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LA HUELLA DE LOS LIBROS

Hay escritores que atesoran y acumulan libros,


mientras otros les dejan de prestar atención una vez
leídos. La formación de las bibliotecas particulares
crea manías. Una serie de autores responde a la
pregunta sobre el apego que se puede tener por ellos

Dos estantes de madera barata, amurados a la


pared a los pies de la cama de la habitación de
un niño que, cuando sea grande, será escritor.
En los estantes, algunos cómics, libros de
Mark Twain, de Bradbury, poesía.

Cinco estantes de madera barata, amurados a


la pared a los pies de la cama de la habitación
de un adolescente que, cuando sea grande,
será escritor. A los cómics, a los libros de Mark
Twain y de Bradbury, se han sumado Julio
Cortázar, J. D. Salinger, Henry Miller, Mario
Vargas Llosa, Gabriel García Márquez.

Seis estantes de madera barata, amurados a la


pared a los pies de la cama de la habitación de
un piso de soltero de un varón joven que
empieza a ser escritor. En los estantes hay dos hileras de libros más varias pilas sobre la mesa de noche
más cinco pilas a los pies de la cama. Los cómics, Mark Twain y Ray Bradbury se mezclan ahora con
Paul Auster, Dostoievski, Henry James, Scott Fitzgerald, Flaubert, Nabokov, Barthes, Faulkner.

Diez estantes de madera de roble a los pies de la cama de una habitación matrimonial de un hombre que
es escritor; varios estantes de madera de color blanco en el pasillo que comunica la habitación con el
baño; unos pocos estantes de madera de nogal en una hornacina originalmente construida para ser un
exhibidor de vajilla; una estructura de madera indescifrable que cubre dos de las paredes del estudio y,
finalmente, la bestia demencial, la nave madre: la biblioteca de piso a techo que recorre las paredes de la
sala. Y en todas partes -en la habitación, en el pasillo, en la hornacina, en el estudio, en la sala- la orgía
de lomos: ensayo, literatura norteamericana, francesa, española, latinoamericana, libros propios,
clásicos, poesía, diez ediciones distintas -tapas duras, bolsillo, diversos idiomas- de Suave es la noche,
de El mundo según Garp, de Madame Bovary. Y, en todas partes, la bestia múltiple se relame y se
declara en triunfo porque, además, el escritor es joven y eso quiere decir que éste es sólo el comienzo. Y
es un gran comienzo.

-----
-Tengo una relación alimentaria con mis libros -dice el escritor chileno Rafael Gumucio, autor de La
deuda (Mondadori)-. Quiero devorarlos, consumirlos y luego, como un pollo rostizado que se enfría en
la mesa, los abandono, los olvido, los dejo ir.

-Conservar los libros es conservar las huellas de mis lecturas -dice el escritor argentino Martín Kohan,
autor de Cuentas pendientes (Anagrama)-. No son objetos fetiche, no los atesoro ni los venero; los
retengo para poder volver sobre mi trabajo.

-Atesoro libros pero, paradójicamente, no estoy apegado a ellos -dice el escritor colombiano Héctor
Abad Faciolince, autor de El olvido que seremos (Seix Barral)-. No los maltrato, pero no me importa
demasiado perder algunos. Tengo con ellos una relación íntima y distante al mismo tiempo: no son
parientes (no soy aprensivo con ellos), son amigos.

-Somos muy felices juntos. Y seguimos creciendo. En la salud y en la enfermedad y hasta que la muerte
nos separe -dice Rodrigo Fresán, escritor argentino autor de El fondo del cielo (Mondadori).

-Me he mudado muchas veces -dice el escritor peruano Santiago Roncagliolo, autor de Tan cerca de la
vida (Alfaguara)- y en cada una de ellas he regalado mis libros. Siempre he creído que mi vida debería
pesar menos de 32 kilos, que es el equipaje que me traje del Perú a España. Todo lo demás es
innecesario y te mantiene atado al pasado.

-Tengo con ellos una relación de necesidad (no puedo estar lejos de los libros), de culto (creo en la
superioridad del libro), de complicidad (confío en los libros más que en la mayoría de las personas, las
artes, las tecnologías) -dice el escritor argentino Alan Pauls, autor de Historia del pelo (Anagrama)-. No
veo en mi biblioteca ningún alarde, ninguna suntuosidad, ni siquiera el brillo de un capital acumulado.
Mi biblioteca es mi comunidad: ahí están mis interlocutores más amigos y más radicales; ahí están los
que me sostienen, me discuten, me forman, me seducen, me inspiran, me mejoran.

La biblioteca no como una colección de libros -jamás como una colección de libros- sino como una
huella. Como una forma de tener o no tener, de aferrarse o dejar ir. Una autobiografía. Un mapa del
pasado y un intento de dibujar, sobre las aguas indescifrables de lo que vendrá, un gesto seguro porque,
como se sabe, salvo error o inundación o incendio o naufragio, los libros siempre -siempre- estarán allí.
A veces por suerte. A veces no tanto.

-----

La biblioteca como acumulación, como manía. La biblioteca como la primera de todas las pertenencias
(se compran libros propios mucho antes de poder comprar la propia ropa), la biblioteca como cultivo,
como cosecha, como carga. La biblioteca como pesadilla.

-Dije "mi biblioteca" la primera vez que tuve que mudarla -dice Alan Pauls-. El sentimiento: una mezcla
de orgullo y de terror. Pensé: ¿cuántas veces en mi vida tendré que pasar por esto? Cada vez que tengo
que mudar la biblioteca se me ocurre que es quizás lo único que podría hacerme dejar la literatura y
cambiar de vida.
-Mudarse con los libros es una experiencia traumática -dice la escritora argentina Mariana Enríquez,
autora de Los peligros de fumar en la cama (Emecé)-. Las empresas de mudanza obligan a poner los
libros en canastos de mimbre gigantes. Yo suelo llenarlos hasta el tope y luego me piden que saque la
mitad: en mi mente, los libros no pesan.

En un texto publicado en la revista española Eñe, que dedica una sección a que los escritores hablen de
sus bibliotecas, Rodrigo Fresán relata el horror de mudar la suya. "Llego a mi casa y el pequeño ejército
de mi mujer baja cajas del camión y las sube por una escalera y es como si yo contemplara el lento pero
constante relleno de una pirámide: los tesoros de un faraón doméstico acumulados a lo largo de una
vida", escribe Fresán. "El peso del pasado de un escritor es, también, el peso de la biblioteca".

La biblioteca como el rastro de una excentricidad, de una obsesión, de unos amores, de unos
desamparos. La biblioteca como resguardo contra el olvido.

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Bibliotecas que se disolvieron en inundaciones o se deshicieron roídas por las ratas o fueron
descuartizadas en divorcios escabrosos. Y personas. Personas que tienen pesadillas recurrentes con la
última escena de la película El nombre de la rosa, en la que Sean Connery, en el rol de Guillermo de
Baskerville, ve cómo la biblioteca de una abadía benedictina se incendia a su alrededor mientras él
intenta salvar -infructuosamente- tres, cuatro incunables. Personas que, como Eduardo Mendoza, ante
la pregunta de qué libro se llevaría a una isla desierta, responden: "Prefiero ahogarme en el naufragio".

