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DIANAS Y FIERAS

Volaba muy temprano, flanqueada por escuadrillas de vencejos que


chillaban en vuelos imprevisibles y recortados, cuando desde un corral al pie
de la muralla me fue devuelta la imagen de mi vuelo desde el azabache
rutilante de seis pares de ojos ovalados.
La tristeza se apoderó de mí, no pude soportarlo y huí al interior de
la ciudad. Tomé tierra en el arranque de la Calle Mayor y fue entonces
cuando, rompiendo la noche, llegó la Música de la mano de una charanga con
título de rua erótica, Jarauta 69.
Su insinuante cadencia desgoznó los huesos de mi esqueleto mientras
sus instrumentos fueron reflejando mi cuerpo en multiformes retazos hasta
que un helicón, acaballado en dos ojos redondos, me regaló mi plena
redondez.
Fueron luego los mármoles del museo, abrillantados por meadas
sucesivas, quienes reflejaron mi cara embellecida por la languidez de unos
ojos somnolentos y casi acostados sobre unas ojeras enceradas por la luna
sanferminera. Me sentí una diosa mediterránea.
Y volvió ella, la Música, traída entonces por la Pamplonesa, la banda de
la ciudad. Lo llenaba todo. La estrecha calle se había abierto de piernas y la
música se precipitaba hacia mí. Delante de la banda mozas y mozos,
achispados o borrachos y frescos o descansados, bailaban todos fundidos en
abrazo de madrugada.
¡La Gacela! gritaron unos labios gruesos.
Y la Gacela empezó a sonar en el mágico claroscuro de la amanecida. A
media altura, al par de los primeros pisos, sus notas me mecían al compás de
la masa danzante. Y no era yo sola, adoquines, aceras, cañerías, aleros,
balcones... la calle Jarauta entera en un cadencioso regodeo bailaba con
todo a una. Al otro lado de unos ventanillos, y a idéntico compás, una pareja
madura hacía el amor con delicadeza infinita, mientras frente por frente
casi una niña, también al compás, vomitaba en un orinal. Un golpe seco de
bombo y platillos señaló el final de la pieza. La callé quedó tiesa y yo
colgada, sola.
Más abajo la gente se agolpaba sobre una barandilla colgada sobre la
muralla. Me asomé a la abisal hondura y pude contemplar mozos
desasosegados que, sintiéndose dioses o caos, hacían eses o ejecutaban el
entrenamiento calculado.
Iniciaron entonces un canto dirigido a Fermín, el santo, a quien, para
mi sorpresa, descubrí en aquel instante acodado a mi lado.
¿Passssa, Brujita? dijo.
Que te están cantando dije y le rogué: Explícame esto.
Parece mentira que no lo sepas ya. ¡Es el encierro! repuso un
tanto mosqueado. Antiguamente la autoridad prohibía acompañar a las
reses hacia la plaza lo que en este pueblo, y no es chovinismo adujo con
retintín, propició el afán por correr delante de los toros. Hoy se ha
convertido en un estertor de libertad contra nuestra habitual racionalidad,
cálculo y previsión de seguridad. Pero ello no le exime de cierta insensatez,
aunque deliciosa y llena de emoción.
¿Por qué corren?
Por ser “de Pamplona, de toda la vida” me dedicó una pícara
reojada, por mirar sin esperar, por ser mirados y admirados, porque hay
quienes ni miran ni ven, van de ciego total, por pillar adrenalina tan escasa
en la actualidad... o porque les da la gana, ¡qué sé yo! Esta fiesta es... ¡pura
contradicción! Por eso es Fiesta, digo yo.
¿Es peligroso? pregunté.
El toque que iniciaron unas campanitas desató tal nerviosismo a
nuestro alrededor que la barandilla cedió. Pretendí asir la mano del santo,
pero Fermín fue haciéndose pequeño en la altura contra un cielo azul intenso
mientras yo me precipitaba hacia el adoquinado repleto de corredores.
Me encontré en la turba agitada de mozos, indígenas y foráneos,
tiernos o ajados, serenos o borrachos, todos armados de un periódico
enrollado. Busqué el tablado, estaba repleto de tíos encaramados. De los
balcones se descolgaban racimos de ojos asustados. Escuché un
espeluznante siseo que, seguido de una explosión, dio rienda suelta al nervio
acumulado. Percibí entonces nítidamente cómo un rayo negro que doblaba
una esquina amurallada se enfilaba hacia mí. No pude volar y corrí con toda
mi fuerza en sentido ascendente perseguida por el grito, agónico y
corredizo, que proveniente de los balcones anunciaba las fieras. En la Plaza
del Ayuntamiento recibí un duro codazo que me hizo aterrizar sobre los
adoquines. Me di la vuelta y pude contemplar entonces en aterradora cámara
lenta cómo la completamente desnuda, peluda y descomunal fiera se
abalanzaba sobre mí. Fue entonces cuando él, el Santo, capotó sobre mí, no
sé si con capote o capa pluvial, pero me envolvió y los astados volaron sobre
nosotros.
Txana (9 de Julio)
Publicado en Gara 9 de julio de 1999

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