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Varios / 12 Cuentos Chingones / 1

12 Cuentos Chingones
Una selección del Alejandro C del
dviariodeunchicotrabajador.com

Luis Britto García


J. D. SALINGER
Efrén Hernández
Kurt Vonnegut
Dan Simmons
Ray Rusell

Etgar Keret
Ray Bradbury
Rabih Alameddin
Edmundo Valadés
Janet Sarbanes
Varios / 12 Cuentos Chingones / 2

2015

Todos los derechos pertenecen a los autores e

ilustradores de esta colección.

Este libro está hecho sin fines de lucro. Sólo para

compartir. Si hubiese algún perjudicado, algún interés

que sin quererlo yo dañara con esta antología, por favor,

avísenme a ale@diariodeunchicotrabajador.com para

eliminar los cuentos o ilustraciones y pedir las

disculpas necesarias.

#
AUTORES: LUIS BRITTO GARCÍA, J. D. SALINGER, EFRÉN HERNÁNDEZ, KURT

VONNEGUT, DAN SIMMONS, RAY RUSELL, ETGAR KERET, RAY BRADBURY, RABIH
ALAMEDDIN, EDMUNDO VALADÉS, JANET SARBANES.

ILUSTRADORES: RUBÉN (ANDY WHARHOLE Y ANÓNIMO), EL HOMBRE QUE RÍE (JONNY

RUZZO), SOBRE CAUSAS DE TÍTERES (DINA CALHMA), HARRISON BERGERON (KYLE

STECKER), MIS RECUERDOS PRIVADOS DE LA EXPERIENCIA ESTIGMÁTICA HOFFER

(GIACOMO ALBERICO), GÓTICO AMERICANO (GRANT WOOD), EXTRAÑANDO A KISSINGER

(LA ROUGE), EL EMISARIO (EL MAÑA), LA NOCHE DEL PERRO

(RICARDO LÓPEZ ORTÍZ), EL CONTADOR DE HISTORIAS (Rachel Ru), TODOS SE

HAN IDO A OTRO PLANETA (DAVID MCBURNEY), ANAMNESIS (SVETLANA LEZHNEVA)


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Para los lectores del Diario de un chico trabajador,

ávidos o infrecuentes o inexistentes.


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Porque es notorio, y todo el mundo empieza a darse

cuenta que ya no somos niños, y murmura.

Efrén Hernández
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Introdución

La primera entrada que publiqué en el Diario de un chico

trabajador (nombre inspirado en el manuscrito en el que

Ignatius J. Reilly de "La conjura de los necios"


denuncia al siglo XX por su falta de geometría y buen

gusto) fue en el 2005. Osea, hace diez años.


"¡No mames, diez años!", digo mientras escribo esta

introducción, "es un chingo de tiempo".

Pues sí. Hace diez años tenía pelo, vivía con mi

mamá y mi hermano y en el momento en que escribí esa


primer entrada, era yo un chamaco nalgas miadas / pan de
dulce trabajando en una oficina.

Ahora vivo con mi chava y mi hijo de tres años y

medio (al que le dedico el último cuento de este

compilado). Escribo un chingo y mi barba es larga, cual


Zaratustra.

Así que para festejar la primera década de mi blog,


preparé este libraco digital con los mejores 12 cuentos

(no de mi autoría) que he compartido a lo largo de estos


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años.
Preparé esta edición con cuidado. Releí todos los

cuentos compartidos en las página digitales de El diario

de un chico trabajador (muchos ya no se me hacían tan

buenos) y me quede sólo con los mejores: ¡Los más

chingones!

Busqué también ilustraciones rifadas que acompañaran

cada cuento

Esto es lo que tienes en las manos. En esta

antología aparecen historias de muchos de mis escritores

favoritos, otras, de algunos más oscuros; hay ciencia

ficción, fantasía erótica, realismo, en fin: para todos

los gustos. Lo que tienen en común, sin embargo, es que

todos son unos cuentazos.

Así que atasquense en este lodito literario y, si

todavía no conocen el Diario de un chico trabajador,

dénse de una vez, que tienen una década de escritos para

ponerse al día

Cierto es también, y quiero aclararlo, que este libro no

tiene absolutamente ningún fin comercial. Su única

intención es compartir las historias de mis escritores

favoritos. Todos los derechos pertenecen a los autores e

ilustradores. En pocas palabras: yo no soy nadie, sólo


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un curador literario.

Alejandro Carrillo,

Septiembre del 2015


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Ruben

No. No. No. No. Vete a tu casa Lector duérmete Lector no

crezcas Lector no te abrumes Lector no vivas Lector deja


este libro Lector no sigas lector no leas este cuento
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Lector.

Rubén de Luis Britto García

Traga Rubén no brinques Rubén sóplate Rubén no te orines

en la cama Rubén no toques Rubén no llores Rubén estate

quieto Rubén no saltes en la cama Rubén no saques la

cabeza por la ventanilla Rubén no rompas el vaso Rubén,

Rubén no le saques la lengua a la maestra Rubén no rayes

las paredes Rubén di los buenos días Rubén deja el yoyo

Rubén no juegues trompo Rubén no faltes al catecismo

Rubén amárrate la trenza del zapato Rubén haz las tareas

Rubén no rompas los juguetes Rubén reza Rubén no te

metas el dedo en la nariz Rubén no juegues con la comida

no te pases la vida jugando la vida Rubén. Estudia Rubén

no te jubiles Rubén no fumes Rubén no salgas con tus

compañeros Rubén no te pelees con tus amigos Rubén,

Rubén no te montes en la parrilla de las motos Rubén

estudia la química Rubén no trasnoches Rubén no corras


Rubén no ensucies tantas camisetas Rubén saluda a la

comadre Paulina Rubén no andes en patota Rubén no hables

tanto, estudia la matemática Rubén no te metas con la

muchacha del servicio Rubén no pongas tan alto el

tocadiscos Rubén no cantes serenatas Rubén no te pongas


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de delegado de curso Rubén no te comprometas Rubén no te

vayas a dejar raspar Rubén no le respondas a tu padre

Rubén, Rubén córtate el pelo, coge ejemplo Rubén. Rubén


no manifiestes, no cantes el Belachao Rubén, Rubén no

protestes profesores, no dejes que te metan en la lista

negra Rubén, Rubén quita esos afiches del cheguevara, no

digas yankis go home Rubén, Rubén no repartas hojitas,

no pintes los muros Rubén, no siembres la zozobra en las


instituciones Rubén, Rubén no quemes cauchos, no agites
Rubén, Rubén no me agonices, no me mortifiques Rubén,

Rubén modérate, Rubén compórtate, Rubén aquiétate, Rubén

componte.

Rubén no corras Rubén no grites Rubén no brinques


Rubén no saltes Rubén no pases frente a los guardias

Rubén no enfrentes los policías Rubén no dejes que te


disparen Rubén no saltes Rubén no grites Rubén no

sangres Rubén no caigas.

No te mueras, Rubén.
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El hombre que ríe

Una historia sobre las historias que acaban. Por qué las

historias siempre acaban. Y eso es lo mejor: son el

pasaje para otra cosa. El boleto que hay que pagar para

aprender algo. La huella, muchas veces, de un proceso


interno resuelto.
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El hombre que ríe de J.D. SALINGER

En 1928, a los nueve años, yo formaba parte, con todo el

espíritu posible, de una organización conocida como el

Club de los Comanches. Todos los días de clase, a las

tres de la tarde, nuestro Jefe nos recogía, a los

veinticinco comanches, a la salida de la escuela número

165, en la calle 109, cerca de Amsterdam Avenue. A

empujones y golpes entrábamos en el viejo autobús

comercial que el Jefe había transformado. Siempre nos

conducía (según los acuerdos económicos establecidos con

nuestros padres) al Central Park. El resto de la tarde,

si el tiempo lo permitía, lo dedicábamos a jugar al

futbol americano, al fútbol o al béisbol, según la

temporada. Cuando llovía, el Jefe nos llevaba

invariablemente al Museo de Historia Natural o al Museo

Metropolitano de Arte.

Los sábados y la mayoría de las fiestas nacionales,

el Jefe nos recogía por la mañana temprano en nuestras


respectivas viviendas y en su destartalado autobús nos

sacaba de Manhattan hacia los espacios comparativamente

abiertos del Van Cortlandt Park o de Palisades. Si

teníamos propósitos decididamente atléticos, íbamos a

Van Cortlandt donde los campos de juego eran de tamaño


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reglamentario y el equipo contrario no incluía ni un

cochecito de niño ni una indignada viejecita con bastón.

Si nuestros corazones de comanches se sentían inclinados


a acampar, íbamos a Palisades y nos hacíamos los

robinsons. Recuerdo haberme perdido un sábado en alguna

parte de la escabroso terreno que se extiende entre el

cartel de Linit y el extremo oeste del puente George

Washington. Pero no por eso perdí la cabeza. Simplemente


me senté a la sombra majestuosa de un gigantesco anuncio
publicitario y, aunque lagrimeando, abrí mi lonchera por

hacer algo, confiando a medias en que el Jefe me

encontraría. El Jefe siempre nos encontraba.

El resto del día, cuando se veía libre de los


comanches el Jefe era John Gedsudski, de Staten Island.

Era un joven tranquilo, sumamente tímido, de veintidós o


veintitrés años, estudiante de derecho de la Universidad

de Nueva York, y una persona memorable desde cualquier

punto de vista. No intentaré exponer aquí sus múltiples


virtudes y méritos. Sólo diré de paso que era un scout

aventajado, casi había formado parte de la selección


nacional de futbol americano de 1926, y era público y

notorio que lo habían invitado muy cordialmente a

presentarse como candidato para el equipo de béisbol de

los New York Giants. Era un árbitro imparcial e


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imperturbable en todos nuestros ruidosos encuentros

deportivos, un maestro en encender y apagar fogatas, y

un experto en primeros auxilios muy digno de


consideración. Cada uno de nosotros, desde el pillo más

pequeño hasta el más grande, lo quería y respetaba.

Aún está patente en mi memoria la imagen del Jefe en

1928. Si los deseos hubieran sido centímetros, entre

todos los comanches lo hubiéramos convertido rápidamente


en gigante. Pero, siendo como son las cosas, era un tipo
bajito y fornido que mediría entre uno cincuenta y siete

y uno sesenta, como máximo. Tenía el pelo renegrido, la

frente muy estrecha, la nariz grande y carnosa, y el

torso casi tan largo como las piernas. Con la chamarra


de cuero, sus hombros parecían poderosos, aunque eran

estrechos y caídos. En aquel tiempo, sin embargo, para


mí se combinaban en el Jefe todas las características

más fotogénicas de Buck Jones, Ken Maynard y Tom Mix,

perfectamente amalgamadas.
Todas las tardes, cuando oscurecía lo suficiente

como para que el equipo perdedor tuviera una excusa para


justificar sus malas jugadas, los comanches nos

refugiábamos egoístamente en el talento del Jefe para

contar cuentos. A esa hora formábamos generalmente un

grupo acalorado e irritable, y nos peleábamos en el


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autobús-a puñetazos o a gritos estridentes-por los

asientos más cercanos al Jefe. (El autobús tenía dos

filas paralelas de asientos de esterilla. En la fila de


la izquierda había tres asientos adicionales -los

mejores de todos-que llegaban hasta la altura del

conductor.) El Jefe sólo subía al autobús cuando nos

habíamos acomodado. A continuación se sentaba a

horcajadas en su asiento de conductor, y con su voz de


tenor atiplada pero melodiosa nos contaba un nuevo
episodio de “El hombre que ríe”. Una vez que empezaba su

relato, nuestro interés jamás decaía. “El hombre que

ríe” era la historia adecuada para un comanche. Hasta

había alcanzado dimensiones clásicas. Era un cuento que


tendía a desparramarse por todos lados, aunque seguía

siendo esencialmente portátil. Uno siempre podía


llevárselo a casa y meditar sobre él mientras estaba

sentado, por ejemplo, en el agua de la tina que se iba

escurriendo.
Único hijo de un acaudalado matrimonio de

misioneros, el “hombre que ríe” había sido raptado en su


infancia por unos bandidos chinos. Cuando el acaudalado

matrimonio se negó (debido a sus convicciones

religiosas) a pagar el rescate para la liberación de su

hijo, los bandidos, considerablemente agraviados,


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pusieron la cabecita del niño en un torno de carpintero

y dieron varias vueltas hacia la derecha a la manivela

correspondiente. La víctima de este singular experimento


llegó a la mayoría de edad con una cabeza pelada, en

forma de nuez (pacana) y con una cara donde, en vez de

boca, exhibía una enorme cavidad ovalada debajo de la

nariz. La misma nariz se limitaba a dos fosas nasales

obstruidas por la carne. En consecuencia, cuando el


“hombre que ríe” respiraba, la abominable siniestra
abertura debajo de la nariz se dilataba y contraía (yo

la veía así) como una monstruosa ventosa. (El Jefe no

explicaba el sistema de respiración del “hombre que ríe”

sino que lo demostraba prácticamente.) Los que lo veían


por primera vez se desmayaban instantáneamente ante el

aspecto de su horrible rostro. Los conocidos le daban la


espalda. Curiosamente, los bandidos le permitían estar

en su cuartel general-siempre que se tapara la cara con

una máscara roja hecha de pétalos de amapola. La máscara


no solamente eximía a los bandidos de contemplar la cara

de su hijo adoptivo, sino que además los mantenía al


tanto de sus andanzas; además, apestaba a opio.

Todas las mañanas, en su extrema soledad, el “hombre

que ríe” se iba sigilosamente (su andar era suave como

el de un gato) al tupido bosque que rodeaba el escondite


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de los bandidos. Allí se hizo amigo de muchísimos

animales: perros, ratones blancos, águilas, leones, boas

constrictor, lobos. Además, se quitaba la máscara y les


hablaba dulcemente, melodiosamente, en su propia lengua.

Ellos no lo consideraban feo. Al Jefe le llevó un par de

meses llegar a este punto de la historia. De ahí en

adelante los episodios se hicieron cada vez más

exóticos, a tono con el gusto de los comanches.


El “hombre que ríe” era muy hábil para informarse de
lo que pasaba a su alrededor, y en muy poco tiempo pudo

conocer los secretos profesionales más importantes de

los bandidos. Sin embargo, no los tenía en demasiada

estima y no tardó mucho en crear un sistema propio más


eficaz. Empezó a trabajar por su cuenta. En pequeña

escala, al principio-robando, secuestrando, asesinando


sólo cuando era absolutamente necesario-se dedicó a

devastar la campiña china. Muy pronto sus ingeniosos

procedimientos criminales, junto con su especial afición


al juego limpio, le valieron un lugar especialmente

destacado en el corazón de los hombres. Curiosamente,


sus padres adoptivos (los bandidos que originalmente lo

habían empujado al crimen) fueron los últimos en tener

conocimiento de sus hazañas. Cuando se enteraron, se

pusieron tremendamente celosos. Uno a uno desfilaron una


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noche ante la cama del “hombre que ríe”, creyendo que

habían podido dormirlo profundamente con algunas drogas

que le habían dado, y con sus machetes apuñalaron


repetidas veces el cuerpo que yacía bajo las mantas.

Pero la víctima resultó ser la madre del jefe de los

bandidos, una de esas personas desagradables y

pendencieras. El suceso no hizo más que aumentar la sed

de venganza de los bandidos, y finalmente el “hombre que


ríe” se vio obligado a encerrar a toda la banda en un
mausoleo profundo, pero agradablemente decorado. De

cuando en cuando se escapaban y le causaban algunas

molestias, pero él no se avenía a matarlos. (El “hombre

que ríe” tenía una faceta compasiva que a mí me


enloquecía.) Poco después el “hombre que ríe” empezaba a

cruzar regularmente la frontera china para ir a París,


donde se divertía ostentando su genio conspicuo pero

modesto frente a Marcel Dufarge, detective

internacionalmente famoso y considerablemente


inteligente, pero tísico. Dufarge y su hija (una chica

exquisita, aunque con algo de travesti) se convirtieron


en los enemigos más encarnizados del “hombre que ríe”.

Una y otra vez trataron de atraparlo mediante ardides.

Nada más que por amor al riesgo, al principio el “hombre

que ríe” muchas veces simulaba dejarse engañar, pero


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luego desaparecía de pronto, sin dejar ni el mínimo

rastro de su método para escapar. De vez en cuando

enviaba una breve e incisiva nota de despedida por la


red de alcantarillas de París, que llegaba sin tardanza

a manos de Dufarge. Los Dufarge se pasaban gran parte

del tiempo chapoteando en las alcantarillas de París.

Muy pronto el “hombre que ríe” consiguió reunir la

fortuna personal más grande del mundo. Gran parte de esa


fortuna era donada en forma anónima a los monjes de un
monasterio local, humildes ascetas que habían dedicado

sus vidas a la cría de perros de policía alemanes. El

“hombre que ríe” convertía el resto de su fortuna en

brillantes que bajaba despreocupadamente a cavernas de


esmeralda, en las profundidades del mar Negro. Sus

necesidades personales eran pocas. Se alimentaba


únicamente de arroz y sangre de águila, en una pequeña

casita con un gimnasio y campo de tiro subterráneos, en

las tormentosas costas del Tíbet. Con él vivían cuatro


compañeros que le eran fieles hasta la muerte: un lobo

furtivo llamado Ala Negra, un enano adorable llamado


Omba, un gigante mongol llamado Hong, cuya lengua había

sido quemada por hombres blancos, y una espléndida chica

euroasiática que, debido a su intenso amor por el

“hombre que ríe” y a su honda preocupación por su


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seguridad personal, solía tener una actitud bastante

rígida respecto al crimen. El “hombre que ríe” emitía

sus órdenes a sus subordinados a través de una máscara


de seda negra. Ni siquiera Omba, el enano adorable,

había podido ver su cara.

No digo que lo vaya a hacer, pero podría pasarme

horas llevando al lector-a la fuerza, si fuere

necesario-de un lado a otro de la frontera entre París y


China. Yo acostumbro a considerar al “hombre que ríe”
algo así como a un superdistinguido antepasado mío, una

especie de Robert E. Lee, digamos, con todas las

virtudes del caso. Y esta ilusión resulta verdaderamente

moderada si se la compara con la que abrigaba hacia


1928, cuando me sentía, no solamente descendiente

directo del “hombre que ríe”, sino además su único


heredero viviente. En 1928 ni siquiera era hijo de mis

padres, sino un impostor de astucia diabólica, a la

espera de que cometieran el mínimo error para descubrir-


preferentemente de modo pacífico, aunque podía ser de

otro modo-mi verdadera identidad.


Para no matar de pena a mi supuesta madre, pensaba

emplearla en alguna de mis actividades subrepticias, en

algún puesto indefinido, pero de verdadera

responsabilidad. Pero lo más importante para mí en 1928


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era andar con pies de plomo. Seguir la farsa. Lavarme

los dientes. Peinarme. Disimular a toda costa mi risa

realmente aterradora.
En realidad, yo era el único descendiente legítimo

del “hombre que ríe”. En el club había veinticinco

comanches -veinticinco legítimos herederos del “hombre

que ríe”-todos circulando amenazadoramente, de incógnito

por la ciudad, elevando a los ascensoristas a la


categoría de enemigos potenciales, mascullando complejas
pero precisas instrucciones en la oreja de los cocker

spaniel, apuntando con el dedo índice, como un fusil, a

la cabeza de los profesores de matemáticas. Y esperando,

siempre esperando el momento para suscitar el terror y


la admiración en el corazón del ciudadano común. Una

tarde de febrero, apenas iniciada la temporada de


béisbol de los comanches, observé un detalle nuevo en el

autobús del Jefe. Encima del espejo retrovisor, sobre el

parabrisas, había una foto pequeña, enmarcada, de una


chica con toga y birrete académicos. Me pareció que la

foto de una chica desentonaba con la exclusiva


decoración para hombres del autobús y, sin titubear, le

pregunté al Jefe quién era. Al principio fue evasivo,

pero al final reconoció que era una muchacha. Le

pregunté cómo se llamaba. Su contestación, todavía un


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poco reticente, fue “Mary Hudson”. Le pregunté si

trabajaba en el cine o en alguna cosa así. Me dijo que

no, que iba al Wellesley College. Agregó, tras larga


reflexión, que el Wellesley era una universidad de alta

categoría.

Le pregunté, entonces, por qué tenía su foto en el

autobús. Encogió levemente los hombros, lo bastante como

para sugerir-me pareció-que la foto había sido más o


menos impuesta por otros.
Durante las dos semanas siguientes, la foto-le

hubiera sido impuesta al Jefe por la fuerza o no-

continuó sobre el parabrisas. No desapareció con los

paquetes vacíos de chicles ni con los palitos de


caramelos. Pero los comanches nos fuimos acostumbrando a

ella. Fue adquiriendo gradualmente la personalidad poco


inquietante de un velocímetro.

Pero un día que íbamos camino del parque el Jefe

detuvo el autobús junto al bordillo de la acera de la


Quinta Avenida a la altura de la calle 60, casi un

kilómetro más allá de nuestro campo de béisbol. Veinte


pasajeros solicitaron inmediatamente una explicación,

pero el Jefe se hizo el sordo. En cambio, se limitó a

adoptar su posición habitual de narrador y dio comienzo

anticipadamente a un nuevo episodio del “hombre que


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ríe”. Pero apenas había empezado cuando alguien golpeó

suavemente en la portezuela del autobús. Evidentemente,

ese día los reflejos del Jefe estaban en buena forma. Se


levantó de un salto, accionó la palanca de la puerta y

en seguida subió al autobús una chica con un abrigo de

castor. Así, de pronto, sólo recuerdo haber visto en mi

vida a tres muchachas que me impresionaron a primera

vista por su gran belleza, una belleza difícil de


clasificar. Una fue una chica delgada en un traje de
baño negro, que forcejeaba terriblemente para clavar en

la arena una sombrilla en Jones Beach, alrededor de

1936. La segunda, esa chica que hacía un viaje de placer

por el Caribe, hacia 1939, y que arrojó su encendedor a


un delfín. Y la tercera, Mary Hudson, la chica del Jefe.

-¿He tardado mucho?-le preguntó, sonriendo. Era como


si hubiera preguntado “¿Soy fea?”.

-¡No!-dijo el Jefe. Con cierta vehemencia, miró a

los comanches situados cerca de su asiento y les hizo


una seña para que le hicieran sitio. Mary Hudson se

sentó entre yo y un chico que se llamaba Edgar “no-sé-


qué” y que tenía un tío cuyo mejor amigo era

contrabandista de bebidas alcohólicas. Le cedimos todo

el espacio del mundo. Entonces el autobús se puso en

marcha con un acelerón poco hábil. Los comanches, hasta


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el último hombre, guardaban silencio.

Mientras volvíamos a nuestro lugar de

estacionamiento habitual, Mary Hudson se inclinó hacia


delante en su asiento e hizo al Jefe un colorido relato

de los trenes que había perdido y del tren que no había

perdido. Vivía en Douglaston, Long Island. El Jefe

estaba muy nervioso. No sólo no lograba participar en la

conversación, sino que apenas oía lo que le decía la


chica. Recuerdo que la palanca de velocidades se le
quedó en la mano. Cuando bajamos del autobús, Mary

Hudson se quedó muy cerca de nosotros. Estoy seguro de

que cuando llegamos al campo de béisbol cada rostro de

los comanches llevaba una expresión del tipo “hay-


chicas-que-no-saben-cuándo-irse-a-casa”. Y, para colmo

de males, cuando otro comanche y yo lanzábamos al aire


una moneda para determinar qué equipo batearía primero,

Mary Hudson declaró con entusiasmo que deseaba jugar. La

respuesta no pudo ser más cortante. Así como antes los


comanches nos habíamos limitado a mirar fijamente su

feminidad, ahora la contemplábamos con irritación. Ella


nos sonrió. Era algo desconcertante. Luego el Jefe se

hizo cargo de la situación, revelando su genio para

complicar las cosas, hasta entonces oculto. Llevó aparte

a Mary Hudson, lo suficiente como para que los comanches


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no pudieran oír, y pareció dirigirse a ella en forma

solemne y racional. Por fin, Mary Hudson lo interrumpió,

y los comanches pudieron oír perfectamente su voz.


-¡Yo también-dijo-, yo también quiero jugar!

El Jefe meneó la cabeza y volvió a la carga. Señaló

hacia el campo, que se veía desigual y borroso. Tomó un

bat de tamaño reglamentario y le mostró su peso.

-No me importa-dijo Mary Hudson, con toda claridad-.


He venido hasta Nueva York para ver al dentista y todo
eso, y voy a jugar.

El Jefe sacudió la cabeza, pero abandonó la batalla.

Se aproximó cautelosamente al campo donde estaban

esperando los dos equipos comanches, los Bravos y los


Guerreros, y fijó su mirada en mí. Yo era el capitán de

los Guerreros. Mencionó el nombre de mi jardinero


central, que estaba enfermo en su casa, y sugirió que

Mary Hudson ocupara su lugar. Dije que no necesitaba un

jugador para el centro del campo. El Jefe dijo que qué


mierda era eso de que no necesitaba a nadie que hiciera

de centro. Me quedé estupefacto. Era la primera vez que


le oía decir una palabrota. Y, lo que aún era peor,

observé que Mary Hudson me estaba sonriendo. Para

dominarme, agarré una piedra y la aventé contra un

árbol. Nosotros entramos primero. La entrometida fue al


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centro para la primera entrada. Desde mi posición en la

primera base, miraba furtivamente de vez en cuando por

encima de mi hombro. Cada vez que lo hacía, Mary Hudson


me saludaba alegremente con la cabeza. Llevaba puesto el

guante de catcher, por propia iniciativa. Era un

espectáculo verdaderamente horrible. Mary Hudson debía

ser la novena en batear en el equipo de los Guerreros.

Cuando se lo dije, hizo una pequeña mueca y dijo: -


Bueno, dense prisa, entonces…-y la verdad es que
efectivamente apreciamos darnos prisa. Le tocó batear en

la primera tanda. Se quitó el abrigo de castor y el

guante de catcher para la ocasión y avanzó hacia su

puesto con un vestido marrón oscuro. Cuando le di un


bat, preguntó por qué pesaba tanto. El Jefe abandonó su

puesto de umpire detrás del pitcher y se adelantó con


impaciencia. Le dijo a Mary Hudson que apoyara la punta

del bat en el hombro derecho. “Ya está”, dijo ella. Le

dijo que no sujetara el bat con demasiada fuerza. “No lo


hago” contestó ella. Le dijo que no perdiera de vista la

pelota. “No lo haré”, dijo ella. “Apártate, ¿quieres?”


