece a la maniobra, que el
agua no le invade incesante e irresistible”[22]. Ustedes verán, que el mal no se hallaba en curso;
no se estaba produciendo ya mismo, aquí y ahora. La ley no exige tanto, porque autoriza a
obrar antes que ello suceda. Pero esto no quiere decir, a su vez, que ya se pueda causar el mal
menor, cuando la amenaza del mal mayor, sea incierta; de producción posible, pero no de
producción cierta. Si al mal mayor se lo ve lejos, no hay razón suficiente para causar un mal,
aunque este mal, fuese menor. Hemos encontrado en el mismo Proyecto de Carlos Tejedor, una
referencia que nos puede auxiliar. Al respecto, dice el pasaje: “no basta – refiriéndose al mal -,
que se le vea lejano; es menester que exista, es menester que nos amague próximo,
inminente”[23]. Desde luego, si el mal mayor ha comenzado a manifestarse, está ya ocurriendo,
también es posible causar el mal menor; si se lo podía causar antes, también se lo puede
causar durante. Lo que no se puede, es causar un mal, cuando el mal mayor es cosa del pasado;
es un hecho que pertenece a la historia. Recuerden que si el peligro cesaba en la legítima
defensa por haber cesado la agresión, aquí ocurre otro tanto. Si el peligro cesa, ya nada habrá
que salvar o evitar; ello, en razón de que el mal mayor ya se habrá manifestado, y concluido.
¿Cómo hacer un contrafuego cuando el incendio del campo fue extinguido? ¿Cómo ingresar a una
propiedad sin el consentimiento del dueño, para asistir al herido, cuando éste ya fue conducido
al hospital?
Por último, el inc. 3º, pone una condición para que el mal menor sea un hecho conforme a
derecho. Es que, en todo caso, quien lo produce, debe ser extraño; digamos, extraño, o ajeno a
la situación de peligro. Si el capitán de un buque ha consentido una sobre carga, una carga un
tanto excesiva, y por ello, pueden eventualmente alterarse ciertas condiciones de navegación, de
seguridad, no será ajeno, extraño a una eventual situación de peligro, que le obligara a la
echazón de una parte de la carga, para evitar el naufragio. Claro es, que el mal mayor consistiría
en que el artefacto naval naufragara, o que toda la carga debiera arrojarse al mar; eso es cierto.
Pero también es cierto, que la echazón resultará un acto ilícito, porque al capitán, le será
imputable la consecuencia directa de haber puesto al barco, en situación de riesgo. Si el buque
fue sobrecargado, resultará, conforme al curso normal y ordinario de las cosas, que, tarde o
temprano, ocurrirá el naufragio. De cualquier forma, llegado el momento, se deberá causar un
mal para evitar otro mayor; pero ese estado de necesidad, no será perfecto, sino todo lo
contrario: incompleto, o imperfecto. Esto, dará paso al exceso, conforme lo establece el art.
35. Con motivo de una carrera de autos, unos muchachones resolvieron llegarse hasta las sierras
y, para ir pasando el tiempo de esparcimiento, hicieron un asado; la jornada trascurrió, y
satisfechos con el programa, emprendieron la vuelta. Pero resultó que se olvidaron de verificar si
el fuego estaba completamente apagado. Así, vino un poco de viento, los tizones cobraron
fuerza, esa fuerza hizo un nuevo fuego, y el fuego se transformó en incendio. Desde ya, el
siniestro les será atribuible causalmente Pero no todos regresaron; unos permanecieron, en el
lugar, y se dieron con el incendio. Si causaran un mal menor para evitar la propagación del
fenómeno, no habrán actuado en estado de necesidad perfecto, sino que la justificante será
imperfecta; ello, en virtud de que no fueron extraños al mal mayor, y así, la situación será
resuelta por el art. 35.
Se me realizó otra pregunta: Profesor, ¿tiene derecho a ser reparado el titular del bien sobre
el que recayó el mal menor? Pienso que si es un tercero inocente y, además, sin derecho a
la legítima defensa, ¿en qué queda su situación? ¿Tendrá la obligación jurídica de auxiliar, de
contribuir con su derecho, a la salvación de otro, y además, sin reparación alguna? Si el
necesitado tiene derecho a evitar que el mal mayor destruya sus bienes, lesionando a su vez
los bienes ajenos, me parece que a la obligación de no oponer resistencia para defenderlos,
no podrá agregarse una nueva: la de tolerar ese daño sin reparación alguna. No me refiero al
caso de exceso, sino a la hipótesis en la cual, el hecho es lícito por haber obrado el autor,
dentro de los límites del inc. 3º.
Consideré esta pregunta muy acertada ya que la misma lleva consigo una cuestión jurídica que no
es tan sencilla. Veamos, pero, no sin antes recordar que el Código Civil se ha ocupado del estado
de necesidad y de las eventuales reparaciones que se deban al titular del bien dañado en el art.
1718, que dice: “Está justificado el hecho que causa un daño…c) para evitar un mal, actual o
inminente, de otro modo inevitable, que amenaza al agente o a un tercero, si el peligro no se
origina en un hecho suyo; el hecho se halla justificado únicamente si el mal que se evita es mayor
que el que se causa. En este caso, el damnificado tiene derecho a ser indemnizado en la medida
en que el juez lo considere equitativo”.
Cuando se trata de un caso de legítima defensa, el asunto es algo bien distinto en razón de que el
agresor ilegítimo, se halla obligado jurídicamente a tolerar, a soportar el daño proveniente de un
hecho lícito. Si el agredido evitó su muerte, y causó en defensa propia, la muerte a quien se
proponía matarle, sería un verdadero despropósito que, por haber actuado lícitamente y
conforme a lo que la ley le permitía, debiera hacerse cargo de los gastos funerarios, y que
debiera asumir el deber de indemnizar a la viuda, e hijos, por la muerte que legítimamente
causara.
Para la circunstancia planteada, el estado de necesidad se presenta como una hipótesis sui
generis, porque la agresión del nece7sitado es un hecho lícito que no permite, por ser tal, que
el derecho atacado puede ser defendido legítimamente. Ahora, si el estado de necesidad fuera
tan sólo una causa personal de exención de pena, las cosas serían muy distintas, en razón de que
cuando el autor queda eximido de pena, lo es en relación a un delito que ha cometido, lo cual
supone que el hecho es antijurídico y culpable. Entonces, aquí, se deben, efectivamente, las
reparaciones e indemnizaciones. Pero resulta que el estado de necesidad, por ser una causa de
justificación - donde el hecho es lícito -, se halla al margen de todo eso. Desde luego, si el
necesitado se excediera, el hecho será ilícito, y entonces, las reparaciones serán debidas.
Para dar una solución legal al problema, un sector de la doctrina nacional ha creído conveniente
concluir en el sentido de que el titular del bien dañado, tiene derecho a ser indemnizado
civilmente, y que esa indemnización se halla fundada en razones de equidad, según lo dispone el
art. 907 del C. C.[24]. Según otro punto de vista, quien ha cometido el daño en estado de
necesidad, no debe reparación alguna, en razón de que el C. C. presenta un vacío sobre el
particular[25].
Traigo a colación una pregunta que, al respeto se me hiciera en la clase presencial: Profesor,
estoy pensando que en todo caso, quien resultó muerto, no agredió ilegítimamente a quien le
quitara la vida, y que por ello, la víctima resultó ser, un tercero inocente.
Este es, precisamente, el problema del estado de necesidad exculpante; el problema es que
muere o resulta gravemente lesionado, quien nada hizo. Esclarezco con un ejemplo: A gran altura
y en un andamio, se hallan dos operarios; uno de ellos, advierte que el armatoste, debido al
peso, se desplomará indefectiblemente, y para que ello no ocurra, empuja a su compañero,
quien cae al vacío, y de ese modo, encuentra la muerte. El estado de necesidad exculpante, dice
que este autor, es no punible. El Código actual dice, por un lado, que el hecho es ilícito, y dice
también, que el autor no obró coaccionadamente, porque no hubo amenazas provenientes de la
conducta de otro. La grave situación que estos casos presentan, es la siguiente: Si el hecho es no
punible porque no es delito, ¿de qué manera se resolverá la cuestión civil atinente a las
reparaciones e indemnizaciones? Recordemos, en todo caso, que quien perdiera la vida, era una
persona inocente. ¿Será de justicia que la ley le dijera a la viuda o a los descendientes, que
carecen del derecho a ser indemnizados porque quien quitara la vida no cometió un hecho
punible?
Por estas razones, quizás fuese más conveniente - si es que se quisiera legislar sobre la necesidad
exculpante -, retirar la cuestión de la estructura del delito, y considerarla en el campo de la
pena. Con ello, la necesidad disculpante tendría carácter de una causa personal de exención de
pena; vale decir, el carácter de una excusa absolutoria. Entonces, las reparaciones civiles se
deberán en toda su extensión.
