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UNIVERSIDAD DE CHILE

FACULTAD DE DERECHO
DEPARTAMENTO DE CIENCIAS PENALES
CURSO: DERECHO PENAL III
Prof. Dr. Juan Pablo Mañalich R.

HOMICIDIO Y EUTANASIA

1. El estatus del homicidio consentido

La tesis de que el injusto del homicidio no se ve excluido por el consentimiento prestado


quien resulta muerto a consecuencia de una acción —en tal medida: letal— ejecutada por
otra persona se encuentra prácticamente libre de discusión. Sin embargo, ello no implica
que la propia condición de ser vivo constituya un bien jurídico indisponible para su titular.
Pues el consentimiento referido a una acción letal de otro constituye sólo una de las dos
modalidades que puede asumir semejante disposición: el consentimiento constituye una
disposición por delegación, que se deja contraponer a una disposición de propia mano, que
en este contexto asume la forma del suicidio. Y en la medida en que el suicidio no es objeto
de prohibición jurídica alguna, la afirmación del carácter supuestamente indisponible de la
propia condición de ser vivo queda descartada sin más.

Por ende, la dificultad consiste en dar cuenta de que, tanto en el derecho comparado como
en el derecho chileno, se reconozca una restricción de la disponibilidad por delegación —
esto es: mediante consentimiento— de la condición personal de ser vivo. Nótese, en todo
caso, que la pregunta sólo se plantea en caso de que el moriturus —la persona de cuya
muerte se trata— efectivamente haya consentido, de modo libre y auto-responsable, en que
otro produzca su muerte. Si este presupuesto no se satisface, el hecho resultará constitutivo
sin más de una instancia de homicidio; y eventualmente, de asesinato.

El problema se deja ilustrar por referencia a la discusión acerca del estatus del así llamado
“homicidio a petición”, que se encuentra tipificado como variante privilegiada de homicidio
en el § 216 del Código Penal alemán, en los siguientes términos:

Si alguien ha sido determinado a dar muerte a otro a través de un requerimiento expreso y serio de
parte de éste, entonces ha de una imponerse una pena privativa de libertad de seis meses hasta cinco
años.

Bajo el § 216, el consentimiento cualificado representado por el requerimiento expreso y


serio de parte del moriturus no alcanza a revertir la ilicitud de la producción de su muerte
por parte de otro; pero al mismo tiempo, ese consentimiento cualificado da lugar a una
morigeración de la reprochabilidad del homicidio así constituido, que tendría que ser
explicada en términos de una reducción del injusto que caracteriza al género delictivo del
homicidio. En lo fundamental, las propuestas de reconstrucción más célebres —y dejando
de lado aquellas que, en contra de lo ya sugerido, pretenden fundamentar el tratamiento

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privilegiado del homicidio a petición en términos de una reducción de culpabilidad por el
injusto— se dejan presentar a través de la siguiente disyuntiva:
a) Que la prohibición del homicidio no ve afectada su aplicabilidad frente a la
circunstancia de que el moriturus preste su consentimiento serio y expreso, se
dejaría explicar a través de una consideración débilmente paternalista: la
salvaguarda de la autonomía de la decisión de terminar con la propia vida exige que
sea el propio moriturus quien ejecute la acción letal; el carácter paternalista de la
protección así dispensada, asociada al reforzamiento de la prohibición del homicidio
en la forma de un auténtico tabú, se mostraría de todas formas en el régimen
punitivo privilegiado al cual queda sometido el hecho.
b) La aplicabilidad de la prohibición del homicidio en la situación en la cual una
persona mata a otra, cuando ésta ha requerido expresa y seriamente ser matada por
la primera, sólo se dejaría explicar en términos de una protección (general) de la
condición de ser vivo de cualquier persona frente al peligro abstracto; el peligro
abstracto estaría aquí constituido por una afectación de las condiciones de seguridad
de las cuales dependería que cada cual pueda disponer de su propia vida
despreocupadamente. Especialmente bajo la concepción articulada por Jakobs, esto
resultaría compatible con el reconocimiento de casos en los cuales, por la
circunstancia de que la decisión de no seguir viviendo no aparezca como
subjetivamente arbitraria, sino más bien como intersubjetivamente comprensible —
paradigmáticamente, tratándose de personas enfrentadas a una enfermedad
terminal—, habría que negar aun el injusto del peligro abstracto; en tales casos,
habría que negar —también de lege lata— la existencia de injusto alguno.