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Héctor Abad Faciolince. Escritor. Colombiano. Su biblioteca -unos siete mil volúmenes- cruzó el
Atlántico cuatro veces en dos mudanzas. No lo une a ella una relación de orgullo porque "es como tener
una casa. Es algo tan necesario como tener techo, y uno no se enorgullece de los bienes de primera
necesidad". Tiene una primera edición de Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca, aunque no
sabe cómo llegó a sus manos porque no recuerda haberla robado. Abandona y presta libros. No le
importa que se manchen con comida o se estropeen. No tiene prurito en partirles el lomo cuando no se
abren con facilidad. Si un incendio o un terremoto lo obligaran a huir de su casa no pensaría en qué
libros llevarse sino en sus hijos y en su vida: "Los libros son secundarios. Si se pierden estos, otros
sobrevivirán. Que se jodan los libros".

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-¿Cuál es la peor pesadilla relacionada con su biblioteca, que lo aplaste, que se incendie?

-Todas esas y alguna otra -dice Rodrigo Fresán.

-Que no entre -dice Alan Pauls.

-Mi peor pesadilla es que me mencionen este horrible tema -dice el escritor colombiano Daniel Samper
Pizano, autor de La mica del Titanic (Aguilar).
-Que se me caiga encima -dice Martín Kohan.

"He llegado a tener un baño con paredes tapizadas de estanterías, lo que imposibilitaba el uso de la
ducha y obligaba a bañarse con la ventana abierta para evitar la condensación -escribe Jacques Bonnet
en Bibliotecas llenas de fantasmas (Anagrama)-. (...) Sólo la pared de mi dormitorio en la que se
encuentra la cabecera de la cama ha quedado libre debido a un viejo trauma: me enteré, hace muchos
años, de las circunstancias en las que murió el compositor Charles-Valentin Alkan, apodado el "Berlioz
del piano": lo encontraron muerto el 30 de marzo de 1888, aplastado por su biblioteca".

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Alan Pauls. Escritor. Argentino. Subraya los libros y llena de notas las últimas páginas, pero nunca
dobla las esquinas. Se desprende de varios volúmenes cada vez que se muda. Encontró un libro alemán
para chicos, Der Struwwelpeter, de Heinrich Hoffmann, en circunstancias extrañas: "Tiene en la tapa a
una especie de niño enano con una melena afro rubia y uñas larguísimas, vestido con calzas verdes y
zapatos ballerina. Me lo leía mi abuela alemana cuando era chico. Lo gocé como un loco, lo aborrecí, lo
perdí de vista. Cuarenta y cinco años después, a poco de morir mi padre (que había nacido en Berlín), lo
encontré en un estante de su biblioteca cuando entré a su departamento para poner en orden sus cosas.
La melena afro no podía ser más contemporánea: yo acababa de publicar una novela llamada Historia
del pelo".

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¿Qué es lo que mueve a alguien a acumular objetos pesados, analógicos, anacrónicos, que según una
clasificación torpe podrían dividirse en libros que nunca se han leído y que nunca van a leerse pero que
se conservan "por las dudas"; libros que ya se han leído y que probablemente nunca vuelvan a leerse
pero que se conservan de todos modos; y libros que aún no se han leído y que pasarán, en breve, a
formar parte de alguna de las dos categorías anteriores? En su texto Desembalo mi biblioteca. Un
discurso sobre el arte de coleccionar, Walter Benjamin dice: "Cuántas cosas surgen de la memoria una
vez que uno se zambulló en la montaña de cajones para empezar a sacar los libros como de una mina a
cielo abierto o, mejor dicho, de la noche cerrada. La forma más contundente de demostrar la fascinación
de esta tarea de desembalar es la dificultad de abandonarla. Había comenzado a mediodía y llegó la
medianoche antes de que hubiera llegado a las últimas cajas". En ese mismo texto Benjamin recuerda
que, cuando le preguntaron a Anatole France si había leído todos los libros que poseía, respondió: "Ni la
décima parte. ¿O usted tal vez come todos los días en su vajilla de Sèvres?".

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Rodrigo Fresán. Escritor. Argentino. No heredó libros. Todos los que tiene son adquiridos -o robados-
por él. Evita prestarlos y puede montar un escándalo si se manchan con comida. Jamás subraya, jamás
dobla esquinas, jamás quiebra lomos. Tiene un hijo de cuatro años a quien sólo permite tomar alguno
"bajo estricta vigilancia". Ha transportado de una ciudad a otra más de mil kilos de papel. Tiene un
ejemplar de The stories of John Cheever, firmado por Cheever, que compró a 25 centavos de dólar, y un
ejemplar de la primera edición de Matadero Cinco en cuya primera página se lee "To R. from K.". Solía
comprar diversas ediciones de una misma obra y llegó a acumular quince de El mundo según Garp, de
John Irving.

-Si le prestan un libro, lo lee, le gusta y sabe que es inconseguible, ¿qué hace?

-Lo miro fijo, lo sigo mirando fijo, lo miro fijo un poco más. Y así hasta que suceda un milagro.

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Andrés Trapiello, español, autor de Los confines (Destino), tiene su biblioteca en dos casas, una en
Madrid, otra en el campo extremeño.

-Que esté dividida tiene una desventaja: no encuentras nunca el libro que necesitas, pero también una
gran ventaja: nunca pierdes la esperanza de encontrarlo en la otra.

Pero hay casos extremos en los que la biblioteca no está en dos ciudades, ni en dos casas, sino en dos
países y, a veces, en dos continentes. El escritor boliviano Edmundo Paz Soldán, autor de Los vivos y los
muertos (Alfaguara), enseña en la Universidad de Cornell y vive en Ithaca, Estados Unidos.

-Tengo varias. Una en la casa en la que vivo, en Ithaca. Otra en mi oficina de la universidad. Otra en la
casa de mi papá en Cochabamba, Bolivia. Y he dejado bibliotecas enteras. Cuando me fui de Buenos
Aires a estudiar a Alabama dejé mi biblioteca y nunca la fui a buscar. En Alabama comencé otra pero,
tres años después, al irme, también la dejé. No tengo una relación de posesión con mis libros. Están
hechos para circular.

Daniel Samper Pizano tiene dos bibliotecas, una en Colombia y otra en España.

-Quienes hemos tenido que salir del país donde atesoramos la primera biblioteca, nos paseamos por el
mundo con los recuerdos, los pesares y los conocimientos descuartizados. Yo mantengo en Colombia
casi todos los libros que obtuve y leí o quise leer hasta 1986, y de 1986 a hoy he formado otra biblioteca
en España. En ambas hay un número de títulos comunes sin los cuales me sentiría profundamente
inseguro.

"El hogar -decía el escritor, militar, científico y explorador británico Richard Burton- está donde se
tienen los libros".

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Rafael Gumucio. Escritor. Chileno. Formó una biblioteca siendo adolescente pero empezó a viajar y la
regaló para poder seguir viajando. Le gusta, después de leer un libro, "botarlo como un chocolate al que
se le quita el envase". Robó una novela de Cortázar a unas monjas que lo salvaron de unos trabajos
voluntarios de ultraizquierda. No subraya porque no lo necesita: es disléxico y lee tan lento que las
frases se le quedan pegadas. Dobla las esquinas de las hojas y anota números de teléfonos y direcciones
en la última página.

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En Pensar, clasificar, George Perec enumeraba así las posibles formas de ordenar una biblioteca:
alfabética, por continentes o países, por colores, por encuadernación, por fecha de adquisición, por
fecha de publicación, por formato, por géneros, por grandes periodos literarios, por idiomas, por
prioridad de lecturas, por serie. Hace años el escritor argentino Guillermo Piro -que alquilaba un
departamento sólo para guardar sus libros y que, si tenía que fotocopiarlos, lo hacía sólo con su
"fotocopiador de confianza"- decía que, en una época, solía clasificar por amistades y enemistades de los
autores: Celine cerca de Proust porque Celine odiaba a Proust y esa era una forma póstuma de propiciar
un encuentro.