Cuando analizamos el inc. 3º del art. 34, vimos la situación en la que podía encontrarse una
persona que para no morir ahogada en un río cuyas aguas se habían transformado en una
correntada muy peligrosa a causa de las intensas lluvias, había encontrado refugio en una casa, y
lo había hecho sin el consentimiento del morador. Al caso lo examinamos frente al estado de
necesidad, y en efecto, concluimos que el hecho quedaba justificado por dicha justificante. Se
había causado un mal, por evitar otro mayor inminente, al que aquella persona había sido
extraña.
Vamos a suponer que un individuo hubiese dado lugar y tenido, además, un fuerte altercado
verbal con otra, y que dicho altercado ocurriera en la vía pública. Vamos a suponer también, que
unos cuatro o cinco individuos, hubiesen surgido de la nada, y que le dejaran ver sus claras
intenciones de acometerlo por las vías de hecho, de producción inminente. Al comprobar la
situación de peligro para su persona, y antes de que las vías de hecho se manifestaran,
emprendió rápidamente la fuga y, al verificar que la patota - integrada también por el sujeto
del altercado -, lo perseguía a toda carrera, optó, sin más, trepar el muro de una propiedad, y
así poner fin al peligro. De ese modo, ingresó a un domicilio ajeno sin el consentimiento del
morador, con lo cual, cometió el hecho previsto en el art. 150 del Código.
Si tuviéramos que examinar el caso frente al estado de necesidad del inc. 3º, ¿qué podríamos
decir?
Me dijeron en otra oportunidad ante la misma pregunta profesor: Me parece que encajaría
sólo en parte, y que la otra estaría situada más allá de los límites del inc. 3º. Me parece,
entonces, que sería un caso imperfecto de estado de necesidad, y que por lo tanto, el hecho
no resultaría justificado. Sería, no más, un hecho ilícito.
El punto de vista planteado es correcto. Ustedes podrán verificar, en este caso, que aquel
necesitado no fue extraño, ya que había creado culposamente la situación de peligro: Había dado
lugar a un altercado, y con ello, ya no resultaba ajeno, o extraño, como lo exige el inc. 3º del
art. 34.
Sin embargo, y todavía, el hecho puede ser un hecho lícito si se lo examina, ahora, frente al art.
152, en razón de que esta disposición ha previsto una hipótesis especial de estado de necesidad,
que, por ser tal, no se identifica con el inc. 3º, ni se podría identificar, porque las leyes no dicen
dos cosas iguales, sino dos cosas que aunque parecidas y análogas, no son idénticas. Fíjense
que el art. 152, C.P. comprende a quien ha ingresado a un domicilio ajeno sin el consentimiento
del titular, y lo ha hecho para evitar un mal grave a sí mismo. Ya, sin más, señalemos las
diferencias. No se requiere que el mal causado sea para evitar otro mayor e inminente, ni se
exige que el necesitado deba ser ajeno, o extraño. Parece, entonces, que la persona de la cual
nos ocupamos, habrá cometido una violación de domicilio justificada; no ya por el estado de
necesidad común, sino por este otro estado de necesidad especial, regulado por el art. 152.
Sin embargo, las cosas se pueden ir complicando. ¿Qué les parece a ustedes?
Alguien de ustedes podría concluir en que “habría que saber, en todo caso, cuál podría ser la
actitud del dueño de la vivienda quien se encontraba en su propiedad. Y me pregunto a la
vez, por el ejercicio de la legítima defensa”.
Este es el punto, porque, si en efecto, ha ingresado un intruso en las dependencias de la casa,
ello parece indicar, que el titular de la morada puede ejercer legítima defensa para repeler
dicha agresión. El problema consistirá en saber, si dicha agresión, es legítima o ilegítima.
Analicemos el tema:
Ya sabemos que si la agresión es conforme a derecho, el titular del bien atacado, tiene el deber
jurídico de afrontar o de tolerar esa agresión, y no la puede lícitamente rechazar. Si ahora
partimos de la base que aquel necesitado se encontraba en los límites del art. 152, habrá actuado
justificadamente al ingresar a la propiedad ajena y, entonces, por ser tal agresión, una
agresión, lícita, ya no podrá el dueño de la vivienda, reaccionar en legítima defensa, pues ésta
exige que la agresión, el ataque, el acometimiento, sea un hecho ilícito. Es que el obligado a
tolerar o a soportar el ingreso, será, esta vez, el dueño.
¿Qué ocurrirá si, ignorando de la necesidad del intruso, y creyendo que se trataba de un ladrón,
defendiera su derecho razonablemente, y lo hiciera entonces desde la perspectiva de la letra b),
del inc. 6º? La defensa será ilícita, pero habrá concurrido un error de hecho, es decir, que el
morador creyó que la invasión era un hecho ilícito, por ignorar a su vez, el verdadero estado de
las cosas. En una palabra, a la reacción defensiva, habrá que examinarla desde el inc. 1º del art.
34, porque, es seguro, que si ese error no fuera imputable, el dueño de casa será no punible.
Para dar a cada uno lo suyo, digamos: el tercero, se hallará justificado por lo que dispone el art.
152, y el ocupante de la vivienda, será no punible por lo que dispone el inc. 1º del art. 34.
Conflicto entre el deber del testigo, y el deber de observar el secreto profesional.
Cuando la ley impone al testigo la obligación de decir la verdad, toda la verdad, y nada más que
la verdad, le impone la obligación de no mentir, ya que si no observa el deber, comete un
delito que es particularmente odioso, y que se vuelve más odioso todavía, cuando el testigo
miente para perjudicar a quien se halla acusado en sede criminal. Este hecho recibe el nombre
de falso testimonio y encuentra su fundamento en la necesidad que tiene la administración de
justicia de que los jueces reflejen, en sus sentencias, la verdad; en la necesidad de que no se
hallen fundadas en mentiras, ya que si así fuera, la sentencia misma, sería falsa, y no verdadera.
Hay veces en que la ley impone a determinadas personas el deber de callar, esto es, la
obligación jurídica de no decir lo que saben, porque si no callan, y dicen lo que
saben, cometerán, a su vez, el delito denominado revelación de secretos, reprimido por el art.
156 del C.P.. De esto, deducimos que no se puede callar el secreto, y decir toda la verdad, y que
no se puede decir toda la verdad, cuando se conserva el secreto. Si el testigo revela el secreto,
comete un delito; y si no dice la verdad, también comete otro delito. Este es el problema, el
conflicto que se presenta, cuando en un mismo individuo, concurren dos deberes legales, que al
mismo tiempo le obligan, simultáneamente, a hacer, y a no hacer. La cuestión es saber cuál de
ellos prevalece.
Digamos que el deber legal de testimoniar, se halla dispuesto y dirigido a cualquier persona
que conozca algo sobre un hecho; sea por haberlo visto, u oído; incluso, por haber percibido - en
razón de las circunstancias-, olor, o sabor. En cambio, el deber de guardar el secreto, se halla
dirigido a ciertas y determinadas personas que por razón de su estado, oficio, empleo, profesión
o arte, hubiesen tenido noticias de un secreto que no deben revelar. Mientras el conocimiento
que tiene el testigo lo debe revelar, el conocimiento que tiene el restante, no lo debe contar.
Así, Si una persona le ha hecho saber al ministro del culto, y en acto de confesión, que ha dado
muerte a una persona, el ministro será testigo de lo que aquél le trasmitió, pero deberá
abstenerse de revelarlo, así perjudicara a la administración de justicia. O, dado el caso de un
médico que examinando a una paciente descubre de la existencia de un aborto practicado en
tiempo reciente o lejano, deberá guardar silencio. En el mismo orden de cosas, el cliente que
le hace saber a su abogado que tiene relaciones íntimas con una mujer que no es su esposa, no
podrá declarar en juicio, que su cliente es adúltero.
Por cierto, ustedes podrán ir verificando que el deber de guardar el secreto profesional,
no es el ejercicio de un derecho que como tal, se puede ejercer o no ejercer; es un
deber legal de no hacer. Si fuese un derecho, resultaría que el secreto, debería ceder
frente al deber legal de testimoniar. Sin embargo, no es así. Lo que sucede, es que el deber
del testigo, es un deber jurídico general, y la obligación de guardar el secreto, es
un deber jurídico especial que, por ser tal, prevalece sobre el general.
La ley especial, deroga a la general, y entonces, no se aplica esta última, sea el obligado un
particular, sea un funcionario público. Imaginemos que el acusado de un delito, le dijera al
asesor letrado – que es un funcionario público -, que efectivamente, él es el autor del delito por
el que se lo acusa ¿Qué se podría decir de un sistema jurídico que le impusiera a aquel
funcionario, el deber de revelar el secreto? ¿Tendría sentido que se protegiera al secreto, sólo
ante los particulares, pero no ante los jueces?