Con un potente golpe, acertó en la primera pelota que le

lanzaron, y la mandó lejos por encima de la cabeza del

jardinero izquierdo. Estaba bien para un doble, pero

ella logró tres sin apresurarse. Cuando me repuse


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primero de mi sorpresa, después de mi incredulidad, y

por último de mi alegría, miré hacia donde se encontraba

el Jefe. No parecía estar de pie detrás del pitcher,


sino flotando por encima de él. Era un hombre totalmente

feliz. Desde su tercera base, Mary Hudson me saludaba

agitando la mano. Contesté a su saludo. No habría podido

evitarlo, aunque hubiese querido. Además de su maestría

con el bat, era una chica que sabía cómo saludar a


alguien desde la tercera base.
Durante el resto del partido, llegaba a la base cada

vez que salía a batear. Por algún motivo parecía odiar

la primera base; no había forma de retenerla. Por lo

menos tres veces logró robar la segunda base al otro


equipo. Su fildeo no podía ser peor, pero íbamos ganando

tantas carreras que no nos importaba. Creo que hubiera


sido mejor si hubiese intentado atrapar las pelotas con

cualquier otra cosa que no fuera un guante de catcher.

Pero se negaba a sacárselo. Decía que le quedaba


mono. Durante un mes, más o menos, jugó al béisbol con

los comanches un par de veces por semana (cada vez que


tenía una cita con el dentista, al parecer). Unas tardes

llegaba a tiempo al autobús y otras no. A veces en el

autobús hablaba hasta por los codos, otras veces se

limitaba a quedarse sentada, fumando sus cigarrillos


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Herbert Tareyton (boquilla de corcho). Envolvía en un

maravilloso perfume al que estaba junto a ella en el

autobús.
Un día ventoso de abril, después de recoger, como de

costumbre, a sus pasajeros en las calles 109 y

Amsterdam, el Jefe dobló por la calle 110 y tomó como

siempre por la Quinta Avenida. Pero tenía el pelo

peinado y reluciente, llevaba un abrigo en lugar de la


chaqueta de cuero y yo supuse lógicamente que Mary
Hudson estaba incluida en el programa. Esa presunción se

convirtió en certeza cuando pasamos de largo por nuestra

entrada habitual al Central Park. El Jefe estacionó el

autobús en la esquina a la altura de la calle 60.


Después, para matar el tiempo en una forma entretenida

para los comanches, se acomodó a horcajadas en su


asiento y procedió a narrar otro episodio de “El hombre

que ríe”. Lo recuerdo con todo detalle y voy a

resumirlo.
Una adversa serie de circunstancias había hecho que

el mejor amigo del “hombre que ríe”, el lobo Ala Negra,


cayera en una trampa física e intelectual tendida por

los Dufarge. Los Dufarge, conociendo los elevados

sentimientos de lealtad del “hombre que ríe”, le

ofrecieron la libertad de Ala Negra a cambio de la suya


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propia. Con la mejor buena fe del mundo, el “hombre que

ríe” aceptó dicha proposición (a veces su genio estaba

sujeto a pequeños y misteriosos desfallecimientos).


Quedó convenido que el “hombre que ríe” debía

encontrarse con los Dufarge a medianoche en un sector

determinado del denso bosque que rodea París, y allí, a

la luz de la luna, Ala Negra sería puesto en libertad.

Pero los Dufarge no tenían la menor intención de liberar


a Ala Negra, a quien temían y detestaban. La noche de la
transacción ataron a otro lobo en lugar de Ala Negra,

tiñéndole primero la pata trasera derecha de blanco

níveo, para que se le pareciera.ç

No obstante, había dos cosas con las que los Dufarge


no habían contado: el sentimentalismo del “hombre que

ríe” y su dominio del idioma de los lobos. En cuanto la


hija de Dufarge pudo atarlo a un árbol con alambre de

espino, el “hombre que ríe” sintió la necesidad de

elevar su bella y melodiosa voz en unas palabras de


despedida a su presunto viejo amigo. El lobo sustituto,

bajo la luz de la luna, a unos pocos metros de


distancia, quedó impresionado por el dominio de su

idioma que poseía ese desconocido. Al principio escuchó

cortésmente los consejos de último momento personales y

profesionales, del “hombre que ríe”. Pero a la larga el


Varios / 12 Cuentos Chingones / 31

lobo sustituto comenzó a impacientarse y a cargar su

peso primero sobre una pata y después sobre la otra.

Bruscamente y con cierta rudeza, interrumpió al “hombre


que ríe” informándole en primer lugar de que no se

llamaba Ala Oscura, ni Ala Negra, ni Patas Grises ni

nada por el estilo, sino Armand, y en segundo lugar que

en su vida había estado en China ni tenía la menor

intención de ir ahí.
Lógicamente enfurecido, el “hombre que ríe” se quitó
la máscara con la lengua y se enfrentó a los Dufarge con

la cara desnuda a la luz de la luna. Mademoiselle

Dufarge se desmayó. Su padre tuvo más suerte;

casualmente en ese momento le dio un ataque de tos y así


se libró del mortífero descubrimiento. Cuando se le pasó

el ataque y vio a su hija tendida en el suelo iluminado


por la luna, Dufarge ató cabos. Se tapó los ojos con la

mano y descargó su pistola hacia donde se oía la

respiración pesada, silbante, del “hombre que ríe”. Así


terminaba el episodio.

El Jefe se sacó del bolsillo el reloj Ingersoll de


un dólar lo miró y después dio vuelta en su asiento y

puso en marcha el motor. Miré mi reloj. Eran casi las

cuatro y media. Cuando el autobús se puso en marcha, le

pregunté al Jefe si no iba a esperar a Mary Hudson. No


Varios / 12 Cuentos Chingones / 32

me contestó, y antes de que pudiera repetir la pregunta,

inclinó su cabeza para atrás y, dirigiéndose a todos

nosotros, dijo:
-A ver si hay más silencio en este maldito autobús.

Lo menos que podía decirse era que la orden resultaba

totalmente ilógica. El autobús había estado, y estaba,

completamente silencioso. Casi todos pensábamos en la

situación en que había quedado el “hombre que ríe”. No


es que nos preocupáramos por él (le teníamos demasiada
confianza como para eso), pero nunca habíamos llegado a

tomar con calma sus momentos de peligro.

En la tercera o cuarta entrada de nuestro partido de

esa tarde, vi a Mary Hudson desde la primera base.


Estaba sentada en un banco a unos setenta metros a mi

izquierda, hecha un sandwich entre dos niñeras con


cochecitos de niño. Llevaba su abrigo de castor, fumaba

un cigarrillo y daba la impresión de estar mirando en

dirección a nuestro campo. Me emocioné con mi


descubrimiento y le grité la información al Jefe, que se

hallaba detrás del pitcher. Se me acercó


apresuradamente, sin llegar a correr.

-¿Dónde?-preguntó.

Volví a señalar con el dedo. Miró un segundo en esa

dirección, después dijo que volvía en seguida y salió


Varios / 12 Cuentos Chingones / 33

del campo. Se alejó lentamente, abriéndose el abrigo y

metiendo las manos en los bolsillos del pantalón. Me

senté en la primera base y observé. Cuando el Jefe


alcanzó a Mary Hudson, su abrigo estaba abrochado

nuevamente y las manos colgaban a los lados. Estuvo de

pie frente a ella unos cinco minutos, al parecer

hablándole. Después Mary Hudson se incorporó y los dos

caminaron hacia el campo de béisbol. No hablaron ni se


miraron. Cuando estuvieron en el campo, el Jefe ocupó su
posición detrás del pitcher.

-¿Ella no va a jugar?-le grité.

Me dijo que cerrara el pico. Me callé la boca y

contemplé a Mary Hudson. Caminó lentamente por detrás de


la base, con las manos en los bolsillos de su abrigo de

castor, y por último se sentó en un banquito mal situado


cerca de la tercera base. Encendió otro cigarrillo y

cruzó las piernas. Cuando los Guerreros estaban

bateando, me acerqué a su asiento y le pregunté si le


gustaría jugar en el jardín izquierdo. Dijo que no con

la cabeza. Le pregunté si estaba resfriada. Otra vez


negó con la cabeza. Le dije que no tenía a nadie que

jugara en el jardín izquierdo. Que tenía al mismo

muchacho jugando en el centro y en el jardín izquierdo.

Toda esta información no encontró eco. Arrojé mi guante


Varios / 12 Cuentos Chingones / 34

al aire, tratando de que aterrizara sobre mi cabeza,

pero cayó en un charco de barro. Lo limpié en los

pantalones y le pregunté a Mary Hudson si quería venir a


mi casa a comer alguna vez. Le dije que el Jefe iba con

frecuencia.

-Déjame-dijo-. Por favor, déjame.

La miré sorprendido, luego me fui caminando hacia el

banco de los Guerreros, sacando entretanto una mandarina


del bolsillo y arrojándola al aire. Más o menos a la
mitad de la línea de foul de la tercera base, giré en

redondo y empecé a caminar hacia atrás, contemplando a

Mary Hudson y atrapando la mandarina. No tenía idea de

lo que pasaba entre el Jefe y Mary Hudson (y aún no la


tengo, salvo de una manera muy somera, intuitiva), pero

no podía ser mayor mi certeza de que Mary Hudson había


abandonado el equipo comanche para siempre. Era el tipo

de certeza total, por independiente que fuera de la suma

de sus factores, que hacía especialmente arriesgado


caminar hacia atrás, y de pronto choqué de lleno con un

cochecito de niño.
Después de una entrada más, la luz era mala para

jugar. Suspendimos el partido y empezamos a recoger

todos nuestros bártulos. La última vez que vi con

claridad a Mary Hudson estaba llorando cerca de la


Varios / 12 Cuentos Chingones / 35

tercera base. El Jefe la había tomado de la manga de su

abrigo de castor, pero ella lo esquivaba. Abandonó el

campo y empezó a correr por el caminito de cemento y


siguió corriendo hasta que se perdió de vista. El Jefe

no intentó seguirla. Se limitó a permanecer de pie,

mirándola mientras desaparecía. Luego se volvió caminó

hasta la base y recogió los dos bats; siempre dejábamos

que él llevara las bats. Me acerqué y le pregunté si él


y Mary Hudson se habían peleado. Me dijo que me metiera
la camisa dentro del pantalón.

Como siempre, todos los comanches corrimos los

últimos metros hasta el autobús estacionado gritando,

empujándonos, probando llaves de lucha libre, aunque


todos muy conscientes de que había llegado la hora de

otro capítulo de “El hombre que ríe”. Cruzando la Quinta


Avenida a la carrera, alguien dejó caer un jersey y yo

tropecé con él y me caí. Llegué al autobús cuando ya

estaban ocupados los mejores asientos y tuve que


sentarme en el centro. Fastidiado, le di al chico que

estaba a mi derecha un codazo en las costillas y luego


me volví para ver al Jefe, que cruzaba la Quinta

Avenida. Todavía no había oscurecido, pero había esa

penumbra de las cinco y cuarto. El Jefe atravesó la

calle con el cuello del abrigo levantado y los bats


Varios / 12 Cuentos Chingones / 36

debajo del brazo izquierdo, concentrado en el cruce de

la calle. Su pelo negro peinado con agua al comienzo del

día, ahora se había secado y el viento lo arremolinaba.


Recuerdo haber deseado que el Jefe tuviera guantes. El

autobús, como de costumbre, estaba silencioso cuando él

subió, por lo menos relativamente silencioso, como un

teatro cuando van apagándose las luces de la sala. Las

conversaciones se extinguieron en un rápido susurro o se


cortaron de raíz. Sin embargo, lo primero que nos dijo
el Jefe fue:

-Bueno, basta de ruido, o no hay cuento.

Instantáneamente, el autobús fue invadido por un

silencio incondicional, que no le dejó otra alternativa


que ocupar su acostumbrada posición de narrador.

Entonces sacó un pañuelo y se sonó la nariz,


metódicamente, un lado cada vez. Lo observamos con

paciencia y hasta con cierto interés de espectador.

Cuando terminó con el pañuelo, lo plegó cuidadosamente


en cuatro y volvió a guardarlo en el bolsillo. Después

nos contó el nuevo episodio de “El hombre que ríe”. En


total, sólo duró cinco minutos.

Cuatro de las balas de Dufarge alcanzaron al “hombre

que ríe”, dos de ellas en el corazón. Dufarge, que aún

se tapaba los ojos con la mano para no verle la cara, se


Varios / 12 Cuentos Chingones / 37

alegró mucho cuando oyó un extraño gemido agónico que

salía de su víctima. Con el maligno corazón latiéndole

fuerte corrió junto a su hija y la reanimó. Los dos,


llenos de regocijo y con el coraje de los cobardes, se

atrevieron entonces a contemplar el rostro del “hombre

que ríe”. Su cabeza estaba caída como la de un muerto,

inclinada sobre su pecho ensangrentado. Lentamente, con

avidez, padre e hija avanzaron para inspeccionar su


obra. Pero los esperaba una sorpresa enorme. El “hombre
que ríe”, lejos de estar muerto, contraía de un modo

secreto los músculos de su abdomen. Cuando los Dufarge

se acercaron lo suficiente, alzó de pronto la cabeza,

lanzó una carcajada terrible, y, con limpieza y hasta


con minucia, regurgitó las cuatro balas. El efecto de

esta hazaña sobre los Dufarge fue tan grande que sus
corazones estallaron, y cayeron muertos a los pies del

“hombre que ríe”.

(De todos modos, si el capítulo iba a ser corto,


podría haber terminado ahí. Los comanches se las podían

haber ingeniado para racionalizar la muerte de los


Dufarge. Pero no terminó ahí.)

Pasaban los días y el “hombre que ríe” seguía atado

al árbol con el alambre de espinos mientras a sus pies

los Dufarge se descomponían lentamente. Sangrando


Varios / 12 Cuentos Chingones / 38

profusamente y sin su dosis de sangre de águila, nunca

se había visto tan cerca de la muerte. Hasta que un día,

con voz ronca, pero elocuente, pidió ayuda a los


animales del bosque. Les ordenó que trajeran a Omba, el

enano amoroso. Y así lo hicieron. Pero el viaje de ida y

vuelta por la frontera entre París y la China era largo,

y cuando Omba llegó con un equipo medico y una provisión

de sangre de águila el “hombre que ríe” ya había entrado


en coma. El primer gesto piadoso de Omba fue recuperar
la máscara de su amo, que había ido a parar sobre el

torso cubierto de gusanos de Mademoiselle Dufarge. La

colocó respetuosamente sobre las horribles facciones y

procedió a curar las heridas. Cuando al fin se abrieron


los pequeños ojos del “hombre que ríe”, Omba acercó

afanosamente el vaso de sangre de águila hasta la


máscara. Pero el “hombre que ríe” no quiso beberla. En

cambio, pronunció débilmente el nombre de su querido Ala

Negra. Omba inclinó su cabeza levemente contorsionada y


reveló a su amo que los Dufarge habían matado a Ala

Negra. Un último suspiro de pena, extraño y desgarrador,


partió del pecho del “hombre que ríe”. Extendió

débilmente la mano, tomó el vaso de sangre de águila y

lo hizo añicos en su puño. La poca sangre que le quedaba

corrió por su muñeca. Ordenó a Omba que mirara hacia


Varios / 12 Cuentos Chingones / 39

otro lado y Omba, sollozando, obedeció. El último gesto

del “hombre que ríe”, antes de hundir su cara en el

suelo ensangrentado, fue el de arrancarse la máscara.


Ahí terminó el cuento, por supuesto. (Nunca habría

de repetirse.) El Jefe puso en marcha el autobús. Frente

a mí al otro lado del pasillo, Billy Walsh, el más

pequeño de los comanches, se echó a llorar. Nadie le

dijo que se callara. En cuanto a mí, recuerdo que me


temblaban las rodillas. Unos minutos más tarde, cuando
bajé del autobús del Jefe, lo primero que vi fue un

trozo de papel rojo que el viento agitaba contra la base

de un farol de la calle. Parecía una máscara de pétalos

de amapola. Llegué a casa con los dientes


castañeteándome convulsivamente, y me dijeron que me

fuera derecho a la cama.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 40

Sobre causas de títeres

Otro cuento de niños que no quieren crecer ni que las

historias terminen: que el mundo duro baje y los


convierta en alguien que no son. Niños como yo, que se

encuentran y se pierden y dice: “ah, que cabrón, cuánto

tiempo estuve dormido. Es hora ya de volver a la senda

de los sueños”.
Varios / 12 Cuentos Chingones / 41

Sobre causas de títeres de Efrén Hernández

A Octavio Ponzanelli

Ya, viejo, ya no estamos en edad de soñar sueños de

niños, ni, acaso, nuestro estado civil es ya el más

propio para esto de andarnos con Jesús por los rincones,

y contándonoslo.

Porque es notorio, y todo el mundo empieza a darse

cuenta que ya no somos niños, y murmura.

Y es justicia, pues es un hecho que no lo somos ya.

Tú, desde hace ya casi dos meses, desde que te casaste.

Yo, desde hace apenas un poco más de veinte años, desde

muchísimo antes de que me casara.

Sin embargo, tú y yo aún seguimos siendo teóricos y

líricos, y de sesos volátiles los dos. Tú, a pesar de

tus dieciséis verdes diciembres. Yo a pesar de mis

cuarenta violadas primaveras.

Lo mismo que dos niños retardados, así somos tú y


yo. Y esto es lo que nos junta, mejor dicho, lo que me

une a ti. Mira, antes que tú nacieras, en un tiempo

apenas anterior a este hoy, cuando yo iba cumpliendo


vente años, mis contemporáneos, haciendo como yo,
Varios / 12 Cuentos Chingones / 42

también iban cumpliendo veinte años. Parece que fue

ayer, lo recuerdo clarito, clarito como si lo estuviera

viendo. Veníamos de subida, subiendo como tiernos


árboles que se exhalan del mundo.

Y qué dichosos sueños soñábamos entonces. Pero a

partir de entonces, aproximadamente desde entonces, mis

contemporáneos empezaron a perder su espíritu infantil,

empezaron a hacerse serios, a adquirir espíritu de


responsabilidad, a subordinarse a las exigencias de la
vida práctica, a trabajar, a negociar, a prosperar como

personas serias.

Yo, en cambio, mal dotado, retrasado, inadaptable a

un modo de vida cuyas realidades no logro percibir,


continué siendo irresponsable, ciego, sordo y, sobre

todo, tonto para la vida práctica. Y esto fue


distanciándome de mis contemporáneos.

De mis amigos de entonces, fui perdiendo primero

uno, luego otro, hasta que me quedé sin nadie, sin


nadie. Y así, sin proponérmelo, sin analizarlo, sin

notarlo siquiera todavía, por puro instinto me acogí a


amigos inmediatamente más jóvenes que yo.

Más tarde, estos amigos, digo aquellos, a quienes

llamaré de la segunda serie, fueron también creciendo,

y, a su tiempo, llegaron, lo mismo que habían llegado


Varios / 12 Cuentos Chingones / 43

los primeros, a la edad en que los hombres empiezan a

tornarse serios, y me fueron dejando, y tuve que bajar a

rodearme de una tercera serie.


Así ha ido sucediendo indefinidas veces.

Y ahora, me he hecho amigo tuyo, ahora te ha tocado

a ti.

Y, no sé por qué, pero tengo esperanza que contigo

no ha de pasarme igual que con los otros.


En mi esperanza existen, es posible, migajas de
egoísmo; pero al mismo tiempo un poco he pensado en ti,

olvidándome un tanto de mí mismo.

Es cierto, ciertamente, que el no apartarte de esa

forma de existencia, te atraerá juicios en contra,


menosprecios, incomprensión y escarnios; pero es la

eficiencia íntima, el suceso insostenible de la


sensibilidad, no la acomodación externa, lo que es

valor. Para el alma, lo único cierto es lo que ella

vive. Para el sujeto seco, que se ha objetivizado, todo


resulta seco, y el destuetanado que ha extravertido su

caudal, siempre estará mentando que esto es vanidad.


Una misma fue la mano con que se escribieron el

Cantar de los Cantares y el Eclesiastés. Una misma fue

la mano que los escribió. Advierte, no obstante, como se

contraponen: “Manojito de mirra es para mí, mi amado.”


Varios / 12 Cuentos Chingones / 44

“Vanidad de vanidades y todo vanidad.”

En el primer escrito está la vida, su desbordamiento

proyectándose, entregando, encendiendo de “valor


absoluto”, una florida brizna. En el segundo, está el

cansancio, la sequía, el aniquilamiento, consintiendo su

astenismo y su no ser, en toda cosa.

No, “no tuerzas el cuello al cisne”, tuérceselos más

bien y no dejes de hacerlo si, por dicha, alguna vez se


te presenta la ocasión, a Stalin, a Mussolini, a Hitler,
a todo hombre y mujer, a todo tipo que fuere como tubo

destapado de abajo, y a todo ente con entidad vacía; al

que nació vacío o se vació después, y, luego, no sabe ya

llenarse, y todo el mundo quisiérase comer; mas le


resulta en vano, pues del objeto inerte no puede ser

corroborado el individuo, ni de la cosa el ser.


Es evidente, si dejaras de ser igual a un niño, si

perdieras el poder de animar de diamantes, la corona de

papeles con que juegas al rey, tampoco animarás ni


proyectarás ningún valor sobre la corona de diamantes.

Porque no es la estrella la que alumbra el ojo, sino la


fuente de que ha manado el ojo la que nos da la

estrella. Y si la ves arder, es porque en tu conciencia

luce ardiente tu ojo. Y ten por cierto que si la sombra,

cuando cierras tus ojos, no se puebla de soles y


Varios / 12 Cuentos Chingones / 45

luceros, el sol te será noche, el lirio, arena, miseria

el polvo de oro, y todo vanidad.

Advierte que esta alma que tenemos es como el


carbón, que por más que la pongas entre mayores focos,

oscuro se verá, y sólo entrará en lumbre, si él mismo se

hace llama y se da a arder.

Y dime, ¿qué es el Universo; la música, el color y

los aromas, las caricias del gusto y las del tacto, y la


espina y lo negro, y lo callado mismo, para una piedra?
Y, ¿no has tratado tú alguna vez, de conmover al

perezoso o con sueño, que ni el sol naciendo, ni el rayo

retumbando ni cosa alguna le abre la atención?

En cambio, al vigilante, ¿no le basta un murmullo,


un fulgorcito tenue, un parpadeo del aire para vivir

arderse y conmoverse?
Y al niño, al fresco y tierno que no ha hecho aún su

gasto, ¿no le has visto atar a un hilo dos carretes, o

tres, e irlos rodando, y obtener con un delgado hilo el


ser del maquinista estremecido, en un gran tren que hace

del mundo un soplo y una ráfaga?


Pues bien, yo soñé un sueño.

Recordarás cierto día, aquel que viniste a esta

casa, y que luego salimos, y que en el camino

encontramos un vendedor de títeres de barro, a quien


Varios / 12 Cuentos Chingones / 46

compraste estos que todavía la última vez que fui a tu

casa vi colgados de la lámpara del comedor. Te lo

recuerdo, porque, según yo, aquel fue el estímulo de


dónde arrancó este sueño que te digo que soñé.

Y fue, y ojalá y no lo entiendas, el siguiente:

Íbamos tú y tu servidor por unas calles. Entramos

con sigilo a un estanquillo. Y tú, a la que lo atendía,

le preguntaste si no vendía títeres. Ella dijo que sí, y


trajo una rueda de donde pendían no menos de cien mil
figuras. Los empezaste a ver

—¿A cómo son, señora —le preguntaste—, estos

títeres?

—Pues de éstos —contestó la vieja—, cien docenas le


cuestan un centavo.

—Oh, —le replicaste—, ¡cien docenas me cuestan un


centavo! No los llevo, deben ser muy corrientes. ¿No

tiene otros más finos? Porque , entiéndalo usted, yo no

sé nada de títeres, ni de ninguna cosa. Para mí, todo es


magnífico, de manera que, cuando compro una cosa, para

saber si es buena o mala no tengo otra base, sino el


precio a como la venden.

Muy mala me pareció tu táctica. Y más, cuando vi a

la estanquillera no contestarte nada. Y sólo entrarse y

volver al cabo de un gran rato, con una rueda igual a la


Varios / 12 Cuentos Chingones / 47

que había traído de primero; pero sólo con un títere, el

cual puso a tu vista.

Nosotros, viendo el títere, advertimos que era en


todo igual a los primeros, hasta tal punto que, tú

mismo, tan cándido en cosas de negocios, llevándome a un

rincón del estanquillo me dijiste:

—¿Qué opinas tú de esto? Yo te apuesto a que si lo

resolvemos, la misma vieja no va a poderlo separar de


entre los otros.
Y luego nos tornamos a la vieja y, mirándola con

toda impasibilidad:

—Y este títere que acaba de traer, -le preguntamos

sincrónicamente-,¿a cómo es?


—Pues éste, contestó la vendedora—, este sí es de

veras fino, y cuesta, él solo, ocho cientos de pesos.


—¡Ocho cientos de pesos éste solo! Está muy bien,

envuélvamelo para regalo; pero dígame: ¿por qué es tanta

la diferencia?
—Oh, contestó la vieja—, porque este es finísimo,

porque éste está perfectamente hecho. ¿Ve usted cómo, de


los que traje primero, cada uno está colgado nada más de

un sólo hilo?, pues es que no saben hacer más que una

sola cosa, bailar a saltitos, lo mismo que cualquier

monito atado a un hilo; en tanto que este último tiene,


Varios / 12 Cuentos Chingones / 48

él solo, tantos hilos, cuantos los otros todos juntos.

Pues es que cada hilo es llave para hacerlo ejecutar una

función distinta. Mire, tómelo usted en sus manos


Y lo puso en tus manos, y te instó a que fueras

comprobándolo. Y cuando, de entre sus innumerables

hilos, llamaste a uno, al primero que se te ocurrió, el

insignificante titerito aquel de mal cocido barro que,

por su humilde y astroso aspecto, era en todo semejante


a los de 1200 por centavo, mostró resueltamente su
talento para actuar como diablo, entrando a fruncir el

ceño y a cambiar los colores de sus ojos, de pardos en

azules, de azules en verdosos, amarillos, cárdenos,

violáceos, indefinidamente, sin repetirse nunca. En


seguida llamaste a otro hilo, y empezó a apestar azufre

y a arrojar humo por las orejas.