-La única parte organizada de mi biblioteca es la "egoteca" -dice Santiago Roncagliolo-. Contiene mis
libros, antologías de cuento con mis cuentos, traducciones de mis libros, copias pirata.

-Casi no los clasifico -dice Rafael Gumucio-, y cuando lo hago, lo hago por el peor criterio de todos, el
color y la forma de sus lomos para que se vea más o menos estético.

-Agrupo así -dice Martín Kohan-: teoría y filosofía, crítica literaria, literatura argentina, literatura
latinoamericana, otras literaturas, política, San Martín, otros. Los de teoría se agrupan por afinidad
temática o por corrientes; los de literatura argentina, alfabéticamente; los de literatura latinoamericana,
por países.

-Como todo bibliómano -dice Daniel Samper Pizano- tengo capítulos curiosos y mimados en la mía. La
Gaboteca, por ejemplo, donde están todas las primeras ediciones de Gabriel García Márquez dedicadas
por el propio autor y casi todas las traducciones de Cien años de soledad. O la Titanicoteca, compuesta
por libros y artículos que atesoro sobre el famoso naufragio desde que tenía doce años. O la
Quevedoteca, una colección de libros sobre la obra de don Francisco y el Siglo de Oro, que incluye tres
libros publicados a principios del siglo XVIII.

-Mi orden es así -dice Mariana Enríquez-: argentinos, latinoamericanos, novelas gráficas, arte e
ilustración, libros de viajes, libros de psicogeografía, gótico sureño, japoneses, biografías, ensayo y
crónica y no ficción en general, ingleses, norteamericanos, franceses, italianos, alemanes, resto de
Europa, resto del mundo, África, libros de terror, libros de rock, poesía, libros que me falta leer.

-Los clasifico en dos grandes categorías -dice Alan Pauls-: ficción y no ficción. Dentro de ficción:
literatura angloamericana, literatura europea, literatura argentina y latinoamericana. Dentro de cada
categoría rige el orden alfabético. Están prohibidas las clasificaciones especiales y las excepciones.

Los clasifico así, dicen, y enumeran, como si esas clasificaciones fueran un dispositivo obvio, una fuerza
de la naturaleza: algo que sólo puede hacerse así y jamás -jamás- de otra manera.

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Daniel Samper Pizano. Escritor. Colombiano. Dueño de unos 10.000 libros. Tan avaro en el préstamo
como honrado en la devolución. Tiene una edición primera de Cien años de soledad con una dedicatoria
de García Márquez que dice: "Dámelo, que yo lo escribí". Los subraya, los escribe, pero no les parte el
lomo ("he partido el lomo de gente que se ha atrevido a partir el lomo de un libro").
-Si hubiera invertido en finca raíz lo que he gastado en libros tendría un ático en Manhattan... pero
inútil, sin libros.

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-¿Se desprende de libros cada tanto o los conserva todos?

-No -dice Martín Kohan-, pero perdí la pasión de su posesión, el gusto del atesoramiento.

-He regalado una hija mía a un mercader árabe y vendido dos nietos a familias estériles europeas, pero
sólo un cirujano hábil o un escuadrón del Mosad podrían lograr que me desprendiera de un libro,
aunque sepa que nunca lo leeré. Siempre flota la duda: "¿Y si llego a necesitarlo?" -dice Daniel Samper
Pizano.

-De tanto en tanto se impone una purga estalinista -dice Rodrigo Fresán-. "Fuera todo libro que ya
nunca volveré a abrir en mi vida y que no tenga valor sentimental". Pero debo agregar que soy alguien
mucho más sensible que Stalin y perdono muchas, demasiadas vidas.

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Un día miércoles el escritor español Andrés Trapiello responde a la pregunta "¿ha perdido algún libro
que aún recuerde con dolor? ¿En qué circunstancias?" con esta respuesta:

-Sí, un libro de Fellini que éste había dedicado a mi mujer. Era una edición corriente de bolsillo, pero en
ella estaba el trazo de aquel hombre maravilloso.

Cinco días más tarde llega un mensaje suyo que dice: "Te lo creas o no, después de diez años buscándolo
en ambas casas, el libro de Fellini dedicado a mi mujer acaba de aparecer, se diría que convocado. Yo
tengo otra teoría, a veces los libros se van de casa, y vuelven un día impensado, como los hijos pródigos.
Y la alegría es mayor no por el hallazgo, sino por la vuelta a la normalidad".

La vuelta a la normalidad. Que es, como todos saben, más y mejores libros.

Dos estantes de madera barata, amurados a la pared a los pies de la cama de la habitación de un niño
que, cuando sea grande, será escritor. En los estantes, algunos cómics, libros de Mark Twain, de
Bradbury, poesía.

Cinco estantes de madera barata, amurados a la pared a los pies de la cama de la habitación de un
adolescente que, cuando sea grande, será escritor. A los cómics, a los libros de Mark Twain y de
Bradbury, se han sumado Julio Cortázar, J. D. Salinger, Henry Miller, Mario Vargas Llosa, Gabriel
García Márquez.

Seis estantes de madera barata, amurados a la pared a los pies de la cama de la habitación de un piso de
soltero de un varón joven que empieza a ser escritor. En los estantes hay dos hileras de libros más varias
pilas sobre la mesa de noche más cinco pilas a los pies de la cama. Los cómics, Mark Twain y Ray
Bradbury se mezclan ahora con Paul Auster, Dostoievski, Henry James, Scott Fitzgerald, Flaubert,
Nabokov, Barthes, Faulkner.

Diez estantes de madera de roble a los pies de la cama de una habitación matrimonial de un hombre que
es escritor; varios estantes de madera de color blanco en el pasillo que comunica la habitación con el
baño; unos pocos estantes de madera de nogal en una hornacina originalmente construida para ser un
exhibidor de vajilla; una estructura de madera indescifrable que cubre dos de las paredes del estudio y,
finalmente, la bestia demencial, la nave madre: la biblioteca de piso a techo que recorre las paredes de la
sala. Y en todas partes -en la habitación, en el pasillo, en la hornacina, en el estudio, en la sala- la orgía
de lomos: ensayo, literatura norteamericana, francesa, española, latinoamericana, libros propios,
clásicos, poesía, diez ediciones distintas -tapas duras, bolsillo, diversos idiomas- de Suave es la noche,
de El mundo según Garp, de Madame Bovary. Y, en todas partes, la bestia múltiple se relame y se
declara en triunfo porque, además, el escritor es joven y eso quiere decir que éste es sólo el comienzo. Y
es un gran comienzo.

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-Tengo una relación alimentaria con mis libros -dice el escritor chileno Rafael Gumucio, autor de La
deuda (Mondadori)-. Quiero devorarlos, consumirlos y luego, como un pollo rostizado que se enfría en
la mesa, los abandono, los olvido, los dejo ir.

-Conservar los libros es conservar las huellas de mis lecturas -dice el escritor argentino Martín Kohan,
autor de Cuentas pendientes (Anagrama)-. No son objetos fetiche, no los atesoro ni los venero; los
retengo para poder volver sobre mi trabajo.

-Atesoro libros pero, paradójicamente, no estoy apegado a ellos -dice el escritor colombiano Héctor
Abad Faciolince, autor de El olvido que seremos (Seix Barral)-. No los maltrato, pero no me importa
demasiado perder algunos. Tengo con ellos una relación íntima y distante al mismo tiempo: no son
parientes (no soy aprensivo con ellos), son amigos.

