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Goethe1

Madame de Stäel

Lo que le faltaba a Klopstock era una imaginación creadora: ponía grandes pensamientos y nobles
sentimientos en versos bellos, pero no era lo que se podría llamar un artista. Sus invenciones son
débiles y los colores con los cuales las reviste no tienen casi nunca la plenitud de fuerza que se
espera encontrar en la poesía y en todas las artes que debían dar a la ficción la energía y la originali-
dad de la naturaleza. Klopstock se pierde en el ideal: Goethe se mantiene afirmado en la tierra y
alcanza, sin embargo, las concepciones más sublimes. Hay en su espíritu un vigor que la sensibili-
dad no ha debilitado. Goethe podría representar toda la literatura alemana; no esque no haya otros
escritores superiores a él en algunos aspectos, pero sólo él reúne todo lo que distingue al espíritu
alemán, y ningún otro es tan notable por un género de imaginación del cual ni los italianos, ni los
ingleses, ni los franceses pueden reclamar ninguna parte.
Dado que Goethe cultivó todos los géneros, el examen de sus obras ocupará la mayor parte
de los capítulos siguientes, pero el conocimiento personal del hombre que más ha influido en la li-
teratura de su país sirve, según mi parecer, para comprender mejor esta literatura.
Goethe es un hombre de una prodigiosa agudeza en la conversación; en vano se dirá, sin
embargo, que la agudeza debe saber conversar. Se pueden presentar algunos ejemplos de hombres
de genio taciturnos: la timidez, la infelicidad, el desprecio o el tedio son a menudo causa de ello;
pero en general, la extensión de las ideas y el calor del alma deben inspirar la necesidad de comuni-
carse con los otros; y estos hombres, que no quieren ser juzgados por lo que dicen, bien podrían no
merecer más interés por aquello que piensan. Cuando se sabe hacer hablar a Goethe, éste es admira-
ble; su elocuencia está nutrida de pensamientos; sus bromas contienen, al mismo tiempo, gracia y
filosofía; su imaginación está afectada por los objetos externos, como lo estaba la de los artistas
antiguos; y, sin embargo, su razón tiene en abundancia la madurez de nuestro tiempo. Nada perturba
la fuerza de su cabeza, e incluso los inconvenientes de su carácter, el humor, la turbación, la coac-
ción pasan como nubes por lo bajo de la montaña en cuya cima se ubica su genialidad.
Lo que se nos cuenta de la conversación de Diderot podría darnos alguna idea sobre la de
Goethe; pero, a juzgar por los escritos de Diderot, la distancia debe ser infinita entre estos dos
hombres. Diderot está sometido al yugo de su agudeza; Goethe domina incluso su talento: Diderot
resulta afectado a fuerza de querer causar efecto; en Goethe se percibe el desdén del éxito a tal
punto que resulta singularmente agradable, aun cuando uno se impaciente por su negligencia. Di-
derot tiene la necesidad de suplir, a fuerza de filantropía, los sentimientos religiosos que le faltan;
1
En: De l’Allemagne. Paris: Garnier-Flammarion, 1968, capítulo VIII, pp. 189-192.
Goethe sería más gustosamente amargo que almibarado; pero antes que nada es natural y, en efecto,
sin esta cualidad, ¿qué hay en un hombre que pueda interesar a otro?
Goethe ya no tiene el ardor arrebatador que le inspiró Werther; pero el calor de sus pensa-
mientos es todavía suficiente para animarlo todo. Se diría que la vida no lo alcanza y que la describe
solamente como pintor: concede un mayor precio ahora a los cuadros que nos presenta que a las
emociones que experimenta; el tiempo lo ha convertido en espectador. Cuando aún tenía una parte
activa en las escenas de las pasiones, cuando sufría él mismo en su corazón, sus escritos producían
una impresión más viva.
Puesto que se hace siempre la poética del propio talento, Goethe afirma ahora que es necesa-
rio que el autor esté tranquilo, aun cuando escribe una obra apasionada, y que el artista debe conser-
var su sangre fría para actuar más vigorosamente en la imaginación de sus lectores: tal vez no ha-
bría tenido esta opinión en su primera juventud; tal vez en aquel momento estaba dominado por su
genio, en lugar de ser su amo; tal vez sentía entonces que, al ser lo sublime y lo divino momentá-
neos en el corazón del hombre, el poeta es inferior a la inspiración que lo anima y no puede juzgarla
sin perderla.
