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DIEZ

CUENTOS
CORTOS

Por

Santiago Paulino Chavarría Guevara


COMPILÓ
DIEZ CUENTOS CORTOS

INDICE
Continuidad de los parques
Julio Cortázar……………………………………………………………………... Pag. 2
Ante la ley
Franz Kafka………………………………………………………………………….Pag. 4
La migala
Juan José Arreola………………………………………………………………… Pag. 6
Una noche de verano
Ambrose Bierce……………………………………………………………….….. Pag. 8
Los dos reyes y los dos laberintos
Jorge Luis Borges………………………………………………………………… Pag. 10
Mecánica popular
Raymond Carver…………………………………………………………………. Pag. 11
Uno de estos días
Gabriel García Márquez………………………………………………………….. Pag. 13
La casa de Asterión
Jorge Luis Borges………………………………………………………………… Pag. 16
El retrato oval
Edgar Allan Poe...……………………………………………………………….. Pag. 18
Margarita o el poder de farmacopea
Adolfo Bioy Casares……………………………………………………………… Pag. 21

1
CONTINUIDAD DE LOS PARQUES
Autor: Julio Cortázar 1

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes,
volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la
trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su
apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la
tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón
favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad
de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y
se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las
imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del
placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la
vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los
cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire
del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los
héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la
mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama.
Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias,
no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un
mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo
latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo
de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias
que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban

1
Julio Cortázar (Ixelles, Bélgica, 26 de agosto de 1914 – París, Francia, 12 de febrero de 1984) fue un
escritor, traductor e intelectual argentino nacionalizado francés. Aparece en Final del Juego, Edit.
Sudamericana

2
abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido
olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su
empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas
para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta
de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él
se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose
en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda
que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría
a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre
galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul,
después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera
habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la
luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del
hombre en el sillón leyendo una novela.

3
ANTE LA LEY
Autor: Franz Kafka2

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita
que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo
entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.

—Tal vez —dice el centinela— pero no por ahora.

La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se


hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:

—Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero
recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón
también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan
terrible que no puedo mirarlo siquiera.

El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre


accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su
nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene
mas esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.

Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus
súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre
su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los
grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre,
que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea para
sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:

—Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.

Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se


olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley.
Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde,
a medida que envejece, sólo murmura para si. Retorna a la infancia, y como en su
cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de
su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián.
Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo

2
Franz Kafka (Praga, 1883 - 1924) fue un escritor praguense de origen judío que escribió su obra en alemán.
Aparece en Kafka, Franz. El Proceso. Ediciones Orión.

4
engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge
inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir,
todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola
pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque,
ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado
a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha
aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.

—¿Qué quieres saber ahora?-pregunta el guardián-. Eres insaciable.

—Todos se esfuerzan por llegar a la Ley —dice el hombre—; ¿cómo es posible


entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?

El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes
sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:

—Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para tí. Ahora voy a
cerrarla.

5
LA MIGALA
Autor: Juan José Arreola3

La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.

El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me


di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino.
Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.

Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio
algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces
comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima
dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante,
cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual
podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran
dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso
animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno
personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno
de los hombres.

La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un


cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde
entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de
la araña, que llena la casa con su presencia invisible.

Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el
cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso
cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña.
Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se
perfecciona.

Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha
muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner
frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces
el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé
que son imperceptibles.

3
Juan Josè Arreola, (Ciudad Guzmán—, Jalisco, 21 de septiembre de 1918 - Guadalajara, Jalisco, 3 de diciembre de
2001) fue un escritor, académico y editor mexicano. Aparece en Confabulario, Edt. Planeta-CONACULTA

6
Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece,
no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a
pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a
merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar
un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.

Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala con la


certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo
en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente
por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su cabeza y
mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.

Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que


en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.