-Somos muy felices juntos. Y seguimos creciendo. En la salud y en la enfermedad y hasta que la muerte
nos separe -dice Rodrigo Fresán, escritor argentino autor de El fondo del cielo (Mondadori).

-Me he mudado muchas veces -dice el escritor peruano Santiago Roncagliolo, autor de Tan cerca de la
vida (Alfaguara)- y en cada una de ellas he regalado mis libros. Siempre he creído que mi vida debería
pesar menos de 32 kilos, que es el equipaje que me traje del Perú a España. Todo lo demás es
innecesario y te mantiene atado al pasado.

-Tengo con ellos una relación de necesidad (no puedo estar lejos de los libros), de culto (creo en la
superioridad del libro), de complicidad (confío en los libros más que en la mayoría de las personas, las
artes, las tecnologías) -dice el escritor argentino Alan Pauls, autor de Historia del pelo (Anagrama)-. No
veo en mi biblioteca ningún alarde, ninguna suntuosidad, ni siquiera el brillo de un capital acumulado.
Mi biblioteca es mi comunidad: ahí están mis interlocutores más amigos y más radicales; ahí están los
que me sostienen, me discuten, me forman, me seducen, me inspiran, me mejoran.
La biblioteca no como una colección de libros -jamás como una colección de libros- sino como una
huella. Como una forma de tener o no tener, de aferrarse o dejar ir. Una autobiografía. Un mapa del
pasado y un intento de dibujar, sobre las aguas indescifrables de lo que vendrá, un gesto seguro porque,
como se sabe, salvo error o inundación o incendio o naufragio, los libros siempre -siempre- estarán allí.
A veces por suerte. A veces no tanto.

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La biblioteca como acumulación, como manía. La biblioteca como la primera de todas las pertenencias
(se compran libros propios mucho antes de poder comprar la propia ropa), la biblioteca como cultivo,
como cosecha, como carga. La biblioteca como pesadilla.

-Dije "mi biblioteca" la primera vez que tuve que mudarla -dice Alan Pauls-. El sentimiento: una mezcla
de orgullo y de terror. Pensé: ¿cuántas veces en mi vida tendré que pasar por esto? Cada vez que tengo
que mudar la biblioteca se me ocurre que es quizás lo único que podría hacerme dejar la literatura y
cambiar de vida.

-Mudarse con los libros es una experiencia traumática -dice la escritora argentina Mariana Enríquez,
autora de Los peligros de fumar en la cama (Emecé)-. Las empresas de mudanza obligan a poner los
libros en canastos de mimbre gigantes. Yo suelo llenarlos hasta el tope y luego me piden que saque la
mitad: en mi mente, los libros no pesan.

En un texto publicado en la revista española Eñe, que dedica una sección a que los escritores hablen de
sus bibliotecas, Rodrigo Fresán relata el horror de mudar la suya. "Llego a mi casa y el pequeño ejército
de mi mujer baja cajas del camión y las sube por una escalera y es como si yo contemplara el lento pero
constante relleno de una pirámide: los tesoros de un faraón doméstico acumulados a lo largo de una
vida", escribe Fresán. "El peso del pasado de un escritor es, también, el peso de la biblioteca".

La biblioteca como el rastro de una excentricidad, de una obsesión, de unos amores, de unos
desamparos. La biblioteca como resguardo contra el olvido.

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Bibliotecas que se disolvieron en inundaciones o se deshicieron roídas por las ratas o fueron
descuartizadas en divorcios escabrosos. Y personas. Personas que tienen pesadillas recurrentes con la
última escena de la película El nombre de la rosa, en la que Sean Connery, en el rol de Guillermo de
Baskerville, ve cómo la biblioteca de una abadía benedictina se incendia a su alrededor mientras él
intenta salvar -infructuosamente- tres, cuatro incunables. Personas que, como Eduardo Mendoza, ante
la pregunta de qué libro se llevaría a una isla desierta, responden: "Prefiero ahogarme en el naufragio".

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Héctor Abad Faciolince. Escritor. Colombiano. Su biblioteca -unos siete mil volúmenes- cruzó el
Atlántico cuatro veces en dos mudanzas. No lo une a ella una relación de orgullo porque "es como tener
una casa. Es algo tan necesario como tener techo, y uno no se enorgullece de los bienes de primera
necesidad". Tiene una primera edición de Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca, aunque no
sabe cómo llegó a sus manos porque no recuerda haberla robado. Abandona y presta libros. No le
importa que se manchen con comida o se estropeen. No tiene prurito en partirles el lomo cuando no se
abren con facilidad. Si un incendio o un terremoto lo obligaran a huir de su casa no pensaría en qué
libros llevarse sino en sus hijos y en su vida: "Los libros son secundarios. Si se pierden estos, otros
sobrevivirán. Que se jodan los libros".

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-¿Cuál es la peor pesadilla relacionada con su biblioteca, que lo aplaste, que se incendie?

-Todas esas y alguna otra -dice Rodrigo Fresán.

-Que no entre -dice Alan Pauls.

-Mi peor pesadilla es que me mencionen este horrible tema -dice el escritor colombiano Daniel Samper
Pizano, autor de La mica del Titanic (Aguilar).

-Que se me caiga encima -dice Martín Kohan.

"He llegado a tener un baño con paredes tapizadas de estanterías, lo que imposibilitaba el uso de la
ducha y obligaba a bañarse con la ventana abierta para evitar la condensación -escribe Jacques Bonnet
en Bibliotecas llenas de fantasmas (Anagrama)-. (...) Sólo la pared de mi dormitorio en la que se
encuentra la cabecera de la cama ha quedado libre debido a un viejo trauma: me enteré, hace muchos
años, de las circunstancias en las que murió el compositor Charles-Valentin Alkan, apodado el "Berlioz
del piano": lo encontraron muerto el 30 de marzo de 1888, aplastado por su biblioteca".

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Alan Pauls. Escritor. Argentino. Subraya los libros y llena de notas las últimas páginas, pero nunca
dobla las esquinas. Se desprende de varios volúmenes cada vez que se muda. Encontró un libro alemán
para chicos, Der Struwwelpeter, de Heinrich Hoffmann, en circunstancias extrañas: "Tiene en la tapa a
una especie de niño enano con una melena afro rubia y uñas larguísimas, vestido con calzas verdes y
zapatos ballerina. Me lo leía mi abuela alemana cuando era chico. Lo gocé como un loco, lo aborrecí, lo
perdí de vista. Cuarenta y cinco años después, a poco de morir mi padre (que había nacido en Berlín), lo
encontré en un estante de su biblioteca cuando entré a su departamento para poner en orden sus cosas.
La melena afro no podía ser más contemporánea: yo acababa de publicar una novela llamada Historia
del pelo".

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¿Qué es lo que mueve a alguien a acumular objetos pesados, analógicos, anacrónicos, que según una
clasificación torpe podrían dividirse en libros que nunca se han leído y que nunca van a leerse pero que
se conservan "por las dudas"; libros que ya se han leído y que probablemente nunca vuelvan a leerse
pero que se conservan de todos modos; y libros que aún no se han leído y que pasarán, en breve, a
formar parte de alguna de las dos categorías anteriores? En su texto Desembalo mi biblioteca. Un
discurso sobre el arte de coleccionar, Walter Benjamin dice: "Cuántas cosas surgen de la memoria una
vez que uno se zambulló en la montaña de cajones para empezar a sacar los libros como de una mina a
cielo abierto o, mejor dicho, de la noche cerrada. La forma más contundente de demostrar la fascinación
de esta tarea de desembalar es la dificultad de abandonarla. Había comenzado a mediodía y llegó la
medianoche antes de que hubiera llegado a las últimas cajas". En ese mismo texto Benjamin recuerda
que, cuando le preguntaron a Anatole France si había leído todos los libros que poseía, respondió: "Ni la
décima parte. ¿O usted tal vez come todos los días en su vajilla de Sèvres?".