Nos podríamos preguntar ¿qué podría ocurrir si el autor de un homicidio fuese visto en el
momento de cometer el hecho, por un sacerdote que accidentalmente transitaba por el
lugar?
No vemos que a ese ministro del culto, le asistiera el deber de guardar silencio. Como testigo,
deberá decir la verdad de lo que vio. Me parece que esto está claro. Lo contrario importaría
entender, que el sacerdote, por ser sacerdote, es inhábil para declarar.
Ustedes dirán: pero, ¿qué podría ocurrir si aquel homicida, sabiendo que el sacerdote fue
testigo, se confesara y en ese acto, le hiciera saber que él fue el autor de aquel homicidio?
Esta es una muy buena pregunta. Al respecto sostengo que, como testigo, el sacerdote tenía la
obligación de decir la verdad. Pero ocurrió que como el juez le llamó después del acto de
confesión, el deber de callar prevalece, según ya lo hemos analizado. Si el sacerdote le
trasmitiera al juez la noticia que fue por él conocida en acto de confesión, cometerá el delito
previsto en el art. 156, letra a. Se suele decir que el sacerdote de la Iglesia Católica, se halla en
el deber de silencio, porque así se lo impone el Código de Derecho Canónico. Esto es cierto; pero
el deber de guardar el secreto, se lo impone, legalmente, el art. 156, letra a. El cumplimiento
del deber es una causa de justificación porque así lo establece el art. 34, inc. 4º, y porque así lo
establece el art. 10 del C.C. y C.
Nos preguntemos ahora, si lo que el homicida refirió en confesión, era la verdad, o lo que le
contó al sacerdote, eran nada más que unas cuantas mentiras.
En ambos casos, deberá ser observado el deber del secreto. Si el ministro trasmitiera a los
jueces aquellas mentiras, dará lugar a una sentencia falsa. Y si fuese la verdad lo dicho por
quien se confesó, habrá trasmitido la verdad, pero violando el secreto; es decir, cometiendo un
delito. Pero, ¿no será cierto que en este último caso, la declaración hubiera permitido una
sentencia verdadera? Para responder a esta nueva pregunta, acaso sea necesario y oportuno el
aporte de Carrara: “… y si la justicia pierde los esclarecimientos que ella deseaba del testigo,
justo es que haga ese sacrificio a un principio de moralidad” (Programa, parágrafo 959)[30].
Todo lo dicho es aplicable a los demás sujetos comprendidos en el . 156, letra a, y antes de dar
por concluido el tema, podemos incluir también, a los médicos, quienes suelen protestar contra
los jueces, porque – dicen -, mientras ellos colaboran con la justicia al denunciar hechos
delictivos, los jueces les anulan aquellas denuncias, de manera que - según lo he oído -, en vez
de perseguir a los delincuentes, los jueces persiguen a los médicos. La verdad es que al dialogar
con ellos sinceramente trasmiten un cierto malestar, y muchas veces, hasta tristeza. Lo que
ocurre es que, según percibo, razonan del siguiente modo: si no denuncian, encubren y van
presos; precisamente, para no encubrir ni ir presos, es que formulan la denuncia. Casi, diríamos,
invocan cierto estado de necesidad. Entre ustedes y yo, vamos a procurar que quienes ejercen la
medicina, no se sientan tan fastidiados.
Vamos a suponer que al examinar a una paciente, el médico, sea particular, sea médico de un
hospital público, descubriese que se ha practicado un aborto, y que la patología que presenta,
tiene por causa, la comisión de ese delito. El conocimiento de la existencia del aborto, le ha
hecho nacer, de inmediato, el deber jurídico de no revelar la noticia, porque si lo hace,
comete la infracción prevista en el art. 156, letra a. A esto, los médicos lo entienden, y lo
comprenden; pero resulta ser, que invocan la disposición del art. 277, que les obliga a denunciar,
y aquí es donde se les presentan los problemas, las angustias, y los fastidios. Por un lado, según
lo entienden, se hallan obligados a callar, y al mismo tiempo, por el otro, a denunciar. Es más o
menos lo que ocurría con el deber de guardar silencio, y el deber de testimoniar.
¿Qué le diremos entonces a los médicos? Le diremos que cuando tienen noticias en virtud del
ejercicio de la profesión que el paciente ha cometido un delito, a eso, no lo deben decir a
nadie; lo deben callar. Un médico atiende a un herido de arma de fuego; es decir, que ha sido
víctima de ese hecho por haberlo cometido un tercero en su perjuicio. A esto, hay que
denunciarlo, ya que de lo contrario, se convertirán en encubridores. Pero resultó ser, además,
que aquel paciente le contó al profesional, que la herida de bala se produjo cuando pretendía
cometer un robo; que la lesión la ocasionó la víctima que extrajo un arma, y que para
defenderse, le disparó.
En este caso, ¿qué se debe decir, y qué se debe callar?
Lo que el médico le debe referir a la autoridad, es que atendió a un herido de arma de fuego, y
nada más; el resto del cuento, mutis. En este caso, habrá observado el deber de callar, y el
deber de denunciar. Al secreto lo que es del secreto, y a la denuncia lo que es de la denuncia.
Habrá observado así, los dos deberes, y no será encubridor de nada, ni revelador de secretos
ajenos. Habrá cumplido entonces, con las dos obligaciones, y habrá hecho lo que la ley le manda.
La regla pues, será la siguiente: Cuando el paciente se presenta como víctima de un delito,
corresponde la denuncia; ello, porque la justicia tiene interés en perseguir a los autores; tiene
interés en juzgarlos, y tiene interés en condenarlos o, en su caso, interés en absolverlos. El
médico pues, cuando omite denunciar cuando debe hacerlo, lesiona todos esos intereses, y
entonces se convierte en encubridor.
Acaso ¿no es cierto que también tiene interés el Estado en perseguir a aquel paciente que le
confesara su delito al médico?
Esta reflexión es muy oportuna. Pero sucede que si el médico se hallara obligado en este caso a
denunciar, al secreto profesional lo habríamos derogado. Resultaría así, que aquella mujer que se
había practicado un aborto, preferirá ser atendida por una curandera, y no por un médico, en
razón de que este último formulará la denuncia. Al menos, confiará en que la
curandera, guardará un prudente silencio, porque no tendría mayor sentido, que ella denunciara
su propio delito consistente en ejercer la medicina de modo ilegal, Al menos, tendrá en su haber,
esta seguridad. No dejemos de pensar, por otra parte, que aquella misma mujer, para evitar ser
denunciada por el médico, muy probablemente pondrá en serio peligro la vida, o la integridad
personal.
Traigamos algún caso imaginario: Se trata del médico que atendió a aquel herido de arma de
fuego que le refirió haber sido lesionado cuando se proponía cometer un robo a mano
armada. También pienso en la mujer que se practicó el aborto, y pienso en la denuncia que
formularan aquellos profesionales. Podemos pensar en que denunciaron algo que no debían
denunciar, porque la ley les mandaba que conservaran el secreto. ¿No parece cierto que si
los profesionales creyeron que la ley les obligaba denunciar, obraron en error de derecho?
Les diré que es exactamente lo que eso ocurre, porque si el profesional denunció, y la ley le
obligaba a guardar silencio, habrá cometido un hecho ilícito que, además, se presenta culpable, y
con ello, el delito del art. 156 letra a, se habrá consumado. He aquí otro caso, donde todo indica,
el tiro salió por la culata. Para colmo, el error que padeció el médico, no fue de hecho, sino que
al ser de derecho, nos encontramos con que, según lo indica la regla del art. 8 del C.C. y C., no
beneficia sino que perjudica. Resultará de este modo, que los comprendidos por la denuncia,
podrán querellar al médico por el delito en cuestión, y éste deberá las indemnizaciones del caso
y, para peor, tengamos en cuenta que esta infracción, tiene prevista pena de inhabilitación. Con
todo lo planteado, uno puede imaginarse las angustias, los desvelos y demás preocupaciones de
los médicos.
Pero fíjense ustedes en lo curioso de este caso, y en las inquietudes que nos sugieren los
médicos. Generalmente, quien invoca el error de derecho, lo hace para quedar eximido. De este
modo, una persona ha portado un arma de fuego de uso civil sin permiso, y ha estimado que la
situación quedaba resuelta a su favor, cuando invocó no saber que el permiso era necesario. O el
caso de otra persona que lavó la vereda de su casa, y dijo creer que ello estaba permitido. Lo
curioso del caso de los médicos radica en que el error de derecho que invocan, es precisamente
excepcional: es al revés, ellos invocan, de modo expreso, haber hecho lo que creían, la ley
les mandaba. Habrán, creído, y en una palabra, haber cumplido con un deber legalmente
impuesto; habrán estimado actuar la ley. Nos preguntemos, ahora, si una persona puede cometer
un delito por haber creído observar, como en esta hipótesis, un mandato legal dentro de los
límites que son impuestos por la misma ley.
