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1583 Ealdtrm
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En algún lugar
del tiempo
ePub r1.0
GONZALEZ 06.06.14
Título original: Bid Time Return
Richard Matheson, 1975
Traducción: Raúl Campos Martín
El tráfico se intensifica al
aproximarse a la autopista de Harbor.
Estoy rodeado de coches. Hombres y
mujeres por todas partes. No me
conocen, no los conozco. La
contaminación es asfixiante. Espero que
San Diego esté más despejado. Nunca he
estado allí; no sé cómo es. La muerte
podría describirse así.
El Music Center. Un lugar
asombroso. Estuve allí hace una semana
o así, A.C. (antes de Crosswell).
Interpretaron la Segunda Sinfonía de
Mahler. Mehta hizo un trabajo brillante.
Cuando entró el coro suavemente en el
movimiento final se me puso la carne de
gallina.
¿Cuántas ciudades veré? ¿Denver?
¿Salt Lake City? ¿Kansas City? Tengo
que quedarme en Columbia un día o dos.
Suena ridículo. Voy a convertirme en
un criminal porque no pienso enviar más
pagos del coche. ¿Y sabe lo que le digo,
señor Ford? Me importa un bledo.
¡Jesús!
Se me acaba de poner delante un
camión y he tenido que dar un volantazo
para cambiar de carril. Casi se me sale
el corazón por la boca porque no me ha
dado tiempo a mirar si venía alguien por
ese carril.
Todavía tengo el corazón acelerado
pero menos mal que no me ha pasado
nada.
Qué absurdo se puede llegar a ser.
Conducía en la dirección
equivocada. Estoy sentado en un
aparcamiento tras el edificio. Debe de
tener unos sesenta o setenta años de
antigüedad. Es una construcción enorme.
Tiene cinco plantas, está pintada de
blanco y el tejado está hecho de tablillas
rojas. Tengo que encontrar la fachada
principal.
¿Casa?
15 de noviembre de
1971
Siete y uno de la mañana. He
intentado levantarme. He salido de la
cama, me he vestido, me he mojado la
cara, me he cepillado los dientes, he
tomado las vitaminas y demás. Después
de todo eso he regresado a la cama. El
dolor de cabeza es demasiado intenso
como para ignorarlo.
Un comentario de la primera y
destacable crítica de 1890. «Elise
McKenna es una de esas coquetas
jovencitas que se pueden ver durante un
paseo vespertino, una dulce y tierna flor
nacida del árbol del teatro».
Otra contradicción.
«La única circunstancia bajo la que
no pudo actuar se dio tras el contrato de
El pequeño ministro con el Hotel del
Coronado de California».
Sin embargo, no quedó atrapada por
la ventisca. Quizá su compañía sí, pero
Elise se encontraba con ellos. Se había
quedado en el hotel. Ni siquiera su
madre o su representante estaban con
ella.
Qué extraño; no cuadraba con nada
de lo que había hecho hasta entonces.
Por lo que comenta la autora (con gran
prudencia, eso sí) su comportamiento
sorprendió a todos. «Pero después hubo
más», escribe Gladys Roberts. ¿Qué
quiere decir? ¿Más misterios?
La sección prosigue: «La obra, que
se había estado poniendo a prueba por
la costa oeste, no se siguió haciendo y
durante algún tiempo pareció como si se
hubiera cancelado por completo».
Diez meses más tarde dieron la
primera representación en Nueva York.
En el ínterin, apunta la autora, nadie
vio a Elise McKenna. Permaneció
aislada en su finca, donde se pasaba el
día recorriendo sus tierras.
¿Por qué?
¿Por qué?
Eso es imposible.
¿Algo así?
De acuerdo, me miró como si me
conociese. Le recordaba a alguien, eso
es todo. Al hombre que había conocido
aquí.
Eso es todo.
¿Era yo?
¿Desde dónde?
De un modo u otro.
17 de noviembre de
1971
Seis y veintiuno de la mañana.
Fortísimo dolor de cabeza. Apenas
puedo abrir los ojos.
Estoy escuchando una y otra vez lo
que grabé la última noche. Escuchando
en la fría luz del día, por decirlo de
alguna manera.
