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PAZ Y BIEN

PARROQUIA NUESTRA SEÑORA DE LORETO

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
15 – V – 2016

LA FORMACIÓN DEL LAICADO


(Hech. 8, 26-40)

INTRODUCCIÓN
Al celebrar la Solemnidad de Pentecostés, en el marco del Año Jubilar de la
Misericordia, y recordando que una de las obras de misericordia es enseñar la Verdad a
aquel que la desconoce, creo que es importante realizar una breve y sencilla reflexión sobre
la formación, especialmente de los laicos.
El analfabetismo religioso debería preocupar a la Iglesia y muy especialmente a los
sacerdotes, que somos los maestros del Pueblo de Dios.
1 - ¿Cuál es el sentido de plantear este tema?
Uno de los temas fundamentales que plantea la Carta Apostólica “Ecclesiam Suam”,
es el de la Conciencia; pues uno de los riesgos que corremos ―los católicos―, en esta
cultura “profana y profanadora” (Pablo VI), es perder el sentido de identidad y
pertenencia.
El momento exige que la Iglesia reflexione sobre sí misma; Ella necesita sentirse vivir.
Debe aprender a conocerse mejor, si quiere responder a Cristo vivo, si quiere vivir su propia
vocación y ofrecer al mundo su mensaje de fraternidad y salvación (Cf. E. S. 27).
Esta reflexión es, en definitiva, un acto de obediencia al magisterio, en este caso
guiados por Pablo VI, que “con el paso de los años resulta cada vez más evidente la
importancia de su pontificado para la Iglesia y para el mundo, así como el valor de su alto
magisterio, en el que se han inspirado sus sucesores, y al que también yo sigo haciendo
referencia” (Benedicto XVI, “L' Oss. Rom. Nº 10, 9-III-2007).
Es Pablo VI el que nos dice “que deber de la Iglesia ahora es ahondar en la
conciencia que ella tiene que tener de sí (...), la Iglesia debe en este momento reflexionar
sobre sí misma para confirmarse en la ciencia de los planes que Dios tiene sobre ella, para
hallar más luz, nueva energía y mejor gozo en el cumplimiento de su propia misión...” (E.
S. 19).

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Una de las notas de la Iglesia que el Concilio trabaja, es la de la Comunión; de hecho,
la eclesiología del Vaticano II, es una eclesiología de comunión, y es nuestra
responsabilidad el “convertir las enseñanzas originales y características del Concilio en
conceptos operantes de nuestra conciencia eclesial” (Pablo VI, 11-VIII-1971).
“La comunión eclesial es una realidad profunda que afecta al centro mismo del
misterio trinitario, en el que la distinción de las personas no disminuye en absoluto la
unidad de la divinidad” (Juan Pablo II en el L' Oss. Rom. Nº 44, 29-X-1993). Esta es la
dimensión vertical de la comunión. La Iglesia reconoce su origen en el misterio del Dios
Uno y Trino, y en él encuentra la fuente de su Comunión (Koinanía).
“Aunque es una realidad sublime, la comunión de la que estamos hablando no es
distante o abstracta. Es el mismo fundamento de la organización y la actividad de la Iglesia
en todos sus niveles, esta es la comunión en su dimensión horizontal” (Id.).
“Y es justamente la parroquia, en la Iglesia local, la que presenta el modelo clarísimo
del apostolado comunitario, reduciendo a la unidad las diversidades humanas que en ella
se encuentran e insertándolas en la Iglesia Universal” (A. A., 10). También nos exhorta a
trabajar en comunión: “Acostúmbrense los seglares a trabajar en la parroquia íntimamente
unidos con sus sacerdotes” (Id.). Este “estilo” de vida se nutre de la “espiritualidad de
comunión” (N.M.I. 45).
Debemos ser realistas y “no hacernos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco
servirán los instrumentos externos de comunión. Se convertirán en medios sin alma,
máscaras de comunión más que sus modos de expresión y crecimiento” (N. M. I. 43). Esto
supone ser formados en una sana eclesiología para fortalecer nuestra identidad y sentido de
pertenencia.
2 - ¿Por qué elegí este tema?
La respuesta la da Juan Pablo II al hablar a un grupo de obispos de Estados Unidos:
“Los pastores de la Iglesia deben procurar siempre que los laicos católicos reciban una
formación teológica y espiritual (...), que les permita desempeñar su papel en la Iglesia y en
la sociedad.
Esta formación debería proporcionarse de modo tal que puedan afrontar las
dificultades prácticas en el ámbito parroquial, en el que muchos intereses seculares exigen
la atención de las personas” (L' Oss. Rom. ya citado).