Ibas a llamar, más tarde, a otro hilo; pero la

mujer, arrojándose convulsa sobre ti, toda espantada, te

conjuró que no lo hicieras, que aquel hilo no fueras a


tocarlo nunca, porque era el más terrible, el más

profundo, el más trascendental de cuantos hilos habían


existido hasta hoy sobre la tierra. Que ya te había

indicado cómo aquel diablo era de construcción

acabadísima, y estaba tan esmeradamente hecho, que

podría, sin el menor empacho, ejecutar la más osada y


Varios / 12 Cuentos Chingones / 49

endiablada cosa, que jamás pudiera un diablo de verdad.

Y que, por tanto, te advertía, te rogaba —ella que no

había rogado nunca— que el hilo aquel no lo tocaras,


pues si lo hacías, el diablo se volvería en tu contra y,

como uno auténtico, con tanta realidad como podría el

propio Lucifer, te arrancaría el alma y te conduciría al

infierno.

Siguió un momento inane. Todos nos estuvimos quedos


y callados, durante tres momentos: uno, el momento que
era necesario para reponernos del susto y la sorpresa;

dos, el momento que era necesario para volver a

entrarnos adentro de nuestra conciencia, y tres, el

momento que era necesario para pensar en lo que debería


hacerse.

Y luego que nos repusimos, que entramos en nuestra


conciencia y que meditamos en lo que debía hacerse, con

inmanente calma, con ademán amable y trascendente —

aunque no sin misterio—, le dijiste:


—Señora, yo, en verdad, como le dije, deseo con toda

el alma un títere de estos, pero uno que no sea diablo,


uno que sea más bien, un ángel.

Y la mujer te vio con tal mirada, que era cual si

hubiera leído, como en un libro abierto, en el

cartapacio por de fuera invisible, de tus pensamientos,


Varios / 12 Cuentos Chingones / 50

y, sonriente, comprensiva, maliciosa, benigna,

misteriosa, sin espacio ni prisa, entróse dentro y tornó

a no mucho, con otra rueda en la cual estaba suspendido


el títere que habías solicitado. Y lo puso a tu alcance,

y tú sacaste cuentas, comparaste los hilos, y cuando

creíste dar con el correspondiente a aquel del diablo

que no osaste llamar, llamaste a él. Y he aquí, el

angelito hizo ademán de posarse sobre el piso, con


movimiento que hacía creer a los espectadores, que
venía, no de la trastienda, sino del firmamento. Y una

vez posado, con angelical mesura, blanda y celestemente

se inclinó ante ti y te dijo que, por orden de la

superioridad, venía a hacerte sabedor de que en la


Quinta Delegación del celestial Distrito, se había

presentado, en contra tuya, acusación de ser persona


soñadora y poco seria, nada apropiada para este mundo, y

que, en tal virtud, se le había confiado la misión de

conducirte vivo o muerto, y por las buenas o de una


oreja, a un lugar más propio para tu condición

romántica.
Válgame Dios, y cuán penosa y larga, mas cuán

encantadora era la senda por donde íbamos. Era en subida

y llana, sin ninguna aspereza, antes pulida, tersa, y

sólida como un espejo. Hierbas, no se veían, tampoco


Varios / 12 Cuentos Chingones / 51

troncos, ni céspedes, ni rosas. Sólo profundidad y

estrellas se ofrecían como suelo a nuestros pasos, y

cada paso había que darlo con honda precaución, pues el


peligro de resbalar sin caer, patinando de pie, hacia

atrás y para abajo, era infinito . . .

. . . Ya, viejo, ya no estamos en edad de soñar

sueños de niños, ni, acaso, nuestro estado es ya el más

propio para esto de andárnoslo contando. Porque no somos


niños ya. Tú , desde hace ya casi dos meses, desde que
te casaste. Yo, desde hace apenas un poco más de veinte

años, desde muchísimo antes de que me casara.

Pero ¿qué quieres? se duerme uno, se duerme, y

suelta sus controles, se le evaden sus pitas, las


riendas de su imaginación se independizan, y entonces

sueña uno, sueña, y a veces sueña lo que no se espera, a


veces, lo que no debiera, y, a veces, ay, a veces, hasta

lo que no quisiera . . .

Ya, viejo, ya muy cierto es que no estamos en edad


de soñar sueños de niños; pero estamos en ello, tan

lejos como cerca de nosotros, vamos por la pendiente


resbalosa y luciente de los sueños, y el peligro de

resbalar sin caer, patinando de pie, hacia atrás, sin

objeto a donde asirse y para abajo, es infinito . . .


Varios / 12 Cuentos Chingones / 52

Harrison Bergeron

¿Que pasaría si nos arrancaremos de golpe todos los


“compensadores”, pesos y distracciones que nos impiden

convertirnos en la versión que imaginamos de nosotros


Varios / 12 Cuentos Chingones / 53

mismos? ¡Nos veo bailando ya sin ellos, casi besando el


techo! Todavía, a diferencia de este cuento de Vonnegut,
el gobierno no nos pone ningún tipo de compensadores, no
importa, nosotros somos especialistas en pornérnoslos
solitos.

Harrison Bergeron de Kurt Vonnegut

Era el año 2081, y todo el mundo era al fin igual. No

sólo eran iguales ante Dios y la ley. Eran iguales de

todo a todo. Nadie era más listo que otro. Nadie era

mejor parecido que otro. Nadie era más fuerte o veloz

que otro. Toda esta igualdad se debía a las Enmiendas

Nos. 211, 212 y 213 a la constitución y a la vigilancia

incesante de los agentes del Compensador General de

Estados Unidos de Norteamérica.

Sin embargo, algunas cosas del vivir aún no se


encontraban bien. Por ejemplo, el mes de abril seguía

volviendo loca a la gente porque aún no entraba la

primavera. Y fue durante es mes pegajoso que los agentes

del C-G se llevaron a Harrison, el hijo de catorce años

de George y Hazel Bergeron.


Es cierto que fue algo trágico, pero George y Hazel

no podían preocuparse demasiado. Hazel tenía una


Varios / 12 Cuentos Chingones / 54

inteligencia media, lo cual quería decir que era incapaz

de pensar salvo en pequeños estallidos. Y George, cuya

inteligencia se encontraba muy por encima de la normal,


usaba un pequeño radio en el oído que le obstaculizaba

el pensamiento. Por ley, estaba obligado a llevarlo

puesto en toda ocasión. Estaba sintonizado a un

transmisor gubernamental. Cada veinte segundos, más o

menos, el transmisor enviaba ruidos agudos para impedir


que personas como George le sacaran una ventaja injusta
a su cerebro.

George y Hazel se encontraban viendo televisión. Las

mejillas de Hazel estaban llenas de lágrimas, pero por

el momento, se le había olvidado por qué lloraba.


En la pantalla se veían bailarinas de ballet.

Un zumbido sonó en la cabeza de George. Sus


pensamientos huyeron en medio del pánico, como ladrones

ante una alarma.

"Ese fue un baile bien bonito, eso que acaban de


bailar", dijo Hazel.

"¿Huh?", dijo George.


"Ese baile, estuvo bonito", dijo Hazel.

"Aja", dijo George. Trató de pensar un poco acerca

de las bailarinas. Realmente no eran muy buenas, no

mejor que otras, de cualquier manera. Estaban cargadas


Varios / 12 Cuentos Chingones / 55

con pesas en forma de cinturones anchos y con bolsas

llenas de perdigón, y llevaban máscaras para que nadie,

al ver un gesto gracioso y libre o una cara bonita, se


pudiera sentir incómodo. George empezaba a darle vueltas

a la idea de que quizá no se debía compensar a las

bailarinas. Pero antes de que pudiera clavarse en este

pensamiento, otro ruido de su radio vino a dispersarlo.

George se sobresaltó. También dos de las ocho


bailarinas.
Hazel lo vio sobresaltarse. Ya que ella no usaba un

obstaculizador mental, tuvo que preguntar a George cómo

había sido el sonido.

"Parecía como si alguien le estuviese pegando a una


botella de leche con un martillo", dijo George.

"Creo que sería muy interesante, poder oír todos


esos sonidos distintos", dijo Hazel, con algo de

envidia. "Todo lo que se les ocurre".

"Hum", dijo George.


"Sólo que si yo fuera el Compensador General, ¿sabes

lo que haría?", dijo Hazel. En realidad, Hazel se


parecía bastante al Compensador General, una mujer

llamada Diana Moon Glampers. "Si yo fuera Diana Moon

Glampers", dijo Hazel, "pondría campanas los domingos,

sólo campanas. Algo así como para honrar la religión".


Varios / 12 Cuentos Chingones / 56

"Podría pensar si sólo fueran campanas", dijo

George.

"Bueno, quizá campanas muy fuertes", dijo Hazel.


"Creo que yo sería un buen Compensador General".

"Tan bueno como cualquier otro", dijo George.

"¿Quién sabe mejor que yo lo que es normal?", dijo

Hazel.

"Exactamente", dijo George. Empezó a tener una


visión momentánea de su hijo anormal, ahora en la
cárcel, de Harrison, pero una salva de veintiún

cañonazos en su cabeza acabó con todo.

"Caray", dijo Hazel, "Esa estuvo gruesa, ¿verdad?".

Estuvo tan gruesa que George estaba pálido y


tembloroso y se veían una lágrimas a la orilla de sus

ojos rojizos. Dos de las ochos bailarinas se habían


desmayado en el piso del estudio, agarrándose las

sienes.

"De repente te ves tan cansado", dijo Hazel. "¿Por


qué no te estiras sobre el sofá para que descanses tu

bolsa de compensadores en los cojines, amorcito?" Se


refería a las cuarenta y siete libras de perdigón en una

bolsa de lona, que George llevaba -con candado- al

rededor del cuello. "Ve y descansa la bolsa durante un

ratito", dijo. "No importa que no seas igual a mí


Varios / 12 Cuentos Chingones / 57

durante un rato".

George tomó la bolsa entre las manos, pesándola. "No

me molesta", dijo. "Ya ni la noto. Es parte de mí".


"Te he visto tan cansado últimamente, algo así como

desgastado, dijo Hazel. "Si hubiera modo de hacer un

hoyito en el fondo de la bolsa para poder sacar unas

cuentas de esas bolas de plomo. Sólo unas cuantas".

"Dos años de cárcel y dos mil dólares por cada bola


que saque", dijo George. "No creo que sea un buen
negocio".

"Si sólo pudieras sacar una cuentas cuando regresas

del trabajo", dijo Hazel. "Quiero decir, aquí no

compites con nadie. Sólo te la pasas sentado".


"Si lo hiciera sin que me pescaran", dijo George,

"los demás también tratarían de hacerlo y muy pronto


estaríamos de nuevo en la Edad Media, con todos

compitiendo en contra de los demás. No te gustaría eso,

¿verdad?".
"Lo odiaría", dijo Hazel.

"Ahí tienes", dijo George. "Cuando la gente empieza


a engañar a la ley, ¿qué crees que le sucede a la

sociedad?".

Si a Hazel no se le hubiese ocurrido una respuesta a

esta pregunta, George no la hubiera podido contestar.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 58

Escuchaba el ruido de una sirena dentro de su cabeza.

"Me imagino que se haría pedazos" dijo Hazel.

" ¿Qué se haría pedazos?", dijo George, distraído.


"La sociedad", dijo Hazel, insegura. "¿No es lo que

acabas de decir?".

"¿Quién lo sabe?", dijo George.

Repentinamente, se interrumpió el programa de

televisión para pasar una noticia. Al principio no se


supo por cierto de lo que trataba la noticia ya que el
locutor, como todos los locutores, sufría de un

impedimento oral serio. Durante medio minuto, y en un

estado de agitación, el locutor trató de decir "Damas y

caballeros".
Al fin abandonó el intento y le pasó el boletín a

una bailarina.
"Está bien", dijo Hazel acerca del locutor, "hizo un

esfuerzo. Eso es lo importante. Se esforzó en hacer lo

mejor que pudo con lo que Dios le dio. Deberían darle un


buen aumento por haberse esforzado tanto".

"Damas y caballeros", dijo la bailarina, leyendo el


boletín. Debió haber sido de una belleza extraordinaria,

porque la máscara que llevaba puesta era espantosa. Y

era fácil darse cuenta de que se trataba de la bailarina

más fuerte y agraciada, ya que sus bolsas de


Varios / 12 Cuentos Chingones / 59

compensadores eran tan grandes como las que usaban los

hombres que pesaban doscientas libras (92 kilos).

Y de inmediato tuvo que disculparse por su voz, que


era una voz muy injusta para una mujer. Su voz era una

melodía cálida, luminosa, eterna. "Disculpen", dijo, y

empezó de nuevo con una voz fuera de toda competencia.

"Harrison Bergeron, de catorce años", dijo, con una

voz que era un graznido, "acaba de escapar de la cárcel


donde se encontraba bajo sospecha de querer derribar al
gobierno. Es un genio y un atleta, se encuentra sub-

compensado y se le debe considerar extremadamente

peligroso".

"Repentinamente pareció en la pantalla una


fotografía de Harrison Bergeron - tomada de los archivos

policiacos- de cabeza, luego de lado, luego de cabeza


otra vez, y finalmente al derecho. La fotografía

mostraba a Harrison en toda su altura frente a un fondo

calibrado en pies y pulgadas. Media exactamente siete


pies de altura (2.13 metros).

El resto de la apariencia de Harrison era ferretería


y noche de Halloween. Nadie jamás había tenido que

soportar compensadores tan pesados, Había superado los

impedimentos con más rapidez que la capacidad inventiva

de los hombres C-G. En vez de llevar un pequeño radio de


Varios / 12 Cuentos Chingones / 60

audífonos como compensador mental, usaba unos audífonos

enormes y anteojos con lentes gruesos y ondulados. Los

anteojos eran no sólo para dejarlo medio ciego sino para


provocarle unas jaquecas insoportables.

Llevaba trozos de metal colgados por todos lados.

Por lo general, había una cierta simetría, una pulcritud

militar en los compensadores aplicados a las personas

fuertes, pero Harrison parecía una chatarrería


ambulante. En la carrera de la vida Harrison cargaba
trescientas libras (138 kilos).

Y para equilibrar su apariencia, los hombres C-G

exigían que usara en todo momento una pelota roja de

hule como nariz, que mantuviera sus cejas rasuradas y


que cubriera su dentadura blanca y perfecta con

casquillos negros en forma desordenada.


"Si ven a este muchacho, dijo la bailarina, no -

repito- no traten de razonar con él".

Se escuchó el chillido de una puerta que alguien


arrancó de sus bisagras.

De la televisión surgieron gritos y exclamaciones de


consternación. En la pantalla, la fotografía de Harrison

Bergeron saltó y volvió a saltar, como si bailara al son

de un temblor.

George Bergeron identificó correctamente el temblor,


Varios / 12 Cuentos Chingones / 61

y bien podía hacerlo: en numerosas ocasiones su propio

hogar había bailado al son del mismo estallido. "Dios

mio, dijo George, ese debe ser Harrison".


Instantáneamente esta idea se hizo añicos debido al

estruendo de un choque automovilístico en su cabeza.

Cuando George pudo abrir los ojos de nuevo, había

desaparecido la fotografía de Harrison. Un Harrison

viviente, vibrante, llenaba la pantalla.


Rechinando, bufonesco y enorme, Harrison se
encontraba de pie en medio del estudio. Todavía tenía en

la mano la perilla de la puerta recién arrancada. Todos

- bailarinas, técnicos, músico y locutores- se le

postraron de rodillas esperando la muerte.


"¡Soy el Emperador!", gritó Harrison. "¿Me oyen?

¡Soy el emperador! ¡Todos deben hacer lo que yo ordene


de inmediato!". Dio una patada en el piso y el estudio

tembló.

"Ya me ven así - bramó-, lisiado, con trabas,


enfermo, ¡soy el gobernante más famoso que jamás haya

vivido! !Ahora véanme convertirme en lo que soy capaz de


ser!".

Harrison se arrancó los tirantes de su arnés

compensador como si fuesen hojas desechables, se arrancó

los tirantes garantizados a sostener cinco mil libras


Varios / 12 Cuentos Chingones / 62

(2,300 kilos).

Los compensadores de chatarra cayeron

estrepitosamente al piso.
Harrison metió los pulgares debajo de la varilla del

candado que aseguraba el arnés que traía en la cabeza.

La varilla tronó como una hoja de apio. Harrison aplastó

sus auriculares y sus anteojos contra la pared.

Arrojó su nariz de pelota, revelando a un hombre que


hubiese infundido respeto a Thor, el dios del trueno.
"Ahora escogeré a mi Emperatriz", dijo, mirando a la

gente postrada. "¡Que la primera mujer que se atreva a

ponerse de pie reclame a su consorte y su trono!".

Pasó un momento, y se levantó una bailarina,


ondulándose como un sauce.

Harrison le arrancó el compensador menta de la


oreja, la liberó de los compensadores físicos con

delicadeza maravillosa. Por último, le quitó la máscara.

Era de una belleza deslumbrante.


"Ahora -dijo Harrison, tomándola de la mano-, ¿le

enseñamos a la gente el significado de la palabra baile?


¡Música!"- ordenó.

Los músicos regresaron desordenadamente a sus sillas

y Harrison los liberó también de sus compensadores.

"Toquen los mejor que puedan, les dijo, y los haré


Varios / 12 Cuentos Chingones / 63

varones y duques y condes".

La música comenzó. Al principio era normal: barata,

tonta, falsa. Pero Harrison arrancó a dos músicos de sus


sillas, agitándolos como si fuesen batutas mientras

cantaba la música tal y como quería que la tocaran.

Estrepitosamente, los colocó de nuevo en sus lugares.

La música volvió a comenzar, y la mejoría era

notable.
Harrison y su Emperatriz sólo escucharon la música
durante un rato: la escucharon con suma seriedad, como

si estuviesen sincronizando los latidos de su corazón a

la música.

Trasladaron todo su peso a las puntas de los pies.


Harrison colocó sus manotas sobre la cintura de

avispa de la muchacha, dejando que palpara la ingravidez


que habría de inundarla.

Y luego, en una explosión de júbilo y gracia, ¡se

lanzaron por los aires!


No sólo abandonaron las leyes de la tierra sino

también la ley de la gravedad y las leyes del


movimiento.

Bailaron con viveza, girando, saltando, haciendo

cabriolas, jugueteando y dando vueltas.

Brincaron como venados en la luna.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 64

El techo del estudio se encontraba a treinta pies

(casi diez metros) de altura, pero cada brinco lo

acercaba a los bailarines.


Se hizo obvio que si intención era besar el techo.

Lo besaron.

Y luego, neutralizando la gravedad con amor y pura

voluntad, permanecieron suspendidos en el aire varios

centímetros debajo del techo y se dieron un beso que


duró una eternidad.
Fue entonces que Diana Moon Glampers, Compensador

General, entró al estudio con una escopeta de dos

cañones con diez calibradores. Tiró dos veces, y el

Emperador y su Emperatriz murieron antes de tocar el


piso.

Diana Moon Glampers volvió a cargar su escopeta. La


apuntó hacía los músicos y les dijo que disponían de

diez segundos para volver a colocarse sus compensadores.

Fue en ese momento que se fundió el bulbo de la


televisión de los Bergeron.

Hazel se volvió para comentar con George acerca del


apagón. Pero George había salido a la cocina a buscar

una lata de cerveza.

George regresó con la cerveza y se paró durante un

momento mientras una señal del compensador los sacudió.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 65

Y luego se volvió a sentar. "¿Has estado llorando?",

preguntó a Hazel.

"Sí", dijo ella.


"¿Por qué?" preguntó él.

"Se me olvida", contestó Hazel. "Algo muy triste en

la televisión".

"¿Qué fue?", dijo él.

"Lo tengo hecho bolas en la mente", dijo Hazel.


"Olvídate de cosas tristes", dijo George.
"Siempre lo hago", dijo Hazel.

"Así me gusta", dijo George. Sintió un sobresalto.

Había el sonido de una remachadora en su cabeza.

"Caray, esa sí estuvo gruesa", dijo Hazel.


"Tan gruesa, que puedes repetirlo", dijo George.

"Caray, dijo Hazel, esa sí que estuvo gruesa".


Varios / 12 Cuentos Chingones / 66

Mis recuerdos privados de la experiencia estigmática


Hoffer

“Fuimos los demás (las multitudes que habíamos

pretendido que la naturaleza humana era esencialmente

benigna) los que tuvimos problemas para adaptarnos.”

Dice este cuento en alguna parte, después del “Cambio”

que sufre la humanidad entera. Yo, por mi parte, si


estuviera en es universo, tendría en la cara, por lo
Varios / 12 Cuentos Chingones / 67

menos, alguna de estas formaciones: goteo de ego


absoluto, dientes de Ambición, la probóscide hipócrita,
lepra de mentiroso y maxilar mantis, entre otros.

Mis recuerdos privados de la experiencia estigmática

Hoffer por Dan Simmons

Mi queridísimo hijo:
No importa que nunca leas esto. Peter, hijo mío,

creo que es hora de explicarte los hechos sucedidos hace

treinta años. Siento una gran urgencia por hacerlo,

aunque hay mucho que no comprendo (mucho que nadie

comprende) y la época anterior al Cambio hace mucho que

se ha convertido en algo vago y ensoñador para la

mayoría de nosotros. Creo todo, creo que tu madre y yo

te debemos una explicación, y haré todo lo posible por

proporcionártela.

Estaba viendo la televisión cuando llegó el Cambio.

Supongo que la mayoría de los americanos estaban

sentados delante de sus televisores aquella noche. Da la


casualidad de que estaba viendo las noticias nocturnas

con Dan Rather en la CBS, y como vivíamos en la zona

este entonces, las noticias eran en directo.

Algunos piensan que como el Cambio se produjo


Varios / 12 Cuentos Chingones / 68

primero en nuestro hemisferio, fue el resultado de que

la Tierra atravesara una especie de cinturón de

radiación cósmica. Otros “expertos” sugieren que fue un


microvirus que se filtró a través de la atmósfera ese

día y se extendió como algas en un estanque contaminado.

Los religionistas (cuando había religionistas) solían

decir que el juicio de Dios empezó en América porque era

la Sodoma y Gomorra de nuestro tiempo. Pero la verdad es


que nadie sabía entonces de dónde demonios vino el
Cambio, ni qué lo causa, ni por qué empezó primero en el

hemisferio occidental, y la verdad es que nadie lo sabe

ahora.

Y para ser sinceros, Peter, a nadie le importa un


pimiento. Sucedió; y yo estaba viendo las noticias

nocturnas con Dan Rather en la CBS cuando sucedió. Tu


madre estaba preparando la cena. Tú estabas en la cuna

que teníamos en el comedor. Dan Rather estaba hablando

de los palestinos cuando de repente puso expresión de


asombro, como cuando unos años antes uno manifestantes

se colaron en el estudio y empezaron a destrozar todo


mientras él estaba en el aire, sólo que esta vez se

encontraba solo.

Lo que sucedía es que la cara de Dan se estaba

fundiendo. Bueno, no se fundía exactamente, pero fluía,


Varios / 12 Cuentos Chingones / 69

corría hacia abajo como si se hubiera convertido en cera

y la hubieran metido en un horno caliente.

Durante un momento pensé que era la televisión o la


maldita compañía de cable otra vez, e iba camino al

teléfono para darles un rapapolvo cuando vi que Dan

Rather había dejado de hablar y se agarraba la cara

mientras fluía y cambiaba y se reformaba como gelatina,

así que colgué el teléfono y volví a sentarme en el


sillón y grité:
-¡Myra, ven aquí!

Tuve que gritar otra vez, pero tu madre vino por

fin, secándose las manos en un paño y quejándose de que

nunca terminaría la cena si no dejaba de gritarle y… se


detuvo a media frase.

-¿Qué le está pasando a Dan?- dijo entonces.


-No lo sé. Una especie de broma, tal vez.

No parecía una broma. Era horrible. El rostro maduro

pero todavía atractivo de Dan había dejado de moverse


como cera derretida pero se retorcía y reformaba en otra

cosa. Los músculos y los huesos bajo la piel del rostro


se movían como ratas bajo una lona. El ojo izquierdo

parecía estar… bueno, emigrando, moviéndose por la cara

como un pedazo de pollo blanco flotando en un cuenco de

sopa color carne.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 70

Hubo gritos fuera de cámara, la imagen se nubló y

rebotó, luego pasaron al logotipo, pero unos segundos

después volvieron a ofrecer la imagen de Dan ante la


mesa, como si alguien en la sala de control o como

quiera que se llame el sitio donde trabaja el director

hubiera decidido que esto era noticia y al demonio con

todo.

Dan se había puesto de pie y se tambaleaba, con las


manos en la cara, obviamente mirándose en los monitores
como si fueran espejos. Pasara lo que pasase, pude ver

que la parte gelatinosa había acabado. Nada se movía

bajo aquellos dedos extendidos. Dan emitía sonidos

entrecortados, aunque el micrófono se había soltado y


los sonidos eran distantes. Entonces Dan bajó las manos.

-Jesucristo- dijo tu madre. Nunca maldecía, nunca


tomaba el nombre de Dios en vano-. Jesucristo- dijo una

segunda vez. La cara de Dan Rather se había convertido

en algo salido de uno de esos episodios de Historias de


Ultratumba que solíamos editar en HBO. Pero no era así

en realidad, porque por muy bueno que sea el maquillaje,


siempre sabes que es maquillaje. Pero aquí se notaba que

esto era real.

La cara de Dan Rather había Cambiado. Su frente se

había desplomado, de forma que su flequillo gris


Varios / 12 Cuentos Chingones / 71

(advertimos entonces que acababa de cortarse el pelo

esa semana) se encontraba donde se hallaba el puente de

la nariz dos minutos antes. Ya no tenía nariz, sólo un


agujero abierto en el morro, una especie de probóscide

de oso hormiguero que se extendía por debajo de la

barbilla y terminaba en una latiente membrana rosa que

parecía lo que tú imaginas que es tu oído si estuviera

infectado. Y cada vez que latía podías ver en la cara de


Dan (no me refiero a sus ojos ni nada, me refiero al
interior de su cara) todas las cosas verdes y mucosas

que allí había, y huesos y carne interior y otras cosas

brillantes.

El ojo izquierdo de Dan había dejado de emigrar


hacia el lugar donde solía estar su pómulo izquierdo.