FIN

7
UNA NOCHE DE VERANO
Autor: Ambrose Bierce4

El hecho de que Henry Armstrong estuviera enterrado no era motivo suficientemente


convincente como para demostrarle que estaba muerto: siempre había sido un hombre
difícil de persuadir. El testimonio de sus sentidos le obligaba a admitir que estaba
realmente enterrado. Su posición -tendido boca arriba con las manos cruzadas sobre su
estómago y atadas, que rompió fácilmente sin que se alterase la situación-, el estricto
confinamiento de toda su persona, la negra oscuridad y el profundo silencio, constituían
una evidencia imposible de contradecir y Armstrong lo aceptó sin perderse en cavilaciones.

Pero, muerto... no. Sólo estaba enfermo, muy enfermo, aunque, con la apatía del inválido,
no se preocupó demasiado por la extraña suerte que le había correspondido. No era un
filósofo, sino simplemente una persona vulgar, dotada en aquel momento de una
patológica indiferencia; el órgano que le había dado ocasión de inquietarse estaba ahora
aletargado. De modo que sin ninguna aprensión por lo que se refiriera a su futuro
inmediato, se quedó dormido y todo fue paz para Henry Armstrong.

Pero algo todavía se movía en la superficie. Era aquella una oscura noche de verano,
rasgada por frecuentes relámpagos que iluminaban unas nubes, las cuales avanzaban por
el este preñadas de tormenta. Aquellos breves y relampagueantes fulgores proyectaban
una fantasmal claridad sobre los monumentos y lápidas del camposanto. No era una
noche propicia para que una persona normal anduviera vagabundeando alrededor de un
cementerio, de modo que los tres hombres que estaban allí, cavando en la tumba de Henry
Armstrong, se sentían razonablemente seguros.

Dos de ellos eran jóvenes estudiantes de una Facultad de Medicina que se hallaba a unas
millas de distancia; el tercero era un gigantesco negro llamado Jess. Desde hacía muchos
años Jess estaba empleado en el cementerio en calidad de sepulturero, y su chanza
favorita era la de que "conocía todas las ánimas del lugar". Por la naturaleza de lo que
ahora estaba haciendo, podía inferirse que el lugar no estaba tan poblado como su libro
de registro podía hacer suponer.

Al otro lado del muro, apartados de la carretera, podían verse un caballo y un carruaje
ligero, esperando.

4
Ambrose Bierce (Meigs, Ohio Estados Unidos, 24 de junio de 1842 – Chihuahua, 26 de diciembre de 1913) fue un
escritor, periodista y editorialista estadounidense. Aparece en Visiones de la noche, Edit. ENEIDA

8
El trabajo de excavación no resultaba difícil; la tierra con la cual había sido rellenada la
tumba unas horas antes ofrecía poca resistencia, y no tardó en quedarse amontonada a
uno de los lados de la fosa. El levantar la tapadera del ataúd requirió más esfuerzo, pero
Jess era práctico en la tarea y terminó por colocar cuidadosamente la tapadera sobre el
montón de tierra, dejando al descubierto el cadáver, ataviado con pantalones negros y
camisa blanca.

En aquel preciso instante, un relámpago zigzagueó en el aire, desgarrando la oscuridad,


y casi inmediatamente estalló un fragoroso trueno. Arrancado de su sueño, Henry
Armstrong incorporó tranquilamente la mitad superior de su cuerpo hasta quedar sentado.

Profiriendo gritos inarticulados, los hombres huyeron, poseídos por el terror, cada uno de
ellos en una dirección distinta. Dos de los fugitivos no hubieran regresado por nada del
mundo. Pero Jess estaba hecho de otra pasta.

Con las primeras luces del amanecer, los dos estudiantes, pálidos de ansiedad y con el
terror de su aventura latiendo aún tumultuosamente en su sangre, llegaron a la Facultad.

-¿Lo has visto? -exclamó uno de ellos.

-¡Dios! Sí... ¿Qué vamos a hacer?

Se encaminaron a la parte de atrás del edificio, donde vieron un carruaje ligero con un
caballo uncido y atado por el ronzar a una verja, cerca de la sala de disección.
Maquinalmente, los dos jóvenes entraron en la sala. Sentado en un banco, a oscuras,
vieron al negro Jess. El negro se puso de pie, sonriendo, todo ojos y dientes.

-Estoy esperando mi paga -dijo.

