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Rodrigo, M. J., & Palacios, G. J. (Eds.). (2014). Familia y desarrollo humano. Retrieved from http://ebookcentral.proquest.com
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Desarrollo y educación familiar en niños con cursos
evolutivos diferentes
María Isabel Simón, Nieves Correa, María José Rodrigo y María Amparo Rodríguez
1. Introducción
El estudio actual de los niños con cursos evolutivos diferentes está cuestionando la visión
deficitaria y excepcional que anteriormente se tenía sobre ellos. Esta visión consideraba que
los niños con retraso o con adelanto en el desarrollo formaban sendos grupos aparte de la
población normal, caracterizados por tener un curso evolutivo bastante homogéneo dentro de
cada grupo. Muy al contrario, actualmente se enfatizan las similitudes entre el desarrollo de
estos niños y el de los demás, se analizan sus peculiaridades diferenciales y la gran diversidad
que hay en el interior de cada grupo. De todo ello se deriva un planteamiento más preciso y
ajustado sobre las necesidades educativas de estos niños y, sobre todo, un marco más
clarificador acerca del papel de las familias y de los profesionales que trabajan con ellos, que
pueden adecuarse cada vez más a sus diferentes ritmos de desarrollo e influir favorablemente
sobre ellos. Particularmente, el contexto familiar es de suma importancia para analizar el
desarrollo de estos niños y estimular su potencial de aprendizaje. Nuestro propósito es
describir brevemente las peculiaridades evolutivas de estos dos grupos de niños, y examinar
sus respectivos contextos fami- liares para ofrecer, finalmente, una serie de recomendaciones
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para una adecuada intervención en dichos contextos. A efectos de una mayor claridad
expositiva, el capítulo se divide en dos bloques, el primero trata sobre los niños con retraso
en el desarrollo y el segundo sobre los niños con un desarrollo aventajado.
resultando más difícil para estos niños la información auditiva que la visual. El tipo de tarea
que se le presenta (secuencial o simultánea) también influye dependiendo de la etiología del
retraso. Así, por ejemplo, a los niños con el síndrome de X frágil les resulta más complicado
procesar la información presentada secuencialmente que la presentada simultáneamente, sobre
todo en tareas viso-motoras, mientras que la forma de presentar la tarea parece no afectar a los
niños con síndrome de Down. Respecto al uso de estrategias de recuerdo, se ha observado,
sobre todo en niños con síndrome de Down, una manifestación más tardía en la elaboración de
estrategias espontáneas como la repetición o la enumeración, frente al resto de los niños, en
los que aparecen normalmente a partir de los cinco años.
El lenguaje es una de las áreas donde más claramente se observan problemas, con retrasos
en la articulación, la expresión y la comprensión. Hasta ahora, se ha destacado que estos niños
suelen vocalizar menos, articulan con poca claridad, tardan más tiempo en adquirir nuevo
vocabulario y en construir frases con una organización gramatical compleja. En la
adolescencia, su lenguaje posee una pobre organización gramatical, con enunciados de
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mediana longitud, formulados por lo general en presente y con pocas frases subordinadas. Por
otro lado, también resulta más difícil saber cuándo han comprendido una información, dado
que no suelen demostrar ninguna reacción típica (modificar la mímica, solicitar que se repita).
El niño con síndrome de Down, a pesar de mostrar menores habilidades expresivas y
gramaticales, presenta un nivel de comprensión y de uso pragmático del lenguaje mejor que
los niños que tienen otros síndromes. En cualquier caso, según Flórez y Troncoso (1994), no
sólo hay que considerar el efecto de la etiología en el desarrollo del lenguaje de estos niños,
sino también la influencia que ejercen los contextos familiares inadecuados a los que, en
muchas ocasiones, están expuestos y que pueden agudizar los problemas en esta área.
El uso pragmático del lenguaje ha sido estudiado en muchas ocasiones relacionándolo con
los patrones de interacción social y la conducta adaptativa. En general, estos niños son menos
interactivos y responden menos al adulto, aunque ello no significa que no sean capaces de
desarrollar este tipo de comportamientos. Lo que ocurre es que estas pautas se manifiestan de
forma diferente y en momentos distintos respecto a los niños sin retraso. Por ejemplo, los
niños con síndrome de Down son capaces en los primeros meses de desarrollar
comportamientos para establecer las primeras pautas de interacción, como el contacto ocular,
las vocalizaciones y la sonrisa. Sin embargo, se encuentran diferencias como que el contacto
ocular aparece más tarde y se centra casi exclusivamente en los ojos de la madre, debido al
bajo nivel de exploración visual que poseen; en la interacción con la madre, emplean menos
vocalizaciones, que son además repetitivas y azarosas y, su primera sonrisa es más tardía y
menos intensa. Además, a los 6 meses tienen dificultades para atender al mismo tiempo a una
persona y a un objeto, como, por ejemplo, cuando la madre juega con su hijo utilizando un
juguete. Aún a los 12 meses, si la madre insiste en atraer la atención de su hijo hacia un objeto,
éste muestra poco interés, dejando fácilmente de jugar con él y concentrándose más en la
persona. Aparte de esta limitación en la atención simultánea a varios elementos, también se ha
observado que presentan dificultades en la actividad simbólica con objetos. Por ejemplo,
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Beeghly, Weiss-Perry y Cicchetti (1993), encontraron que estos niños emplean mucho más
tiempo en manipular el objeto, repiten los mismos esquemas y hacen menos transformaciones y
sustituciones simbólicas. En cualquier caso, el desarrollo de la comunicación y la
socialización continuará en la etapa escolar. Por otro lado, la socialización se va a desarrollar
mejor que la comunicación en los niños con síndrome de Down, al contrario de lo que ocurre
en los niños con síndrome de Williams o de la X frágil.
La familia del niño con retraso en el desarrollo ha despertado un interés creciente en las
últimas décadas, siendo prueba de ello los numerosos estudios que se han ocupado del tema.
Las investigaciones realizadas tienen en común el intentar clarificar qué aspectos particulares
del ambiente del niño ayudan a su desarrollo y qué factores ecológicos del entorno familiar
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pueden facilitar la adaptación de la familia a las necesidades y demandas del hijo. Sin
embargo, los primeros estudios, llevados a cabo en las décadas de los sesenta y setenta, eran
predominantemente unidireccionales y negativistas. Desde esta perspectiva, se consideraba
que tener un hijo con algún tipo de deficiencia repercutía negativamente en la familia y como
consecuencia se daban familias incapacitadas (Kew, 1975). A partir de los años ochenta, se
observa un cambio importante en los estudios sobre el contexto familiar al utilizarse el modelo
del estrés y afrontamiento, entre otros. Los investigadores consideran a la familia como un
sistema y abandonan ese sesgo negativista. Tener un niño con retraso en el desarrollo no tiene
por qué provocar necesariamente respuestas poco adaptativas en el sistema familiar, sino que
puede incluso fortalecer las relaciones dentro de la propia familia. Además, el niño no es el
causante de la patología familiar, sino que es un agente de riesgo. Esta nueva visión centra la
atención en los factores que median en el proceso de adaptación de estas familias. Así, a partir
del modelo ABCX reformulado por McCubbin y Patterson (1983), se considera que los
efectos de la crisis que provoca un hijo con retraso (X) están motivados por las características
del niño (A), mediando en esta crisis los recursos internos o externos con los que cuenta la
familia (B) y las concepciones que tiene la familia sobre el niño y sus problemas (C).
2.1.1. Reacciones y procesos de adaptación de las familias de los niños con retraso
en el desarrollo
El impacto que produce sobre la familia la llegada de un hijo con retraso en el desarrollo
sigue una serie de estadios descritos por Duvall (1957) y expuestos de una manera clara por
Freixa (1993). El primer estadio, denominado inicio de la familia, tiene lugar cuando la
pareja está creando las bases firmes que ayudan a enfrentar cualquier situación de crisis.
Cuando la pareja está poco ajustada emocionalmente en sus inicios, el nacimiento de un hijo
con retraso supondrá un estrés añadido a su situación. Durante la espera del hijo, los futuros
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padres se preparan ante los nuevos cambios. Tanto si reciben la noticia de que esperan un hijo
con retraso y deciden optar por un aborto terapéutico como si deciden continuar con el
embarazo y tienen que prepararse para su llegada, se hace necesario el apoyo del profesional
para superar este momento. Con el nacimiento del niño con retraso, se produce una crisis que
comprende varias fases entre las que se pueden dar oscilaciones o incluso retrocesos
(Cunningham y Davis, 1988). La primera es la fase de shock, en la que las expectativas de
tener un hijo normal se derrumban y aparecen sentimientos de ansiedad, amenaza e incluso
culpa. La segunda es la fase de reacción, en la que los padres intentan comprender la situación
y aparecen sentimientos ambivalentes como el proteccionismo, el rechazo, la culpabilidad, la
búsqueda de diferentes opiniones, etc. La última es la fase de la realidad, en la que se produce
una adaptación al problema, puesto que los padres tienen que enfrentarse a la crianza del niño
con retraso.
El siguiente estadio tiene lugar cuando el niño con retraso llega a la edad preescolar.
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Ahora se hacen más evidentes los problemas que tienen los niños en la adquisición de
determinadas habilidades de autonomía personal, lingüísticas y sociales. Ello va a suponer
para los padres una prolongación en el tiempo de las exigencias diarias del cuidado del niño
con la consiguiente carga de estrés. También pueden aparecer respuestas de estrés en los
padres cuando se enfrentan a la búsqueda de servicios de atención temprana y reconocen ante
la comunidad el hecho de tener un hijo con discapacidad. Durante la edad escolar, los padres
deben realizar la elección del centro adecuado para su hijo. Esta preocupación se ve
acrecentada por la búsqueda de servicios de apoyo adecuados que procuren una mejor
adaptación social del niño. Las familias de adolescentes con retraso en el desarrollo se
enfrentan en este momento a las diferencias cada vez más aparentes entre el ritmo de
crecimiento del cuerpo del adolescente y su desarrollo mental, emocional y social. Aunque los
adolescentes tengan alguna formación, las posibilidades profesionales suelen estar muy
limitadas y los padres son conscientes de que su hijo va a depender toda la vida de ellos. Por
ello surgen con más fuerza las preocupaciones de índole financiera, con el objeto de asegurar
la vida futura de su hijo. Otro tema que les causa inquietud es cómo afrontar la incipiente
sexualidad del adolescente. En la vida adulta, esta persona puede ser institucionalizada o
vivir con los padres hasta que éstos mueran. Claramente aparece la intranquilidad de los
padres por el futuro profesional. Las escuelas ya no ofrecen los servicios adecuados y existen
pocos servicios para adultos; hay por tanto un incremento de las responsabilidades de los
padres en vez de un decremento. Durante los dos últimos estadios, de la mediana edad y de la
vejez, la mayor preocupación de los responsables familiares seguirá siendo dónde va a residir
esta persona, planteándose la posibilidad de la institucionalización, especialmente si tienen
problemas de salud.
Gallimore, Coots, Weisner, Garnier y Guthrie (1996) señalan que la acomodación que
realiza la familia ante los problemas del niño presenta un panorama mixto de continuidad y de
cambio, con momentos de transición que pueden generar mayor estrés. Por ejemplo, entre los 3
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y los 7 años las familias parecen tener una acomodación estable, mientras que ésta desciende
entre los 7 y los 11 años debido a que en la adolescencia aparecen nuevos tipos de
acomodaciones en los diferentes dominios de conducta. El hijo con retraso está omnipresente
en la vida de los padres a causa de su dependencia, a veces casi absoluta, de las personas que
le rodean. Es indudable que la familia va a necesitar un apoyo, tanto de las redes formales
como informales, a lo largo de todo su ciclo vital, lo que requiere concentrar los esfuerzos de
intervención no só- lo en los primeros años de vida del niño, como se ha hecho la mayoría de
las veces.
El hecho de que no todas las familias reaccionen y se adapten de la misma forma a la
presencia de un niño con retraso en el desarrollo ha despertado el interés por el estudio de los
factores que intervienen en esta variedad de respuestas (Freixa, 1993). En general, los
investigadores están abandonando la idea de que son las características del niño el único
factor determinante de las respuestas adaptativas que dan las familias. Otros factores como
son las creencias y estilos de comportamiento desarrollados por los padres, la calidad de las
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relaciones familiares o los sistemas de apoyo externo deben tenerse también muy en cuenta.
Las características del niño (edad, etiología del retraso, características psicológicas, etc.)
tienen un impacto diferencial según se trate del padre o de la madre. Por ejemplo, a la madre
le afectan más las escasas habilidades comunicativas del hijo que al padre.
Respecto a las creencias de los padres sobre el retraso del hijo, están muy relacionadas
con el estrés parental, el ajuste familiar y la angustia psicológica. Así, por ejemplo, las
familias de niños con síndrome de Down experimentan menor cantidad de estrés en la crianza
del hijo, un menor conflicto familiar y disponen de mayor número de redes de apoyo frente a
otras familias de niños con otro tipo de problemas. Cahill y Glidden (1996) sugieren que
existe un estereotipo a favor de la crianza de estos niños, definiéndoles como de temperamento
fácil, afectivos y de personalidad agradable que puede influir en las actitudes más favorables
de los padres hacia este problema.
Por su parte, Willoughby y Glidden (1995) encontraron que las familias con una dinámica
cohesiva y de apoyo entre sus componentes, que expresaban sus sentimientos personales y, en
general, tenían menos conflictos personales, son las que padecían menos estrés. Mink, Blacher
y Nihira (1988) contrastaron los diferentes ambientes de familias con niños y adolescentes con
retraso mental ligero, moderado, severo y profundo, y encontraron que las diferencias
manifestadas por las familias en su capacidad de reacción y adaptación no dependían de la
gravedad de los niños y tampoco del estadio evolutivo donde se encontraban las familias, sino
de los estilos de relación familiar, siendo peor la adaptación en aquellas familias donde
existía un ambiente conflictivo.
Por último, la reacción y adaptación de las familias ante el estrés está relacionada con los
sistemas de apoyo y recursos externos. Bayley, Blasco y Simeonsson (1992) resaltan que las
madres, en contraste con los padres, son más receptivas al apoyo social y familiar que se les
ofrece, porque supone para ellas aligerar la carga de la crianza del niño. Por tanto, las ayudas
externas son bien recibidas, aunque el impacto va a ser distinto en cada miembro de la familia.
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En cualquier caso, a pesar del estrés, las familias pueden responder al cuidado de estos niños
con entereza y con un buen funcionamiento adaptativo si cuentan con buenos sistemas de
apoyo.
La necesidad de analizar a la familia en su conjunto y no meramente al niño en solitario, ha
llevado a estudiar los procesos de reacción y adaptación de los diversos componentes de la
familia. Aunque no hay total acuerdo, varios autores señalan que existen diferencias en las
respuestas que dan la madre y el padre. Frey, Greenberg y Fewell, (1989) encontraron que al
padre le cuesta establecer los primeros vínculos afectivos con su hijo, especialmente si es
varón, y suele mostrar conductas de evitación, mientras que la madre, al estar más involucrada
en la actividad de la crianza, presenta más depresión o problemas en su ajuste personal.
Krauss (1993) observó que el padre es más sensible a los cambios en el ambiente familiar y la
madre, como hemos señalado antes, al apoyo familiar y social que recibe. De hecho, la madre
expresa la necesidad de tal apoyo, la necesidad de información para poder explicar el
handicap del niño a otras personas, y la necesidad de ayuda en el cuidado del niño (Bailey et
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al., 1992). El padre está preocupado par- ticularmente por los costes del cuidado del niño y lo
que significa para la familia en su conjunto. Sin embargo, Willoughby y Glidden (1995)
señalan que este patrón diferencial de respuestas coincide con una distribución tradicional de
roles. El impacto es menor si ambos padres participan igualitariamente en la ejecución tanto
de las labores del hogar como del cuidado del niño con retraso.
En cuanto a la reacción de los hermanos, hay menos estudios y con resultados
contradictorios. Algunos de los efectos negativos señalados son: la sobrecarga en las
responsabilidades de cuidado del hermano con retraso; la menor atención a los otros hijos por
parte de los padres; la presión parental para que el hijo no afectado compense las limitaciones
del hermano afectado, etc. Sin embargo, tampoco está claro que los hermanos reciban menor
atención de los padres en estos casos. Stoneman, Brody, Davis y Crapps (1987) encontraron
que los hijos varones interactuaban más con sus madres cuando había un hermano pequeño
discapacitado. Lo que sí parece tener un claro efecto sobre el ajuste en los hermanos no
afectados son las actitudes parentales ante la discapacidad del niño y el ambiente psicológico
que se establece en la familia (el estrés parental, los recursos disponibles en la familia tanto
externos como de los propios miembros, o el tipo de relaciones familiares que se dan en el
núcleo familiar). Así, en las familias con un mayor estrés, donde los padres tienen peores
recursos de afrontamiento, y con conflicto familiar, los hermanos presentan un autoconcepto
más bajo y mayores problemas de conducta. Por el contrario, en un ambiente familiar
cohesivo, expresivo y armónico, mejora su competencia social (Dyson, Edgar y Crnic, 1989).
niño en los primeros años que las propias características del niño (salvo en el caso de
deficiencias muy graves), e incluso, que algunos programas de intervención. La mayoría de los
trabajos en este campo se han centrado en los niños con síndrome de Down y en la interacción
madre-niño; sin embargo, se está ampliando el análisis hacia el papel del padre y otros
miembros de la familia. Dentro de la interacción madre-niño, los estudios se centran en el
desarrollo del lenguaje o del juego. El resultado más destacado en este aspecto parece ser que
estas madres tienden a utilizar un estilo directivo en la interacción (Mahoney, Fors y Wood,
1990). Por lo que respecta a los niños, según Tannock (1988), tienden a implicarse menos en
la actividad, dan menos respuestas afectivas, responden menos y toman menos la iniciativa.
