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Transnacionalismo bajo escrutinio:

La casa en Mango Street y Caramelo, o puro cuento

de Sandra Cisneros

El universo una tela, y toda la humanidad entretejida. Cada una de las personas conectadas a mí y yo

a ellas, como las hebras de un rebozo. Tiras de un hilo y se deshace todo.—SANDRA CISNEROS,

Caramelo, o puro cuento

Cerca de la frontera emerge la figuralidad.—FRANCO MORETTI, Atlas de la novela europea 1800-1900

Aunque ha estado publicando poemas, cuentos, ensayos y novelas de la más alta calidad

desde fines de la década de 1980, Sandra Cisneros, autora de las novelas leídas

transnacionalmente La casa en Mango Street (1991) y Caramelo, o puro cuento (2002), todavía es

más conocida en círculos minorizados de literatura latina-estadounidense que en

instituciones y seminarios tradicionales de literatura estadounidense, latinoamericana o

literatura comparada. Esta negligencia de la literatura estadounidense tradicional es

ciertamente injusta.119 Existen signos, sin embargo, que sugieren que el trabajo de Cisneros

está siendo leído en la esfera pública estadounidense con el mismo entusiasmo que ha

generado en escuelas públicas, donde La casa en Mango Street recibe gran atención como texto

icónico, y en México, donde fue traducida al español por la novelista feminista mexicana

Elena Poniatowska (ver Cisneros 1994ª). Si bien importantes críticos literarios y culturales

latino-estadounidenses han examinado la primera novela de Cisneros La casa en Mango Street,


o los cuentos de El arroyo de la Llorona y otras historias (1992), todavía no existen

contribuciones sustanciales—hasta donde sé—a la interpretación de su trabajo como

totalidad.120 Y hay buenas razones para esta demora. Sandra Cisneros es una compleja

novelista, poeta y cuentista transnacional cuyo trabajo es particularmente difícil de

categorizar. Los críticos buscan en vano puntos adecuados de comparación. La casa en Mango

Street, por ejemplo, como la mayor parte de la literatura imaginativa escrita por latino-

estadounidenses, ha sido infantilizada por los editores con etiquetas de “adulto joven” o de

cuentos experimentales.121 ¿Por qué no considerar una lectura más seria de La casa en Mango

Street, como su intento de escribir una gran novela estadounidense (transnacional)? ¿O como

un intento de representar su idea de convivencia en la multicultural calle Mango y de

primacía de la economía doméstica y política de la casa (el oikos), a fin de combatir el

diagnóstico del “sentido común” civilizatorio y polémico (y patológico) sobre la inmigración

proveniente del Sur Global?122

Quizás la declarada admiración de Cisneros a escritores locales de la multicultura de

Chicago, su ciudad natal, añade elementos para esta confusión. Al igual que la apasionada

oratoria pública de Carl Sandburg y Gwendolyn Brooks, Cisneros, como escritora

experimental y mujer de color, se siente inusualmente atrapada y fascinada en su ficción por

lo que llama “poética del hombre común” (1985, 65), pero ello no significa que su trabajo,

tan lleno de referencias a los barrios de Pilsen en los bajos del Este de Chicago, la conviertan

en una escritora local de color en rebelión contra su tiempo. También es cierto, no obstante,

que su literatura imaginativa se centra principalmente en el mayor grupo étnico de Chicago,

ciudad donde uno de cada cinco residentes son latino- o latina-estadounidenses.

Si bien es cierto que Cisneros escribe sobre confrontar lo que caracteriza como “la

vergüenza de mi pobreza y de admitir mi peculiaridad” en los talleres de Escritura Creativa


de Iowa (donde comenzó a escribir sus mayores poemas y La casa en Mango Street) (Cisneros

1985, 64), su obra inicial no está teñida de temas moralizantes. De hecho, la novela La casa en

Mango Street contiene una galería de inmigrantes coloniales pobres localizados dentro y contra

la “anarquía” del imperio de Estados Unidos—mexicanos, puertorriqueños, dominicanos y

bien construidos personajes anglo- y afro-estadounidenses.123 Pero Cisneros no considera la

asediada multicultura del Gran México, trasladada a los hostiles barrioescapes de Chicago, en

términos morales. Sus novelas La casa en Mango Street y Caramelo, o puro cuento no culpan a la

providencia ni a la fortuna ni a los muchos destinos de los que cruzan la frontera méxico-

estadounidense. Tal vez la admiración de Cisneros por el escritor moderno Jorge Luis