Sin perjuicio de que a estas cuestiones las veamos detenidamente en la culpabilidad, diremos
ahora, que la buena fe del médico, no importó haber obrado, ni mucho menos, con intención
de dañar los derechos de otro. Y esto sirve para situarlos, en base a la buena fe, en los límites
que le son propios y exclusivos de la culpa. Si ustedes verifican ahora que la revelación de
secretos es una infracción dolosa y no culposa, el hecho se presentará atípico, y con ello, sin
pena. Diremos que ese error de derecho, los condujo a cumplir con la obligación legal, pero
excesivamente. Así, diremos que el hecho fue ilícito y culposo, pero que por no hallarse prevista
la revelación culposa del secreto profesional, el hecho resulta impune.
Adviertan que este caso, no se superpone con el anterior, porque aquí se obró dentro de los
límites de una causa de justificación; en aquél, por error de derecho.
Traigo a colación una pregunta que tiene que ver con la defensa de terceros, y el estado de
necesidad: Cuando el necesitado causa un mal para evitar un mal mayor que ocurrirá en
relación a los bienes de terceros, ¿no sería una hipótesis de defensa legítima?
Esta sería una pregunta sutil. Cuando el tercero procede a la defensa de los bienes ajenos, dirige
su reacción defensiva en contra del agresor ilegítimo, y lo hace para impedir, o para rechazar la
agresión. En cambio, en el estado de necesidad, la causación del mal menor – aunque usted
pueda decir que la finalidad es la defensa del bien ajeno en peligro -, las cosas funcionan de
modo muy distinto, sencillamente porque el necesitado es el agresor, es quien agrede, pero lo
hace lícitamente. Cuando el estado de peligro para el bien ajeno no es atribuible a nadie, sino a
una situación que no responde a un comportamiento humano, entonces quien precisa causar un
mal menor, se hallará habilitado por el estado de necesidad, y no por la defensa legítima. Es
claro que siempre algo resulta defendido pero si no hay agresión ilegítima, no hay legítima
defensa. En el estado de necesidad, el bien se salva por medio de la comisión del mal menor.
Revelación del secreto dispuesto por la ley. Un caso singular: El agente encubierto, ley
23.737.
La ley 23.737 dispone que cuando en la investigación de los delitos relativos al tráfico de
estupefacientes sea necesario recurrir a un agente encubierto, el juez de la causa procederá a su
nombramiento, para que dicho agente se infiltre en una organización delictiva, y
procure impedir la consumación de los delitos, y la detención de los integrantes de dicha
organización. Sin perjuicio de que en su momento nos detengamos en el respectivo análisis, es
oportuno considerar algunos aspectos que hacen al deber de guardar el secreto.
Diremos que la designación efectuada por el juez, debe mantenerse en estricto secreto, según lo
dispone el art. 31 bis, y que ello comprende al propio juez, y al funcionario público que ha sido
designado. Sin embargo, existe una hipótesis, donde el agente, debe revelar el secreto, pero,
podríamos decir, es una revelación muy singular, porque la debe hacer, confidencialmente, a
otro juez que ignora, desde luego, su calidad de encubierto.
En razón de que el agente puede cometer delitos que se hallan al amparo del ejercicio del cargo,
puede ocurrir que por la comisión de esos delitos, resulte detenido e imputado y que, por ello,
sea necesario que el juez actuante deba conocer su calidad. Cuando éste fuera el caso,
establece el art. 31 ter., que el encubierto se lo hará saber confidencialmente, y el juez
resolverá sin develar la verdadera identidad de aquél. Este es un caso singular en el cual, la
revelación constituye un hecho lícito, llevada a cabo en cumplimento de la ley que ha dispuesto,
en el propio beneficio del agente encubierto, y para la seguridad de su cometido, que no
conserve el secreto, y que lo devele ante un juez, quien a su vez, deberá conservar dicho
secreto.
Si nos preguntamos ahora si el encubierto se halla obligado legalmente a declarar como testigo
sobre lo que tomó conocimiento en el ejercicio de su cargo, diremos que no tiene impedimento,
porque declarará como testigo no ya con su falsa identidad, sino haciéndolo con su verdadera
identidad. He aquí un caso, donde la ley misma es la que obliga a revelar el secreto.
Con el objetivo de reparar en cuestiones centrales de los planteos realizados hasta aquí,
los invito a pensar y responder las siguientes preguntas aplicando circunstancias de la
realidad.
1. ¿En razón de qué el estado de necesidad es una causa de justificación?
2. ¿Qué carácter tiene la agresión en el estado de necesidad?
3. El agredido, ¿puede ejercer legítima defensa?
4. ¿Puede ejercerla en la hipótesis el art. 152?
5. La fórmula del inc. 3º del art., 34, ¿Contiene algún elemento subjetivo?
6. El mal que se quiere evitar, ¿debe estar produciéndose?
7. ¿Admite el estado de necesidad que se pueda quitar la vida a una persona, para salvar la
propia existencia?
8. ¿Qué ocurre si el necesitado no es extraño?
9. ¿Está obligado jurídicamente el necesitado, a causar el mal menor?
10. El agredido, ¿es inocente? ¿y el agresor?
11. ¿Qué es el estado de necesidad exculpante?
12. ¿ Es posible que la revelación del secreto profesional sea justificada?
Ejercicio de la medicina.
El hecho típico queda igualmente justificado, si el autor reúne las condiciones exigidas por la
ley, para ejercer la medicina. No las reúne, quien carece de título y de autorización o, por haber
excedido los límites de la misma, anuncia, prescribe o aplica habitualmente medicamentos, o
lleva a cabo cualquier medio destinado al tratamiento de las enfermedades de las personas,
según lo dispone el art. 208 del Código. .
De manera pues, el primer requisito que supone el ejercicio legítimo de la medicina, es que
quien la ejerce, tenga título profesional de médico, odontólogo, bioquímico, y demás títulos
profesionales comprendidos en la ley 17.132[31].
Sin embargo, no es suficiente el título, sino que es necesario, la respectiva matriculación, sin
la cual, el ejercicio es ilícito. Igualmente lo es, cuando el interesado hubiera sido suspendido en
la matrícula, o la misma hubiese sido cancelada, sea por retiro, por jubilación, sea porque el acto
cancelatorio, temporal o definitivo, fue impuesto como sanción disciplinaria, o cuando hubiese
recaído sentencia penal condenatoria firme, que hubiese impuesto la pena de inhabilitación. Si el
título es anulado o invalidado, ello determina que la `matrícula quede igualmente invalidada, y
entonces el ejercicio será ilícito (art. 15). Sin embargo, aun en estos casos, la conducta típica
podrá hallarse justificada por estado de necesidad, según el inc,. 3º del art. 34.
Veamos en qué se traduce el ejercicio de la medicina. Según el art. 2 de la referida ley, el
mismo importa el anuncio, la prescripción, la indicación o la aplicación de cualquier
procedimiento directo o indirecto de uso en el diagnóstico, pronóstico o tratamiento de las
enfermedades de las personas, o a la recuperación, conservación y preservación de la salud.
En cuanto a la relación médico paciente, es indispensable un acto voluntario de este último
último (C.C. y C., art. 260), para que el profesional pueda practicar el acto médico de que se
trate. No es lícita la actividad médica, sin que medie aceptación, expresa o tácita por parte del
interesado. Fíjense ustedes que en realidad, el ejercicio de la medicina, no es autónomo de por
sí, sino que precisa ser complementado por el consentimiento. Claro que ésta es la regla, y que
como regla, tiene sus excepciones. El médico no precisa de la aquiescencia de nadie, cuando la
ley le obliga a que ponga en práctica su profesión en casos de inconciencia, alineación mental,
lesiones graves por causas de accidentes, tentativas de suicidio, o de delitos. Salvo en estas
hipótesis, el médico tiene el deber jurídico de respetar la voluntad del paciente, sea en cuanto a
su negativa a tratarse, sea en cuanto se halle dirigida a internarse (art. 19 de la citada ley).
Veamos qué ocurre en la intervención quirúrgica mutilante: desde luego, es preciso el
consentimiento del paciente, cuya conformidad debe manifestarse documentadamente, salvo
cuando la inconciencia, alineación o por la gravedad del caso no admitiera dilaciones. Si el
cuadro admite dilación, y el paciente fuera incapaz, el médico requerirá la conformidad del
representante del incapaz (art. 19).
Se preguntarán, profesor, ¿qué ocurre en las operaciones tendientes a modificar el sexo
de las personas?
Fíjense que el art. 91 del Código, considera que la lesión es gravísima, cuando con ella, se ha
causado la pérdida de la capacidad de engendrar o de concebir. Precisamente, con el cambio de
sexo, es posible que se pierda dicha capacidad. A los médicos les está prohibido efectuar dichas
modificaciones, de manera que si las llevaran a cabo, el hecho será ilícito y en su caso, punible,
salvo cuando hubiesen recibido una autorización judicial al respecto, según lo establece de modo
expreso, el art. 19 de la ley.