Hasta ahora se pensaba que el alto grado de directividad manifestado por las madres era el
resultado de la adaptación que realizaban a las peculiaridades de sus hijos, debido al escaso
nivel de participación de los niños. Otra explicación se relaciona con el interés de estas
madres por cambiar el comportamiento de sus hijos. Sin embargo, no debe confundirse
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necesariamente este estilo directivo con una forma intrusiva por parte de la madre en términos
negativos. Mahoney (1988) señala que existen diferentes estilos directivos de interacción a
través de los cuales unas madres pueden ser más intrusivas que otras y que no siempre la
directividad supone carencia de sensibilidad comunicativa. En su estudio analizó los
diferentes estilos de directividad en la comunicación verbal de diversos grupos de madres,
atendiendo a aspectos generales de pautas de interacción comunicativa, la relación con el tema
de la conversación y el nivel de complejidad lingüística empleado por la madre (véase
Cuadro 21.1).
Cuadro 21.1. Diferentes estilos directivos de interacción comunicativa madre-hijo con síndrome de Down
(Mahoney, 1988)
— Menor conocimiento del mundo. — Necesidad de experiencia directa y mayor información de lo que sucede.
El desarrollo de la comunicación verbal en los niños era mejor cuando el estilo directivo
de interacción comunicativa de las madres se caracterizaba por una mayor sensibilidad, es
decir, cuando atendían a las conductas comunicativas verbales y no verbales de los niños,
cuando el tema de la conversación estaba orientado hacia las necesidades del niño y cuando
las madres estimulaban al niño para que interviniera en la conversación en lugar de
estimularle a ejecutar o resolver acciones. Mahoney, Fors y Wood (1990) apuntan que los
diferentes estilos de directividad pueden deberse a la variedad de propósitos que los padres
tienen sobre su papel como educadores. Se ha observado que las madres de niños con
síndrome de Down tienen sobre todo el propósito de enseñar a sus hijos. Además, la
sensibilidad que manifiestan depende de cómo perciben la capacidad de comunicación de sus
hijos, la naturaleza de la tarea y sus objetivos. Estos estudios advierten sobre la necesidad de
considerar los efectos de las ideas, intenciones o metas de los padres sobre su papel como
educadores, como uno de los elementos determinantes en las pautas de interacción que
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desarrollan.
Respecto a las pautas de interacción entre padres e hijos con retraso en edad escolar, Floyd
y Phillippe (1993), señalan que se sigue observando un estilo directivo, pero que raramente la
relación que establecen los padres es coercitiva o aversiva, a pesar de que en esta etapa los
niños suelen manifestar muchos problemas de comportamiento y socialización. Lo que sí
parece persistir es su preocupación por enseñar al niño a que ejecute bien las tareas, lo que
hace que existan pocos intercambios relajados y agradables. En cualquier caso, el estilo de
interacción que desarrollan los padres va cambiando a medida que los niños crecen, aunque
más lentamente que el de los padres de niños no afectados. Lamentablemente, hay pocos
estudios longitudinales que analicen los efectos a largo plazo de determinadas pautas de
interacción en el desarrollo de estos niños. Algunos trabajos en esta línea resaltan que para
poder predecir tales efectos hay que tener en cuenta las diferencias de cada familia, la
continuidad y cambio de dichos procesos de interacción y la capacidad de adaptación de los
niños. Observando los resultados de los diferentes estilos interactivos, parece ser que el que
presenta mayores beneficios para el desarrollo es aquel que combina cierta directividad con
sensibilidad ante las necesidades del niño.
El análisis de la vida diaria de las familias de niños con retraso en el desarrollo también
resulta muy informativo. Las actividades de la vida cotidiana en el seno familiar dotan al niño
de oportunidades para aprender y desarrollarse a través del modelado, la participación
conjunta, la realización asistida de tareas y otras formas de mediar el aprendizaje social. Estas
actividades pueden o no conllevar motivaciones educativas. Según Gallimore, Weisner,
Kaufman y Bernheimer (1989), la vida de los padres está guiada por la tarea de construir y
sostener una rutina diaria que sea satisfactoria y coherente según su punto de vista. Los padres
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con niños retrasados se preocupan por proporcionar lo que consideran un cuidado oportuno,
supervisión y estimulación a sus niños, construyendo un nicho ecológico especial para su
desarrollo (véase capítulo 12).
McConachie (1989) contrasta el tipo de actividades y el nivel de participación de la madre
y el padre en el cuidado del niño y encuentra que existen diferencias tanto en el tipo como en
la forma de las actividades que realiza cada miembro de la familia. Así, la madre tiene más
carga y responsabilidad sobre el niño, mientras que el padre, los hermanos y otros miembros
de la familia no difieren en la forma de cuidar al niño respecto a las familias de niños no
afectados. La madre no espera que los abuelos ayuden demasiado, pero valora su
participación en el juego y en épocas de crisis; el padre participa poco en actividades de
cuidado diario y de juego educativo con sus hijos y más en actividades en el exterior, ver
televisión o determinados juegos físicos con los que los niños disfrutan mucho. La
participación del padre suele ser más activa cuando el niño es mayor y puede hablar. La
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participación de la madre en situaciones de juego instruccional es más concentrada y suele ser
más dominante y exigente. Según estos resultados, se puede concluir que las actividades
cotidianas son distintas en el caso del padre y la madre y se realizan con estilos diferentes.
Gallimore y colaboradores resaltan que la acomodación de la familia al desarrollo de estos
niños no es tan diferente a la del resto de las familias si se considera que todos los padres, en
definitiva, tratan de construir actividades que modifiquen el desarrollo de sus hijos. Ahora
bien, no se puede negar que el handicap del niño afecta al proceso de acomodación que
muestran los padres. En este caso, los padres tienen que ser más selectivos a la hora de plan-
tear las actividades para el cuidado de sus hijos y, además, las rutinas son más complejas
porque tienen que diversificarse más al incluir, muchas veces, nuevos elementos para poder
adaptarse al handicap del niño. Asimismo, algunos dominios de actividades pueden resultar
más afectados que otros debido al número y naturaleza de los problemas que tiene el niño. En
el Cuadro 21.2 se presentan lo que Gallimore y colaboradores consideran como factores
mediadores de la organización de las actividades cotidianas, junto con algunos ejemplos de
cómo éstos se pueden manifestar en dichas actividades.
Cuadro 21.2. Factores ecológicos implicados en el proceso de acomodación de las familias al niño con retraso
(basado en el trabajo de Gallimore et al., 1989)
Acceso a servicios de
— La familia reside en una zona donde pueden acceder fácilmente a servicios de apoyo.
ayuda
Amigos del niño — Sólo dejan que su hijo juegue con otros niños dentro de la casa.
Relación marital — La relación se fortalece para hacer frente al handicap del niño.
Apoyo social — Los abuelos u otros grupos dan dinero o cuidan a veces al niño.
Rol del padre — Participa más en las labores del hogar y cuida más al niño.
— Los padres reciben consejos e información sobre cómo cuidar al niño a partir de diversas
Información
fuentes (abuelos, profesionales, amigos, etc.).
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Algunos de estos factores pueden estar presentes en mayor o menor medida en estas
familias y el problema surge cuando tienen un impacto acumulativo y negativo. En algunas
familias conflictivas, la madre se sobrecarga de trabajo, suele abandonar su profesión, surgen
desavenencias conyugales, los hermanos no participan en el cuidado del niño, las actividades
se centran más en este último a expensas de los hermanos, etc. Sin embargo, aunque las
familias pueden verse constreñidas por estos factores, también es cierto que pueden modificar
las situaciones para lograr y sostener una rutina diaria significativa y coherente con las
necesidades del niño.
La información relacionada con las características del niño y el ambiente familiar debe tenerse
en cuenta por los profesionales a la hora de planificar la intervención familiar. Para aminorar
el estrés familiar, la intervención deberá dirigirse a incrementar la competencia del niño, así
como a cambiar las percepciones parentales sobre el nivel de competencia y necesidades del
niño, revisando sus creencias y valores. Sin olvidar que hay que considerar aquellos factores
que protegen a las familias de los impactos potencialmente negativos en la crianza de los
niños, como fomentar unas relaciones familiares mejores entre los miembros, crear estilos de
afrontamiento adecuados ante el estrés, ampliar las redes de apoyo a los padres, etc., aspectos
éstos considerados como importantes mediadores para un afrontamiento con éxito del
problema.
En relación con las pautas específicas de interacción entre cada uno de los miembros de la
familia y el niño, Berger (1993) propone una serie de consideraciones a la hora de asistir a los
padres en la tarea de educar a su hijo:
1. Ayudar a afrontar el cuidado y la educación del niño después de superar el shock inicial.
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En ese momento, los padres no saben si su deber es estimular todo lo que puedan al niño
o tratarlo como a un niño no afectado. El profesional debe ser capaz de armonizar las
preferencias y el estilo educativo de los padres con el nivel óptimo de interacción.
2. Implicar a los padres en la estimulación sensorial, motriz y comunicativa temprana es
beneficioso no sólo para el niño, sino también para los padres, porque es una de las
primeras experiencias de interacción que tienen y les puede ayudar a vencer sus
incertidumbres e inhibiciones. En dicha interacción hay que cuidar que los padres no
abusen de los refuerzos externos para estimular al niño, ya que éste se hace muy
dependiente de los mismos. Además, en determinadas situaciones se puede prescindir de
su uso continuado porque no resultan naturales; así, por ejemplo, cuando un niño
manipula un objeto no es necesario reforzarlo continuamente.
3. En relación con el estilo interactivo, es conveniente enseñar a los padres a adoptar una
actitud más relajada y recíproca. Aunque los estudios han mostrado que son capaces de
desarrollar estrategias adaptativas de interacción, es necesario que la directividad que
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las caracteriza se acompañe de una mayor sensibilidad y sincronización con las
necesidades del niño. Por otro lado, hay que enseñarles a que vayan modificando sus
estrategias a lo largo del tiempo a medida que el niño va evolucionando. Habría que
enseñar a los padres a observar, apreciar y responder a las respuestas actuales que el
niño es capaz de dar, más que a preocuparse por lo que el niño debe aprender a
continuación. Asimismo, los profesionales deben ayudar a establecer interacciones
positivas en las que disfruten tanto los padres como el niño para evitar que se conviertan
en situaciones instruccionales estresantes y poco agradables. Con todo ello estaremos
mejorando la calidad de las interacciones parento-filiales.
4. Para proporcionar buenas orientaciones a los padres respecto a la interacción con el
niño, hay que conocer las creencias de los padres sobre su papel como tales. Algunos
creen que su papel es enseñar al niño y por eso corrigen sus errores o el uso inadecuado
de los juguetes, lo cual impide al niño explorar a su gusto y obliga a seguir un juego
estandarizado. Otros creen que su papel es el de mediadores, por lo que proporcionan al
niño oportunidades de experimentar con objetos, cometer errores, esforzarse un poco y
disfrutar del momento.
5. Hay que conocer la organización y estructuración de la vida cotidiana familiar. Los
padres tienden a organizar la vida diaria en torno a una serie de actividades rutinarias
con sentido y significado para ellos. El objetivo del profesional no consiste tanto en
modificar radicalmente la rutina diaria como en conocer y aprovechar esta información
para introducir nuevos elementos o adaptar los ya utilizados para conseguir
organizaciones más óptimas. Hay que tener en cuenta y respetar el estilo natural de los
padres al organizar sus actividades para favorecer el desarrollo de sus hijos.
6. Por último, hay que concienciar a las familias para que vean como un hecho natural el
pedir ayuda a los profesionales y hacer uso de todos los recursos asistenciales que les
proporcione la comunidad. Esta ayuda debe darse no sólo en los primeros momentos de
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ajuste al niño con retraso. Las familias siguen necesitando la ayuda profesional en otros
momentos del curso de desarrollo y las necesidades que éstas manifiestan van
cambiando a lo largo del tiempo. Asimismo, es objetivo clave el normalizar al máximo
la situación de integración de su hijo/a en todos los ámbitos de participación que ofrece
el entorno social de la familia.
El sentido común nos dice que tener un hijo con aptitudes extraordinarias hace muy fácil su
educación. El estereotipo del superdotado se ajusta al siguiente cuadro: son niños/as que
sobresalen en todas las áreas del desarrollo, son maduros emocionalmente y con un gran
autocontrol, están adaptados socialmente, son independientes, responsables y capaces de
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enfrentarse a cualquier presión de un modo más constructivo. Sin embargo, las investigaciones
han demostrado que también puede hablarse de sobredotación aun cuando no se den todas
estas características. Así, por ejemplo, también puede formar parte del esterotipo del
superdotado una cierta inadaptación social.
Debido a la existencia de diferentes modelos y definiciones de inteligencia, se han
utilizado de forma indiscriminada diferentes términos: niños superdotados, prodigio,
precoces, genios, excepcionales, etc. Algunos son más apropiados que otros. Por ejemplo, ser
precoces a una determinada edad (tener un desarrollo temprano en una determinada área
motórica o lingüística, por lo general) no implica necesariamente que dicho ritmo acelerado se
vaya a mantener en años posteriores. El término superdotado hace referencia casi
exclusivamente a los niños con altos CI (superiores a 130), obtenidos en pruebas
psicométricas que cubren una gran variedad de aptitudes diferentes. A su vez, ser un niño
prodigio o genio caracteriza a aquellos que desarrollan un rendimiento fuera de lo común en
un campo específico de intereses más propio de un adulto. En realidad, los investigadores han
optado por considerar dos grandes tipos de capacidades extraordinarias, aquellas que son
generales y se expresan principalmente en terrenos académicos tradicionales (matemáticas,
lengua, física, etc.) y aquellas específicas que se manifiestan a través de la observación de los
gustos o intereses extra académicos de los hijos (música, arte, actividades científicas,
relaciones humanas, etc.). No obstante, dentro de cada grupo hay una gran variedad de tipos
que difieren tanto cuantitativa como cualitativamente (Goriat, 1990; Feldman y Piirto, 1995;
Benito y Alonso, 1996).
Los procesos cognitivos y estrategias de aprendizaje que caracterizan a los niños con
capacidades excepcionales, según se desprende de distintas investigaciones (Benito y Alonso,
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está la disincronía social, que es el desfase entre la norma interna del desarrollo del niño y la
norma social adecuada a la mayoría. La conjunción de presiones sociales (escuela, familia,
amigos) para que el niño se adapte a la norma según su edad, provoca el efecto Pigmalión
negativo que se traduce en un deterioro de su rendimiento. Este hecho se observa claramente
en el ámbito escolar, donde muchos niños con aptitudes brillantes pueden manifestar fracaso
escolar. El niño puede ver limitadas de forma sistemática sus necesidades intelectuales,
generando desilusión como respuesta a su curiosidad e inhibiendo sus potencialidades.
También, a menudo, los padres no pueden afrontar la peculiaridad de su hijo, a pesar de ser
conscientes de sus posibilidades. Investigaciones recientes sobre la adaptación escolar y
social de estos niños indican que aquellos que no han sido identificados y atendidos
adecuadamente, presentan niveles superiores de insatisfacción y comportamiento inadecuado
en el centro educativo; tienen cierta aversión a la instrucción del profesor; baja laboriosidad y
motivación; baja asertividad social, y por el contrario, también pueden presentar
despreocupación por las normas sociales o choque con las mismas, manifestando restricciones
en su relación social u hostilidad (Benito y Alonso, 1996).
Considerando que el medio modula el desarrollo del talento en los niños, el sistema familiar
es uno de los aspectos que han de ser ampliamente considerados para determinar los factores
que pueden favorecer o dificultar tal desarrollo, por un lado, y la mejor adaptación familiar a
su presencia, por otro.
Entre estos factores determinantes del desarrollo del talento están la edad de los padres
(padres jóvenes) y el orden de nacimiento del hijo/a y la distancia entre hermanos, ya que
requiere una gran energía y dedicación ajustarse al ritmo que impone el niño superdotado.
Asimismo, los padres jóvenes que comparten con sus hijos sus propias aficiones son los que
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más favorecen el desarrollo temprano de sus capacidades. El género de los padres y sus
actitudes hacia el de los hijos parece tener una influencia significativa en el desarrollo de
diferentes clases de talento; así, la actitud de las madres hacia las matemáticas influye en la
elección de carreras de ciencias en las chicas (Eccles y Harold, 1992). En este sentido Helson
(1983) encontró que las mujeres que han desarrollado un gran talento creativo en las
matemáticas, eran muchas veces hijas únicas cuyos padres las habían tratado sin seguir
estereotipos de género.
Los valores familiares pueden dar prioridad al desarrollo de ciertos talentos más que a
otros, al facilitar el contexto más adecuado para que tenga lugar el desarrollo de ese talento
específico valorado especialmente (Benbow, 1992).