Borges pueda ser provisionalmente relevante para una clasificación inicial de su ficción, pues

también está interesada en lo que Borges describió como “infamia” en tanto estética o

principio formal de diferencia, y que ella aplica a sus poemas, novelas y cuentos.124 Muchos

diferentes mundos están así conjurados en la ficción y la poesía de Cisneros: novias

desplazadas de la frontera, como Cleófila en “El arroyo de la Llorona”; poemas de amor del

Área de la Bahía, San Francisco, en Loose Woman (1994b); historias de milagros religiosos en

la localidad de Tepeyac, en El arroyo de la Llorona y otras historias; melodrama mexicano

transmoderno en las calles de Chicago, San Antonio y Ciudad de México en Caramelo, o puro

cuento—todo lo cual no tendría forma alguna sin la presencia ordenadora de la infamia.

Una buena ilustración de ello puede observarse en uno de los cuentos publicados en

El arroyo de la Llorona y otras historias. Tomando prestadas ciertas convenciones estilísticas

transnacionales de las telenovelas mexicanas y su consecuente publicidad metonímicamente

articulada por Televisa, las historias de Cisneros suelen leerse como una combinación híbrida

de la popular escritora de novelas rosa Corín Tellado,125 de la feminista chicana Gloria

Anzaldúa y del duo dinámico Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez—con la salvedad
que ellos son mucho más sucintos y enrevesadamente más melodramáticos.126 En su

reescritura alegórica del mito mexicano de los amantes imposibles Iztaccihuatl (la mujer

blanca) y Popocateptl (la montaña que fuma), cuento titulado en spanglish “Bien Pretty”, la

protagonista Lupe Arredondo, una aspirante a pintora de Berkeley, quiere “hacer una versión

moderna del mito de los volcanes del príncipe Popocatépetl y la princesa Ixtaccíhuatl”—tan

conocido por millones de chilangos urbanos como “esa historia de amor trágica

metamorfoseada de una imagen clásica a una imagen bien bien kitsch, toda pretensiosa y de mal

gusto, como las de esos calendarios que te dan en la Carnicería Ximénez o en la Tortillería

Guadalupanita. El príncipe Popo, un guerrero indígena medio encuerado, fornido como

Johnny Weissmuller, agachado en congoja al lado de su princesa Ixtaccíhuatl dormida,

pechugona como una Jane Mansfield indígena. Y detrás de ellos, haciendo eco a sus siluetas,

los volcanes que llevan sus nombres” (Cisneros 1996, 159; mi cursiva). En “Bien Pretty”, los

amantes imposibles también cruzaron la frontera méxico-estadounidense: Lupe es una

chicana aspirante a artista del norte de California, y Flavio Mungia es un inmigrante

mexicano indocumentado que trabaja como exterminador de cucarachas. Ellos están

“destinados” a conocerse, enamorarse y separarse en San Antonio. Lupe (Izta) se enamora

perdidamente del machote Flavio (Popo). Sin embargo, en un giro de feminismo chicano “a

lo nueva mestiza”, Cisneros desromantiza al príncipe mexicano. Con sus frescos

sentimientos estructurados a lo Sinatra, Lupe la pintora nos da la frase clímax del cuento:

“Regresé a la pintura de los volcanes gemelos. Se me ocurrió una buena idea y rehice todo el

asunto. El príncipe Popo y la princesa Ixta intercambian lugares. Después de todo, quién

dice que la montaña dormida no es el príncipe y la mirona es la princesa, ¿verdad? Así que lo

hice a mi manera. Con el príncipe Popocatépetl acostado boca arriba en lugar de la Princesa.