Bajo el derecho chileno, no hay disposición legal alguna que sea equivalente al § 216 del
Código Penal alemán. En tal medida, en casos de homicidio consentido resultan en
principio aplicables, sin más, las normas de sanción que tipifican las diferentes variantes
específicas de homicidio, entre las cuales quedan incluidos el asesinato y el parricidio. A
modo de ejercicio puramente especulativo, sin embargo, cabría sostener que la tipificación
del así llamado “homicidio en duelo” (art. 406 inc. 1º CP) ofrece una base para hacer
aplicable, por analogía (in bonam partem), un régimen punitivo privilegiado al autor de un
homicidio consentido. Pues que el marco penal previsto para un hecho constitutivo de
homicidio en duelo (reclusión mayor en su grado mínimo) sea menos severo que el
correspondiente a un homicidio simple (presidio mayor en su grado mínimo a medio) se
deja explicar, precisamente, en atención a la circunstancia de que aquel que acepta batirse a
duelo con otro manifiesta concluyentemente su aceptación de la posibilidad concreta de que
su combatiente le quite la vida. La significación de esta solución ciertamente no se restringe
a que la pena privativa de libertad que pudiera corresponder a un hecho constitutivo de
homicidio simple (art. 391 Nº 2) se vea recortada en un grado, sino que ella al mismo
tiempo serviría para descartar la aplicabilidad de los marcos de penalidad correspondientes
al homicidio calificado o asesinato (art. 391 Nº 1) o bien al parricidio (art. 390), en caso de
que el correspondiente homicidio —haciendo abstracción del consentimiento prestado por
el moriturus— pudiera satisfacer uno u otro tipo delictivo. (Pues por un lado,
frecuentemente será un familiar, el cónyuge o el conviviente del moriturus quien pueda
darle muerte con su consentimiento; y por otro lado, será igualmente frecuente que en un
homicidio consentido pueda reconocerse “premeditación conocida”.)

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2. El homicidio consentido frente a la eutanasia

2.1. La distinción entre eutanasia pasiva y eutanasia activa

Lo anterior hace posible contextualizar el estatus del homicidio consentido desde el punto
de vista de la fenomenología de la eutanasia, para lo cual Uds. cuentan con el artículo de
Roxin, quien recurre a la usual diferenciación entre la así llamada “eutanasia directa”, la
“eutanasia indirecta” y la “eutanasia pasiva”. Esta terminología sugiere, empero, que la
clasificación se encuentra deficientemente construida, dado que los correspondientes
criterios de clasificación no se ven suficientemente explicitados. Estructuralmente, la
primer distinción a trazar es aquella bajo la cual resultan contrapuestas la eutanasia activa y
la eutanasia pasiva: la primera consiste en la producción (“activa”) de la muerte del
moriturus, mientras que la segunda, en la omisión del impedimento de su muerte. Puesto en
clave dogmática: el estatus de una eutanasia activa se corresponde con el de un eventual
homicidio comisivo; el estatus de una eutanasia pasiva, en cambio, con el de un eventual
homicidio en omisión impropia (lo cual supone, como siempre, la fundamentación de una
correspondiente posición de garante).

2.2. La eutanasia pasiva

Ya esta primera distinción adquiere relevancia bajo el derecho chileno vigente. Pues la Ley
20584, sobre derechos y deberes de los pacientes, sienta la premisa para la exclusión de la
punibilidad de la eutanasia pasiva a título de homicidio en omisión impropia, en la medida
en que el moriturus preste su consentimiento. Esto resulta de los dispuesto en los arts. 14,
15 y 16 de la ley:

Artículo 14.- Toda persona tiene derecho a otorgar o denegar su voluntad para someterse a
cualquier procedimiento o tratamiento vinculado a su atención de salud, con las limitaciones
establecidas en el artículo 16.
Este derecho debe ser ejercido en forma libre, voluntaria, expresa e informada, para lo cual
será necesario que el profesional tratante entregue información adecuada, suficiente y comprensible,
según lo establecido en el artículo 10.
En ningún caso el rechazo a tratamientos podrá tener como objetivo la aceleración artificial
de la muerte, la realización de prácticas eutanásicas o el auxilio al suicidio.
Por regla general, este proceso se efectuará en forma verbal, pero deberá constar por escrito en el
caso de intervenciones quirúrgicas, procedimientos diagnósticos y terapéuticos invasivos y, en
general, para la aplicación de procedimientos que conlleven un riesgo relevante y conocido para
la salud del afectado. En estos casos, tanto la información misma, como el hecho de su entrega, la
aceptación o el rechazo deberán constar por escrito en la ficha clínica del paciente y referirse, al
menos, a los contenidos indicados en el inciso primero del artículo 10. Se presume que la persona ha
recibido la información pertinente para la manifestación de su consentimiento, cuando hay constancia
de su firma en el documento explicativo del procedimiento o tratamiento al cual deba someterse.

Artículo 15.- No obstante lo establecido en el artículo anterior, no se requerirá la manifestación de


voluntad en las siguientes situaciones:
a) En el caso de que la falta de aplicación de los procedimientos, tratamientos o intervenciones
señalados en el artículo anterior supongan un riesgo para la salud pública, de conformidad con lo
dispuesto en la ley, debiendo dejarse constancia de ello en la ficha clínica de la persona.
b) En aquellos casos en que la condición de salud o cuadro clínico de la persona implique riesgo
vital o secuela funcional grave de no mediar atención médica inmediata e impostergable y el

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paciente no se encuentre en condiciones de expresar su voluntad ni sea posible obtener el
consentimiento de su representante legal, de su apoderado o de la persona a cuyo cuidado se
encuentre, según corresponda.
c) Cuando la persona se encuentra en incapacidad de manifestar su voluntad y no es posible
obtenerla de su representante legal, por no existir o por no ser habido. En estos casos se adoptarán
las medidas apropiadas en orden a garantizar la protección de la vida.

Artículo 16.- La persona que fuere informada de que su estado de salud es terminal, tiene derecho a
otorgar o denegar su voluntad para someterse a cualquier tratamiento que tenga como efecto
prolongar artificialmente su vida, sin perjuicio de mantener las medidas de soporte ordinario.
En ningún caso, el rechazo de tratamiento podrá implicar como objetivo la aceleración artificial
del proceso de muerte.
Este derecho de elección no resulta aplicable cuando, como producto de la falta de esta
intervención, procedimiento o tratamiento, se ponga en riesgo la salud pública, en los términos
establecidos en el Código Sanitario. De esta circunstancia deberá dejarse constancia por el profesional
tratante en la ficha clínica de la persona.
Para el correcto ejercicio del derecho establecido en el inciso primero, los profesionales tratantes
están obligados a proporcionar información completa y comprensible.
Las personas que se encuentren en este estado tendrán derecho a vivir con dignidad hasta el
momento de la muerte. En consecuencia, tienen derecho a los cuidados paliativos que les permitan
hacer más soportables los efectos de la enfermedad, a la compañía de sus familiares y personas a
cuyo cuidado estén y a recibir, cuando lo requieran, asistencia espiritual.
Siempre podrá solicitar el alta voluntaria la misma persona, el apoderado que ella haya designado o
los parientes señalados en el artículo 42 del Código Civil, en orden preferente y excluyente conforme a
dicha enunciación.

Tratándose de casos de eutanasia pasiva, entonces, la ley reconoce el derecho al rechazo de


tratamientos cuyo efecto pudiera consistir en una prolongación artificial de la vida del
paciente, derecho cuyo ejercicio queda sometido a las condiciones especificadas por la
propia ley. Jurídico-penalmente, la decisión legislativa sirve de premisa para el
reconocimiento de la operatividad del consentimiento del moriturus en la omisión del
impedimento “artificial” de su muerte, la cual en tal medida no resultaría constitutiva de un
homicidio omisivo —a pesar de la (inequívoca) posición de garante que correspondería al
médico tratante. Nótese, en todo caso, que de ello no se sigue que la forma que ha de
exhibir tal consentimiento necesariamente tenga que ajustarse a la ritualidad a la cual la ley
condiciona el ejercicio del derecho al rechazo del tratamiento: en principio, el
consentimiento verbalmente manifestado tendría que excluir el injusto del homicidio
omisivo en cuestión, más allá de las sanciones que para tal contravención procedimental
pueda prever la reglamentación sanitaria (cfr. art. 38 de la Ley 20584).