En síntesis, podemos decir que el ejercicio de la medicina, es una causa de justificación cuya
actividad legítima se halla subordinada al consentimiento del paciente, sin el cual, como regla,
determinará que el hecho del profesional se torne ilícito. A título de excepción, el médico
puede actuar por sí mismo; esto es, prescindir de dicha conformidad, en los casos que hemos
analizado, hipótesis que pueden, eventualmente, coincidir con el estado de necesidad. Pero si
no hubiera correspondencia, y la ley sobre el ejercicio de la medicina exigiese menos de lo que
requiere el inc. 3º del art. 34, se aplicará esta ley, por ser el estatuto particular. En todo caso,
la norma especial, deroga a la general.
Pensemos ahora, ya que analizamos el ejercicio de la medicina, en una operación para
separar siameses. Nos informamos de tanto en tanto, que mueren en la misma intervención
médica, o a muy poco tiempo de ser separados.
Separación de siameses.
La pregunta se adecua al tema que nos preocupa, y es cosa cierta, que los siameses puedan
perder la vida en la operación, o con posterioridad a ella, en un tiempo muy cercano que no
supera una, o un par de semanas. Procuraré dar respuesta a esta inquietud.
Por lo general, este tipo de intervenciones se llevan a cabo cuando los mellizos se hallan
todavía en la niñez; hay, sin embargo, algunos casos, donde la separación – lamentablemente
sin éxito -, ha sido llevada a cabo en edad adulta.
Hay veces que el problema a superar, queda limitado solamente, a la separación física, en
razón de que los mellizos nacieron anatómicamente completos. Así, cada uno tendrá sus órganos
respectivos, de manera que ocurrida la separación, la vida será independiente en todos sus
aspectos. Por eso decimos, el problema, con ser serio, queda limitado a una cuestión
enteramente física.
Las complejidades jurídicas se pueden presentar, toda vez que un hermano hubiese nacido
sin corazón, sin hígado, o sin riñones, y por ello, tuviese que vivir de su gemelo. Su estructura es,
sin ninguna duda, incompleta y aquí vienen los problemas, porque, ¿puede el médico procurar la
separación en esas condiciones? En verdad, sabe que la intervención quirúrgica determinará la
muerte del hermano incompleto, y sabe, desde luego, que esa muerte le será imputable a título
de autor, en razón de haber matado a otro. En suma, la muerte, le será imputada en su
aspecto material, y en su aspecto subjetivo.
Pero si el médico no interviene, ¿no será cierto que los siameses terminarán muriendo?
Es probable que en un futuro próximo o no tan próximo, así sea; hay siameses que han vivido
por más de treinta años, y se han pasado toda su vida, viajando en tren por casi todos los estados
norteamericanos, por haberse asimilado a la actividad circense.
Si el peligro de muerte no es actual o inminente, el programa de las dos justificantes
mencionadas, no se abrirá o, en su caso, se cerrará. No vemos que el hecho del médico pueda ser
considerado lícito en este caso. Lo contrario sería conceder a este profesional, derecho a matar.
La única vía posible de no punibilidad, sería la exculpación, pero, vimos en su oportunidad, que
la necesidad disculpante aun no ha recibido, entre nosotros, sanción legislativa.
En síntesis, la separación de siameses es un hecho lícito cuando de ello pueda,
razonablemente, estimarse fundadamente, un pronóstico de vida independiente, lo cual supone,
tener aptitud vital para ello. Puede que quizás, uno de los mellizos prestara su consentimiento
para la separación, y entonces expresara su voluntad de morir. Tampoco podrá esta decisión,
justificar la actuación del médico, porque al ser punible la eutanasia, el hecho seguirá siendo
igualmente ilícito, y punible. ¿Qué ocurrirá si el mellizo completo prestara su consentimiento, y
el incompleto se opusiera a la separación? El médico no podrá practicar la separación, pues es de
su conocimiento, que el incompleto morirá.
Es posible también, que el médico hubiese actuado con culpa, en cuyo caso será responsable
por esta forma de culpabilidad. Puede que también, el hecho no sea imputable culposamente.
Esto ocurre, cuando el error de hecho, es esencial, e invencible. Al respecto, tengo presente, un
caso que dio la vuelta al mundo. Me refiero a aquellas dos siamesas, unidas por las cabezas, de
más de veinticinco años de edad, que consintieron en ser separadas. Lo cierto fue que durante el
desarrollo de la operación, los médicos recién advirtieron, que por la edad, los huesos habían
experimentado la calsificación adecuada para esa edad, y que por ello, la separación no podía
ser llevada a cabo. Lo cierto fue, que aquellas siamesas murieron durante la intervención. Este es
un caso de culpa, en razón de que el desconocimiento del verdadero estado de las cosas, se
debió a una negligencia culpable de parte de quien estaba obligado a conocer con certeza, el
estado de las cosas.
En suma; cuando se trate de siameses completos, la separación será un hecho lícito; será
ilícito por culpa, cuando se hubiese obrado con imprudencia o negligencia. Será un hecho no
imputable por culpa, cuando el verdadero estado de las cosas no se hubiera podido conocer
porque su conocimiento era imposible, o muy difícil. La separación será ilícita e intencional,
cuando se conociera que uno de los siameses morirá, o se dudara entre la vida o la muerte.
Eutanasia
En el estado actual de cosas que se deriva de aquellas legislaciones que han considerado la
impunidad del médico, podemos decir que la eutanasia se halla reservada al ejercicio de la
medicina, como acto mediante el cual, el profesional, da muerte, mata, a un cierto y
determinado enfermo, y bajo ciertas y determinadas condiciones. En consecuencia, es punible el
mismo médico que se aparta de las normas que regulan ese determinado acto, y es punible por
lo tanto, el hecho ejecutado por particulares.
Aquel mismo estado actual de las cosas, permite distinguir entre: eutanasia, homicidio a
pedido, homicidio piadoso a pedido, y el homicidio piadoso no pedido. Entre nosotros, las tres
formas son hechos ilícitos, y punibles, en razón de que, específicamente, no se halla dispuesta
atenuación alguna. Digamos, frente al homicidio del art. 79, que la pena allí prevista, no se
modifica en abstracto, sin perjuicio de que al individualizarla, el juez considere la concurrencia
de atenuantes, en razón de los motivos que impulsaron al autor para cometer el delito. El
Proyecto de 1960, en su art. 115, se ha ocupado expresamente de la cuestión, y establece que el
homicidio es atenuado, cuando el autor ha obrado movido por un sentimiento de piedad, y mata
a un enfermo o herido grave y probablemente incurable ante su pedido insistente, y serio.
Según vimos, en la legítima defensa, y en el estado de necesidad, encontrábamos conflictos
de intereses, conflictos que también se presentaban en el aborto terapéutico, lo cual permitía
que el hecho ejecutado dentro de los límites respectivos, fuera conforme a derecho.
Si ahora nos preguntamos por el conflicto que pueda presentarse en la eutanasia, tendremos
que decir que aquí, no hay conflicto alguno. No hay un derecho atacado ilegítimamente; no hay
que causar un daño para que no ocurra otro mayor. No hay en consecuencia, una vida que salvar,
ni una muerte que evitar. Por el contrario, en la eutanasia, el autor mata a otro, en razón de que
éste no quiere vivir, y quiere poner fin a su existencia. Diremos entonces, que para evitar que el
necesitado de muerte, viva, se le quita la vida. En cierta forma, la eutanasia es un estado de
necesidad, pero al revés. Y así como en el aborto terapéutico, la muerte de la persona por nacer
era en frío, en la eutanasia el homicidio es también ejecutado en frío. El fundamento se halla
pues, en la voluntad de morir, cuando a causa de ciertas enfermedades, el fin de la existencia se
halla próximo, porque no hay ya, esperanzas de vida. En suma, la eutanasia, tal cual hoy se la
concibe en Holanda y en Bélgica, es un contrato mediante el cual, una de las partes asume el
deber de morir, y la restante, el deber de matar; el derecho a que otro quite la vida, y el
derecho a privar de la vida a ese otro. Desde luego, no se requiere que el
profesional cumpla este deber contractual por sentimientos de piedad, u otro análogo.
Tampoco se requiere que el hecho sea a título gratuito, por lo que cabe, sea un contrato
oneroso.
Aquí también, se habla del derecho legítimo de morir o a morir, que tienen las personas, y la
obligación que tiene el Estado de proteger ese derecho, mediante la muerte. Es cierto que no se
puede oponer a semejante punto de vista, aquello de que Dios da la vida, y que Dios la quita, en
razón de que este punto de partida, ya importa un punto final. Las cosas no quedarán
resueltas, aunque el principio pueda ser muy válido para quienes profesan la fe religiosa católica
romana, pero no para quienes sostienen, también como principio y fin, que la vida es de cada
uno, y que cada uno puede disponer de ella; todo, porque la persona es la dueña de su
existencia.