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Rodrigo Fresán. Escritor. Argentino. No heredó libros. Todos los que tiene son adquiridos -o robados-
por él. Evita prestarlos y puede montar un escándalo si se manchan con comida. Jamás subraya, jamás
dobla esquinas, jamás quiebra lomos. Tiene un hijo de cuatro años a quien sólo permite tomar alguno
"bajo estricta vigilancia". Ha transportado de una ciudad a otra más de mil kilos de papel. Tiene un
ejemplar de The stories of John Cheever, firmado por Cheever, que compró a 25 centavos de dólar, y un
ejemplar de la primera edición de Matadero Cinco en cuya primera página se lee "To R. from K.". Solía
comprar diversas ediciones de una misma obra y llegó a acumular quince de El mundo según Garp, de
John Irving.

-Si le prestan un libro, lo lee, le gusta y sabe que es inconseguible, ¿qué hace?

-Lo miro fijo, lo sigo mirando fijo, lo miro fijo un poco más. Y así hasta que suceda un milagro.

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Andrés Trapiello, español, autor de Los confines (Destino), tiene su biblioteca en dos casas, una en
Madrid, otra en el campo extremeño.

-Que esté dividida tiene una desventaja: no encuentras nunca el libro que necesitas, pero también una
gran ventaja: nunca pierdes la esperanza de encontrarlo en la otra.

Pero hay casos extremos en los que la biblioteca no está en dos ciudades, ni en dos casas, sino en dos
países y, a veces, en dos continentes. El escritor boliviano Edmundo Paz Soldán, autor de Los vivos y los
muertos (Alfaguara), enseña en la Universidad de Cornell y vive en Ithaca, Estados Unidos.

-Tengo varias. Una en la casa en la que vivo, en Ithaca. Otra en mi oficina de la universidad. Otra en la
casa de mi papá en Cochabamba, Bolivia. Y he dejado bibliotecas enteras. Cuando me fui de Buenos
Aires a estudiar a Alabama dejé mi biblioteca y nunca la fui a buscar. En Alabama comencé otra pero,
tres años después, al irme, también la dejé. No tengo una relación de posesión con mis libros. Están
hechos para circular.

Daniel Samper Pizano tiene dos bibliotecas, una en Colombia y otra en España.
-Quienes hemos tenido que salir del país donde atesoramos la primera biblioteca, nos paseamos por el
mundo con los recuerdos, los pesares y los conocimientos descuartizados. Yo mantengo en Colombia
casi todos los libros que obtuve y leí o quise leer hasta 1986, y de 1986 a hoy he formado otra biblioteca
en España. En ambas hay un número de títulos comunes sin los cuales me sentiría profundamente
inseguro.

"El hogar -decía el escritor, militar, científico y explorador británico Richard Burton- está donde se
tienen los libros".

-----

Rafael Gumucio. Escritor. Chileno. Formó una biblioteca siendo adolescente pero empezó a viajar y la
regaló para poder seguir viajando. Le gusta, después de leer un libro, "botarlo como un chocolate al que
se le quita el envase". Robó una novela de Cortázar a unas monjas que lo salvaron de unos trabajos
voluntarios de ultraizquierda. No subraya porque no lo necesita: es disléxico y lee tan lento que las
frases se le quedan pegadas. Dobla las esquinas de las hojas y anota números de teléfonos y direcciones
en la última página.

-----

En Pensar, clasificar, George Perec enumeraba así las posibles formas de ordenar una biblioteca:
alfabética, por continentes o países, por colores, por encuadernación, por fecha de adquisición, por
fecha de publicación, por formato, por géneros, por grandes periodos literarios, por idiomas, por
prioridad de lecturas, por serie. Hace años el escritor argentino Guillermo Piro -que alquilaba un
departamento sólo para guardar sus libros y que, si tenía que fotocopiarlos, lo hacía sólo con su
"fotocopiador de confianza"- decía que, en una época, solía clasificar por amistades y enemistades de los
autores: Celine cerca de Proust porque Celine odiaba a Proust y esa era una forma póstuma de propiciar
un encuentro.

-La única parte organizada de mi biblioteca es la "egoteca" -dice Santiago Roncagliolo-. Contiene mis
libros, antologías de cuento con mis cuentos, traducciones de mis libros, copias pirata.

-Casi no los clasifico -dice Rafael Gumucio-, y cuando lo hago, lo hago por el peor criterio de todos, el
color y la forma de sus lomos para que se vea más o menos estético.

-Agrupo así -dice Martín Kohan-: teoría y filosofía, crítica literaria, literatura argentina, literatura
latinoamericana, otras literaturas, política, San Martín, otros. Los de teoría se agrupan por afinidad
temática o por corrientes; los de literatura argentina, alfabéticamente; los de literatura latinoamericana,
por países.

-Como todo bibliómano -dice Daniel Samper Pizano- tengo capítulos curiosos y mimados en la mía. La
Gaboteca, por ejemplo, donde están todas las primeras ediciones de Gabriel García Márquez dedicadas
por el propio autor y casi todas las traducciones de Cien años de soledad. O la Titanicoteca, compuesta
por libros y artículos que atesoro sobre el famoso naufragio desde que tenía doce años. O la
Quevedoteca, una colección de libros sobre la obra de don Francisco y el Siglo de Oro, que incluye tres
libros publicados a principios del siglo XVIII.

-Mi orden es así -dice Mariana Enríquez-: argentinos, latinoamericanos, novelas gráficas, arte e
ilustración, libros de viajes, libros de psicogeografía, gótico sureño, japoneses, biografías, ensayo y
crónica y no ficción en general, ingleses, norteamericanos, franceses, italianos, alemanes, resto de
Europa, resto del mundo, África, libros de terror, libros de rock, poesía, libros que me falta leer.

-Los clasifico en dos grandes categorías -dice Alan Pauls-: ficción y no ficción. Dentro de ficción:
literatura angloamericana, literatura europea, literatura argentina y latinoamericana. Dentro de cada
categoría rige el orden alfabético. Están prohibidas las clasificaciones especiales y las excepciones.

Los clasifico así, dicen, y enumeran, como si esas clasificaciones fueran un dispositivo obvio, una fuerza
de la naturaleza: algo que sólo puede hacerse así y jamás -jamás- de otra manera.

-----

Daniel Samper Pizano. Escritor. Colombiano. Dueño de unos 10.000 libros. Tan avaro en el préstamo
como honrado en la devolución. Tiene una edición primera de Cien años de soledad con una dedicatoria
de García Márquez que dice: "Dámelo, que yo lo escribí". Los subraya, los escribe, pero no les parte el
lomo ("he partido el lomo de gente que se ha atrevido a partir el lomo de un libro").

-Si hubiera invertido en finca raíz lo que he gastado en libros tendría un ático en Manhattan... pero
inútil, sin libros.

-----

-¿Se desprende de libros cada tanto o los conserva todos?

-No -dice Martín Kohan-, pero perdí la pasión de su posesión, el gusto del atesoramiento.

-He regalado una hija mía a un mercader árabe y vendido dos nietos a familias estériles europeas, pero
sólo un cirujano hábil o un escuadrón del Mosad podrían lograr que me desprendiera de un libro,
aunque sepa que nunca lo leeré. Siempre flota la duda: "¿Y si llego a necesitarlo?" -dice Daniel Samper
Pizano.