Asimismo, el estilo de vida de la familia parece influir en el desarrollo del talento y del
rendimiento escolar tanto del niño como del adolescente. En contra de lo que se podría pensar,
el estilo de vida no convencional no parece afectar negativamente al rendimiento, ya que lo
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más importante para el rendimiento es la cohesión familiar, el grado en que la familia se
considera familia y se valoran las capacidades del niño, aunque la familia no presente la
composición o los valores habituales (e.g., niños cuya escolarización se lleva a cabo en la
casa bajo la dirección de los padres, familias no convencionales: familias de hippies, de
actores de vida bohemia, etc.) (Feldman y Piirto, 1995). En la misma línea, determinados
niveles de problemática familiar como las desventajas culturales y económicas, las tensiones
en la familia, la pérdida de los padres, separaciones traumáticas, etc., pueden actuar como
detonadores del talento o han permitido el desarrollo de éste a pesar de las adversidades (Van
Tassel-Baska y Olszewski-Kubilius, 1989). Estudios acerca del efecto de un trauma en la
infancia en artistas adultos de gran creatividad, señalan que ésta tiene lugar cuando en el
trauma ha estado presente la afectividad, ya que de otro modo podría provocar conductas
destructivas (Piirto, 1992). Además, Piirto sugiere la importancia de canalizar los efectos del
trauma no sólo a través de la terapia, sino a través de medios metafóricos como el arte.
Los retos a los que debe responder la familia con un hijo/a de estas características son muy
parecidos a los de las familias de hijos con retraso en el desarrollo, excepto que los apoyos
sociales son más vitales en el segundo caso que en el primero. Esto hace que todo dependa
más de las habilidades de los padres para criar y educar a estos niños con retraso. Son dos las
tareas más importantes a realizar por la familia: identificar el tipo de talento y darle su apoyo
de modo continuado para que se desarrolle.
Los factores que de forma general suelen confluir negativamente en la identificación de
estos niños están encabezados por la falta de sensibilización social respecto al tema, los
estereotipos existentes acerca del niño superdotado y las falsas expectativas que se crean
alrededor de él. Por otra parte, se observa una inadecuación de las tareas escolares que
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importancia la identificación del talento en las niñas, especialmente entre los cuatro y siete
años, dada la dificultad de su identificación posterior como consecuencia, entre otros factores,
del miedo al éxito (Benito, 1994).
Una vez detectada la capacidad del niño, los padres deben decidir si están dispuestos a
apoyarla de manera continuada sin escatimar esfuerzos de todo tipo por su parte. En este
sentido, la familia debe valorar si está preparada para tal empresa y qué cambios van a
suceder en la vida cotidiana. Especialmente, hay que cuidar a los hermanos para evitar que se
vean desatendidos en sus propias capacidades e intereses. Hay que estimar el coste económico
que supone la organización de un currículum complementario o el entrenamiento específico de
determinadas capacidades en el caso de talentos excepcionales concretos (tenis, ajedrez,
danza, música, etc.). En este sentido, se recomienda que la familia consulte a expertos en la
materia para recibir su consejo y asesoramiento. Además, hay que estar preparados ante los
vaivenes motivacionales y de rendimiento que pueden ocurrir a medida que se hace mayor,
como por ejemplo, la conocida crisis de confianza en las propias capacidades que puede
sobrevenir entre los 12 y los 18 años. En definitiva, la familia tiene que ser consciente del
proyecto de vida que supone apoyar y promover a un hijo/a con talentos excepcionales.
El papel decisivo que la familia juega en el proceso de desarrollo de los niños superdotados
queda evidenciado a través de los múltiples estudios realizados al respecto. Dada la profusión
de conclusiones y variedades de las mismas, hemos querido sintetizar algunas de las acciones
concretas que pueden ser aplicadas de manera general por las familias de superdotados. En
los Cuadros 21.3 y 21.4 hemos resumido algunas prácticas educativas apropiadas y ciertas
orientaciones para crear entornos familiares que estimulen las capacidades del niño.
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Cuadro 21.3. Prácticas recomendadas en la educación del niño superdotado (tomado de Shore, Cornell, Robinson y
Ward, 1991)
Cuadro 21.4. Orientaciones a los padres de hijos con talento para crear un ambiente educativo apropiado
(tomado de Piirto, 1992)
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1. Proporcionar un lugar apropiado para el trabajo creativo de su hijo/a.
2. Proporcionarle los materiales que necesite según sus aptitudes.
3. Fomentar el trabajo creativo sin evaluarlo explícitamente.
4. Desarrollar actividades creativas y dejar que el hijo/a observe su realización.
5. Valorar el trabajo creativo de otros, visitar museos, espectáculos, y charlar sobre libros, noticias, acontecimientos.
6. Prestar atención a lo que el sistema familiar y su fondo cultural está enseñando al hijo/a.
7. Evitar transmitirle estereotipos de género.
8. Proporcionarle un currículum educativo complementario.
9. Si vive algún trauma o crisis familiar, estimularle para que lo utilice positivamente y pueda canalizar sus sentimientos a
través de su talento.
10. Enseñarle que el talento es sólo una parte del trabajo creativo y que debe acompañarse de disciplina práctica.
11. Permitirle que sea diferente, aunque no a expensas de quedarse aislado y no adquirir habilidades sociales.
12. Disfrutar con su hijo/a.
Como sugieren Benito y Alonso (1996), las estrategias son, en parte, las mismas que para
cualquier familia: afecto hacia los hijos ampliamente expresado, escuchándoles, siendo
tolerantes y apoyándoles de tal manera que se cree un mundo afectivo que impregne tanto el
desarrollo emocional como el cognitivo. La disponibilidad y colaboración de los padres en
las actividades del niño, actuando con paciencia, constancia y calma en las actividades,
alentando la capacidad crítica, la toma de decisiones, la independencia, la persistencia, y
consecuentemente, favoreciendo la autoconfianza. Involucrar a los hijos en los planes y
decisiones familiares, proporcionarles una variedad de estímulos y experiencias relacionadas
con sus intereses y al mismo tiempo compartir con ellos las ideas, aficiones y motivaciones.
Permitirles el disfrute del tiempo libre, ayudándoles a descubrir sus talentos y habilidades.
Hay que aclarar que poner demasiado énfasis en el logro intelectual puede ser causa del
empobrecimiento de la imaginación y una tendencia a mirar el juego como irrelevante para sus
vidas. El juego, en cualquier estadio de su desarrollo, es de especial interés, dado el potencial
creativo que contiene. Por último, hay que aprovechar los escasos recursos con los que cuenta
la comunidad para favorecer el desarrollo del niño en todos sus aspectos, y conseguir una
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plena normalización e integración del mismo en su grupo de edad, en todas las facetas de la
socialización.
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22
Educación familiar y desarrollo del niño sordo
María Suárez y Esteban Torres
1. Introducción
que los miembros de esa familia sean recursos efectivos en la rehabilitación de la sordera.
Del éxito de la intervención familiar dependerá en gran medida el pronóstico sobre la calidad
de vida del niño sordo. Algunos programas para padres, cuando se realizan con apoyo social
para hacer más fácil la asistencia, han conseguido reducir el estrés y hacer su relación con el
hijo sordo más eficaz. Este es, a nuestro juicio, el camino más eficaz, el que apoya a la familia
haciendo a sus miembros más informados y comprometidos, como un equipo, padres,
hermanos y otros familiares, suministrando soporte material y educativo en la escolarización
del niño sordo. En las páginas que siguen vamos a aumentar la información sobre el tema,
profundizando en las repercusiones familiares, en algunos aspectos que influyen en la
implicación de los familiares y en los presupuestos de intervención que han demostrado más
eficacia.
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2. Familiarización con el problema
a) Factores fisiológicos relacionados con la sordera, como grado, tipo de pérdida auditiva,
y posibles deficiencias asociadas.
b) La etiología o causa de la sordera: hereditaria o adquirida.
c) La edad de comienzo de la sordera.
d) El estatus auditivo de los padres: sordos u oyentes.
e) La amplitud de la experiencia interpersonal lingüística y no lingüística.
f) La calidad y el tipo de educación recibido.
A todo lo anterior habría que añadir los innumerables factores que afectan normalmente a
los niños oyentes, que pueden influir en el desarrollo y producen diversidad en la población.
Vamos a hacer a continuación una breve descripción de estos factores y de algunas de las
consecuencias que producen en el desarrollo (véanse Marchesi, 1987, 1990; Marschark,
1993).
Se distinguen dos tipos de sordera, con repercusiones muy diferentes, categorizadas como
sordera conductiva (implica al oído medio o al oído externo) y sordera neurosensorial
(implica al oído interno, la cóclea, el nervio auditivo y las conexiones próximas al cerebro).
En general, los efectos de las sorderas conductivas no son muy graves y pueden tratarse u
operarse. Las neurosensoriales son más graves y permanentes, teniendo peores pronósticos. En
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la actualidad se realizan implantes cocleares en casos muy específicos, y los resultados son
controvertidos.
El grado de pérdida auditiva es otro de los factores que influye en el desarrollo de los
niños sordos, tanto en las habilidades lingüísticas como en las cognitivas, sociales y
educativas. La intensidad auditiva es un factor fundamental, pero además se debe tener en
cuenta la banda de frecuencia que el niño puede percibir mejor, ya que permitirá un mayor
aprovechamiento de sus restos auditivos. Las deficiencias que producen pérdidas auditivas
para sonidos en los rangos de 500, 1.000 y 2.000 Hz son las que más afectan a la percepción
del habla, porque son las frecuencias en las que se expresan los rasgos distintivos del lenguaje
hablado. Aunque con frecuencia se acostumbra a describir la severidad de una deficiencia
auditiva congénita o de adquisición temprana por los decibelios de pérdida en el mejor oído,
cuando se considere a algún niño en particular se deben tener en cuenta tanto los aspectos
cuantitativos como los cualitativos de la pérdida, así como las habilidades de discriminación
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de sus restos auditivos. En general, el término deficiencia auditiva se utiliza para referirse a
todo el espectro de las pérdidas de audición que van desde ligeras a profundas (Greenberg y
Kusché, 1987). La audición se considera normal con pérdidas inferiores a 25 dB en el mejor
oído; pérdidas de 26 a 40 dB son ligeras, las de 41 a 55 dB son moderadas, las de 56 a 70 dB
son moderadamente severas, y las de 71 a 90 dB severas. Las pérdidas de más de 90 dB en el
mejor oído se consideran deficiencias auditivas profundas (Marschark, 1993). Conrad (1979)
comprobó la relación de los distintos grados de pérdida auditiva con algunas variables
lingüísticas y cognitivas como el habla interna, la lectura, la inteligibilidad del habla y la
lectura labial. Hubo una relación importante entre la pérdida auditiva y el habla interna, con
una disminución considerable de la misma en los sujetos con niveles de pérdida mayores de
86 dB en relación a los de niveles inferiores. Esta diferenciación se observó también en
relación con la lectura y la lectura labial. Y por último, la inteligibilidad de las vocalizaciones
del sordo es significativamente peor a medida que los niveles de pérdida auditiva aumentan.
La etiología o causa de la sordera puede ser de base hereditaria o adquirida, aunque un
tercio de las personas sordas lo son por causas que no se pueden precisar con exactitud. Las
causas de las deficiencias auditivas observadas en los niños pequeños varían ampliamente. Se
considera que la herencia contribuye en un 20% a la totalidad de las sorderas en la infancia y
en torno al 50% de los casos con orígenes conocidos. Algunos autores como Vernon y
Andrews (1990) consideran que la estimación del 20% de todos los casos es probablemente
demasiado baja. Según Meadow-Orlans (1987), las causas patológicas más frecuentes de
sordera, entre los sujetos con etiología diagnosticada, son la rubéola maternal (24%),
enfermedades infantiles como el sarampión, las paperas, y la meningitis (25%), y
complicaciones relacionadas con el parto tales como nacimiento prematuro, problemas en el
embarazo, trauma físico o incompatibilidad de Rh (22%). Es importante anotar aquí que la
diversidad en las causas de la sordera congénita o detectada pronto lleva a una diversidad en
sus resultados evolutivos. Cuando la sordera es hereditaria, existe una menor probabilidad de
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trastornos asociados, mientras que las sorderas adquiridas tienen, con mayor frecuencia,
asociados otros problemas, sobre todo cuando son producidas por anoxia perinatal, rubéola o
incompatibilidad de Rh. Muchos casos de sordera llevan consigo la posibilidad de daño en
otros sistemas sensoriales o daño neurológico central. Esto significa que la identificación de
las diferencias psicológicas entre niños sordos y oyentes debe hacerse con un cuidado
metodológico considerable y con cautela en la interpretación.
Otro factor importante es la edad de comienzo de la sordera, ya que según algunos estudios,
si la pérdida auditiva se produce antes de los 3 años las experiencias en el lenguaje oral no
tienen mucha influencia en la evolución lingüística posterior. Conrad (1979) encontró que el
habla interna de los niños sordos (85 dB de pérdida o más) cuya pérdida auditiva se produjo
entre el nacimiento y los 3 años, era de un 46%, similar al habla interna de los niños con
sordera congénita (de un 47%), lo que se explica por la fragilidad de la competencia
lingüística a esta edad y la falta de organización de la función neurológica. En contraposición,
si la pérdida auditiva se produce después de los 3 años, cuando los niños ya poseen cierta
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competencia en el lenguaje oral y experiencia con los sonidos, la influencia en el desarrollo
de sus habilidades lingüísticas posteriores será mucho mayor. En este caso Conrad (1979)
halló un habla interna del 93%, muy similar al de las personas oyentes. El habla interna es un
poderoso mecanismo de control voluntario del comportamiento, un diálogo con uno mismo que
sirve para planificar, organizar y evaluar la experiencia personal. Muchos de los logros
intelectuales tienen una estrecha relación con esta capacidad reflexiva que se inicia desde los
primeros años de vida. El grado de impulsividad tiene bastante que ver con el desarrollo del
habla interna y sobre ello volveremos más adelante.
La edad de escolarización especializada se considera una variable que produce diferencias
significativas en la evolución intelectual y lingüística de los niños deficientes auditivos
(Marchesi, 1980). De ahí la importancia de la detección precoz de la sordera y la
incorporación a un programa de estimulación temprana con el subsiguiente asesoramiento a la
familia. Entre las características de la familia que inciden en la evolución del niño sordo cabe
destacar las siguientes: el grado de implicación familiar, entendida como aceptación y nivel de
información acerca de la deficiencia auditiva; la elección de la modalidad lingüística en la
que se van a comunicar con el niño; la disposición en tiempo para trabajar con él y motivarlo,
etc.; así como el estatus auditivo de los padres y el estatus socioeconómico de los mismos. El
que la familia pueda superar pronto el mal trago de la aceptación de la sordera de uno de sus
miembros es de la máxima importancia, de ahí que pasemos a describir lo que suele suponer.
La certeza de que un hijo es sordo conduce con frecuencia a los padres, especialmente si son
oyentes, a reacciones emocionales intensas que suelen seguir una secuencia parecida a la
siguiente. Se presentan respuestas agudas que incluyen negación, incredulidad y sentimientos
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familiar. La baja autoestima se relaciona con un mayor estrés, lo que habría que compensar
con un mayor apoyo social; apoyo que supone información del problema, entrenamiento
específico de los padres oyentes y asesoramiento en la escolarización del hijo sordo.
El estrés de la familia hay que relacionarlo también con la elaboración cognitiva que cada
uno de los padres hace de la deficiencia de su hijo. Esta elaboración cognitiva incluye la
valoración social de lo que es un niño sordo, la propia autovaloración o autoestima y el
sentido de culpabilidad, mayor o menor, con que se vive el déficit. La manera en que los
padres afrontan el problema puede hacer que algunos sentimientos inicialmente negativos
evolucionen hacia un sentido de valentía, eficacia ante el problema, o afrontamiento social,
etc., que producen una estima personal mejor, estima que ha resultado ser el mejor predictor
respecto al estrés. Cuanto más valoran los padres su propio esfuerzo y el esfuerzo de las redes
de apoyo, menos estrés se observa en la familia. Es necesario volver a insistir en que esta
actitud de los padres es más importante que otros aspectos como su nivel socioeconómico, su
nivel cultural, el sexo del hijo sordo, etc. Dado que en estos casos se suele producir una
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sobreimplicación de los padres en la crianza del hijo, es particularmente estresante la
sensación de ineficacia o las frustraciones que se derivan de la educación de un niño sordo. En
mayor medida las madres que los padres suelen ser vulnerables a disfunciones físicas o
mentales. Esto es resultado de la mayor dedicación que las madres tienen con el hijo sordo en
nuestra cultura y debe ser una variable tenida en cuenta por los programas de apoyo social,
que no pueden centrarse exclusivamente en el niño sordo, sino en la familia como un conjunto.