En un primer momento uno se sorprende de encontrar frialdad e incluso algo de rigidez en el
creador de Werther; pero cuando se consigue que él se ponga cómodo, el movimiento de su imagi-
nación hace desaparecer por completo la molestia que se ha sentido al comienzo: es un hombre
cuyo espíritu es universal, puesto que no hay indiferencia en su imparcialidad; es una existencia do-
ble, una fuerza doble, una luz doble que ilumina en todo, a la vez, los dos lados de la cuestión.
Cuando se trata de pensar, nada lo detiene, ni su siglo, ni sus hábitos, ni sus relaciones; hace caer a
plomo su mirada de águila sobre los objetos que observa: si hubiera tenido una carrera política, si su
alma hubiera sido desarrollada para las acciones, su carácter sería más decidido, más firme, más pa-
triótico; pero su agudeza no planearía tan libremente sobre todas las maneras de ver; las pasiones o
los intereses le trazarían una ruta positiva.
Goethe se complace, tanto en sus escritos como en sus discursos, en romper los hilos que él
mismo ha tejido, en desbaratar las emociones que ha provocado, en invertir las estatuas que ha he-
cho admirar. Cuando en sus ficciones inspira interés por un personaje, enseguida muestra las incon-
secuencias que deben distanciarnos de él. Dispone del mundo poético como un conquistador del
mundo real, y se cree lo bastante fuerte para introducir, como la naturaleza, el genio destructor en
sus propias obras. Si no fuera un hombre estimable, temeríamos un género de superioridad que se
levante por encima de todo, degrade y reconstruya, conmueva y se burle, afirme y dude alterna-
tivamente, y siempre con el mismo éxito.
He dicho que Goethe era el único en poseer los rasgos principales del genio alemán; todos
ellos se encuentran en él en un grado eminente: una gran profundidad de ideas, la gracia que nace
de la imaginación, más original que la formada por el espíritu de sociedad; en fin, una sensibilidad a
veces fantástica, pero por esto mismo más adecuada para interesar a los lectores que buscan en los
libros algo que modifique su destino monótono, y quieren que la poesía haga las veces de los he-
chos verdaderos. Si Goethe fuera francés, lo haríamos hablar todo el día: todos los autores
contemporáneos de Diderot iban a tomar ideas de su conversación, y le provocaban un goce habi-
tual a causa de la admiración que inspiraba.
En Alemania no se sabe prodigar el talento en la conversación, y tan poca gente, incluso en-
tre los más distinguidos, tiene el hábito de preguntar y de responder, que allí la sociedad casi no
cuenta para nada; pero la influencia de Goethe no por esto es menos extraordinaria. Hay una
multitud de hombres en Alemania que creería encontrar genialidad en la dirección de una carta, con
tal que sea él quien la haya enviado. La admiración por Goethe es una especie de confraternidad en
la cual las palabras de adhesión sirven para que los adeptos se reconozcan mutuamente. Cuando
también los extranjeros quieren admirarlo, son rechazados con desdén, si algunas restricciones
permiten suponer que se han tomado la libertad de examinar obras que, no obstante, ganan mucho
con el examen. Un hombre no puede provocar semejante fanatismo sin tener grandes facultades
para el bien y para el mal, puesto que sólo al poder, del género que sea, le temen los hombres lo su-
ficiente como para amarlo de esta manera.

Ifigenia en Tauris, Torquato Tasso, etcétera2

En Alemania se ponían dramas burgueses, melodramas, obras fastuosas, llenas de caballos y de ca-
ballería. Goethe quiso devolver a la literatura la severidad de la antigüedad y compuso su Ifigenia
en Tauris, que es la obra maestra de la poesía clásica en Alemania. Esta tragedia evoca el tipo de
impresión que se recibe al contemplar las estatuas griegas; su acción es tan imponente y tan tranqui-
la que incluso cuando la situación de los personajes cambia, siempre hay en ellos una cierta digni -
dad que fija en el recuerdo cada momento como duradero.
El tema de Ifigenia en Tauris es tan conocido, que era difícil abordarlo de una manera nove-
dosa; no obstante, Goethe lo logró, al darle a su heroína un carácter verdaderamente admirable. La
Antígona de Sófocles es la representación de una santa tal como podría hacerla una religión más
pura que la de los Antiguos. La Ifigenia de Goethe no tiene menos respeto por la verdad que
Antígona; pero combina la calma de un filósofo con el fervor de una sacerdotisa: el casto culto de
2
Ibid., capítulo XXII, pp. 333-341.
