Está en la página 1de 30

Un concurso literario

Daniel Higgs

ÍNDICE
Niño amputado /
“Un pez” /
Monólogo del muerto /
Gulshenruz (un cuento árabe) /
Un concurso literario /
Cuerpo /
Pozo /

alMi,
mi gato;
a mi compañera,
Sofía
.

“Te he vencido mundo miserable,


no me has sabido sujetar”
Dino Buzzati

EL NIÑO AMPUTADO

Dado que el niño era (es) muy inquieto1. El padre harto de gritarle: ¡Tenés hormigas en
el orto!; decidió hervirle los pies en una olla. Al niño debieron amputarle las piernas; como
sabemos, la perdida de una de las cualidades (sentidos) beneficia a las otras. Así fue que el
niño amputado aprendió a volar.

1Por ejemplo: subirse a la mesa, tirarse de la mesa o dormir en la mesa.

1
“UN PEZ”2

“La ley no permite echar esto al Tesoro,


porque es precio de sangre”
Mateo XXVII.
Página uno

UN PEZ

Página dos

-Me gustaría ser un pescado.


-Los pescados están muertos.
-También me gustaría ser un pescado muerto.
-
-Debe doler respirar.
-¿Doler respirar?
-Ahora no; no soy un pescado.
-Pez -corregí.
-Lili.
-Fernando.
-Fer.
-Sí- dije mirando al río.
-
-¿Para qué querés ser un pez?
-Para nadar y no arrugarme.
-
-Y porque no hay cementerios.
Va a llorar, pensé.
Tumbas.
¿Suprimir los cementerios es suprimir la muerte? Es necesario morir. Es chica. No puede
apreciar lo fascinante de la muerte.

A los lados del río hay mesas y bancos. Una mujer se acercó y le dijo a Lili que no se
arrimara al río.
-Hola- dijo llevando a Lili del brazo.
-Hola- dije.
Hacía calor. Un calor de otoño. Suficiente para no sentir frío. Sin embargo, los dedos de
los pies se me congelaban. Mala circulación. El mate estaba lavado. Tomé el último y me
fui.

Página tres

La belleza del río no me ha sido otorgada. Es ilegible a mí. Lo que leo es una lámina. Una
tediosa lámina.
Me acerqué al río, creo que fue para encontrar a Lili. Lo miré. Medité en las
aseveraciones de Lili. Imaginé imaginar como Lili. Mirar como Lili. Sentir como Lili, El río,
el agua, el infinito. Si fuera un pez…no puedo. No puedo verme como un pez. Me veo
nadando como un humano que simula ser un pez
2Nota del editor: Libreta encontrada en el rio Quilpo. Junto a un par de zapatillas. Perteneció al acusado del homicidio de Inés
Berruti; quien huyó a Córdoba. La policía tardó veintiocho días en dar con su paradero.

2
Lili apareció. Yo estaba sentado en uno de los bancos. Me dijo que los padres no la
dejaban acercarse al río. Creo que dijo “mi mamá no me deja acercarme al rio”. Le
pregunté por qué.
-Porque me tiro.
-¿Te tirás porque querés ser un pez?
-Sí.
-¿Desde cuándo querés ser un pez?
-Desde que no sé nadar.
-
-No me gusta ir al cementerio.
-¿A quién vas a visitar al cementerio?
-A mi hermana.
Dudé en preguntar qué le había pasado. Resolví callar. Luego dije que también aborrecía
los cementerios; que a los siete años se había muerto mi padre. Preguntó si lo extrañaba.
Mentí. No pensaba en él. A veces dudaba de su existencia. El dolor duró los primeros años;
o posiblemente dure y me haya acostumbrado como un sonido que, por hábito, dejamos de
oír. Yo también la extraño, dijo como si fuéramos cómplices de una herida.
Le confié que tampoco sabía nadar.
Otra vez la madre nos interrumpió.

Página cuatro

Las personas llevan un monólogo en la garganta, como si solo fueran una boca.
Gabriela es su nombre. Habló, justificándose. Sin detalles comentó la “delicada”
situación de Lili.
-Lili me contó de su hija- dije.
El comentario le selló la boca. Miré la novela sostenida por mi mano. Introduje un dedo
entre las páginas donde fui interrumpido. No soy su maestra jardinera, pensé decirle.
Preguntó qué leía. El ingeniero, dije; de Wilcock, aclaré. Nuestros cuerpos se movían en un
silencio que la corriente del río no se atrevía a tocar.
-Voy a estar atento a que no se tire - dije, echándola para continuar con mi lectura. Pero
no se fue. Retomó el monólogo. Contó que una vez Lili leyó un cuento “inoportuno” (así lo
calificó). El personaje del cuento se tiraba al río; al mar, precisamente. Decía que era un
exiliado del mar y acusaba a la familia de impedir su retorno a la patria.

Página cinco

La madre dejó a Lili jugar conmigo. Nos pusimos a dibujar. Lili dibujó a una niña
abrazando a un tiburón. Los dientes del tiburón miraban al frente. Le pedí que me regalara
el dibujo, no quería que la madre lo viera.

Continuación de la página cinco

Me encerré todo el día.

Página seis

Hablé con el almacenero. Le compré una promoción de 250 g. de mortadela y queso. El


queso era de cerdo. Un asco. Le pregunté por Lili. Ohhhnooo…la chinita no quedó bien
después de lo de la hermana. La Norma, muy buena. Lástima el noviecito, un psicópata. Se
lo llevaron pa´ Junín.
Dijo que la ahogó en el río.
-Ese río está maldito.

3
-¿El Quicho?- pregunté.
-¿Qué Quicho?
-El Quicho, el río donde pesca la gente del pueblo.
- Ese es el Sorda.
-¿Y cuál es el Quicho?
-No sé.
-¡Ese, el que está llegando a Concepción, tarado!- gritaron detrás de la cortina.
-Es mi mujer –aclaró.
Saludé y me fui.

Página siete

Fui al río y estaba solo como Dios. Caminé tres kilómetros. Tierra y curvas y un sol de
otoño quemó mi cara y mis manos. Dicen que antes la gente paseaba en ese río. Ahora lo
escupen o no se le acercan. Repiten que está maldito; que se come a los niños y a las
mujeres.

Una vez que el río te come no hay sombra que huya. Dicen que el padre de la nena tiene
orden de restricción. Otros que está bajo tratamiento psiquiátrico. Otros que está preso en
Junín. Otros que fue a matar a Enrique Viterbo, ex novio de la hija. Otros que quiso matar
a Lili en el río. Otros que alegó hacerlo en defensa propia de la nena. La defiendo del
futuro, dicen que dijo el padre. ¿De qué futuro?, dicen que preguntó el interrogador. De la
condena del futuro, dicen que respondió el padre. La única condena va a ser la tuya,
enfermo, dicen que dijo el interrogador. No, la condena es la repetición, dicen que dijo el
padre. Y la repetición cambia como el río, dicen que agregó.

Página ocho

Voy a acompañar al rio. Se ve muy solo.

Junté suficiente leña. Hice una fogata. El temor inventa pasos. Siento animales o bichos
que rondan al fuego. Elijo dormir como si dormir fuera ahuyentarlos.

Soñé con una casa de tela. Un hombre que a veces era yo y otras lo veía como espectador,
metía en la concha de una mujer algo. Era valioso. Y eso valioso se manchaba con semen
de otro hombre. En la casa de tela se veía la calle y a personas caminando. Ellos me veían.
También veían la concha de la mujer. Junto a la pared de tela había una cama. Alternaba
mi posición. Acostado por momentos y, en otros, sentado en una silla.
La mirada –de la mujer– venía desde el fondo de las cóncavas o desde un punto oscuro
del cráneo. Dijo que la vida te endurece los huesos y los hace pesados como piedras.
Las palabras me irritaron.

Página nueve

Ayer no escribí.
Lili me fue a buscar. Dijo que también había ido el día anterior. Dije que pasé la noche en
el Quicho. Te va a comer, dijo. Si no me meto no, bromeé. No rió. Sos muy seria, dije. Le
propuse ir al río, se entusiasmó. Luego, se enojó cuando dije que debía pedirle permiso a la
madre. No me deja, atacó. ¿Te vas a tirar? No, respondió. Y bueno, dije. Voy a sacar a mi
hermana, dijo.
“Voy a sacar a mi hermana”, me puso mal. Salí y comencé a caminar hacia el Sorda. Lili
me siguió. Nos sentamos en uno de los bancos. Permanecimos en silencio hasta que
apareció la madre y le dijo que tenía que ir a bañarse. Me saludó y se fue. La madre
también me saludó. Algo más había en ese saludo.

4
Página diez

Pasé tres días en el río. Intuyo que a la gente le molesta mi presencia. Salvo al
almacenero. Con que le compre sus ofertas le basta. Sentado frente al Sorda, con mi lectura
de El ingeniero y tomando mates, se acercó Gabriela. Dijo que yo no sabía y repetía y
repetía que no sabía. Recriminó mi propuesta de llevar a Lili al río. Dije que me arrepentía.
Y que, efectivamente, desconocía las circunstancias. Esperé que me lo aclarara. Quedó
callada y mirando al río. Este no es, dije. Se enojó y me gritó, es lo mismo. Se fue y me sentí
mal.

Página once

El río está malo.


Su furia parte el silencio a machetazos.

Página doce

Hace tres días que no veo a Lili. Sueño que dice voy a sacar a mi hermanay me mira con
odio. Sueño que me veo, de lejos, dentro de una bolsa de dormir. La perspectiva me ubica
en el río. Pregunté al almacenero si sabía de Lili y Gabriela. No sabe nada.

Página trece

La madre mató a Lili. La ahogó. Después se mató ella. Encontraron los dos cuerpos a un
costado del Quicho. Me siento mal.
Odio.
Odio.
Odio.
Odio al Quicho.
Pasó ayer. No me acerqué al velorio. No sé quién las veló. Las palabras de Lili me
perforan los tímpanos.
He pensado matar al río.
Lo voy a estrangular. 3

3 Enrique Gonzales Viterbo fue hallado a metros de la libreta y de las zapatillas. Colgaba de las ramas de un árbol al igual que Judas.