I - La formación de los laicos


Juan Pablo II ha dedicado todo el capítulo V de la Exhortación Apostólica
“Chistifideles Laici” al tema de la formación de los laicos, utilizando la imagen de la vid,
ya que como ella los laicos están llamados “a crecer, madurar continuamente, a dar
siempre más frutos” (57).
El desafío y la tarea de la formación de los laicos, es una tarea prioritaria hoy,
pues son grandes los desafíos que los laicos deben afrontar en un clima cultural muchas

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veces refractario a la fe. Esto supone que “la formación de los fieles laicos se ha de
colocar entre las prioridades de la diócesis y se ha de incluir en los programas de acción
pastoral de modo que todos los esfuerzos de la comunidad concurran a este fin” (Id.).
Gran parte de la responsabilidad de esta tarea recae, dentro de la diócesis, en la
Parroquia, “a la que corresponde desempeñar una tarea esencial en la formación más
inmediata y personal de los fieles laicos” (61). La Parroquia hace que la formación de los
católicos sea “más capilar e incisiva” (Id.).
Por todo esto podemos afirmar que la Formación de los Laicos es uno de los desafíos
prioritarios y más importantes para la Iglesia, y en concreto, para las instituciones y
movimientos; de esto depende la vida y misión de la Iglesia en las diócesis.
Para lograr la adultez de la fe, de la caridad y esperanza de los fieles laicos, la
formación debe ser integral, permanente, realista, gradual y sistemática. “Esta formación
debe considerarse como fundamento y condición de todo fecundo apostolado” (…)
“Además de la formación espiritual, se requiere una sólida instrucción doctrinal, incluso
teológica, ético social, filosófica, según la diversidad de ideas, condición y de ingenio”
(Conc. Vat. II A.A., 29).
Sin este itinerario de formación teológica y espiritual, no alcanzará nuestro laicado la
madurez que estos “tiempos recios” (Sta. Teresa) exigen. Y la ignorancia nos hace
intolerantes.
Debemos recuperar ―porque lo supimos tener― el compromiso por la formación,
para lograr “el crecimiento en una fe consciente y capaz de testimonio misionero” (Juan
Pablo II, Discurso a la Asociación Cristiana de Trabajadores, 1-V-1995).
Antes de pasar al próximo punto, debemos afirmar que la formación es mucho más
que la “in-formación”; es “con-formación”, ya que es un proceso por el que nos
conformamos a la Verdad Revelada, en definitiva a Cristo. Este proceso nunca puede ser
solitario; ha de ser siempre comunitario y acompañado.

II - Objetivos de la formación
1- El objetivo fundamental es descubrir cada vez más claramente la propia vocación y la
disponibilidad siempre mayor para vivirla en el cumplimiento de la propia misión.
2- Los objetivos complementarios son:
a) La formación para una presencia misionera en el mundo actual, de tal manera que
el laico viva simultáneamente su crecimiento en Cristo, su comunión eclesial y su
inserción en el mundo.
b) La formación para una nueva evangelización que sea fiel al Evangelio y atenta a
los fuertes desafíos de la sociedad y de la historia.
c) La formación para el testimonio, el compromiso, la profecía, apoyados en la
oración, la fidelidad y la esperanza.

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III - Criterios para la formación de los fieles laicos
Los criterios podemos dividirlos en dos, los eclesiales y los pedagógicos. Nos
ocuparemos sólo de los primeros.

Criterios eclesiales
1 - Formación integral: que integre el ser miembros de la Iglesia y de la sociedad humana,
lo cual supone varias dimensiones de la formación.
• Formación espiritual para crecer en la intimidad con Cristo, en la conformación con
la voluntad del Padre y en la entrega generosa, en la caridad y la justicia, a los
hermanos.
• Formación doctrinal que permita dar razón de la esperanza y un conocimiento de la
Doctrina Cristiana que respalde y encamine el compromiso en el mundo.
• Formación humana que lleve al crecimiento personal en los valores humanos, en la
competencia profesional, en el sentido de la familia y en el sentido cívico, al igual
que en aquellos valores (virtudes) relativas a las relaciones sociales como son la
integridad, el espíritu de justicia, la sinceridad, la fortaleza de ánimo, etc.
2 - Una formación que además de “saber” vaya dirigida al “hacer” y a capacitarse cada
vez más en el proyecto personal y del movimiento o de la institución.
3 - Una formación por y en la Iglesia es una recíproca comunión y colaboración de todos
sus miembros.
4 - La formación no es un derecho o privilegio de unos cuantos, sino un derecho y un deber
de todos.
5 - No se da formación verdadera y eficaz si cada uno no es protagonista de su propia
formación, o sea, la autoformación como proceso de maduración y de crecimiento.