Diana y el asilo de un templo son suficientes para la existencia soñadora que le concede la pena de
estar alejada de Grecia. Quiere suavizar las costumbres del país bárbaro que habita y aunque su
nombre sea ignorado, distribuye beneficios a su alrededor, como hija del rey de los reyes. Sin
embargo, no deja de echar en falta las bellas regiones en las que transcurrió su infancia, y su alma
está llena de una resignación fuerte y dulce, que está, para decirlo de algún modo, a mitad de
camino entre el estoicismo y el cristianismo. Ifigenia se parece un poco a la divinidad a la que sirve,
y la imaginación se la representa rodeada por una nube que le arrebata su patria. En efecto, el exilio
—y el exilio lejos de Grecia— ¿podía permitir algún gozo además del que se encuentra en uno
mismo? También Ovidio, condenado a vivir lejos de Tauris, hablaba en vano su lenguaje armonioso
a los habitantes de esas orillas desoladas: inútilmente buscaba las artes, un bello cielo, y esa
simpatía de pensamientos que hace disfrutar aun con los indiferentes algunos de los placeres de la
amistad. Su genio recaía sobre sí mismo, y su demorada lira sólo producía acordes quejumbrosos,
acompañamiento lúgubre de los vientos del Norte.
Ninguna obra moderna pinta mejor que la Ifigenia de Goethe, me parece, el destino que pesa
sobre la raza de Tántalo, la dignidad de sus desgracias causadas por una fatalidad invencible. Un
temor religioso se hace sentir en toda esta historia y los personajes mismos parecen hablar profé-
ticamente, y actuar sólo bajo la mano poderosa de los dioses.
Goethe hizo de Thoas el benefactor de Ifigenia. Un hombre feroz, tal como ha sido represen-
tado por varios autores, no habría podido concordar con el color general de la pieza, habría alterado
su armonía. En muchas tragedias se incluye un tirano, como una suerte de máquina que es la causa
de todo; pero un pensador como Goethe jamás habría puesto en escena un personaje sin desarrollar
su carácter. Ahora bien, un alma criminal es siempre tan complicada, que no podría entrar en un su-
jeto tratado de una manera tan simple. Thoas ama a Ifigenia; no puede decidirse a separarse de ella
dejándola regresar a Grecia con su hermano Orestes. Ifigenia podría partir sin que Thoas lo supiese;
discute con su hermano y con ella misma si debe permitirse esta mentira, y en esto consiste todo el
nudo de la segunda mitad de la pieza. Por último Ifigenia confiesa todo a Thoas, lucha contra su re-
sistencia y obtiene de él su adiós, tras lo cual el telón cae.
Seguramente este tema, así concebido, es puro y noble, y estaría bien desear, sólo por un es-
crúpulo de delicadeza, que se pudiera conmover a los espectadores; pero quizás esto no es suficiente
para el teatro, y uno se interesa más en esta pieza cuando la lee que cuando la ve representada. Es la
admiración, y no lo patético, el resorte de tal tragedia; al escucharla, se cree oír el canto de un
poema épico, y la calma que reina en todo el conjunto casi alcanza incluso a Orestes. El reconoci-
miento de Ifigenia y de Orestes no es el más animado, pero sí tal vez el más poético. Los recuerdos
de la familia de Agamenón son evocados allí con un arte admirable, y se cree ver pasar delante de
los ojos los cuadros cuya fábula e historia enriquecieron la antigüedad. Es un interés equiparable al
del más bello lenguaje y de los más elevados sentimientos. Una poesía tan alta sumerge el alma en
una noble contemplación y hace que le resulten menos necesarios el movimiento y la diversidad
dramáticos.
Entre el gran número de fragmentos de esta pieza que pueden citarse, hay uno del cual no
existe modelo en ninguna otra parte: Ifigenia, en su dolor, recuerda un viejo canto conocido por su
familia, que su nodriza le había enseñado desde la cuna: es el canto que las Parcas hacen escuchar a
Tántalo en el infierno. Le describen su gloria pasada, cuando era el comensal de los dioses a la mesa
de oro. Pintan el momento terrible en el cual fue precipitado desde su trono, el castigo que los dio-
ses le infligieron, la tranquilidad de estos dioses que dominan desde lo alto el universo, y a quienes
las quejas de los infiernos no logran estremecer. Estas Parcas amenazantes anuncian a los nietos de
Tántalo que los dioses se alejarán de ellos, porque sus rasgos evocan los de su padre. El viejo Tánta-
lo oye este canto funesto en la noche eterna, piensa en sus hijos y baja, culpable, su cabeza. Las
imágenes más sorprendentes, y el ritmo que mejor se adecua a los sentimientos, dan a esta poesía el
color de un canto nacional. Es el más grande esfuerzo del talento familiarizarse de esta manera con
la antigüedad y obtener simultáneamente eso que debía ser popular entre los griegos y eso que pro-
duce, a siglos de distancia, una impresión tan solemne.