Ese ojo parecía mucho más grande ahora y era amarillo


brillante. Su otro ojo estaba bien y parecía familiar,

pero por encima y por debajo empezaban a crecer verrugas

rojas. Las verrugas colgaban de donde estaba la mejilla


y lo que antes era su entrecejo y parecían congregarse a

lo largo de aquel promontorio huesudo y escamoso que


había crecido en la mejilla derecha como las escamas de

la espalda de un estegosaurio.

Y los dientes de Dan. Bueno, pronto supimos lo que

significaba todo, la probóscide hipócrita, las escalas


Varios / 12 Cuentos Chingones / 72

de abuso de poder en la mejilla, los diente de Ambición

retorciéndose en la piel alrededor de la boca saturada

de carne… pero tienes que comprender que era la primera


vez que veíamos el Cambio y no teníamos ni idea de que

los estigmas tenían que ver con el IQ de una persona, su

temperamento o su carácter. Dan Rather trató de gritar

entonces, los dientes de Ambición atravesaron el músculo

de la mejilla, y tu madre y yo gritamos por él. Entonces


el director sí cortó (para pasar a publicidad), y tu
madre dijo:

-¿Y en los otros canales?

-No –conseguí decir-. Estoy seguro de que sólo es

Dan. Pero cambie a la ABC y allí estaba Peter Jennings


tirando de lo que parecía un pulpo rosa medio destripado

que se había agarrado a la cara. Tardamos casi un


minuto, boquiabiertos, en advertir que aquélla era su

cara.

Tom Brokaw era el menos afectado, pero se colocó las


manos sobre las escamas de abuso de poder que brotaban

en su mejilla, mandíbula y cuello y salió corriendo del


plató. Lo vimos más tarde grabado. Pero en ese momento

todo lo que vimos fue el plató vacío de NBC y oímos un

sonido como un coyote haciendo gárgaras. Descubrimos

después que era John Chancellor gritando cuando las


Varios / 12 Cuentos Chingones / 73

mucosidades empezaron a brotar de sus poros.

Finalmente apagué la tele, demasiado aturdido para

seguir mirando. Además, entonces ya había anuncios en


todas partes. Me volví hacia tu madre para decir algo,

pero el Cambio había empezado ya en ella.

Señalé y traté de decir algo, pero tenía la boca

seca, como si la tuviera llena de patatas fritas o algo

así. Tu madre me señaló y gritó. El sonido parecía


filtrado al atravesar las filas de dientes de ballena
que habían sustituido sus dientes y hacían que su cara

pareciera la parrilla de un Buick del 48. El resto de su

cara estaba todavía fluyendo y goteando y

desmoronándose.
Sentí mi propia cara retorcerse. Me llevé las manos

a las mejillas. Había otra cosa: algo que parecía un


puñado de uvas carnosas y latientes. Algo me había

crecido en la frente y bloqueaba la visión del ojo

izquierdo.
Tu madre y yo nos miramos mutuamente, volvimos a

señalar, gritamos al unísono, y corrimos hacia el espejo


del cuarto de baño.

Tengo que decirte, Peter, que tú estabas bien.

Cuando finalmente pudimos volver a pensar, fuimos al

comedor y nos asomamos a la cuna con cierto nerviosismo,


Varios / 12 Cuentos Chingones / 74

pero tú eras el mismo bebé de diez meses sano y guapo

que media hora antes.

Cuando nos miraste, empezaste a llorar.


No buscaré ninguna excusa, querido hijo. Tenía los

carnosos cuernos sangrientos que sólo desarrollaban los

adúlteros. No supimos lo que significaba durante unas

cuantas semanas. Tardamos algún tiempo en averiguar las

cosas. Pero tuvimos tiempo de sobra. El cambio era


permanente. No necesariamente completo, aprendimos
pronto, pero permanente. No había vuelta atrás.

Las masas pulposas de uvas de carne que crecían en

mis mejillas y mi cuello fueron llamadas después

papilomas Barrabás por quien quiera que pusiera nombre a


todas esas cosas. El Cirujano General, tal vez. En todo

caso, los papilomas Barrabás sólo aparecían si jugabas


un poco rápido con el dinero de los demás y lo perdías.

Conmigo fue sólo por unos cuantos miles de pavos pasados

por alto en algún impreso de Hacienda. Pero Cristo,


tendrías que haber visto las fotos de Donald Trump en

The National Enquirer el mes siguiente al Cambio. Tenía


papilomas tan gruesos que parecía una parra ambulante,

sólo que no era tan bonita, ya que podías ver a través

de la piel las venas y el líquido amarillo y todo eso.

La boca de ballena de tu madre, descubrimos más


Varios / 12 Cuentos Chingones / 75

tarde, estaba conectada a chismorreos maliciosos. Si

ella parecía un Buick del 48, tendrías que haber visto a

Barbara Walters, Liz Smith y todas ésas. Cuando


aparecieron sus fotos, pensamos que estábamos viendo una

flota de Buicks.

El ojo Quasimodo de tu madre y el maxilar mantis

eran los resultados de pequeñas crueldades, prejuicios

raciales ocultos y estupideces autoimpuestas. Yo tenía


los mismos síntomas. Casi todo el mundo los tenía. En
cosa de un mes me sentí feliz de tener sólo los cuernos

de sangre adúlteros, un puñado moderado de papilomas

Barrabás, maxilar mantis, un rastro de Rathermorro,

algunos huesos apáticos que convertían mi frente en


bordes Neanderthalenses y el caso habitual de lepra de

mentiroso que me ocupaba la oreja izquierda y la mayor


parte de lo que quedaba de la aleta izquierda de la

nariz antes de que aprendiera a controlarlo. Tengo que

decir de nuevo que tú estabas intacto. Peter. La mayoría


de niños de menos de doce años lo estaban. Veíamos tu

cara cuando nos mirabas desde la cuna y tú estabas


perfecto.

Perfecto.

Aquellas primeras horas y días fueron terribles.

Algunas personas se suicidaron, otras se volvieron


Varios / 12 Cuentos Chingones / 76

locas, pero la mayoría nos quedamos en casa y vimos la

televisión. En realidad, se parecía más a la radio, ya

que nadie quería aparecer delate de las cámaras. Durante


algún tiempo intentaron mostrar una fotografía pre-

Cambio del periodista o presentador o de quienquiera

que oyeras la voz al fondo, más o menos igual que cuando

daban informe por teléfono desde Bagdad durante la

guerra hace algunos años, pero eso enfurecía a la gente,


y después de unos cuantos miles de llamadas telefónicas
olvidaron las fotos y sólo mostraron el logotipo de la

cadena mientras alguien leía las noticias. Anunciaron

que el presidente se dirigiría a la nación a las diez de

la noche hora del este, pero pronto lo cancelaron. No


explicaron por qué, pero todos lo sabíamos. Dio un

discurso por radio la noche siguiente.


Ninguno de nosotros se sorprendió cuando las fotos

del presidente se filtraron por fin, aunque los cuernos

de sangre y los tumores traicioneros fueron un pequeño


shock. Fue su esposa quien sorprendió a todo el mundo.

Tenía tan buena prensa que medio esperábamos ver que no


había Cambiado. Durante varios meses no oímos ni supimos

de ella, pero cuando por fin apareció en público pudimos

ver a través de su velo de Hombre Elefante que no sólo

tenía múltiples cuernos, sino la cara vuelta dentro


Varios / 12 Cuentos Chingones / 77

afuera del Síndrome de Arrogancia Definitiva.

Con todo, le fue mejor a Nancy Reagan. Se rumoreaba

que la antigua Primera Dama no era ni siquiera


reconociblemente humana durante los primeros minutos del

Cambio y que fue acribillada por sus propios guardias

del Servicio Secreto. La noticia oficial fue que la

señora Reagan murió por el shock producido por la visión

de su esposo después del Cambio. Es cierto que el caso


de Ron de lepra de Mentiroso, apatía ósea y sarcoma de
estupidez era impresionante, pero el viejo caballero se

lo tomó con calma y probablemente no habría interrumpido

siquiera su calendario de apariciones públicas pagadas

si no se hubiera producido la muerte de Nancy. En cuanto


al actual vicepresidente…; bueno, se decía que había que

verlo para creerlo. La prensa y los medios de


comunicación habían sido desagradables con él los años

anteriores, pero descubrimos que sus desagradables

observaciones sobre la limitada inteligencia el


vicepresidente se habían quedado dramáticamente cortas.

El joven que se había quedado a las puertas de la


presidencia se derritió como cartón mojado por la

lluvia. Dicen que el sarcoma de estupidez era tan

extendido que no quedó más que un traje, camisa y

corbata a franjas rojas y azules tendidas en medio de un


Varios / 12 Cuentos Chingones / 78

montón de morros retorcidos.

La esposa del vicepresidente se convirtió en un caso

de libro de texto de dentitus Ambición. No es cierto que


no quedaran de ella más que los dientes de quince

centímetros, pero ésa es la impresión que tuvimos en el

momento.

Antes de que te formes una idea equivocada, Peter,

tienes que comprender que no me estoy cenando a los


republicanos. Tampoco lo hicieron los estigmas. Ambos
lados de la cámara sufrieron por igual. Nuestros

oficiales electos fueron golpeados con tanta fuerza por

el Cambio que el verbo “senadorear” pronto se usó para

describir a alguien que hubiera perdido casi toda su


humanidad bajo los estigmas. Hubo un puñado de

resistentes, y algunos (como Ted Kennedy, según dicen)


se pusieron a cazar nuevas conquistas sexuales antes de

que los papilomas, sarcomas, masas fibroides,

distorsiones supraorbitales y surcos longitudinales


dejaran de latir y manar.

Durante una temporada la televisión no dejó de pasar


reposiciones y viejos anuncios (obviamente ninguno de

los actores o presentadores se salvaron del Cambio),

pero con el tiempo empezaron a filmar cosas nuevas.

Tardamos un año antes de poder ir al cine y ver a los


Varios / 12 Cuentos Chingones / 79

actores del post-Cambio, y para entonces ya estábamos

preparados. Entonces no me molestó ver el rostro vuelto

hacia fuera del síndrome de AD de Dustin Hoffman, ni las


marcas de viruela-albina racista de Eddie Murphy o el

amasijo de cara con tentáculos de obseso sexual y el

goteo de ego absoluto que la personalidad de Warren le

había dado, pero ya no podía soportar mirar las imágenes

de la gente del pre-Cambio. Me parecían tan extraños


como alienígenas. La mayoría de la gente sentía
exactamente lo mismo.

Pero me estoy adelantando. Lo siento, Peter.

Esas primeras semanas fueron una locura, por

expresarlo con suavidad. Casi nadie fue a trabajar. Se


rompieron espejos. Suicidios y homicidios y ataques sin

provocación alcanzaron un nivel tan alto que todo el


país empezó a tener cifras de muertes tan altas como las

de Nueva York. No estoy exagerando.

Hoy, por supuesto, la violencia de Nueva York casi


ha desaparecido ahora que las diferencias raciales pasan

casi inadvertidas y las bandas han desaparecido después


de que se demostrara que las lesiones de pus en los

labios y cejas eran el resultado inevitable de

pertenecer a una banda (aunque algunos todavía llevan

las lesiones con orgullo…, pero esos idiotas son fáciles


Varios / 12 Cuentos Chingones / 80

de evitar). Además, los papilomas Barrabás desanimaron a

un montón de ladrones y…

Lo siento, me estoy adelantando otra vez.


Aquellos primeros días y semanas fueron una locura.

Nos quedamos en casa, escuchamos la tele, esperamos las

conferencias de prensa del Centro de Control de

Enfermedades daba dos veces al día, rompimos nuestros

espejos, evitamos a nuestras esposas y luego pasamos un


montón de tiempo buscando nuestros reflejos en cualquier
superficie brillante que no hubiéramos destruido:

tostadoras, platos de plata, cuchillos de mantequilla…

Fue una locura, Peter.

Un montón de parejas se separaron entonces, Peter,


pero tu madre y yo nunca lo pensamos siquiera. Tardé

algún tiempo en explicar los cuernos de sangre, pero


pasaban tantas cosas que entonces no parecían demasiado

importantes. Con el tiempo la gente empezó a regresar al

trabajo. Algunos nunca dejaron de hacerlo: periodistas


(los periodistas de prensa escrita permanecieron en sus

trabajos con más frecuencia que los de televisión),


bomberos, un montón de personal médico de bajo nivel

(los doctores ricos estaban muy ocupados tratando sus

malformaciones glúteas de Usura), ladrones (que

rápidamente se pusieron capuchas para ocultar su


Varios / 12 Cuentos Chingones / 81

peculiar cadena de papilomas de Barrabás) y policías.

La de la policía fue tal vez la menos afectada de

todas las profesiones. Como individuos, conocían desde


hacía años la basura y el pus y las almas malformadas

que se ocultaban tras la blandura de la carne y el hueso

pre-Cambio. Ahora tendían a mirar sus propias

distorsiones, se encogían de hombros y continuaban con

su trabajo que, si acaso, había sido facilitado por la


gente que llevaba su interior en la cara. Fuimos los
demás (las multitudes que habíamos pretendido que la

naturaleza humana era esencialmente benigna) los que

tuvimos problemas para adaptarnos.

Pero finalmente nos adaptamos. Primero nos


aventuramos a salir a la calle con capuchas y

pasamontañas y sombreros viejos sacados del armario,


encontramos a otras personas en los supermercados y

licorerías encapuchados y ocultos de la misma forma y

descubrimos que la vergüenza no es tan mala cuando todo


el mundo está en la misma situación. Volví al trabajo

después de una semana. Llevé la gorra de baseball con el


velo de mosquitera durante los primeros días en la

oficina, pero tenía problemas para ver el monitor y

pronto empecé a quitármela cuando estaba trabajando.

MacGregor de contabilidad todavía lleva su máscara de


Varios / 12 Cuentos Chingones / 82

República Bananera hoy día, pero sabemos que los

papilomas de Barrabás están allí…, se pueden oler.

Nuestro jefe no apareció durante casi un mes, pero


cuando lo hizo no tenía nada en la cabeza. Hizo falta

valor porque su sarcoma de estupidez era tan acusado que

nuevas pústulas fibroides le aparecieron entre el

almuerzo y la hora de marcharnos. Todo el mundo

explotaba y hacía gotear y reventaba y apretaba sus


papilomas y pústulas en los lavabos, y muy pronto la
compañía adoptó la política de que lo hiciéramos en la

intimidad de los retretes, donde se instalaron espejos y

toallas. El único tipo que conozco que se hizo rico

durante aquellos primeros meses post-Cambio fue Tommy


Pechota de Mezclas y Adquisiciones, que invirtió en

acciones de Kleenex.
Pero volvamos a aquellos primeros días.

Los rusos tuvieron unas diez horas para partirse de

risa y hablar de la decadente Enfermedad Occidental


antes de que el Cambio los alcanzara. Los golpeó con

fuerza. Había incluso un estigma peculiar para los tipos


de la KGB, antiguos y actuales, que convertía sus

rostros en el equivalente de un bicho aplastado en la

carretera que no puedes identificar del todo y al que no

quieres acercarte. Gorvachov y Yeltsin recibieron su


Varios / 12 Cuentos Chingones / 83

ración de lo que un analista moscovita llamó el Acné

Comunista, pero Gorbie tenía más problemas que unas

cuantas dificultades cosméticas. El Cambio hizo que la


Revolución de Marzo se acelerara y antes de que empezara

el verano los nuevos líderes estaban en el poder.

Tampoco tenían mucho mejor aspecto (algunos tenían

dientes de Ambición), pero al menos ninguno rezumaba

viruela comunista.
Los japoneses se lo tomaron muy a pecho y empezaron
a ver cómo afectaría el Cambio al mercado internacional.

Los europeos se volvieron un poquito salvajes; los

franceses lanzaron un misil nuclear a la luna por ningún

motivo en particular (pero pareció calmarlos un poco) y


el Parlamento Británico aprobó una ley que convertía en

ofensa criminal comentar el aspecto de los demás y luego


se disolvió para siempre, y los alemanes permanecieron

tranquilos durante tres meses y luego, casi como acto

reflejo porque la atención mundial estaba distraída,


invadieron Polonia.

Nadie había anticipado la malformación Agresora-


simple. Verás, pensábamos que el cambio era más o menos

completo. No sabíamos en ese momento que incluso la

participación pasiva en un acto maligno nacional podía

añadir nuevas y dramáticas arrugas a la fisonomía. Ahora


Varios / 12 Cuentos Chingones / 84

lo sabemos. Sabemos que el rostro humano puede

retorcerse, doblarse y plegarse tan dramáticamente

durante los dolores de la dinámica Agresora-simple que


un ser humano puede caminar con la cara que es casi

indistinguible de un ano con ojos. Es muy fácil hoy día

distinguir a un alemán que apoyó la incursión polaca, o

a un israelí o un palestino, ya que la mayoría de ellos

sufrieron la Agresión-simple durante el Cambio en sí, o


a alguien (y aquí hablamos de varios millones de
personas) demasiado activo en el complejo industrial-

militar americano.

Personalmente, Peter, aquello me hizo alegrarme de

tener los estigmas que tenía.


Las iglesias se llenaron durante las primeras

semanas y meses, aunque una mirada a la mayoría de los


ministros, pastores y sacerdotes hizo bastante para

vaciar los bancos. En justicia, un alto porcentaje de

los hombres y las mujeres que vestían hábitos no eran ni


mejor ni peor que el resto de nosotros durante el

Cambio. Es que resulta demasiado difícil concentrarse en


un sermón cuando una lepra de Mentiroso se está comiendo

los párpados de alguien mientras escuchas. Eso no

demostraba que la religión fuera una mentira, sólo que

la mayoría de aquellos que predicaban la religión


Varios / 12 Cuentos Chingones / 85

pensaban que estaban mintiendo.

Los ministros televisivos fueron los peores, por

supuesto. Peor que los senadores, peor que los


vendedores de seguros (todos recordamos esos estigmas) e

incluso peores que los estigmas de tentáculos en lugar

de lengua, y pólipos en vez de labios de los vendedores

de coches.

Tu madre y yo lo vimos por cable aquella primera


noche, Peter, cuando los ministros televisivos se
autodestruían frente a las cámaras, uno tras otro. Los

pailomas de Barrabás fueron los primeros, desde luego,

pero esos papilomas eran infinitamente perores que los

simples tumores que picoteaban mi mejilla y mi cuello.


La mayoría de los teleevangelistas no eran más que

papilomas, tentáculos y pólipos. Incluso sus ojos tenían


bultos y verrugas. Luego la lepra de Mentiroso empezó a

comerlos, sus papilomas supuraron y explotaron, los

centros de sus caras empezaron a crecer hacia adentro en


un estilo similar al modo de Agresión-simple sólo para

pustular de nuevo en algo que parecía mucho a un


hemorroide inflamado… y luego el proceso empezaba otra

vez. Vimos a Jimmy Swaggart atravesar este ciclo tres

veces antes de poder cambiar de canal y acudir a vomitar

al cuarto de baño. Ahora no quedan en antena muchos de


Varios / 12 Cuentos Chingones / 86

esos telepredicadores.

Supongo que me he salido del tema, Peter. Te prometí una

explicación… o lo más cercano a una que pudiera darte.

Bueno, no es una explicación, pero iré a los hechos y

puede que sea suficiente.

Lo más difícil de todo era mirar a los niños.

Normalmente empezaban su propio Cambio a los once o doce

años, a veces en la pubertad pero no siempre, aunque

algunos niños Cambiaron mucho más jóvenes y unos cuantos

duraron hasta los diecisiete o dieciocho años.

Todos Cambiaron.

Y pudimos ver el motivo. Éramos nosotros. Los

padres. Los adultos. Los que impartíamos cultura y

compartíamos sabiduría.

Sólo que la cultura producía la viruela albina

racista en los niños, y la sabiduría compartida tendía a

aumentar su sistema de estupidez y una docena de otros


estigmas. Era doloroso mirarlos, no sólo por los efectos

del Cambio, sino por lo que aquéllos decían de nosotros.

Entonces nacieron los primeros bebés post-Cambio y los

estigmas eran menores, innatos, pero ya en su sitio y

creciendo. Nuestros genes llevaban ahora la información


Varios / 12 Cuentos Chingones / 87

de los estigmas y nuestras personalidades se habían

marcado en los fetos durante el Cambio.

Pero tú eras perfecto, Peter. En junio tenías ya un


año, y eras sano, feliz y perfecto.

Recuerdo que era una noche agradable en la ciudad

cuando tu madre y yo te vestimos con tus mejores ropitas

azules, te pusimos una gorra porque las noches eran

todavía frescas y te llevamos al parque de la ciudad. De


hecho, tu madre te llevaba en brazos mientras yo cargaba
una gran caja con todas nuestras fotografías del pre-

Cambio, álbumes de fotos, películas caseras y cintas de

video. No había ningún anuncio oficial sobre aquella

primera Reunión de Catarsis en el parque, pero la


noticia debía de haber corrido de boca en boca desde

días antes, si no semanas.


Recuerdo que no hubo ningún orador oficial y nadie

de entre la multitud habló tampoco. Simplemente nos

reunimos alrededor del montón de madera y muebles rotos


impregnados en keroseno cerca de la piscina municipal.

Había silencio a excepción del ladrido nervioso de unos


cuantos perros: silencio a excepción de los ladridos y

los llantos y los gritos rápidamente silenciados de unos

cuantos de los cientos de niños que habían sido

llevados. Entonces alguien (no tengo idea de quién) se


Varios / 12 Cuentos Chingones / 88

adelantó y encendió la hoguera. Una mujer mayor con toda

una vida de estigmas avanzó entonces y empezó a vaciar

su caja de fotografías. Durante un momento fue una


silueta solitaria contra las llamas y entonces algunas

personas más empezaron a avanzar, normalmente hombres,

mientras las mujeres se quedaban con los niños, y sin

diálogo ni sentido de la ceremonia, empezamos a

deshacernos de nuestras cajas de fotos. Recuerdo cómo


las cintas de video se fundieron y arrugaron y
restallaron… igual que nuestras caras durante el Cambio.

Entonces todos vaciamos nuestras cajas y mochilas y

retrocedimos, una mano alzada para proteger nuestros

rostros del terrible calor de la enorme hoguera. No


podíamos ver la ciudad tras nosotros ahora, sólo las

llamas y las chispas elevándose a la noche sin estrellas


sobre nosotros y las caras estigmatizadas y enrojecidas

por el calor de nuestros vecinos y amigos y

conciudadanos. Recuerdo lo excitados que estaban tus


ojos azules. Peter. Tus mejillas eran rojas a la luz

reflejada de la hoguera y tus ojos eran luminosos e


intentabas sonreír, pero un aroma de locura en el aire

hizo que tu sonrisa de un año se volviera un poco

trémula.

Recuerdo lo tranquilo que yo estaba.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 89

Tu madre y yo no lo habíamos discutido y no lo

discutimos ahora. La miré con mi ojo bueno y ella me

miró y ya nuestras nuevas caras parecían normales y


necesarias. Entonces te puso en mis brazos.

La mayoría de los que se acercaban ahora a la

hoguera eran los padres, aunque había algunas mujeres

(madres solteras posiblemente) e incluso un puñado de

abuelos. Algunos de los niños empezaron a llorar


mientras nos acercábamos al círculo de calor.
Tú no lloraste, Peter. Volviste la cara hacia uno de

mis hombros y cerraste los ojos y los puños como si

pudieras espantar un mal sueño sólo con no mirar. No

hubo vacilación. El hombre que tenía al lado arrojó en


el mismo segundo, con el mismo movimiento que yo. Su

hijo chilló mientras volaba hacia la hoguera. No oí nada


por tu parte mientras te alzabas sobre la periferia

exterior de las llamas, pareciste gravitar un segundo

como considerando volar hacia arriba con las chispas y


entonces caíste al corazón de la rugiente hoguera.

Todo duró menos de diez minutos.


Tu madre y yo regresamos a casa y cuando miré atrás,

todo el mundo se había marchado excepto los miembros del

departamento de bomberos, que esperaban con un camión

para asegurarse de que la hoguera se consumiera sola.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 90

Recuerdo que tu madre y yo no hablamos durante el camino

de regreso a casa. Recuerdo lo frescos y maravillosos

que olían aquella noche los céspedes recién segados y


los jardines regados.

No fue aquella noche, sino tal vez una semana más tarde,

cuando vi por primera vez la pintada en una pared cerca

de la estación de tren:
Las monstruosidades que caminaban por las calles era
las caras de algunas personas tan inacabadas como sus

mentes.

Eric Hoffer

No sabía entonces quién era Eric Hoffer y admito que no

he tenido tiempo de averiguarlo. No sé si estará aún

vivo, pero espero que sí. Espero que estuviera presente

durante el Cambio.

Vi ese eslogan escrito en varias partes después,

aunque han pasado años desde que lo vi y tal vez he


escrito mal las palabras. Sé que algunas personas del

CDC se refieren al cambio como una epidemia estigmática

de Hoffer, pero creo que se refieren al neurólogo alemán

que fue el primero en presentar la teoría de la

plasticidad ampliada del ARN-activo o como se llame ese


Varios / 12 Cuentos Chingones / 91

retrovirus.
Magnífico. Ya no importa nada porque incluso los

expertos admiten que el Cambio es definitivo y no hay

vuelta atrás. No queremos volver atrás. El Cambio fue

doloroso; un nuevo Cambio sería horrible de soportar.

Además, sería casi imposible vivir en un mundo donde

hubiera que imaginar qué papilomas y surcos y lesiones

acechaban ocultos bajo las sonrientes y rosadas pieles

de nuestras parejas, amigos y colaboradores.

Eso es todo, Peter. Ya es casi la hora de las noticias

de la CBS, así que tengo que marcharme.

Me siento bien después de haberte escrito. Pondré la

carta en la caja del desván con las ropas de bebé que tu

madre dobló tan cuidadosamente hace tantos años.

Sólo quería explicar lo que pasó.

Explicar y decir que sigo siendo…

#
Tu padre, que te quiere
Varios / 12 Cuentos Chingones / 92

Gótico americano

Un divertidísimo, cachondo, muy cachondo cuento de Ray

Russell, publicado por primera vez en Playboy, e

inspirado en el cuadro clásico de Grant Wood llamado


Varios / 12 Cuentos Chingones / 93

también Gótico americano.