Otra idea.
Más difícil todavía de asimilar.
Si de verdad hice todo esto, ¿no
sería más atento si no regresara? Así su
vida seguiría, sin problemas. Quizá no
hubiera logrado el mismo éxito pero al
menos…
Otro pensamiento.
Estoy haciendo que mis ideas
parezcan más factibles que nunca.
He leído estos libros. Muchos
impresos hace décadas, incluso una
generación. Lo que le ha ocurrido ya ha
pasado. Por tanto, no me queda
alternativa. Debo regresar.
Mi amor.
¿Mary?
Sí.
Hola, Bob.
Porque yo…
Es graciosa.
Divertido.
Es porque lo he perdido.
No sé cuándo. Probablemente
empezara cuando estaba hablando con
Bob. Empeoró cuando me oía a mí
mismo hablando con él. No sé cuál será
el momento exacto en que desapareció.
Lo único que sé es que se ha ido.
Al principio no podía creerlo. Pensé
que me lo estaba imaginando. Esperé a
que el vacío volviera a llenarse. Cuando
vi que eso no ocurría, me enfadé.
Después me asusté.
Ahora lo sé.
Se acabó.
Ya es 19 de noviembre de 1696.
(Sesenta y una veces).
Nueve y cuarenta y siete de la noche.
Ha ocurrido.
No recuerdo cuándo exactamente.
Estaba escribiendo «Ya es 19 de
noviembre de 1896». Me dolían la
muñeca y el brazo. Me pareció que
estaba envuelto en una nube. En un
sentido literal, me refiero. La niebla
parecía revolverse a mi alrededor.
Podía oír el adagio en mi cabeza. Era la
enésima vez que lo ponía. Podía ver
cómo el lápiz bailaba sobre el papel.
Parecía escribir solo. La relación entre
el objeto y yo había desaparecido.
Contemplé sus movimientos, anonadado.
Entonces ocurrió. Un parpadeo.
Diría que esa es la palabra adecuada.
Tenía los ojos abiertos pero estaba
dormido. No, dormido no. Me
encontraba en otro mundo. La música se
detuvo y, por un momento (un instante
perfectamente distinguible e
inconfundible), aparecí allí.
En 1896.
Vino y se fue tan rápido que creo que
no debió de durar más que un parpadeo.
Sé que parece una locura y que
suena poco convincente. Incluso yo lo
veo así al tiempo que mi voz lo
describe. Aun así sucedió. Cada célula
de mi cuerpo sabía que estuve allí
sentado, en este punto exacto, no en
1971 sino en 1896.
Cielo santo, cuando digo 1971 se me
pone la carne de gallina. Es como si
volviera a estar encerrado. Antes era
libre. En aquel instante milagroso, la
puerta se abrió de par en par, salí y fui
libre.
Creo que los auriculares tuvieron la
culpa de que no durara más de lo que
duró. Pese a todo lo que amo la música,
me horroriza pensar que en ese momento
tenía los auriculares puestos,
reteniéndome.
Ahora que sé que funciona y que
basta con repetir el proceso, se me
ocurre algo sumamente práctico.
La ropa.
Resulta extraño, y quiero decir
extraño, que, durante todo este tiempo,
no cayera en la cuenta en ningún
momento que estar en 1896 con la ropa
que llevo puesta ahora sería tan
desastroso que todos los planes podrían
irse al traste.
Está claro que tengo que encontrar
un traje adecuado para la época a la que
voy a ir.
¿Pero de dónde sacaré uno? Mañana
es viernes. No sé por qué estoy
convencido de que debe ocurrir mañana.
Estoy seguro de ello, aunque no
pretendo hacer nada al respecto.
Lo que sólo deja una posibilidad en
lo que a vestuario se refiere.
Más tarde.
Otra vez.
Ha durado varios minutos. ¿Hay…
minutos allí… minutos aquí? Cuando…
volví… adagio aún sonaba. ¿Volví a
ponerlo? No me acuerdo.
Me siento… extraño.
Irreal.
No es real.
Tumbado aquí… es igual que…
O perderme.