La admiración que es imposible no sentir por la Ifigenia en Tauris de Goethe no se
contradice con lo que dije sobre el interés más vivo y el enternecimiento más íntimo que los temas
modernos pueden hacer sentir. Las costumbres y las religiones, cuyas huellas han sido borradas por
los siglos, presentan al hombre como un ser ideal, que toca apenas la tierra sobre la cual camina;
pero en las épocas y en los hechos históricos, cuya influencia aún subsiste, sentimos el calor de
nuestra propia existencia, y queremos afectos similares a aquellos que nos agitan.
Me parece entonces que Goethe no hubiera debido poner en su pieza Torquato Tasso la
misma simplicidad de acción y la misma calma en el discurso que convenían a su Ifigenia. Esta
calma y esta simplicidad no podrían parecer más que frialdad y falta de naturalidad en un tema
desde todo punto de vista tan moderno, como el del carácter personal de Tasso y las intrigas de la
corte de Ferrara.
Goethe quiso pintar en esta obra la oposición que existe entre la poesía y las conveniencias
sociales, entre al carácter de un poeta y el de un hombre de mundo. Mostró el mal que produce la
protección de un príncipe a la imaginación delicada de un escritor, incluso cuando este príncipe crea
amar las letras, o al menos pone su orgullo en pretender que las ama. Esta contradicción entre la
naturaleza exaltada y cultivada por la poesía, y la naturaleza aplacada y dirigida por la política, es
una idea madre de miles de ideas.
Un hombre de letras ubicado en una corte, al principio debe sentirse feliz de estar ahí, pero
es imposible que a la larga no experimente algunas de las penas que hicieron tan infeliz la vida de
Tasso. El talento que no fuera indómito dejaría de ser talento; y sin embargo es muy extraño que los
príncipes reconozcan los derechos de la imaginación y sepan, a la vez, considerarla y aprovecharla.
No se podría elegir un tema más feliz que el de Tasso en Ferrara para poner en evidencia los di-
ferentes caracteres de un poeta, de un hombre de la corte, de una princesa y de un príncipe que ac-
túan en un pequeño círculo con toda la aspereza de amor propio que haría falta para mover el mun-
do. Conocemos la sensibilidad enfermiza de Tasso, y la refinada rudeza de su protector Alfonso,
que profesando la más alta admiración por sus escritos, lo hizo encerrar en el hospicio, como si el
genio que parte del alma debiera ser tratado como un talento mecánico del cual se saca provecho es-
timando la obra y desdeñando al obrero.
Goethe pintó a Leonor del Este, la hermana del duque de Ferrara y a quien el poeta amaba
en secreto, como si perteneciese por sus votos al entusiasmo y por su debilidad a la prudencia; intro-
dujo en esta pieza un cortesano sabio, de acuerdo con el mundo, que trata a Tasso con la superiori-
dad que el espíritu empresario cree tener sobre el espíritu poético, y que lo irrita por su calma y por
la habilidad que emplea en herirlo sin tener precisamente derecho respecto de él. Este hombre de
sangre fría conserva su ventaja al provocar a su enemigo con maneras secas y ceremoniosas, que
ofenden sin que uno pueda quejarse de ellas. Es el gran mal que hace una cierta ciencia del mundo;
y en este sentido, la elocuencia y el arte de hablar difieren extremadamente; pues para ser elocuente,
es necesario liberar lo verdadero de todos sus trabas, y llegar hasta el fondo del alma donde reside la
convicción; pero la habilidad de la palabra consiste, al contrario, en el talento de esquivar, de ador-
nar hábilmente con ciertas frases aquello que no se quiere escuchar, y de utilizar estas mismas
armas para indicar todo, sin que jamás pueda probarse que se dijo algo.