-De tanto en tanto se impone una purga estalinista -dice Rodrigo Fresán-. "Fuera todo libro que ya
nunca volveré a abrir en mi vida y que no tenga valor sentimental". Pero debo agregar que soy alguien
mucho más sensible que Stalin y perdono muchas, demasiadas vidas.

-----

Un día miércoles el escritor español Andrés Trapiello responde a la pregunta "¿ha perdido algún libro
que aún recuerde con dolor? ¿En qué circunstancias?" con esta respuesta:
-Sí, un libro de Fellini que éste había dedicado a mi mujer. Era una edición corriente de bolsillo, pero en
ella estaba el trazo de aquel hombre maravilloso.

Cinco días más tarde llega un mensaje suyo que dice: "Te lo creas o no, después de diez años buscándolo
en ambas casas, el libro de Fellini dedicado a mi mujer acaba de aparecer, se diría que convocado. Yo
tengo otra teoría, a veces los libros se van de casa, y vuelven un día impensado, como los hijos pródigos.
Y la alegría es mayor no por el hallazgo, sino por la vuelta a la normalidad".

La vuelta a la normalidad. Que es, como todos saben, más y mejores libros.

Dos estantes de madera barata, amurados a la pared a los pies de la cama de la habitación de un niño
que, cuando sea grande, será escritor. En los estantes, algunos cómics, libros de Mark Twain, de
Bradbury, poesía.

Cinco estantes de madera barata, amurados a la pared a los pies de la cama de la habitación de un
adolescente que, cuando sea grande, será escritor. A los cómics, a los libros de Mark Twain y de
Bradbury, se han sumado Julio Cortázar, J. D. Salinger, Henry Miller, Mario Vargas Llosa, Gabriel
García Márquez.

Seis estantes de madera barata, amurados a la pared a los pies de la cama de la habitación de un piso de
soltero de un varón joven que empieza a ser escritor. En los estantes hay dos hileras de libros más varias
pilas sobre la mesa de noche más cinco pilas a los pies de la cama. Los cómics, Mark Twain y Ray
Bradbury se mezclan ahora con Paul Auster, Dostoievski, Henry James, Scott Fitzgerald, Flaubert,
Nabokov, Barthes, Faulkner.

Diez estantes de madera de roble a los pies de la cama de una habitación matrimonial de un hombre que
es escritor; varios estantes de madera de color blanco en el pasillo que comunica la habitación con el
baño; unos pocos estantes de madera de nogal en una hornacina originalmente construida para ser un
exhibidor de vajilla; una estructura de madera indescifrable que cubre dos de las paredes del estudio y,
finalmente, la bestia demencial, la nave madre: la biblioteca de piso a techo que recorre las paredes de la
sala. Y en todas partes -en la habitación, en el pasillo, en la hornacina, en el estudio, en la sala- la orgía
de lomos: ensayo, literatura norteamericana, francesa, española, latinoamericana, libros propios,
clásicos, poesía, diez ediciones distintas -tapas duras, bolsillo, diversos idiomas- de Suave es la noche,
de El mundo según Garp, de Madame Bovary. Y, en todas partes, la bestia múltiple se relame y se
declara en triunfo porque, además, el escritor es joven y eso quiere decir que éste es sólo el comienzo. Y
es un gran comienzo.

-----

-Tengo una relación alimentaria con mis libros -dice el escritor chileno Rafael Gumucio, autor de La
deuda (Mondadori)-. Quiero devorarlos, consumirlos y luego, como un pollo rostizado que se enfría en
la mesa, los abandono, los olvido, los dejo ir.
-Conservar los libros es conservar las huellas de mis lecturas -dice el escritor argentino Martín Kohan,
autor de Cuentas pendientes (Anagrama)-. No son objetos fetiche, no los atesoro ni los venero; los
retengo para poder volver sobre mi trabajo.

-Atesoro libros pero, paradójicamente, no estoy apegado a ellos -dice el escritor colombiano Héctor
Abad Faciolince, autor de El olvido que seremos (Seix Barral)-. No los maltrato, pero no me importa
demasiado perder algunos. Tengo con ellos una relación íntima y distante al mismo tiempo: no son
parientes (no soy aprensivo con ellos), son amigos.

-Somos muy felices juntos. Y seguimos creciendo. En la salud y en la enfermedad y hasta que la muerte
nos separe -dice Rodrigo Fresán, escritor argentino autor de El fondo del cielo (Mondadori).

-Me he mudado muchas veces -dice el escritor peruano Santiago Roncagliolo, autor de Tan cerca de la
vida (Alfaguara)- y en cada una de ellas he regalado mis libros. Siempre he creído que mi vida debería
pesar menos de 32 kilos, que es el equipaje que me traje del Perú a España. Todo lo demás es
innecesario y te mantiene atado al pasado.

-Tengo con ellos una relación de necesidad (no puedo estar lejos de los libros), de culto (creo en la
superioridad del libro), de complicidad (confío en los libros más que en la mayoría de las personas, las
artes, las tecnologías) -dice el escritor argentino Alan Pauls, autor de Historia del pelo (Anagrama)-. No
veo en mi biblioteca ningún alarde, ninguna suntuosidad, ni siquiera el brillo de un capital acumulado.
Mi biblioteca es mi comunidad: ahí están mis interlocutores más amigos y más radicales; ahí están los
que me sostienen, me discuten, me forman, me seducen, me inspiran, me mejoran.

Dos estantes de madera barata, amurados a la pared a los pies de la cama de la habitación de un niño
que, cuando sea grande, será escritor. En los estantes, algunos cómics, libros de Mark Twain, de
Bradbury, poesía.

Cinco estantes de madera barata, amurados a la pared a los pies de la cama de la habitación de un
adolescente que, cuando sea grande, será escritor. A los cómics, a los libros de Mark Twain y de
Bradbury, se han sumado Julio Cortázar, J. D. Salinger, Henry Miller, Mario Vargas Llosa, Gabriel
García Márquez.

Seis estantes de madera barata, amurados a la pared a los pies de la cama de la habitación de un piso de
soltero de un varón joven que empieza a ser escritor. En los estantes hay dos hileras de libros más varias
pilas sobre la mesa de noche más cinco pilas a los pies de la cama. Los cómics, Mark Twain y Ray
Bradbury se mezclan ahora con Paul Auster, Dostoievski, Henry James, Scott Fitzgerald, Flaubert,
Nabokov, Barthes, Faulkner.

Diez estantes de madera de roble a los pies de la cama de una habitación matrimonial de un hombre que
es escritor; varios estantes de madera de color blanco en el pasillo que comunica la habitación con el
baño; unos pocos estantes de madera de nogal en una hornacina originalmente construida para ser un
exhibidor de vajilla; una estructura de madera indescifrable que cubre dos de las paredes del estudio y,
finalmente, la bestia demencial, la nave madre: la biblioteca de piso a techo que recorre las paredes de la
sala. Y en todas partes -en la habitación, en el pasillo, en la hornacina, en el estudio, en la sala- la orgía
de lomos: ensayo, literatura norteamericana, francesa, española, latinoamericana, libros propios,
clásicos, poesía, diez ediciones distintas -tapas duras, bolsillo, diversos idiomas- de Suave es la noche,
de El mundo según Garp, de Madame Bovary. Y, en todas partes, la bestia múltiple se relame y se
declara en triunfo porque, además, el escritor es joven y eso quiere decir que éste es sólo el comienzo. Y
es un gran comienzo.