Curioso.
¿Y si… levanto la cabeza…
describir… el cuadro de la pared?
Siento… impermanencia.
Como si… de verdad fuera…
hombre de 1896… intentando
alcanzar…
… qué?
Extraña sensación.
No me resisto.
Ya viene.
Mente.
Me pierdo.
Pesado.
Elise.
Estimado Señor,
Sus impagables favores del día 21
del corte, han sido bienvenidos y
lamento no estar entre sus brazos en
estos momentos. ¿Qué locura me
empujaría a abandonar su abrazo?
La hora de las brujas queda ya muy
atrás… y ahora las beatas (y las actrices
soñolientas) bostezan. Debería estar en
la cama, a su lado; acabo de mirar su
precioso rostro, al que no he sabido
negar un beso, pero debo, como mujer
que soy, cepillarme el pelo un centenar
de veces antes de retirarme de nuevo a
su lado.
Me estaba peinando cuando de
repente pensé: «¡Te quiero, Richard!».
El corazón me dio tal vuelco que tuve la
necesidad de escribir lo que sentía.
Podía hacer eso o despertarte de un
empujón para decírtelo, pero ni por todo
el oro del mundo interrumpiría tu
plácido sueño.
Te amo, Richard de mi corazón. Te
quiero tanto que si estuviera en la calle
me pondría a bailar y llamaría la
atención de la gente y me reiría de un
policía y me detendrían y me buscaría la
ruina por culpa de tanta felicidad.
Aporrearía un tambor y soplaría un
cuerno y cubriría las paredes de todo el
mundo con carteles gigantes en los que
pondría cuánto te quiero, te quiero, te
quiero.
Sin embargo, a pesar de todo, no soy
tan feliz como quiero ser, tan feliz como
debería sentirme. Una plomiza nube
parece cernerse siempre sobre mí. ¿Por
qué nuestro amor no la espanta?
Hay algo que me asusta y que me
hace levantarme ojerosa después de
darle mil vueltas. Que te perderé de la
misma manera en que viniste a mí…
extrañamente, como tú dices, entre
sombras y sin que yo pueda impedirlo.
Tengo tanto miedo, mi vida. Imagino
cosas horribles y tanta preocupación no
me permite descansar. Dime que no me
preocupe. Sé que debes repetírmelo una
vez y otra y otra, hasta que el temor
desaparezca gracias a la seguridad con
la que me inundas. Dime que todo va a ir
bien. No dejo de pensar que no
podremos casarnos por culpa de algo
terrible.
No, debo dejar de pensar en este
tenebroso fantasma y concentrarme sólo
en nuestro amor. Estamos hechos el uno
para el otro y para nadie más. Sé que
esto es así. Creo que esta noche he
sabido lo que es el amor de verdad
(ahora mismo podría hacer una perfecta
interpretación de Julieta). Es la llave
que abre el corazón y tu amor ha
descerrajado el mío para siempre. Para
mí, este mundo empieza y acaba contigo.
Ya no escribiré más. Corazón mío,
dulces sueños. Acaso estés soñando
conmigo en este instante. Espero que sí,
porque te amo con todo mi corazón y
toda mi alma. ¡Ay, quién viviera dentro
de ese sueño!
Estoy demasiado adormilada y
cansada para escribir ni una palabra
más. Aunque escribiré un par más antes
de acostarme.
Te quiero.
Elise.
E.
Mi Elise.
Epílogo de Robert
Collier
Richard llegó a casa el lunes por la
mañana. 22 de noviembre de 1971.
Estaba pálido y hablaba poco, no quería
contarnos dónde había estado ni qué le
había sucedido. En cuanto llegó, se echó
en la cama y ya no se levantó más.
No tardó en empeorar. Al cabo de un
mes ya estaba ingresado en el hospital.
Allí, al igual que en casa, permaneció
siempre en silencio, con la mirada
perdida en el techo y el reloj de oro en
la mano. En una ocasión, una enfermera
intentó quitárselo y entonces Richard
pronunció las únicas palabras que se le
oyó decir durante sus últimos meses de
vida.
—No lo toque.