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Hace tres años, el mundo del vino se sorprendió con la aparición del primer vino

elaborado en un laboratorio. Hoy, tres años después del anuncio inicial, la


empresa Endless West, de San Francisco, California, dice estar acercándose cada
vez más a lo que podría ser la fórmula perfecta. En palabras de sus creadores,
Mardonn Chua y Alec Lee, dos especialistas en biotécnica, están muy cerca.
¿Qué falta?

Bueno: una cosa es poner en el vaso de precipitación una mezcla de 85 % de


agua, 14 % de alcohol y 1 % de compuestos aromáticos conseguidos en el
mercado, y otra muy distinta convencer al consumidor y a las autoridades
regulatorias de que ese brebaje pueda llamarse vino (por ley, vino es un
fermentado natural). Ese es un obstáculo mayúsculo.

Más difícil aún es pensar que lo que la naturaleza vierte en una copa tras ocho
milenios de práctica ininterrumpida pueda replicarse en un laboratorio en
cuestión de minutos, por más cromatógrafos de gases, espectrómetros de masas y
otros dispositivos de alta tecnología que se pongan al servicio del proyecto.

El primer paso de Chua y Lee fue copiar en el laboratorio un Moscato d’Asti


italiano, cuya lista básica de ingredientes exigió conseguir, entre otros, ácido
tartárico, ácido málico, tanino en polvo, glicerina vegetal, etanol, sacarosa,
hexanoato de etilo (olor a piña), butanoato (olor a pomelo), limoneno (perfume
de lima) y acetoína (olor a mantequilla).

Para Tomy Milanowski, experto británico en viticultura, la cuestión no es tan


sencilla. Los nutrientes naturales presentes en la uva y luego integrados en el
proceso de fermentación del mosto no se disuelven de manera instantánea.
Resultan del accionar de microorganismos que se entremezclan gradualmente
con otros compuestos del vino a lo largo de un período prolongado.
Para Lee, de Endless West, el ser humano no puede percibir fácilmente la
presencia de todos estos componentes. Ni es algo que el consumidor habitual
busque de manera específica en una copa de Chardonnay. De manera que si una
preparación contiene aquellos que sí son reconocibles, la tarea está hecha,
independientemente de lo que diga, por ejemplo, un hacedor de vinos tradicional.

Sobre este tema, el diario ABC, de España, consultó a Enrique Bitavue,


secretario de la Federación Española de Asociaciones de Enólogos, quien
sentenció sin titubeos: “Se puede hacer un vino artificial que recuerde a uno
natural, pero es imposible igualarlo”.

Chua y Alec, asesorados por el sommelier Josh Decolongon (socio del proyecto),
insisten en que su vino artificial será el comienzo de un proceso que, con el
tiempo, abaratará este tipo de producto y contribuirá a reducir el uso de agua y
energía, cuya demanda es alta en la vitivinicultura tradicional.

Otros dos de sus proyectos son un champán Dom Perignon y un Bourbon (Glyph
Molecular Whiskey, ya lanzado). Y más adelante, quizás, café y chocolate. O
sea, productos que pueda costar menos producirlos para después venderlos a
precios considerablemente inferiores.

Pero también admiten que su mayor reto es emular todo aquello que se mueve
alrededor de una botella: el paisaje creado por los viñedos, la cultura de
consumo, la gastronomía asociada al vino, y todas las connotaciones románticas
y ancestrales del producto. ¿Cambiar todo aquello por una botella creada en un
laboratorio? Difícil, así Chua y Lee anticipen que podrán elaborar bebidas que la
naturaleza no podrá igualar.

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