En este sentido, es interesante el trabajo de Meadow-Orlans (1995), en el que se describe
el tipo de estrés que puede producirse en la familia ante el fenómeno de la sordera. Las
consideraciones prácticas para los servicios de apoyo que se derivan de este trabajo son las
siguientes:
a) Los padres y madres de niños sordos manifiestan niveles similares de estrés con la
paternidad, pero en áreas diferentes. Los padres se estresan más en temas relacionados
con la aceptabilidad del niño y con las demandas o exigencias que éste tiene. Los padres
pueden necesitar más apoyo e información sobre las oportunidades y posibilidades
futuras que tienen los niños sordos. Las madres se centran más en la intervención
cotidiana con el niño, en sus cuidados físicos, en sus momentos de juegos, en sus
relaciones emocionales.
b) Como consecuencia de lo anterior, las madres manifiestan un mayor estrés relacionado
con las necesidades de apoyo afectivo y expresivo de los niños. Suelen tener
sentimientos de limitación o restricción del rol de esposa y más preocupación por su
papel como madre. El tipo de ayuda que pueden necesitar es más de carácter emocional
y personal.
c) Muchos de los mayores niveles de estrés que se observan en las madres tienen que ver
con un conjunto de actividades que desempeñan en su vida diaria sobre las cuales recae,
además, toda la problemática de un niño sordo.
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d) El análisis de las relaciones entre la madre y el niño sordo muestra una clara relación
entre el apoyo institucional y de expertos a la familia y las conductas maternales
positivas.
Vamos a analizar ahora las principales pautas de evolución del niño sordo, entendiendo
siempre esta evolución en relación dinámica con el marco familiar y comunitario en general.
Gran parte del conocimiento social y lingüístico se consigue a través de la interacción de los
seres humanos. Esta interacción se inicia temprano y es el niño, en muchas ocasiones, quien
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activamente la persigue. Esa predisposición innata para el contacto social y para el
aprendizaje lingüístico requiere un ajuste por parte de los adultos para aprovecharla
productivamente. La mayoría de los adultos socializados se ajusta bien a los niños y son
maestros eficaces en la enseñanza del lenguaje y del mundo social. En el caso de los niños
sordos se producen algunas variantes en las relaciones entre padres e hijos que es necesario
destacar en resumen.
Abundantes estudios realizados con niños sordos durante los primeros años de vida revelan
que sus madres oyentes se muestran más directivas y tensas en sus interacciones verbales y no
verbales que las madres de niños oyentes. Aquellas madres que no han participado en ningún
programa de entrenamiento y que no tienen ni los rudimentos establecidos de la comunicación
signada, son más controladoras de las conductas de sus hijos sordos que las que han recibido
ese entrenamiento. Es evidente en estos estudios que las madres que establecen un canal de
comunicación efectivo con sus hijos sordos se sienten más competentes, más tranquilas y
ejercen menos control y directividad en las interacciones con sus hijos (Lederberg, 1993, entre
otros muchos). Es necesario volver a destacar aquí la importancia que tiene el no ahogar la
espontánea actividad de cualquier niño, sordo u oyente, para buscar el contacto social y
explorar física y lingüísticamente el mundo que le rodea.
Junto a todo lo anterior, los estudios en este campo han demostrado que no es necesario un
desarrollo «normal» del lenguaje para establecer un vínculo de apego seguro entre padres y
niños sordos. Este vínculo, al igual que en el caso de los oyentes, es el fundamento del
desarrollo social posterior de los niños. Independientemente del modo de comunicación que se
emplee con los niños sordos, es decisivo que el niño se sienta afectivamente seguro en las
relaciones con sus padres. Podemos concluir con Marschark, (1993, p. 48) que «el desarrollo
emocional se ve facilitado en los niños sordos cuyas madres oyentes son bastante sensibles a
sus necesidades, consiguen un diagnóstico temprano y su inclusión en un programa de
intervención y entrenamiento en comunicación». Aunque aún no está completamente valorado
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el efecto que la falta de vocalización y del lenguaje maternal puede llegar a suponer en años
posteriores, esta afirmación es una llamada a la esperanza en el trabajo temprano de
sensibilización de los padres sobre las características de la interacción que deben desarrollar
con sus hijos sordos.
Cuando los niños sordos van creciendo, empiezan a diversificar sus relaciones sociales, al
igual que los niños oyentes. Aunque las habilidades implicadas en las interacciones de los
niños entre sí son diferentes de las que se ponen en acción en las interacciones padres-niño, sí
hay un fuerte apoyo para afirmar que los niños que tienen mejores relaciones sociales con sus
primeros cuidadores, generalmente los padres, también tienden a desarrollar buenas
relaciones sociales con sus iguales. Sin embargo, no puede establecerse una relación causal
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directa. Entre los tópicos que rodean a la sordera se encuentra el del carácter pasivo,
emocionalmente inmaduro, del niño sordo. Hay abundantes descripciones de la agresividad
incontrolada, de las rabietas y cóleras que en mayor número se producen en niños sordos que
en oyentes. Junto a esto, hay que añadir una atención más débil y un peor autoconcepto.
Muchas de estas características hay que entenderlas en conjunto; una atención menor hace que
los niños sean más disruptivos, se cansen más y distraigan a los demás, tengan más fricciones
con ellos, sean más reprendidos y, por tanto, adquieran con más facilidad la etiqueta de «niño
malo».
En general, muchos de estos atributos del niño sordo pueden ser considerados efectos
secundarios de la sordera, bien derivados del contexto educativo y familiar del niño sordo, o
bien intensificados por él. Parece lógico que las diferencias en la experiencia social y
educativa al crecer con un lenguaje signado frente al lenguaje hablado mayoritario, puedan
producir en los niños sordos algunas de estas características que tradicionalmente se señalan.
Muchas veces, la presión que los adultos u otros niños ejercen sobre la atención del niño
sordo y el control físico que hay que tener para asegurar esa atención, producen en los niños
una irritabilidad y síntomas de evitación del contacto con los demás. Es importante señalar
aquí la necesidad de sensibilización del contexto social de desarrollo del niño sordo que
incluye a sus compañeros de igual edad. La manera de dirigirse a los sordos, el énfasis en
algunos gestos o movimientos corporales de apoyo, cierta lentificación en el lenguaje, etc., son
aspectos que pueden ir enseñándose a los compañeros oyentes de forma paulatina y adaptada a
su edad. El conocimiento del interlocutor aumenta el juego con objetos entre los niños y las
interacciones positivas, aquellas que se producen más veces y con más calidad en los
intercambios. Esta familiaridad con el compañero es más importante que la propia experiencia
que puedan tener los niños, oyentes y sordos, en sus relaciones sociales. Se deduce de lo
afirmado anteriormente la importancia de la exposición del niño sordo a relaciones tempranas
con niños oyentes que permitan un ajuste mutuo y esa familiaridad esencial que hemos
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señalado. La mejor forma de preparar la integración escolar y social de los niños sordos es
integrarlos escolar y socialmente desde temprano.
El efecto de la edad parece ser también importante en los intercambios prosociales,
evidenciando que los iguales, los compañeros de la misma edad, son un factor esencial en la
socialización del niño sordo. El grupo de compañeros posee sus propias exigencias y
peculiaridades, a las que unos y otros deben adaptarse. Además, en el caso de los niños
sordos se atenúa el peligro de un exagerado control del tutor adulto, impidiendo con ello el
desarrollo del propio control del niño, que luego puede manifestarse en comportamientos poco
sociables o disruptivos (Wood, 1991).
En los últimos años, el estudio de los procesos de interacción de los niños sordos entre sí, con
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sus padres o con sus compañeros, está demostrando su utilidad para comprender mejor qué
clase de recursos comunicativos, verbales y no verbales, ponen los niños sordos en acción
durante su práctica social diaria. Esto significa asumir que es distinto tener un «repertorio»
potencial de habilidades y ser capaz de aplicar ese repertorio en situaciones comunicativas
concretas. En estos trabajos se ha comprobado la importancia del estatus lingüístico de la
interacción adulto-niño y de la interacción niño-niño. Cuando los padres, o uno de ellos, es
sordo, el ajuste entre el adulto y el niño es más eficaz. Lo mismo ocurre en las relaciones entre
niños sordos.
Para comprobar la forma en que se establece la atención entre las madres y sus hijos,
Prendergast y McCollum (1996) realizaron un estudio con ocho parejas de madres y niños
sordos y otras ocho parejas en las cuales la madre era oyente y el niño sordo. Las edades de
los niños estaban comprendidas entre los 18 y los 28 meses y se diseñó un contexto de juego
que supusiera una estrecha proximidad entre madres e hijos. El estudio de las diferentes
situaciones que se produjeron supuso una confirmación de la mejor sincronía en la atención
mutua entre madres sordas e hijos sordos. No sólo porque las madres sordas fueran más
activas que las oyentes, que sí lo fueron, sino porque los niños sordos fueron, a su vez,
significativamente más activos también. Estas diferencias sugieren que las madres oyentes
tuvieron dificultades para acomodarse a las necesidades de sus hijos como aprendices
visuales y además eran menos competentes en el uso de signos.
Otros estudios han coincidido, precisamente, en la menor competencia de las madres
oyentes para entender los requerimientos de la comunicación visual (Swisher, 1991; Spencer
et al., 1992). Esto no es sorprendente y, aunque sea una obviedad, hay que volver a insistir en
la necesidad de asesoramiento específico en comunicación visual de los padres oyentes, de
modo que desarrollen las habilidades necesarias para interactuar temprana y eficazmente con
sus hijos sordos. Algunos ejercicios de los que sugiere Swisher (1991) incrementan con
facilidad la consciencia de las madres oyentes: signar sin voz, filmar las interacciones sin
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sonido, etc.
Esta evidencia sobre el mejor ajuste de madres o padres sordos con sus hijos sordos no es
distinta a la que existe entre los padres oyentes y sus hijos oyentes. Sin embargo, cuando en las
parejas mixtas padres oyentes-niño sordo se utiliza con fluidez la comunicación bimodal, el
ajuste entre los miembros de la pareja se aproxima mucho a las que tienen el mismo estatus
lingüístico. La comunicación bimodal es la que emplea signos y vocalizaciones al mismo
tiempo. El orden de los signos es el del lenguaje hablado y puede ser aprendido así con mayor
facilidad por los oyentes. Cuando se emplea este tipo de comunicación con buen nivel, la
extensión, complejidad de elaboración e intercambios iniciados por el niño son similares a los
que se producen entre padres sordos e hijos sordos. Este efecto está consistentemente
establecido en la bibliografía de los últimos años (Lederberg et al., 1986, 1991; Torres, 1992;
Suárez y Torres, 1996) y parece indicar que un sistema comunicativo inteligible para el niño y
el adulto permite una mayor confianza en las interacciones sociales. El que este sistema se
adopte tempranamente es esencial, a nuestro juicio, y es una de las decisiones educativas más
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importantes que deben tomar los padres de niños sordos.
En las relaciones entre niños sordos se ha observado una mayor atención visual, tanto para
producir signos y entenderse como para gestos faciales o corporales de apoyo, de complicidad
entre ellos. Cuando el compañero es oyente y conocido, los niños sordos realizan menos
signos y tratan de adaptarse a la modalidad lingüística más convencional, la oral. Esto
significa que los niños sordos hacen un esfuerzo para ajustarse a la expectativa del oyente,
algo que también deberíamos conseguir que hiciera el niño oyente para ajustarse a las
posibilidades de comprensión del niño sordo. No parece, por tanto, que los niños sordos
tengan menos interés por la relación social que los oyentes; se trata más bien de una menor
aptitud lingüística para llevar a cabo estas relaciones adecuadamente. De hecho, la iniciación
de los contactos es tan frecuente como en los niños oyentes, pero la utilización de los recursos
comunicativos suele ser insuficiente o incorrecta.
La vida escolar del niño sordo tiene que enmarcarse no sólo en el ámbito del centro educativo,
sino también en el ámbito familiar. Lo anterior es aplicable a cualquier niño, pero en el caso
de los niños sordos se sostiene que parte del retraso en su desarrollo emocional y social puede
ser debido a la falta de modelos sociales adultos apropiados con quienes ellos puedan
identificarse y comunicarse. Es, por tanto, esencial que el niño sordo disponga a su alrededor
de algunos modelos de identificación válidos, lo que significa capacidad de relación y de
comunicación suficiente para que la identificación pueda producirse. El estudio clásico de
Schlesinger y Meadow (1972) ya señaló que los niños sordos de padres sordos que se
comunican en lenguaje de signos mostraron una madurez social mucho mayor que los niños
sordos con padres oyentes. De nuevo, la fluidez comunicativa y el desarrollo social y
emocional aparecen íntimamente relacionados. Hay que volver a insistir en que más
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— Menor conocimiento del mundo — Necesidad de experiencia directa y mayor información de lo que sucede.
educativo pasa por mantener a los niños integrados en clases ordinarias con tiempos
específicos de apoyo en grupos de sordos que les permitan sentirse seguros y, además, aceptar
la comparación con los niños oyentes. Otros trabajos indican que los niños sordos integrados
total o parcialmente, obtienen mejores resultados intelectuales y de autoconcepto que los niños
en escuelas especiales. Aunque suelen reflejar problemas de integración o de valoración
personal que los diferencian de sus compañeros oyentes, estos datos animan a pensar que
quizá son las insuficiencias del sistema educativo y no el sistema de integración, las que
explican que los niños sordos sigan presentando algunas anomalías en su desarrollo social y
en su valoración personal (véase Leung y Choi, 1990, y Silvestre, 1995).
Aun así, parece que la integración escolar con horas de apoyo específicas es más favorable
para que los niños sordos puedan establecer comunicación efectiva con otros niños sordos, lo
que les da una confianza comunicativa especial, y con sus compañeros oyentes. De esta forma
pueden recibir más información acerca de los sentimientos de sus compañeros o más
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explicaciones acerca de las razones para determinadas acciones o de las consecuencias de sus
propios comportamientos con los demás. De nuevo, el lenguaje, la capacidad de comprender y
de ser comprendido está en la base de la autorregulación personal. Sin información sobre lo
que nuestro comportamiento produce en los demás, difícilmente se puede tener un buen control
de nuestra relación social y, por tanto, una autoimagen ajustada y positiva.
El trabajo de los profesores en el aula ordinaria, así como el del profesor de apoyo en las
horas específicas, tienen que estar coordinados con el trabajo que, en la familia, realizan los
padres y los hermanos, si los hay. El nivel de comunicación, la atención al niño, las exigencias
graduadas sobre él, la transmisión de un sentido de autoeficacia, el respeto de su ritmo
personal, etc., son variables que hay que considerar en todos los casos, pero con especial
sensibilidad cuando se trata de un niño con deficiencias auditivas importantes.
La sensación propia de eficacia y la buena estima personal de un niño sordo en relación a
su grupo de oyentes y sordos es el mejor indicador de desarrollo social positivo en estos
niños. Y, de nuevo, tenemos que resaltar que este estado satisfactorio de ajuste social está muy
relacionado con la capacidad lingüística. El trabajo de Weisel y Bar-Lev (1992) demuestra el
papel del lenguaje en el ajuste social y defiende la importancia de una habilidad lingüística
general; es decir, no por tener mucho vocabulario emocional, los niños sordos entendían mejor
las emociones de los demás, sino que el nivel de competencia lingüística general es reflejo y
permite una integración social que lleva aparejada el conocimiento de las emociones de los
demás. Junto a esta capacidad lingüística general, los autores encontraron importante la
sensibilidad no verbal que apareció como un factor especial e independiente, precisamente un
elemento en el que los niños sordos pueden estar especialmente bien dotados.
Podemos concluir que el promedio de los niños sordos que entran a la escuela,
especialmente aquellos que tienen padres oyentes, lo hacen con un repertorio social y unos
conocimientos claramente inferiores a sus iguales oyentes. La interacción social que se
desarrolla en la casa no es siempre la más apropiada para las interacciones con otros adultos
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no familiares o con compañeros de su propia edad. Los niños implicados con sus padres en
programas de intervención familiar tempranos tienen mayor dominio social que aquellos que
no los siguen. Estos programas de ayuda facilitan el ajuste de los padres oyentes a los
aspectos prácticos y emocionales que supone tener un niño sordo. Tal participación indica una
implicación familiar significativa en la rehabilitación de su hijo y, al mismo tiempo, un
entrenamiento específico del lenguaje entre padres y niños que eleva el grado de información
entre las partes.
El desarrollo cognitivo y social de un niño sordo se ve, en gran medida, influenciado por la
calidad de sus interacciones con los padres. Lo anterior es aplicable para cualquier niño, pero
en el caso de niños sordos este efecto se intensifica. La adaptación y comprensión de la
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sordera por parte de la familia es especialmente importante dado el número limitado de
personas que, en general, pueden comunicarse con el niño de forma efectiva. El niño sordo,
como un niño oyente, influye y se ve influenciado constantemente por su entorno. Sus
habilidades serán el resultado de la interacción de factores constitucionales y de la calidad del
ambiente familiar que le rodee. Sobre este primer ambiente se monta la intervención educativa
dirigida a la unidad familiar como sistema. Su eficacia dependerá, en gran medida, de que
haya un núcleo familiar en torno al niño, implicado y eficaz. No debe sorprender que la
educación de la familia y el asesoramiento familiar se considere un componente crítico en la
intervención educativa con niños sordos.