Por supuesto, tuve que hacer algunos ajustes anatómicos para simular las siluetas geográficas.
Creo que le voy a poner El pipí del Popo. Como que me gusta” (Cisneros 1996, 181-82). Y

en la ejemplar representación que Cisneros hace en su ficción del cambiante dialecto

estadounidense, Flavio, quien en “Bien Pretty” actúa como la “alimaña” (vermin) que debe

exterminar en su trabajo, puede ser visto también como una “alimaña” (varmaint) que cruza la

frontera méxico-estadounidense.127

Como en todo melodrama trans-americano post-contemporáneo,128 Lupe termina

conociéndose a sí misma e, incluso, invocando el título de una telenovela venezolana—

“Amar es vivir”—para tematizar su apasionada vocación, su lugar epistemológico y su auto-

localización. No hay final feliz para Lupe, no obstante, pues ella acaba devastada por la

infamia de la alimaña indocumentada—Flavio.129 Hacia el final de la historia, sólo le resta

consolar su alma de nueva mestiza “buscando películas mexicanas viejas. María Félix, Jorge

Negrete, Pedro Infante, cualquier cosa por favor, donde alguien cante montado en un

caballo” (Cisneros 1996, 179). El retrato de la artista chicana creado por Cisneros usa la

máscara del melodrama para crear—y contestar—un estilo transnacional.

Los personajes de Cisneros son, usualmente, prototipos de pensadoras feministas de

frontera, y sus mundos son prototipos de una ficción transmoderna altamente estilizada. Por

toda su variedad de tonos, enfoques y escenarios, los diversos cuentos de El arroyo de la

Llorona y otras historias poseen similares puntos de partida, estructuras, clímax o

“espacialidades” y resultados. La contundencia interna que vincula estos momentos

constituye el estilo transnacional distintivo de Cisneros (ver de la Mora 2004). Sus cuentos y

novelas, como busco demostrar, son alegorías de la geografía y el estilo en que a menudo

están escritos. Antes de concentrarme en el estilo de la geografía fronteriza del Gran México

en Caramelo, o puro cuento, comienzo el capítulo discutiendo la popular novela de Cisneros La


casa en Mango Street en tanto obra que explora aspectos de la cultura de convivencia del Gran

México dentro de las catástrofes del Norte Global urbano.130

La primera impresión que uno recibe de la novela transnacional La casa en Mango

Street es la de un pronunciamiento profético de convivencia cultural, remota del frío espíritu

mantenido por la modernidad occidental. De hecho, a medida que uno lee este texto, uno se

sorprende del tono profético (espiritualizado) patrocinado por la protagonista, Esperanza,

quien asume una suerte de alegoría minorizada del poeta en tanto figura que reverbera el

lenguaje poético.131 Proponiendo la interrogante de la diferencia profética, así como de la

diferencia sexual desde la “vida desnuda” y violencia (legal) del “urbanismo mágico” del

Norte Global,132 la novela de Cisneros dramatiza los roles cruciales de la opresión material.

Es decir, como sugiere Mike Davis (2000, 54), los inmigrantes latino-estadounidenses están,

en el sentido más fundamental, luchando por reconfigurar las geometrías congeladas de los

viejos órdenes espaciales del Norte Global para nutrir un urbanismo más cálido, exuberante

y mágico.

Uno de los penúltimos capítulos de la novela, “Una casa propia” (“A House of My

Own”, que resuena el icónico título de Virginia Woolf A Room of One’s Own), resume las

diversas perspectivas epistemológicas y geográficas de la joven protagonista, Esperanza, en la

narrativización de su tiempo y espacio (el cronotopo) en uno de los barrios del Norte Global

estadounidense, presumiblemente el barrio oeste de Chicago: “No un piso. No un

departamento interior. No la casa de un hombre. Una casa que sea mía. Con mi[s]… libros y

mis cuentos… Sólo una casa callada como la nieve, un espacio al cual llegar, limpia como la

hoja antes del poema” (Cisneros 2009, 110; mi cursiva). Al igual que el capítulo inicial de la

novela, “Una casa propia” fija una identidad para la inteligencia central de la novela,

Esperanza, mediante un mapeo dialéctico negativo de su entorno. Ella enfatiza que no está
pensando en departamentos y tampoco en una casa de hombre. Así, Cisneros usa el

cronotopo de la casa y su vínculo metonímico a las calles Mango, Loomis, Paulina y Keeler

para examinar las raíces y rutas migratorias de su familia desde el Sur Global hasta las calles y

casas del Norte Global. Lo que Esperanza recuerda mejor de su pasado es “haberse mudado

un montón” (Cisneros 1991, 3). Además, Cisneros anticipa y subraya en ese transcurso la

imagen unificadora del “espacio vacío” en su novela—la casa tan “limpia como la hoja antes

del poema”.