IV- Contenidos del objetivo fundamental de la formación laical


La Sabiduría “...entra en las almas santas, para hacer de ellas amigos de Dios y
profetas. Porque Dios ama únicamente a los que conviven con la Sabiduría”. (Sab. 7, 27-
28).

1. ¡Amigos de Dios y profetas!


Esa es la meta de la formación: hombres y mujeres cristianos fuertemente
comprometidos con la realidad temporal desde el corazón de la Iglesia y siempre dispuestos
a dar razón de la esperanza que hay en ellos (cf. I Ped. 3, 15). Lo cual supone un progresivo
crecimiento en nosotros de Cristo, nuestra vida, enviado por el Padre para anunciar la Buena
Noticia del Reino a los pobres. El fin, el término siempre nuevo y siempre inacabado, de
nuestra formación, es Cristo: “hasta que se forme Cristo en vosotros” (Gal. 4, 19). Lo cual
ocurrirá en plenitud cuando Él se manifieste (cf. Col. 3, 4) y entonces “seremos semejantes
a Él, porque lo veremos tal cual es” (1 Jn. 3, 2).

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Así volvemos al núcleo mismo, al centro, de nuestro camino cristiano. Los laicos
cristianos, y todos los cristifideles, hemos de dar una respuesta a los retos actuales, siempre
debemos y tenemos que darla desde el Evangelio.
Hagamos algunas consideraciones sobre la formación.

2. Formación para una presencia misionera en el mundo actual


“Como el Padre me envío, también yo os envío” (Jn. 20, 21).
“Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo” (Jn. 17, 18)
2.1. Toda la Iglesia está revestida del Espíritu del Señor resucitado, para ser testigo y
profeta, y es enviada: “Como el Padre me envió a mí, Yo también las envío a ustedes” (Jn.
20, 21), al mundo para ser allí “Sacramento universal de Salvación” (cfr. Jn. 20, 23).
Dos grandes textos del Concilio Vaticano II, conectados entre sí, nos revelan y
explican el sentido de esta expresión clave de la Eclesiología del Concilio: la Iglesia como
“Sacramento Universal de Salvación”.

* El primer texto es: “Lumen Gentium 48”. Para la guía - marca de Formación de Laicos,
interesa subrayar que la expresión “Sacramento universal de salvación” se relaciona con
tres realidades fundamentales:
1 - La renovación definitiva en Cristo, es toda la exigencia de “la nueva creación en
Cristo” (2 Cor. 5, 17) que está en la base de todo auténtico proyecto de formación:
despojarse del “Hombre viejo” para revestirse del “Hombre Nuevo”, creado según
Dios... (Ef. 4, 24; cf. Col. 3, 9). La formación es un continuo proceso de conversión
que nos lleva a esperar y a vivir cotidianamente “la novedad pascual”.
2 - Debemos vivir el Misterio Pascual de Jesús (muerte y resurrección, ascensión a los
cielos y Pentecostés) como centro de nuestra vida y de nuestra acción, como punto
esencial de referencia para nuestra formación.
En definitiva, formar testigos y profetas, cristianos comprometidos en el mundo del
Evangelio, es prepararlos, hacerlos solidarios con los que sufren, para gritar al
mundo: “la esperanza nunca falla” (cf. Rom. 5, 5).
3- La Iglesia como Cuerpo, animado por el Espíritu de vida y constituida por Él como
comunidad misionera.
No es suficiente formar personas o personalidades brillantes, sino capaces de
comunión. Formar para la comunión es formar en la pobreza, en la sencillez, en la
capacidad de diálogo y de servicio, en amor sincero y concreto por la Iglesia.
* El segundo texto a tener en cuenta y que ilumina el sentido de la expresión “Sacramento
universal de salvación” se encuentra en “Gaudium et Spes”: cuando el Concilio afirma que
la Iglesia es “Sacramento universal de salvación, que manifiesta y al mismo tiempo realiza