Lo anterior no obsta a que la demarcación del ámbito de la eutanasia pasiva sea


especialmente difícil, ante todo tratándose de casos en los cuales la muerte del paciente
queda condicionada por la desactivación de un artefacto mecánico que lo mantiene
(“artificialmente”) con vida. El problema será examinado en la próxima sesión presencial
de clases, por referencia a los dos siguientes casos prácticos:

Caso 1
El médico M, profesional tratante del moribundo paciente P, y por requerimiento previo de éste,
manifestado cuando todavía se encontraba en estado de consciencia, lo desconecta del aparato de
respiración mecánica que lo ha mantenido con vida dentro de las últimas tres semanas, muriendo P
al cabo de un par de minutos.

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Caso 2
El hombre H, cónyuge de la moribunda paciente P, y por requerimiento previo de ésta, manifestado
cuando todavía se encontraba en estado de consciencia, la desconecta del aparato de respiración
mecánica que la ha mantenido con vida dentro de las últimas tres semanas, muriendo P al cabo de
un par de minutos.

2.3. La eutanasia activa: indirecta y directa

Despejado el estatus de la eutanasia pasiva, cabe examinar el estatus de la eutanasia activa,


respecto de la cual resulta procedente, entonces, la subdistinción entre eutanasia (activa)
directa y eutanasia (activa) indirecta. Esta última distinción ha sido construida,
tradicionalmente, sobre la base de un criterio de imputación subjetiva. A pesar de que la
formulación precisa del criterio puede resultar controversial, siguiendo a Roxin se deja
sostener lo siguiente: la eutanasia activa se correspondería con la imputabilidad de la
producción de la muerte del moriturus a título de dolo directo de primer grado (o “dolo de
propósito”), la eutanasia indirecta se correspondería con su imputabilidad a título de dolo
eventual, o bien a título de dolo directo de segundo grado (o “dolo de las consecuencias
necesarias”).

Esto se deja conciliar con lo dispuesto en la Ley 20584, cuyo art. 14, inc. 3º, excluye la
persecución del “objetivo” de “la aceleración artificial de la muerte” del paciente del
espacio legítimo del ejercicio del derecho a recibir o rechazar el tratamiento en cuestión.
(Nótese que la mención, inmediatamente a continuación, de “la realización de prácticas
eutanásicas” carece de toda significación autónoma a este respecto, en la medida en que
bajo “prácticas eutanásicas” haya que entender, tal como lo sugiere el contexto, prácticas de
eutanasia directa). Ello sirve de premisa para la operatividad del consentimiento como
razón de exclusión del injusto del correspondiente homicidio comisivo, en la medida en que
la acción en cuestión no sea ejecutada en pos de la aceleración artificial de la muerte del
paciente, esto es: con el propósito de producir su muerte. Nótese, en todo caso, que la
exigencia de imputación subjetiva carece de significación para la constitución “positiva”
del injusto del correspondiente homicidio, sino que tiene relevancia para la negación de su
exclusión en razón del consentimiento.

Lo anterior se ve complementado por lo dispuesto en el inc. 4º del art. 16 de la ley, según el


cual los pacientes en estado terminal tienen derecho a recibir “los cuidados paliativos que
les permitan hacer más soportables los efectos de la enfermedad”, lo cual incluye el
suministro de fármacos y otros medios químicos —en el marco de una “terapia de dolor”—
que puedan llevar al aceleramiento del proceso conducente a la muerte del moriturus. Lo
cual sirve de premisa adicional, entonces, para el reconocimiento de la operatividad del
consentimiento como razón de exclusión del injusto del correspondiente homicidio
comisivo, en la medida en que la acción en cuestión no sea ejecutada con el propósito de
dar muerte al paciente.

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