Desnudo sobre una larga mesa, yacía el cadáver de Henry Armstrong. Tenía la cabeza
manchada de sangre y arcilla por haber recibido un golpe de azada.

9
LOS DOS REYES Y LOS DOS LABERINTOS
Autor: Jorge Luis Borges5

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un
rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a
construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban
a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y
la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo
vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la
simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y
confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la
puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en
Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego
regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con
tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo
rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y
le dijo: "Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder
en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha
tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que
forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso." Luego le desató
las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La
gloria sea con aquel que no muere.

FIN

5
Jorge Luis Borges (1899–1986). Aparece en El Aleph, Edit. La Naciòn

10
MECÁNICA POPULAR
Autor: Raymond Carver6

Aquel día, temprano, el tiempo cambió y la nieve se deshizo y se volvió agua sucia.
Delgados regueros de nieve derretida caían de la pequeña ventana —una ventana abierta
a la altura del hombro— que daba al traspatio. Por la calle pasaban coches salpicando.
Estaba oscureciendo. Pero también oscurecía dentro de la casa.

Él estaba en el dormitorio metiendo ropas en una maleta cuando ella apareció en la puerta.

¡Estoy contenta de que te vayas! ¡Estoy contenta de que te vayas!, gritó. ¿Me oyes?

Él siguió metiendo sus cosas en la maleta.

¡Hijo de perra! ¡Estoy contentísima de que te vayas! Empezó a llorar. Ni siquiera te atreves
a mirarme a la cara, ¿no es cierto?

Entonces ella vio la fotografía del niño encima de la cama, y la cogió.

Él la miró; ella se secó los ojos y se quedó mirándole fijamente, y después se dio la vuelta
y volvió a la sala.

Trae aquí eso, le ordenó él.

Coge tus cosas y lárgate, contestó ella.

Él no respondió. Cerró la maleta, se puso el abrigo, miró a su alrededor antes de apagar


la luz. Luego pasó a la sala.

Ella estaba en el umbral de la cocina, con el niño en brazos.

Quiero el niño, dijo él.

¿Estás loco?

No, pero quiero al niño. Mandaré a alguien a recoger sus cosas.

A este niño no lo tocas, advirtió ella.

El niño se había puesto a llorar, y ella le retiró la manta que le abrigaba la cabeza.

6
Raymond Carver (25 de mayo de 1938 — 2 de agosto de 1988), escritor estadounidense adscrito al llamado
realismo sucio.

11
Oh, oh, exclamó ella mirando al niño.

Él avanzó hacia ella.

¡Por el amor de Dios!, se lamentó ella. Retrocedió unos pasos hacia el interior de la cocina.

Quiero el niño.

¡Fuera de aquí!

Ella se volvió y trató de refugiarse con el niño en un rincón, detrás de la cocina.

Pero él les alcanzó. Alargó las manos por encima de la cocina y agarró al niño con fuerza.

Suéltalo, dijo.

¡Apártate! ¡Apártate!, gritó ella.

El bebé, congestionado, gritaba. En la pelea tiraron una maceta que colgaba detrás de la
cocina.

Él la aprisionó contra la pared, tratando de que soltara al niño. Siguió agarrando con
fuerza al niño y empujó con todo su peso.

Suéltalo, repitió.

No, dijo ella. Le estás haciendo daño al niño.

No le estoy haciendo daño.

Por la ventana de la cocina no entraba luz alguna. En la oscuridad él trató de abrir los
aferrados dedos ella con una mano, mientras con la otra agarraba al niño, que no paraba
de chillar, por un brazo, cerca del hombro.

Ella sintió que sus dedos iban a abrirse. Sintió que el bebé se le iba de las manos.

¡No!, gritó al darse cuenta de que sus manos cedían.

Tenía que retener a su bebé. Trató de agarrarle el otro brazo. Logró asirlo por la muñeca
y se echó hacia atrás.

Pero él no lo soltaba.

Él vio que el bebé se le escurría de las manos, y estiró con todas sus fuerzas.

Así, la cuestión quedó zanjada.

12
UN DÍA DE ESTOS
Autor: Gabriel García Márquez7

El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen
madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza
montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que
ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello,
cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos.
Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la
mirada de los sordos.

Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes
y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba
con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.

Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos
pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con
la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once
años lo sacó de su abstracción.

-Papá.

-Qué.

-Dice el alcalde que si le sacas una muela.

-Dile que no estoy aquí.

Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los
ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.

-Dice que sí estás porque te está oyendo.

El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos
terminados, dijo:

-Mejor.

7
Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia 1928—). Aparece en Los funerales de la Mamá, Edit. Diana
Grande(1962)

13
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó
un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.

-Papá.

-Qué.

Aún no había cambiado de expresión.

-Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.

Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la


fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el
revólver.

-Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo.

Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la
gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la
otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos
marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y
dijo suavemente:

-Siéntese.

-Buenos días -dijo el alcalde.

-Buenos -dijo el dentista.

Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se


sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera,
la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un
cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el
alcalde afirmó los talones y abrió la boca.

Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada,
ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos.

-Tiene que ser sin anestesia -dijo.

-¿Por qué?

-Porque tiene un absceso.

El alcalde lo miró en los ojos.

14
-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de
trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías,
todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a
lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo
perdió de vista.

Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente.
El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un
vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca.
Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:

-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.

El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas.


Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas.
Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches
anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera
y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.

-Séquese las lágrimas -dijo.

El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el
cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos.
El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -dijo- y haga buches de agua de
sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a
la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.

-Me pasa la cuenta -dijo.

-¿A usted o al municipio?

El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.

-Es la misma vaina.

FIN

15
LA CASA DE ASTERIÓN
Autor: Jorge Luis Borges8

Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.

Apolodoro: Biblioteca, III,I

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales
acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo
de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)1 están
abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No
hallará pompas mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la
soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los
que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay
un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero.
¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo
demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor
que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano
abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias
de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos
se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno,
creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme
con el vulgo; aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros
hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las
enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo
grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa
no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y los
días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por
las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe
o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo
caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos
cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado

8
Jorge Luis Borges (1899–1986). Aparece en El Aleph, Edit. La Nación.

16
el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de
otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes
reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en
otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se
llenó de arena o Ya veras cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos
buenamente los dos.

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes
de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio,
un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios,
aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza
de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle
y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la
noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo
está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar
una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y
el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal.
Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a
buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me
ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una
galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de
su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad,
porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara
todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos
galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un
hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de


sangre.

-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.

FIN

17
El Retrato Oval
Autor: Edgar Allan Poe9

El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de


permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de
esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron
sus altivas frentes en medio de los apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación
de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente
abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más
pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del
resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros
estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda
clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas,
ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Produjerónme
profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no
solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la
arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados
postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos
brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro
terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al
menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de
estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la
almohada y que trataba de su crítica y su análisis.

Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron,
rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y
extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de
modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro. Pero este movimiento produjo un efecto
completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del
salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra
profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera.

Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré
los ojos. ¿Por qué? no me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos
permanacieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un
movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista

9
Edgar Allan Poe (Boston, 1809 - Baltimore, 1849). Aparece en Narraciones Extraordinarias, Edit Alianza

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no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplasión más fría
y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.

No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al
caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se
hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.

El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de


un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo, que se llama, en lenguaje técnico, estilo
de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas.
Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga,
pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magnífícamente dorado,
y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional
belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía
creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una
persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no
me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una
hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y
vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y
respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la
causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la
historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente
al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:

Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mala hora amó
al pintor y, se desposó con él.

El tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus


amores; ella, joven, de rarísima belleza, todo luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo,
amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la
paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su
adorado. Terrible impresión causó a la dama oir al pintor hablar del deseo de retratarla.
Mas era humilde y sumisa, y sentóse pasientemente, durante largas semanas, en la
sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo
solamente por el cielo raso.

El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día.

Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños;


tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba
la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él.

