Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Diez Cuentos Cortos Seleccion PDF
Diez Cuentos Cortos Seleccion PDF
CUENTOS
CORTOS
Por
INDICE
Continuidad de los parques
Julio Cortázar……………………………………………………………………... Pag. 2
Ante la ley
Franz Kafka………………………………………………………………………….Pag. 4
La migala
Juan José Arreola………………………………………………………………… Pag. 6
Una noche de verano
Ambrose Bierce……………………………………………………………….….. Pag. 8
Los dos reyes y los dos laberintos
Jorge Luis Borges………………………………………………………………… Pag. 10
Mecánica popular
Raymond Carver…………………………………………………………………. Pag. 11
Uno de estos días
Gabriel García Márquez………………………………………………………….. Pag. 13
La casa de Asterión
Jorge Luis Borges………………………………………………………………… Pag. 16
El retrato oval
Edgar Allan Poe...……………………………………………………………….. Pag. 18
Margarita o el poder de farmacopea
Adolfo Bioy Casares……………………………………………………………… Pag. 21
1
CONTINUIDAD DE LOS PARQUES
Autor: Julio Cortázar 1
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes,
volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la
trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su
apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la
tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón
favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad
de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y
se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las
imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del
placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la
vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los
cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire
del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los
héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la
mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama.
Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias,
no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un
mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo
latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo
de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias
que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban
1
Julio Cortázar (Ixelles, Bélgica, 26 de agosto de 1914 – París, Francia, 12 de febrero de 1984) fue un
escritor, traductor e intelectual argentino nacionalizado francés. Aparece en Final del Juego, Edit.
Sudamericana
2
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido
olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su
empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas
para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta
de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él
se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose
en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda
que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría
a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre
galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul,
después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera
habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la
luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del
hombre en el sillón leyendo una novela.
3
ANTE LA LEY
Autor: Franz Kafka2
Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita
que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo
entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
—Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero
recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón
también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan
terrible que no puedo mirarlo siquiera.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus
súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre
su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los
grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre,
que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea para
sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
—Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
2
Franz Kafka (Praga, 1883 - 1924) fue un escritor praguense de origen judío que escribió su obra en alemán.
Aparece en Kafka, Franz. El Proceso. Ediciones Orión.
4
engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge
inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir,
todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola
pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque,
ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado
a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha
aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes
sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
—Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para tí. Ahora voy a
cerrarla.
5
LA MIGALA
Autor: Juan José Arreola3
Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio
algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces
comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima
dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante,
cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual
podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran
dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso
animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno
personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno
de los hombres.
Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el
cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso
cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña.
Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se
perfecciona.
Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha
muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner
frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces
el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé
que son imperceptibles.
3
Juan Josè Arreola, (Ciudad Guzmán—, Jalisco, 21 de septiembre de 1918 - Guadalajara, Jalisco, 3 de diciembre de
2001) fue un escritor, académico y editor mexicano. Aparece en Confabulario, Edt. Planeta-CONACULTA
6
Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece,
no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a
pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a
merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar
un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.
FIN
7
UNA NOCHE DE VERANO
Autor: Ambrose Bierce4
Pero, muerto... no. Sólo estaba enfermo, muy enfermo, aunque, con la apatía del inválido,
no se preocupó demasiado por la extraña suerte que le había correspondido. No era un
filósofo, sino simplemente una persona vulgar, dotada en aquel momento de una
patológica indiferencia; el órgano que le había dado ocasión de inquietarse estaba ahora
aletargado. De modo que sin ninguna aprensión por lo que se refiriera a su futuro
inmediato, se quedó dormido y todo fue paz para Henry Armstrong.
Pero algo todavía se movía en la superficie. Era aquella una oscura noche de verano,
rasgada por frecuentes relámpagos que iluminaban unas nubes, las cuales avanzaban por
el este preñadas de tormenta. Aquellos breves y relampagueantes fulgores proyectaban
una fantasmal claridad sobre los monumentos y lápidas del camposanto. No era una
noche propicia para que una persona normal anduviera vagabundeando alrededor de un
cementerio, de modo que los tres hombres que estaban allí, cavando en la tumba de Henry
Armstrong, se sentían razonablemente seguros.
