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DIAMANTES Y PEDERNALES

El upa Mariano iba a cumplir tres años viviendo en el pueblo. Los indios llaman
upa a los idiotas o semi-idiotas, y Mariano era uno de ellos.

Mariano era arpista y ayudante de sastre. Vivía en casa de su amo, don Aparicio,
hombre alto, cejijunto, de expresión candente e intranquila.

Habituado a hacer su voluntad, don Aparicio tenía muchas queridas, lo cual


alimentaba los chismes de las mujeres del pueblo:

Sin embargo casi todas miraban pasar al potro, y a su dueño que saludaba
inclinando la cabeza.

Cuando su joven patrón bebía en las cantinas, Mariano lo esperaba tras la sombra
de algún poste. Si se iba a dormir donde algunas de sus requeridas, el arpista
se despedía de él luego de una o dos cuadras de compañía.

Mariano tocaba recordando su valle, su pueblo nativo, tan diferente a éste donde
vivía ahora, que era grande y frío; donde permanecía como un forastero. El
arpista era el quinto y último hijo de la familia.

A los ocho años aprendió a tocar el arpa, con la misma habilidad con que lo
hiciera su abuelo y su padre.

El hermano mayor, Antolín, lo miraba concierto desprecio y vergüenza, por eso,


a la muerte del padre, decidió despachar al upa a la capital de la provincia.

Justificó su decisión ante el resto de la familia diciendo que los upas eran
sensuales y taimados.

Mariano llegó al barrio de los señores donde don Aparicio le dio trabajo como
guardián de su casa.

A pesar de que en el pueblo había más de veinte arpistas famosos don Aparicio
quedó maravillado con la música de aquel muchacho cuyos ademanes delataban
su tara.

Tres años después de la llegada de Mariano, llegó al pueblo una muchacha rubia
y delgada llamada Adelaida.

Se alojó en el único hotel del pueblo en compañía de su madre.

La belleza y elegancia de la muchacha conmovió a la juventud de la capital


provinciana.

Don Aparicio “enloqueció” cuando la vio. Compró una de las casas más nuevas
del pueblo y luego de amoblarla y decorarla, invitó a las dos mujeres a instalarse
en ella. Se comportó muy cortés y hábilmente.

Persuadió a la señora, y fueron a ver la casa.


Don Aparicio juró arruinar y golpear agonizante a quien se atreviera a hablar
mal de la muchacha recién llegada. El señor de Lambra era un hombre de acción
había que tomar muy en serio sus palabras.
Ese día el upa Mariano hubo de tocar durante varias horas para su patrón. Al día
siguiente diez indias guiadas por un varayok’ (alcalde) cubrieron el regazo de
Adelaida con flores blancas y violáceas que el miso don Aparicio había cortado.

Nadie en el pueblo podía comprender el objeto de esa marcha de flores; pero


cuando los vieron entrar en casa de las forasteras lo comprendieron todo.

Entre la gente que vio pasar a las indias de Lambra una mujer lloraba sin poder
contenerse. Era Irma, la Ocobambina. Don Aparicio la conquistó y raptó desde
su lejano pueblo.

Para aquel señor principal, lujurioso y violento que impone su dominio a indios y
mestizos, a comuneros y a “lacayos”, lo mismo que a las doncellas lugareñas o
forasteras, aquella bella india era un bocado nada despreciable como para dejarlo
pasar.

Hasta Ocabamba había llegado don Aparicio a vender unos caballos y cien
mulas. La conoció en un paseo y jarana que el comprador de mulas organizó
para agasajar a don Aparicio.

A las cuatro de la mañana se escapó de su casa sin decir nada a su madre ni a


su padre, que había estado inquieto en la fiesta al ver a su hija bailando con
aquel forastero.

Y desde entonces se convirtió en una de las queridas del patrón, quizás en la


preferida, aunque igualmente sumisa, como él las criaba. Alquiló una casa para
ella, en el barrio de Alk’amare, muy cerca del barrio de los señores.

Otras queridas de don Aparicio se habían fugado con guardias civiles o pequeños
ganaderos y agricultores de los pueblos vecinos; pero Irma no era de ésas y por
eso la llegada de la rubia costeña la trastornó.

Una mañana llegó don Aparicio a la capital de la provincia proveniente de Lambra


donde había permanecido diez días. Se fue de frente a casa de Adelaida a quien
quiso hacer montar en su potro negro, el Halcón. Le dijo las mismas palabras
que le había dicho atrás a Irma, pero Adelaida nos e dejaba impresionar así
nomás.

Ese día Félix, uno de los mayordomos de don Aparicio, fue a decirle a Irma que
su patrón iría esa noche. Irma había aprendido a tocar guitarra, con la cual
acompañaba su canto que la ayudaba a recordar su región nativa.

Irma tocaría y cantaría esa noche para aquel hombre que aunque no le pertenecía
completamente, poca importancia tenía comparado con la felicidad efímera que
le había hecho sentir.

Don Aparicio apareció vestido de fiesta con el deseo de oír cantar a la


ocobambina. Cuando Mariano la escucho cantar, comenzó a tocar su arpa con
gran emoción. Don Aparicio tardó un poco en tomar conciencia de aquella música
que brotaba del dormitorio de la ocobambina; ésta había ocultado al upa en su
habitación para darle una sorpresa al señor de Lambra.

Don Aparicio no lo entendió así y sacó a Mariano a empujones de la casa, después


de destrozarle el arpa a pisotones. Mariano pasó corriendo las calles como un
oso que va huyendo. Cuando don Aparicio llegó a su casa, Mariano se arrodilló
a sus pies llorando y pidiendo perdón.

Ignorante de los que había pasado, sin comprender la situación que se había
suscitado, el upa pedía clemencia a aquel hombre perverso cuyos ojos parecían
lazar fuego sobre todo aquello que se le pusiera enfrente.

Lo arrastró violentamente por el segundo piso, y lo alzó después, agarrándolo


del cuello y de las pernas, corrió hacia la branda y lo lanzo, al aire.

Al amanecer, don Aparicio mandó a Félix a buscar al varayok’ de


Alk’amare. Cuando lo tuvo frente a él, le dio dos mil soles y le dijo que enterrara
al fallecido. Mariano fue velado como un gran comunero.

Las mujeres cantaron el aya-harawi (canto ceremonial que, como el ayataki, se


canta en los entierros) y rezaron mucho.
En un féretro pesado, de madera de eucalipto. Se llevaron el cadáver del
músico.

Don Aparicio vio escalar a la comitiva la colina en cuya cima está el


panteón. Montado en su potro negro llegó al borde de la sepultura; el cadáver
había sido ya bajado al fondo.

Por la tarde, el señor de Lambra fue a despedirse de Adelaida, había decidido


llevarse a Irma a Lambra.

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