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el misterio del amor de Dios al hombre” (G. S. 45). Esto supone formar “testigos del
amor”, puestos a vivir en “la sinceridad del amor”.
Cuando se habla de la formación para una presencia misionera en el mundo de hoy,
hay que insistir en lo siguiente:
a) Formar laicos para que vivan simultáneamente su crecimiento en Cristo, su comunión
eclesial y su inserción en el mundo.
b) Desarrollar una formación “en la Iglesia para el mundo”. Formación para la unidad
interior frente a dos realidades distintas pero no separables: Iglesia - Mundo.
c) Formar laicos para ser presencia cristiana y eclesial en el mundo exige una doble
dimensión: 1- Capacidad para no huir del mundo refugiándose exclusivamente en la
comunidad eclesial (especie de “clericalismo”); 2- Capacidad para no vaciar su fe en
Cristo, su Evangelio, su identidad eclesial y su vocación esencial de ser testigos del
Resucitado (especie de “secularismo”).
d) Formar para mirar al mundo con la mirada redentora de Jesús:
“Dios amó tanto al mundo que le dio a su Hijo... no para condenar al mundo sino
para que el mundo sea salvo por Él” (cf. Jn. 3, 16-17)

V - La Iglesia siempre se preocupa por la formación religiosa de los laicos


A. Debemos reafirmar, en este tiempo de fuerte influjo del secularismo y de la
“dictadura del relativismo” (Benedicto XVI), la importancia que la Iglesia desde el
comienzo le dio a la catequesis pre-bautismal al organizar el Catecumenado, del que ya son
testimonio la “Didajé” o “La enseñanza del Señor a los paganos, por medio de los Doce
Apóstoles”. Es uno de los documentos más antiguos de la literatura cristiana primitiva,
descubierto en 1875, compuesto entre los años 50 y 150 d.C.
También es un importante testimonio sobre la institución del Catecumenado, el tratado
catequístico de San Agustín: “De Catechizandi Rudibus”. El santo Obispo de Hipona es
uno de los grandes catequistas de todos los tiempos y publicó esta obra como guía en el
trabajo de conversión de gente pagana, sin instrucción; se trata de un verdadero manual
pedagógico, ya que contiene una metodología tendiente a anunciar el KERIGMA a los
RUDOS.
Toda la obra está inspirada en un principio que es muy importante para nuestra
pastoral sacramental, el de la libertad interior, fundamento de la admisión de los adultos a
la Iglesia. Ni la coacción interna: temor o superstición, ni la externa: el facilismo populista
que atenta contra los auténticos derechos del aspirante al bautismo ―ser instruidos en la
fe―, pueden ser causa del acercamiento al bautismo.
Podríamos recorrer el riquísimo itinerario catequístico de los siglos I al IV, siguiendo
las huellas de los grandes catequistas que fueron los Padres de la Iglesia, y que también son
fuente iluminadora para nuestro tema como son “Las Catequesis” de San Cirilo de