Este tipo de esgrima hace sufrir mucho a un alma viva y verdadera. El hombre que se sirve
de ella parece nuestro superior, porque sabe agitarnos, en tanto que él mismo permanece tranquilo;
pero no hay que dejar, no obstante, que estas fuerzas negativas se impongan. La calma es bella
cuando viene de la energía que hace soportar sus propias penas; pero cuando nace de la indeferencia
hacia las de los otros, esta calma no es más que una personalidad desdeñosa. Basta un año de es-
tadía en una corte o en una capital para aprender muy fácilmente a darle destreza y gracia incluso al
egoísmo; pero para ser realmente digno de un alta estima, habrá que reunir en sí, como en una bella
composición, cualidades opuestas: el conocimiento de los negocios y del amor de lo bello, la sabi-
duría que exigen las relaciones con los hombres, y el vuelo que inspira el sentimiento de las artes.
Es cierto que un individuo tal contendría dos; también Goethe dice en su pieza que los dos persona-
jes que contrasta, el político y el poeta, son las dos mitades de un hombre. Pero la simpatía no
puede existir entre estas dos mitades, puesto que no hay prudencia en el carácter de Tasso, ni sensi-
bilidad en su competidor.
La susceptibilidad sufriente de los hombres de letras se manifestó en Rousseau, en Tasso y
más a menudo aún en los escritores alemanes. Los escritores franceses han sido más raramente
alcanzados por ella. Cuando uno vive mucho consigo mismo y en la soledad, sufre si tiene que
soportar un aire externo. La sociedad es dura en muchos aspectos para quien no está habituado a
ella desde su infancia, y la ironía del mundo es más funesta para la gente de talento que para todos
los demás: al espíritu solitario le va mucho mejor. Goethe habría podido elegir la vida de Rousseau
como ejemplo de esta lucha entre la sociedad tal como es, y tal como es vista o deseada por una ca-
beza poética, pero la situación de Rousseau se prestaba mucho menos a la imaginación que la de
Tasso. Jean-Jacques ha rebajado a un gran genio a aspectos muy subalternos. Tasso, valiente como
sus caballeros, enamorado, amado, perseguido, coronado y muerto aún joven en víspera de su
triunfo, es un ejemplo extraordinario de todos los esplendores y de todos los reveses de un bello
talento.
Me parece que en la pieza de Tasso los colores del Mediodía no son bastante pronunciados:
tal vez sea muy difícil expresar en alemán la sensación que produce la lengua italiana. Sin embargo,
es sobre todo en los caracteres que se reencuentran los rasgos de la naturaleza germánica más que la
italiana. Leonor del Este es una princesa alemana. El análisis de su propio carácter y de sus senti-
mientos, al cual se entrega sin cesar, no está para nada en el espíritu del Mediodía. Allí, la imagi -
nación no se repliega sobre sí misma; avanza sin mirar hacia atrás. No examina la fuente de un
acontecimiento; lo combate o se entrega a él sin averiguar la causa.
Tasso es también un poeta alemán. Esta imposibilidad de sortear las dificultades de las
circunstancias habituales de la vida común que Goethe atribuye a Tasso es un rasgo de la vida refle-
xiva y retraída de los escritores del Norte. Los poetas del Mediodía no tienen, comúnmente, tal
incapacidad; vivieron más a menudo fuera de la casa, en los espacios públicos; las cosas, y sobre
todo, los hombres les son más familiares.
El lenguaje de Tasso, en la pieza de Goethe, es a menudo demasiado metafísico. La locura
del autor de la Jerusalén no venía del abuso de las reflexiones filosóficas, ni del examen profundi-
zado de lo que ocurre en el fondo del corazón sino más bien, de la impresión demasiado viva de los
objetos exteriores, de la embriaguez del orgullo y del amor; no utilizaba la palabra más que como
un canto armonioso. El secreto de su alma no estaba en sus discursos, ni en sus escritos; no habién -
dose observado a sí mismo, ¿cómo habría podido revelarse a los otros? Además, consideraba la
poesía como un arte brillante, y no como una confidencia íntima de los sentimientos del corazón.
Me parece evidente por su naturaleza italiana, por su vida, por sus cartas y por las propias poesías
que compuso en su cautiverio, que la impetuosidad de sus pasiones, más que la profundidad de sus
pensamientos, causaba su melancolía; no había en su carácter, como sí en el de los poetas alemanes,
esta mezcla habitual de reflexión y de actividad, de análisis y de entusiasmo que perturba singular-
mente la experiencia.