5
MONÓLOGO DEL MUERTO

Ya va a volver. Tiene que volver. Sé que es la primera vez que, realmente, se marcha.
Antes era sólo amenazas. Uno se aburre y deja de darle importancia a los simulacros. El
mismo circo de siempre, repitiéndose y repitiéndose. Sé que va a volver. Otras veces, lo
único que hacía, era enredarse en el corazón; cuando parecía que alma iba a irse, se
enredaba en esa bomba de sangre. Bueno, pero ahora sí se fue. Encima es viernes, mañana
no trabajo y no puedo moverme. No entiendo la lógica de estar inmóvil tan sólo por no
tener alma, como si el alma fuera gran cosa. No es más que un pedazo de gas
melodramático, un pedo melodramático. Y hablando de pedos no puedo parar de
tirármelos. Digamos que, momentáneamente, soy un cadáver; y los muertos no paran de
cagarse. La vida es un pedo; a veces un pedo estreñido que te punza, y cuando te lo tiras, te
viene un alivio ¡terrible!, como el alivio que sentí cuando el pedo melodramático se esfumo
de mi cuerpo. El inconveniente es que sin ese pedo no puedo moverme y es indispensable
moverme para poder ir, el lunes, a trabajar. Y también para dejar de descomponerme. Por
ahora estoy bien. Mientras no vengan los gusanos a comerme. Es desagradable sentir que
un gusano te recorre la nariz o la boca o empieza a comerte un pómulo o se te mete en el
agujero del orto o en el pito. ¡El pito! ¡Que no me toquen el pito porque los mato! Qué asco,
llevar el pito lleno de gusanos. Es como si te castraran. Esta alma…tiene que volver. No
puede hacerme esto; dejarme así, sin avisar, acá en la cama, así como si nada. No sé ni qué
hora es, pero por los ruidos y la luz de la calle, deben ser más o menos la una de la
madrugada. Me pregunto cuánto tarda en pudrirse un cuerpo. “Dónde andará mi alma…”
Es tan estúpida que quizá se perdió. La tarada no puede andar sin mí, sin alguien que la
ayude o guie. Seguro quiere regresar y no sabe cómo. Y si no sabe cómo volver, estoy
muerto. Ninguno de mis amigos vendrá a buscarme. La casa está tan lejos. Llegará el lunes
y nadie sabrá que pasé el fin de semana sin alma; y, posiblemente, el lunes, y otros días
inclusive, seguiré sin alma. ¿Llamarán de la fábrica? ¿Y al no encontrarme qué harán?
¿Vendrá un médico particular? ¿Y qué hará si no lo atiendo? ¿Llamarán a mi familia? Pero
¿qué familia? ¿A mis parientes? Pero ¿qué parientes? No hay parientes, bah, los hay pero
con todos estoy peleado. Los parientes no sirven para nada. Son como los gusanos, siempre
esperando poder comerte un pedazo de carne. Llamarán a algún amigo, y harán denuncias
o antes tratarán de entrar acá, pero cuántos días pasarán; cómo estará mi cuerpo; todo
podrido, seguro. Gusanos recorriéndome la carne, un hedor insoportable. Pareceré un
muerto y me enterrarán y no se darán cuenta que soy solo un hombre sin alma, un hombre
al que se le ha escapado el alma. Ni velorio tendré, o lo tendré a cajón cerrado; pero no
creo. El olor no podrá disimularse. Puede ser que me quemen. Por qué no. No tengo
familia, no tengo hijos, no tengo esposa, no se puede decir que V sea una pareja, para eso
hacen falta parques, cines, bares, helados de kilo, chocolates y con V solo nos encontramos
en el colchón, en este donde estoy sin alma. No tengo nada. Quién comprará el nicho,
quién mantendrá por año el pago del nicho. No, nadie pagará nada. Me tirarán a una fosa
común o me quemarán y esparcirán mis cenizas en una vereda con pasto o en una plaza, en
el patio de alguna casa, en algún arenero, en la calle o en un conteiner. ¿Sentiré dolor
cuando me quemen? Mi alma tiene que volver, no puede ser que se haya ido así nomás. Se
supone que para que pueda irse el alma de mi cuerpo primero debo morir y yo todavía no
me morí. Por lo menos hubiera tenido esa consideración ¿no? pero qué sabe un alma de
códigos. Así son todas, egocentristas. ¿De dónde mierda salen los gusanos? No entiendo

6
¿huelen a los muertos? ¿Aparecen de la nada? O nacen de la nada, o lo llevamos en la
panza o en el cuerpo y cuando uno no se puede mover se les da por salir a comernos como
si se estuviesen vengando de ayuno. Me pica un cachete. Siento como un hormigueo en
distintas partes. ¿O un gusaneo? Creo que están llegando. Es de día, voy a tratar de dormir.
Cuando despierte es posible que haya vuelto mi alma. No, no tengo sueño. Ese gusaneo es
intolerable. Ahora que me doy cuenta tengo los ojos fijos en la pared, estoy de perfil
acostado en la cama, no parpadeo y no puedo mover las pupilas. ¿Estoy muerto? No, no
creo.

7
GULSHENRUZ
(UN CUENTO ÁRABE)

“Nuronihar caviló sobre las grandezas que le había vedado la muerte, y Gulshenruz se
abocó a las plegarias y a colaborar con los enanos, que mucho le agradaban (…) Cuando
Nuronihar huyó con Vathek, Frakeddin consideró a su hija perdida para siempre y se
olvidó de Gulshenruz”
William Beckford, Vathek.

-Vuelvo a respirar –pensó. Vuelvo a existir.


La boca recuerda el sabor agónico de un brebaje que lo sumió en la sombra. Su único
recuerdo intenso es el momento previo a morir. El resto son años vagos llenos de días
vagos que se reducen a nada.
Fuera de la cabaña, dos de los mismos enanos de siempre, envejecen y recitan el Corán.
Gulshenruz, al despertar, ve a uno de los enanos poner un plato y una taza sobre una mesa
rústica, de madera. Vierte arroz y llena la taza con leche. Gulshenruz sin saludar, se sienta.
Su cara da a una ventana y ve a los enanos de siempre que recitan el Corán.
Recorre la cuchara; la ve sucia; la toma y la hunde en la masa de arroz; come, pero antes
de tragar sorbe un poco de leche. Traga. Repite la acción. Al terminar, hace la pregunta de
todas las mañanas.
-Peri…
-Soy Ginn –interrumpe el enano.
Gulshenruz lo mira.
-Cierto, perdón Ginn –pausa.
-¿Por qué siguen aquí?
-Así lo dispone el Profeta.
-El Profeta dijo que en un año expirarían mis pecados.
Silencio.
-¿Cuánto tiempo pasó?
-El tiempo no importa para los muertos, Gulshenruz.
-Cierto –pausa. Sin embargo, aquí el tiempo es tan real, tan real…como esta herida –
muestra su hombro-, tan real como la belleza que abandona mis miembros –la voz se
corta.
Silencio.
-¿Por qué en la muerte padezco la carne?
-Son los pecados, Gulshenruz.
-¡Y por qué deseo morir si ya estoy muerto!
El enano no responde. Imagina la muerte. Desea la muerte. Juzga injusto el sueño que
Sutlement ideó –por orden de Frakeddin- para Gulshenruz. Si el califa, se dice, huyó con
Nuronihar ¿por qué condenar a su sobrino a un sueño atroz, a la muerte real y no
fantasmagórica, al purgatorio terrenal? Pero él es un enano al servicio de un superior; y se
debe a la voluntad de un hombre designado por el Profeta, a quien nada debe cuestionarse
porque en él todo radica con un propósito.
El golpe de la puerta al cerrarse arranca al enano de sus pensamientos. Peri y Fato
saludan. Rodean la mesa y se sientan cada uno frente a un plato y una taza.
-Comenzó la llovizna –dice uno.
Gulshenruz ve su paseo, planificado el día anterior para llenar las horas, frustrado. Y
piensa en Nuronihar y el sueño, en la duda y el martirio. Piensa en la memoria, en el hecho
de conservarla. E imagina a Nuronihar regresando. Compartiendo la cabaña, como en un

8
principio; y entonces el purgatorio no sería tan duro; entonces, la carne no dolería tanto; y
el tiempo no importaría tanto.
-¿Esta es mi alma? –piensa. Toca el pecho, la cara, los muslos. El peso de lo irreal le
revuelve el estómago. Obcecado, corre a perderse en el bosque. Pero no puede. El mismo
esfuerzo patético de otros días, como si repitiese el guion de ayer, de antes de ayer, de
antes antes de ayer y etc.
-¡No puedo morir! –grita- ¡No puedo morir! ¡Cuándo vendrán los camellos a buscarme!
¡Infame Profeta! ¡Me has olvidado aquí!
Los enanos y el silencio lo dejan blasfemar. Se miran y sienten culpa. Las cosas se han
extendido demasiado, piensa Ginn. Gulshenruz parece calmarse, parece estabilizar su
ritmo cardiaco, y su pecho deja de bombear con furia. De pie, se toca la cara flaca, siente la
aspereza de los pelos y la humedad de la llovizna que se hace agua. El cuerpo de los cuatro
empieza a humedecerse cada vez más. El agua aparece en la ropa como una leve peste, una
leve invasión de polillas transparentes.
Intenta ver el bosque, desprenderse del espacio como si esa inmersión le impidiera
distinguirse, como si el bosque lo hubiese devorado de la misma manera que la rutina
devora los objetos cotidianos.
Camina hacia el lago bajo la pequeña y delgada cascada. Su imagen, fija en la lámina de
agua, repite sus nulos movimientos. Intenta verse, hundirse en la profundidad del reflejo.
Pero la ilusión persiste y la carne también.
-Entre, Gulshenruz.
-¿Entre? ¿Para qué, Ginn? ¿Eh?
-Se moja, Gulshenruz.
-¿Y? ¿Qué, me voy a enfermar? ¿Qué puede pasarnos? ¡Estamos muertos, ya no
podemos morir! Estamos aquí en el gran purgatorio del Profeta. ¿Y dónde está él?
-Entre, Gulshenruz.
-Sí, por la fe, querido Ginn- hace una reverencia y entra en la cabaña.
El resto de las horas las pasó junto a la ventana observando la lluvia gris.

II

Lo despertó la luz tibia que entraba por la ventana. Los tres enanos estaban afuera,
subidos a la copa de un árbol.
-Vuelvo a respirar... Vuelvo a existir.
El olor a carne blanca asada le abrió el estómago. Se sirvió una taza de leche y salió al
día. Hacía calor, cerca del lago vio las dos partes de un pescado asándose. Los enanos lo
saludaron desde la copa del árbol. Parecía tranquilo. Se acercó hacía la carne y detuvo su
atención en las brasas, en los restos de un árbol; y empezó a sentir el malestar que provoca
lo real. Todo es tan concreto, pensaba. Y estaba seguro que se quemaría si agarraba una
brasa con la mano o si metía la cara entre medio. Trató de dispersar esas ideas, y dejarse a
luz amarilla del día, al tibio calor y olor de la carne, y a recostarse bajo la sombra de algún
árbol.
Trató de hacer, de hacer cualquier cosa absurda para no pensar. Trató de reír con los
enanos, de recitar con ellos sus plegarias, de ayudar con la carne. Trató de no quedarse
quieto ni callado, nada que lo dejara pensar en el pez muerto que engullía o en la
caducidad que lo rodeaba.
Después de comer, la fatiga provocada por la digestión lo obligó a reposarse. Se acercó al
árbol donde antes descansaban los enanos y se acostó bajo sus ramas. La sombra de las
hojas y el calor de la luz del sol lo fueron sumiendo en el sueño hasta quedar dormido. El
peso del alivio no lo dejó despertar por seis horas. Cuando abrió los ojos era casi de noche;
vio un leve o débil humo saliendo de las brasas, vio en la puerta de la cabaña a uno de los
enanos. Pensó que podía ser Ginn, aunque no podía asegurarlo dado su escasa visión; y vio
que del interior de la cabaña latía un resplandor amarrillo. La luz de una vela, están
adentro.

