En el video de Carlos Amorales (1970) Luisita cleaning bad vibes
(Luisita limpiando las malas vibras, 2001) se observa a una mujer morena cuya blusa translúcida permite ver su brassiere blanco en alto contraste, caminando por los espacios de la galería Nina Menocal, sosteniendo con trapos un anafre humeante, meciéndolo de aquí para allá mientras cacarea, aúlla y balbucea sonidos incomprensibles; luego, con las manos tiznadas gesticula frente a computadoras, umbrales, muros, escritorios y ventanas de dicho lugar. Al inicio de la video-proyección se observa lo que parece ser una carta para los Reyes Magos, elevándose por encima de los árboles suspendida por globos multicolores. Al final, la mujer entorna los ojos y manotea, actuando para la cámara, después de desarrollar un ritual grotesco enfrente de la fuente marmórea de la galería. La combinación de factores va de lo humorístico a lo soez, de lo etnográfico a lo místico, sin pasar por alto el acerbo comentario sobre el sitio que alberga a la obra en sus dimensiones social, económica y cultural. En off y con subtítulos en inglés, por indicación de la chamana, la voz del artista da gracias al Padre y concluye.
La exposición individual de Amorales en la galería Menocal incluye
también un video en el que una pequeña marioneta que recuerda al ratón Miguelito (Mickey Mouse para los disneyanos), pero con patitas de araña, baila al ritmo de una pieza popular de música brasileña contemporánea comercial, reproducida en una grabadora minúscula emplazada directamente sobre el piso que apenas tocan las extremidades del personaje. Esta obra, con duración de una hora de tedio hipnótico, Dance to the Music (2000), aparenta ser simultáneamente un autorretrato, y una caricatura del artista (como entidad abstracta, más allá de Amorales en particular) en una caracterización que -de ser así- equilibra la balanza en la crítica a la institución del arte y sus protagonistas. La relación existente entre el establecimiento comercial y el productor de obras podría generar un híbrido interesante de las frases "Con dinero baila el perro" y "Estoy como la tamalera: mal y vendiendo". Muy probablemente las interpretaciones varíen en proporción con el número de visitantes. Sin embargo, la tautología ideológica en la producción de Amorales no es novedad; retrospectivamente, su investigación ha explorado aspectos tanto de los mecanismos de simulación de los procesos creativos en el arte contemporáneo, como los desplazamientos conceptuales e identitarios como herramientas de uso común. Asuntos relacionados con la política, con la descomposición del sistema de producción y distribución del arte, tanto como la participación (consciente o inconsciente) de los creadores en ella, van y vienen en sus diversos proyectos.
Creando lecturas dislocadas del color local o de la discusión
provinciana, Amorales ha generado encuentros insospechados entre su alter ego (Amorales) y su respectivo alter ego (Amorales) en mecanismos de espejo que enuncian la crisis de la competitividad como método de éxito o ascenso social; los enmascarados Amorales y Amorales (los sin moral, pues) luchan entre sí para sacar al otro del encuadre en un video mostrado hace tiempo en el Museo Carrillo Gil. Otras veces se han dado encuentros luchísticos entre ambos en arenas y encordados de México y el extranjero. También ha habido encuentros y charlas - capucha de por medio- entre Amorales y Superbarrio. Aquí la conformación de la imagen del luchador tampoco es ingenua, ya que está permeada de las acepciones probables y de los personajes que las implican: el luchador enmascarado, el luchador social, el luchador sobrehumano que trasciende las leyes de la física moderna. Por otro lado -riendo silenciosamente- está la idea romántica o patética del artista como héroe contemporáneo.
Amorales se enfrenta también a la idea que pudiera existir más
allá de su propia caracterización (idealizada o devaluada) en una serie fotográfica que funciona como atmósfera o microcosmos del individuo, más allá del personaje o el rol que interpreta (con o sin máscara). Las imágenes que componen From the Series: The Fear of Returning and not Be Understood (De la serie: El miedo de regresar y no ser comprendido, 1999) son informativas acerca de quién es en realidad nuestro interlocutor: lo desenmascaran y lo dulcifican. En otro relevo a tres caídas se sitúa el tríptico fotográfico Kramer vs. Kramer: Fotografías de Carlos Aguirre 1970-1975, seleccionadas por Carlos Amorales (2000). En este desplazamiento en el tiempo y en el espacio, Amorales se encuentra de nuevo frente al espejo, escudriña la ilusión y se reconoce en el que dejó de ser para volver a ser él mismo, ahuyentando las malas vibras.