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Democracia y principio de alternancia en el poder

Con pesar del alma debo decir que es muy frecuente entre nosotros reducir la
democracia, como sistema de gobierno, a la libertad de movimiento y expresión y al
poder que nos otorga la constitución de elegir nuestros representantes a la
administración del Estado en sus diversos poderes. Esta concepción débil de la
democracia va aparejada con una idea funesta sobre la política, la honradez y la
ciudadanía que rayan en la pesadumbre y la indiferencia frente a los problemas públicos.
Uno de los conceptos claves en el sistema de gobierno democrático y que jamás escucho
hablar tanto a la caterva de “politólogos” que hacen declaraciones, a los periodistas-
funcionarios que hacen “opiniones” y al especialista de a pie, es el principio de
alternatividad o alternancia en el poder.
El silencio sobre este principio en el sistema democrático es interesado, manejado según
intereses y conveniencia y, lo peor, obedece a una actitud de poca reflexividad en las
academias y textos de la casi desaparecida “Educación Cívica”.
El principio de alternatividad democrática señala la conveniencia, para el propio sistema
político y por ende para todos los actores sociales, de la rotabilidad no tan solo en el
poder sino también en la representación de las distintas funciones públicas. Aquí
“rotación” no significa que el poder pase de un grupo a otro alternadamente; sino
garantizar un sistema de elecciones que permita la libre elección de los candidatos a
través de un sistema de partido eficiente y transparente.
De forma precisa y llana, el principio de alternancia en el poder es de vital importancia
para un sistema de gobierno democrático porque concretiza y garantiza lo que David
Beetham ha llamado el principio de control popular y el principio de igualdad política. El
profesor inglés ha expuesto sucintamente que la democracia occidental moderna se
base en estos dos últimos principios: primero, el derecho del pueblo a incidir
eficientemente en las decisiones que le atañen y sobre quienes la toman y ejecutan;
segundo, el pueblo debe ser tratado con dignidad en la toma de tales decisiones.
En la democracia, tanto en la antigua como en la moderna, de lo que se trata es de la
toma las decisiones que atañen a todos, la “res” o cosa pública. En la polis ateniense la
democracia se sostenía bajo los principios de isegoría (igualdad de oportunidad a la
palabra) e isonomía (igualdad frente a la ley). Pero esta igualdad era entre ciudadanos,
varones mayores y propietarios. En la democracia moderna, los principios de Beetham
(control popular e igualdad política) no son sostenibles si el sistema de elecciones no
garantiza la alternatividad en el poder.
Las complejidades institucionales de las sociedades democráticas actuales se sostienen
en el perfeccionamiento, bajo reglas claras y eficientes, de la consecución de estos
principios. En ese sentido, las instituciones serán en mayor o menor grado democráticas
si ayudan o desayudan en la obtención de la alternancia en el poder a todos los niveles
administrativos; si las bases o afectados ejercen un control efectivo sobre la toma de
decisiones que les compete y si son tratados con igualdad y dignidad todos los actores
sociales. Evidentemente, el ideal democrático es un horizonte de interpretación que
permite orientar las acciones y evaluar las prácticas cotidianas entre el individuo, la
colectividad y las mediaciones entre ambos que son las instituciones.
Ningún país que se nombre a sí mismo como república democrática, como es el nuestro,
puede darse el lujo de faltar a estos tres principios del orden democrático actual: la
alternancia en el poder, el control popular y la igualdad política.
La ejecución legítima del ejercicio democrático a través de estos tres principios solo es
posible si garantizamos un sistema de elecciones y un sistema de partidos auténticos y
gobernados por los mismos principios que alientan al sistema de gobierno. En ningún
sistema democrático el autoritarismo, el totalitarismo y la permanencia absoluta en el
poder se alientan como sus fines más propios. Lo saludable, lo conveniente, lo necesario
es la rotabilidad de los actores tanto en la administración del poder como en las
instituciones públicas y privadas por aquello que desde muy antaño se nos dijo tan
claramente: “el poder absoluto corrompe absolutamente”.

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