En consecuencia, creo que Cisneros está menos interesada en tematizar una poética

existencial del espacio, y más en una consideración profética de las esferas dialécticamente

sobredeterminadas de lo privado y lo social133 pues, como Gayatri Chakravorty Spivak (1988,

252) y Ramón Saldívar (1990, 182) han notado en contextos diferentes, el “oikos” es una

“metáfora de la polis”. Cada uno de los 49 “poema”-capítulos de La casa en Mango Street se

refiere a estas figuras organizacionales privadas y sociales,134 en tanto Esperanza reflexiona

sobre la naturaleza de la multicultura, la convivencia y la economía de su barrio,

especialmente en las diversas formas en que las “vidas desnudas” de otras latina-

estadounidenses jóvenes de los alrededores de Mango Street han sido totalmente

domesticadas por las economías “prohibidas” de casas y departamentos patriarcales. En

otras palabras, Cisneros se concentra en la manera que la oikonomía de la casa, como

economía doméstica, sexual y política, entreteje las esferas de lo público y lo privado. La

economía, para los personajes de Cisneros—Esperanza, Sally, Rafaela, Minerva y Mamacita

(Mama Grande)—y sus familias, como sugiere la etimología de “oikonomía”, es “la persona

que maneja el hogar”. Y Esperanza constantemente hace notar los espacios superpuestos de

la economía doméstica y política de la casa en Mango Street, con un lenguaje profético y

espiritualizado.
Hasta aquí he bosquejado uno de los capítulos finales y el inicio de La casa en Mango

Street (quizás esto resulta familiar para ustedes) para tratar de mostrar el modo, método, tono

y atmósfera del texto de Cisneros, en tanto respuesta a una discusión de postgrado sobre

escritura creativa en la Universidad de Iowa. La noción de poética como dimensión sagrada

(al igual que el lenguaje del oikos como la casa del poeta) es frecuente en el texto. Como

personaje cuasi-redentor y talentoso cuenta-cuentos, Esperanza, según diría Walter

Benjamin, ventila “chispas de esperanza” y patrocina la posibilidad de un momento

revolucionario dentro del “espacio vacío” de la novela cuando el pasado estalla en el

presente—como si se levantara de la tumba para rectificar los daños sufridos en manos del

progreso banal llamado “sueño estadounidense”.135

La noción de casa de barrio, el oikos, se articula en La casa en Mango Street como la

casa sagrada, la casa profética “callada como la nieve… limpia como la hoja antes del

poema” (Cisneros 2009, 110), y como la casa en que el lenguaje inefable encuentra su forma

extrema en “Un cuarto propio” (“A Room of My Own”). Así considerada, podemos elogiar

a Cisneros por establecer en su primera novela transnacional una idea de lo que había sido

casi olvidado en las novelas sobre la multicultura latino-estadounidese—las ideas de lo

sagrado, lo profético y de la esperanza. Pero también es necesario notar que Cisneros

complejiza este patrón en La casa en Mango Street. Como cimiento de esperanza, Esperanza se

torna también cimiento de rememoración del estado de emergencia en Mango Street.

Una de las muchas comadres de Esperanza le advierte: “Cuando te vayas siempre

debes acordarte de volver” (Cisneros 2009, 107). Entonces Esperanza, a quien le gusta

“contar cuentos”, nos cuenta “el cuento de una niña que no quería pertenecer” a los

barrioescapes del Norte Global. Ella no pertenecía a las calles Loomis, Paulina ni Keeler, y

tampoco pertenecía a la “triste casa roja” en Mango Street. “Lo escribo en en papel”, explica
Esperanza, “y entonces el fantasma no duele tanto. Lo escribo y Mango [Street] me dice

adiós algunas veces. No me retiene en sus brazos. Me pone en libertad” (Cisneros 2009,

112). Pero, ¿por qué la triste casa roja es un fantasma para Esperanza? ¿Qué tipo de

espectros persiguen a mujeres, niños y hombres en el barrio de Mango Street?