9
En la noche un calmado silencio le habitaba la cara. Volvía a ser el viejo callado de barba,
el cuerpo flaco y resignado a esperar la otra muerte. Comió un poco de pescado asado,
sobrante del almuerzo y pensó en que quizá todo estaba planificado para moldear su
humor. Ayer había llovido de una forma espantosa y hoy el sol quemaba, como chorros de
luz obligándote a la alegría. Terminó de comer, puso los ojos más allá de la ventana,
trayéndolo, a veces, hacía el cuerpo blanco y sedoso de la vela, tan real, pagana y efímera
como la carne.
Sobre la paja, recostado, no pensó y esperó el sueño.

III

-Vuelvo a respirar…
Los ojos están abiertos, miran el techo de paja y madera. Está tapado por una manta. Es
el frío habitual de la mañana que no le permite salir. Ginn lo ve despertar. Y sin emitir
sonido alguno, se pone de pie, llena una taza con leche y luego un plato con arroz.
Gulshenruz ve a Ginn sirviéndole una taza con leche y un plato de arroz y siente que esa
escena es algo que viene repitiendo desde la eternidad y que en esa escena fue perdiendo
partes de su memoria.
Sentado, en el borde de la cama de paja, ve que la puerta se abre lentamente, tratando de
no rechinar. Entran Fato y Peri. En las manos les cuelgan dos pescados muertos.
-Está despierto.
-La comida de hoy.
No quedan restos de crisis en los ojos de Gulshenruz. Pero una resignación o una derrota
le habita la cara y todo su cuerpo, como si desde siempre supiera en donde está y en qué
farsa ha vivido toda su vida; y que, a pesar de saber, jamás va a poder despertar o huir. Y
esa derrota post-crisis era aún peor que la crisis misma; porque esa derrota suponía la
certeza y en esa certeza los tres enanos se sentían expuestos, como si la culpa o como si su
participación fiel y ciega los llenara de crueldad.
Afuera el día comenzaba a opacarse. Nubes gordas se acercaban y se acumulaban en el
cielo, listas para tapar el sol y dejar que, primero, una llovizna gris cayera y, luego, una
lluvia gruesa los encerrara dentro de la cabaña. Otra vez restaban horas largas por llenar.
Gulshenruz tomó la taza y decidió salir a ver cómo las nubes gordas y oscuras se iban
acercando hacia el techo de su cabaña. Miró el conjunto de árboles, miró el resto de
troncos quemados y cenizas del día anterior; un vestigio de ayer.
Ginn se puso a observarlo a través de la ventana. Fato salió a preparar los dos pescados y
Peri se quedó adentro mirando el plato con arroz de Gulshenruz. En Ginn la memoria
parecía conservarse sin tantas lagunas, sin tantos recuerdos mezclados o inventados. Y
cada vez que observaba a Gulshenruz como ahora lo hacía a través del cristal, veía una
atrocidad, un acto infame que ningún hombre merece vivir; pero que sin embargo,
pensaba, quizá todos vivan.
¿Qué podía hacer él? Era solo un enano que se debía a lealtad. ¿Qué podía él objetar
cuando le informaron cómo sería el resto de sus días? Es la voluntad del Profeta. ¿Y qué
podía haber hecho él cuando el califa Vathek se llevó, de ese purgatorio terrenal, a
Nuronihar dejando a Gulshenruz en el olvido? Esa ilusión, ideada por el padre de la joven y
tío de Gulshenruz, había pasado de ser un acto en defensa de su hija -para que el califa
Vathek no la raptara- a un acto atroz y perverso, a un crimen.

La tonalidad del día se opacaba. La llovizna le daba una pátina gris y confusa al afuera.
Aun así Gulshenruz permanecía de pie, observando al cielo, a las nubes gordas que iban
conformando una inmensa y única nube compacta; y su cuerpo flaco, chorreado, su mano
sosteniendo la taza, su cara elevada hacía el cielo, todo eso parecía la expresión o
personificación del desconcierto. ¿Qué va a hacer? Otra vez se torna impredecible. Sin
embargo, se ve pasible, alejado de su ataque de histeria del otro día. Pero quien no se aleja

10
de ese día es Ginn -algo casi rutinario- porque cada vez que Gulshenrez caía en una crisis,
él permanecía alrededor de una semana tocado por la estela de esas preguntas. ¿Por qué
siguen aquí? ¿Cuánto tiempo pasó?
Ahora, apenas humedecido, Gulshenruz gira sobre sus pies. A un lado de la cabaña ve a
Fato que abre el cuerpo de un pescado sin cabeza -siempre tan silencioso-; ha improvisado
un techo, quizá para poder asar el pescado bajo la lluvia. Dentro de la cabaña se ve oscuro;
sin embargo, logra distinguir el rostro de Ginn, parado, muy cerca de la venta, iluminado
por la luz plateada que lanza el cielo gris o plomizo.
Entra para evitar la inminente lluvia.
-Ya se larga.
-Sí, sí

-No lo voy a comer, comelo –le dice a Peri que miraba de reojo el arroz. Este tiende la
mano con lentitud.
Restaba un día largo. Otro más en el falso purgatorio que los tres enanos y la victima
debían sostener. Y a veces la víctima era otro victimario, artífice de su tragedia, de su falta
de valor; de su inquebrantable fe que con los años fue demostrando que no era tan
inquebrantable como creía. Y entonces, la duda y la carne y el pecado enturbiaron el limbo;
y, aunque tenía la certeza de ser engañado, a la espera del Profeta, no había tenido el valor
de atravesar el bosque.
La lluvia golpea en el techo. Los dos enanos se preguntan cuánto resistirán los parches
de las goteras.
-No sé, está lloviendo fuerte…
-Esperemos que aguante.
-¿Necesitás ayuda?
-¡No!–dice Fato- Ya agarró. Mira el techo improvisado. Resiste; son palos finitos
pegados uno al lado de otro, similar a una balsa. Piensa en que ojalá no levante viento. Eso
podría complicar las cosas; y a pesar de la fuerza de las gotas que estallan en el pasto, aún
no alcanzan a tocar el fuego. Gira la cabeza al lago y piensa que la lluvia lo va a llenar más;
no piensa en que esa imagen, junto a la pequeña cascada que cae, es casi la única imagen
que estuvo observando toda su vida y que, seguramente, moriría haciéndolo.
Otro día más; ¿Qué vamos a hacer? ¿Encerrarnos todo el día? ¿Jugar al “veo veo”? si
ya conocemos cada rincón de este purgatorio.
-¿Qué pasa?
-Nada, ¿a usted? –dice Ginn.
-Pienso.
Ginn sin atreverse a peguntar, espera.
-¿Qué vamos a hacer?- pregunta Gulshenruz.
Ginn quiere decir no sé. Pero se queda callado, no gesticula; entiende que la misma
pregunta empieza a contaminar las horas, y a él. Sin embargo, Gulshenruz parece desistir y
se entrega al tedio, al lento y perezoso andar del día, a la elasticidad de las horas, del
tiempo largo y estático.
La puerta se abre en un movimiento brusco. Fato, mojado, trae sobre una tabla los lados
de un pescado. Ya sobre la mesa están los platos con sus mazacotes de arroz. Comen. Lo
hacen en silencio, alternando la vista con la comida y la ventana y su cortina de lluvia.
Gulshenruz, mastica lentamente la carne blanca, pero no la interroga. Una vez llenos, solo
quedará recostarse y soltar algunas palabras escuetas o simplemente no hablar. Pero
llegará el momento del rezo y ninguno de los enanos se contendrá.

Llega la noche. ¿Van a comer? Gulshenruz se niega. Cierra los ojos, voltea a la pared. La
lluvia no ha cesado en todo el día, el repiqueteo de las gotas se ha vuelto un sonido
monótono, que por la insistencia, ya casi no se oye. Los enanos mastican lento, excepto
Peri que siempre es el primero en terminar. Ginn traga con culpa y con hambre. Intuye que
mañana vendrá otra crisis; y que mañana junto a sus dos compañeros deberán sostener la

11
farsa y hacerle creer a Gulshenruz que una vez que sus pecados se quemen, vendrán los
camellos a buscarlo, y lo cargarán hasta el paraíso junto al Profeta.
Gulshenruz va sumiéndose en el sueño; la vigilia se aleja y es confusa, en su mente da
vueltas una idea; mientras se va metiendo en el sueño aparece su imagen en una mañana,
repitiendo la misma frase de años; la cara de Ginn se aleja, un plato, arroz, leche.
Duerme.

IV

-Vuelvo a respirar… sí, vuelvo a existir.

Los días en el purgatorio se repiten.

***

Hacía años que el viejo que lo había encerrado ahí, en unos pocos metros de purgatorio
verdoso, se había muerto. En su lecho, pronunciando el nombre de Nuronihar, imaginando
un rostro joven, casi adolescente, pedía por ella. El delirio o la agonía le hacían exigir su
nombre.
El día que le preguntaron por Gulshenruz dijo que en estos casos lo peor es la verdad.
Entonces, anticipándose a la muerte, dejó instrucciones en caso de que él muriese. Los
niños tenían prohíbo acercarse a cien metros del lago donde estaba encerrado, sin saberlo,
Gulshenruz. Quien osara incumplir esa norma sería horriblemente castigado, tanto él
como toda su descendencia.

***

Amanecía.
Una luz blanca y tibia daba en la cara de Gulshenruz. Al saber que estaba despierto se
volvían a pronunciar las palabras del primer día. No había soñado. No podía. Creyó que en
el purgatorio no se sueña. Una vez levantado, se dispuso a transcurrir el día.