A veces los padres sostienen la creencia de que la sordera es principalmente una
incapacidad para hablar, de tal forma que encaminan todos sus esfuerzos para que el niño
hable y pueda «vencer» la sordera y entrar en la normalidad. Esto es posible en ocasiones
completamente; en otras, parcialmente y, en otras, el objetivo de un habla oral fluida es muy
difícil de conseguir. De ahí la importancia de un buen asesoramiento que permita a los padres
coordinar el esfuerzo educativo con otros profesionales y conseguir del niño el máximo nivel
de comunicación. Este es, a nuestro juicio, el problema fundamental: conseguir comprensión
de los mensajes de otras personas por parte del niño sordo y comprensión de las otras
personas de los mensajes que emite el niño. Este asesoramiento evita que un niño con poca
habla potencial sea incluido en un programa exclusivamente oral, deprivándolo, a él y a su
familia, de un modo alternativo de comunicación temprana que es de crucial importancia. Si el
esfuerzo educativo con un niño sordo no está bien asesorado, a la larga conduce a graves
decepciones, a una pérdida de la eficacia en la comunicación familiar y a una baja autoestima
en el niño sordo. Evaluar bien el déficit, aceptarlo sin resignación, es una actitud positiva para
mejorar la eficacia del enorme esfuerzo que la familia invierte en la educación de un niño
sordo.
Hay, con frecuencia, un extendido prejuicio en relación al uso de la comunicación manual.
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Muchas veces se utilizan expresiones despectivas para referirse a este tipo de comunicación.
Sin embargo, ya desde hace algunos años, los trabajos de profesionales sordos y oyentes han
servido para entender la idea de que el lenguaje de signos tiene una extraordinaria capacidad
sintáctica para transmitir contenidos comunicativos complejos, tan complejos como el
lenguaje oral, cuando se es competente en esta modalidad. Por eso es importante que los
padres estén en contacto con estos profesionales sordos y con otros padres oyentes para, a
través de la experiencia de otros, disipar los temores acerca del uso complementario de un
lenguaje signado. Muchas familias han mejorado su eficacia con un hijo sordo y han aceptado
mucho mejor el déficit del niño cuando han aprendido a comunicarse con eficacia con él. En
los primeros años de vida, al igual que ocurre con los niños oyentes, la comunicación por
gestos faciales, manuales y posturales es muy importante para transmitir y complementar
contenidos de comunicación. Cuando los padres observan la capacidad que puede tener un
niño de tres o cuatro años para expresar en signos relatos sencillos o cuentos, comprenden la
eficacia de esta modalidad para el desarrollo lingüístico de su hijo. La objeción que suele
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plantearse después, es si el aprendizaje de los signos interferirá la educación oral. En las
concepciones modernas de rehabilitación de un niño sordo siempre se entiende que se está
trabajando sobre el concepto de comunicación total, es decir, el uso de todos aquellos resortes
comunicativos que permiten al niño expresar y entender mensajes adecuados a su edad.
Muchos padres no reciben asistencia o asesoramiento después del diagnóstico. En amplias
zonas de población no se dispone aún de servicios de intervención temprana adecuados y, de
hecho, en la actualidad, la mayoría de los programas educativos en los años escolares se
centran, casi exclusivamente, en el niño sordo e ignoran muchas de las necesidades de los
padres o las familias en su conjunto. En demasiadas ocasiones depende de la propia demanda
e insistencia de los padres la consecución, no ya de recursos económicos, escolares,
compensatorios, etc., sino de una función asesora que medie entre los servicios de
intervención y las familias. Esta figura de educador de padres de niños sordos es esencial para
mantener la motivación de la familia y la adaptación a cada una de las dificultades que el
crecimiento de un niño sordo va a presentar. Hay muchas funciones que podría desempeñar
este educador, desde proporcionar materiales y recursos a las familias, pasando por debatir la
opción comunicativa que se va a poner en práctica con el hijo, hasta la formación de grupos de
padres y el apoyo en situaciones de emergencia.
Los programas educativos para padres son esenciales porque muchos de los problemas
asociados a la sordera no son evidentes o de sentido común y requieren una reflexión sobre
aspectos básicos del desarrollo de los niños que deben ser orientados por especialistas. Es
fundamental que estos programas de educación para padres funcionen no sólo tras el
diagnóstico inicial, sino a lo largo de toda la escolarización del niño. El esfuerzo que,
aparentemente, esto exige a la familia en su conjunto es inferior al que va a producirse por una
mala comprensión de la sordera del hijo o por las múltiples dificultades que puede presentar
en su vida social y escolar. La mayoría de estas dificultades tienen que ver, como una y otra
vez se ha dicho, con la competencia lingüística del niño y la competencia comunicativa general
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de la familia con él. De ahí que incorporar todos los medios posibles de comunicación con el
niño desde temprano se nos antoje una práctica ineludible. Cada caso debe ser evaluado
individualmente y asesorado en función de sus circunstancias concretas. En esta toma de
decisiones la familia no puede encontrarse sola, puesto que va a condicionar sus relaciones
durante muchos años con el niño sordo.
Algunos autores han considerado que existen cuatro momentos graves de tensión en la
evolución de una familia con un niño sordo: el del diagnóstico, el de la entrada en el colegio,
en el comienzo de la adolescencia y en el comienzo de la edad adulta. La familia y el niño
sordo se enfrentan a preocupaciones, frustraciones y tensiones muy diversas, por lo que el
asesoramiento, en cada momento, sirve para rebajar la tensión con la que se afrontan los
conflictos y para dotar de estrategias eficaces de relación en cada momento. Como en el caso
de los niños oyentes, una buena adaptación familiar a una de estas etapas no significa que lo
vaya a ser en las siguientes. Un sistema de comunicación mutuamente satisfactorio, basado en
cada caso individual y donde familia y niño sordo puedan comunicarse relajadamente,
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comprenderse y tener en consideración sus manifestaciones emocionales, produce un clima de
cohesión y disminuye los conflictos. Cuando la comunicación es eficaz, los padres dan más
explicaciones a sus hijos y los reprenden menos, favoreciendo en ellos el autocontrol.
La integración del niño sordo es un objetivo irrenunciable; sin embargo, puede haber
momentos en que el propio niño trate de buscar la inclusión con otros niños sordos, a quienes
entiende mejor y con quienes se siente más cómodo. Puede haber varios momentos en la
escolaridad en los que este efecto se produzca; uno de ellos cabe esperarlo en la
preadolescencia, donde las relaciones entre chicos y chicas pueden afrontarse con dificultad y
buscar esa acogida en el grupo de sordos. Este y otros efectos pueden prevenirse con una
actuación sobre la familia como un sistema, proporcionando la conexión entre el ámbito
escolar del niño o el joven y su ámbito familiar. Son claras las conexiones que se han
establecido entre la disponibilidad de servicios de apoyo y la adaptación familiar al problema
de la sordera. Esta adaptación familiar se refleja en mayor madurez emocional y en mayores
logros educativos de los niños sordos. Podemos decir con toda contundencia que es
verdaderamente difícil educar con éxito a un niño sordo severo o profundo sin servicios de
apoyo a sus familias que incluyan asesoramiento, información, entrenamiento específico en
sistemas de signos y en otros sistemas comunicativos, etc. Esta actuación debe implicar, como
se dijo anteriormente, no sólo a los padres, sino a otras personas significativamente
importantes en la vida del niño; algún compañero especial, abuelos, vecinos, etc. También hay
que destacar la importancia de la colaboración de adultos sordos socializados con éxito,
puesto que muchas veces son los mejores introductores en el problema de la sordera, aunando
información, motivación y experiencia vital.
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23
Desarrollo y educación familiar en niños ciegos
Miguel Pérez Pereira
1. Introducción
Como es sabido, la población ciega es muy heterogénea. Existen, dentro de lo que constituye
el espectro de la ceguera legal (pérdida visual del 80%), diferencias nada despreciables en
cuanto al grado de visión, desde niños en los que sus ojos no tienen ninguna funcionalidad,
hasta otros en los que, por el contrario, si se estimulan adecuadamente pueden realizar un uso
muy útil de su resto visual. Por otra parte, hay niños cuya ceguera no lleva asociado ningún
otro handicap, mientras que en otros la ceguera se acompaña de alguna anomalía adicional.
Finalmente, la ceguera puede estar causada por diferentes etiologías y haber aparecido durante
el período prenatal, perinatal o postnatal, y, especialmente en este caso, en diferentes
momentos. Así pues, no es conveniente generalizar demasiado cuando hablamos de niños
ciegos. En este sentido, la intervención para mejorar su desarrollo deberá realizarse siempre
de forma individualizada, atendiendo a las características del niño o la niña, así como a las de
su familia.
En concreto, este capítulo se centra exclusivamente en los niños con ceguera congénita, que
son los casos más frecuentes durante los cinco primeros años de vida, y, especialmente, en los
niños con ceguera total o una mínima percepción de luz.
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Se ha dicho que el lenguaje tiene un efecto compensador para el desarrollo de los niños
ciegos, y es cierto. Con el manejo del lenguaje, el niño ciego accederá a una cantidad de
información sobre el mundo y las relaciones sociales que sería inalcanzable para él de otro
modo. Sin embargo, antes de que aparezca el lenguaje, y también para que pueda aparecer
éste, es necesario que el bebé ciego consiga otros logros muy importantes. Éstos tienen lugar
durante los primeros dos o tres años de vida, y durante este tiempo el niño no dispone de la
ayuda del lenguaje. Además, esas capacidades, habilidades, destrezas y saberes que se logran
en esos años están en gran medida relacionadas con la visión y la información que ésta
procura acerca de las características de los objetos, las personas, y los efectos de sus
acciones sobre ellos. Por ello, la intervención con los niños ciegos debe comenzar lo antes
posible para evitar que se produzcan retrasos difícilmente recuperables en el futuro. Como es
lógico, el papel de los padres en estos años es de capital importancia, y toda intervención para
promover el desarrollo de los niños ciegos deberá tenerlos en cuenta de una manera muy
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especial.
Como veremos, los programas de intervención con ciegos deben prestar una especial
atención a los padres, a sus ideas, conocimientos y expectativas sobre el desarrollo de sus
hijos, y deben, además, tratar de modificar algu- nas de estas ideas y de los comportamientos y
prácticas educativas que los padres de niños ciegos manifiestan en la relación con sus hijos
ciegos.
La intervención, en todo caso, deberá asentarse sobre un profundo conocimiento de cómo
evolucionan los niños ciegos y de un detallado análisis del grado de desarrollo alcanzado por
cada niño o niña, para así poder adecuar la intervención al grado de desarrollo alcanzado,
haciendo que se amplíe su zona de desarrollo próximo y promoviendo, de esta forma, su
avance evolutivo.
Conviene señalar que, en relación con las diferencias que existen en el desarrollo de los
niños ciegos como consecuencia de la heterogeneidad de su población, los niños que presenten
un resto visual funcional, aun cuando sean ciegos legalmente, presentarán un patrón de
desarrollo mucho más próximo al de los niños con visión normal, si no existen otras
dificultades asociadas.
Dentro de la población de niños susceptibles de recibir intervención temprana se
diferencian, generalmente, tres grandes grupos (Tjossem 1976; Guralnick & Bennett, 1987):
(1) niños que viven en medios sociales con un riesgo elevado, que se incrementa a medida que
se añaden más condiciones adversas: pobreza, estatus socioeconómico bajo, con un único
padre, con madre adolescente, con padres adictos a drogas o alcohol, etc.; (2) niños con un
riesgo biológico elevado, como son los prematuros, de bajo peso, con anoxia en el parto, etc.,
y (3) niños con retrasos evolutivos, desviaciones o discapacidades. Entre estos últimos se
situarían los niños ciegos. La Tabla 23.1 reproduce parcialmente una clasificación de
dificultades en el desarrollo comúnmente aceptada, y su incidencia (véase Guralnick y
Bennett, 1987).
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Autismo 1/2.000
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1. Trastornos de la audición (sordera cong.) 1/1.000
Tener un hijo con alguna limitación que pueda afectar a su desarrollo es, sin duda, una
dolorosa experiencia que pone a prueba la entereza y capacidad de superación de los padres.
Los padres, no obstante, pueden llegar a descubrir que su hijo 1 es ciego en diferentes
circunstancias, momentos evolutivos, y, también, reaccionar a ese diagnóstico de maneras
diferentes. Estas circunstancias, que comentaremos a continuación, pueden tener consecuencias
sobre la atención y educación que reciba su hijo, y efectos diferentes sobre su desarrollo.
En cuanto al momento de diagnóstico de la ceguera, no todos los niños ciegos son
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diagnosticados como tales en el momento de nacer o durante los primeros días de vida. A
menos que la lesión sea evidente (como en el caso de la anoftalmia o en las cataratas), los
niños pueden vivir varios meses sin que ni sus padres ni el personal sanitario sepan que son
ciegos. Esto, obviamente, es una dificultad añadida, ya que el inicio de la intervención se
puede retrasar más de lo aconsejable. Son muchos los niños diagnosticados como ciegos hacia
los dos o tres meses, cuando se aprecia que no realizan acciones que son típicas de los bebés
con visión normal de esa edad, tales como el seguimiento de un objeto que se desplaza ante su
vista o la emisión de una sonrisa ante el rostro de la madre. El problema es aún más evidente
cuando, hacia los cuatro o cinco meses, los niños sin trastornos de visión ya tratan de alcanzar
objetos con sus manos.
Algunos padres suelen reaccionar ante la información de que su hijo es ciego de forma tal
que no se ponen los medios necesarios para promover su desarrollo. En ocasiones, existe una
especie de negación de la realidad, que, a su vez, puede ser también causante de que el
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diagnóstico se realice de forma tardía. Puestos ya en la tesitura de que los padres han sido
informados por el especialista médico, en ocasiones irán de un especialista a otro tratando de
que alguno les diga que su hijo no es ciego, o que, en todo caso, su enfermedad puede tener
curación. Este peregrinar puede durar incluso meses, lo que, sin duda, no es positivo para el
niño, que durante ese tiempo se ha visto privado de una atención adecuada. Evidentemente, es
lógico que un padre trate de confirmar un diagnóstico que se vive como terrible, pero los
comportamientos a que hacemos referencia, frecuentemente desbordan los márgenes de la
lógica con creces.
En otros casos, los padres pueden culpabilizarse de la lesión del niño, cuando en realidad
su comportamiento no ha tenido nada que ver con ella. Esa autoculpabilización puede generar
sentimientos de angustia, remordimiento, e incluso dar lugar a depresiones. También pueden
manifestarse sentimientos de rechazo del niño, debido a su deficiencia visual, que en casos
extremos pueden manifestarse en comportamientos de abandono o maltrato infantil. Sin llegar
a esos extremos, estos padres suelen mostrar despreocupación por el niño y falta de interés en
buscarle condiciones más adecuadas para su desarrollo y educación.
Algunos padres pueden también generar comportamientos de hiperprotección que no son
nada positivos para fomentar la autonomía del niño, y la exploración de los objetos y del
ambiente circundante. Precisamente, la autonomía (en la exploración de los objetos, la
alimentación, los movimientos, el cuidado personal, o la capacidad de exploración del
espacio circundante) es un área que se resiente especialmente en el desarrollo de los niños
ciegos, por lo que tales actitudes de hiperprotección no van a ser en absoluto beneficiosas.
Aun sin que se produzcan este tipo de reacciones, muchas veces los padres no saben muy
bien qué hacer. En general existe una gran carencia de información a los padres, que tampoco
saben adónde acudir para ser asesorados, y, sobre todo, no son conscientes de que siempre se
debe buscar el asesoramiento de los especialistas lo antes posible, pues, como veremos, los
dos primeros años de vida son cruciales para el desarrollo de los niños ciegos. Esa ausencia
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de información sobre cómo criar a su hijo ciego da lugar, con frecuencia, a sentimientos de
falta de confianza y seguridad. Hace algunos años, en el territorio que dependía del gobierno
central, la atención a los bebés ciegos se prestaba en centros bases del INSERSO (Instituto
Nacional de los Servicios Sociales) y, aproximadamente desde 1986, también en la ONCE
(Organización Nacional de Ciegos de España). Sin embargo, la política social llevada a cabo
en ciertas Comunidades Autónomas con transferencia de competencias, como Galicia, ha dado
como resultado la práctica inexistencia de programas de atención temprana. Como
consecuencia, se dan situaciones que se aproximan a la desprotección social de los bebés
ciegos, que solamente reciben atención temprana, y no todo lo adecuada que debiera ser, por
parte de los profesionales de la ONCE.
Ciertas circunstancias que afectan a la familia pueden hacer que la repercusión del
nacimiento de un hijo ciego sea más dramática. Entre estas circunstancias están la existencia
de conflictos conyugales o familiares, el desempleo o los problemas laborales de los padres,
el tiempo de que pueden disponer para dedicar a sus hijos, las condiciones en que ello se da,
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etc. Igualmente, la falta de experiencia previa en el cuidado de los hijos puede hacer aún más
difícil la tarea educadora de los padres y su capacidad de resolver problemas y actuar
adecuadamente (Holden, 1988). Ante un hijo ciego, esa falta de experiencia puede
manifestarse de una forma aún más palpable. Por el contrario, es de prever que si los padres
ya han tenido más hijos, su capacidad de manejo de las prácticas de crianza sea mayor. Por
otra parte, si ya han tenido otros hijos sanos la aparición de actitudes de culpabilización es
menos previsible.