La clave de la esperanza es, para Esperanza, la rememoración, la historia, que

confirma la función, incluso el deber, del poeta y del historiador radical del Gran México.

Recordar el pasado—como dice Esperanza—“por los que se quedaron” (Cisneros 2009,

112) constituye un acto político para Cisneros, acto que involucra a los lectores con sus

imágenes de poder económico, del espacio vacío y de reclamo de los poderes proféticos y

sagrados del lenguaje poético. Estas constelaciones de imágenes de La casa en Mango Street se

separan de sus localizaciones fijas diluyendo así la idea de un tiempo derecho y

homogéneo—de hecho, éste puede “destellar” en el presente para reconstituirlo. En su

reescritura de Marx, Benjamin (1969, 261) nos recuerda que “la antigua Roma fue para

Robespierre un pasado cargado de “tiempo-ahora” que él hacía saltar del continuum de la

historia”.

La referencia de Benjamin a la rememoración de la historia, a un concepto de lo

histórico que se encaja y se inyecta en una idea profética y sagrada, casa la historia con lo

poético y lo sagrado. Asimismo, Cisneros nos da en La casa en Mango Street el lenguaje poético

de la deseperación de Esperanza—ella vive asediada en una casa de “escalones apretados”,

“ventanitas tan chicas que parecen guardar su respiración” y “ladrillos [que] se hacen

pedazos en algunas partes” (Cisneros 2009, 4)—, es decir, con la vida desnuda de la

multicultura del Gran México en el Norte Global: pobreza, violencia callejera, injusticia

criminal, asesinato de trabajadores indocumentados y los rigores históricos que acompañan

estas situaciones. Pero, al mismo tiempo, Cisneros les ofrece a sus lectores esperanza.
En consecuencia, en La casa en Mango Street encontramos diversas propuestas: las

reflexiones críticas de Esperanza sobre el oikos, la posibilidad de Esperanza de escribir

barriología histórica chicana en tonos sagrados y apocalípticos,136 y la elocuencia particular

que viene con esta esperanza, rigor histórico y revelación poética. Asimismo, las

temporalidades de la “vida desnuda” espacializadas en los barrios del Norte Global se alzan

en contra de la inyección y la infusión del “sujeto” en la heterogénea multicultura urbana del

Gran México. Pero Esperanza tiene una clara misión redentora: la obligación de sujetar los

momentos del pasado que permanecen “activos” en su lealtad empática y trans-generacional

de “A las mujeres”, anunciada al comienzo de la novela. Esperanza bosqueja así (al igual que

el deseo de Benjamin de empatizar con el pasado) una perspectiva filosófica (opuesta al

historicismo tradicional), en la cual propone una noción de redención que implica una

relación empática con el pasado y una obligación que vincula a los sujetos en el tiempo. En

lugar de fijarse en el futuro utópico anunciado por su nombre—Esperanza—, la

protagonista de Cisneros está mirando también hacia atrás en un intento de tender un puente

entre pasado y presente.

Más allá de los puntos de inflexión cruciales en la narración de Esperanza—su

mudanza desde el departamento en Loomis Street a la fantasmática casa en Mango Street; su

deseo, en el capítulo titulado “Sire”, de ser “toda nueva y brillante” y de mirar hacia atrás

“con energía” a los vándalos del barrio de Mango Street; y los comienzos de su “propia

guerra silenciosa” contra el padre inmigrante mexicano y el patriarcado en el capítulo “Bella

y cruel” (Cisneros 1991, 72, 89)—, los rellenos narratológicos en La casa en Mango Street se

abren al interior de los departamentos y casas de inmigrantes en el barrio y completan la

manera en que Esperanza se vincula a la convivencia multicultural del Gran México. ¿Acaso

puede el lenguaje poético (sagrado) de Cisneros tocar realidades de los barrioescapes que son
muy difíciles de representar—algo así como la causa ausente de Althusser? ¿Acaso estas

causas ausentes son inestables, deformes y fantasmáticas en La casa en Mango Street?