Como una forma de tener o no tener, de aferrarse o dejar ir. Una autobiografía. Un mapa del pasado y
un intento de dibujar, sobre las aguas indescifrables de lo que vendrá, un gesto seguro porque, como se
sabe, salvo error o inundación o incendio o naufragio, los libros siempre -siempre- estarán allí. A veces
por suerte. A veces no tanto.

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La biblioteca como acumulación, como manía. La biblioteca como la primera de todas las pertenencias
(se compran libros propios mucho antes de poder comprar la propia ropa), la biblioteca como cultivo,
como cosecha, como carga. La biblioteca como pesadilla.

-Dije "mi biblioteca" la primera vez que tuve que mudarla -dice Alan Pauls-. El sentimiento: una mezcla
de orgullo y de terror. Pensé: ¿cuántas veces en mi vida tendré que pasar por esto? Cada vez que tengo
que mudar la biblioteca se me ocurre que es quizás lo único que podría hacerme dejar la literatura y
cambiar de vida.

-Mudarse con los libros es una experiencia traumática -dice la escritora argentina Mariana Enríquez,
autora de Los peligros de fumar en la cama (Emecé)-. Las empresas de mudanza obligan a poner los
libros en canastos de mimbre gigantes. Yo suelo llenarlos hasta el tope y luego me piden que saque la
mitad: en mi mente, los libros no pesan.

En un texto publicado en la revista española Eñe, que dedica una sección a que los escritores hablen de
sus bibliotecas, Rodrigo Fresán relata el horror de mudar la suya. "Llego a mi casa y el pequeño ejército
de mi mujer baja cajas del camión y las sube por una escalera y es como si yo contemplara el lento pero
constante relleno de una pirámide: los tesoros de un faraón doméstico acumulados a lo largo de una
vida", escribe Fresán. "El peso del pasado de un escritor es, también, el peso de la biblioteca".

La biblioteca como el rastro de una excentricidad, de una obsesión, de unos amores, de unos
desamparos. La biblioteca como resguardo contra el olvido.

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Bibliotecas que se disolvieron en inundaciones o se deshicieron roídas por las ratas o fueron
descuartizadas en divorcios escabrosos. Y personas. Personas que tienen pesadillas recurrentes con la
última escena de la película El nombre de la rosa, en la que Sean Connery, en el rol de Guillermo de
Baskerville, ve cómo la biblioteca de una abadía benedictina se incendia a su alrededor mientras él
intenta salvar -infructuosamente- tres, cuatro incunables. Personas que, como Eduardo Mendoza, ante
la pregunta de qué libro se llevaría a una isla desierta, responden: "Prefiero ahogarme en el naufragio".
-----

Héctor Abad Faciolince. Escritor. Colombiano. Su biblioteca -unos siete mil volúmenes- cruzó el
Atlántico cuatro veces en dos mudanzas. No lo une a ella una relación de orgullo porque "es como tener
una casa. Es algo tan necesario como tener techo, y uno no se enorgullece de los bienes de primera
necesidad". Tiene una primera edición de Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca, aunque no
sabe cómo llegó a sus manos porque no recuerda haberla robado. Abandona y presta libros. No le
importa que se manchen con comida o se estropeen. No tiene prurito en partirles el lomo cuando no se
abren con facilidad. Si un incendio o un terremoto lo obligaran a huir de su casa no pensaría en qué
libros llevarse sino en sus hijos y en su vida: "Los libros son secundarios. Si se pierden estos, otros
sobrevivirán. Que se jodan los libros".

-----

-¿Cuál es la peor pesadilla relacionada con su biblioteca, que lo aplaste, que se incendie?

-Todas esas y alguna otra -dice Rodrigo Fresán.

-Que no entre -dice Alan Pauls.

-Mi peor pesadilla es que me mencionen este horrible tema -dice el escritor colombiano Daniel Samper
Pizano, autor de La mica del Titanic (Aguilar).

-Que se me caiga encima -dice Martín Kohan.

"He llegado a tener un baño con paredes tapizadas de estanterías, lo que imposibilitaba el uso de la
ducha y obligaba a bañarse con la ventana abierta para evitar la condensación -escribe Jacques Bonnet
en Bibliotecas llenas de fantasmas (Anagrama)-. (...) Sólo la pared de mi dormitorio en la que se
encuentra la cabecera de la cama ha quedado libre debido a un viejo trauma: me enteré, hace muchos
años, de las circunstancias en las que murió el compositor Charles-Valentin Alkan, apodado el "Berlioz
del piano": lo encontraron muerto el 30 de marzo de 1888, aplastado por su biblioteca".

-----

Alan Pauls. Escritor. Argentino. Subraya los libros y llena de notas las últimas páginas, pero nunca
dobla las esquinas. Se desprende de varios volúmenes cada vez que se muda. Encontró un libro alemán
para chicos, Der Struwwelpeter, de Heinrich Hoffmann, en circunstancias extrañas: "Tiene en la tapa a
una especie de niño enano con una melena afro rubia y uñas larguísimas, vestido con calzas verdes y
zapatos ballerina. Me lo leía mi abuela alemana cuando era chico. Lo gocé como un loco, lo aborrecí, lo
perdí de vista. Cuarenta y cinco años después, a poco de morir mi padre (que había nacido en Berlín), lo
encontré en un estante de su biblioteca cuando entré a su departamento para poner en orden sus cosas.
La melena afro no podía ser más contemporánea: yo acababa de publicar una novela llamada Historia
del pelo".

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¿Qué es lo que mueve a alguien a acumular objetos pesados, analógicos, anacrónicos, que según una
clasificación torpe podrían dividirse en libros que nunca se han leído y que nunca van a leerse pero que
se conservan "por las dudas"; libros que ya se han leído y que probablemente nunca vuelvan a leerse
pero que se conservan de todos modos; y libros que aún no se han leído y que pasarán, en breve, a
formar parte de alguna de las dos categorías anteriores? En su texto Desembalo mi biblioteca. Un
discurso sobre el arte de coleccionar, Walter Benjamin dice: "Cuántas cosas surgen de la memoria una
vez que uno se zambulló en la montaña de cajones para empezar a sacar los libros como de una mina a
cielo abierto o, mejor dicho, de la noche cerrada. La forma más contundente de demostrar la fascinación
de esta tarea de desembalar es la dificultad de abandonarla. Había comenzado a mediodía y llegó la
medianoche antes de que hubiera llegado a las últimas cajas". En ese mismo texto Benjamin recuerda
que, cuando le preguntaron a Anatole France si había leído todos los libros que poseía, respondió: "Ni la
décima parte. ¿O usted tal vez come todos los días en su vajilla de Sèvres?".

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Rodrigo Fresán. Escritor. Argentino. No heredó libros. Todos los que tiene son adquiridos -o robados-
por él. Evita prestarlos y puede montar un escándalo si se manchan con comida. Jamás subraya, jamás
dobla esquinas, jamás quiebra lomos. Tiene un hijo de cuatro años a quien sólo permite tomar alguno
"bajo estricta vigilancia". Ha transportado de una ciudad a otra más de mil kilos de papel. Tiene un
ejemplar de The stories of John Cheever, firmado por Cheever, que compró a 25 centavos de dólar, y un
ejemplar de la primera edición de Matadero Cinco en cuya primera página se lee "To R. from K.". Solía
comprar diversas ediciones de una misma obra y llegó a acumular quince de El mundo según Garp, de
John Irving.

-Si le prestan un libro, lo lee, le gusta y sabe que es inconseguible, ¿qué hace?