Por nuestra parte, pensamos que al no resolver la eutanasia conflicto alguno entre víctima y
quien mata, carece de fundamento para que se le pueda reconocer fuente de licitud.
¿Puede la persona cuya muerte se encuentra ya, muy próxima, ejercer el derecho de morir,
como hecho natural? ¿Podrá decirle no a los médicos? A su vez, éstos, ¿se hallarán obligados
a poner fin a los procedimientos terapéuticos tendientes mantener con vida a quien firmemente
tiene voluntad de que su vida se apague? Recordemos, entre nosotros, lo que dispone la ley 17.
132, en su art. 19 como regla general: “los médicos se encuentran obligados a respetar la
voluntad del paciente en cuanto a su negativa de tratarse o de internarse”. Es manifiesto pues,
que con el cumplimiento de este deber legal, los profesionales no matarán a nadie, ni ayudarán
al suicidio, sino que, en base a aquel deber, nada deberán hacer, porque el derecho de no
tratarse, prevalece sobre la obligación que se halla dirigida al profesional. En estos asuntos,
tiene valor inestimable, un documento emanado del Vaticano que expresa: “La renuncia a medios
extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la
aceptación de la condición humana ante la muerte”[32].
Aborto eugenésico
El aborto eugenésico, no punible, supone, según lo establece el art. 86, inc. 2º, que una
mujer idiota o demente se encuentre embarazada; que el embarazo proviene de una violación, o
de un atentado al pudor, y que antes del aborto, medie consentimiento de su representante
legal. A diferencia del aborto terapéutico donde se exigía hubiese peligro para la vida o para la
salud de la madre, en el analizamos, esta circunstancia no es necesaria. Basta con que los
requisitos enunciados concurran, para que el aborto sea no punible; esto es, un hecho lícito.
¿Cuál es el fundamento de esta disposición que fuera desconocida en nuestros antecedentes
anteriores a 1921? Digamos que en esta hipótesis de no punibilidad, no se encuentra ningún
conflicto como causa capaz de generar en el legislador, una razón suficiente mediante la cual,
deba decidir el sacrificio de la criatura que está por nacer. Su presencia obedece a la eugenesia,
es decir, a lo que hace a la aplicación de las leyes biológicas de la herencia, al perfeccionamiento
de la especie humana. Lo que se quiere pues, es evitar la contaminación de la raza. Esto que
decimos, se puede verificar en los fundamentos para justificar la presencia de este aborto en la
legislación argentina: “es indispensable – se dijo -, que la ley deba consentir el aborto cuando es
practicado con intervención facultativa, a los fines del perfeccionamiento de la raza”[33].
Para llevar a cabo este tipo de práctica, la mujer violada y embarazada, debe ser idiota o
demente; es decir, una persona que, a causa de su enfermedad mental, no pudo comprender el
significado del acto sexual, y que por padecer de insuficiencia de las facultades mentales, o
alteración morbosa de las mismas, puede trasmitir a su hijo esas patologías. Como ustedes
advertirán, se trata de una presunción absoluta que, por ser tal, no admite prueba en contrario.
Mientras tanto, nos podemos preguntar lo siguiente: ¿Qué ocurrirá cuando el violador fuera
persona demente o idiota? En este caso, el aborto será punible, en razón de que para la ley, lo
que cuenta es la mujer violada, y no el hombre violador.
¿Qué puede ocurrir cuando la mujer, aunque enferma mental presentase sólo un cuadro de
debilidad mental que no le impidiera la comprensión de lo que hace, y de hacer lo que quiere?
La inquietud viene, porque en el aborto eugenésico es necesario el consentimiento del
representante. Pero como puede ocurrir que la débil mental se oponga al aborto, y el
representante legal lo consintiere, pensamos que frente a estos dos intereses contrapuestos,
debe prevalecer el de la madre. Desde luego, el facultativo no se halla obligado legalmente a
practicar el aborto: Tal como ocurría en el terapéutico, le asiste del derecho de ejercerlo, o no
ejercerlo.
A modo de reflexión sobre la magnitud del tema, traigo a colación lo que alguna vez hemos
oído decir acerca de que la madre de Betthoven era enferma mental; y también hemos oído
decir, que el genio de la música universal, era el hijo que su madre concibiera a raíz de una
violación.
Diremos por último, que el representante legal, cuando presta su consentimiento, ejerce
legítimamente un derecho que la ley le acuerda (C.C. y C. Civil, art. 10,, y C. penal, art. 34, inc.
4º). Es el llamado a decidir sobre la vida y sobre la muerte de una persona por nacer. En cuanto
al médico, diremos que si practica el aborto, habrá ejercido legalmente, su profesión.
¿No parece entonces, que la presencia de este aborto impune resulta inexplicable en el
Código?
Resulta francamente inexplicable. Más todavía, que la fuente de la disposición hubiese sido
un anteproyecto de origen suizo. Y más todavía; fíjense que para la época de la sanción del
Código, las ideas sobre la pureza de la raza, no habían tenido la fuerza que tuvieron en Alemania
a partir de 1933, con el advenimiento del nacional socialismo al poder. Fíjense ustedes las
razones que tuvo en cuenta el legislador argentino al citar, y transcribir párrafos como los
siguientes: “es la primera vez que una legislación va a atreverse a legitimar el aborto con fin
eugenésico, para evitar que de una idiota o enajenada, nazca un ser anormal o degenerado.
¿Qué puede resultar de bueno de una mujer demente o cretina?[34].
Allanamiento de morada
Supongamos al respecto, que un policía, designado por la autoridad competente, y que asumió el
cargo, procediera, sin ejercer, ni practicar un acto funcional, a ingresar a un domicilio,
desprovisto de la correspondiente orden judicial. Lo primero que se nos viene a la cabeza, es que
el policía habrá cometido el delito de allanamiento ilegal de morada ajena. Sin embargo, habrá
que saber si el hecho respondía a un acto de autoridad, o si lo hizo tan sólo para buscar
resguardo momentáneo, de una lluvia intensa, y permanecer bajo el alero de una construcción
perteneciente a esa propiedad. Este hecho será, desde luego, un hecho ilícito, en la medida en
que no concurriera el estado de necesidad del art. 34, inc. 3º, o del art. 152. Ahora,
el allanamiento será ilegal, si aquel funcionario, al verificar desde la vía pública que en el
interior de un domicilio se traficaba presuntamente con estupefacientes, procediera a irrumpir
en dicho domicilio, sin la orden judicial de allanamiento. El ingreso constituirá allanamiento
ilegal, porque el secuestro de la prueba del delito, o la detención de personas, es un acto
de autoridad, y precisa ser legitimado por dicha orden o, en su caso, por el consentimiento del
titular del derecho. Si en este lugar, el funcionario estuviera obligado a ejercer autoridad
funcional, precisará una orden de allanamiento que, desde luego, no podrá ser emitida por
cualquier agente público, sino, única, y exclusivamente, por un juez con competencia para
emitirla.
Fíjense lo que al respecto, dispone la Constitución de Córdoba, en su art. 45, al establecer
que el domicilio es inviolable y que sólo puede ser allanado con orden escrita y determinada por
juez competente, la que no se suple por ningún otro medio. Pero también habrá que tener en
cuenta al art. 152 del Código penal, cuando establece que el hecho es lícito, cuando el ingreso al
domicilio ajeno, lo hace, por ejemplo, un funcionario sin orden judicial para evitar un mal grave
a los moradores o a un tercero, o si lo hace para cumplir con un deber de humanidad. El
allanamiento es ilícito y punible, cuando el ingreso a la morada se efectúa sin las formalidades
que las leyes prescriben, según lo establece el art. 151. Pero si se lo hace al amparo de una causa
de justificación, el hecho es lícito. Fíjense, también que el art. 151, es una hipótesis de licitud,
que es, incluso, más amplia que el estado de necesidad.
Sin embargo, hay hipótesis de gravedad suma, en las cuales la entrada al lugar por parte de
la autoridad, constituye un hecho permitido por la misma ley. Aquí, el ingreso, es lícito. Hay
casos que, al respecto, encierran en buena medida, hipótesis particulares de necesidad, o de
estado de necesidad. No parece que frente a un incendio, a una inundación u otros estragos, que
amenazan la vida de los moradores, o la seguridad de la propiedad, todavía la ley estableciera la
prohibición de entrar a dichos sitios, sin la orden de allanamiento. Tampoco, cuando frente a una
denuncia que extraños han sido vistos ingresando a un local con indicios manifiestos de ir a
cometer un delito, o cuando voces provenientes de una casa, anunciaran que allí se está
cometiendo un delito, o cuando de aquel sitio, se pidiera socorro. ¿Qué hacer con aquel sujeto
que es perseguido para su aprehensión por un delito grave, y se introdujera en un local? La
autoridad se halla expresamente facultada para el ingreso, sin necesidad de orden judicial
alguna. En estos casos, el Código Procesal de Córdoba, establece que el ingreso sin orden es
un hecho lícito.