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Jerusalén (315-387). En una de estas Catequesis, refiriéndose a la preparación para el
bautismo, se afirma: “El bautismo es algo sumamente valioso y deben acercarse a él con la
mayor preparación (…). Prepárense, pues, y dispónganse para ello, no tanto con la
blancura inmaculada de sus túnicas cuando con espíritu verdaderamente fervoroso”
(Catequesis 3, 1-3).
B. Otro momento que debe interesarnos es el de esa “epopeya religiosa” (Juan Pablo
II, Homilía en el Santuario de Ntra. Sra. de Guadalupe, 2) que fue la evangelización del
Nuevo Mundo y que constituye uno de los momentos más importantes y trascendentes de
toda la vida misionera de la Iglesia. En esta “epopeya”, el catecumenado, la catequesis,
ocupó un lugar fundamental en la evangelización de los pueblos originarios. Pensemos en
los Concilios y Sínodos que se ocuparon de la catequesis de los pueblos originarios.1
Con gran esfuerzo se generó una “producción catequística” que fue el gran
instrumento por el que se transmitió y educó la fe de los pueblos originarios.
C. En nuestro tiempo, el Magisterio es abundante y rico en el tema de la catequesis,
cuya lectura y estudio sería no sólo válida sino provechosa para los catequistas de adultos.
Como frutos del Concilio Vaticano II se celebra el 1° Congreso Catequístico Nacional
en 1965 que dio como resultado el “Directorio de Catequesis” en 1967. A estas iniciativas
se sumaron otros Congresos y otros documentos, sin olvidar el gran aporte de “Catechesis
Tradendae” de 1979 y del Catecismo de la Iglesia Católica.
Benedicto XVI afirma con claridad que “…el conocimiento de los contenidos de la fe
es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la
inteligencia y la voluntad a la que propone la Iglesia” (“Porta Fidei”, 11.X.2011).
Por último, atendamos a lo que nos enseña el Papa Francisco sobre la preparación
catequística para recibir el bautismo: “El dinamismo de transformación ―dice el Papa―
propia del bautismo nos ayuda a comprender la importancia que tiene hoy el catecumenado
para la nueva evangelización” (Lumen Fidei, 42).
Esto no sólo es aplicable a los que nunca recibieron el Evangelio; el Papa aclara que
“también en las sociedades de antiguas raíces cristianas, en las cuales cada vez más
adultos se acercan al sacramento del bautismo” (íd.); es decir que “el Catecumenado es
camino de preparación para el bautismo, para la transformación de toda la existencia en
Cristo” (íd.). Pero esta renovación no sólo se refiere al plano personal, ya que la renovación
de la Iglesia es también cuestión de fe (cfr. Lumen Gentium, 8).
El Papa subraya con claridad la relación entre Fe y Verdad al afirmar que “… el
hombre tiene necesidad de conocimiento, tiene necesidad de verdad, porque sin ella no
puede subsistir, no va adelante. La Fe sin Verdad no salva, no da seguridad a nuestros
pasos. Se queda en una bella fábula, proyección de nuestros deseos de felicidad, algo que

1
(C. 748) “Todos los hombres están obligados a buscar la verdad en aquello que se refiere a Dios a su Iglesia y, una
vez conocida, tienen por la ley divina, el deber y el derecho de abrazarla y observarla” (§ 1).

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nos satisface únicamente en la medida que queremos hacernos una ilusión. O bien se
reduce a un sentimiento hermoso, que consuela y entusiasma, pero dependiendo de lo
cambios en nuestro estado de ánimo o de la situación de los tiempos, e incapaz de dar
continuidad al comienzo de la vida” (Lumen Fidei, 24).
Es un deber de todos, pero especialmente de los maestros del Pueblo de Dios que son
los pastores, recuperar la conexión de la fe con la Verdad, en un tiempo marcado por la
crisis de la verdad (cfr. íd).
Por último, si la fe está vinculada a la Verdad, la Verdad también lo está al amor,
“amor y verdad no se pueden separar” (ibíd. 27); aunque el hombre moderno crea que la
cuestión del amor tenga poco que ver con la verdad ya que hoy el amor se concibe como
una experiencia que pertenece al mundo de los sentimientos volubles y no a la verdad (cfr.
íd.).
El Papa, fiel a las enseñanzas de la Iglesia afirma que “sólo en cuanto está fundada en
la verdad el amor puede perdurar en el tiempo, superar la fugacidad del instante y
permanecer firme para dar consistencia a un camino común. Si el amor no tiene que ver
con la verdad, está sujeto al vaivén de los sentimientos y no supera la prueba del tiempo”
(íd.). En esto se juega nuestra fidelidad al Evangelio.
También afirma que “si el amor necesita de la verdad, también la verdad necesita del
amor (…). Sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para la vida concreta
de la persona” (íd.).
Querría terminar este V punto con el juicio del Card. Jean Danielou sobre la
catequesis, afirmando que ella “es la comunión viva del depósito de la fe en los nuevos
miembros que se agregan a la Iglesia. Constituye, pues, un aspecto particular del ejercicio
del Magisterio (…). Y es ante todo, una exposición completa y elemental del misterio
cristiano” (La Catequesis de los Primeros Siglos, 7-9). Siempre recordemos, al evangelizar,
que “Amor y Verdad no se pueden separar” (Lumen Fidei, 27).
D. El Código de Derecho Canónico, que tiene como fin el “bonum animorum”, el bien
de las almas, deja muy claro la necesidad del catecumenado para el bautismo de los adultos;
ya que “todos los hombres están obligados objetivamente a cumplir la ley divina, pero que
subjetivamente sólo lo están en cuanto la conocen” (C. 748 § 1; cfr. Vat. II, LG 14,16).
Es verdad que el bautismo no debe ser negado, es decir que “los ministros sagrados no
pueden negar los sacramentos a quienes los pidan de modo oportuno y estén bien
dispuestos y no les sea prohibido por el derecho recibirlos” (C. 843 § 1). Seguidamente el
CIC pone algunas condiciones: “Los pastores de almas y los demás fieles, cada uno según
su función eclesiástica, tienen obligación de procurar que quienes piden los sacramentos se
preparen para recibirlos con la debida evangelización y formación catequística, atendiendo
a las normas dadas por la autoridad eclesiástica competente” (íd. § 2).
Por último, desearía citar al CIC en lo que se refiere al bautismo: “Se ha de preparar
convenientemente la celebración del bautismo; por tanto:

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El adulto que desee recibir el bautismo ha de ser admitido al catecumenado y, en la
medida de lo posible ser llevado por pasos sucesivos a la iniciación sacramental, según el
ritual de iniciación adoptado por la Conferencia Episcopal y atendiendo a las normas
peculiares directadas por la misma” (C. 851). El CIC vuelve a insistir sobre las condiciones
para que un adulto reciba el bautismo en el C. 865, parágrafo §1:
“Para que pueda bautizarse a un adulto, se requiere que haya manifestado su deseo
de recibir este sacramento, esté suficientemente instruido sobre las verdades de la fe y las
obligaciones cristianas y haya sido probado en la vida cristiana mediante el catecumenado;
se le ha de exhortar además a que tengan dolor de sus pecados”.
“Quiera Dios que el gozo y la paz con la justicia y la obediencia acompañe a este
Código, y que lo que manda la cabeza lo observe el cuerpo” (Juan Pablo II, Presentación
del nuevo Código, Vaticano, 25.I.1983).

VI - Efectos de la ignorancia religiosa


El efecto de la falta de formación es grave porque suele alimentar el dualismo entre fe
y vida, entre fe y cultura, que nos quita orientación, nos quita fundamentación; nos hace
víctimas de la ideología del tiempo, nos hace correr, en esta “polución cultural”, tras las
distintas corrientes o modas con una facilidad asombrosa. Como afirmamos al comienzo, el
analfabetismo religioso debería preocupar a la Iglesia. Una vez más debemos recordar las
palabras que G. B. Montini, asesor de la FUCI, les dirigía a los universitarios en 1931; en
ellas expresaba sus preocupaciones por una correcta relación entre valores humanos y fe, y
además, su atención por la razón, por el desarrollo y potencialidad de la misma, afirmando:
“El tiempo no es bueno para la filosofía. La estación no es favorable. La juventud está
desorientada; y pierde la confianza no sólo en la idea, sino también en el ideal” (“Studium”
27, 1931, p. 139). Y discutiendo la posición de los que habrían querido atribuir a San Pablo
un rechazo en el confrontar con la razón, afirma que no se puede apelar al Apóstol para
negar valor a la razón humana: “No temer al pensamiento. No sustituir la molesta
concentración de la mente por el calor afectivo de la devoción divagar en la simplicidad
operativa del bien por desconfianza en la especulación conquistadora de lo verdadero”.
La formación mira a purificar y salvaguardar la religiosidad popular, la religiosidad de
los más sencillos del pueblo. Hace más de cuarenta años, Pablo VI en esa Carta Magna del
anuncio del Evangelio a los hombres de hoy, que es la Exhortación Apostólica “Evangelii
Nuntiandi”, nos decía que: “La religiosidad popular, hay que confesarlo, tiene ciertamente
sus límites. Está expuesta frecuentemente a muchas deformaciones de la religión, es decir, a
las supersticiones. Se queda frecuentemente a un nivel de manifestaciones culturales, sin
llegar a una verdadera adhesión de fe. Puede incluso conducir a la formación de sectas y
poner en peligro la verdadera comunidad eclesial.
Pero cuando está bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de
evangelización, contiene muchos valores. Refleja una sed de Dios que solamente los pobres
y sencillos pueden conocer. Hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo,