En una de las fábula-capítulos (postcoloniales) iniciales, “La familia de pies

menuditos”, por ejemplo, la madre de Esperanza les da a ella y sus amigas del barrio algunos

pares usados de zapatos de taco alto. Aquí el sujeto de convivencia que las niñas crean debe

negociar más allá del oikos doméstico, en la altamente comercializada y fetichizada polis. Es

decir, las niñas de Mango Street tienen que lidiar con sus roles de género en el tráfico de un

oikos sexual. Al usar los fetichizados tacos rojos (tal vez como Dorothy en El mago de Oz),

las niñas se encuentran casi engendradas como partes de cuerpo: “Tenemos piernas. Flacas y

con cicatrices brillosas… pero… agradables de ver y largas”. Experimentando con sus

nuevos roles, Esperanza y sus amigas se “pavone[an] toda[s] sobre los mágicos tacones

altos” y, en su mágico espacio urbano, aprenden a “cruzar y descruzar las piernas”

apropiadamente (Cisneros 2009, 41). La metamorfosis de las niñas del barrio es tan

seductora que el Sr. Benny, abarrotero de Mango Street, las sermonea sobre los “peligros” de

los zapatos rojos. “Son muy chiquitas para trair zapatos desos”, dice él. Ofendido por el

estado de emergencia sexualizado que Esperanza y sus amigas parecen estar iniciando en

Mango Street, justo frente a sus ojos, el Sr. Benny sólo imagina aplastar la revolución cuasi-

sexual de las niñas amenazándolas con que, si no se quitan los zapatos rojos, él tendrá que

llamar “a la polecía”. Luego, una persona que va pasando por la calle detiene a Esperanza

cerca de una taberna de Mango Street, fetichiza sus “zapatitos alimonados” y le ofrece “un

dólar [si] me besas” (Cisneros 2009, 42-43).

Junto a esta espectacular historia de las experiencias de género de las mujeres en la

novela, La casa en Mango Street concluye con los cuentos de la multitud de trabajadores

indocumentados (principalmente mexicanos y centroamericanos) en el Norte Global—los


que Esperanza sintetiza en el triste “Geraldo sin apellido” que habita las tabernas y salones

de baile de Mango Street. Todos los Geraldos que trabajan en la economía de servicio—“Ya

sabes de cuáles”, le explica Marín a Esperanza. “[P]antalones verdes y brillante camisa de

sábado” (Cisneros 2009, 67). Marín es el último en ver a Geraldo vivo cuando ella baila con

él y comparte algunas convivencias durante las cumbias y rancheras. Luego, esa misma

noche, él es atropellado y asesinado por un conductor que se echó a la fuga. “Ni dirección, ni

nombre”, le dice Marín a Esperanza. “¿No es una lástima?… Sólo un bracero más de esos

que no hablan inglés” (Cisneros 2009, 67). “Geraldo sin apellido” no es nadie para Marín—

ni amigo ni amante. Para Esperanza, sin embargo, “Geraldo sin apellido” representa a los

millones de jornaleros olvidados, sin papeles ni hospitalidad, en el Norte Global, los

Geraldos cuyas casas están en otros países. Tampoco en México recuerdan a Geraldo; las

únicas memorias (espectrales) de Geraldo en México son comentadas por un amigo local:

“ése se fue al norte… nunca volvimos a saber de él” (Cisneros 2009, 67).

Pero Esperanza también recuerda la gran y mágica historia urbana de Mamacita—

Mamasota, en realidad, porque Esperanza explica que Mamacita era una “enorme” y elegante

mujer (como un personaje de las pinturas de Fernando Botero), con una “agitación de

caderas” y “bonita de ver desde la puntita rosa salmón de la pluma de su sombrero hasta los

botones de rosa de sus dedos de pie” (Cisneros 2009, 78-79). Mamacita permanece atrapada

en el espacio de su esposo y rehusa salir de su “tercer piso al frente”, medita Esperanza, “por

los tres tramos de escaleras” o “porque”, como mujer recién llegada del Sur Global, “tiene

miedo de hablar inglés” (Cisneros 2009, 79).