Gótico americano de Ray Russell

I
¿Queréis que os cuente el caso de la hechicera y el

asesinato que tuvimos por estos lugares? Pues bien, ella

era una poderosa hechicera, y ésta es una verdad como un

templo; si hasta se sabía un montón de palabras raras y

todo: en fin, la cuestión es que la cosa ocurrió hace

mucho tiempo. He contado esta historia un montón de

veces, pero creo que no me ocurrirá nada si la cuento

ahora de nuevo.

Supongo que será mejor que empiece por hablaros de

la muchachita que nos llevamos aquel verano a la granja.

Era extranjera, de Hungría, Polonia, Pennsylvania o un

país por el estilo. Tendría unos quince años. Más tonta

que hecha de encargo, pero resultona.* Llevaba dos

trenzas amarillas, y tenía los ojos del mismo color que

la flor del maíz, y los senos más bien desarrollados… El


suyo era el trasero más bonito que yo había visto en mi

vida. En fin, un día, a mi hijo Jug se le ocurrió mirar

a la chica cuando estaba agachada dando de comer a las


gallinas, eso sería al primero o segundo día de trabajar
Varios / 12 Cuentos Chingones / 94

para nosotros, y aquél fue el día en que se podría decir

que Jug se hizo hombre.

La única pega era que no sabía cómo hacerlo. Por

todos los diablos, el muchacho sólo tenía catorce años.

Lo único que sabía era que cuando la chavala estaba

agachada de aquella manera, con el vestido de tela de

saco ceñido al trasero, él notaba aquella sensación en

los tejanos, como si fuera cosa de magia. Y no sabía la

razón. Pero ahí estaba. De modo que se acercó a la

muchacha a grandes trancos, la miró directo a los ojos y

se desabrochó los pantalones.

—Mira esto —dijo—. ¿Has visto algo así alguna vez?

Bueno, pues la chica no supo qué decir. La boca se le

abrió como una pala mecánica. De todos modos, ni

siquiera sabía hablar inglés. Y echó a correr.

Pero corrió hacia donde no debía. Se dirigió hacia


el granero. Ése fue su gran error. Yo me quedé en la

casa todo el rato, tomando café en la cocina, y desde

allí oí sus gritos. Chillaba como un gorrino atascado.

Después de aquello, los dos siguieron como una casa en

llamas. La madre de Jug había muerto al nacer el chico,


pobre. Yo la quería mucho. Está enterrada en el pastizal

de atrás, debajo del olmo grande. Yo mismo crié a Jug.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 95

Tal vez por eso salió tan salvaje, no tuvo una madre que

lo amansara y le enseñase modales. Jug no era su nombre

verdadero. Yo lo llamaba así por sus orejas.


Un día, la criada que habíamos contratado se me

acercó, y en su inglés chapurreado me dijo que no le

daba tiempo a hacer el trabajo, porque no podía quitarse

a Jug de encima. Hablé con el muchacho.

—Papá —me dijo—, cuando veo a esa chica pasar por


delante de mí, con ese vestido fino y esas piernas, esta
puñetera cosa se me levanta como la cola de un zorro y

no puedo hacer nada más que agarrarla y metérsela.

En aquel momento, la muchacha pasó por delante de la

ventana, cargada con un cubo, y cuando vi de qué forma


se le movía el trasero debajo del vestido, entendí lo

que Jug quería decir. La mañana era fresca, y los


pezones empujaban contra la tela como un par de

cartuchos de escopeta.

—Ve a dar de comer a los cerdos —dije al muchacho—,


que yo hablaré con la chica.

Jug salió disparado y yo también hice lo mismo, pero


detrás de la chica. La alcancé cerca de la bomba y le

dije que se tomara un descanso y volviese a la casa a

beber una taza de café.

Cuando estaba sentada en la cocina, tomándose el


Varios / 12 Cuentos Chingones / 96

café, a mí me dio por pensar en mi vida, y en lo solo

que me encontraba. Y no paraba de mirar aquellas piernas

de quince años, suaves y firmes. Y los senos. Y sus


grandes ojos, azules y tontos.

—Niña —dije—, me parece que te vendría bien un baño.

Y buena falta que le hacía. Así que calenté un poco de

agua y llené la tina allí mismo, en el centro de la

cocina. Le dije que se quitara el vestido. Al principio,


no quería; pero luego supongo que pensó que podía fiarse
de mí porque yo era como un padre o algo así; me imagino

que le parecería un hombre mayor. Bueno, el caso es que

se quitó el vestido, y por Judas, qué cuerpo tenía la

niña. Casi no lo podía creer. Le pedí que se metiera en


la tina, y entonces cogí la barra de jabón casero, me

arrodillé cerca de la tina y empecé a enjabonarla a


conciencia. La lavé por delante y por detrás. Le lavé

las piernas. Para entonces, yo estaba ya medio loco.

Cuando salió de la tina, toda brillante y mojada, y


con olor a jabón, no pude aguantarme más. Allí mismo, en

el suelo de la cocina, sobre una toalla grande, me la


cepillé; y en verdad os digo que aquello fue como una

ciruela blandita y madura, calentita por el sol, y tan

llena de jugo dulce que se partía por el medio. Hacía

mucho tiempo que no estaba con una mujer, y todo acabó


Varios / 12 Cuentos Chingones / 97

antes de que pudiera decir ni pío.

Después, la envolví con la toalla grande, me la

llevé arriba, al dormitorio, y me la cepillé de nuevo,


pero despacio y con calma esta vez.

Claro que aquello no solucionó el problema. Más bien

lo complicó. En lugar de perseguirla un moscardón, la

perseguían dos. Cuando Jug no se la cepillaba, lo hacía

yo. La chica no se quejaba, pero tampoco llevaba a cabo


su trabajo. La granja se fue al carajo. Aunque la verdad
es que nunca había sido una granja como Dios manda,

apenas unas hectáreas, propiedad de mi mujer, por

cierto. Ella la había heredado de su padre, y. como es

natural, al morir ella pasó a ser mía. Pero, como ya he


dicho, se fue derechita al carajo. Con tanto cepillarse

a la niña, nadie se acordaba de arar los campos. Los


cerdos llegaron a estar tan flacos que pensamos en el

acto piadoso que sería matarlos para convertirlos en

tocino antes de que enflaquecieran más. Nunca teníamos


tiempo para darles de comer. Jug y yo estábamos siempre

muy cansados. Pero tuve mano dura con el muchacho.


—Jug —dije un buen día—, sal de una vez y ordeña las

vacas. Luego, engancha el caballo al arado. Además, hay

un montón de paja por meter y…

—Vete a la porra, papá —respondió—. Si en esta


Varios / 12 Cuentos Chingones / 98

granja hay trabajo por hacer, nos lo repartiremos entre

los dos. No pienso romperme el culo ahí fuera durante

todo el santo día, para que tú te quedes aquí,


metiéndosela a la criada.

—Hijo, un poco más de respeto hacia tu padre.

—Mira, papá, no me vengas con esas mierdas.

Bueno, acabamos por repartirnos el trabajo, tal como

él había dicho. También hicimos la parte que le tocaba a


la chica. No nos parecía justo que trabajara cuando se
ocupaba tan bien de nosotros en otros aspectos. Claro

que como ya no hacía nada, dejamos de pagarle. Pero a

ella no le importó. Tenía casa y comida. Y cocinaba para

nosotros, claro; aunque era peor cocinera que Jug, que


ya es decir. Pero nosotros sabíamos distinguir cuándo

estábamos bien; o sea, que nos comíamos lo que


preparaba.

Un día vino a vernos el predicador, el reverendo

Simms. Era un tipo alto, huesudo y bizco, vestido de


negro. Más o menos de mi edad. Su esposa tenía el rostro

igualito al de George Washington en los billetes de


dólar. Pero aquel día la había dejado en casa, detalle

que fue de agradecer. Llegó a la granja, en su viejo y

traqueteante cacharro, cuando yo estaba sentado en el

porche de atrás, mientras fumaba mi pipa y miraba la


Varios / 12 Cuentos Chingones / 99

rojiza puesta del sol.

—Hermano Taggott —me dijo.

—Buenas tardes, reverendo.


—He oído por ahí unos comentarios muy peculiares.

Taggott. Parece ser que ha contratado usted a una

muchacha extranjera para trabajar en la granja.

—Eso mismo. Es de Pennsylvania o algo parecido.

—Hermano, no pretendo ofenderle, porque sé que es


usted un hombre de Dios, pero este asunto no me parece
correcto. Quiero decir, que en la granja no hay ninguna

otra mujer que pueda ocuparse de la muchacha. Sólo usted

y su hijo. Y el chico…, en fin, ya tiene edad para

fijarse en la niña. Y aquí la tiene, sola con dos


hombres en una granja, y sin nadie que la proteja o le

diga lo que está bien o está mal.


—Y según usted, ¿qué deberíamos hacer, reverendo?

—La chica es menor de edad. Tendría que estar en el

orfanato del condado. Allí la pondrían a trabajar y le


enseñarían los principios morales.

—¿Y cómo lo harían? Apenas habla inglés.


—También le enseñarán a hablar. Hermano Taggott, es

la única manera decente de hacer las cosas. Mi esposa me

ha dado la idea, y, que yo sepa, jamás se ha equivocado

en cuestiones de moralidad y decencia.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 100

—Bien, reverendo, supongo que usted y su señora

tienen razón.

—Me alegra que lo tome así.


—La cuestión es que tal vez a la chica no le haga

gracia ir a un orfanato. Le gusta esto.

—Eso no importa. Es por su propio bien.

—Ya lo sé. Pero ¿cómo voy a explicárselo? Apenas

habla inglés; además, es más bruta que un arado.


—Hermano, la fe mueve montañas.
—Amén. ¿Sabe una cosa? Creo que será mejor que le

hable usted.

—Buena idea.

—No sé. al ser usted un hombre de iglesia…


—Muy bien, hermano. Estoy de acuerdo. Si fuera tan

amable de conducirme hasta ella, aclararé las cosas.


—Pase, reverendo. —Le llevé a la cocina y le serví

una taza de café—. Siéntese un momento, que voy a

decirle a la chica que está aquí.


Ella estaba en el dormitorio, descansando; como

pude, le conté lo del reverendo y para qué estaba en la


granja. Bueno, para ser sincero, no era verdad que no

hablara inglés. Cuando yo y Jug llegamos a conocerla

mejor, logramos entendernos con ella; además, la chica

había aprendido algo de inglés y nosotros unas cuantas


Varios / 12 Cuentos Chingones / 101

palabras de su lengua, y entre eso y las señas, incluso

podíamos conversar. Le hice entender lo que el

predicador se proponía, y luego bajé otra vez a la


cocina.

—La encontrará arriba, reverendo. Le espera. Es toda

suya.

—Gracias, hermano Taggott. La suya es una actitud

muy encomiable.
—Yo quiero hacer lo que está bien, nada más. Y el
reverendo subió.

Permaneció arriba una media hora. Cuando bajó, la

chica no lo acompañaba.

—¿No se marcha con usted? —pregunté.


— Hermano Taggott, los designios del Señor son

inescrutables.
—Amén.

—Y pueden pasar a través de una chiquilla.

—Una verdad indiscutible.


—Esa niña sencilla y sincera de ahí arriba me ha

enseñado, a pesar de su incultura, que existen unos


designios más elevados que los del hombre. Es la ley de

Dios y del Amor.

—¡Aleluya!

—Según las leyes de los hombres, la chica debe ir al


Varios / 12 Cuentos Chingones / 102

orfanato. Pero ¿puede una institución tan fría como ésa

ofrecerle Amor? ¿Puede darle el sencillo calor humano

que recibe en esta casa?


—Claro que no.

—En efecto, hermano. Por eso he decidido que la niña

debe quedarse aquí, bajo su tutela.

—Lo que usted diga, reverendo.

—Pero debo imponer una condición.


—¿Cuál?
—Es verdad que usted puede cubrir casi todas las

necesidades materiales de esa niña. Le da una casa. Un

techo para guarecerse de la lluvia. Comida con que

alimentar su cuerpo. Y ese Amor tan importante al que


acabo de referirme. La única cosa que no puede usted

proporcionarle, hermano Taggot, es consejo espiritual.


De manera que la cuestión es ésta: permitiré que la

chica se quede con usted, «siempre y cuando» yo pueda

venir y verla a solas, para darle orientación


espiritual. Digamos… una vez a la semana; ¿qué le

parece?
—¿Qué tal el viernes por la noche, después de cenar?

—Muy bien. Me va estupendamente.

Cuando se dirigió hacia la puerta, me acordé de una

cosa y le pregunté:
Varios / 12 Cuentos Chingones / 103

—Oiga, reverendo, ¿y la señora Simms?

—Yo me encargaré de ella, no se preocupe.

Después de aquello, las cosas marcharon bastante


bien durante un tiempo. Yo y Jug estábamos contentos. La

chica que habíamos contratado no se quejaba. Cada

viernes, después de la cena, aparecía el reverendo, se

la llevaba a un sitio apartado y la aconsejaba

espiritualmente durante unos veinte minutos. La vida


fluía como el agua de un arroyo. Hasta que un día, la
señora Simms se presentó en la granja en aquel cacharro.

Se detuvo justo delante de mí y me miró de frente, con

aquellas chapas de botella de Coca-Cola que tenía por

ojos. No quiero decir con esto que fuera fea. Aquel


rostro habría parecido muy atractivo en un hombre. Pero

en una mujer, no encajaba.


—Señor Taggot…

Tenía una voz muy parecida a la de Dewey Elgin, el

bajo del coro de la iglesia.


—Señora.

—Esa chica a la que mi marido ha estado aconsejando


espiritualmente…

—Sí, señora.

—Quiero verla.

—Muy bien. Si tiene la bondad de seguirme…


Varios / 12 Cuentos Chingones / 104

Se apeó del cacharro y me siguió de cerca mientras

me dirigía hacia la casa. Me tenía preocupado lo que

pudiera ver en ella. Si la criada que habíamos


contratado estaba arriba con Jug, no habría problemas,

porque tendría tiempo más que suficiente para hacer

salir a Jug por la puerta lateral y preparar a la chica

para que estuviera presentable, antes de que la esposa

del reverendo le echara una ojeada. Pero si la muchacha


se encontraba en la cocina, fregando platos o limpiando
los fogones, era probable que estuviese tan desnuda como

Dios la trajo al mundo. Le había dado por pasearse en

cueros por la casa casi todo el tiempo. No se lo

recrimino. En vista de cómo estaban las cosas entre


ella. Jug y yo, no valía la pena que se molestara en

vestirse.
Me adelanté a la señora Simms, me dirigí rápidamente

al porche trasero y entré en la cocina. No hubo

problemas. La chica llevaba un vestido. Incluso se había


calzado. Me intrigó saber de dónde habría sacado los

zapatos, hasta que me acordé de que pertenecieron a la


mamá de Jug. Eran unos zapatos de vestir que se había

comprado en cierta ocasión. De color rojo brillante. Con

unos tacones de cinco centímetros y una abertura delante

por donde se le veían los dedos. Con aquellos zapatos,


Varios / 12 Cuentos Chingones / 105

las piernas de la chica se veían más bonitas que de

costumbre, y estuve a punto de pedirle que se los

quitara y los escondiera debajo del fregadero cuando


detrás de mí oí cerrarse de golpe la puerta mosquitera y

sentí aquella mirada tan fría clavada en mi nuca.

—Muchacha, ha venido a verte la señora Simms —dije—.

Muy amable de su parte, ¿no te parece?

La señora Simms miró a la chica de la cabeza a los


pies. Puedo jurar que aquello fue como si una víbora
estuviera observando a un pajarillo.

—¿Cómo se llama, señorita? —le preguntó. La muchacha

se lo dijo—. ¿Le gusta vivir en la granja de los Taggot?

La chica asintió con la cabeza. La señora Simms la


perforó con los ojos. Después, la agarró del brazo.

—Está bastante gordita —observó—. Según parece, no


la matan de hambre. En cambio, «a usted» se le ve muy

demacrado, señor Taggott…

La verdad, tenía razón. Estaba demacrado; casi en


los huesos. Y a Jug le ocurría lo mismo. Como los

cerdos, que se habían quedado tan flacos que nosotros


dos estábamos siempre demasiado cansados para darles de

comer. Entonces, la señora Simms me dijo algo raro en

verdad. Todo mezclado con unas palabras que sonaban

extranjeras, no como las de la criada que habíamos


Varios / 12 Cuentos Chingones / 106

contratado, más bien sonaban a franchute, como el que

hablaba mi viejo tío Maynard al volver de la guerra

mundial, mamuasel de Armentiers, parlivú y cosas así. Lo


que la señora Simms dijo sonó más o menos así:

—La Bel dom son mer sí. — Luego lo repitió otra vez

—: La Bel dom son mer sí te ha esclavizado. Dios se

apiade de ti.

—Amén —añadí.
Y lo hice porque es lo que digo siempre cuando se
menciona el nombre de Dios, sobre todo si lo menciona un

predicador, o la esposa de un predicador. Con esto no

quiero decir que supiese de qué hablaba. Supongo que

sería algo de las Escrituras, porque aquella mujer tenía


mucha educación.

—Buenos días. señor Taggott —me dijo.


Después dio media vuelta y se marchó cerrando de un

golpazo la puerta mosquitera.

Juro que respiré mucho mejor cuando oí que su


cacharro se ponía en marcha y bajaba traqueteando por el

camino.
A partir de entonces, los problemas empezaron.

II

Unos días más tarde, la chica me dijo que estaba

preñada.
Varios / 12 Cuentos Chingones / 107

—¿Qué? Ella asintió.

—¿Estás segura? —pregunté. Me contestó por señas.

—Jesús, María y José —repuse; después le pregunté—:


¿De quién es? No entendió mi pregunta.

—El padre. E] papá. El papaíto. ¿Yo? ¿Jug? «¿Quién?»

La muchacha se encogió de hombros. Fue como un

mazazo para mí.

Encontré a Jug en el granero, durmiendo como un


tronco entre la paja. Le sacudí una patada en el trasero
y se sentó más tieso que un palo.

—¿Qué cuernos te pasa, papá? —gritó.

—La criada tiene un bollo en el horno.

—¡Qué bien! Porque tengo un hambre que me comería un


oso con garras y todo.

—¡Imbécil, que está preñada!


—¡Jesús, María y José! —exclamó.

—¿Qué vamos a hacer?

—¿Me lo preguntas a mí? ¡Yo soy joven todavía!


—¡Tienes edad suficiente para cepillarte a la chica!

— ¡Y tú tienes edad suficiente para saber lo que iba


a pasar!

—Muchacho, métete esto en la cabeza: alguien tendrá

que casarse con ella.

—¡Joder, papá, yo no quiero casarme!


Varios / 12 Cuentos Chingones / 108

—Yo tampoco. Ya tuve bastante con casarme con tu

madre cuando quedó preñada de ti. No me van a cazar por

segunda vez.
—Ahí está la cosa, papá…. tú ya estás acostumbrado.

¡Note pasará nada!

—A ti tampoco te ocurrirá nada. Todo hombre que se

precie debe casarse al menos una vez en su vida. Pero

dos veces son demasiadas. Yo ya he cumplido. Ahora te


toca a ti.
— ¡Joder, papá, el crío podría ser tuyo! ¡Eso lo

convertiría en mi medio hermano!

—¡Y si yo me casara con la chica y el crío fuera

tuyo, yo sería el abuelo! En fin, muchacho, que nos


hemos metido en un buen lío. En aquel momento, oí el

cacharro del reverendo.


—¿Qué día es hoy? —pregunté.

—Viernes.

—Volvamos a casa. Tenemos que hablar con el pastor.


Al reverendo Simms no le entusiasmaba demasiado hablar

con nosotros; él quería quedarse a solas con la chica


para darle consejo espiritual…. hasta que le dimos la

noticia. Quitó la mano del hombro de la muchacha como si

se tratara de un hierro al rojo vivo.

—Comprendo —dijo—. ¿Y qué piensa hacer?


Varios / 12 Cuentos Chingones / 109

—Reverendo —respondí yo—, no hay muchas salidas.

Tendrá que desposar a la chica.

—¡Yo!
—Quiero decir que deberá casarla con uno de nosotros

dos, y por la iglesia, tal como está mandado. —Ah, ya —

dijo, como si le faltaran las fuerzas.

—Pero ¿cuál de nosotros? —pregunté.

—¿Cuál? Pues, el que… el que… —Y ahí se detuvo en


seco para rascarse la cabeza—. Ah, ya comprendo el
problema. Nos quedamos en la cocina durante un rato, sin

decir palabra. Después, saqué una jarra con licor de

maíz. Le serví un vaso al reverendo (que estaba pálido

como un muerto) y escancié otro para mí.


—Papá, ¿no puedo tomar un poco? —preguntó Jug.

—Eres muy joven todavía —contesté.


El predicador y yo levantamos los vasos, nos metimos

el licor entre pecho y espalda, nos estremecimos y

esperamos sus efectos. Sólo tardaron cinco segundos en


producirse. Como si un par de herraduras nos hubiera

caído en la cabeza.
—La puta madre… —dije yo.

—Señor. Señor —murmuró el reverendo.

—La muchacha tendrá que elegir —dijo cuando recuperó

el aliento. Entonces fuimos y se lo preguntamos. Pero no


Varios / 12 Cuentos Chingones / 110

hizo más que encogerse de hombros y poner expresión de

tonta.

—Tal como están las cosas, ¿por qué no lanzamos una


moneda al aire? —preguntó el predicador.

—No me parece justo —dije—. De ese modo todo depende

de la suerte. Tendríamos que utilizar algo más parecido

a un juego; algo que exija un poco de maña.

—¿Tiene una baraja? —preguntó el reverendo.


—No.
—¿Y dados?

—Tampoco.

—Me alegra saber que su casa no guarda esos

instrumentos del demonio, hermano Taggott, pero ¿cómo


cuernos vamos a decidir entonces?

Le contestó Jug:
—Con esos juegos que montan en las ferias. Carreras

de sacos. O atrapar al cerdito untado de grasa.

—Estoy demasiado viejo para una carrera de sacos —


protesté—. Me ganarías.

—Pero no estás demasiado viejo para atrapar a un


cerdo engrasado, papá. El año pasado lograste agarrar

uno. Yo te vi. —El chico tiene razón —convine—. Los dos

tenemos práctica en eso de atrapar cerdos engrasados.

—Entonces sería un enfrentamiento justo —comentó el


Varios / 12 Cuentos Chingones / 111

reverendo Simms.

—Supongo.

—La única pega es que no tenemos cerdos —dijo Jug.


—¿Que no tienen cerdos? —inquirió el predicador.

—Matamos al último la semana pasada —le expliqué,

con un chasquido de los dedos; se me había olvidado por

completo el detalle.

—¡Espléndido! —exclamó el predicador—. Los problemas


crecen y se multiplican. ¿Podríamos tomar un poco más de
esa cosa, hermano? Quizá nos aclare la mente.

Serví otros dos vasos de la jarra y nos los echamos

al coleto.

—Señor, Señor —dije.


—La puta madre —masculló el reverendo. El licor no

nos refrescó la mente, pero al parecer sí se la refrescó


a Jug; quizá fuera el efecto del olor. El caso es que

sugirió:

—Reverendo, ¿y si engrasáramos a la muchacha?


Bien, debo reconocer aquí y ahora que si el

predicador y yo hubiéramos estado en estado normal, la


idea de Jug no hubiese pasado de ahí; pero, a aquellas

alturas, los dos llevábamos entre pecho y espalda casi

medio litro de aquel recio licor, así que no nos pareció

tan mala. Todavía nos pareció mejor cuando tomamos otro


Varios / 12 Cuentos Chingones / 112

par de vasos. Tal como el reverendo dijo, era muy

apropiado. Al fin y al cabo, por decirlo de alguna

manera, el premio iba a ser la chica, de modo que, ¿por


qué no engrasarla a ella?

Así que salimos todos y nos fuimos detrás del

establo. Para entonces, el sol ya se había puesto, pero

había luna llena; o sea, que veíamos bien. Si había algo

que nos sobraba era grasa de cerdo. Jug y yo sacamos un


barril. Tratamos de explicarle a la chica lo que
hacíamos, pero no sé si nos entendió. Se portó bien y no

se movió cuando Jug y yo le quitamos el vestido y la

untamos de grasa desde la barbilla hasta la planta de

los pies. Si nunca habéis untado grasa con vuestras


propias manos por todo el cuerpo a una muchacha

corpulenta y desnuda, os juro, aquí y ahora, que os


habéis perdido algo bueno. En cuestión de nada, la

muchacha estuvo tan resbaladiza como una trucha recién

pescada.
—¿Le parece que está lista, reverendo? —pregunté.

—Supongo que sí.


En ese momento, sentí algo muy extraño, como un

temblor que me recorrió todo el cuerpo, y sin motivo

alguno. Quizá fuera la luz de la luna, que hacía que

todo pareciera frío y azul; como ya he dicho, había luna


Varios / 12 Cuentos Chingones / 113

llena. Hasta la muchacha, así desnuda y brillante como

un pez, parecía fría.

Pero quizá fuera por otra causa. Porque recuerdo que


pensé —al ver a Jug y al reverendo allí de pie, tan

flacos y chupados, a la luz de la luna, y a sabiendas de

que yo no tenía mejor aspecto que ellos—, recuerdo que

pensé en la grasa que llevaba en las manos, la grasa con

la que acababa de untar a la muchacha…. bueno, pensé que


la habíamos sacado de los cerdos que matamos antes de
tiempo porque se habían quedado muy flacos, pues nunca

nos decidíamos a darles de comer, porque Jug y yo

estábamos muy cansados de tanto cepillarnos a la criada…

No sé si me entendéis, es como si aquella muchachita


nos hubiese chupado las fuerzas y nos hubiera dejado

esmirriados; nos había consumido a mí, a Jug y al


predicador hasta dejarnos hechos unos trapos, y hasta se

podía decir que había consumido a los cerdos hasta el

punto de que tuvimos que sacrificarlos y convertirlos en


grasa para untársela a ella por todo el cuerpo. Ella era

el único ser de la granja que seguía saludable, relleno…


Pero los pensamientos estúpidos como éste volaron de

mi cabeza cuando el reverendo me habló.

—Sí, hermano Taggott, supongo que la muchacha ha

absorbido toda la grasa de cerdo que su dulce cuerpecito


Varios / 12 Cuentos Chingones / 114

puede aguantar.

—¡Entonces, empecemos, papá! —gritó Jug—. ¡Me muero

por atrapar a esa chica entre mis brazos y clavarla al


suelo! ¡Tengo tantas ganas que estoy a punto de

reventar!