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cuando se trata de manifestar la fe. Comporta un hondo sentido de los atributos profundos
de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra
actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en quienes no
poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego,
aceptación de los demás, devoción. Teniendo en cuenta esos aspectos, la llamamos
gustosamente “piedad popular”, es decir, religión del pueblo, más bien que religiosidad.
La caridad pastoral debe dictar, a cuantos el Señor ha colocado como jefes de las
comunidades eclesiales, las normas de conducta con respecto a esta realidad, a la vez tan
rica y tan amenazada. Ante todo, hay que ser sensible a ella, saber percibir sus dimensiones
interiores y sus valores innegables, estar dispuesto a ayudarla a superar sus riesgos de
desviación. Bien orientada, esta religiosidad popular puede ser cada vez más, para
nuestras masas populares, un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo”. (E.N. 48)
En definitiva lo que está en juego es la fe, porque ella “está casi siempre enfrentada al
secularismo, es decir, a un ateísmo militante; es una fe expuesta a pruebas y amenazas, más
aún, una fe asediada y combatida. Corre el riesgo de morir por asfixia o por inanición, si
no se la alimenta y sostiene cada día. Por tanto evangelizar debe ser, con frecuencia,
comunicar a la fe de los fieles —particularmente mediante una catequesis llena de savia
evangélica y con un lenguaje adaptado a los tiempos y a las personas— este alimento y este
apoyo necesarios” (E.N. 54).
Vuelvo a repetir las lúcidas y muy actuales palabras de G.B. Montini: “No rechazar
las ascensiones doctrinales sólo porque estas son arduas, difíciles, no populares. Nada de
empirismo en las acciones misioneras por la gula de rápidos y amplios sucesos. Al
contrario, la santidad de Pablo no se comprendería sin este continuo esfuerzo de
comprender más; sin este amor intelectual que le lleva a la verdad revelada” (Le idee di
san Paolo..., in “Studium” 27, 1931, p.143). Son expresiones ricas, fortísimas, que indican
la tendencia de Montini al valor que se debe dar a la razón, a la reflexión, al estudio, a la
seria atención a los problemas, contra todo empirismo y todo entusiasmo no fundado sobre
motivaciones profundas, también contra “el calor afectivo de la devoción” cuando pretende
sustituir la profundización razonada de los problemas. Y contra aquello que él llama “la
pereza especulativa de nuestro tiempo” revalida la “utilidad de la disciplina del propio
pensamiento, la necesidad de ejercitar la mente para vivir la fe” (ibídem). Quisiera
subrayar su toma de posición contra una doble actitud equivocada. Por una parte
el desprecio práctico de la reflexión, del estudio, de la atención a los problemas,
sustituyendo con un empirismo objetivo o un devocionismo o incluso con la puesta en
marcha en primer plano del sentimentalismo religioso en menoscabo de las convicciones
profundas a insertar en el corazón. Por otra parte, Montini censura también el anti-
intelectualismo teórico que se traduce después en formas de tradicionalismo o de
autoritarismo: el jurar sobre la palabra del líder, sin cuidarse de profundizar las
convicciones.

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CONCLUSIÓN
Para el desafío de emprender una nueva Evangelización, nueva en su ardor, en su
expresión y en su método, la Iglesia debe tener un laicado maduro y libre, esto supone un
laicado formado, que puede descubrir y vivir la propia vocación y misión, para esto, insiste
Juan Pablo II, los fieles laicos han de ser formados para vivir aquella unidad con la que está
marcado su mismo ser de miembros de la Iglesia y de ciudadanos del mundo y su alma. Así
nos enseña la “Carta a Diogneto” (cfr. “Christifideles Laici”, N° 63).
Otros desafíos, sin querer agotar la enumeración de los mismos, son el secularismo y
la “dictadura del relativismo” (Benedicto XVI), especialmente este último sólo puede ser
combatido con una sólida formación de todos, pero especialmente de los laicos, que son la
Iglesia en el mundo.
Por último recordemos el comentario de Juan Pablo II al irse de Argentina: “Hay
entusiasmo, hay vivencia, pero falta estudio, falta solidez, en definitiva falta cultura
católica”. Así nuestro catolicismo es un catolicismo de fe sincera, de entusiasta vivencia,
pero de débil cultura católica.

¿Cuándo revelan los hombres sus peores cualidades?


Cuando la verdad, el derecho y Dios son puestos en duda.
Ana Frank

G. in D.

P. Roberto Juan González Raeta

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