Resistencia a la autoridad
Particularmente, consideramos necesario, tener presente al delito previsto en el art. 239 del
Código. Todo consiste aquí, en resistirse a un funcionario público que actúa en el legítimo
ejercicio de sus funciones; vale decir, oponerse a que pueda ejercer la función que le es propia;
sea porque se propone ejecutar un determinado hecho funcional, sea porque ha comenzado
a ejecutarlo. ¿Qué puede ocurrir si aquel funcionario, actuara de un modo ilícito, de
manera que su acto fuera de pura, e intolerable prepotencia? Diremos que el cargo fue ejercido
contra la ley y que la función deberá ser considerada como un acto de arbitrariedad. Y diremos
que el hecho, así ejecutado, fue ilícito. En este caso, la eventual resistencia, será lícita, y la
reacción que opusiera quien se resistió a la ejecución del hecho, será un acto de legítima
defensa. Ello, porque cuando el ejercicio de la autoridad pública, es ejecutado ilícitamente, no
existe el deber de tolerar o de soportar la lesión al derecho ofendido. Lo contrario, supondría que
el ciudadano debería estar obligado aun, a no resistirse, y a obedecer órdenes o hechos
contrarios a la ley. Estaría obligado a no reaccionar de modo lícito. Entonces, la autoridad ya no
tendría límites, y eso, precisamente, es lo no quiere, ni la Constitución, ni la ley. ¿Qué se podría
decir de un sistema jurídico que impusiera a las personas el deber legal de obedecer a un
funcionario que ha violado la ley? ¿Qué se diría de ese sistema que no impone límites al ejercicio
de la autoridad pública? Se podría decir que aquel sistema, impuso, sin más, el deber de
obedecer a un delincuente. Un sistema que impone límites al ejercicio de la autoridad pública
dirá: cuando el funcionario actúe la ley, debe ser obedecido y no resistido; y que cuando su acto
sea ilícito, dirá lo contrario, en razón de que el funcionario, al transgredir la ley, habrá
traicionado la confianza que oportunamente se depositara en él, para que fuera un celoso
guardián del orden jurídico. Reparemos nuevamente, que el art. 239, hace referencia al legítimo
ejercicio del cargo.
Por lo que decimos, todo ciudadano tiene, entonces, el derecho de estimar, de juzgar si el
funcionario público actúa en el legítimo ejercicio del cargo, o si lo hace de modo contrario a la
ley. Si llegase a estimar que el acto era ilícito, y en efecto lo era, la desobediencia, o la
resistencia, serán lícitas. Mas si creyese que el acto era contrario a la ley, y resultó ser que era
conforme a ella, la desobediencia y la resistencia serán ilícitas y punibles, porque el error o la
ignorancia en que incurrió el ciudadano, no vuelve, por ello, ilícito el acto del funcionario que
era conforme a la ley. La resistencia será, pues, ilícita, y punible. Y si en vez de creer, dudara
sobre la ilicitud del comportamiento funcional, y opusiera resistencia, las cosas no se habrán
modificado, pues si el acto de la autoridad era conforme a derecho, la reacción será ilícita. Mas
si el acto funcional, era ilícito, esa duda ya no contará, porque al tener ese carácter daba lugar
a una lícita reacción defensiva.
Vamos a suponer que un ladrón huyera con la cosa hurtada, y que fuera perseguido por una
mujer policía que le diera alcance y que procediera a la detención, si aquel ladrón juzgase que el
procedimiento policial era ilícito porque no se trataba de un caso de flagrancia, y por ello
opusiera resistencia, el hecho del malviviente constituirá resistencia ilícita y además punible,
porque según el Código Procesal de Córdoba, hay flagrancia no sólo cuando el hecho se está
cometiendo, sino que también existe, cuando inmediatamente después de cometido, el autor
tuviera la cosa en su poder ( art. 276). Y si suponemos que la ley procesal de Córdoba, nada
hubiese dicho al respecto, entonces comprobaremos que aquella mujer policía, obró dentro de
los límites del art. 2240 del C.C. y C. que ya hemos analizado, y que igualmente la resistencia
será ilícita. Ahora, puede suceder que, para evitar la detención, el maleante cubriera a tiros su
carrera, y motivara la necesidad en quien representaba la autoridad pública, de hacer uso de su
arma. Así, estará en legítima defensa, porque habrá obrado en su propia defensa. Si en esas
circunstancias el ladrón cayera muerto, el hecho se hallará justificado; primero, porque el
ejercicio del cargo fue un acto lícito, y porque se causó la muerte, mientras se defendía la vida,
o la integridad personal. He aquí un caso donde concurren dos causas de justificación:
Si a su vez, uno de los disparos que efectuara el ladrón hiriese o quitase la vida a la funcionaria,
entonces las cosas serán distintas, no sólo porque el ladrón era el agresor ilegítimo, sino porque
la mujer policía obraba en el ejercicio legítimo del cargo, y también, porque lo hacía en defensa
propia. El ladrón habrá cometido, dicho rápidamente, y a los fines que aquí interesan, dos
hechos delictivos: resistencia a la autoridad, y homicidio.
Deber de obediencia.
No volveremos sobre la vieja cuestión de si la obediencia debida es una hipótesis de error de
hecho, si es un caso de coacción, o si es un caso donde el autor inmediato, o mediato, es el
superior que impartió la orden. Diremos que si la orden fue emitida dentro los límites del
ejercicio legítimo del cargo, y su cumplimiento fue, dentro de los límites establecidos en dicha
orden, el hecho será lícito, en razón de que se habrá observado el deber legal por parte del
superior que la emitió, y también por parte del inferior que la ejecutó. Si la orden fue
impartida lícitamente, y observada dentro de sus términos, no se podrá decir, al mismo tiempo,
que el hecho fue ilícito. Si la orden es lícita, y su ejecución tiene el mismo carácter, el
destinatario se halla jurídicamente obligado a soportar, o a tolerar sus efectos.
Desde luego, toda orden debe ser dispuesta con las formalidades que requiera, o requiriese la
ley, y dirigida a quien tiene el deber de cumplir dichas órdenes superiores[36]. En una palabra, la
obediencia debida queda limitada a la esfera pública, donde existe el deber de emitir la orden, y
el deber de ejecutarla.
Puede ocurrir, que la instrucción de un juez, no se hallara dirigida a un funcionario público,
ya que puede, dicha orden, ser dirigida, ahora, por ej., al gerente de un banco no estatal, al
director de un sanatorio privado, a quien se halla a cargo de una exposición de cuadros, al
dueño de un zoológico, o al de un jardín botánico. Vemos que ni el gerente de banco, ni el
director del sanatorio, ni los restantes, se hallan vinculados en escala de jerarquía alguna. con
respecto al juez. Si procedieran a desobedecer dicha orden, habrán cometido un hecho típico e
ilícito, previsto en el art. 239. Y si a la orden le dieran curso, habrán obedecido una orden, pero
no habrán actuado ni obrado en obediencia debida, porque ésta supone, necesariamente, una
relación o un vínculo jerárquico de naturaleza pública, entre superior, y subordinado. En el
Proyecto Tejedor se encuentra una nota que al respecto es oportuno tenerla en cuenta. El
pasaje dice: “Esta relación de subordinación no existe con toda su fuerza, sino en el servicio del
Estado, y en la jerarquía de los funcionarios públicos”[37]. Y para más, podemos, acaso, recordar
a la exposición de motivos del Proyecto de 1891, cuando expresa: “decimos que la obediencia es
debida, cuando la orden emana de quien ejerce sobre el agente autoridad directa, corresponde
al género de sus funciones y reviste las formas legales”[38].
Partimos de la base que si el inferior jerárquico a quien le fuera dirigida la instrucción, no
la cumpliera - toda vez que debiera observarla -, cometerá el delito del art. 239. También
partimos de la base, que las órdenes deben ser escritas, y satisfacer las exigencias y formalidades
que las mismas leyes suelen requerir. ¿Será posible que una orden de allanamiento carezca de la
firma del juez, o que ella se hubiese emitido verbalmente? Es evidente que esto sería una
grosería. He aquí la primera consecuencia: las órdenes de grosera manifestación, de evidente
ilicitud, no se deben cumplir, porque es la misma instrucción la que está diciendo que esa orden
no se ha manifestado documentadamente, y equivale, cuando mucho, a una orden verbal, no
obstante que la ley exija una orden escrita. ¿Puede impartir la orden un juez que no la ha
suscripto? Mas si ahora el juez la suscribiese, y la instrucción llegara a satisfacer las exigencias
legales, entonces deberá ser observada por el inferior, y deberá ejecutarla, ponerla en práctica.