—Pero antes —dijo el predicador—, hemos de

establecer ciertas reglas. Normalmente, gana la persona

que atrapa al cerdo. Pero si tenemos en cuenta que ni


uno ni otro se siente demasiado ansioso por llevar a la
muchacha al altar, puede que ninguno de los dos se

esfuerce demasiado por atraparla. De modo que deberemos

invertir las reglas. Quien atrape a la muchacha, la

perderá. Y quien no la atrape, la ganará y habrá de


casarse con ella.

Aquello representó un obstáculo para mi plan, porque


eso era justamente lo que yo pretendía: dejarla escapar

adrede. Pero el predicador me ganó por la mano.

—Reverendo, para que todo sea más justo —dijo Jug—,


¿no le parece que yo y mi papá deberíamos desnudarnos?

—Vamos, Jug —protesté yo—. Estoy demasiado viejo


para esas cosas. Además, hace un poco de fresco.

—Hermano, he de admitir que el muchacho tiene razón

—dijo el predicador—. Si los dos van desnudos como Adán,

entonces nadie podrá decir que las ropas del vencedor


Varios / 12 Cuentos Chingones / 115

eran más ásperas que las del perdedor. Eso igualaría las

cosas. Jug y yo nos quitamos la ropa y en cueros vivos

nos quedamos allí de pie, como un par de idiotas.


—Hermano Taggott —dijo entonces el predicador—, su

edad le da derecho a intentarlo en primer lugar.

—De acuerdo —repuse—, pero con la condición de que

volvamos a untarla de grasa cuando mi turno haya

acabado. No seré tan tonto como para llevarme toda la


grasa y facilitarle así las cosas a Jug.
El predicador asintió.

—En ese caso —dijo—, ayudaré a aplicar otra capa de

grasa.

—Me lo imaginaba.
Sacó del bolsillo un reloj enorme.

—Este reloj pertenecía a un jugador. Lo utilizaba


para cronometrar caballos. Al comprender lo errado de

sus costumbres y salvarle, en señal de gratitud, me lo

regaló a mí. Cada uno tendrá sesenta segundos exactos


para atrapar a la niña. Hermano, antes de comenzar,

sugiero que celebremos este evento tomándonos otro


traguito de esa jarra que, según he comprobado, ha

traído con usted.

Le entregué la jarra, él se la llevó a la boca y se

echó al coleto como un cuarto de litro. Cuando me la


Varios / 12 Cuentos Chingones / 116

devolvió, yo hice otro tanto. Jug volvió a pedirme si

podía beber un poco y yo le repetí que no.

—¿Preparado, hermano Taggott? —me preguntó el


predicador.

—Preparado. Miró su reloj y gritó:

—¡A por ella, pues!

La muchacha echó a correr y yo fui tras ella. Cuando

rodeamos en la esquina del bebedero de los cerdos, la


así del hombro pero se me resbaló. Después, cuando
pasábamos delante de la leña apilada, la agarré por la

cintura y la tiré al suelo. Se me escapó de entre las

manos como una rana. La apreté por los senos, pero se me

soltaron de las manos como si fueran un par de


melocotones pelados. Le hundí los dedos en el trasero,

pero también se me resbalaron los dos cachetes. Traté de


agarrarla por los muslos, pero mis manos se deslizaron a

lo largo de sus piernas hasta las rodillas, luego hasta

los tobillos, y la chica escapó.


—¡Tiempo! —aulló el reverendo Simms. Yo iba cubierto

de grasa de cerdo de la cabeza a los pies. Llevaba más


grasa que la chica.

—¡Has ganado, papá! —gritó Jug.

—Todavía no —protesté —. A lo mejor empatamos.

Volvamos a untar a la chica.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 117

El predicador nos echó una mano; esta vez, la

muchacha vio dónde estaba la diversión, y todo el tiempo

que nos pasamos untándola de grasa se lo pasó riendo y


chillando.

—¿Preparado, Jug? —preguntó el reverendo cuando

terminamos la faena.

—¡Sí, señor reverendo, y tan preparado! Que estaba

preparado saltaba a la vista, tendría que haber estado


ciego para no darme cuenta.
El reverendo volvió a mirar el reloj y gritó:

—¡Ya, muchacho!

Salió tras ella como el sabueso tras la liebre. La

chica lo hizo correr de lo lindo: hasta el retrete, y de


vuelta hasta los pastizales de atrás. Entonces ella

tropezó con una raíz, cayó boca abajo y Jug se le sentó


encima. El se aferró a ella como si de eso dependiera su

vida. ¿Que si la chica no se retorció y luchó? ¡Aquí

estoy yo para jurar que lo hizo! En un momento dado,


estuvo a punto de escapársele, pero entonces la oímos

chillar como un cerdo atascado y supuse que Jug la había


clavado al suelo, tal como dijo que haría.

¿No lo entendéis? La culpa fue del licor de maíz. Me

volvió tan torpe que no logré agarrarla bien. Pero Jug

no había probado una sola gota del destilado casero.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 118

—Se ha acabado el tiempo y la chica sigue en el

suelo —anunció el reverendo—. Supongo que gana el

muchacho. Quiero decir, pierde. La chica seguía


chillando como si la estuvieran matando.

—¡Jug! —grité—. Suelta a la muchacha ahora mismo,

¿me has oído?

—En seguida… papá… —me contestó, casi sin aliento.

—¡Ahora mismo! —volví a gritar—. ¡Esa muchacha es mi


futura esposa!
—Con todo respeto, sugiero un enlace rápido —dijo el

predicador—. ¿Qué le parece mañana por la mañana, a eso

de las diez? No venga antes, porque a las nueve he de

bautizar al hijo de Geer.


—¿De Jed Geer? Creí que en la guerra le habían

destrozado las partes.


—Ya se lo dije en otra ocasión, y se lo vuelvo a

repetir ahora, hermano Taggott: los designios del Señor

son inescrutables.
—Amén. ¿Jug? ¡Deja que la chica se levante!

—Sí, papá. ¡Ya… ya acabo!


Bueno, pues así fue como me comprometí con la criada

que habíamos contratado. Lo de la boda fue otra

historia. A la mañana siguiente, muy temprano, nos

lavamos a fondo hasta quedar relucientes. Jug iba a


Varios / 12 Cuentos Chingones / 119

hacerme de padrino. Ya estaba lo bastante crecido como

para llevar el traje azul a rayas que yo usaba los

domingos; en cuanto a mí, me puse el viejo traje negro


con colas que cuelgan por atrás que perteneció al padre

de la mamá de Jug. Lo heredé junto con la granja. Sólo

me lo había puesto en dos ocasiones: para mi primera

boda y cuando asistí al entierro de la mamá de Jug. Era

mi deseo que me enterraran con ese mismo traje. Con


mucho trabajo logramos meter a la muchacha en el viejo
vestido blanco que había pertenecido a la mamá de Jug.

Aquello fue como meter dos kilos de forraje en un saco

de un kilo de capacidad. La mamá de Jug era una cosita

delgaducha, mientras que la criada que habíamos


contratado no lo era, lo puedo asegurar. Le quedaba bien

y no pasaría nada con tal de que no se sentara, ni se


agachase, ni respirara. También se puso los zapatos

rojos. Estaba muy guapa.

—Como para comérsela —comentó la señora Simms,


cuando la vio de pie, en medio de la cocina, arreglada

para la boda. La mujer del reverendo vino en el cacharro


para llevar a la muchacha hasta la iglesia y entregarla

en matrimonio. Yo y Jug tuvimos que ir en el carro. La

esposa del reverendo dijo que no quedaba bien que

llegásemos todos juntos, o alguna tontería parecida. Así


Varios / 12 Cuentos Chingones / 120

que até el caballo al carro y yo y Jug partimos para la

iglesia.

Cuando llegamos, encontramos al reverendo Simms


esperándonos en la puerta.

—Buenos días, hermano Taggott. Está usted

emperifollado como un pavo de Navidad.

—Muy amable por su parte.

—¿Y dónde está la ruborosa novia?


—Su esposa la trae hacia aquí en su cacharro,
reverendo. Yo y Jug vinimos en el carro.

—Vaya, la señora Simms no me ha comentado nada de

eso. Bueno, supongo que no tardarán en llegar.

Pasó media hora antes de que el cacharro se acercara


a la iglesia, traqueteando y echando humo. La señora

Simms se apeó, pero de la criada que habíamos contratado


no vimos ni rastro. Yo estaba acalorado de tanto

esperar, y cuando vi que la chica no venía con ella, no

pude más y la interpelé a gritos:


—¿Dónde cuernos está la muchacha?

—Donde no brilla la luna, señor Taggott, ni el sol —


replicó—. Oye, quiero hablar contigo —dijo el reverendo.

Lo condujo al interior de la iglesia y nos dejó a mí

y a Jug, allí de pie, como un par de terneros recién

nacidos.
Varios / 12 Cuentos Chingones / 121

Más tarde, el reverendo me lo explicó todo. No me

enteré ni de la mitad, pero a lo mejor vosotros lo

entendéis bien. Al parecer, su señora supo lo que


hacíamos los tres en el momento mismo en que le puso los

ojos encima a la chica. Se dio cuenta de que no era como

la gente normal. Una basura del extranjero, ¿me explico?

La señora Simms conocía el tema, y, como os he dicho ya,

era una poderosa hechicera, por eso dijo que la muchacha


era una chupa no sé qué, dijo que existían muchas como
ella en el país del que venía, y que había un montón de

libros escritos sobre ellos, y también poemas, como La

Bel dom son mer sí. Dijo que nos estaba chupando la vida

a mí, a Jug y al reverendo, y que la única forma de


acabar con uno de ellos era clavándole una estaca en el

corazón. O sea que eso fue lo que hizo, y enterró a la


muchacha en mi granja, en el pastizal de atrás, debajo

del enorme olmo, junto a mi esposa. Así que, después de

todo, no tuve que volverá casarme.


La señora Simms dijo que la chica ni siquiera era de

Pennsylvania, como habíamos creído, sino de otro lugar


llamado Transilvania, me parece.

A veces, por las noches, incluso ahora, no sabéis

cómo echo de menos a la muchacha. Cuando me siento solo,

pienso mucho en ella, y recuerdo cómo le brillaba la luz


Varios / 12 Cuentos Chingones / 122

de la luna sobre el cuerpo desnudo, volviéndose azul, y

entonces no me importa un pimiento si era o no lo que la

señora Simms dijo.


Claro que el sheriff no se creyó una sola palabra y

la acusó de asesinato. El móvil fueron los consejos

espirituales que el reverendo le daba a la chica una vez

por semana. Dicen que la declararon no culpable por

enajenación mental y fue a parar a un manicomio. Si


cuando entró no estaba loca, seguro que sí lo estaría
diez años más tarde, cuando murió sin haber salido.

Y juro por éstas que no me he inventado nada.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 123

Extrañando a kissinger

Un amigo me dijo, cómo si nada: “mira, lee esto”. Pasé

mis ojos sobre el primer párrafo. Me interrumpí y le

pregunté emocionado: ¿Quién es? Él me dijo que no sabía:


sólo un escritor israelí que acababa de descubrír.

Seguí leyendo y terminé ese primer cuento asombrado,

con una sensación de frescor en la garganta, en los

ojos, en la mente.
Varios / 12 Cuentos Chingones / 124

Extrañando a Kissinger de Etgar Keret

Dice que no la amo de verdad. Que digo que la quiero,

que creo que la quiero, pero que no. He oído a más de

uno decir que no quiere a alguien, ¿pero decidir por

otro si ese otro lo ama o no? Con eso todavía no me

había encontrado nunca. Aunque francamente me lo tengo

merecido, porque quien con niños se acuesta… Hace ya

medio año que me hincha la cabeza con lo mismo,

metiéndose los dedos en la vagina después de cada cogida

para comprobar si es verdad que me he venido, y yo, en

vez de decirle algo fuerte, me limito a comentarle:

-No pasa nada, linda, todos nos sentimos un poco

inseguros.

Ahora resulta que quiere que cortemos, porque ha

decidido que no la quiero. ¿Y yo qué le digo? Si me

pusiera a gritarle que es una tonta y que deje de

calentarme la cabeza, se lo tomaría como una prueba más.


-Haz algo que me demuestre que me quieres –me dice.

¿Qué querrá que haga? ¿Qué podría hacer yo? Si por

lo menos me lo dijera. Pero no. Porque cree que si la

quiero de verdad, tengo que saberlo por mí mismo. A lo

que sí está dispuesta es a darme una pista o a decirme


Varios / 12 Cuentos Chingones / 125

lo que no tengo que hacer. Una de esas dos cosas, a

escoger. O sea que le he dicho que diga lo que no

quiere, así por lo menos sabremos algo. Porque lo que es


seguro es que de sus pistas no voy a sacar nada claro.

-No quiero –dice ella- que te automutiles, que hagas

algo como sacarte un ojo o cortarte una oreja, porque si

le hicieras daño a alguien que amo, indirectamente me lo

estarías haciendo también a mí. Además de que,


decididamente, eso de hacerle daño a alguien que quieres
no es ninguna prueba de amor.

La verdad es que yo nunca me haría daño aunque ella

me lo pidiera. Pero ¿qué tendrá que ver que yo me saque

un ojo con el amor? ¿Qué es lo que tengo que hacer? Ella


no está dispuesta a revelármelo y sólo añade que se

trata de algo que tampoco estaría bien que se lo hiciera


a mi padre o a mis hermanos y hermanas. Yo, ante eso, me

rindo y me digo que no tiene remedio, que gaga lo que

haga de nada me va a servir. Ni a ella. Porque quien con


fuego juega, acaba tatemado. Pero después, cuando

estamos cogiendo y ella me clava su mirada fija hasta lo


más profundo de las pupilas (nunca cierra los ojos

cuando cogemos para que le meta en la boca la lengua de

otro), de repente lo comprendo todo, como en una especie

de iluminación.
Varios / 12 Cuentos Chingones / 126

-¿Se trata de mi madre? –le pregunto, pero se niega

a contestarme.

-Si de verdad me quisieras, deberías saberlo por ti


mismo.

Y después de lamerse con la lengua los dedos que se

ha sacado de la vagina, me suelta:

-Ni se te ocurra traerme una oreja, un dedo, o algo

parecido. Lo que yo quiero es el corazón, ¿me oyes? El


corazón.
Todo el camino hacia Petah Tikva, que son dos

autobuses, llevo conmigo el cuchillo. Un cuchillo de

metro y medio que ocupa dos asientos. Hasta le he tenido

que pagar boleto. Pero ¡qué no haría yo por ella, qué no


haré por ti, linda! Toda la calle Stampfer la he bajado

a pie con el cuchillo en la espalda como un árabe


suicida cualquiera. Mi madre sabía de mi llegada, así es

que me ha preparado un guiso con unas especias para

morirse, como sólo ella sabe hacerlo. Me limito a comer


en silencio sin pronunciar ni una sola palabra. Quien se

traga las tunas con todo y espinas, que luego no se


queje de almorranas.

-¿Cómo está Miri? –Pregunta mi madre-. ¿Está bien tu

amada? ¿Sigue metiéndose esos dedos tan regordetes en la

vagina?
Varios / 12 Cuentos Chingones / 127

-Bien –le respondo yo-, la verdad es que muy bien.

Me ha pedido tu corazón. Ya sabes, para poder estar

segura que la quiero.


-Llévale el de Baruj –se ríe-, es imposible que

llegue a darse cuenta de que no es el mío.

-¡Ay, mamá! –Me enojo-, que no estamos en la fase de

mentirnos, Miri y yo estamos en momento de sincerarnos.

-Está bien –suspira-, pues llévale el mío, que no


quiero que se peleen por mi culpa, lo que me hace
pensar, por cierto, ¿en dónde tienes tú la prueba para

que tu madre que te ama que le demuestre que tú también

le corresponde amándola un poquito?

Furioso, lanzo el corazón de Miri contra la mesa con


un golpe seco. ¿Por qué no me creerán? ¿Por qué siempre

me ponen a prueba? Y ahora, tengo que hacer el camino de


vuelta en dos autobuses con este cuchillo y el corazón

de mi madre. Y eso que seguro de que ella no estará en

casa, que va a volver otra vez con su novio anterior.


Aunque no culpo a nadie, sólo me culpo a mí mismo.

Hay dos clases de personas, a las que les gustar


dormir del lado de la pared y a las que les gusta dormir

al lado de las que las van a empujar fuera de la cama.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 128

El emisario

Otro cuento de perros. De cuando alguien más está vivo

por ti, o de cuando vives y sientes a través de algo


más: un cuento, una peli o un peludo husmeador. El

viejito, Ray Bradbury, haciendo de la suyas con este

gran cuento de El país de octubre.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 129

El emisario de Ray Bradbury

Supo que había llegado de nuevo el otoño, porque Torry

entró retozando en la casa, trayendo con él un

refrescante olor a otoño. En cada uno de sus perrunos

rizos negros llevaba una muestra del otoño: tierra

húmeda, con la humedad peculiar de aquella estación, y

hojas secas, color de oro pajizo. El perro olía

exactamente igual que el otoño.

Martin Christie se incorporó en la cama y alargó una

mano pálida y pequeña. Torry ladró y exhibió una

generosa longitud de lengua, la cual pasó una y otra vez

por el dorso de la mano de Martin. Torry la lamía como

si fuera una golosina. “A causa de la sal”, declaró

Martin, mientras Torry se encaramaba a la cama de un

salto.

—Baja —le advirtió Martin—. A mamá no le gusta que

te subas a la cama. —Torry aplastó sus orejas—. Bueno…—

condescendió Martin—. Pero sólo un momento, ¿eh?


Torry calentó el delgado cuerpo de Martin con su

calor perruno. Martin aspiró intensamente el olor que se

desprendía del perro, un olor a tierra húmeda y a hojas

secas. No le importaba que mamá gruñera. Después de

todo, Torry era un recién nacido. Recién salido de las


Varios / 12 Cuentos Chingones / 130

entrañas del otoño.

—¿Qué has visto por ahí, Torry? Cuéntamelo.

Tendido allí, Torry se lo contaría. Tendido allí,


Martin sabría qué aspecto tenía el otoño; como antes,

cuando la enfermedad no le había postrado en la cama.

Ahora, su único contacto con el otoño era el perro, con

su olor a tierra húmeda y a hojas secas, color de oro

pajizo.
—¿Dónde has estado hoy, Torry?
Pero Torry no tenía que contárselo. Martin lo sabía.

Había trepado hasta lo alto de una colina, por un

sendero tapizado de hojas secas, para ladrar desde allí

su canino deleite. Había vagabundeado por la ciudad


pisando el barro formado por las intensas lluvias. Allí

había estado Torry.


Y los lugares visitados por Torry, podían ser

visitados después por Martin; porque Torry se los

revelaba siempre por el tacto, a través de la humedad,


la sequedad o el encrespamiento de su piel. Y, tendido

en la cama, con l mano apoyada sobre Torry, Martin


conseguía que su mente reconstruyera cada uno de los

paseos de Torry a través de los campos, a lo largo de la

orilla del río, por los senderos bordeados de tumbas del

cementerio, por el bosque…A través de su emisario,


Varios / 12 Cuentos Chingones / 131

Martin podía ahora establecer contacto con el otoño.

La voz de su madre se acercaba, furiosa.

Martin empujó al perro.


—¡Baja, Torry!

Torry desapareció debajo de la cama en el mismo

instante en que se abría la puerta de la habitación y

aparecía mamá, echando chispas por sus ojos azules.

Llevaba una bandeja de ensalada y jugos de fruta.


—¿Está Torry aquí? —preguntó.
Al oír pronunciar su nombre, Torry golpeó

alegremente el suelo con la cola.

Mamá dejó la bandeja sobre la mesilla de noche, con

aire impaciente.
—Ese perro es una calamidad. Siempre está metiendo

las narices por todas partes y cavando agujeros. Esta


mañana ha estado en el jardín de Miss Tarkins, y ha

excavado uno enorme. Miss Tarkins está furiosa.

—¡Oh! —Martin contuvo la respiración.


Debajo de la cama no se produjo el menor movimiento.

Torry sabía cuándo tenía que mantenerse quieto.


—Y no es la primea vez —dijo mamá—.¡El de hoy es el

tercer agujero que cava esta semana!

—Tal vez esté buscando algo.

—Lo que se está buscando es un disgusto. Es un


Varios / 12 Cuentos Chingones / 132

chafardero incorregible. Siempre está metiendo las

narices donde no le importa. ¡Dichosa curiosidad!

Hubo un tímido pizzicato de cola debajo de la cama.


Mamá no pudo evitar una sonrisa.

—Bueno —concluyó—, si no deja de cavar agujeros en

los patios, tendré que atarle y no dejarle salir más.

Martin abrió su boca de par en par.

—¡Oh, no, mamá! ¡No hagas eso! Si lo hicieras, yo no


sabría…nada. Él me lo cuenta todo.
La voz de mamá se ablandó.

—¿De veras, hijo mío?

—Desde luego. Sale por ahí y cuando regresa me

cuenta todo lo que ocurre.


—Me alegro de que te lo cuente todo. Me alegro de

que tengas a Torry.


Permanecieron unos instantes en silencio, pensando

en lo que hubiera sido el año que acababa de transcurrir

sin Torry. Dentro de dos meses, pensó Martin, podría


abandonar el lecho, según decía el médico, y salir de

nuevo a la calle.
—¡Sal, Torry!

Murmurando palabras cariñosas, Martin ató la nota al

collar del perro. Era un cartoncito cuadrado, con unas

letras dibujadas en negro:


Varios / 12 Cuentos Chingones / 133

Me llamo Torry. ¿Quiere hacerle una visita a mi

dueño, que está enfermo? ¡Sígame!

La cosa daba resultado. Torry paseaba aquel


cartoncito por el mundo exterior, todos los días.

—¿Le dejarás salir, mamá?

—Sí, si se porta bien y no cava más agujeros.

—No lo hará más. ¿Verdad, Torry?

El perro ladró.
***
El perro se alejó de la casa, en busca de

visitantes. El día anterior había traído a mistress

Holloway, de la Elm Avenue, con un libro de cuentos como

regalo; el día antes Torry se había sentado sobre sus


patas traseras delante de míster Jacob, el joyero,

mirándole fijamente. Míster Jacob, intrigado, se había


inclinado a leer el mensaje y se había apresurado a

hacerle una corta visita a Martin.

Ahora, Martin oyó al perro regresando a través de la


humeante tarde, ladrando, corriendo, ladrando de nuevo…

Detrás del perro, unos pasos ligeros. Alguien tocó


el timbre de la puerta, suavemente. Mamá respondió a la

llamada. Unas voces hablaron.

Torry corrió arriba, se encaramó al lecho de un

salto. Martin se inclinó hacia delante, excitado, con


Varios / 12 Cuentos Chingones / 134

los ojos brillantes, para ver quién subía a visitarle

esta vez. Quizás miss Palmborg, o míster Ellis, o miss

Jendriss, o…
El visitante subía la escalera hablando con mamá.

Era una voz femenina, juvenil, alegre.

Se abrió la puerta.

Martin tenía compañía.

***
Transcurrieron cuatro días, durante los cuales Torry
hizo su trabajo, informó de la temperatura ambiente, de

la consistencia del suelo, de los colores de las hojas,

de los niveles de la lluvia, y, lo más importante de

todo, trajo visitantes.


A miss Haight, otra vez, el sábado. Miss Haight era

la joven sonriente y guapa con el brillante pelo castaño


y el suave modo de andar. Vivía en la casa grande de

Park Street. Era su tercera visita en un mes.

El domingo vino el reverendo Vollmar, el lunes miss


Clark y míster Henricks.

Y, a cada uno de ellos, Martin les explicó su perro.


Cómo en primavera olía a flores silvestres y a tierra

fresca; en verano tenía la piel caliente y el pelo

tostado por el sol; en otoño, ahora, un tesoro de hojas

doradas ocultas entre su pelaje, para que Martin pudiera


Varios / 12 Cuentos Chingones / 135

explorarlo. Torry demostraba este proceso a los

visitantes, tendiéndose boca arriba, esperando ser

explorado.
Luego, una mañan, mamá le habó a Martin de Miss

Haight, la joven guapa y sonriente.

Estaba muerta.

Había fallecido en un accidente de automóvil en Glen

Falls.
Martin estaba cogido a su perro, recordando a Miss
Haight, pensando en su modo de sonreír, pensando en sus

brillantes ojos, en su maravilloso pelo castaño, en su

delgado cuerpo, en su andar suave, en las bonitas

historias que contaba acerca de las estaciones y de la


gente.

Ahora está muerta. No sonreiría ni contaría


historias nunca más. Porque estaba muerta.

—¿Qué hacen en la tumba, mamá, debajo del suelo?

—Nada.
—¿Quieres decir que se limitan a estar tendidos

allí?
—A descansar allí —rectificó mamá.

—¿A descansar allí…?

—Sí —dijo mamá—. Eso es lo que hacen.

—No parece que tenga que ser muy divertido.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 136

—No creo que lo sea.

—¿Por qué no se levantan y salen a dar un paseo de

cuando en cuando si están cansados de estar allí?


—Bueno, ya has hablado bastante por hoy —dijo mamá.

—Sólo quería saberlo.

—Pues ahora ya lo sabes.

—A veces creo que Dios es tonto.

—¡Martin!
Pero Martin estaba lanzado.
—¿No crees que podría tratar mejor a la gente, y no

obligarla a permanecer allí tendida, sin moverse? ¿No

crees que podía encontrar un sistema mejor? Cuando yo le

digo a Torry que se haga el muerto, lo hace durante un


rato, pero cuando se cansa mueve la cola, y parpadea, y

le dejo que se levante y salte a mi cama…Apuesto lo que


quieras a que a esas personas que están en la tumba les

gustaría poder hacer lo mismo, ¿verdad Torry?

Torry ladró.
—¡Basta! —dijo mamá, en tono firme—. ¡No me gusta

que hables de esas cosas!


***

El otoño continuó. Torry corrió a través de los

bosques, a lo largo de la orilla del río, por el

cementerio, como era su costumbre, y arriba y abajo de


Varios / 12 Cuentos Chingones / 137

la ciudad, sin olvidar nada.

A mediados de octubre, Torry empezó a obrar de un

modo muy raro. Al parecer, no podía encontrar a nadie


que viniera a visitar a Martin. nadie parecía prestar

atención a su cartoncito. Pasó siete días seguidos sin

traer a ningún visitante. Martin estaba profundamente

desilusionado por ello.

