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EL HOMBRE EN BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD

Suele sucedernos, sobre todo a los que tenemos hijos en edad de crianza y
ebullición, que a medida que se consume nuestro periodo de descanso
tenemos la sensación de necesitar unas vacaciones de nuestras vacaciones.
Probablemente a otros les suceda todo lo contrario, y la soledad o el peso de
los días limpios de obligaciones les supongan un vacío que sienten la
necesidad de llenar cuanto antes.

Esto me ha hecho pensar en la felicidad, o lo que acuñamos con este término,


y aunque suene cursi y acaramelado, lo cierto es que todos los hombres
tenemos como primera meta en nuestra vida alcanzar la felicidad. Por tanto,
hablar de la felicidad no es algo baladí, y mucho menos si no sabemos lo que
es. Y digo esto porque en nuestra cultura actual es algo que no acabamos de
dilucidar bien, porque no solemos tener ni la más puñetera idea de lo que es.

Si hiciésemos una encuesta sobre lo que es la felicidad para cada uno de los
hombres y mujeres de nuestra sociedad, jamás acabaríamos de ponernos de
acuerdo, porque para unos sería estar bien a lo largo de toda su vida o en gran
parte de ella; para otros, sentir la alegría de vivir; para otros hallar a Dios en
cada situación; para otros, realizar acciones concretas, tener mucho dinero,
vivir sano... Podríamos encontrar muchísimos matices, pero como señala el
popular psicoanalista Jorge Bucay, en occidente hay tres respuestas básicas
ante la pregunta de qué es la felicidad:
Unos que dicen que la felicidad no existe.

Otros que dicen que sí existe, pero son momentos fugaces.

Y los más optimistas: existe y se puede conquistar de forma definitiva.

Los cristianos, desde luego, deberíamos pertenecer al tercer grupo sin lugar a
dudas, pero todos sabemos que, paradójicamente, no es así.

Nuestra cultura está sobresaturada de jóvenes desmotivados, necesitados de


“grandes emociones” y de adultos a la deriva, empeñados en ser felices a costa
de hacer lo que se les da la gana. Tenemos materialmente mucho más de lo
que necesitamos, mucho más de lo que tuvieron en generaciones anteriores.
Apenas hace un par de siglos atrás, la mortandad infantil era enorme, las
desigualdades sociales abruptas y las condiciones sociopolíticas mucho más
inestables. ¿Toda esta gente era infeliz? Tres cuartas partes de nuestro planeta
viven bajo el umbral de la pobreza, luchando duramente para poder
sobrevivir, ¿acaso son todos infelices? ¿Acaso la mayoría de los seres humanos
no ven cumplida aquella meta vital que sostiene a todos los hombres?
Evidentemente, no, como evidentemente nuestra sociedad, en general,
desbordada de materialismo no alcanza tampoco la felicidad absoluta. ¿Cómo
es posible?
La respuesta está en lo que entendemos por felicidad. Hoy en día solemos
asociar este término al éxito, al placer y al amor. Si la suma de todo esto
funciona, soy hiperfeliz – estas personas no existen, claro está – y los jóvenes
y no tan jóvenes hipotecan sus vidas y sus familias por placeres pasajeros, por
instantes que solo nuestra obstinación no nos permite ver que son efímeros;
buscando un ascenso, sea al precio que sea, ansiando ser amados eternamente
por personas que, muchas veces, solo valoran lo superficial.
Y es que es evidente que el amor, el placer y el éxito son ingredientes que nos
ayudan a ser más felices, necesidades básicas de nuestra humanidad. Sin
embargo, si depositamos nuestra felicidad en alcanzar estas cosas meramente,
esta se desvanece como la arena entre los dedos.

La felicidad está en uno mismo, más allá de nuestras dificultades. No hay


excusas para ser felices, todo hombre está capacitado para serlo aun en las
situaciones más adversas y más extremas, como señaló el doctor Viktor
Frankl, quien comprobó esto en los campos de concentración de Auschwitz. Y
es que la felicidad no es un estado de éxtasis, no es el “subidón” que siento
cuando estoy muy bien, cuando consigo lo que se me dio la gana o cuando me
siento enamorado hasta el tuétano. La felicidad no es esto, y es aquí donde
radica el secreto de nuestra felicidad: en comprender lo que no es. Este es el
primer paso, el fundamental.
Ser feliz es tener un horizonte en la vida, un fin, un sentido. Vivir desde algo y
para algo, donde mi horizonte es como un velo que lo armoniza todo, lo bueno,
lo malo, lo que me gusta, lo que no. ¿Podemos decir acaso que los misioneros
que hay en el mundo, rodeados de pobreza, incomodidades y dificultades son
infelices? Aquel que conozca a algún misionero, por supuesto sabe que no.
¡Están deseando volver a sus destinos! ¿Por qué? Porque sus vidas tienen un
sentido, ¡y esto los hace felices! Y no hay otro camino.

Permitámonos hacernos esta pregunta: ¿somos felices? ¿Tenemos algún


sentido? Si somos creyentes y este sentido no existe, podemos encontrarnos
al borde de un abismo que nos demuestra que estamos malgastando nuestras
existencias.

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