El nivel cultural de los padres puede influir también en la forma de encarar la educación y
crianza de los niños como consecuencia de las creencias e ideas que tienen sobre el desarrollo
y la educación. Los padres fomentarán actividades acordes con lo que ellos creen que debe ser
capaz de hacer su hijo en una edad determinada (Miller, 1988; Goodnow y Collins, 1990), y su
grado de implicación en el desarrollo variará dependiendo de sus ideas y creencias sobre el
efecto de la intervención parental en él. En varias investigaciones realizadas en nuestro país y
resumidas en el capítulo 8, se ha puesto de relieve que los padres que tienen un nivel cultural
más alto adoptan estilos de crianza diferentes de los de los padres de nivel cultural bajo,
pareciendo los de los primeros más adecuados para promover el desarrollo (Palacios, 1987a;
Palacios y Moreno, 1994; Triana, 1991). En el caso de la crianza de niños ciegos, en los que
se necesita una mayor implicación de los padres, es de suponer que esta variable tenga
también su importancia. Sin embargo, el efecto de la educación no es inexorable: existen
padres excelentes de medio sociocultural bajo y lo contrario se puede encontrar en un medio
cultural elevado.
Finalmente, pero no por ello menos importante, como se acaba de insinuar, el estilo
personal de las madres y de los padres es un componente importantísimo. La sensibilidad de
los padres a las demandas de su hijo y la adecuación de su intervención constituyen un factor
que ha sido repetidamente señalado como esencial para el establecimiento de una relación de
apego segura, que, como se sabe, constituye una buena base para el desarrollo. La
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En los primeros años de vida los niños establecen una serie de capacidades básicas,
relaciones y logros, en general, que serán la base sobre la cual se construirá el desarrollo
posterior. Su no consecución tendrá unas consecuencias funestas para el futuro del niño,
limitando severamente sus posibilidades. Las dificultades de los niños ciegos, como veremos,
atañen especialmente a esos logros que normalmente tienen lugar en los primeros años.
Precisamente por eso, la intervención con niños ciegos debe comenzarse lo antes posible.
Pero, ¿cuál debe ser el carácter de esa intervención? ¿Cuáles son los fundamentos o bases
esenciales sobre las que deben asentarse los programas de atención temprana?
Idealmente, la intervención temprana debe tener una orientación preventiva, de tal manera
que se actúe incluso antes de que se manifieste el retraso en áreas del desarrollo determinadas.
Desgraciadamente, las cosas no ocurren siempre así, y, muchas veces, la intervención se inicia
una vez que las dificultades ya se han hecho evidentes, cuando el niño ya manifiesta sensibles
retrasos en determinados dominios o áreas del desarrollo.
La elaboración de un programa de intervención debe basarse en una cuidadosa evaluación
del desarrollo del niño o la niña en las diferentes áreas. Esto permitirá establecer lo que
algunos llaman el área de desarrollo real (ADR). En base a ese perfil evolutivo podremos ver
en qué aspectos de su desarrollo deberemos incidir más y qué tipo de actividades será
necesario promover. Como se indica después, las áreas de especial interés son aquellas en las
que los bebés ciegos presentan un retraso mayor 2.
Por consiguiente, como paso previo a la elaboración de un programa de intervención, es
necesario realizar un cuidadoso análisis del desarrollo del niño (incluyendo, como es obvio,
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datos médicos), y del ambiente familiar en que vive, incluyendo los sentimientos de los padres
acerca de su hijo y sus ideas acerca de su comportamiento y características. Igualmente, para
planificar la intervención es necesario apreciar aquellos aspectos del ambiente físico y de las
relaciones sociales (esencialmente familiares en los bebés) que no son adecuadas para el
desarrollo del niño. Esto exige, en muchos casos, obtener datos de la historia previa familiar,
cómo descubrieron los padres que su hijo era ciego, qué hicieron, cómo reaccionaron, qué
actitud tienen hacia su hijo, etc. Estos datos son importantes para tratar de modificar actitudes
de rechazo, sobreprotección, negación, culpabilidad o angustia, que son negativas para
establecer una buena interacción entre los padres y el niño o la niña.
Tal como muchos autores han puesto de relieve, y como saben los profesionales, un aspecto
previo a la hora de realizar un programa de intervención lo constituye la necesidad de que los
padres tengan un conocimiento apropiado de los patrones de evolución de los niños ciegos,
de manera que se puedan superar muchas de las ideas, creencias y actitudes equivocadas que
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puedan tener sobre su hijo. Como hemos dicho antes, hay que pensar que de lo que ellos
disponen es del conocimiento común que existe sobre los niños sin handicap, y que, por tanto,
carecen de información sobre las particularidades de los niños ciegos. Los padres de niños
ciegos son inexpertos en su manejo, además de estar, muy probablemente, afectados por el
descubrimiento de que su hijo no ve. Esta carencia de información, o una información no
ajustada, puede dar lugar a interpretaciones inadecuadas de las reacciones de su hijo o a una
falta de sensibilidad ante comportamientos que presentan los niños invidentes, por un lado, y a
comportamientos paternos inadecuados, por otro. Cualquier programa de intervención con
niños ciegos deberá abordar, en primer lugar, la educación de la sensibilidad de los padres
hacia el comportamiento y las reacciones de sus hijos, pues la capacidad para interpretar
correctamente las intenciones de los hijos es una tarea esencial y primaria, como han
destacado muchos autores (Fraiberg, 1971; Adelson y Fraiberg, 1974; Rowland, 1984; Urwin,
1984; Sostek, 1991; Pérez Pereira y Cas- tro, 1994, 1995).
Debido, precisamente a esa carencia de información, muchos padres de niños ciegos
pueden llegar a desarrollar un sentimiento de incapacidad o falta de habilidad para manejar a
sus hijos. Como ha señalado Schlesinger (1987), «la falta de conocimiento acerca de las
necesidades y estadios evolutivos de los niños tiende a estar asociada a una paternidad menos
efectiva» (p.17). El primer objetivo de cualquier programa de intervención debe ser, pues,
promover sentimientos de competencia y habilidad en los padres.
Además, como ya se ha señalado, el conocimiento de las necesidades y evolución de sus
hijos deberá constituir la base imprescindible para el de- sarrollo de programas de
intervención temprana que promuevan prácticas de crianza, formas de interacción e
intervenciones educativas de los padres que estimulen el desarrollo de sus hijos.
El fin esencial de la intervención debe ser el de hacer avanzar el desarrollo actualmente
alcanzado por el niño mediante la programación de actividades que los niños puedan hacer
con ayuda de sus padres y/o del educador, pero no todavía solos. Esto es lo que Rosa, Huertas
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y Blanco (1993) denominan Zona de Acción Promovida (ZAP). Esta ZAP permite la actuación
de mediadores sociales (padres y educadores), que actúan a manera de andamio que hace
avanzar el desarrollo creando Zonas de Desarrollo Próximo (ZDP). Sin esa ayuda
intencionada de los mediadores sociales, probablemente esas Zonas de Desarrollo Próximo no
llegarían a establecerse en los niños ciegos, o lo harían con mucha mayor dificultad y lentitud.
Pero para que la intervención de los padres y educadores sea efectiva, es fundamental
conocer su nivel de desarrollo alcanzado (ZDR), y que la ZDP percibida —es decir lo que el
educador o los padres creen que el niño podrá hacer con su ayuda (pero no por sí mismo)—
sea adecuada. De ahí, también, la necesidad de una correcta información a los padres sobre
las características de su hijo y sus posibilidades inmediatas de desarrollo, de manera que se
eliminen creencias y actitudes erróneas que pueden entorpecer el proceso de desarrollo del
niño.
Dado que los padres son quienes pasan más tiempo con sus hijos, y debido a la especial
relación que existe entre ellos, es esencial que el especialista sea capaz de darles pautas de
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actuación precisas o, si se quiere, programas concretos de actividades a realizar con sus hijos
cotidianamente. Al mismo tiempo, deberán revisar con ellos su evolución para reajustar la
Zona de Acción Promovida (ZAP) y los objetivos siguientes a alcanzar.
Obviamente, todo esto quiere decir que los especialistas en atención temprana deben tener
un buen asesoramiento en cuestiones del desarrollo de los niños ciegos y un buen
conocimiento sobre todo ello. La actuación interdisciplinar y el contacto regular con los
padres parecen ser dos elementos básicos para el éxito de los programas de intervención; tal
como ha apuntado Olson (1987) al examinar varios programas de intervención temprana con
niños ciegos, los padres y los educadores incrementan la probabilidad de éxito «mediante
interacciones planificadas con otros profesionales del desarrollo y de la salud relacionados
con el niño» (p. 321).
Aun cuando, por las razones aludidas al principio, el desarrollo de los niños ciegos no es
exactamente igual en todos ellos (Pérez Pereira y Castro, 1994; Warren, 1994), sin embargo sí
se pueden apreciar áreas del desarrollo en las que presentan una especial dificultad y riesgo
de retraso, y a las que hay que prestar una mayor atención en la intervención.
En el Cuadro 23.1 se presentan de manera sinóptica algunas áreas en las que los niños
ciegos manifiestan dificultades mayores, y sobre las cuales deberá centrarse especialmente la
intervención. Por razones obvias, aquí solamente es posible indicar superficialmente aquellos
aspectos más relevantes del desarrollo psicológico de los niños ciegos.
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El desarrollo psicomotor en general se ve seriamente afectado por la carencia de visión
(cfr. Fraiberg, 1977; Pérez Pereira y Castro, 1994; Warren, 1994). Las dificultades para
orientarse hacia el mundo externo y el empleo de las capacidades motrices para la exploración
de los objetos y el entorno (búsqueda de objetos, coordinación de las manos en la
manipulación y exploración de los objetos, etc.) han sido repetidamente señaladas como una
de las áreas en las que los niños ciegos presentan mayor dificultad. La coordinación de la
visión y la prensión (coger lo que se ve), esencial en la exploración del entorno, no existe en
los niños con ceguera total, limitando severamente sus posibilidades de exploración de los
objetos, el conocimiento que de ellos puedan obtener en sus exploraciones, y el conocimiento
de los efectos de sus acciones sobre el mundo físico. Lamentablemente, la coordinación entre
oídos y manos (dirigir la mano hacia el punto en que se oye el ruido que produce un objeto
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para agarrarlo, por ejemplo) no es fácil de establecer, pues supone una demanda cognitiva
mayor al requerir una cierta permanencia de los objetos que no se ven, y no es, desde el punto
de vista de la información que el oído aporta, tan rica como la información proporcionada por
la coordinación entre ojos y manos.
Selma Fraiberg (1977) destacó las dificultades en la movilidad autoiniciada como uno de
los aspectos mas deteriorados en el desarrollo motor de los ciegos. Según ella, la realización
de actividades motrices que impliquen el movimiento iniciado por el propio niño para
alcanzar un objeto atractivo, por ejemplo, se ve seriamente retrasada como consecuencia de la
ausencia de motivación producida por la carencia de información visual sobre los objetos o
acontecimientos que pueden suscitar su interés. Entre las conductas más afectadas se hallan el
gateo, que incluso es difícil que aparezca en los niños ciegos, y la marcha, que suele aparecer
después de los dos años. Las dificultades para mantener el equilibrio que sufren los ciegos
tampoco son ajenas al retraso en la movilidad autoiniciada (Pérez Pereira y Castro, 1994).
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Como consecuencia del retraso en el dominio de la marcha y de las limitaciones que ésta
tiene, relacionadas con las precauciones que el ciego debe tener, el movimiento y el
desplazamiento por el entorno están también muy limitados. Precisamente este aspecto, el del
desarrollo de la autonomía de movimientos y la exploración del espacio circundante, primero
muy inmediato (habitación, casa...) y después cada vez más distante (edificio, barrio...), será
uno de los aspectos que requerirán de una instrucción especial en los ciegos.
En cuanto a la esfera del desarrollo cognitivo, el bebé ciego presenta retrasos destacables
en todo lo que se refiere a la inteligencia sensoriomotriz (para una exposición detallada del
desarrollo cognitivo pueden consultarse Ochaita, 1993; Pérez Pereira y Castro, 1994; Warren,
1994). Nociones prácticas que se adquieren durante los dos primeros años de vida, como la
causalidad, las relaciones medio-fin, la permanencia de los objetos, etc. serán adquiridas con
un importante retraso por los niños ciegos, debido al papel capital que la información visual
tiene en toda su construcción. Los niños ciegos tienen serias dificultades para explorar y
apreciar las características de los objetos, las relaciones físicas que se dan entre ellos
(cuando un móvil empuja a otro, por ejemplo, o un vestido se engancha en la esquina de un
mueble, o un objeto se mueve al tirar de la manta sobre la cual está), y los efectos de sus
acciones sobre ellos. Más adelante, al comentar los datos que se presentan en la Tabla 23.3,
veremos una ilustración concreta de este retraso. Posteriormente, las relaciones entre objetos
(al lado de, dentro de, encima de...) serán también de difícil comprensión.
A un nivel más práctico, los niños ciegos tendrán más dificultades para conocer los usos de
los objetos cotidianos. Hay que pensar que la carencia de información visual les priva de la
posibilidad de aprender por la observación de los demás, y que, por tanto, será necesaria una
instrucción específica.
También el conocimiento y la representación del espacio y, en relación con ello, la
exploración del entorno, se verán seriamente afectados por la carencia de visión. La
adquisición de operaciones lógicas concretas como son la conservación, la clasificación, etc.
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también se ven afectadas, aunque el lenguaje puede llegar a remediar estas dificultades
(Ochaita, 1993).
Otra esfera en la que la carencia de visión puede tener consecuencias muy severas es la de
las primeras relaciones sociales y el establecimiento de las primeras formas de comunicación
anteriores al lenguaje (cfr. Pérez Pereira y Castro, 1994 y 1995; Warren, 1994).
Hacia los tres meses, los niños sin deficiencia visual y sus madres participan en lo que se
han denominado primeras interacciones cara a cara o primeros ciclos de interacción o
comportamientos alternantes (Schaffer, 1989, 1996), caracterizados por intercambios pautados
y alternantes de miradas, sonrisas, vocalizaciones y movimientos corporales. En el caso de
que el niño sea ciego, tales conductas sociales estarán ausentes a esa edad, y necesitarán de
canales y formas alternativas de realización para que éstas se establezcan (Pérez Pereira y
Castro, 1995). Entre los factores que determinan esa dificultad para el establecimiento de las
primeras relaciones sociales con comportamientos expresivos, se hallan tanto
comportamientos característicos de los bebés ciegos relacionados con la ausencia de visión
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como las dificultades de interpretación del comportamiento de su bebé por parte de las madres
de estos niños, debido a su carácter atípico. Efectivamente, los bebés ciegos manifiestan
reacciones insólitas ante la presencia y estimulación social de su madre. Cuando ésta le habla
y se dirige a él, el bebé ciego de tres meses no sonríe, como es habitual en bebés sin trastorno
visual, ni vocaliza o se agita alegremente, sino que tiende a quedarse quieto, inmóvil e
inexpresivo. Esto provoca en la madre el sentimiento, equivocado, de que su hijo no le
responde o tiene un manifiesto desinterés por relacionarse con ella, cuando en realidad es una
reacción mediante la cual el bebé ciego busca prestar mayor atención y captar mejor los
estímulos sociales que recibe. Por otra parte, al no poder percibir la expresión facial materna
ni sus acciones, tampoco reaccionará ante ellas, aumentando así la (para la madre) frustrante
inexpresividad de su comportamiento. Por otra parte, las sonrisas y vocalizaciones que emiten
los bebés no son contingentes con los comportamientos de la madre. Todo esto da lugar a un
cuadro de escasa responsividad social de los bebés ciegos que desorienta y frustra a las
madres y familiares próximos, dando lugar frecuentemente a una pobre o inadecuada
estimulación social del bebé.
Algo más adelante, los bebés ciegos tampoco podrán participar en situaciones de atención
conjunta, que tanta relevancia tendrán para el establecimiento de la comunicación y la
capacidad de interpretar las intenciones de los otros. De forma parecida, su participación en
las situaciones de interacción (formatos) en torno a las rutinas diarias (baño, vestirse,
alimentación...) o en los primeros juegos sociales convencionales (dar y coger algo, cucú...),
tan caracterizadas por la regularidad, la capacidad de anticipación y la contingencia de los
comportamientos alternantes de los participantes, será muy complicada, a menos que, de
nuevo, se establezcan formas alternativas que superen la dependencia del canal visual (tacto,
movimientos corporales, vocali- zaciones).
Otra característica del comportamiento de los bebés ciegos es que, en el momento de
aparición de las primeras conductas comunicativas (9-12 meses), no emplean gestos
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comunicativos típicos como los de ofrecer, pedir o señalar. De nuevo, las madres y familiares
próximos al bebé deberán ser capaces de fomentar formas alternativas de expresión de la
intención y de intercambio comunicativo.
Todas estas circunstancias que rodean al establecimiento de las primeras relaciones
sociales de los bebés ciegos hacen que exista un riesgo de aislamiento social. Al propio
tiempo, su desarrollo personal también se puede ver amenazado, debido a los problemas que
la ausencia de visión causa. Tal como hemos apuntado antes, los padres, familiares y
especialistas deberán evitar el aislamiento social del niño, estableciendo un buen vínculo
afectivo y formas alternativas de relación social, de manera que sus patrones de
comportamiento no se parezcan a los de los niños autistas, algo que puede, por desgracia,
darse en algunos niños ciegos.
Un tipo de comportamientos llamativos en los niños ciegos y que afectan negativamente a la
relación social son las llamadas estereotipias, como los balanceos, giros, tics, meterse el dedo
en los ojos, o chupar de manera repetitiva ciertos objetos. Este tipo de comportamientos son
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relativamente frecuentes en algunos niños, y se considera que están relacionados con la
carencia de estimulación social o la inadecuación de la misma (especialmente en las de
autoestimulación), o con una descarga motriz en situaciones de tensión.