La elegancia y la dignidad del estilo poético son incomparables en la pieza de Tasso; y Goe-
the se mostró en ella como el Racine de Alemania. Pero si se ha reprochado a Racine el escaso inte-
rés de Bérénice, se podría con más razón condenar la frialdad dramática del Tasso de Goethe; el
propósito del autor era esbozar nada más las situaciones para profundizar los caracteres; pero ¿es
esto posible? Esos largos discursos plenos de ingenio y de imaginación que presentan sucesivamen-
te los diferentes personajes, ¿en qué naturaleza son tomados? ¿Quién habla así de sí mismo y de
todo? ¿Quién agota hasta este punto lo que se puede decir sin que sea cuestión de hacer algo? Cuan-
do ocurre algo de movimiento en esta pieza, uno se siente aliviado de la atención continua que exi-
gen las ideas. La escena del duelo entre el poeta y el cortesano interesa vivamente; la cólera del uno
y la habilidad del otro desarrollan la situación de una manera punzante. Es exigir demasiado de los
lectores o de los espectadores, pedirles que renuncien al interés de las circunstancias para consag-
rarse sólo a las imágenes y a los pensamientos. En tal caso no habría que pronunciar nombres pro-
pios, ni suponer escenas, actos, comienzo, fin, todo lo que vuelve necesaria la acción. La
contemplación se complace en el reposo; pero cuando se avanza, la lentitud es siempre agotadora.
Por una singular vicisitud en los gustos, los alemanes atacaron primero a nuestros
dramaturgos, como si hubiesen convertido en franceses a todos sus héroes. Reclamaron con razón la
verdad histórica para animar los colores y vivificar la poesía; luego, de repente, se cansaron de sus
propios éxitos en este género, e hicieron piezas abstractas, si se las puede llamar de este modo, en
las cuales las relaciones entre los hombres se indican de una manera general, sin que ni el tiempo, ni
el lugar, ni los individuos estén ahí por alguna razón. Es así, por ejemplo, que en La hija natural,
otra pieza de Goethe, el autor llama a sus personajes el duque, el rey, el padre, la hija, etc., sin
ninguna otra designación, pues considera la época en que los acontecimientos ocurren, el país y los
nombres, como intereses domésticos, de los cuales la poesía no debe ocuparse.
Una tragedia tal está hecha, en verdad, para ser representada en el palacio de Odín, donde
los muertos tienen la costumbre de continuar las ocupaciones que tenían mientras vivían; allí el
cazador, sombra de sí mismo, persigue con ardor la sombra de un ciervo, y los fantasmas de los
guerreros luchan sobre el terreno de las nubes. Parece que, durante cierto tiempo, Goethe había
perdido completamente el interés en las obras de teatro; se lo encontraba en obras malas y pensó
que era necesario desterrarlo de las buenas. Sin embargo, un hombre superior no debe desdeñar lo
que es de agrado universal; no debe abjurar de su semejanza con la naturaleza de todos, si quiere
que se valore lo que lo distingue. El punto que Arquímedes buscaba para levantar el mundo es aquel
por el cual un genio extrordinario se acerca al común de los hombres. Este punto de contacto le
sirve para elevarse por encima de los otros; debe partir de lo que todos experimentamos, para llegar
a hacer sentir lo que sólo él percibe. Además, si es cierto que el despotismo de las conveniencias
mezcla a menudo algo facticio a las más bellas tragedias francesas, no hay tampoco verdad en las
extrañas teorías del espíritu sistemático. Si la exageración es rebuscada, un cierto género de calma
es también una afectación. Es una superioridad que uno se arroga sobre las emociones del alma, y
que puede convenir a la filosofía, pero de ninguna manera al arte dramático.
Se puede, sin temor, dirigir estas críticas a Goethe, pues casi todas sus obras están compues-
tas de acuerdo con sistemas diferentes; unas veces, se abandona a la pasión, como en Werther y Eg-
mont. Otras veces pone en movimiento todas las cuerdas de la imaginación por sus poesías fugi-
tivas. Otras, pinta la historia con una verdad escrupulosa, como en Goetz von Berlichingen. O es, en
cambio, ingenuo como los Antiguos, en Hermann y Dorotea. Finalmente, se sumerge con Fausto en
el torbellino de la vida; luego, de repente, en Tasso, La hija natural, e incluso en Ifigenia, concibe
el arte dramático como un monumento levantado cerca de las tumbas. Sus obras tienen entonces las
bellas formas y el esplendor y brillo del mármol, pero también su fría inmovilidad. No sabríamos
criticar a Goethe como un autor bueno en cierto género y malo en otro. Más bien, se parece a la
naturaleza, que todo lo produce y en variedad, y se puede amar más en él la atmósfera del Mediodía
que la del Norte, sin desconocer en él los talentos que se adecuan a esas diversas regiones del alma.

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