***

Hay sol. La temperatura es agradable, tibia. En el centro del lago, hundido hasta la
cintura, Gulshenruz se moja los brazos, refriega el costado de su torso, sin quitar la vista de
la pared verdosa que es el bosque. Quien lo mira, en este caso Ginn, sabe que ese hombre
que se refriega el cuerpo con agua mecánicamente, piensa. Roe alguna idea, alguna
inquietud. En el purgatorio, los días pasan en silencio, a excepción de los momentos en que
los enanos cantan. El resto son horas que transcurren con el murmullo del paisaje.
¿Cuándo fue la última vez que subí a un árbol?, se pregunta Gulshenruz. El cuerpo viejo ya
no conserva la fuerza para trepar. ¿De dónde sacan la fuerza los enanos?, se vuelve a
preguntar Gulshenruz.

***

Gulshenruz formaba las palabras “El profeta” “camellos” “paraíso” en su cabeza.


Observaba los árboles, el fondo de aquello que parecía un bloque verde, un cubo compacto
de naturaleza. Los enanos como todos los días, seguían sus tareas, ignorándolo. Solo se
preocupaban de alimentarlo, de mantenerlo vivo. Y la palabra, ésta, “vivo” se formó en la
cabeza de Gulshenruz. A él vinieron sentidos, ráfagas o sucesiones de cosas que habablan
sobre la palabra “vivo”. No pronunció oraciones, no hubo formulación de frases. Cosas
abstractas o invisibles se formaron en su cabeza. Vislumbró, una vez más, la palabra
“profeta”. Y como otras veces pensó en un rostro, en una cara. Y esas palabras que no se

12
materializaban en la cabeza de Gulshenruz, podrían traducirse: “¿Por qué no me hablas?
¿Por qué me quedo acá en el olvido?”.

***

Amanece.
Pronuncia las mismas palabras que hace años, como si al despertar cada día despertase
otra vez de la muerte.

“Vuelvo a respirar…”

Afuera todo comienza otra vez. Él también debe comenzar otra vez.
Aún no llega el día y aunque se convence de que ese día nunca llegará se decide a
transcurrir los “días” hasta que deje de despertar.

13
UN CONCURSO LITERARIO

Hacía ocho días que estaba encerrado en una celda de castigo. Así que vos contás
cuentos, conchatumadre. Una bota, como antes, da en la espalda. El cuerpo, bajo la ropa,
tiene moretones y cortes. La ropa, en algunas zonas, se adhiere al cuerpo. El cuerpo huele a
orina, a transpiración y a olor a pata. La cara no tiene marcas, aún. La boca es ancha y
gruesa; los dientes, los superiores sobre todo, se ven torcidos. Los pómulos resaltan y sobre
ellos se ve una serie de granos. En la frente, del lado izquierdo, una cicatriz le cruza la
frente. El color de la piel es blanco y el pelo castaño. El tipo de corte es el de una cresta. El
color de los ojos, marrón. La altura un metro sesenta aproximadamente. La edad;
diecinueve. Apodo: Torreja. Nombre: Martín Ricci. Comisaria: seccional cuarta. Causa de
detención: vender estampitas y cuentos impresos -por él- en La Siberia, campus de la
universidad de Rosario. Piensa en vengarse, piensa en denunciarlos al salir, en apelar a los
derechos humanos o a alguna organización; pero después, desiste, piensa en la impunidad,
piensa en el silencio o en la indiferencia. El guardia a quien él ya conoce lo pone de pie y lo
saca de la celda. Torreja piensa que lo van a soltar. ¿Desde cuándo lo conoce, Torreja?
Desde la vez que le robaron al transa con el hermano por no atenderlos. Antes de que lo
agarren, Torreja, cayó en cana; pero su hermano no. Mientras Torreja cumplía un año de
prisión, se enteró que a su hermano lo habían encontrado, sin vida y sin lengua. El crimen
quedó impune. Y piensa, inevitablemente, que el abuso ante él también va a quedar
impune. Ruiz, riendo, lo lleva a una sala. La sala está casi vacía -mide alrededor de dos por
dos o dos por tres-, en el centro hay una silla. Torreja piensa que lo van a golpear y se
resigna, se entrega a perder la conciencia si es necesario, porque resistirse, ponerse duro es
peor. Pero por dentro, la voluntad y el odio son firmes. Lo sientan. La silla tiene dos apoya
brazos, le ponen dos esposas, ajustadas, hiriendo las muñecas. Torreja sabe que eso es otra
jornada de tortura, pero distinta, porque aún no lo habían atado a una silla. Ayer,
precisamente, la jornada había consistido en golpes y en simulacros de asfixia. Y siempre la
jornada iba acompañada de risas e insultos, de odio o racismo. Un disfrute, pasaba por el
rostro fascista de los torturadores. A un lado de Torreja hay un guardia, sostiene una
cachiporra. El guardia no es Ruiz, es Acebal, quien entró después de Ruiz sin decir nada.
Ruiz salió, probablemente a buscar a otros. Torreja piensa que lo único que le queda es
soportar; y alguna vez escribirlo, aunque eso no sirva de nada; porque Torreja ya no cree
en la idea estúpida del arte; y su máxima aspiración es superar los veinte años. La puerta se
abre, entran dos policías. Ponete de pie, negro de mierda, dice el guardia que está al lado
del Torreja como si no supiera que está atado. Dejá, dice el primero de los que entró con la
mano. Éste es calvo, gordo y se apellida Martínez; el otro, tiene el pelo blanco, igual de
gordo, con ojeras negras, una altura superior al metro ochenta y se apellida Correa. Atrás
de ellos entra Ruiz, con una mesita cuadrada, rústica o artesanal. Hecha con maderas de
tarima. La pone frente a Torreja y luego trae dos sillas para los dos policías. Torreja no
puede adivinar en qué consistirá la tortura. Se sientan. Ruiz se queda parado en la puerta.
Así que vos sos filósofo, dice Martínez. No, jefe, dice Torreja. Cómo que no, mis hombres
dicen que vos andás filosofando en la facultad, qué mis hombres mienten. No, jefe.
¿Entonces? Soy escritor, jefe. Mirá –Martínez se tira hacia atrás- já, ¡es escritor! ¡El
Torreja, nos salió escritor! ¡Vos sos un rata guacho, qué me venís con escritor! Ya no, jefe.
¡Ya no qué! Ya no ando en esa, jefe. ¿Sabés qué pasa Torreja? Vos andás diciendo muchas
boludeces, no te hagas el héroe. Torreja no dice nada. Martínez saca de un bolsillo un
papelito, el papelito contiene un poema, el poema tiene palabras como drogas, búnker,
educación, ignorancia. Torreja espera lo peor. ¿Vos escribiste esto? ¡Hablá! Un codo le
golpea la cara. Sí, jefe. Mirá vos, dice frunciendo la boca y moviendo la cabeza de arriba

14
abajo. Recibe otro codazo. ¿También sos poeta? Torreja no responde. Contestá, la
conchatumadre. Un puño le hace sangrar la nariz. Sí, jefe. Secale esa nariz, dice Martínez.
Tiene que hablar. Ruiz sale y trae papel de diario, le pone un bollo en el orificio de la nariz.
¿Sabés que vamos hacer Torreja? Vos vas a contar un cuentito para nosotros –apuntando
con el dedo a Correa y a él- y de ahí vamos a ver qué hacemos con vos. Somos tu jurado
literario Torreja, dice sonriendo, con un tono burlón. Torreja piensa que los concursos
literarios siempre están arreglados de antemano o que una vez establecidos ya se tiene la
lista de los premiados. ¡Dale, contá! Torreja no sabe qué decir, y pregunta qué debe contar,
y se dice qué gil, porque no debió preguntar eso; y otro puño le golpea la cara. Piensa, qué
quieren estos hijos de puta; quiere recordar, retomar algún relato de los que vende, pero
todo es confuso. Silencio. El tema es libre, Torreja, dice Martínez burlándose. Torreja
piensa que esos inútiles no han leído nunca nada y piensa en contar la historia de un
pájaro rojo. Una imagen que no le pertenece y una historia que tampoco le pertenece, pero
¿qué?, en medio de una tortura poco importa a quién le pertenece aquello. Y entonces
piensa en Di Benedetto, en su cara, en su prosa, en sus historias y dice; Título, dos puntos
El pájaro rojo. Los policías aún no pierden la sonrisa. Tengo una línea en diagonal en mi
frente que va de la ceja a donde comienza el pelo. Voy a contarles la historia de esta
cicatriz. (Las sonrisas iban achicándose) Cuando era niño sufría de migrañas o cefalea.
Eso decían los adultos; principalmente, la asistente social. También decían -pero no la
asistente sino mis tíos- que mi cabeza andaba mal, alguna especie de retraso. Lo decían
porque en aquel tiempo yo solía hablar solo –para ellos-; pero en realidad no hablaba
solo (Torreja traga saliva) hablaba con el pájaro rojo que habitaba en mi cabeza. (El
jurado parece relamerse) No sé cuándo nació. Al principio era un pájaro blanco, muy
blanco; pero la sangre de mi cabeza lo fue tiñendo de rojo. Él hablaba, solía hablar
mucho y a mí me gustaba porque así no me sentía tan solo; y contaba historias,
constantemente; y cuando no las contaba se ponía a imaginarlas y yo también me ponía
a imaginarlas con él. Con el tiempo (Los ojos de Torreja miraban las botas del jurado) a
medida que yo crecía él también. Y poco a poco sus alas comenzaron a golpear mi
cráneo. Yo sabía que no era un lugar apropiado para tener a un pájaro tan grande, pero
no tenía otro lugar. Y él también lo entendía así y por eso nunca se quejó. Pero cuando
estaba próximo a cumplir nueve años, mi padre murió atropellado por un vehículo. Un
camión. Su cabeza había impactado contra el asfalto y le había producido un derrame
cerebral. (El jurado retoma la sonrisa) Recuerdo que mi madre al decírmelo yo me
imaginaba un chorro pulposo o grumoso cayendo de la cabeza de mi padre y me
preguntaba si él también había tenido un pájaro. No sé. Lo que sí sé es que pasó diecisiete
días en coma, hasta que murió. Tardé en sentir tristeza o en ser consciente de la tristeza
(El jurado parece aburrirse) Quizá porque no lograba entender la Muerte. La pensaba
como un viaje de ida y vuelta, pero con el tiempo entendí que es solo de ida. Pero la
tristeza que en ese momento empezaba a ser otro huésped, era muy distinta al pájaro.
Primero, no contaba historia y si las contaba las distorsionaba; y con el tiempo el pájaro
rojo dejó de hablar. Sus alas empezaron a golpear con más insistencia en mi cráneo. Y
eso era algo doloroso, pero el verdadero dolor venía de los picotazos. Los adultos, como
dije, insistían con eso de la cefalea. Pero yo sabía que era por la muerte; por la muerte al
pájaro le urgía volar. Una tarde de enero mientras corría, el pájaro que, como una gota,
insistía con su pico, abrió esta cicatriz que tengo en mi frente y salió. Lo vi como una
mancha roja cayendo del lado izquierdo de mi cabeza, su color era de un rojo muy
profundo que luego se hizo negro; y después vi unas alas sacudiéndose, y gotas rojas que
eran arrojadas por ese sacudir de alas. Por último, dejé de verlo, el cielo se lo había
comido. Mientras, la sangre de mi cabeza salía obstinadamente. Luego, llegó mi madre y
puso un repasador en la abertura. Fueron siete puntos y el pájaro rojo ya no hablaba.
Fin. El jurado lo mira, luego se miran entre sí. Se ponen de pie. Torreja espera el golpe
pero no llega. Con las manos hacía atrás, los dos policías se hablan al oído y salen. Torreja
piensa qué es eso, qué tipo de farsa perversa. El policía que antes lo había golpeado
reiteradamente, con un tono cortés, le dice que en un momento recibirá el veredicto del
jurado. La puerta se abre, el jurado no entra, le hace señas al policía que está a un lado de