-Lo miro fijo, lo sigo mirando fijo, lo miro fijo un poco más. Y así hasta que suceda un milagro.

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Andrés Trapiello, español, autor de Los confines (Destino), tiene su biblioteca en dos casas, una en
Madrid, otra en el campo extremeño.

-Que esté dividida tiene una desventaja: no encuentras nunca el libro que necesitas, pero también una
gran ventaja: nunca pierdes la esperanza de encontrarlo en la otra.

Pero hay casos extremos en los que la biblioteca no está en dos ciudades, ni en dos casas, sino en dos
países y, a veces, en dos continentes. El escritor boliviano Edmundo Paz Soldán, autor de Los vivos y los
muertos (Alfaguara), enseña en la Universidad de Cornell y vive en Ithaca, Estados Unidos.

-Tengo varias. Una en la casa en la que vivo, en Ithaca. Otra en mi oficina de la universidad. Otra en la
casa de mi papá en Cochabamba, Bolivia. Y he dejado bibliotecas enteras. Cuando me fui de Buenos
Aires a estudiar a Alabama dejé mi biblioteca y nunca la fui a buscar. En Alabama comencé otra pero,
tres años después, al irme, también la dejé. No tengo una relación de posesión con mis libros. Están
hechos para circular.
Daniel Samper Pizano tiene dos bibliotecas, una en Colombia y otra en España.

-Quienes hemos tenido que salir del país donde atesoramos la primera biblioteca, nos paseamos por el
mundo con los recuerdos, los pesares y los conocimientos descuartizados. Yo mantengo en Colombia
casi todos los libros que obtuve y leí o quise leer hasta 1986, y de 1986 a hoy he formado otra biblioteca
en España. En ambas hay un número de títulos comunes sin los cuales me sentiría profundamente
inseguro.

"El hogar -decía el escritor, militar, científico y explorador británico Richard Burton- está donde se
tienen los libros".

-----

Rafael Gumucio. Escritor. Chileno. Formó una biblioteca siendo adolescente pero empezó a viajar y la
regaló para poder seguir viajando. Le gusta, después de leer un libro, "botarlo como un chocolate al que
se le quita el envase". Robó una novela de Cortázar a unas monjas que lo salvaron de unos trabajos
voluntarios de ultraizquierda. No subraya porque no lo necesita: es disléxico y lee tan lento que las
frases se le quedan pegadas. Dobla las esquinas de las hojas y anota números de teléfonos y direcciones
en la última página.

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En Pensar, clasificar, George Perec enumeraba así las posibles formas de ordenar una biblioteca:
alfabética, por continentes o países, por colores, por encuadernación, por fecha de adquisición, por
fecha de publicación, por formato, por géneros, por grandes periodos literarios, por idiomas, por
prioridad de lecturas, por serie. Hace años el escritor argentino Guillermo Piro -que alquilaba un
departamento sólo para guardar sus libros y que, si tenía que fotocopiarlos, lo hacía sólo con su
"fotocopiador de confianza"- decía que, en una época, solía clasificar por amistades y enemistades de los
autores: Celine cerca de Proust porque Celine odiaba a Proust y esa era una forma póstuma de propiciar
un encuentro.

-La única parte organizada de mi biblioteca es la "egoteca" -dice Santiago Roncagliolo-. Contiene mis
libros, antologías de cuento con mis cuentos, traducciones de mis libros, copias pirata.

-Casi no los clasifico -dice Rafael Gumucio-, y cuando lo hago, lo hago por el peor criterio de todos, el
color y la forma de sus lomos para que se vea más o menos estético.

-Agrupo así -dice Martín Kohan-: teoría y filosofía, crítica literaria, literatura argentina, literatura
latinoamericana, otras literaturas, política, San Martín, otros. Los de teoría se agrupan por afinidad
temática o por corrientes; los de literatura argentina, alfabéticamente; los de literatura latinoamericana,
por países.

-Como todo bibliómano -dice Daniel Samper Pizano- tengo capítulos curiosos y mimados en la mía. La
Gaboteca, por ejemplo, donde están todas las primeras ediciones de Gabriel García Márquez dedicadas
por el propio autor y casi todas las traducciones de Cien años de soledad. O la Titanicoteca, compuesta
por libros y artículos que atesoro sobre el famoso naufragio desde que tenía doce años. O la
Quevedoteca, una colección de libros sobre la obra de don Francisco y el Siglo de Oro, que incluye tres
libros publicados a principios del siglo XVIII.

-Mi orden es así -dice Mariana Enríquez-: argentinos, latinoamericanos, novelas gráficas, arte e
ilustración, libros de viajes, libros de psicogeografía, gótico sureño, japoneses, biografías, ensayo y
crónica y no ficción en general, ingleses, norteamericanos, franceses, italianos, alemanes, resto de
Europa, resto del mundo, África, libros de terror, libros de rock, poesía, libros que me falta leer.

-Los clasifico en dos grandes categorías -dice Alan Pauls-: ficción y no ficción. Dentro de ficción:
literatura angloamericana, literatura europea, literatura argentina y latinoamericana. Dentro de cada
categoría rige el orden alfabético. Están prohibidas las clasificaciones especiales y las excepciones.

Los clasifico así, dicen, y enumeran, como si esas clasificaciones fueran un dispositivo obvio, una fuerza
de la naturaleza: algo que sólo puede hacerse así y jamás -jamás- de otra manera.

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Daniel Samper Pizano. Escritor. Colombiano. Dueño de unos 10.000 libros. Tan avaro en el préstamo
como honrado en la devolución. Tiene una edición primera de Cien años de soledad con una dedicatoria
de García Márquez que dice: "Dámelo, que yo lo escribí". Los subraya, los escribe, pero no les parte el
lomo ("he partido el lomo de gente que se ha atrevido a partir el lomo de un libro").

-Si hubiera invertido en finca raíz lo que he gastado en libros tendría un ático en Manhattan... pero
inútil, sin libros.

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-¿Se desprende de libros cada tanto o los conserva todos?

-No -dice Martín Kohan-, pero perdí la pasión de su posesión, el gusto del atesoramiento.

-He regalado una hija mía a un mercader árabe y vendido dos nietos a familias estériles europeas, pero
sólo un cirujano hábil o un escuadrón del Mosad podrían lograr que me desprendiera de un libro,
aunque sepa que nunca lo leeré. Siempre flota la duda: "¿Y si llego a necesitarlo?" -dice Daniel Samper
Pizano.

-De tanto en tanto se impone una purga estalinista -dice Rodrigo Fresán-. "Fuera todo libro que ya
nunca volveré a abrir en mi vida y que no tenga valor sentimental". Pero debo agregar que soy alguien
mucho más sensible que Stalin y perdono muchas, demasiadas vidas.

-----

Un día miércoles el escritor español Andrés Trapiello responde a la pregunta "¿ha perdido algún libro
que aún recuerde con dolor? ¿En qué circunstancias?" con esta respuesta:
-Sí, un libro de Fellini que éste había dedicado a mi mujer. Era una edición corriente de bolsillo, pero en
ella estaba el trazo de aquel hombre maravilloso.

Cinco días más tarde llega un mensaje suyo que dice: "Te lo creas o no, después de diez años buscándolo
en ambas casas, el libro de Fellini dedicado a mi mujer acaba de aparecer, se diría que convocado. Yo
tengo otra teoría, a veces los libros se van de casa, y vuelven un día impensado, como los hijos pródigos.
Y la alegría es mayor no por el hallazgo, sino por la vuelta a la normalidad".

La vuelta a la normalidad. Que es, como todos saben, más y mejores libros.

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