Mamá se lo explicó.
—Todo el mundo está ocupado, hijo mío. La guerra, y
todo eso…La gente tiene otras preocupaciones para andar

leyendo los cartoncitos que un perro lleva colgados al

cuello.

—Sí —dijo Martin—, debe de ser eso.


***

Pero la cosa era algo más complicada. Torry tenía un


extraño brillo en los ojos. Como si en realidad no

buscara a nadie, o no le importara, o…algo. Algo que

Martin no conseguía imaginar. Tal vez Torry estaba


enfermo. Bueno, al diablo con los visitantes. Mientras

tuviera a Torry, todo iba bien.


Y entonces, un día, Torry salió de casa y no

regresó.

Martin esperó tranquilamente al principio. Luego…

nerviosamente. Luego… ansiosamente.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 138

A la hora de cenar oyó que papá y mamá llamaban a

Torry. No ocurrió nada. Fue inútil. No hubo ningún

sonido de patas a lo largo del sendero que conducía a la


casa. Ningún ladrido desgarró el frío aire nocturno.

Nada, Torry se había marchado. Torry no iba a regresar a

casa… nunca.

Unas hojas cayeron más allá de la ventana. Martin

hundió el rostro en la almohada, sintiendo un agudo


dolor en el pecho.
El mundo estaba muerto. Ya no había otoño, porque no

había ya ninguna piel que lo trajera a la casa. No

habría invierno, porque no habría unas patas humedecidas

de nieve. No habría más estaciones. No habría más


tiempo. El emisario se había perdido entre el tráfago de

la civilización, probablemente aplastado por un


automóvil, o envenenado, o robado, y no habría más

tiempo.

Martin empezó a sollozar. No tendría ya más contacto


con el mundo. El mundo estaba muerto.

***
Martin se enteró de que había llegado la fiesta de

Todos los Santos por los tumultos callejeros. Pasó los

tres primeros días de noviembre tumbado en la cama,

mirando al techo, contemplando en él las alternativas de


Varios / 12 Cuentos Chingones / 139

luz y de oscuridad. Los días se habían hecho más cortos,

más oscuros, lo sabía por la ventana. Los árboles

estaban desnudos. El viento de otoño cambió su ritmo y


su temperatura. pero sólo era un espectáculo en la parte

exterior de su ventana, nada más.

Martin leía libros acerca de las estaciones y de la

gente de aquel mundo que ahora no existía. Escuchaba

todos los días, pero no oía los sonidos que deseaba oír.
Llegó el viernes por la noche. Sus padres iban a ir
al teatro. Miss Tarkins, la vecina de la casa contigua,

se quedaría un rato hasta que Martin cayera dormido, y

luego se marcharía a su casa.

Mamá y papá entraron a darle las buenas noches y


salieron al encuentro del otoño. Martin oyó el sonido de

sus pasos en la calle.


Miss Tarkins se quedó un rato, y cuando Martin dijo

que estaba cansado, apagó todas las luces y se marchó a

su casa.
A continuación, silencio. Martin permaneció tendido

en la cama, contemplando las estrellas que se movían


lentamente a travé del cielo. Era una noche clara,

iluminada por la luz de la luna. Una noche para

vagabundear con Torry a través de la ciudad, a través

del dormido camposanto, a lo largo de la orilla del río,


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cazando fantasmales sueños infantiles.

Sólo el viento era amistoso. Las estrellas no

ladraban. Los árboles no se sentaban sobre sus patas


traseras con expresión suplicante. Sólo el viento

agitaba su cola contra la casa de cuando en cuando.

Eran más de las nueve.

Si Torry regresara ahora a casa, trayendo con él

algo del mundo exterior… Un cardo, empapado en escarcha,


o el viento en sus orejas. Si Torry regresara…
Y entonces, en alguna parte, se produjo un sonido.

Martin se incorporó en la cama, temblando. La luz de


las estrellas se reflejó en sus pequeños ojos. Tendió el

oído, escuchando.
El sonido se repitió.

Era tan leve como una punta de aguja moviéndose a

través del aire a millas y millas de distancia.

Era el fantástico eco de un perro… ladrando.

Era el sonido de un perro acercándose a través de


campos y arroyos, el sonido de un perro corriendo,

lanzando su aliento al rostro de la noche. El sonido de

un perro dando vueltas y corriendo. Se acercaba y se

alejaba, crecía y disminuía, avanzaba y retrocedía, como

si alguien lo llevara cogido de una cadena. Como si el


perro estuviera corriendo y alguien le silbara desde
Varios / 12 Cuentos Chingones / 141

atrás y el perro retrocediera, dando la vuelta, y echara

a correr de nuevo hacia la casa.

Martin sintió que la habitación giraba a su


alrededor, y la cama tembló con su cuerpo. Los muelles

se quejaron con sus vocecitas metálicas.

El débil ladrido siguió avanzando, creciendo más y

más.

¡Torry, ven a casa! ¡Torry, ven a casa! ¡Torry,


muchacho, oh, Torry! ¿Dónde has estado? ¡Oh, Torry,
Torry!

Otros cinco minutos. Cada vez más cerca, y Martin

pronunciando el nombre del perro una y otra vez. Perro

malo, perro malvado, marcharse de casa y dejarle solo


tantos días… Perro malo, perro bueno, ven a casa, oh,

Torry, ven a casa y cuéntamelo todo… Las lágrimas


cayeron y se disolvieron sobre el edredón.

Más cerca ahora. Muy cerca. En la misma calle,

ladrando. ¡Torry!
Martin oyó su respiración. El sonido de las patas

del perro en el montón de hojas secas, en el sendero que


conducía a la casa. Y ahora… junto a la misma casa,

ladrando, ladrando, ladrando. ¡Torry!

Ladrando junto a la puerta.

Martin se estremeció. ¿Bajaría a abrir al perro, o


Varios / 12 Cuentos Chingones / 142

debía esperar que papá y mamá regresaran a casa?

Esperar. Sí, tenía que esperar. Pero sería insoportable

si, mientras esperaba, el perro volvía a marcharse. No,


bajaría a abrir, y su querido perro saltaría a sus

brazos otra vez. ¡Torry!

Había empezado a escurrirse de la cama cuando oyó el

otro sonido. La puerta que se abría. Alguien había sido

lo bastante amable como para abrirle la puerta a Torry.


Torry había traído un visitante, desde luego. Mr.
Buchanan, o Mr. Jacobs, o quizás Miss Tarkins.

La puerta se abrió y se cerró y Torry corrió

escaleras arriba, entró en la habitación y se encaramó

al lecho de un salto.
—¡Torry! ¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho toda esta

semana?
Martin reía y lloraba al mismo tiempo. Se abrazó al

perro. Y entonces dejó de reír y de llorar,

repentinamente. Se quedó mirando a Torry con ojos


asombrados.

El olor que había traído Torry era… distinto.


Era un olor a tierra. A tierra muerta. A tierra que

olía a putrefacción, a tumba. De las patas de Torry se

desprendieron pegotes de tierra putrefacta. Y… algo más.

Un pequeño trozo blanquecino de… ¿piel?


Varios / 12 Cuentos Chingones / 143

¿Lo era? ¡Lo era! ¡LO ERA!

¿Qué clase de mensaje le traía Torry? ¿Qué

significaba aquel mensaje? La tierra era… la espantosa


tierra del cementerio.

Torry era un perro malo. Siempre cavando donde no

debía.

Torry era un perro bueno. Siempre haciendo amigos

con la misma facilidad. Torry era un perro bueno. Todo


el mundo simpatizaba con él. Y Torry traía a la gente a
casa.

Y ahora, el último visitante estaba subiendo la

escalera:

Lentamente. Arrastrando un pie detrás del otro,


penosamente, lentamente, lentamente, lentamente.

—¡Torry, Torry! ¿Dónde has estado? —gritó Martin.


Un pegote de tierra húmeda se desprendió del pecho

del perro.

La puerta de la habitación se abrió.


Martin tenía compañía.
Varios / 12 Cuentos Chingones / 144

La noche del perro

Un cuento de Francisco Tario, un escritor raro, chingón,

completamente original. Lejos del canon de mamarrachos


que se llevan las palmas en este país. Este cuento,

además, me llega duro, porque desde niño los perrunos

callejeros, hermosas bestias de ternura, han sido mi


Varios / 12 Cuentos Chingones / 145

fascinación.

La noche del perro de Francisco Tario

Mi amo se está muriendo. Se está muriendo solo, sobre su

catre duro, en esta helada buhardilla, adonde penetra la

nieve.

Mi amo es un poeta enfermo, joven, muy triste, y tan

pálido como un cirio.

Se muere así, como vivió desde que lo conozco:

silenciosamente, dulcemente, sin un grito ni una

protesta, temblando de frío entre las sábanas rotas. Y

lo veo morir y no puedo impedirlo porque soy un perro.

Si fuera un hombre, me lanzaría ahora mismo al arroyo,

asaltaría al primer transeúnte que pasara, le robaría la

cartera e iría corriendo a buscar a un médico. Pero soy

perro, y, aunque nuestra alma es infinita, no puedo sino

arrimarme al amo, mover la cola o las orejas, y mirarlo

con mis ojos estúpidos, repletos de lágrimas.


Quisiera al menos hablarle, consolarle, pues sé que

aunque es muy desgraciado, ama la vida, las cosas bellas

y claras, el agua, los árboles…

Está tísico y morirá irremediablemente. Yo también

lo estoy, pero ello importa poco. Él es un poeta, y yo


Varios / 12 Cuentos Chingones / 146

un perro de la calle. Un perro —como hay tantos— a quien

el poeta mantiene y cuida a costa de tremendos

sacrificios; un perro que, una cruda noche de invierno,


lo asaltó a la puerta de un tugurio, medio muerto de

hambre y de fiebre. Me tomó entonces consigo, me condujo

a su casa, encendió la estufa y se asomó a mis ojos

intranquilamente. Adiviné al punto sus propósitos. Me

dijo:
—¿Quieres ser mi amigo?
Aquella noche —y otras muchas— me cedió su leche, su

pan duro, sus mantas viejas. Sin embargo, no logré

conciliar el sueño, agobiado por la melancolía más

terrible.
“¿Qué podría yo hacer para ayudar a este hombre?” —

me preguntaba continuamente.
Y esta alma buena que llevamos todos los perros

dentro me aconsejó al instante:

“Seguirlo siempre a donde vaya.”


Así lo he hecho. No me he apartado de él un segundo.

Conozco, pues, todas sus penurias, sus íntimas alegrías,


sus versos; conozco su enfermedad, sus pensamientos, sus

dudas y todas sus zozobras. Mientras escribe, me

acurruco entre sus pies y no oso respirar; mientras

duerme, yo duermo; cuando no come, no como yo tampoco;


Varios / 12 Cuentos Chingones / 147

cuando sale a pasear, lo acompaño siempre; vamos muy

juntos —él delante, yo detrás— a la orilla del río

solitario, durante los atardeceres del estío. Cuando


entra a alguna taberna lo aguardo en la puerta y, si

sale borracho, lo guío, lo guío a través de los

callejones obscuros, tortuosos.

Desdichadamente, el alcohol produce en su organismo

desastrosos efectos. En vez de tumbarse a dormir, según


acostumbran a hacer otros hombres que conozco, se
exaspera, se enfurece. Escribe y rasga luego los

papeles; golpea los muebles con sus puños; se asoma a la

ventana y gime; desgarra las sábanas y lo destroza todo.

Yo escapo hacia cualquier refugio, pero él me busca y,


al encontrarme, se quita el cinto, lo sacude en el aire

y, con las fuerzas de que es capaz, comienza a golpearme


bárbaramente, despiadadamente, hasta hacerme sangrar por

la boca.

—¡Bestia! ¡Bestia! —me grita.


Y yo callo sin moverme, soportando los golpes. Veo

chorrear mi sangre y me bebo las lágrimas. No protesto.


Ni un gruñido impertinente, ni una sola actitud de

rebeldía. Pienso en su rostro tan pálido, en sus

pulmones enfermos, en su mirada tan honda, y me digo:

“Amalo, ámalo aunque te duelan los golpes.”


Varios / 12 Cuentos Chingones / 148

Y lo amo. ¡Cómo no he de amarlo! Lo amo como a mi

propia vida.

Más tarde, sofocado, febril, castañeteando los


dientes, se deja caer sobre el catre. Yo salto a su lado

y, él, acogiéndome entre sus brazos frágiles, rompe a

llorar desesperadamente. —Mi Teddy, mi pobre Teddy… —me

dice. Entonces moja en agua su pañuelo sucio y me va

limpiando, una a una, las heridas. A continuación, quita


las mantas del lecho, cubriéndome con ellas.
—¡Duerme! —prorrumpe sollozando—. No soy sino un

malvado borracho. ¿Me perdonas?

Por complacerlo únicamente finjo dormir; pero

escucho, escucho los poemas que él me ha escrito y que


repite a gritos por la buhardilla, secándose las

lágrimas con la manga.


Mi amo se está muriendo, y, como soy un perro, no

acierto a impedirlo. No puedo secar el sudor de su

frente; no puedo espantar la fiebre que lo consume; no


puedo aliviar su respiración ahogada; no puedo ofrecerle

ni un vaso de agua. ¡Qué silencio más horrendo el de


esta noche de diciembre! ¡Qué quietud y qué nieve más

espantosas! ¡Qué infamia la vida! Y yo, un perro, un

triste ser inútil, incapaz de algo importante.

Si supiera hablar, le diría:


Varios / 12 Cuentos Chingones / 149

“Perdóname por haber nacido perro. Perdóname por no

poder hacer otra cosa que verte morir. Perdóname. Pero

te amo, te amo con un amor como no hay otro sobre la


Tierra; como es incapaz de comprender el hombre… el

hombre, salvo tú, mi amo. ¡Si supieras las lágrimas que

he derramado, viendo el pan duro y la leche agria que

almuerzas! ¡Si supieras qué noches de insomnio he pasado

bajo tu catre oyéndote toser, toser implacablemente, con


esa tos seca y breve que me duele más que todos los
golpes sufridos! ¡Si supieras —cuando escapaba de tu

lado— cuántas calles he recorrido en busca de un

mendrugo, con la esperanza de no quitarte a ti una sola

migaja de tu alimento! ¡Si supieras qué enfermo me


siento y qué triste! Yo también estoy tísico. Yo también

moriré pronto; y si tú mueres, me alegro de hacerlo


juntos… ¡Ay! Si tuvieras hijos, mi amo, ellos serían

jóvenes y tendrían, a pesar de tu muerte, regocijos

mayores que su pesadumbre. Si tuvieras mujer, te


olvidaría pronto por otro hombre. Si tuvieras padres,

pensarían en sus otros hijos. Si tuvieras amigos,


tendrían ellos otros amigos…Tu perro, en cambio, no

tiene a nadie sino a ti. Ningunos ojos lo miran, que los

tuyos; nadie le sonríe, sino tú; sólo tu calor le

alivia; a nadie sigue, sino a ti. Morirás, y él no


Varios / 12 Cuentos Chingones / 150

comerá más, no dormirá más; se entregará a su dolor. ¡Si

supieras cómo te amo, te amo!”

Pero no sé hablar. Sólo sé menear la cola y llorar


con mis lágrimas estériles. ¿Me permites acariciarte?

Como de costumbre, mi dueño me comprende. Y con esa

sensibilidad prodigiosa de poeta y tísico, penetra hasta

mis más tenues reflexiones. Me pide ahora, con una voz

que escasamente distingo:


—Súbete, Teddy.
Salto y me enrosco junto a él, a sabiendas de que no

le inspiro ningún asco. Me espantan, en cambio, sus

ojos.

“Es la muerte” —adivino.


Y lo es.

¡Los perros nunca erramos a este respecto! Nuestra


mirada ahonda más allá que la de los hombres. Nuestro

olfato es más sutil. Tenemos, por otra parte, un don

espléndido: la adivinación. Y así es que descubrimos a


la muerte, por mucho que ella se esconda: la presentimos

en las tinieblas, encaramada sobre las cercas, bajo los


puentes, durante las ferias, en la niebla…

Él me dice:

—Tengo frío, Teddy.

Me contraigo aún más y, disimuladamente,


Varios / 12 Cuentos Chingones / 151

esforzándome por no preocuparlo demasiado, le suministro

calor con mi aliento. Noto sus manos heladas, flácidas,

inmóviles, y evoco esos jardines tan risueños que


existen al pie de los palacios y en cuyos macizos crecen

altos y frescos los lirios. ¡Pobres manos de poeta!

¡Pobres flores! Pronto, pronto, se cerrarán para

siempre.

—Me estoy muriendo —gimes


Respira, con el rostro en alto, y agrega:
—Te quedarás, pues, tan sólito…

Señala con gran trabajo la ventana negra. Me oprime

el lomo.

—¿Nos volveremos a ver en algún sitio?


Callamos. Cae sobre el tejado la nieve, silba el

viento doloridamente, y yo pienso con angustia en todos


los perros del universo: en mis camaradas buenos, la

mayoría tan melancólicos, abrumados por esta alma

nuestra que nos han dado, demasiado grande por cierto


para unos miserables seres que no hablan ni escriben.

—Tengo frío —repite el amo—. Es un frío terrible,


créeme.

Y luego:

—Cuenta, mi pobre amigo, qué vas a hacer cuando yo

esté en el pozo. Dime con quién te irás, en quién


Varios / 12 Cuentos Chingones / 152

piensas ir dejando esa bondad admirable que no te cabe

dentro del pecho… Dime a quién vas a mirar con tus ojos

verdes, vivos. Dime quién va a ser tu compañero


entonces…

Yo lloro, sin reprimirme.

—¿Te irás, quizá, con algún borracho de esos que

maltratan a los animales?

—Callo.
—¿Te irás, di, y me olvidarás? ¿Te olvidarás de este
pobre poeta muerto?

Se endereza y vuelve a caer. Tose, tose y solloza,

con sus negros ojos extáticos, perdidos en la última

noche. Me aprisiona contra él. Hunde sus uñas en mí. Me


hiere. Ya no sabe acariciarme. Ya no comprende el

placer, la ternura, el dolor. No comprende nada de lo


que comprendía tan bien antes. Va olvidándolo todo,

trastornándolo todo, todo menos mi nombre.

—Teddy… Teddy… Teddy…


Y se muere.

Nadie podrá creerme, pero es tan inmensa mi soledad


y mi horror en estos momentos ¡que para qué mentir ya!

Yo le cerré los ojos cuidadosamente, sin arañarlo,

como si tocara una hostia. Yo le cerré la boca y lo

cubrí todo entero con las sábanas. Después, tomando


Varios / 12 Cuentos Chingones / 153

entre mis dientes un haz de flores secas y de versos, se

los regué encima así, esparcidos por el catre, igual que

una bendita nevada. Hecho esto, huí hacia el rincón más


cercano —donde duermo a veces— y rompí a aullar, a

aullar con el cuello tieso y el alma hecha pedazos,

consumiendo las últimas fuerzas de que dispongo.

Cuando los perros aullan, sé que los hombres se

asustan: no, no hay nada qué temer. Los perros aullamos


del mismo modo que los hombres lloran y hacen otras
cosas. Es un hecho sin importancia, enteramente natural,

y que a nadie atañe, sino a nosotros mismos. Por

ejemplo, yo aúllo ahora porque me encuentro solo, porque

siento frío aquí dentro y porque me voy a morir muy


pronto. En cuanto lleve a mi amo al camposanto.

Nadie, sino yo, asistió al entierro. Nadie, sino yo,


lo vio bajar al pozo, desaparecer bajo la tierra suelta…

Y lo he dejado allí, metido en un cajón negro, solo, sin

una luz ni una manta. Solo, como no debiera dejarse ni a


un perro.

“¡Qué ignominia es la vida! —pienso mientras camino.


Y el cementerio queda atrás, coronado por la niebla—.

¡Qué cosa más frágil y cruel! ¡Qué soledad tan pavorosa

la de los que se mueren! ¡Qué soledad y negrura las de

mi amo! ¡Y cómo amaba la luz, el río, las hojas verdes y


Varios / 12 Cuentos Chingones / 154

luminosas! ¡Cómo temía a la muerte!”

Cierta vez me dijo:

—Quisiera morir en mitad del mar, ahogado de luz y


agua.

Como estaba tísico, le horrorizaba esa cosa apretada

y dura que es la fosa.

—¿Quién podrá respirar allí, mi buen Teddy?

Pues allí está. Allí, donde lo han echado ahora.


Donde la humedad penetra y el sol no. Y sus blancas
manos de poeta —sus manos llenas de lágrimas y versos—

pronto serán unas impuras raíces, retorcidas como dos

culebras. Igual, igual que si jamás hubieran vivido.

¡Qué abandono el mío también! ¡Qué oprobio!


Súbitamente, cuando más abstraído caminaba bajo las

hojas que caían, pierdo la noción de las cosas y ruedo


largo trecho sobre las piedras. No acierto a descifrar

nada, ni escucho otra cosa que el batir anhelante de mi

corazón contra el pecho: es sólo por esto último que


comprendo que no he muerto. Pero, ¿y esa gente? ¿Y esta

lluvia que me duele tanto?


Voy abriendo poco a poco los ojos, notando que sólo

uno de ellos me sirve; con el otro distingo apenas un

manchón rojo y difuso que palpita o gira, formando

círculos luminosos… Siento el vientre como una inmensa


Varios / 12 Cuentos Chingones / 155

boca abierta. Veo pies de hombres, de mujeres, de niños

descalzos. Una chimenea alta y negra que humea sobre el

cielo gris de la tarde. Un carruaje… otro…


Percibo, demasiado remoto:

—Iba por ahí y lo mató aquel carro.

Descubro al asesino, saltando sobre las charcos.

Oigo claxons, claxons, claxons. Y, de pronto, un policía

que llega, bestial como un gigante, aparta al grupo de


curiosos.
—¿Qué ocurre? —indaga muy fríamente.

—Un perro —contesta alguien.

Y el policía, con su bota de tachuelas, me arroja de

tres puntapiés a la cuneta.


Como estoy tísico, muero de frío al amanecer.
Varios / 12 Cuentos Chingones / 156

10

El contador de historias

Este cuento (que más bien no tiene nombre) es parte de

un cuento más grande, de una historia armada por muchas

otras historias: una novela de un escritor libanés. Lo


escuché por primera vez en una feria del libro hace
Varios / 12 Cuentos Chingones / 157

muchos años y se me quedó grabado en las tripas,


literalmente.

De Rabih Alameddine

Una vez, no hace mucho tiempo, había un niño de tu misma

edad, que vivía con su familia en un pequeño pueblo, no

muy distinto a este, no muy lejos de aquí. La familia no

tenía mucho dinero. El padre era albañil, la madre se

ocupaba de las labores domésticas y era una gran

cocinera. Todos los hijos tenían tareas asignadas:

nuestro héroe era el pastor de la familia.

Todas las mañanas llevaba a las ovejas hasta los campos.

Las veía pastar, se aseguraba de que no se alejaban y

las protegía de zorros, lobos y hienas indeseables. Las

ovejas apreciaban al niño, así que no se apartaban mucho

de él. Su trabajo se convirtió en una tarea fácil que le


dejaba tiempo para jugar. Al principio jugaba con palos

y piedras; formó un cuadrado a base de ramas y construyó

un corral, con piedrecitas como si fueran ovejas. Pero


luego los corderitos se acercaron al falso corral, para

llamar su atención. Así que dejó de jugar con piedras y

palos y se convirtió en un cordero más: saltaba con


Varios / 12 Cuentos Chingones / 158

ellos, se revolcaba como ellos y fingía mascar los

arbustos silvestres de lavanda. Era uno más del rebaño.

Aquella noche al volver a casa pensó que se había

divertido tanto jugando que desearía ser un cordero.

Antes de acostarse oyó que sus padres discutían por

temas de dinero.

-Tenemos tantas bocas que alimentar. Se quejaba la

madre-. ¿Cómo vamos a conseguir comida para todos?

-Tenemos las ovejas -la tranquilizó el padre-. Tenemos

un poco de dinero. Yo trabajo. Sobreviviremos. Hemos

sobrevivido durante generaciones.

Pero siguieron discutiendo, y el chico no pudo conciliar

el sueño.

Al día siguiente él y los corderos volvieron a jugar con

las ovejas como únicos testigos. El chico y los

corderitos corrieron, retozaron y chocaron unos con


otros. Volvió a casa muy contento, pero al abrir la

puerta, ansioso por contarles a sus padres lo mucho que

había disfrutado ese día, los encontró discutiendo de


Varios / 12 Cuentos Chingones / 159

nuevo.

-¿Cómo has podido prometer algo así? –preguntaba la

madre-.

No tenemos suficiente comida para nuestros hijos, ¿y

quieres dar un banquete? ¿Es que no tienes cabeza? ¿No

comprendes lo grave de nuestra situación?

-¿Cómo te atreves? -gritó el padre a la madre-. Estamos

hablando del bey. Es un honor. Se presencia bendecirá

esta casa. No comprendo como puedes pensar que no lo

quieres en casa. La mayoría de la gente moriría por

disfrutar de una oportunidad igual.

-¿Qué ha hecho el bey por mi familia?- susurró la madre.

El padre le propinó una bofetada. El niño corrió a su


cuarto.

Antes de dormirse, nuestro héroe rezó. Deseó ser un

cordero y poder pasarse el día sn más preocupaciones que

corretear por los pastos. Deseó que su familia fuera


feliz. Deseó ser él quien les proporcionara esa
Varios / 12 Cuentos Chingones / 160

felicidad. Al día siguiente despertó en el corral de las

ovejas. Miró a su alrededor y vio a todos sus amigos,

los demás corderos, y se sintió feliz por hallarse con

ellos, por ser finalmente un cordero más. Balaban con

alegría. Todos brincaban.

El padre y la madre salieron juntos de la casa y se

encaminaron hacia el corral.

-Peligro, peligro-dijo la oveja de más edad-. Los

malvados se acercan.

-No, no-dijo el chico-. No son malos. Son mi familia.

– Cuando esos dos vienen juntos -dijo otra oveja-, una

de nosotras desaparece.

El padre y la madre entraron en el corral.

Intentaron decidir que cordero escoger.

-Miradme-gritaba el chico-. Miradme. Miradme.

– Este-dijo la madre-. Hace mucho ruido.