Una segunda conclusión: el inferior se encuentra habilitado para inspeccionar formalmente el
documento y si el mismo se halla dotado de las exigencias legales, entonces deberá ejecutarla.
La inobservancia de la orden, constituye un hecho ilícito que prevé el art. 239. Desde luego, la
orden debe ser emitida por el funcionario que tiene atribuciones legales para emitirla. ¿Podrá un
comisario impartir por escrito una orden de allanamiento, y el inferior ejecutarla? Ya hemos
dicho que a las órdenes groseras, cabe el deber de no observarlas. Si no obstante fueran
ejecutadas, el hecho será ilícito, y el inferior no habrá actuado en obediencia debida, porque la
obediencia ya no se debe, cuando la instrucción es de manifiesta ilegalidad. He aquí una
hipótesis, en la cual, el superior y el inferior serán responsables. De manera pues, el inferior
debe verificar formalmente que la orden sea legal desde este punto de vista. Nuevamente, aquí,
el Proyecto Tejedor resulta útil, “Los inferiores no están dispensados de toda verificación; su
deber no es, dada la orden, cerrar los ojos y proceder sin examen, a la ejecución”[39].
¿Qué ocurre cuando la orden es formalmente lícita, pero en sustancia fuera ilícita?
Nos estamos acercando al punto decisivo, porque cuando ello ocurra, la orden deberá ser
ejecutada, en razón de que el inferior, sólo tiene el deber de inspeccionar formalmente el
contenido de la orden, pero no lo tiene para inspeccionar las razones, los motivos o las causas
que hubiese tenido el superior para emitirla. Imaginemos ahora, un inferior convertido en juez de
los actos del superior. ¿Cómo andaría, en esos términos, una administración pública? Supongamos
que el órgano superior, hubiese dictado una orden, y que para hacerlo, hubiese cometido el
delito de cohecho. En sustancia, dicha orden es ilícita. Pero si formalmente se presentara con las
exigencias que manda la ley, el inferior, luego de examinarla, deberá ejecutarla, y el superior
será el único responsable de haber emitido, sustancialmente, una orden ilícita. Hay algo más
todavía: dicha orden se hallaba revestida de caracteres lícitos y no importaba por ello, una orden
de manifiesta o de grosera ilicitud. Hay que recordar, y tener presente, que el subordinado no
obra sino, por cuenta del superior, y que éste emite la orden, para que el inferior, obre por
cuenta de él.
¿Dicen algo de todo esto las leyes que regulan la emisión, y ejecución de órdenes?
Esta pregunta no es sólo oportuna sino que encierra una inquietud jurídica. Veamos:
En la administración de justicia, el ministerio público se halla estructurado bajo un sistema de
órganos superiores que emiten órdenes, y otros inferiores que ejecutan dichas órdenes. En una
palabra, órganos que mandan, y órganos que obedecen. El sistema de Córdoba se halla asentado
sobre estas bases, y es bueno al respecto, saber de qué forma se imparten las órdenes, y en qué
forma, dichas órdenes deben ser puestas en práctica. Les anticipo que lo dicho, se refleja en la
ley relativa al ministerio público, sancionada en 1989. El art. 11, dispone: “Los integrantes del
Ministerio Público podrán impartir a los inferiores jerárquicos las instrucciones convenientes
al servicio o al ejercicio de sus funciones, respetando el principio de legalidad”. El art. 13,
ordena lo siguiente: “El fiscal que reciba una instrucción concerniente al servicio o al
ejercicio de sus funciones, se atendrá a ella, sin perjuicio de manifestar su posición personal.
Si la considera improcedente, lo hará saber al fiscal general por informe fundado. Si el fiscal
general ratifica la instrucción cuestionada, el acto deberá ser cumplido bajo su
responsabilidad”[40]. Esta ley vuelve sobre algo que ya hemos dicho: el inferior obra por
cuenta del superior, y éste, emite la orden para que el inferior obre por cuenta de él. De ahí,
es que el sistema establezca que el único responsable, es decir el único autor, sea el fiscal
general. Fíjense ustedes, que prácticamente, tiene vigencia aquello de que no hay nada nuevo
bajo el sol: En el art. cuarto sobre orden superior, el Proyecto de Carlos Tejedor, establecía:…
· la responsabilidad penal de este hecho incumbirá al que dio la orden, y no al que la hubiese
obedecido”.
Con frecuencia me preguntan ¿qué ocurre en las organizaciones criminales, por ejemplo, en
el tráfico de estupefacientes, o en las dedicadas a la trata de personas que también se
movilizan por medio de un sistema de órdenes que son impartidas y ejecutadas?
Adviertan que, según lo hemos entendido, la obediencia debida regula situaciones de carácter
público, y se halla dirigida al funcionamiento de la administración del Estado. Precisamente,
esto no ocurre en las organizaciones que señala la pregunta, aunque algunos de sus componentes
impartan órdenes y otros las ejecuten. Estos casos se hallan entonces, fuera del inc. 5º del art.
34, y su carácter delictivo comprende al que emitió el mandato, y al que lo ejecutó. Ambos son
punibles porque se trata de hipótesis que son regidas por la instigación del art. 45 del Código.
Así como en la obediencia debida el inferior actuaba por cuenta del superior, aquí, en la
instigación, obra para su propia cuenta, y para la cuenta del instigador. Y éste habrá
determinado al inferior a que obre para su cuenta, y para la cuenta de él. De ahí es que ambos
sean punibles.
¿Cómo se regula el deber de obediencia en la actividad castrense?
Usted recordará que el antiguo Código de Justicia Militar fue derogado no hace mucho, por ley
26.394, que en el Anexo IV, bajo el título de Código de disciplina de las Fuerza Armadas, se
ocupa de los hechos que constituyen faltas leves, graves y gravísimas. Desde luego, no nos vamos
a detener en ello, porque el tema, más allá de ser interesante, es materia ajena a nuestro
programa. Sin embargo, es necesario saber, que, cuando este código disciplinario, considera las
eximentes, en su art. 28, inc. 5º, dispone que cuando la infracción se hubiere cometido por una
orden directa del superior, corresponde aplicar la eximente, toda vez que el inferior la
ejecutase, pero siempre que ella no fuere manifiestamente ilegal. Con esto, se quiere decir,
que el responsable es el superior, y no el inferior; que el deber de obediencia cesa, cuando la
instrucción impartida, fuese de manifiesta ilicitud. Que el inferior es punible cuando la orden
fuere de ilegalidad manifiesta, y la pusiera en práctica. En una palabra, reitera el art. 28, lo que
ya hemos desarrollado.
Le propongo las siguientes preguntas para pensar y resolver, en los casos que considere
oportuno, explique utilizando ejemplos:
Bibliografía.
Tratados.
Carrara, Franceso, Programa del Curso de Derecho Criminal.
Soler, Sebastián, Nuñez, Ricardo C. Fontán Balestra, Carlos
Obras y Trabajos.
Laje Anaya, Justo – Gavier Enrique A., Notas al Código Penal
Laje Anaya, Justo – Laje Ros Cristóbal, Curso de Derecho Penal, Parte general.
Laje Anaya, Justo – Laje Ros, Cristóbal, Defensa en legítima defensa.
Nuñez, Ricardo C., Manual de Derecho Penal.
Zaffaroni, Eugenio Raúl – Alagia Alejandro – Slokar, Alejandro, Manual de Derecho Penal.
1. La defensa del derecho atacado, ¿admite cualquier medio? Si considera que ello es
posible, ¿en qué caso hay exceso?
3. ¿Qué ocurre si el ladrón huye con la cosa hurtada; lo hace disparando un arma de
fuego contra quien lo persigue para recuperar la cosa, y éste, en la carrera, le
causa la muerte de un disparo?
Con estas preguntas, damos por finalizado el desarrollo teórico de la primera unidad. Les
recuerdo que podrán encontrarme en el espacio de la tutoría para debatir estos temas, o para
consultar algún aspecto que encierre dificultades.
Tratados.
Carrara, Francesco Programa del Curso de Derecho Criminal.
Soler, Sebastián, Nuñez, Ricardo C. Fontán Balestra, Carlos.
Obras y trabajos
Laje Anaya, Justo – Gavier Enrique A., Notas al Código Penal.
Laje Anaya, Justo – Laje Ros, Cristóbal, Curso de Derecho Penal, parte general.
Nuñez, Ricardo C. Manual de Derecho Penal.
Soler, Sebastián, Voto sobre exceso en el homicidio, Cám. Crim. Rosario, La Ley, T. 6 – 842 (caso
Takahaschi).
Zaffaroni, Eugenio Raúl – Alagia Alejandro – Solokar, Alejandro, Manual de Derecho Penal, parte
general.