15
Torreja para que salga. Torreja lo mira, quiere adivinar qué tipo de tortura es esa. Sale. Al
rato entra, se vuelve a colocar a un lado de Torreja, sosteniendo, como antes, la cachiporra,
y de un movimiento rápido la hace estallar, tres veces, en la mano derecha de Torreja. Los
dedos quedan magullados, con dos fracturas, una en el dedo índice y otra en el dedo
medio. El verdugo se le acerca al oído y le dice, el veredicto del jurado, Torreja. Después lo
desatan y lo vuelven a llevar a la celda de castigo.

16
CUERPO

Hombre pierde parte del hemisferio izquierdo de la cabeza. Mitad del rostro –de ceja
izquierda al mentón- paralizado. Tiempo después, la mitad del rostro se desvanece. Cae, al
igual que la materia podrida. Hombre se tuerce el tobillo izquierdo. Los ligamentos se
cortan. Sin estabilidad, cae. A Hombre le otorgan muletas. Come poco, comer con la mitad
de la cara lo agota. Los alimentos entran a migajas. A Hombre se le pudre el pie, se le cae a
pedazos.
Piensa que el lado izquierdo de su cuerpo se muere. Piensa que del lado izquierdo tiene
el corazón. Se apoya en su muleta, se sienta. El lado izquierdo parece no tener peso y queda
postrado o anclado del lado opuesto. El brazo derecho, enérgico, abre un cuaderno y
escribe. Horrible grafía. ¿La letra también se pudre?, se pregunta. “Quiero vivir”, anota.
“Pero una enfermedad me acosa. No. Me come.”.
Las caderas de Hombre hacen fricción. Los huesos se contraen. Hombre aprieta los
gritos al caminar. No comunica el dolor a nadie. Hombre es torturado por la cadera. Los
huesos se comen unos a otros. Hombre escribe en su cuaderno. “Tengo termitas en los
huesos, me comen pero no evitaran que termine mi libro”. Hombre revisa sus papeles. La
mano derecha, enérgica. La columna se endurece. Hombre no puede ponerse de pie. Si
mueve el cuello la columna lo punza. Si se mueve siente que le desgarran la carne. Inmóvil,
deja que el brazo enérgico escriba.
Deja de escribir. Se inmoviliza. Busca descansar. Pasan tres días, tiene los ojos cerrados.
Respira lento. Mueve el cuello un poco, la columna no punza. Logra ponerse de pie. Sale al
patio a tomar aire. Se sienta, estira las piernas. Mira el pie que le falta. Muero, piensa.
Hombre tiene los ojos rojos, la boca pastosa, la mano dura. No voy a escribir, dice. No
voy a escribir, grita. Y se muere por escribir. Con su muleta se vuelca sobre sus papeles y
retoma. A Hombre se le hincha el estómago. Hombre vomita. Caga. Caga líquido. Se
acuesta. Sueña: en el aire, en su cabeza, queda una voz repitiendo, la voz diurna, la voz del
sueño o vigilia: “las calles contienen al piadoso Odiseo”. ¿Piadoso?, se pregunta. ¿Las calles
lo tienen o lo contienen, de consolar? Ríe. ¿Y por qué Odiseo? En la pared anota, MUERO.
Vuelve a reir. Entra su esposa; ¿de qué te reís? Hombre: ¿vos quién sos? Su esposa: Tu
esposa. Hombre: ¿tengo esposa? Su esposa: (gesto de compasión) Hombre: (esperando
que se aclare la situación, tose y estornuda simultáneamente; pone su mano) ¡Sangre! (la
mano con saliva y sangre) Sangre (tono aturdido) Sangre. Cae. La esposa lo levanta. Lo
acuesta. Hombre mira a la esposa como si fuera una farsante. Esposa pone una colcha;
luego, otra colcha, luego otra más, luego, otra; otra más, otra. A Hombre le pesan las
colchas, “me sepulta en la cama”. Y otra colcha más. Tira la última. Le acomoda la
almohada. Hombre no se puede mover. Las colchas lo aplastan. Me aplastan, dice. Es
porque estás débil. Te voy a preparar una sopa. Es verano, dice Hombre. Te voy a preparar
una sopa, repite. Esposa se dirige a la cocina. Mi novela, dice Hombre. Tenés que
descansar, dice Esposa. Mi novela, repite.
Hombre aplastado por las colchas decide esperar, se relaja. Piensa que esto va a pasar,
que la mujer se irá y dejará de tomarle el pelo. Sin embargo, la mujer entra, trae la sopa.
Hombre sin poder moverse, contempla el plato apoyado en su pecho. Tiras de humo o
vapor viborean al techo. Una alarma se enciende en todo su cuerpo, una alarma que
advierte el peligro. La mujer mete cucharadas y cucharadas sin prestar atención a los
balbuceos de Hombre. Balbuceos de quemaduras. La mujer se va con el plato. Hombre
queda con una sensación de hormigueo alrededor de la boca, principalmente, la lengua.
Hombre considera la locura, piensa que es posible. Aun así se dice que no está loco, que no

17
se siente loco, que está lúcido y fresco, que su cabeza y entendimiento están lúcidos y
frescos, cómo puede ser que esté loco.
Hombre se duerme. Al despertar, despedazado, se esfuerza por salir del aplastante
descanso de las colchas. Llama a la mujer. La mujer lo saca. Hombre se dirige al escritorio,
donde guarda sus borradores. Descubre que la casa está toda cambiada. Los muebles se
movieron de lugar o los han movido de lugar. El aire es limpio. La casa está limpia.
Hombre encuentra con los ojos su escritorio, se dirige allí. Busca sus papeles. No los
encuentra. Vení a tomar el desayuno, dice su esposa. Sigue buscando. Vení a tomar el
desayuno, insiste su esposa. Ahí voy. Vení…
Mientras la mujer repite como una cotorra que vaya a tomar el desayuno; descubre, que
ella, le ha tirado su novela.

18
POZO

“Le dijeron:
-Sed libre.
Luego, lo introdujeron en un pozo”

CONTEXTO

Un ratón entra en un laberinto. Actúa, se desenvuelve o se envuelve en el laberinto.


Un hombre entra en un pozo. Actúa, se desenvuelve o se envuelve con el pozo.
En los dos el final es siempre predecible.

Desperté y mi nombre era Vito. Los huesos me pesaban y en la cara sentía culpa y fatiga;
y tenía una nariz hinchada por la mala circulación. Vito, nombre molesto, simple,
minimalista, estaba viciado. Traía una madre muerta en la adolescencia, un padre muerto
en la infancia y la inexistencia de hermanos o familiares cercanos. Era un nombre huérfano
y sin apellido, de cuatro letras; un nombre chico y pesado; culposo, sucio, manchado o
aturdido.
Desperté y me vi en un pozo, cargando otro nombre y otro rostro y estuve en
habitaciones y con individuos con mi mismo nombre y mi misma voz y con una mujer con
quien compartí un espacio y en esos espacios soñé y pensé.

El nombre Vito había nacido en el Hospital Público de la Ciudad. Aunque el nombre


sostenía haber nacido, al igual que sus padres, de la desgracia o el infortunio. La madre de
Vito, oriunda de Formosa, precisamente, de un pueblo pobre y cosechador, ubicado al sur,
del que Vito nunca recordó el nombre, y por lo tanto, yo tampoco, porque su memoria es
mi memoria y su olvido mi olvido; como decía, como trataba de decir, hasta que la
necesidad de aclarar y describir me interrumpió, la madre de Vito media 1.68 m. de altura,
casi 0.80 cm de ancho y lucía un color marrón en la piel, aparentemente por el parto y no
por el sol. El padre, engendrado en alguna región de España, que Vito no se interesó en
averiguar, nació en medio del océano, cuando el borracho de su padre, es decir, el abuelo
de Vito, y la madre, es decir la abuela de Vito, viajaban rumbo a este innombrable país. El
color de la piel –por parto- del padre fue blanco o trigo. Y, según la visión de Vito-niño,
midió como un gigante. Sin embargo, podemos estipular una altura promedio de 1.70/1.75
m. de altura. Y para los interesados o curiosos, la ocupación de los padres del padre Vito,
en España, es desconocida. Solo se le conoció, por parte del padre del padre de Vito, la
ocupación de mozo y vaciador de botellas. Mientras que la madre del padre de Vito se
desempeñó en lo que se desempeñan las mujeres pobres; destacándose, entre todos los
trabajos, el de cocinera.
Sin más, paso a despojarme de este Nombre que se me ha metido entre sueño y vigilia.

19
I

Un pozo. Rocoso. Gris. Húmedo. Una mesa de madera en el centro. Una cocina a garrafa.
Una pava. Una heladera enfrente. Platos. Al norte un inodoro, sin puerta ni biombo que
tape a quien orina o defeca. Dos sillas; en una sentado Vito, en la otra, nadie. Gamba, que
es la mujer del pozo, de pie, sostiene un cenicero; los ojos, precisamente, las pupilas,
parecen estar a una distancia que Vito no percibe, en un espacio que Vito no alcanza. Y su
gesto, el gesto de todo su cuerpo, semeja a alguien que mira a través de una ventana. Pero
no hay ventanas en el pozo, solo un muro sin principio ni fin. Por último, fuma.

Vito cruza las piernas, apoya un brazo sobre el muslo y coloca el otro encima formando
una cruz. Descruza las piernas. Se revuelve en la silla. Un pie, el derecho, se agita
impaciente de arriba abajo como gesto de nerviosismo o ansiedad. Vuelve a cruzar las
piernas y a cruzar los brazos. Gamba sigue mirando a la pared como si hubiese una
ventana.