“Todo el día”, dice Esperanza, Mamacita “se sienta junto a la ventana” cantando

“todas las canciones nostálgicas de su tierra con voz que suena a gaviota”. Cuando se queja

con su marido bilingüe, “¿Cuándo, cuándo, cuándo?” (80)—¿cuándo pueden volver a casa
en el Sur Global?—, él responde fríamente: “¡Ay caray! Estamos en casa. Esta es la casa”

(Cisneros 2009, 80). Con su respuesta local al deseo transnacional de Mamacita de tener una

casa rosada en otro país, “con un chorro de luz azorada”, él ignora el sufrimiento de su

esposa rompiendo así “el delgado hilito que la mantiene viva, el único camino de regreso a

aquel país” (Cisneros 2009, 80). Como si esto no fuera suficientemente devastador,

Esperanza concluye esta historia de barrio recordando que el niño pequeño de Mamacita le

rompió el corazón al cantarle no las “canciones nostálgicas de su tierra” que le encantaba

escuchar en “el radio en un programa en español”, sino un coca-colonizado “comercial de la

Pepsi que aprendió de la tele” en “un idioma que suena a hoja de lata” (Cisneros 2009, 80).

“No speak English, no speak English”, la multitud de Mango Street escuchó a Mamacita gritarle

a su sorprendido niño.

Incapaz de imaginar el “hogar” o la casa en un “idioma que suena a hoja de lata” en

sus oídos, Mamacita chilla y sólo puede volcarse a las canciones de convivencia multicultural

del Gran México que asemejan gaviotas—canciones que vuelan sobre el océano diaspórico

que conecta el Sur Global con el Norte Global. ¿Puede existir para Mamacita—se pregunta

Esperanza—un movimiento dinámico transnacional de transacción de urbanismo mágico, la

figuración de una oikonomía trans-mutable? Esperanza empatiza con el destino de Mamacita

diciendo “Yo también lloraría”. En cada uno de estos capítulos sobre “Geraldo sin apellido”,

sobre la multitud de Mamacitas y Mamás Grandes inmigrantes, encerradas en sus espacios

domésticos, Esperanza negocia con las asediadas realidades de la multicultura del Gran

México. En las experiencias compartidas con mujeres como Minerva y Mamacita, así como

con los Geraldos sin nombre y sin cara, e influida básicamente por un oikos global, Cisneros

ayuda a crear en La casa en Mango Street un espacio fantasmático alternativo para los sujetos
del Gran México que no son sometidos ni perseguidos por la homogeneidad matemática del

severo civilizacionismo del Estados Unidos post-contemporáneo.

Una cultura visual similar a la de artistas colombianos icónicos como el pintor

Fernando Botero y el escritor Gabriel García Márquez, se encuentra también, de manera

sólida, madura y voluminosa, en La casa en Mango Street. Según hemos visto, personajes como

Mamacita están espolvoreados de un vocabulario visual del Sur Global basado en formas

humanas sensuales. Al igual que las complejas pinturas de Botero emparentadas con el estilo

cubista, el texto de Cisneros ofrece una polémica visual en la generosidad, solidez y gracia de

la “agitación de caderas” de Mamacita. Para Cisneros, como para Botero y García Márquez,

la asociación de la hermosura con la redondez de una pera gigante sugiere la razón por la

cual el marido de Mamacita la mantiene encerrada para sí mismo. Es en esta voluminosa

“ampliación” del cuerpo humano que la distorsión de lo real hecha por Cisneros se torna

elemento determinante del estilo. Domina cada figura y cada objeto de la historia de

Mamacita; los volúmenes inflados al punto de reventar son omnipresentes. Entonces, si la

proporción no es un sistema invariable ni eternamente válido, Cisneros se vuelca en algunas

secciones de La casa de Mango Street a pintar en un estilo alternativo, producido y promovido

en el Sur Global, para distorsionar las proporciones de Mamacita mediante su abundancia y

generosidad formal.

