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EL OLVIDADO ARTE DE HABLAR EN SILENCIO

El lenguaje es muchísimo menos

sociable que el silencio.

Montaigne.

En aquellos tiempos de infancia; mi hermano y yo tuvimos la

fortuna de habitar en una casa donde reinaba con autoridad casi

absoluta el silencio. Un silencio fino, filtrado por siglos entre

rocas y arena, silencio de luz sin falsos susurros opuesto al

misterio de las tinieblas. Silencio blanquecino que llego a

nuestras vidas y las inundo lenta pero incesantemente hasta el día

de hoy.

Recuerdo aún el comentario repetitivo de tías, amigas y demás

invitados ocasionales: es como si no hubiera niños en esta casa.

Tardes enteras sin que los adultos percibieran el menor murmullo

infantil, pero no muy lejos, a unos metros apenas en la segunda

planta; mi hermano y yo no tomábamos la siesta (nunca lo hicimos),

no dibujábamos en silencio ni contábamos fichas, nada de eso.

Nosotros componíamos un concierto estridente, en el absoluto

silencio.
Casi con seguridad se puede decir que la sombra del niño, la parte

inseparable del infante es el ruido. Ruido cuando llora al nacer,

al gesticular las primeras rabietas, o esos sonidos abruptos que

provoca al comer. Y hasta podríamos confundir ese bullicio con la

intención de hablar, pero el ruido no dice nada, por eso se

renueva todos los días, inunda lugares recónditos, es desechable y

a la vez infinito. Nunca me he sentido atraído por el ruido, le

tengo pánico pero he aprendido a conocerlo.

El ruido también lo conocimos a muy corta edad y es que para

educarnos fue necesario salir de casa. Atravesar las calles llenas

de automotores, comercios con parlantes chillando, jingles,

gritos, pitos. El ruido en múltiples presentaciones. Y luego el

colegio, que desastre, que caos, ni siquiera la profesora en su

desespero era capaz de hacer silencio. Un día llegó el director,

un viejo severo que amenazo con su mirada y a fuerza de su adusto

ceño creo silencio, la profesora no volvió, al parecer fue cesada.

El ruido no se detuvo del todo pero cambió.

Y aunque yo me adapté hasta participar de los juegos grupales, de

las sosas melodías que nos hacían cantar, hasta soportar escándalo

que imperaba en los recreos, para mi hermano la historia fue

diferente. En aquellas mañanas escolares él parecía desaparecer,

siempre en silencio, evadiendo miradas se escondía, era difícil


que alguien notara su presencia pero para eso estaba yo para

acompañarlo, al fin de cuentas para eso estamos los hermanos ¿O no?

Ya de vuelta a casa el ambiente y el ánimo volvía a la normalidad,

y mientras descargábamos mochila, mudábamos zapatos y nos

lavábamos para almorzar el silencio nos iba envolviendo de a poco

arropándonos irradiando calor, el burbujear de una sopa en

ebullición o el estrepitoso caer del agua eran musicales susurros

comparados con la salvaje algarabía que reinaba en el exterior.

Y después de un almuerzo nutritivo y reparador en una tarde casual

como aquellas que de tan habituales parecían eternas

Experimentamos por primera vez aquella sensación de hablar en

silencio. Y es que casi sin darnos cuenta mi hermano y yo

volábamos a la habitación y sin previo concilio tomábamos nuestros

puestos.

Construíamos campos, fortalezas y de ser necesario reinos, mares

y después uno a uno iban apareciendo personajes algunos humanos,

otros mitológicos, seres animados o inanimados: todos hablaban y

así mientras ellos conversaban, nosotros espectadores activos les

prestábamos movimiento, carácter, una historia. Era una multitud

que gritaba, sentía, gozaba. Una multitud que habitaba en un

imaginario exclusivo, un imaginario de hermanos donde todo podía


pasar siempre y cuando cumpliera el pacto innombrable que ahora ya

no recuerdo.

Y fue quizá el día de la gran batalla que terminó en fiesta,

aquella tarde que sonaron más fuerte los tambores y trompetas, que

el canto de los soldados no pudimos callar, que las princesas

cantaban vítores, y los animales y dragones rugían sin cesar hasta

que mamá nos descubrió en tal alboroto, que su rostro lleno de

asombro no pudo ocultar. Ese día rompimos un mito y era que el

silencio de la casa era inalterable. Ese día Mamá (que no era

capaz de ver lo que yo) observaba a un niño inmóvil en la esquina

de una habitación. Ahora lo admito muchos años después que ese día

sin notarlo yo ya le hacía honor a ese viejo y olvidado arte de

hablar en silencio, cuando era materializable el imaginario, la

realidad se soñaba, cuando las palabras mágicas no se escuchaban

pero se podía tocar.

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