¿Qué tal el paisaje?, pregunta Vito. Bien ¿Querés mirar? No puedo, dice con un tono que
contrasta con el anterior sarcasmo o burla. ¿No? No. ¿Por qué? Porque me dejaron ciego.
Ah, ¿Sí? ¿Quién? El que nos puso acá. Mirá, ¿Alguien nos puso acá? Sí. ¿Y para qué? Para
actuar. A eso venimos al mundo (al pozo querrás decir, interfiere Gamba recorriendo con
el dedo la circunferencia del lugar) a actuar (pausa: mira el dedo de Gamba que hace un
círculo)… a movernos, a hablarnos, a crearn… No, Vito. (Gamba sacude la cabeza). No
tengo ganas que me escriban ni que me pongan palabras en la boca, no nono. Vito sin saber
bien qué decir o cómo continuar piensa que en ese momento corresponde no decir nada;
pero luego se arrepiente e intenta impulsar el diálogo: En el fondo es un juego.
La frase cae seca. Sin eco. Queda compacta y chica. Gamba simula no haberla escuchado,
no haber sentido el impacto. Sigue fumando, pegada a la pared, mirando a través de la
ventana. Vito quizá un poco incómodo, decide soltar un monólogo sobre el juego, donde
ellos dos son el juego de un otro, que a la vez es el juego de otro, y ese otro es juego de otro
otro y así hasta el hartazgo.
Jugar cansa, dice sin dejar de mirar a través de la pared. Sin asentir ni negar Vito sigue
cruzado de piernas y sacude el pie; pero esta vez en el aire. Actúa como si estuviera solo,
como si su monólogo lo hubiera liberado de la presencia de Gamba o de una tarea
obligatoria. Pero de qué tarea, piensa Gamba, sin saber si es por la ausencia de Vito –
mientras sigue fumando y mirando por la ventana- que ella también se siente como si
estuviera sola. Los dos se mueven solitariamente. Gamba ve la mesa y en la mesa ve un
cuaderno e inmediatamente se acerca como si recordara una obligación. Vito sigue
sacudiendo su pie en el aire. Harto de esperar. Debería escribir, piensa.
Gambra revisa los papeles. Quien la viese pensaría que pasa las hojas intentando
recordar si ella lo escribió o la grafía es ajena. Jugar debería ser divertido, dice en voz alta.
Esa voz quita a Vito de su ausencia, lo trae. Y ve, desde su silla, a Gamba.
-¿Qué?
-Nada.
-¿Qué, decime?
-Nada.
-¿Y tu cigarro?
-Se fue. No le tocaba actuar.
-Sí le tocaba. No podés revisar tus papeles sin un cigarrillo en la mano y humo
ascendiendo por tu cabeza.
-Sí puedo.
-No.
-¿Contento?

20
En la mesa, a un lado de los papeles, la boca de un cenicero arroja humo. Gamba se lleva
el cigarrillo a la boca y desparrama los papeles en la mesa. Se queda inmóvil.

-¿Ahora qué pasa?-pregunta Vito.


-No puedo seguir si sé que esto es un juego. Tengo que olvidarme de que el pozo, la
ventana, la mesa, los papeles, tu pie sacudiéndose es un juego. Si soy consciente no puedo.
-Claro –dice Vito- me pasa lo mismo.

(Un vacío brutal. Un vacío de ocho horas. Duros. Quietos. Paralíticos. Luego se activan.
Retoman, obloctunt)

-¿No…no… nosotros creamos el pozo?


-Qué sé yo.
-El pozo es por un rato como todos los pozos.
-Algunos pozos son para siempre.
-¡Qué profundo!
-¿El pozo?
-No, vos.

II

Vito da vueltas al pozo. Un pozo de diez metros de diámetro, oval. Sus paredes son de
piedra metálica, a igual que su color. Vito las roza con sus dedos ociosos y duros. Se pone
melodramático. Se sorprende de la rigidez de sus dedos. Mira sus manos, se olvida de las
paredes, les pregunta:
-¿Qué te pasó Manos?
-El trabajo, Vito -dicen las Manos. Estamos viejas –concluyen con tono moribundo.
-¡No te mueras! –grita Vito- ¡No!
-No me muero. Estamos cansadas.
-Descansen.
-No, vos querés recorrer las paredes del pozo.

Vito llora. Las palmas hacia arriba. Las muñecas un poco reclinadas.
Aparece Gamba.
-¿Qué pasa?
-Se me mueren las manos.

Se acerca a Vito y mira sus manos. Se espanta. Agarra de la mesa un pote de crema.
Vierte un poco sobre la palma y refriega las manos de Vito. Vito comienza a aliviarse. Se
recuesta en el suelo. Gracias, dice. Gamba se sienta. Suda. La piel le brilla. Mira, algo
aturdida o ciega, las manos de Vito. Se ven enfermas, piensa. El rostro de Vito se ve
enfermo. El pozo lo está infectando. Se quiere mirar en algún espejo pero no hay. Quiere
ver si su cara está enferma o si su cuerpo está enfermo. Controla sus manos; sanas. Toca su
cara. Nota arrugas. Envejezco, dice. Como todos, responde Vito. Está en mi cara, dice
Gamba. Vito se calla, como si callarse fuese confirmarlo.
-Entiendo –dice Gamba. Si insistimos… pozo… locura… enfermedad… cuerpo…
-¿Si me olvido del pozo mis manos sanan?
-No. Ahora son parte de la experiencia. Es como una marca de vida.
Vito se angustia.
-Intuyo que si nos olvidamos del pozo el pozo desaparecerá.
Vito sigue centrado en su angustia.
-¡Si no querés que todo tu cuerpo se enferme salí de esa angustia!- grita Gamba.
Vito se aterroriza ante la idea de la enfermedad.
-Pensar enferma. Hay que vivir, actuar, actuar constantemente.

21
Levanta a Vito. Lo sienta a la mesa. Va a la cocina. Abre la garrafa y enciende la hornalla.
La pava empieza a calentarse. Vito pregunta, ¿Qué hacemos? Actuamos. Hay que actuar,
vivir, seguir sin hacer preguntas. Hay que seguir y hacer y hacer, una cosa tras otra.
Disfrutar antes de que el cuerpo se enferme u muera.
-Parecés una neurótica.

Brusca, toma la pava y la pone en la mesa. Sacude el mate. Vierte agua e introduce la
bombilla. Chupa apresuradamente. En la mano derecha, con el pulgar, sacude, nerviosa, el
cigarrillo. No lo fuma, simplemente, lo mueve.

-¡Q…
-¡Shh!-lo frena.

Vito calla. Silencio. Luego la chupada a la bombilla. Silencio. El arrastrar del mate.
Silencio. El agua vertiéndose. Silencio. La chupada a la bombilla. Silencio. Nuevamente.
Silencio.
Gamba regula su respiración. Un aplomo, fatiga o letanía se apodera de su gesto. El gesto
es lento, fofo. Vito con las manos caídas a los costados, las piernas estiradas y abiertas, el
culo al borde de la silla, casi cayéndose, pone una mano sobre la mesa. La utiliza para
agarrar el mate. Ninguno quiere hablar. Están melancólicamente cómodos.
Vito, como confesándose, íntimo:
-Soy escritor pero no escribo. No escribo, Gamba. Todo artista busca algo o yo solo
puedo concebir al artista que busca algo. Quizá haya otros artistas o miles de artistas, todos
distintos. Pero buscaba algo y seguiré buscando hasta desaparecer, porque solo existo si
busco. Quería… siempre quise… escribir melancólicamente. Pero no puedo.
Melancólicamente. Solo puedo actuar. Actuar y moverme melancólicamente. Cada
extremidad mía, melancolí. Las palabras no salen. Quería… escribir melancolí… Moverme.
Moverme. (pausa) ¿Cómo llegamos al pozo?
-Nadie se acuerda cómo se llega a un pozo. Se llega y después de un tiempo se sabe que
se está en un pozo. (pausa) Está por terminar.
-¿Terminar?
-Sí, después de conocer el pozo viene salir del pozo.

III

Biblioteca pequeña. Conformada por cinco anaqueles. Aproximadamente, medio metro


de ancho. Dos metros de alto. Color algarrobo. Madera de pino. Casi vacía. Libros viejos.
Colores: marrón con distintas tonalidades, afectados por el tiempo; gris agua, celeste agua
desteñido; naranja opaco, blanco sucio, negro y verde apagado. Un ambiente; rectangular.
En un extremo del rectángulo, el baño. En el otro extremo una cama de dos plazas. Una
pequeña mesa, cuadrada, de madera podrida por la lluvia. Una mesada de mármol. En su
costado derecho la cocina, en el izquierdo la heladera. Una única ventana, junto a la
biblioteca. Gamba, apoyada en el costado del mueble, sostiene un cenicero, fuma y mira a
través de la ventana. Vito, recostado en la cama, libreta y birome en manos, los ojos vacíos
apuntando a la puerta del baño; imagina que es una salida.
-¿Pero de qué?- dice.
-¿Eh? –pregunta Gamba.
-Nada, pienso en voz alta.

Fuma. El brazo baja y se eleva hasta la boca. Movimientos lentos. Expresión dulce o
tierna. Delicada. Exactamente, delicada. Fuma.

-Siento que repito una y otra vez la misma escena.


-¿Sí? A mí me paso eso pero con un verso.

22
Gamba mueva la cabeza, afirma.

-Hay que salir. No salimos nunca.


-Cierto -dice Vito. ¿Pero a dónde vamos?
-Qué sé yo. Por ahí.
-No –dice Vito y se cierra.
-Yo me voy –dice Gamba.

Vito la ve prepararse. Sobre su hombro, le cruza la tira de un bolso. Una camperita,


delgada, fina, cuelga de su brazo.

-Chau, Vito. No quiero repetir una y otra vez la misma escena.


-Irse es ir a repetirla a otra parte.
-Hay que probar.
-¿Con el suicidio?
-Tengo otros planes antes de suicidarme.
-(Con tono hiriente) Repetir la misma escena.
-(Devolviendo el golpe) No, escribir una y otra vez el mismo verso… ¿o poema?