Concluyo esta sección de La casa en Mango Street y sus conexiones estéticas con el

realismo mágico extra-grande de Botero y García Márquez, comentando que en abril de 1960

un joven García Márquez terminaba uno de sus ensayos periodísticos más bombásticos

diciendo: “La literatura colombiana, en conclusión general, ha sido un fraude a la nación”

(García Márquez 1992c, 667). Con esta alarmante crítica de la literatura colombiana y su

fracaso en representar la “cultura nacional”, García Márquez mediatizó en Colombia y el Sur


Global el tema de “la violencia” como una problemática real de todos los escritores

colombianos. Él también llamó la atención sobre la subdesarrollada genealogía literaria que

había retrasado la producción narratológica. Afirmando que los escritores colombianos

estaban siendo abofeteados por el violento subdesarrollo del país y que, por tanto, eran

testigos de “una gran novela”, García Márquez deduce que el novelista colombiano todavía

no tenía acceso a las técnicas narratológicas que se necesitaban para escribir la gran novela

colombiana.137

García Márquez les ofreció a los lectores de su ensayo periodístico una desafiante

crítica cultural de los límites del imaginario nacional. También les dio una explicación sobre

la historia literaria, la cual había fallado en su capacidad de pintar la violencia colombiana:

“En realidad, Colombia no estaba culturalmente madura para que tras la tragedia política y

social de los últimos años nos dejara algo más que medio centenar de testimonios crudos”

(García Márquez 1992c, 665-66). Él concluye también que este fracaso narratológico

colombiano era una condición del subdesarrollo nacional porque la literatura imaginativa

había sido escrita, principalmente, por una generación de escritores gastados y agotados: “No

existiendo las condiciones para que se produzca el escritor profesional, la creación literaria

queda relegada a las ocupaciones que dejen libre las ocupaciones normales. Es,

necesariamente, una literatura de hombres cansados” (García Márquez 1992c, 666). El

periodista García Márquez finaliza su crítica de la novela colombiana llamando a crear una

nueva estética narratológica—es decir, realiza un ejercicio de comparación y contraste de las

fallidas prácticas literarias colombianas con las innovadoras prácticas transnacionales de

pintores como Botero.

En contraste con los novelistas de Colombia, subdesarrollados según García

Márquez por una historia de violencia, los pintores de Colombia habían logrado crear un arte
de liberación en sus trabajos. Trabajando en ese espacio, pintores como Botero expresaban

“nuevas formas de expresión”, primero “aprendiendo duramente su arte y su oficio” y,

luego, en el proceso de su trabajo, “ejerciendo al mismo tiempo una vigorosa presión contra

el medio” (García Márquez 1992b, 666). En otras palabras, artistas como Botero criticaban el

imaginario nacional de Colombia pintando una conciencia extranacional, lo que García

Márquez describía como un “buen viento que sopla al norte de la pintura”, y la circulación

de la obra era recibida con una crítica comprometida, ante lo cual afirma: “Lo más saludable

que podría ocurrirle a la literatura [de Colombia] es la aparición de una crítica semejante”

(García Márquez 1992b, 667). Las pinturas de Botero (en que el arte es una acusación) se

ubican junto al realismo mágico extra-grande que hallamos en Cien años de soledad (1967) de

García Márquez, y en La casa en Mango Street de Cisneros; ambas obras literarias proveen una

estética inventiva de escala planetaria, extra-grande.

El centro del universo ficcional de la novela transnacional de Cisneros Caramelo, o puro cuento

(2002), juega radicalmente con los actos borgianos de disimulación, suplantación e infamia,

en donde la creación de la verdad, el error y la belleza por parte de la narradora, Celaya,

comienza con actos de duplicidad. Caramelo, o puro cuento, la segunda y popular novela de

cruce de frontera de Cisneros, describe el mundo totalmente imaginario de Celaya Reyes,

quien personifica el deseo de Cisneros de ser una antropoeta.138 Al comienzo del itinerario de

ocho capítulos de la novela, Celaya (también conocida como Lala) insiste en un descargo de

responsabilidad ante sus lectores, que sus “historias son puro cuento, pedazos de hilo,

retazos hallados aquí y allá, bordados y entrelazados para crear algo nuevo. He inventado lo

que no sé y exagerado lo que sé, para continuar con la tradición familiar de decir mentiras sanas”

(Cisneros 2002, i; mi cursiva). El mundo novelesco de Caramelo está desde el principio lleno

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