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La capital mexicana aprueba una ley para prohibir las bolsas y los envases no
biodegradables, tras dos intentos frustrados
No hay un solo rastro de agua. La capa de plásticos es tan espesa que es difícil concluir si el
canal está seco o pasa corriente. Hay productos de limpieza, garrafas de aceite, bolsas,
botes de champú, botellas de refresco y un sinfín de recipientes más. La montaña de plástico
es de tal magnitud que se atora bajo uno de los puentes que cruza este canal, cercano a la
presa Mixcoac, en el suroeste de Ciudad de México. Uno de los operarios de la zona cuenta
desesperado: “Estuvimos aquí limpiando una semana, regresamos dos días después y
estaba de nuevo igual”.
La capital mexicana es un gran cuerpo con venas atascadas de plástico. Los más de 22
millones de habitantes que conviven en ella producen diariamente casi 13.000 toneladas de
residuos sólidos, de acuerdo al Inventario de Residuos para 2017, el último publicado. De
estas, 123 toneladas son plástico, según Greenpeace. Ahora el Gobierno local les ha
declarado la guerra. El Congreso de Ciudad de México aprobó recientemente una norma que
obliga a que bolsas, cubiertos, popotes y otros envases de un solo uso sean biodegradables
en 2021. Por ahora, es una ley sin dientes. Falta desarrollar el reglamento con un sistema de
sanciones si las empresas no cumplen.
Más allá del cambio en la producción, el reto de esta tercera embestida será lograr que los
plásticos compostables, los que se pueden transformar en abono, lleguen a una de las ocho
plantas de la capital. “Para que un material se biodegrade se necesitan ciertas condiciones
muy específicas. No desaparecerá por arte de magia si se arroja a la tierra”, explica Salvador
Meneses, presidente de la división en México del movimiento Basura Cero, que busca
disminuir los residuos que se producen. Pero entre la puerta de casa y la planta hay un
proceso de recogida que es un coladero.
El hijo de García descarga un saco de PET. J.M.C
Desde hace dos décadas, Eladio García, de 64 años, conduce uno de los más de 2.500
vehículos del Gobierno de la ciudad que recolectan los residuos. Al sonido de la campana,
los vecinos salen con la basura, casi nunca separada. Falta costumbre y contenedores
especiales, prácticamente inexistentes en la ciudad. García y sus compañeros hacen la
selección dentro de las paredes oxidadas del Mercedes modelo 90 que conduce. De un lado,
el PET -tereftalato de polietileno-, del que están hechas la mayoría de las botellas. Del otro,
el unicel o las bolsas. “Las pagan muy mal, a unos 20 centavos el kilo”, dice García. Tan
baratas que no sale a cuenta separarlas.
Como hace la mayoría de sus compañeros de profesión, García guarda los plásticos valiosos
en un saco aparte que cuelga de la delantera del camión. En días buenos llena dos de esos
con casi 40 kilos de PET, que vende después a puestos ambulantes irregulares. El kilogramo
se compra a 4,5 pesos, por lo que puede ganar unos 180 pesos al día, unos diez dólares,
casi el doble del salario mínimo. Dos tandas de compradores después, las botellas recogidas
por García llegarán a las plantas de reciclaje privadas.
Tras vender el plástico bueno en el mercado negro, García descarga el resto en una de las
12 estaciones de transferencia de la ciudad. Allí grandes camiones esperan para llevarse los
restos orgánicos a las plantas de composteo, una infraestructura que por ahora no cuenta
con la tecnología para compostar el plástico biodegradable que busca impulsar la nueva ley.
“Tendrían que aumentar su capacidad y tener mecanismos de transformación apropiados”,
dice la investigadora Alethia Vázquez, de la Universidad Autónoma Metropolitana.
Los restos inorgánicos, con el material que no se ha vendido, se trasladan a las plantas de
separación, aquejadas de una eficiencia bajísima. Se recupera apenas el 4% de las 3.858
toneladas que reciben al día, según el Inventario de Residuos Sólidos de la ciudad. Los
residuos que se consideran intratables o que no han sido separados correctamente, casi un
60% del total según el Inventario de 2017, acaba en los vertederos. “No podemos estar
dependiendo de los rellenos sanitarios en esa magnitud”, reconoce Guigue.
Plástico prensado en el interior de la recicladora PetStar, cerca de Toluca. SEILA MONTES