Vito sonríe. Es su manera de despedirse. Gamba sale. Vito, desde la cama, sin soltar la
libreta y la birome, mira la ventana. Ve una cortina iluminada por la luz del día. Se estira
en el colchón. Deja la libreta y la birome del lado donde dormía Gamba y espera el sueño.
Se duerme.
Sueña.
Despierta.
Cierra la ventana. Mata mosquitos en las paredes. Se sienta en la cama. Birome en mano,
escribe:

“Sueño n° 19:

Quería regresar a mi casa. (¿Cuál? No sé) Me encontraba en Roca y Montevideo (no


estoy seguro) Tomé un taxi. Iba cargado con cosas pero no recuerdo qué era. El taxista me
paseó por el centro, haciendo una S confundió la dirección. Se disculpó y comenzó a restar
el importe del parquímetro. No veía los números. Me dispuse a observar por la ventana,
dejando ver en mi rostro, fastidio o rabia. Aparece una imagen en mi cabeza; San Juan y
Corrientes. Después la imagen se deforma y cambia. Hay un operativo. Policías vestidos de
negro. Policías de estrategia. Nos bajan del taxi, a mí y al taxista. Al bajar veo que hay más
personas detenidas. Están todos parados uno al lado del otro, en el filo de la vereda. Nos
maltratan. A mi lado, ahora, hay una mujer. No me pregunto quién es. Su presencia me es
natural. Siento que la quiero, siento cariño, la siento cerca. Siento que tengo que cuidarla,
que está en peligro. Alguien, uno de los detenidos, reacciona ante el maltrato. Pelean. Me
quedo quieto, temo que lastimen a la mujer. Un policía se dirige hacia uno de los
detenidos, en la mano le cuelga un arma. Pienso que lo va a matar. Pero el detenido salta y
lo golpea en el pecho con los dos pies. El policía cae. Está muerto. El otro policía que lo
acompañaba a metros de él. También muerto. El escenario muta. No me percato. Es el
paisaje de un parque. Hay testigos; igual siento que nos van a culpar por las muertes, y
pienso que hay que huir. Exactamente, los testigos son policías y enfermeros. Hay sillas en
el parque, como si fuera una sala de hospital o una sala de emergencias. Nos ignoran, se
mueven como si nada hubiese pasado. Trata de hablarles. Todos tienen bolsas en la cabeza.
Bolsas de supermercados. No me responden. Soy invisible para ellos. Veo sus rostros a
través de las bolsas. Ellos también nos ven pero nos ignoran. Como si las bolsas en la
cabeza los anulara como testigos. Como si la bolsa fuera decir yo no vi nada. Se pusieron
las bolsas adrede, pienso. La mujer también tiene bolsa. Ahora todos tienen bolsas. Menos
yo. La mujer me agarra del brazo. Huimos. Hay que desaparecer, dice. Imagino una vida de

23
prófugos. Una vida huyendo, obligados. Pasamos por un túnel o pasillo o camino cercado o
vereda cercada; no puedo asegurarlo. La mujer se frena. Voltea. Espera que la bese. Trato
pero la bolsa me lo impide. Intento sacar la bolsa. Tiene dos o tres. La manija se interpone
entre mi boca y su boca. Al final logro besarla. Lo disfruto. Termina el beso, huimos. Esta
vez los dos tenemos bolsas en la cabeza. Despierto.”

Lee el sueño. Cierra la libreta. Se para y la guarda en el bolsillo trasero. Preparado, con
sus cosas encima, sale.

IV

Sus cosas: un morral de cuero, billetera, libreta, dos biromes negras, llaves, celular,
auriculares, un libro.
Preguntas: ¿cómo llegué al pozo? ¿Qué hacía antes del pozo? ¿Cuándo salí del pozo?
¿Por qué no recuerdo mi infancia? O ¿por qué son recuerdos esporádicos o fragmentados?
Impulso: recorrer las calles del barrio donde nació.

Porque después de pasar diez años sin mirarse en el espejo, el hombre se reconoce o
desconoce más fresco o nuevo o sorprendente o demacrado. Porque el tiempo y el
alejamiento y la distancia obligado o no lleva al hombre, al regresar a la parte extrañada o
añorada o no, a describirla o redescubrirlas más fresca o más amplia. Como si el ojo
enérgico, hábil o tedioso saboreara el volumen de las cosas y personas.
Entra en un barrio. Cualquiera. Que al mismo tiempo es todos. Entra. Recuerda cosas.
Pero empieza a olvidar. Entra por una calle, es angosta, se corta en una casa. Se olvida. Da
un paso, se frena. Mira la casa. Se olvida. No sabe qué hace ahí. En algo pensaba. Sabe que
en algo pensaba mientras caminaba pero ya no recuerda en qué ni qué hace en esa calle
angosta que se corta en una casa. ¿Será mi casa?, piensa. Se acerca. Siente miedo. Siente
que se puede morir. Está en la puerta. La mira no la reconoce. Duda. Golpea. Abre una
mujer. Dice algo pero Vito no la escucha porque intenta saber si la conoce.
Entra.

Casa antigua. Paredes altas, puertas altas, techo olas-invertidas. Paredes blancas,
muebles sanos, pero sucios. Poca luz. Únicamente, una leve claridad crepuscular en la
cocina, sin llegar a la sala donde yace el propietario. Vito, el viejo, en silla de ruedas.
Empero, camina. En la espalda una leve joroba; artritis, hipertensión, esporádicas
migrañas, conservación del pelo, pero débil, panzón, contextura delgada; casi ciego, apenas
logra leer. Por su dificultad, se limita a la lectura de poesía. Hombre depresivo; solo, sin
hijos ni pareja. Esporádicas visitas de amigos sobrevivientes. Hombre nostálgico. Extraña
la eternidad. Hombre etcétera.

Vito empuja la puerta. Se detiene en el umbral. Contempla un fondo negro. Es oscuridad.


Un áspero sonido le dice que alguien está en la sala. No pregunta quién, da un paso
adelante, junta los pies y cierra la puerta. Detrás del umbral también hay oscuridad. El
áspero sonido lo guía o lo llama. Confía en el áspero sonido y da un paso a la vez. Lo hace
lento, previniéndose de futuros choques. Toca una silla; se sienta. Escucha la proximidad
del sonido áspero y la proximidad de una respiración pesada. Vito, el viejo, está
acariciando un libro. Vito, no lo ve y no lo sabe. Tampoco sabe que quien respira
pesadamente es Vito, el viejo, ni que está en silla de ruedas ni que está casi ciego. ¿Quién?,
dice Vito, nada más que ¿quién? El viejo acaricia el libro. Es un libro abierto, pasa sus
manos sobre la hoja e imagina el papel, las fibras, los pelitos de pulpa que se desprenden,
el color amarillo del tiempo, el tiempo, el olor al quiebre del papel. Pasa la hoja, como si
fuera a leer lo que sigue, y vuelve a acariciar la hoja y a evocar todo lo anterior evocado.

24
Vito se levanta de la silla. Busca una lámpara, después de sentir el escritorio. La enciende
y ve a un anciano con los ojos cerrados, sentado en una silla de ruedas y acariciando un
libro. Vuelve a sentarse. El viejo abre los ojos. Lo reconoce. Gira la silla hacia atrás donde
hay una biblioteca que ocupa toda la pared. El viejo detiene lo ojos en los anaqueles,
defendiéndose de la lámpara. Vito se siente mareado, como si le bajara la presión. Apoya la
cabeza en la mano del brazo que se apoya en el apoya-brazos de la silla.

-¿Soy el primero?
-¿Qué? -sostiene su cabeza, siente que los miembros se le debilitan.
-¿Soy el primero al que visitás?
-Sí.
-Se nota.
-¿Tiene agua?
-Tenemos agua. En la heladera.

Con pasos ebrios va a la cocina. Toma la botella. Se sirve, vacía el vaso. Se vuelve a servir,
vuelve a vaciarlo. Se sirve otra vez. Camina a la sala. Los pasos ebrios no se le van. Se
sienta, vacía el vaso de un trago. “En los infiernos hay paz” evoca la memoria de Vito.

-Hablemos.
-Sí.
Silencio.
-¿Qué edad tiene?
-Preguntas estúpidas no.
-Quiero más agua.
Vuelve a levantarse.

-¿Usted es real?
-No. ¿Usted?
-Sí.
-¿Sí?
-Sí.
-¿Seguro?
-Seguro.
-¿Y usted me visita a mí?
-Sí.
-¿Yo no lo visito a usted?
-No.
-¿No?
-No.
-¿Seguro?
-Seguro.
-Bueno, Vito, real. Tus diálogos son pésimos.

La escena se rompe, se arruina. Ninguno de los dos quiere hablar. Han anulado la pieza.
No fructífera. Cae en el vacío, la nada. ¿Cómo resurgir? ¿Cómo retomar? ¿Cómo no forzar
las palabras, el diálogo, los gestos, las posturas, las miradas, los sentimientos? ¿Cómo?

-¿Mataste alguna vez?


-No.
-Entonces no somos el mismo. A tu edad ya había matado. No soy tu vejez.
-¿Voy a matar? –Aterrado- ¿por qué?
-No vas a matar. No vas a ser yo. Deberías preguntarte qué hacés acá. O, en caso de
saberlo, decirme qué hacés acá.
-No sé… no sé qué hago acá.

25
-Entonces tomátela y déjame acariciar mi libro.
-Eso… ¿Por qué la oscuridad?
-Las sombras.
-¿Qué sombras?
-¿Sos ciego, pendejo?
-No.
-La casa está llena de sombras.

Vito, el real, gira sobre su cuerpo.

-Solo veo mi sombra… y la de algunos objetos.

Con los ojos ciegos, el viejo se abalanza en su silla hacia el joven.

-¿Y confiás en ella? ¿Te parece inofensiva? ¿Alguna vez te miró tu sombra? ¿Alguna vez
te habló tu sombra? ¿No temés que te expropie? ¿Que te traicione?
-¿Traicione?
-Sí, traicione.
-¿Mi sombra?
Sacude la cabeza. Afirma. El joven se invalida, se inmoviliza su lengua.

-Quizá sea una buena sombra –dice el viejo que se relaja y vuelve a su posición, a dar la
espalda.
-
-Diecisiete años… yo… la edad que tenía… “Diente”, le decía “Diente”. Su nombre de pila:
David. Misma edad. No recuerdo el motivo porque no había ningún motivo. Ningún
motivo que justifique la pelea. Quizá, lo miré mal o él me miró mal o le caía mal y quiso
pelear. Peleamos. Él tenía un cuchillo, yo otro. Una faca cada uno. Peleamos porque había
que pelear. Porque ahí estábamos, en una pelea, y en las peleas se pelea. Él tiró sus
puntazos, yo los míos. El que acertó fui yo. Luego, murió. Así, murió. Por una pelea, una
pelea que ninguno de los dos podía justificar. Porque así son las peleas, estúpidas, sin
sentido alguno. (Corte. Retoma) después mi sombra… asesina.

Corte otra vez. Otra vez retoma. Retoma un monólogo, sin importar quien escucha, un
monólogo, como si estuviese esperando ese momento para poder decirlo, poder
nombrarlo, poder enunciarlo, ansioso, en la espera.