La severa limitación que tienen los niños ciegos para aprender por observación hace que el
aprendizaje de ciertas destrezas que llevan a la autonomía social (beber y comer solo, asearse,
vestirse, desplazarse...) ocurra con más retraso, y exija un entrenamiento específico mayor.
Algunos autores han señalado las dificultades de los niños ciegos para formarse una imagen
corporal y, por tanto, también personal de sí mismos (Fraiberg, 1977; Bigelow, 1995). Esto
afectaría al desarrollo posterior de su personalidad. Pero como la construcción personal no es
ajena a la percepción que el individuo tiene de los comportamientos de los otros hacia sí, el
de- sarrollo personal de los ciegos también se ve afectado por las dificultades que tienen para
percibir las reacciones de los otros. Su comprensión del mundo social y su capacidad de
reconocimiento de situaciones sociales también se ven afectadas por la ausencia de visión, y
todo ello tendrá consecuencias negativas para el establecimiento de buenas relaciones con sus
compañeros en la escuela y para su adaptación e integración social en ella. Finalmente, el
aprendizaje de normas sociales es también más difícil.
Aunque el dominio del lenguaje no es de los aspectos en los que los niños ciegos
manifiestan más dificultad (Pérez Pereira y Castro, 1994 y en prensa), sí que existen
determinados aspectos de su habla a los que hay que prestar una atención especial para evitar
usos inadecuados. Entre ellos está la tendencia al empleo exagerado de la imitación de lo que
otros acaban de decir, a la repetición de su propia habla y al empleo de frases hechas y
fórmulas estereotipadas. Aunque las imitaciones, las repeticiones y las rutinas pueden ser un
instrumento útil para que los niños analicen el lenguaje y dominen sus aspectos formales y
funcionales (Pérez Pereira, 1994), sin embargo hay que tratar de evitar su uso exagerado y no
funcional.
Otra peculiaridad chocante del habla de los niños pequeños ciegos es el empleo
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Cuadro 23.2. Análisis de tres programas de intervención con niños ciegos en la primera infancia (tomado de Olson,
1987)
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Como se puede apreciar, los tres programas de intervención dieron un papel destacado al
asesoramiento y guía de los padres. Los resultados hallados fueron positivos en todos ellos, si
bien es verdad que falta un seguimiento posterior de la evolución de los niños.
Como ejemplo de los efectos de la intervención temprana sobre el desarrollo de los niños
ciegos, se presentan dos tablas en las que se compara el desarrollo del grupo de tratamiento
con otros niños ciegos no sometidos a programas de intervención, y con las normas para
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videntes. En la Tabla 23.2 se compara el momento en que los niños logran la realización de
diversos ítems o comportamientos relativos al desarrollo psicomotor, mientras que en la Tabla
23.3 se compara la evolución de la noción de permanencia del objeto.
Como se puede apreciar, los niños que se beneficiaron del programa de intervención
dirigido por Fraiberg (1977) manifiestan un desarrollo sensiblemente mejor que el de niños
ciegos que no recibieron intervención en ambos tipos de capacidades, y se aproximan bastante
a los estándares para niños con visión.
En consecuencia, aunque los datos de que disponemos no permiten establecer conclusiones
firmes (White et al., 1992), sí nos deben animar a poner en marcha programas de atención
temprana para niños ciegos que reúnan las características que hemos señalado anteriormente
aquí: estar centrados en el asesoramiento a los padres, basarse en una buena evaluación del
desarrollo del niño, promover actividades que vayan justo por delante de lo que el niño ya es
capaz de hacer por sí mismo, y realizar un seguimiento interdisciplinar periódico que permita
reajustar el programa. Como se puede apreciar, la intervención en el medio familiar del niño
proporcionando a los padres asesoramiento e indicaciones precisas de qué actividades
realizar con sus hijos, y estableciendo una colaboración estrecha con ellos en el seguimiento
de su evolución, es algo esencial para el éxito de la intervención y algo a lo que los
especialistas deben prestar la máxima atención. En edades posteriores, tener en cuenta las
expectativas de los padres y contar con su participación será también fundamental para lograr
la integración de sus hijos con handicap en la escuela, tal como Odom y otros (1996) han
señalado desde una perspectiva contextualista.
Tabla 23.2. Comparación de la evolución psicomotriz de niños ciegos, sometidos y no sometidos a intervención, y
niños videntes*
Ciegos ** Videntes
Conducta
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Da pasos agarrados a muebles — 18 12
Gatear 13,25 — 11
Prensión palmar 9 — 6
Tabla 23.3. Noción de objeto permanente: comparación de su evolución en niños videntes y ciegos que siguen un
programa de intervención y los que no lo siguen
Piaget,
Estudio Fraiberg, 1977 Bigelow, 1986 Rogers & Puchalski, 1988
1937*
* Esta columna presenta las edades a las que los niños suelen alcanzar el estadio.
1 Para facilitar la lectura, se usa el término genérico para referirse tanto a un hijo como a una hija.
2 Las escalas Reynell-Zinkin (1986), para niños de 0 a 5 años, y la escala Leonhardt (1992), para niños de 0 a 2 años,
constituyen unos útiles instrumentos para la evaluación de niños ciegos o con deficiencia visual.
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24
Intervención psicopedagógica en el contexto familiar
Ignasi Vila
1. Introducción
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2. Los programas de formación de padres
existe una perspectiva histórica que permita encuadrarlos de forma clara. Además, las
dimensiones implicadas en ellos son muchas y diversas —formato del programa, objetivos
que persigue, contenidos, recursos que utiliza, alcance social, grado de institucionalización,
ámbito de actuación, etc.— lo cual hace difícil su clasificación. Sin embargo, a pesar de ello y
ateniéndonos a tres dimensiones: alcance social, grado de institucionalización y
participación de las familias y sus hijos, intentaremos ofrecer una posible tipología.
Son programas de alcance general y que, por tanto, están dirigidos a todas las familias que
voluntariamente desean participar. Normalmente, sus objetivos consisten en ofrecer
información sobre el desarrollo y el cuidado de los niños y las niñas y, consecuentemente,
acostumbran a tener un grado bajo de institucionalización.
En esta categoría podemos incluir desde las escuelas de padres hasta los folletos o revistas
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que edita la administración con el objeto de ofrecer información a las familias sobre aspectos
diversos del desarrollo infantil y sobre la forma de comportarse con los niños.
Son programas que pretenden el aprendizaje explícito por parte de los padres de unos
contenidos específicos que les ayuden en la mejora de prácticas educativas concretas o en la
adquisición de determinadas habilidades educativas. Su alcance es más limitado que los
programas de formación general y sus contenidos acostumbran a estar claramente definidos y
secuenciados. En general, estos programas asumen en sus actividades bastantes características
de los procesos formales de enseñanza y aprendizaje.
A diferencia de los programas de formación general, los programas instruccionales
acostumbran a centrarse en algún aspecto concreto del desarrollo infantil y, por tanto, hay
programas que abordan contenidos relativos a la alimentación de la infancia o a aspectos
sanitarios. Otros programas se centran en el desarrollo de habilidades comunicativas con el
objeto de favorecer la interacción de los padres con sus hijos, o enseñan a los padres a
comportarse ante las demandas de sus hijos con el objeto de mostrarles cómo deben
establecerse normas y límites.
En esta categoría se pueden incluir los programas dirigidos a familias con hijos con
condiciones personales de riesgo biológico en los que se les instruye sobre cómo comportarse
para conseguir estimular el desarrollo de sus hijos.
Los programas instruccionales tienen un grado de institucionalización más alto que los
programas de formación general y, como aquellos, la participación está limitada a los padres y
las madres.
3. Programas dirigidos a conseguir una mayor implicación de las familias y los educadores
en el proceso educativo de los niños y las niñas:
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Son programas que buscan la implicación conjunta de los padres y los educadores en la
educación de la infancia. Se realizan en el ámbito de la educación escolar —especialmente la
Educación Infantil, aunque también existen en la Enseñanza Primaria— y suelen formar parte
del propio proyecto educativo de la escuela.
Normalmente, mediante estos programas se busca que las familias y los educadores
compartan un proyecto educativo, de modo que se establezca desde el punto de vista del niño
una continuidad entre la escuela y la familia. Su diversidad es notable y va desde programas
en los que las familias, los maestros y los niños hacen cosas juntos como elaborar materiales
para la escuela o implicarse activamente en talleres diversos —cocina, música, teatro, etc.—
hasta programas en los que se fomenta la presencia de las familias en el aula de sus hijos para
que puedan observar directamente las actividades de la escuela, el comportamiento de los
niños y el maestro, etc.
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Su grado de institucionalización depende del propio proyecto educativo de las escuelas.
Así, en algunas, estas actividades están programadas a lo largo del curso —por ejemplo, la
realización de talleres conjuntos una tarde a la semana—, mientras que, en otras, existe una
menor institucionalización y únicamente se limitan a programar la organización con las
familias de una fiesta al trimestre.
Son servicios que se dirigen a las familias de una comunidad determinada y que centran su
atención tanto en el desarrollo de los niños y las niñas como en el desarrollo de las
competencias educativas de los adultos que los cuidan. Su nivel de institucionalización es
relativamente alto y su alcance es el del conjunto de la comunidad.
Estos servicios acostumbran a desarrollarse en un lugar específicamente diseñado para que
las familias, los educadores y los niños hagan cosas juntos. Su organización es muy diversa y,
así, hay servicios que atienden diariamente las necesidades educativas de los niños y las niñas
y, por ejemplo, uno o dos días a la semana atienden también las de sus familias, mientras que
otros tienen una organización que implica que el niño esté siempre con un familiar.
También difieren en el modo en que desarrollan sus actividades. Así, algunos adoptan una
forma de trabajo más semejante a las prácticas educativas informales en la familia, mientras
que otros adoptan en su seno el desarrollo de programas instruccionales de formación de
padres que combinan con otras actividades más informales.
«En cierta medida, los resultados de los programas son una cuestión de fe. De alguna manera,
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cuando el sentido común, el criterio profesional y el testimonio de los padres se combinan con
algunas evidencias producto de la investigación y la política social del momento, se consigue
convencer a los participantes de que el esfuerzo vale la pena.» (Cataldo, 1991, p. 36). El
párrafo anterior muestra las dificultades para evaluar los programas de formación de padres,
ya que a veces es muy difícil determinar si determinadas mejoras son el producto de la
intervención o de otras variables que inciden en la vida de la familia y de la infancia.
A pesar de las dificultades, se han realizado evaluaciones con el objeto de medir los
efectos de estos programas tanto en relación con la modificación de pautas de crianza como
con sus efectos a largo término en el desarrollo infantil a partir de muestras en las que se
comparaban niños y niñas cuyos padres habían participado en estos programas con niños y
niñas cuyos padres no lo habían hecho.
Las evaluaciones realizadas muestran que mientras los padres participan en el programa
aumenta la estimulación hacia sus hijos y se consigue una mejor calidad en sus interacciones.
Sin embargo, también se observa que con el paso del tiempo dichos efectos desaparecen,
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excepto en aquellos casos en los que las propias familias han estado involucradas en el diseño
y en la elaboración de las actividades que configuran el programa.
En relación con el desarrollo infantil, se observa un efecto positivo cuando la implicación
de los padres en los programas se realiza cuando los niños y las niñas son pequeños.
Posteriormente, los efectos positivos de estos programas son mucho más limitados.
Junto a estas ventajas que redundan en la calidad de vida de la infancia, Cataldo (1991)
señala que también se han documentado ganancias para los propios padres y las escuelas. En
concreto, las madres y los padres se sienten más seguros y con mayor confianza en relación a
su tarea de «hacer de padres» y las escuelas ganan en sus relaciones con las familias y en una
disminución del fracaso escolar.
En este apartado nos interesamos por los servicios dirigidos a mejorar las prácticas
educativas familiares que tienen como ámbito de actuación una comunidad determinada. En los
últimos años, este tipo de servicios ha tenido un gran crecimiento ya que, como hemos dicho,
la eficacia de la intervención es mayor si se realiza en los primeros años de vida del niño y,
dadas las creencias y atribuciones sociales hacia la participación de los niños y las niñas
menores de tres años en contextos educativos, existe un gran número de niños y niñas de estas
edades que se socializa e individualiza casi exclusivamente desde su familia. Ello aún tiene
más importancia en el caso de niños y niñas con condiciones personales de riesgo social.
En nuestra sociedad existe un gran número de desequilibrios que provoca que cada vez
haya más familias que vivan en una situación de marginación de la cual resulta, por diversas
razones, muy difícil salir. De hecho, muchas de las familias que forman parte provienen de
este tipo de situaciones y tienden a reproducir con sus hijos las prácticas educativas que
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vivieron —entre otras cosas, porque sólo conocen esas—, muchas de ellas inadecuadas. Esta
realidad ha acuñado el término de infancia con condiciones personales de riesgo social y, en
relación a ella, se desarrollan programas que tienen como objetivo que el niño participe en un
contexto educativo distinto de la familia y que, a la vez, sus progenitores reciban el apoyo
necesario para el ejercicio de su labor educativa.
Musitu (1996) afirma que, ya en los años cincuenta y en el ámbito de la salud mental, se inició
un movimiento que desplazó su mirada —especialmente en el ámbito de la intervención y la
investigación— de la persona a la familia. De hecho, se trataba de interesarse no por el
individuo en su aspecto intrapsíquico, sino por el sistema relacional del que formaba parte.
Este movimiento que ha configurado nuevas formas de intervención clínica, psicosocial, etc.
también ha tenido repercusiones en el ámbito de la educación y de la intervención
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psicopedagógica.
En concreto, Martín y Solé (1990) muestran la progresiva modificación del modelo de
intervención psicopedagógica en el contexto escolar, en el sentido de progresar desde
concepciones que centraban la intervención en las dificultades de los alumnos individuales y
adoptaban intervenciones rehabilitadoras a concepciones que atienden y actúan sobre el
conjunto de variables que inciden en el proceso educativo con una clara función preventiva.
Desde esta segunda perspectiva, como señalan las autoras, la perspectiva sistémica resulta una
herramienta de indudable valía.
Coll (1980) distingue entre la psicopedagogía y la psicología escolar. La primera
determinaría el ámbito profesional de la psicología de la educación y la segunda de la
psicología de la instrucción. En otras palabras, la intervención psicopedagógica, entendida en
sentido amplio, abarca campos más amplios —todos aquellos en los que se realizan prácticas
educativas— que simplemente el sistema educativo. De ahí la reivindicación de una
intervención psicopedagógica en la familia, intervención que, de acuerdo con la discusión de
Martín y Solé (1990), debe cumplir una función preventiva desde la mejora de las prácticas
educativas familiares.
En este marco cobra sentido la afirmación de que algunos aspectos que sustentan la
psicología comunitaria tienen una enorme relevancia para la intervención psicopedagógica en
el contexto familiar, especialmente para el diseño —objetivos, contenidos, organización, etc.
— de los servicios educativos dirigidos en el ámbito de la comunidad a las familias y sus
hijos.
Hombrados (1996, p. 69) afirma que la psicología comunitaria es «un mo- vimiento desde el
tratamiento hacia la prevención que incide en el fortale- cimiento de competencias más que
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defiende que la intervención debe realizarse en el ámbito de los sistemas sociales de modo
que se optimicen al máximo los recursos psicológicos que se ofrecen a las personas.
En segundo lugar, la psicología comunitaria enfatiza la resolución de los problemas
sociales y no los de las personas individuales. En otras palabras y como consecuencia del
punto anterior, considera que la resolución de los problemas individuales no se puede hacer al
margen de la de los problemas sociales que es, en definitiva, donde se encuentran las causas
más importantes de los desajustes personales. Por tanto, la idea de cambio social estará
presente en toda intervención desde esta perspectiva.
En tercer lugar, el cambio social está relacionado con el desarrollo de recursos en la
comunidad donde se interviene. Se trata tanto de potenciar recursos existentes y ponerlos al
servicio de un proyecto colectivo como de crear nuevos recursos que atiendan necesidades no
atendidas por los propios recursos comunitarios. En este sentido, uno de los énfasis en los
proyectos de intervención es su aspecto preventivo.
Ciertamente, hay más aspectos que caracterizan la psicología comunitaria como su
perspectiva metodológica, su naturaleza de disciplina aplicada al igual que la psicología de la
educación, etc. Pero, en relación a su influencia sobre cómo abordar la atención educativa de
las familias desde la comunidad creemos que los tres puntos señalados son los centrales.
Si la intervención psicopedagógica adopta una perspectiva ecológica ello significa que no
se puede comprender el desarrollo infantil —objetivo último de la intervención— al margen
de los contextos de vida en que participa y que, por tanto, el énfasis de la intervención debe
estar, no en el niño, sino en los sistemas de relación en que participa. Por eso, el desarrollo de
servicios educativos centrados en la comunidad atiende las necesidades educativas tanto de
los niños como de sus familias con el objeto de promover cambios que optimicen los recursos
psicológicos para asegurar una mejor calidad de vida a la infancia.
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consiste en mejorar y optimizar las redes sociales de las familias en el sentido de propiciar un
«todo» de calidad en el que cada una de las personas encuentre los recursos y los apoyos para
ejercer su función educativa.