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Ella no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran
fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para
trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día. tornábase más
débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz
baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor
que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se
permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a.enloquecer por el ardor
con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el
rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo
borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas
hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar
un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama
de una lámpara que está próxima a extinguirse. y entonces el pintor dió los toques, y
durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado; pero un minuto
después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritando con voz
terrible:

“—¡En verdad esta es la vida misma!— Volvióse bruscamente para mirar a su bien
amada, ... ¡estaba muerta!”.

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MARGARITA O EL PODER DE LA FARMACOPEA
Autor: Adolfo Bioy Casares10

No recuerdo por qué mi hijo me reprochó en cierta ocasión:

-A vos todo te sale bien.

El muchacho vivía en casa, con su mujer y cuatro niños, el mayor de once años, la menor,
Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas traslucían resentimiento, quedé
preocupado. De vez en cuando conversaba del asunto con mi nuera. Le decía:

-No me negarás que en todo triunfo hay algo repelente.

-El triunfo es el resultado natural de un trabajo bien hecho -contestaba.

-Siempre lleva mezclada alguna vanidad, alguna vulgaridad.

-No el triunfo -me interrumpía- sino el deseo de triunfar. Condenar el triunfo me parece un
exceso de romanticismo, conveniente sin duda para los chambones.

A pesar de su inteligencia, mi nuera no lograba convencerme. En busca de culpas examiné


retrospectivamente mi vida, que ha transcurrido entre libros de química y en un laboratorio
de productos farmacéuticos. Mis triunfos, si los hubo, son quizá auténticos, pero no
espectaculares. En lo que podría llamarse mi carrera de honores, he llegado a jefe de
laboratorio. Tengo casa propia y un buen pasar. Es verdad que algunas fórmulas mías
originaron bálsamos, pomadas y tinturas que exhiben los anaqueles de todas las
farmacias de nuestro vasto país y que según afirman por ahí alivian a no pocos enfermos.
Yo me he permitido dudar, porque la relación entre el específico y la enfermedad me
parece bastante misteriosa. Sin embargo, cuando entreví la fórmula de mi tónico Hierro
Plus, tuve la ansiedad y la certeza del triunfo y empecé a botaratear jactanciosamente, a
decir que en farmacopea y en medicina, óiganme bien, como lo atestiguan las páginas de
"Caras y Caretas", la gente consumía infinidad de tónicos y reconstituyentes, hasta que
un día llegaron las vitaminas y barrieron con ellos, como si fueran embelecos. El resultado
está a la vista. Se desacreditaron las vitaminas, lo que era inevitable, y en vano recurre el
mundo hoy a la farmacia para mitigar su debilidad y su cansancio.

10
Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, Argentina; 15 de septiembre de 1914 – ibídem, 8 de marzo de 1999)
fue un importante escritor argentino que frecuentó las literaturas fantástica, policial y de ciencia ficción.

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Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba por la inapetencia de su hija menor. En
efecto, la pobre Margarita, de pelo dorado y ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía
una estampa del siglo XIX, la típica niña que según una tradición o superstición está
destinada a reunirse muy temprano con los ángeles.

Mi nunca negada habilidad de cocinero de remedios, acuciada por el ansia de ver


restablecida a la nieta, funcionó rápidamente e inventé el tónico ya mencionado. Su
eficacia es prodigiosa. Cuatro cucharadas diarias bastaron para transformar, en pocas
semanas, a Margarita, que ahora reboza de buen color, ha crecido, se ha ensanchado y
manifiesta una voracidad satisfactoria, casi diría inquietante. Con determinación y firmeza
busca la comida y, si alguien se la niega, arremete con enojo. Hoy por la mañana, a la
hora del desayuno, en el comedor de diario, me esperaba un espectáculo que no olvidaré
así nomás. En el centro de la mesa estaba sentada la niña, con una medialuna en cada
mano. Creí notar en sus mejillas de muñeca rubia una coloración demasiado roja. Estaba
embadurnada de dulce y de sangre. Los restos de la familia reposaban unos contra otros
con las cabezas juntas, en un rincón del cuarto. Mi hijo, todavía con vida, encontró fuerzas
para pronunciar sus últimas palabras.

-Margarita no tiene la culpa.

Las dijo en ese tono de reproche que habitualmente empleaba conmigo.

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