-Yo creé este mundo. Esta biblioteca, estos libros. No los compuse, ni los cosí. Pero yo
hice esta casa. Hice el negro y el silencio. Hice la casi ceguera. Hice este cuarto oscuro
porque oscuro tengo el pecho. Un viaje sentimental, cursi, empalagoso y triste como toda
tristeza porque la tristeza es un chicle que acalambra masticarlo o no se puede masticar y
hay que tragarlo entero aunque no nos quepa en la boca y se nos rompa la tráquea. Es un
viaje, el viejo túnel, un pozo, un cuarto. Levanté la oscuridad, un monólogo-oscuridad, una
sordera-oscuridad, no escucho lo que decís porque soy un monólogo-soliloquio-soliloco. Y
perdón por lo dulzón, pero estamos en este libro, digo en este pozo, en este metalibro
metavida que juega a no darle nada a la literatura porque nada tiene y es solo el monólogo
del hombre que nació o cayó o entró al pozo. Porque así es esto; unos nacen con un pozo y
se pasan la vida sacudiéndose como perro para quitárselo, pero no. El pozo está en los
huesos y eso es eseses
(suspira) andá.

VI

26
-Hola, mi hijo lo espera –dice la Madre viva pero que es su Madre muerta. Al entrar
reconoció los objetos familiares que omito describir. La Madre viva le marca un pasillo
corto, como diciendo “es por ahí”. Golpea. La madre grita que es él, que ya llegó.
-Entrá.
Un adolescente de abundante pelo, con el cuerpo pegado a la pared, escribe con letra
microscópica.
-Hola, Vito –dice Vito.
-Bibliotecario.
-¿Yo? No.
-Yo Bibliotecario, no Vito.
Vito asiente. El loco sigue pegado a la pared.
-Siéntese, Eminencia.
-(Vito, sentado) ¿Cómo sabía que vendría?
-Me lo dijo la Palabra en sueños: “Llegaré, llegaré, recíbeme”.
-¡Oh! Santa Poesía, acepta estas ofrendas.
Se arrodilla, inclina la cabeza y extiende los brazos con trozos de papel.
Vito resuelve no contradecir al loco y acepta las ofrendas.
-Las acepto.
-¡Oh! ¡Oh! –salta dando giros- ¡Sálvame! ¡Sálvame! ¡Libérame de esta página!
El Bibliotecario, cambiando de expresión, dice:
-¿Cómo anda usted? ¿Qué lo trae por aquí?
-Su plática, señor.
-Oh, qué amable. Puede llamarme Bibliotecario. Es bueno tener visitas, siempre es
bueno tener visitas. Más cuando uno se ve obligado a permanecer encerrado llenando
papeles –apunta a un escritorio. Deme un segundo –se sienta y escribe en una libreta-
listo. ¿Cuál es su nombre, señor? Si es que tiene uno, si es que le han dado uno y no lo
perdió por ahí o no se deshizo de él, siempre es mejor andar sin nombre, pero es difícil en
estos días.
-Vito es mi nombre.
-Ah, mire. Me resulta familiar. Pero no conozco a nadie con ese nombre, la verdad, es un
poco pobre, cuatro letras, es chico, necesita uno con más letras. Mire el mío, Bibliotecario.
Es bellísimo, de etimología griega y es grande porque yo soy grande mido casi un metro
ochenta. Su nombre le queda chico, perdón que se lo diga señor Vito. Cuénteme, cuénteme
algo más.
-No sé… venía… -intenta leer la pared.
-¡Oh! Le interesan mis versos. Lea, lea, es bueno tener un lector. Es como un inquilino…
-silencio.
Teme decir que no entiende, que no se puede leer la letra. Le pide a él, al Bibliotecario,
que lea.
-Ya no puedo.
-¿No?
-No, no puedo.
-¿Por qué no?
-Son palabras viejas. Muertas.
Vito, no entiende.
-Quizá, alguien más pueda.
Vito ve rayas. Palitos horizontales y verticales. Al final de la pared. En la unión con el
piso logra descifrar algunas palabras sueltas.
Se miran. No saben qué hacer. Vito se sienta. El Bibliotecario se pega a la pared y
comienza a hacer rayas.
Así se quedan.

VII

-¿Sos el suicida?

27
-¿Soy?
-
-Ser… ser algo… qué insoportable.
-
-Ser el loco, el viejo, el suicida, el joven, el estudiante, el real, el vivo, el muerto, el tonto,
el etcétera…
-
-Cansa ser.
Vito mira. Calla.
-Mejor el silencio –dice el otro.
-Sí.
La casa contrasta con el gesto del hombre. Este parece entender; parece leer en la cara de
Vito lo que piensa.
-¿Todo debe ser desolado?
-¿Eh?
-¿Si todo debe ser desolado?
Vito no responde. Parece no entender. Tarda. Entiende. También entiende que no es
necesario responder. Por una parte coincide con el hombre.
Silencio.
Silencio.
Piensan.
-No.
-Coincido.
-¿En qué?
-En el no.
-¿Y qué “no” es ese en el que coincidís?
-El “no” que dijiste recién, al “no” al que te referías.
-¿Y cómo sabés al “no” que me refería?
-Es obvio.
-Te gusta decir eso.
-Sí.
-Coincido.
-Basta.
-Bueno, no todo tiene que ser desolado.
-Claro.
-Matarse es solo matarse. No más.
-Coincido.
El otro lo mira. Cree que se burla. En algo se burla, piensa.
La casa es pulcra. Es fresca. Tiene pocos muebles. Una casa como cualquiera.
-¿Y el trabajo?
-¿Trabajo?
-Sí.
-No sé.
-¿Cómo que no sabés?
-No sé.
-¿Y el trabajo?
-No sé. Nunca me acuerdo.
-¿Cómo que no te acordás?
-No me acuerdo.
-¿Y de qué te acordás?
-Del cansancio.
-Ajá.

VIII

28
“Un hombre cuelga de unas lianas dentro de un pozo. Alcanza a beber agua que llega
constantemente de un lugar y constantemente se va, sin poder precisar (el hombre) por
dónde. Su sed dada la posición no sacia. El hombre, apremiado por la sed, sigue bebiendo,
pero la sed no lo abandona. Dentro del pozo, el hombre, sin saber por qué, se llena de seres
o pequeños monstruos, que el hombre prefiere que omitamos; y únicamente, quiere que
quede claro que lo perturban. Aun así, el hombre bebe del agua que cae. “La esperanza de
vivir está bien arraigada en este hombre”, dice un comentarista. Después: silencio. Un
goteo. Una boca que bebe. ¿Cuándo se cerrará? ¿Cuándo dejará de beber?”

IX

Misma biblioteca. Mismos anaqueles. Mismos libros. Mismos colores. Mismo ambiente.
Mismo baño. Misma cama. Misma mesa. Misma ventana. Mismo Vito. Misma Gamba. Vito
acodado en el filo de la ventana, pegado, sin poder desprenderse. Fuma. Gamba recostada,
lee y toma notas.
-¿Fumo? –pregunta Vito.
-Parece –dice Gamba.
-¿No saliste? –pregunta Vito- ¿No salí? (pausa) ¿Fumo?
-Parece –dice Gamba.
Mira el cigarro y no puede dejar de llevárselo a la boca. -Hay que salir. No salimos
nunca. /-Cierto. ¿Pero a dónde vamos?/ -Qué sé yo. Por ahí. Sí, nos fuimos. Pero… ahora
estamos acá. Piensa. Gamba toma notas en silencio, no parece perturbada por la escena. –
Chau, Vito. No quiero repetir una y otra vez la misma escena
-La misma escena –dice Vito en voz alta.
Gamba deja de tomar notas y lo mira.
-¿Te acordás ahora? –agrega Vito.
-Sí.
-Ah.
Silencio.
-¿Pozo?
-No, gracias.
-Digo si este es el pozo.
-No, habitación señor.
-¿Por qué me decís señor?
-Ah, perdón. ¿Es señora?
-No, soy Vito.
-Ah, perdón Vito.
-¿Qué te pasa?
-No sé.
-Yo tampoco, no puedo salir de esta ventana y tengo unas ganas enormes de irme, de
huir.
-¿Y yo?
-Y vos no sé. No me toca pensar por vos. Lo que pienso, sí, es que al fin y al cabo
debemos salir.
-Claro –dice Gamba y vuelve a tomar notas. Ve que Vito no se mueve y pregunta: ¿No te
vas?
-Aún no puedo.
-Claro –dice. No es el momento. Paciencia –y vuelve a sus notas.
-Hablame de tus notas, así mato el tiempo.
-Mmm… una dice: “La vida no tiene forma”
-Claro, como la nuestra. ¿De quién es?
-Ni idea, está entre comillas.
-Leeme otra.
-“¿Qué buscabas?/ El cielo”
-Linda.

29
-“Este es un mundo como cualquier otro”.
Asiente.
-Otra –pide.
-“Los dioses destruyen todo lo que ven”.
-¡Puags!
-“vida pozo de soledad ahondándose con los años”. Cierra la libreta.

Un pozo. Angosto. Inmoviliza. Un pozo húmedo, color gris transparente. Un pozo con un
leve rayo de luz. Una luz blanca, plateada. Una luz metálica. Un pozo. La humedad hace
transpirar las paredes. Las paredes son irregulares con puntas filosas. Un pozo. Él está
sentado, las rodillas pegadas al pecho. No las rodea con los brazos, a los brazos los tiene en
cruz, con las manos bajo las axilas para darle calor. Hace frío. No tiene pantalón largo. No
tiene remera mangas largas ni mucho menos un buzo. Está calzado, unas zapatillas
deportivas destrozadas. El pelo es semi-largo y chorrea agua a igual que las paredes del
pozo. Inclina la cabeza, trata de moverse, se tensiona, es el frío. Se siente deshabitado y se
dice que al mundo se viene deshabitado. No, piensa, se viene habitado pero en el medio
pasan cosas y nos deshabitamos o nos perdemos. No, vuelve a contradecirse. Levanta la
cabeza. Mira el pozo, mira hacia arriba, ve la luz blanca como un techo o una tapa blanca,
como si el pozo fuera una caja o cajón. Al final es un mundo como cualquier otro, dice. Un
mundo, repite. Aún no pensó en la comida ni en el baño. Aún no pensó en el futuro. Es de
día, así lo dice la tapa de luz blanca. Se aprieta las piernas, piensa en Gamba, en los Vitos,
en las calles, se aprieta fuerte. Aprovecha a recordar esas cosas, a recordar nombres y
rostros y voces y olores. Aprovecha a imaginar que la tapa de luz blanca se abre. Mientras,
es de día, aún no ha llegado la noche.

30

También podría gustarte