La secretaria entraba y dejaba mi oficina cada dos minutos,
recordándome que tenía que ir a tratar a la señora Bauman en
cuarto de hora. Mi cabeza estaba en algún lugar en medio del sonido del pomo de la puerta girando y el de la punta del lápiz crujiendo contra la hoja del papel en el que escribía, pero ciertamente no en alguno de los dos. Icter era un sanatorio mental, pero también tenía una división de doctores para tratar pacientes voluntarios con crisis emocionales o psicológicas. La señora Bauman, o Mis Estany, como la conocían todos en el edificio, era una de aquellas pacientes “voluntarias”. Cuando Miss Estany llegó a sus sesenta y cinco puestas de sol, el presente de cumpleaños que le esperaba tras la puerta de su casa fue ver a su hija, con la que no había hablado desde los veinte años, subiéndola a una silla de ruedas y tomándola hasta un reclusorio para ancianos que queda unas cuatro calles abajo del sanatorio. Una vez llegó al ancianato, su hija despegó el auto de la cuneta y lo hizo remorder la grava del asfalto tan rápido como las marchas se lo permitieron, hasta llegar a su nueva y recién adquirida casa. Llegada la noche, los enfermeros le pidieron a Mis Estany que se cambiara de ropas antes de que se le sirviese la cena en el comedor común. Asustada y confundida, Mis Estany dijo que en la maleta que atropelladamente había preparado cuando su hija la trajo, no llevaba prenda alguna. La hicieron abrir la maleta. Encontraron dentro un cuadro mediano y un pequeño dije de bronce. No traía consigo nada más que esas dos simples posesiones. Intentaron contactar con su hija, que había sido quien la llevó ahí, pero nunca atendió las llamadas y tiempo después vendió la propiedad, eliminando así cualquier hilo rastreable dentro de las capacidades de los enfermeros y residentes del ancianato. Miss Estany comenzó a utilizar las botargas grandes e inmaculadas de los enfermeros y no mucho tiempo después comenzó a ayudar en algunas tareas. Servir la comida. Llevar a quienes usaban silla de ruedas a su habitación. La gente ahí dentro comenzaba a acostumbrarse a ella, y Mis Estany parecía sentirse alegre. Rara vez solía hablar de su vida anterior con otras personas, o al menos así fue hasta hace dos años. El ancianato contrataba gente para la limpieza. En aquella ocasión, una de las encargadas había entrado a la habitación de Mis Estany y quitado el cuadro que llevó consigo el día que entró en el centro, para limpiar el polvo que se estaba acumulando detrás. Mis Estany al verla, saltó sobre ella y comenzó hendirle las uñas en las mejillas hasta dejarle estigmas que hoy en día conserva. La mujer no levantó cargos contra Miss Estany, pero los enfermeros decidieron tomar el trabajo en sus manos y la remitieron a este sanatorio, que es donde ha estado viniendo estos últimos dos años.