-Parece tierno y jugoso- añadió el padre. Puso el lazo


Varios / 12 Cuentos Chingones / 161

alrededor de la cabeza del niño y lo sacó del corral.

-¡Pobre cordero! –dijo la más vieja de las ovejas

mientras todas veían cómo se lo llevaban.

Papá, papá -decía el corderito-. Ahora soy un cordero.

¿No te parece un milagro?

Y su padre cogió el cuchillo y le rajó la garganta.

Y el corderito vio cómo brotaba su propia sangre.

Y el padre le cortó la cabeza.

Y el padre le colgó de los tobillos para que se

desangrara.

Y la madre empezó a despellejarlo con sus propias manos.

Levantaba un pedacito de piel y golpeaba entre piel y

cuerpo, levantaba, golpeaba, levantaba, golpeaba, hasta

que por fin llegó al último fragmento de piel en sus

tobillos. Y le amputó los pies y las manos. Y le sacó


las entrañas. Y su madre lo asó a fuego lento.
Varios / 12 Cuentos Chingones / 162

Su padre esperaba. Su madre cocinaba. Sus hermanos

ayudaron a poner la mesa bajo el roble gigantesco. Sus

hermanas limpiaron la casa, esmerándose. Se vistieron

con sus mejores galas. A la hora del almuerzo, se

colocaron en fila y esperaron. La madre se preguntó

donde se habría metido nuestro héroe. Sus hermanos

apuntaron que probablemente soñando despierto, como

siempre. Aquel crío escurridizo se había vuelto a librar

de sus tareas. La familia esperó, esperó y esperó. Por

fin llegó el alcalde y anunció que el bey había decidido

no venir al pueblo.

El cordero estaba dispuesto en el centro de la mesa.

Toda la familia salivaba.

-Hoy te has superado a ti misma -dijo el padre a la

madre.

-Este cordero tenía una carne especialmente suculenta-

dijo la madre.

Y el niño notó como su padre lo cortaba.

-Id pasando los platos, niños –dijo la madre—Hoy

comeremos bien para variar.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 163

Y el niño sintió cómo sus hermanos le mordían la carne.

Cómo sus hermanas masticaban jugosos trozos de él.

-Sabe tan bien-dijeron sus hermanos.

– La mejor comida de nuestras vidas-dijeron sus

hermanas.

Y la madre le extrajo el estómago. Sus hermanos y

hermanas se pelearon por sus intestinos.

-Toma esto, querida –dijo el padre- Sé que te encanta.

-Y tú esto querido- repuso la madre-. Sé que te encanta.

– Soy muy feliz -dijo el padre.

-Soy muy feliz -convino la madre.

Y el niño sintió como su madre le mordía los testículos.

Y el niño sintió cómo su padre se tragaba un pedazo de

su corazón.
Varios / 12 Cuentos Chingones / 164

Y el niño fue feliz.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 165

11

Todos se han ido a otro planeta

Lydia me leyó este cuento. Yo estaba fumando asomado a

la ventana y, conforme su voz empujaba suavemente las


palabras, la historia resbalaba en mi garganta como un

liquido helado, de esos que abren grietas, de esas que

te recuerdan a ti mismo y las cosas que te duelen.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 166

Todos se han ido a otro planeta de Edmundo Valadés

Hay minutos en que todo parece escaparse de las manos.

El día ha sido como un cheque sin fondos. Hemos caminado

de prisa y de pronto nos detiene una duda: ¿dónde vamos?

Resulta que no lo sabemos. Una bruma desconsoladora nos

envuelve. Creemos que los anuncios luminosos y las

lámparas de los arbotantes no han sido bien encendidos.

Suponemos que el mundo es demasiado grande y que no lo

habita nadie. Algo así como si todos sus habitantes se

hubieran ido a pasear a otro planeta. La soledad nos

sobrecoge de improviso. Y con ella, el deseo punzante de

hacer algo indefinible, desde tomar una taza de café

hasta realizar una hazaña heroica. Y no es ni lo uno ni

lo otro. Buscamos dentro de nosotros mismos, nos

interrogamos: ¿qué será? No se atina con la respuesta.

Contempla uno la vida y la compara a una botica, en la

que hay de todo. Sin embargo, no tenemos la receta. No

puede saberse la medicina. Es el vacío.


Esa noche, Epigmenio no tenía la receta. Era uno de

esos días en que los pequeños y apurados planes que hace

cualquiera para tener una meta inmediata a la que

asirse, para salvarse del vacío, le habían fallado. La

muchacha que pretendía enamorar había faltado a la cita.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 167

Por esperarla, se pasó la hora de ir al cine a ver una

película del Indio Fernández. En el café, la tertulia de

amigos se había disuelto. Así como las grandes


calamidades se desatan simultáneamente, esas minúsculas

que cercan a los hombres a determinada hora y hacen

también su daño, se habían desatado contra Epigmenio. En

ese momento, se sentía el único habitante sobre la

tierra.
Esta sensación no es nada grata. Si se carece de
imaginación o se la posee en exceso, lo más fácil es

resbalar hacia una cantina. Epigmenio decidió entrar en

la más cercana y tomar algo fuerte. Ante el bar, con un

pie en el “estribo”, Epigmenio se puso a pensar. ¿Había


perdido algo? Cuando alguien se hace esas preguntas

precisamente frente a la barra de una cantina, lo


inevitable es que pida otra copa. Y que se siga con una

docena. Normalmente, a la duodécima, ese hombre se ha

salvado inesperadamente no se sabe por qué milagros del


alcohol. Se siente feliz en la tierra y la ve poblada

otra vez por sus habitantes, sus esperanzas, sus


alegrías. Hasta descubre desconocidos e interesantes

seres. Charla con cualquier ser humano, le surge una

ternura inusitada por el cantinero, todas las mujeres se

convierten en fáciles amores. Así son a veces las penas


Varios / 12 Cuentos Chingones / 168

humanas. Lo grave para Epigmenio fue que a la duodécima

copa se sintió más solo. Y un hombre que se siente solo

después de haber bebido doce copas y ya frente a la


decimotercera, es todo un drama. Es que ese hombre está

verdaderamente solo.

Posiblemente Epigmenio lo ignoraba. La soledad es

una revelación, como la urticaria. Uno está muy bien. De

repente, hay una comezón terrible en toda la piel. Es la


urticaria que brotó por cualquier secreta alergia. Así
la soledad. Uno ni siquiera la supone. Se vive, sé es, a

pesar de todo, más o menos feliz. Pero un minuto, un

instante, porque faltó una chica a la cita, porque no se

pudo ir al cine, porque no se encontró a ningún amigo en


el café, y ¡ahí está la soledad! Y tan inútil como

rascarse, cuando la urticaria, sin que se calme, así la


soledad: la escarba uno creyendo que es pura imaginación

y se exacerba. Ya será difícil que se ahuyente.

Epigmenio comprendió: no se sentía solo, estaba solo.


La revelación, a pesar de la niebla del vino, fue

dolorosa. Para escapar de su daño, Epigmenio intentó


buscar compañía. Cerciorarse de que no estaba solo en el

mundo. Creía que no tendría arriba de dos horas en la

cantina. Pero las barras de las cantinas comprueban la

teoría de la relatividad: cuando pudo descifrar el


Varios / 12 Cuentos Chingones / 169

reloj, calculó que habían transcurrido cerca de tres

horas. Era más de la medianoche. A esa hora, un hombre

con trece copas que descubre su soledad y busca


compañía, si es soltero, por lo general nada más tiene

un sitio donde encontrarla: en un cabaret. Epigmenio

salió de La Mundial y enfiló hacia el Waikiki.

Había estado allí hacía cuatro noches. Entonces no

por sentirse solo, sino porque deseaba a una muchacha.


Usted sabe: esas cosas inevitables que han creado
muchachas que van a los cabarets para que las inviten

los clientes. La muchacha que Epigmenio invitó esa

pasada noche resultó ser muy agradable. Bastante bonita.

Además, capaz de dar algo que no debe esperarse: un poco


de ternura. Y mostró hacia Epigmenio una cálida

simpatía. Y otras cosas que no hay que decir, porque


resultarían indiscretas.

Epigmenio llegó al Waikiki. Allí, por si usted no lo

sabe, hay muchas mesas y, alrededor de ellas, esperando


a un anfitrión ideal, las muchachas. Las malas

muchachas, como hay que nombrarlas para diferenciarlas


de esas conocidas como las buenas muchachas. Las malas

se ganan la vida bebiendo con quienes las invitan. Por

cada copa que toman, la casa les da una “ficha”. Cada

“ficha” vale un peso cincuenta centavos. (Creo que ante


Varios / 12 Cuentos Chingones / 170

la carestía de la vida, también las fichas están

revalorizadas.) Cuanto más las invitan, más “fichas”

obtienen. Consecuentemente, más dinero. A ellas les


gusta, naturalmente, que quien las invite les convide

muchos tragos. Por otro lado, pueden gustarle al

cliente. El cliente las invita a ir a dormir. Si a la

muchacha no le interesa más que el negocio, acepta ir

por un rato. Si el cliente le gusta o se gana su


simpatía, puede quedarse dormida hasta el otro día.
Claro, si no hay un amigo que les lleve la cuenta. Todo

esto es muy variable. Habría que hablar mucho sobre

ello. Si alguna vez usted y yo podemos ir juntos a un

lugar de ésos, allí, frente a una mesa, podremos


platicar largamente del asunto.

Cuando Epigmenio entró en el cabaret, las cosas


empeoraron. Aquello estaba poco concurrido. Nada más

unas cuantas parejas perdidas entre tanta mesa. Las

mesas están frente a la pista, donde se baila, todas con


un albo mantel y cuatro sillas bien acomodadas.

Epigmenio fue a sentarse precisamente en el centro.


Solo. Apoyó el codo sobre la mesa y la cara sobre la

mano, tratando de que sus miradas pudieran adivinar si

lo que aparecía ante ellas era un objeto o una persona.

Y si era persona, si tenía la forma de Sylvia. Sylvia,


Varios / 12 Cuentos Chingones / 171

la muchacha que había aceptado su invitación hacía

cuatro noches y se había dormido hasta el día siguiente.

La recordó, concentrándose. La concentración se


convirtió en algo intenso: tuvo la certeza de que, si

ella estaba allí y aceptaba otra invitación, dejaría de

sentirse solo. Con la presencia de Sylvia volvería el

mundo a poblarse. Pero no podía concretarla entre las

formas desdibujadas de esta o aquella muchacha cuyos


contornos, líneas y perfil no llegaban a adquirir, ante
sus ojos miopes por el alcohol, una identidad, un

nombre, una esperanza.

El señor que atiende el cabaret y que dirige a los

meseros como hábil estratego, amablemente se acercó a


preguntarle qué deseaba. Es un señor muy diligente que

va y que viene, incansable, arreglando que ningún mantel


esté fuera de centro y que las sillas estén en su sitio.

Debe haber supuesto que algo grave le ocurría a

Epigmenio, porque le hizo la pregunta con cordial


simpatía, como tratando de consolarlo. Epigmenio no

acertó a decirle que quería una muchacha y que esa


muchacha debería ser exactamente Sylvia. Y que si Sylvia

no estaba, él daría cualquier cosa por encontrarla. Y

que si no la encontraba, podría suceder una catástrofe:

que no volviera la gente a la tierra. Y que entonces


Varios / 12 Cuentos Chingones / 172

querría no una copa, sino una botella. Por eso,

Epigmenio no pudo decir nada. El señor, con mucha

experiencia, le aconsejó un jaibolito. Es más, aclaró


que era una invitación suya.

La orquesta inició ruidosamente un danzón. Ese de

“píntame de colores, para que me digan Supermán”. Las

pocas parejas que se hallaban en los gabinetes laterales

-se nos olvidaba precisar que lateralmente, empotrados


en la pared, hay esos gabinetes abiertos- principiaron
el baile, deslizándose por la pista o desbocándose por

ella. Según los temperamentos, claro. De pronto, como

una vaporosa aparición, Epigmenio descubrió el rostro de

Sylvia por sobre el hombro del caballero que la


apretujaba. Sylvia también lo vio y respondió a su

mirada con otra indefinible. Podría decir “por qué no


has venido”, “por qué no me avisaste que vendrías” o “me

da igual que hayas venido”.

Epigmenio se sintió perdido. Si Sylvia estaba con


otro caballero, lo seguro es que no podría venir con él.

Las pequeñas calamidades continuaban aglomerándose.


Cuando cesó la música, vio cómo Sylvia era llevada por

su compañero hasta un gabinete. Y cómo se sentaba muy

cerquita de ella y casi la besaba al hablarle, tal vez

repitiéndole las mismas palabras que el propio Epigmenio


Varios / 12 Cuentos Chingones / 173

dejara caer la otra vez en los oídos de Sylvia. No había

duda: la debía estar invitando a ir a dormir. Y esa

invitación, no hecha por él, era toda una pena. Una pena
honda. Una pena de ésas que en un descuido dan de qué

hablar.

Epigmenio soslayó cómo Sylvia se levantaba. ¿Habría

aceptado? Vio cómo llegaba hasta el mostrador, visible

desde su mesa, donde les cambian las “fichas” al irse.


Como algo le apretara dentro, lastimándole quién sabe
qué víscera, Epigmenio dejó de ver a Sylvia. Clavó los

ojos sobre la pista y se sintió el más desgraciado de

los hombres. Esa desgracia implicaba la sensación de que

Sylvia era mucho más bonita, con sus grandes ojos


abiertos y su boca carnosa, con su blusa blanca muy

escotada y sus cabellos sueltos. No pudo evitarlo:


recordó cosas muy íntimas. Vamos, Epigmenio estuvo

seguro de que daría cualquier cosa por tenerla a su

lado, que haría cualquier cosa porque se fuera con él.


Hubo algo que lo detuvo. Sí, el tipo que estaba

esperándola. El tipo que se iba a dormir con ella. Había


un trato de por medio que no podía ya romperse. Sylvia

estaba comprometida. Y él sabía que ese compromiso es

como el aval de una letra de cambio. Quién sabe por qué,

pero Epigmenio pensó: “La soledad es un desierto. Soy un


Varios / 12 Cuentos Chingones / 174

cactus en ese desierto.”

¿Y esto? Epigmenio sintió que una figura se acercaba

hacia él. Muy extraño. ¿Sylvia? Sí, Sylvia venía hacia


su mesa. ¿Qué podría ser? Bueno, no quedaba más que el

disimulo, para evitar un error. Sylvia estaba ya junto a

él. Sin decirle nada, se inclinó un poco y le dio un

beso en la mejilla. Nada más. Ella se había ido. Estaba

saliendo ya, con el tipo ése. Epigmenio sentía el beso,


cálido, lleno de ternura, infalsificable. Decididamente,
un beso con magia. El beso espontáneo de una mala

muchacha llamada Sylvia. Un beso que había logrado de

pronto que todas las gentes regresaran a la tierra del

paseo por otro planeta. La tierra estaba poblada otra


vez por millones de hombres, por animales, por casas.

Por risas y lágrimas. Por todo eso que es la vida.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 175

12

Anamnesis

Criaturas extrañas a punto de entrar a nuestras vidas y


cambiarlas. No lo sabía entonces, cuando publiqué este

cuento en el blog, pero en muy poquito tiempo iba a

entrar una de esas criaturas a la mía. Bastian, se llama


ese peludo extraterrestre, y a él dedico este cuento.
Varios / 12 Cuentos Chingones / 176

Anamnesis de Janet Sarbanes

Al principio me esforcé por mantenerme con vida. Alyssa

aún no sabía de mí, y no era muy cuidadosa. Sus amigos

venían todo el tiempo, con vino y cigarros, y se

sentaban con nosotros en el techo a mirar las luces y

las palmeras de Los Ángeles, que irradian desde nuestro

edificio de departamentos en filas ordenadas que llegan

hasta donde alcanza la vista. De día parecía agobiada

por su nuevo trabajo en un nuevo spa hasta el otro lado

de la ciudad, pero en esas noches y largas tardes de

beber y fumar estaba relajada y brillante. Oscar siempre

se quedaba después de que los otros se habían ido, y

entre los dos había un entendimiento. Por supuesto,

cuando Alyssa finalmente se enteró de mí, fue en la

dirección contraria, un poco exagerada, si me preguntan,

porque me gustaba cuando estaba relajada y brillante,

sin esa arruga en la frente y esa aguda nota de miedo

cada que hablaba con Oscar. Sin estar del todo seguro,
pude ver desde el primer instante que Oscar quería estar

con nosotros para siempre, y eventualmente ella lo vio

también. Era difícil no verlo cuando él se quedaba

mañana, tarde y noche, y siempre se metía a nuestro lado

de la cama. Pero no habría más desmayos placenteros para


Varios / 12 Cuentos Chingones / 177

mí, ni me perdería ya pedazos enteros del día —y no más

despertarme repentinamente sintiéndome totalmente

agitado, tampoco, porque Alyssa había dejado el alcohol


y el café. Las cosas se acomodaron en una rutina

bastante más aburrida, hablando fisiológicamente, pero

al menos ya podía pensar de forma un poco más clara y

percibir mis alrededores. Alyssa, ahora con Oscar, vive

en un departamento en el sexto piso en algún lugar de


Hollywood. Tiene pisos de madera dura sin pulir y
necesita una nueva capa de pintura, pero es encantador,

en especial en la madrugada, antes de que Alyssa y Oscar

despierten; entonces parece un lugar dorado, mi nuevo

hogar, o mi futuro hogar, hermosamente simple, un


arreglo de alojamiento arquetípico, con sus techos

altos, su cama baja, su mesa de roble y sus dos sillas,


su chistoso sillón con adornos de brocado amarillos.

Estamos suscritos a Los Angeles Times, aunque realmente

no estoy seguro para qué, porque todo lo que parecen


leer Alyssa y Oscar son el horóscopo y las tiras

cómicas. A veces intentan resolver el sudoku, pero les


resulta muy difícil. Pasamos horas y horas en la mesa

del desayuno en estas actividades. Ocasionalmente, veo

de reojo la primera plana o la sección de opinión camino

al sudoku y grito: «¡deténganse! ¡quiero leer eso!»,


Varios / 12 Cuentos Chingones / 178

como para poder entender un poco el mundo al que estoy

por llegar, pero Alyssa sólo eructa y sigue adelante. Me

preocupa un poco que mis padres no sean gente seria,


pero Oscar dice que el sudoku mantiene la mente activa y

previene el Alzheimer, y no quiero que ninguno de ellos

acabe teniendo eso. Últimamente, han estado pasando

mucho tiempo en el techo, pensando en extraterrestres.

No si existen o no, sino si las luces que ven en el


cielo son sus naves espaciales. La tía de Oscar fue
brevemente secuestrada por los extraterrestres en

Minnesota y tiene una imagen clara de cómo se ven: una

gran cabeza en un pequeño cuerpo plateado, grandes ojos

negros sin párpados, piel arrugada. «¡soy yo de quien


está hablando!», le grito a Alyssa, que escucha sentada

con una expresión soñadora, sobándose la panza como si


inconscientemente supiera sobre la conexión. «No creo

que los extraterrestres sigan siendo hostiles», dice

Oscar, «si alguna vez lo fueron. Eso era paranoia de los


cincuenta. Creo que sólo están tratando de ayudarnos».

Alyssa asiente pensativa: «O de estar con nosotros.


Desde hace años y años luz». Sería muy difícil llamar a

mis padres gente ambiciosa. Pero Oscar no tiene trabajo,

así que supongo que no puedo resentirme por sus pequeños

placeres. Aparentemente es un momento terrible para


Varios / 12 Cuentos Chingones / 179

buscar trabajo, por lo que no pueden ponerme ese nombre

en swahili que les gusta, que significa «aquél que nace

en tiempos de prosperidad». Escojan algo simple y


pónganme el nombre de alguno de sus padres, quiero

decirles, pero mientras no me pongan el nombre de un

lugar o un mes o un sentimiento, consideraré que tengo

suerte. No tener trabajo significa que Oscar dispone de

más tiempo para su banda, y pasamos muchas noches en


ensayos y trabajos en un dolor insoportable. Alyssa se
retuerce y gira al ritmo de la música y yo hago lo

mismo, con las manos sobre los oídos. Prefiero la música

del elevador del consultorio del doctor, pero así es

esto del amor, y Alyssa ama a Oscar y yo también. ¿Qué


puedes hacer que no sea amar a tus padres, que están

dispuestos a atenderte en todo? Alyssa es una chica


fuerte y flexible, con las manos firmes de una

masajista, y espero con ansia su tacto. Oscar es un

espécimen igualmente bueno, aunque con el cabello algo


largo para ser padre. Y como, de acuerdo con Platón,

olvidaré todo lo que sé una vez que nazca, y todo lo que


aprenda a partir de ahí será una forma de recordarlo,

pasará un largo tiempo antes de que nuestros gustos de

lectura y música causen conflicto. Además, tienen

corazón noble: por ejemplo, siempre le dan dinero a la


Varios / 12 Cuentos Chingones / 180

drogadicta del lobby, que desde que me acuerdo ha estado

tratando de recuperar su carro del empeño. Y también

está esa vez en que todavía me estaba agarrando de la


pared del útero de Alyssa casi con los dientes, antes de

que mi propio departamento dorado y simple se formara

alrededor mío, y me solté un poco en un chorro de sangre

—se había roto un vaso sanguíneo justo arriba de mí—, y

casi me lleva la corriente. Oh, cómo sollozaron camino a


emergencias, y por las cuatro horas que esperamos para
ver a un doctor, aunque para cuando lo vimos ya estaba

agarrándome fuerte de nuevo. No, estoy bastante feliz

con mis padres. El problema es mi tía. Gina, la hermana

de Alyssa. Viene cada tercer día y sube los pies al


sillón amarillo y deja que Alyssa cuide a su terrorífico

bebé, August. Si Alyssa no persigue a August, destroza


la página del sudoku, tira los aceites esenciales y

orina en el ficus. Gina se queda ahí sentada, con los

pies en el sillón, limándose las uñas y viendo a su


hermana menor, que ha ido bastante lejos, y diciendo:

«Hay que aguantar el paso, Alyssa, ¿cómo vas a poder


criar un niño así?». Cuando está Oscar, él persigue a

August y Gina le da palmadas al sillón para que Alyssa

se siente junto a ella, y entonces nos entretiene con

las historias de parto más horrendas que se han contado.


Varios / 12 Cuentos Chingones / 181

«¡yo nunca le haría eso!», grito, y pateo hacia ella a

través del estómago de Alyssa. A veces le doy a la

vejiga de Alyssa por error, lo que causa que haga un


gesto de dolor, y Gina dice: «¡El parto es mil veces

peor!». Me retuerzo más, tratando de atacarla, y Alyssa

se queda ahí, pálida y con náuseas. No es una escena

bonita. Oh, y entonces Gina le pide a Alyssa que le sobe

los pies. «Yo lo haría por ti», dice, sonriendo con poca
sinceridad, «pero yo no soy la profesional». No soy
ingenuo sobre el pasaje de aquí hasta allá. Sé que no es

nada placentero ni para la madre ni para el bebé, pero

estoy entrenando constantemente para el gran evento. Me

refiero a rutinas de entrenamiento de ocho a diez horas,


a veces doce a catorce: marometas, trote, boxeo, patadas

de karate. Alyssa, por su parte, hace yoga prenatal y


respiración profunda, pero Gina se burla de eso también,

de la idea de que cualquier mujer esté lista para el

parto. «Sueño crepuscular», dice, «lo tenían en los


viejos tiempos. ¡Denme ese sueño crepuscular!». «¿Pero

qué hay del bebé?», dice Alyssa. «Los narcóticos drogan


al bebé». «A la mierda con el bebé», dice Gina casi en

silencio, mientras August vacía la bolsa de Alyssa en el

piso. ¡a la mierda con el bebé! Estoy de acuerdo, y

Alyssa se pone la mano en la panza y suspira. El otro


Varios / 12 Cuentos Chingones / 182

día fuimos a la casa de Gina, una gran mansión de estuco

cubierta de malvas en las colinas de Hollywood, donde

medio vive con el padre de August, un productor. Digo


que medio vive con él porque nunca está: casi se

divorcian antes de que llegara August, y la idea sigue

sobre la mesa. Pero la gente de Hollywood puede tardar

eternidades en estas cosas porque siempre están en

locaciones. Gina era directora de casting antes de


embarazarse, pero ahora pasa todo el día sentada en el
sillón, cuidándose el manicure —en su casa o en la

nuestra— y dándole órdenes a la criada o a Alyssa. Al

menos en casa de Gina podemos flotar en la alberca, y

como Alyssa no me está presionando puedo hacer rutinas


olímpicas en serio. Si tan sólo pudieran ver lo que hago

aquí adentro, pienso, y me pone triste porque no voy a


poder hacer esto cuando puedan verme, sólo seré una bola

patética e inútil. En la tarde, Gina empieza de nuevo a

hablarle a Alyssa sobre todo el equipo que tendrá que


comprar para mí —puesto que Gina no me esperaba y le

regaló todo el equipo de August a la chica del vestuario


de su última película—, y lo cara que va a ser la

guardería, y luego la escuela y la universidad —porque

¿qué tal si soy muy inteligente y quiero ir a la

universidad?—, y lo irresponsables que son Alyssa y


Varios / 12 Cuentos Chingones / 183

Oscar por traerme al mundo en su situación financiera.

Alyssa se queda muy callada y se acurruca en su silla y

Oscar miente y dice que tiene que ir a practicar con su


banda, nada más para sacarnos de ahí. El colmo es cuando

August se acerca, le sonríe dulcemente a Alyssa y le

dice «Levántate, tonta, estás sentada en mi

Transformer». Alyssa está callada todo el camino a casa,

y cuando llegamos al departamento, que está a cien


grados por dentro, Oscar la toma de la mano y la lleva
al techo, donde pone una cobija y almohadas. Se acuestan

ahí, mirando el cielo, y Oscar dice muchas cosas sabias,

sorprendentemente sabias, sobre lo infeliz que es Gina,

lo solitaria y lo celosa que está de Alyssa, y que no


importa lo diferente que sean, ellos siempre tendrán

mucho amor que darme. Alyssa asiente y toma su mano,


doblando sus dedos entre los de él. Entonces nos

quedamos callados y escudriñamos el cielo, buscando

naves espaciales, criaturas diferentes a nosotros, que


entrarán a nuestras vidas y las cambiarán para siempre.

Puede que me tome mucho tiempo recordar este momento


después de nacer, pero algún día lo haré.

Traducción de Héctor Ortiz Partida

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