Dos de ellos eran jóvenes estudiantes de una Facultad de Medicina que se hallaba a unas
millas de distancia; el tercero era un gigantesco negro llamado Jess. Desde hacía muchos
años Jess estaba empleado en el cementerio en calidad de sepulturero, y su chanza
favorita era la de que "conocía todas las ánimas del lugar". Por la naturaleza de lo que
ahora estaba haciendo, podía inferirse que el lugar no estaba tan poblado como su libro
de registro podía hacer suponer.
Al otro lado del muro, apartados de la carretera, podían verse un caballo y un carruaje
ligero, esperando.
4
Ambrose Bierce (Meigs, Ohio Estados Unidos, 24 de junio de 1842 – Chihuahua, 26 de diciembre de 1913) fue un
escritor, periodista y editorialista estadounidense. Aparece en Visiones de la noche, Edit. ENEIDA
8
El trabajo de excavación no resultaba difícil; la tierra con la cual había sido rellenada la
tumba unas horas antes ofrecía poca resistencia, y no tardó en quedarse amontonada a
uno de los lados de la fosa. El levantar la tapadera del ataúd requirió más esfuerzo, pero
Jess era práctico en la tarea y terminó por colocar cuidadosamente la tapadera sobre el
montón de tierra, dejando al descubierto el cadáver, ataviado con pantalones negros y
camisa blanca.
Profiriendo gritos inarticulados, los hombres huyeron, poseídos por el terror, cada uno de
ellos en una dirección distinta. Dos de los fugitivos no hubieran regresado por nada del
mundo. Pero Jess estaba hecho de otra pasta.
Con las primeras luces del amanecer, los dos estudiantes, pálidos de ansiedad y con el
terror de su aventura latiendo aún tumultuosamente en su sangre, llegaron a la Facultad.
Se encaminaron a la parte de atrás del edificio, donde vieron un carruaje ligero con un
caballo uncido y atado por el ronzar a una verja, cerca de la sala de disección.
Maquinalmente, los dos jóvenes entraron en la sala. Sentado en un banco, a oscuras,
vieron al negro Jess. El negro se puso de pie, sonriendo, todo ojos y dientes.
Desnudo sobre una larga mesa, yacía el cadáver de Henry Armstrong. Tenía la cabeza
manchada de sangre y arcilla por haber recibido un golpe de azada.
9
LOS DOS REYES Y LOS DOS LABERINTOS
Autor: Jorge Luis Borges5
Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un
rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a
construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban
a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y
la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo
vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la
simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y
confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la
puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en
Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego
regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con
tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo
rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y
le dijo: "Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder
en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha
tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que
forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso." Luego le desató
las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La
gloria sea con aquel que no muere.
FIN
5
Jorge Luis Borges (1899–1986). Aparece en El Aleph, Edit. La Naciòn
10
MECÁNICA POPULAR
Autor: Raymond Carver6
Aquel día, temprano, el tiempo cambió y la nieve se deshizo y se volvió agua sucia.
Delgados regueros de nieve derretida caían de la pequeña ventana —una ventana abierta
a la altura del hombro— que daba al traspatio. Por la calle pasaban coches salpicando.
Estaba oscureciendo. Pero también oscurecía dentro de la casa.
Él estaba en el dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella apareció en la puerta.
¡Estoy contenta de que te vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas!, gritó. ¿Me oyes?
¡Hijo de perra! ¡Estoy contentísima de que te vayas! Empezó a llorar. Ni siquiera te atreves
a mirarme a la cara, ¿no es cierto?
Él la miró; ella se secó los ojos y se quedó mirándole fijamente, y después se dio la vuelta
y volvió a la sala.
¿Estás loco?
El niño se había puesto a llorar, y ella le retiró la manta que le abrigaba la cabeza.
6
Raymond Carver (25 de mayo de 1938 — 2 de agosto de 1988), escritor estadounidense adscrito al llamado
realismo sucio.
11
Oh, oh, exclamó ella mirando al niño.
¡Por el amor de Dios!, se lamentó ella. Retrocedió unos pasos hacia el interior de la cocina.
Quiero el niño.
¡Fuera de aquí!
Pero él les alcanzó. Alargó las manos por encima de la cocina y agarró al niño con fuerza.
Suéltalo, dijo.
El bebé, congestionado, gritaba. En la pelea tiraron una maceta que colgaba detrás de la
cocina.