En este sentido, uno de los objetivos de la intervención se refiere a la distinción, también
introducida por la psicología comunitaria, entre apoyo social real y apoyo social percibido.
Es decir, el apoyo social no solamente debe existir, sino que además las distintas personas
deben percibir su funcionalidad en una estructura determinada. Si las personas no perciben
que forman parte de una red en la que son valorados y, a la vez, no tienen información que les
induzca a pensar que su pertenencia a la red comporta necesidades y obligaciones mutuas es
muy difícil que el apoyo social se traduzca en auténticos intercambios de ayuda mutua entre las
personas.
Las estrategias empleadas por los profesionales para aumentar el apoyo social son diversas
y se relacionan con el concepto de autoayuda. Así, por ejemplo, se crean grupos de personas
con el mismo tipo de problemas en forma de grupos de autoayuda o apoyo mutuo. O, en
relación a lo que nos interesa, se desarrollan intervenciones dirigidas a modificar, a
reestructurar u optimizar las redes sociales existentes en una comunidad determinada.
Una de las estrategias que ha adoptado la intervención comunitaria para posibilitar el
desarrollo de la comunidad ha sido la intervención en la familia a partir del interés que
muestran por la educación de sus hijos. Este es un aspecto importante, ya que muchas veces
tendemos a pensar —especialmente en las situaciones de marginación— que las familias no
tienen interés por la educación de sus hijos. Ello es falso e, incluso en escenarios muy
degradados, las madres y los padres muestran su interés por aspectos relacionados con la
socialización y la individualización de sus hijos. Aspectos, ciertamente, que, a veces, no
coinciden con nuestras propias creencias, pero que deben ser valorados como actitudes
positivas hacia la educación de sus hijos. Por eso, desde el reconocimiento de este interés se
han desarrollado servicios y programas educativos que tienen varios objetivos. En primer
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lugar, optimizar el desarrollo infantil. En segundo lugar, mejorar las prácticas educativas
familiares y, en tercer lugar, aumentar la autoestima y la confianza de las personas y de la
comunidad en sus propios recursos educativos. Evidentemente, estos programas de
intervención persiguen introducir cambios sociales en el ámbito de la comunidad que redunden
positivamente en el conjunto de sus miembros y cumplir de esa forma, además, una función
preventiva. Normalmente, estos programas —dada su propia concepción de desarrollo global
del niño— implican aspectos relacionados con la salud, con la educación y con el bienestar
social, y en ellos participan diversos profesionales que integran los servicios sociales, los
servicios sanitarios y los servicios educativos.
A lo largo del artículo hemos defendido que la intervención psicopedagógica en la familia con
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hijos pequeños es más efectiva que cuando son mayores de edad y, a la vez, hemos puesto de
manifiesto cómo, en algunos casos —situaciones sociales desfavorecidas— es muy importante
dicha intervención tanto para mejorar y cambiar prácticas educativas familiares como para
posibilitar a los niños y las niñas contextos de desarrollo distintos a los de sus familias.
De hecho, hoy es bien conocido que una buena parte de los niños y las niñas con
condiciones personales de riesgo social presentan mayores importantes desajustes sociales,
fracaso escolar, etc., a pesar de haber participado en contextos escolares de pequeños.
Además, muchos de ellos no pueden asistir a ningún contexto educativo durante sus tres
primeros años de vida dada la precariedad de plazas públicas en dicho ciclo de la Educación
Infantil. Por eso, ambas razones —inexistencia de plazas públicas en el ciclo 0-3 y su relativa
ineficacia para optimizar el desarrollo infantil en situaciones de riesgo social 2— han
promovido nuevas ideas para atender las necesidades educativas de esta parte de la infancia y
de sus familias.
En concreto, la idea de promover servicios educativos con una clara función preventiva
que incidieran tanto en la introducción de cambios en el contexto familiar como que
posibilitaran un contexto de desarrollo a los niños y las niñas distinto del familiar ha cobrado
cada vez más fuerza y, especialmente desde las administraciones municipales, se han creado
nuevas formas de atención a la infancia.
Los servicios creados 3 responden a esta nueva filosofía. De una parte, son servicios que
actúan educativamente con los niños y las niñas, pero, de la otra, se sitúan en el ámbito de la
comunidad y, por tanto, su acción educativa no se dirige únicamente hacia los niños, sino que
también tiene como objetivo la familia del niño y su entorno social.
Estos servicios adoptan formas distintas, pero en todos ellos laten concepciones
semejantes. Así, junto con promover una acción educativa directa hacia los niños y sus
familias, se proponen también modificar en la medida de sus posibilidades el apoyo social de
las personas —especialmente, de las mujeres— que tienen hijos y, a la vez, promover una
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Las evaluaciones realizadas de estos programas muestran sus efectos positivos tanto desde el
punto de vista preventivo como del desarrollo global de las personas que forman parte de la
comunidad —en este caso, la pequeña infancia y sus familias. Las evaluaciones realizadas
intentan medir los efectos de estos programas sobre la base de sus objetivos y, por tanto, no
acostumbran a obtener medidas del desarrollo infantil o semejantes, sino que centran sus
esfuerzos en el estudio de la modificación de las estructuras sociales, en la percepción de las
personas participantes sobre un mayor o menor apoyo social, en sus opiniones sobre la
modificación de comportamientos con sus hijos, en la participación y frecuencia de la
asistencia, en la observación del niño cuando se incorpora al contexto escolar, etc. A
continuación exponemos de forma resumida los rasgos más importantes de esta evaluaciones.
1. Las madres que participan en estos servicios encuentran un lugar acorde con sus
expectativas educativas. Sus hijos se pueden relacionar con otros niños, aprenden cosas,
realizan actividades que no pueden hacer ni en casa ni en el parque, etc. Es un lugar que,
a la vez, no les obliga a separarse de sus hijos, sino que les permite estar presentes
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mientras ellos juegan, pintan o trabajan con la plastilina. Igualmente, estas madres
encuentran un lugar en el que pueden realizar intercambios sociales que no tienen en su
contexto social y pueden cotejar su papel de madre con el de otras madres.
2. Las madres valoran muy positivamente los cambios introducidos en la percepción de sus
hijos gracias al trabajo de las educadoras. Reconocen en ellos nuevos intereses y
curiosidades, descubren nuevas habilidades y, en definitiva, estos servicios se
convierten en un «observatorio» privilegiado en el que las madres pueden observar a sus
hijos de una forma distinta a como lo hacen habitualmente en el contexto familiar.
3. Las madres sienten que su papel educativo se ha visto reforzado. En concreto, valoran
dos cosas. Una, la posibilidad de cotejar sus puntos de vista sobre la educación de sus
hijos con otros adultos y, otra, la información nueva que incorporan sobre cuestiones
relacionadas con el desarrollo y el cuidado del niño.
4. Las madres muestran su agrado por la inserción social que el servicio les posibilita. De
hecho, en las grandes ciudades, el apoyo social que reciben las familias en relación al
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cuidado infantil es muy pequeño. Por eso, la asistencia a este tipo de servicios supone en
muchos casos nuevas amistades, nuevas relaciones sociales y, en definitiva, la
percepción de mayor apoyo social.
Este tipo de programas tienen como usuarios el conjunto de la población y su objetivo tiene
fundamentalmente una función preventiva. Son programas que no están restringidos a un tipo
de padres —como, por ejemplo, los servicios que hemos descrito en el apartado anterior que
tienen fundamentalmente como usuarios a las madres y los padres de niños y niñas de 0 a 3
años—, sino que abarcan a familias con hijos de cualquier edad. Por eso, existe una mayor
diversidad de temas que los que aparecen en los servicios comentados en el apartado anterior.
Así, hay programas dirigidos a las familias que van a tener un hijo, programas relacionados
con diversos aspectos del trabajo escolar como la lectura y la escritura, programas
relacionados con el desarrollo de la sexualidad o con la actitud de las familias ante las
drogas.
Sin embargo, los dos tramos de edad que tienen mayor aceptación son cuando los niños son
más pequeños y la adolescencia. De hecho, son dos momentos en que muchas familias
muestran dudas, inseguridades y falta de apoyo en relación a su ejercicio de padres. Además,
como señala Palacios (1996), ambos son dos momentos ideales por varias razones. La
adolescencia es un momento decisivo para la conformación de actitudes, ideas y creencias, y
los primeros años de vida es un período de especial sensibilidad para reflexionar sobre las
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En el segundo apartado hemos comentado que las escuelas de padres, en un sentido amplio,
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agrupan una parte importante de los programas de formación de padres. En este no se trata de
volver a explicar sus características, sino de mostrar unos cuantos criterios para su realización
y desarrollo.
Antes es importante decir que ya quedan muy pocas escuelas de padres en el sentido
estricto de la palabra. Lo que existe es un gran número de actividades dirigidas a las madres y
los padres en forma de charlas, discusiones, conferencias, etc. A menudo son actividades de
divulgación sobre aspectos relacionados con el desarrollo y la educación de la infancia que, a
veces, tienen continuidad en forma de ciclos y otras simplemente responden a una
preocupación puntual de un grupo de padres y madres.
En este sentido, creemos que hay dos criterios básicos a tener en cuenta desde el punto de
vista de su desarrollo y realización:
1. En muchas ocasiones, las charlas informativas que se ofrecen a las familias acaban en
ellas mismas y, sin embargo, es conveniente que, junto con la información que se
transmite, se aporte algún tipo de material que pueda ser utilizado individualmente, bien
en el sentido de profundizar sobre los aspectos comentados, bien en el sentido de
proponer pautas de actuación claras y concisas. Hemos de pensar que las personas que
asisten a este tipo de actividades lo hacen de forma voluntaria y porque tienen un interés
particular en temas concretos. Por eso, podemos pensar que dicho interés no desaparece
una vez realizada la actividad y, por tanto, podemos influir posteriormente mediante otro
tipo de materiales. Además, en algunos casos —por ejemplo, si son actividades
organizadas por el APA y la escuela— puede existir una continuidad grupal, de modo
que, una vez leído el material, se puede volver a proponer actividades de discusión o de
profundización sobre un tema determinado.
2. El lenguaje que se emplea en la transmisión de la información debe de ser adecuado y
comprensible para las familias. A veces, se utiliza un lenguaje lleno de tecnicismos y
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alejado del conocimiento de las familias que hace absolutamente imposible reconocer la
intención del conferenciante. Por eso, aunque estas actividades se organicen en torno a la
transmisión de información deben ser lo más participativas posibles y, por tanto, deben
de poder incluir actividades y formas de discu- sión y diálogo que hagan más asequible
el procesamiento de la información y su aprendizaje significativo por las familias.
del niño —alimentación, sueño, higiene, salud, etc.— e informaciones relativas a cómo
optimizar la relación con el niño para su desarrollo global —lenguaje, motricidad,
razonamiento, etc. Igualmente, en las revistas se encuentran consejos prácticos, críticas a
determinados refranes o creencias populares y afirmación de otros elementos para las familias
que se apartan de la norma como, por ejemplo, las familias monoparentales, etcétera.
Los contenidos de la revista son discutidos en los centros de salud con las familias y se
intenta que sean un elemento para mejorar la información de los padres y, sobre todo, para
optimizar sus prácticas educativas.
Palacios et al. (1995, p. 12) afirman que este tipo de programa «aumenta los sentimientos
de satisfacción en los padres, aumenta la implicación del varón, mejora en ellos la percepción
de estar recibiendo apoyo social en su tarea de ser padres, modifica pautas de conducta
concretas, mejora la percepción que de sí mismos tienen como padres».
Otro aspecto de interés de la evaluación manifiesta que los efectos del programa son más
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positivos cuanto más discuten y participan las familias en el centro de salud. Si la revista
simplemente es entregada y no existe ningún tipo de discusión en torno a ella, sus efectos son
menos positivos que si se discute en un grupo de mujeres embarazadas o con un bebé con
algún profesional del centro de salud.
En definitiva, el programa Nacer a la Vida es un ejemplo de cómo desde la Administración
se pueden utilizar los conocimientos que poseemos de psicología evolutiva y psicología de la
educación para promover la competencia educativa de las familias, así como para generar
cambios de comportamiento en sus pautas educativas independientemente de sus creencias e
ideas sobre el cuidado y el desarrollo de los niños y las niñas.
Las familias con hijos con condiciones personales de riesgo biológico 5 tienen unas
necesidades específicas que se relacionan con el trastorno emocional que implica el
nacimiento de un hijo discapacitado y con las expectativas y actitudes que la familia construye
y desarrolla en relación a las posibilidades evolutivas de su hijo (Giné, 1996). En este
sentido, de una parte, la actitud puede quedar condicionada por el menor número de respuestas
del bebé, de modo que se desarrollen expectativas muy bajas por parte de los padres, lo cual
redunda en una menor estimulación y, en definitiva, en un número menor de oportunidades que
se ofrecen al bebé para su desarrollo.
En estos casos, la asunción emocional por parte de los padres de las limitaciones de su hijo
es una cuestión fundamental en la intervención. Giné (1996) ofrece una serie de criterios
generales que nos parece interesante destacar:
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1. Giné (1994) muestra que en las familias con hijos discapacitados los padres emplean
menos estrategias en sus intervenciones comunicativas con sus hijos que las que utilizan
las familias en general. Giné (1996) atribuye este tipo de comportamiento al nivel de
expectativas de las familias con hijos discapacitados y, por tanto, uno de los aspectos
importantes de la intervención familiar en estos casos es aumentar la sensibilidad de las
familias hacia las posibilidades y las competencias de sus hijos.
2. En segundo lugar, Giné (1996) propone que se debería estimular la participación del
niño discapacitado en las rutinas diarias de la familia. Su propuesta, basada en algunas
de las ideas expuestas por Rogoff (1993), consiste en fomentar la participación del niño
en situaciones relacionadas con el cuidado físico —higiene, alimentación, sueño, etc.—,
con la propia organización del hogar —tareas domésticas, juego, desplazamientos, etc.
— con el objetivo de conseguir que, en dichas actividades, los padres asuman un papel
de ir transfiriendo progresivamente su control al propio niño sobre la base de ir
«enseñándole» las habilidades necesarias para ello.
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3. Otro aspecto importante que señala Giné (1996) se refiere al desarrollo de actitudes y
valores en la propia familia sensibles a la diferencia. No se trata únicamente de aceptar
la realidad de un hijo con retraso, sino también de defender su existencia como persona
con todos los derechos que ello significa y, por tanto, la defensa de su derecho a la
integración, a mantener relaciones sociales con otros niños y niñas diferentes, etc. Este
es un aspecto muy importante que se relaciona con la asunción emocional de la
diferencia y la discapacidad.
4. Por último, Giné (1996) hace hincapié en cuestiones que ya hemos señalado. En
concreto, la idea de que el saber experto no se puede contraponer con el saber
educativo de las propias familias y, por tanto, las intervenciones basadas en la autoridad
del conocimiento tienen poco interés para desarrollar actitudes y expectativas positivas
hacia sus hijos de parte de estas familias.
6. Conclusiones
En este capítulo hemos mostrado los modelos de intervención en la familia más comunes que
se utilizan en nuestro país y la perspectiva psicológica que los sustenta. Así, tanto los
planteamientos ecológicos sobre el desarrollo humano como las concepciones aplicadas de la
psicología comunitaria y de la psicología de la educación son referentes claros de muchos de
los programas y servicios que existen en la actualidad. Estamos convencidos que en un futuro
estas formas de intervención incrementarán su presencia ya que muchos de los problemas que
se detectan en el ámbito de la infancia requieren un tratamiento preventivo en el que los
distintos servicios —sanitarios, sociales y educativos— coordinen sus esfuerzos y atiendan
simultáneamente las necesidades de los niños y las niñas y de sus familias.
El ámbito de la intervención familiar aún es muy incipiente en nuestro país, lo cual no
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significa que los programas y los servicios que existen no respondan a parámetros de calidad.
Por contra, pensamos que actualmente existe una reflexión en profundidad sobre cómo atender
determinadas necesidades —especialmente en situaciones desfavorecidas— que se ha
concretado en modelos de intervención que en un futuro no muy lejano ofrecerán resultados.
1 Hemos excluido conscientemente un ámbito muy importante de la intervención, el de las relaciones familia-escuela, porque se
aborda específicamente en el capítulo 16.
2 Por eso, en los últimos años, se ha enfatizado la cuestión de las relaciones familia-escuela. De hecho, en nuestro país, la
inmensa mayoría de niños y niñas asisten al parvulario a partir de los tres años. Una enseñanza de calidad en la Educación
Infantil implica obligatoriamente unas relaciones de calidad familia-escuela que permitan, de una parte, conocer y atender mejor
las necesidades educativas de los niños y las niñas en el contexto escolar y, de la otra, incidir en la cultura familiar en el sentido
de mejorar sus prácticas educativas.
3 Las limitaciones de espacio impiden ofrecer una descripción detallada de los servicios más importantes, que se puede
encontrar en Vila (1997a, 1997b).
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4 «Nuestro Teléfono» es un proyecto de la Fundación ANAR de ayuda, orientación y protección para niños y adolescentes
hasta los 18 años. Toda la ayuda que se ofrece es telefónica.
5 Los tres capítulos anteriores presentan pautas de intervención en relación a necesidades específicas. En este apartado
únicamente nos referimos a principios generales de la intervención en familias que tienen hijos con condiciones personales de
riesgo biológico.
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