Él la aprisionó contra la pared, tratando de que soltara al niño. Siguió agarrando con
fuerza al niño y empujó con todo su peso.
Suéltalo, repitió.
Por la ventana de la cocina no entraba luz alguna. En la oscuridad él trató de abrir los
aferrados dedos ella con una mano, mientras con la otra agarraba al niño, que no paraba
de chillar, por un brazo, cerca del hombro.
Ella sintió que sus dedos iban a abrirse. Sintió que el bebé se le iba de las manos.
Tenía que retener a su bebé. Trató de agarrarle el otro brazo. Logró asirlo por la muñeca
y se echó hacia atrás.
Pero él no lo soltaba.
Él vio que el bebé se le escurría de las manos, y estiró con todas sus fuerzas.
12
UN DÍA DE ESTOS
Autor: Gabriel García Márquez7
El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen
madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza
montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que
ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello,
cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos.
Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la
mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes
y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba
con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.
Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos
pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con
la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once
años lo sacó de su abstracción.
-Papá.
-Qué.
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los
ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos
terminados, dijo:
-Mejor.
7
Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia 1928—). Aparece en Los funerales de la Mamá, Edit. Diana
Grande(1962)
13
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó
un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.
-Papá.
-Qué.
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la
gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la
otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos
marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y
dijo suavemente:
-Siéntese.
Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada,
ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.
-¿Por qué?
14
-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de
trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías,
todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a
lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo
perdió de vista.
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente.
El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un
vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca.
Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el
cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos.
El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de agua de
sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a
la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
FIN
15
LA CASA DE ASTERIÓN
Autor: Jorge Luis Borges8
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales
acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo
de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)1 están
abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No
hallará pompas mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la
soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los
que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay
un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero.
¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo
demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor
que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano
abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias
de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos
se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno,
creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme
con el vulgo; aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros
hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las
enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo
grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa
no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y los
días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por
las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe
o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo
caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos
cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado
8
Jorge Luis Borges (1899–1986). Aparece en El Aleph, Edit. La Nación.
16
el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de
otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes
reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en
otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se
llenó de arena o Ya veras cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos
buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes
de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio,
un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios,
aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza
de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle
y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la
noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo
está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar
una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y
el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal.
Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a
buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me
ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una
galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de
su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad,
porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara
todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos
galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un
hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?
FIN
17
El Retrato Oval
Autor: Edgar Allan Poe9
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron,
rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y
extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de
modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro. Pero este movimiento produjo un efecto
completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del
salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra
profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera.
Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré
los ojos. ¿Por qué? no me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos
permanacieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un
movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista
9
Edgar Allan Poe (Boston, 1809 - Baltimore, 1849). Aparece en Narraciones Extraordinarias, Edit Alianza
18
no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplasión más fría
y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al
caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se
hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.
Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mala hora amó
al pintor y, se desposó con él.
El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día.
19
Ella no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran
fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para
trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día. tornábase más
débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz
baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor
que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se
permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a.enloquecer por el ardor
con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el
rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo
borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas
hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar
un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama
de una lámpara que está próxima a extinguirse. y entonces el pintor dió los toques, y
durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado; pero un minuto
después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritando con voz
terrible:
“—¡En verdad esta es la vida misma!— Volvióse bruscamente para mirar a su bien
amada, ... ¡estaba muerta!”.
20
MARGARITA O EL PODER DE LA FARMACOPEA
Autor: Adolfo Bioy Casares10
El muchacho vivía en casa, con su mujer y cuatro niños, el mayor de once años, la menor,
Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas traslucían resentimiento, quedé
preocupado. De vez en cuando conversaba del asunto con mi nuera. Le decía:
-No el triunfo -me interrumpía- sino el deseo de triunfar. Condenar el triunfo me parece un
exceso de romanticismo, conveniente sin duda para los chambones.
10
Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, Argentina; 15 de septiembre de 1914 – ibídem, 8 de marzo de 1999)
fue un importante escritor argentino que frecuentó las literaturas fantástica, policial y de ciencia ficción.
21
Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la inapetencia de su hija menor. En
efecto, la pobre Margarita, de pelo dorado y ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía
una estampa del siglo XIX, la típica niña que según una tradición o superstición está
destinada a reunirse muy temprano con los ángeles.
22