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3/3/2019 Populismo: El nuevo enemigo | Opinión | EL PAÍS

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PIEDRA DE TOQUE ›

El nuevo enemigo
El comunismo se ha convertido en una ideología residual. Ahora la
amenaza es el populismo, que ataca por igual a países desarrollados y
atrasados
MARIO VARGAS LLOSA

5 MAR 2017 - 18:41 CET

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FERNANDO VICENTE

El comunismo ya no es el enemigo principal de la democracia liberal —de la libertad


— sino el populismo. Aquel dejó de serlo cuando desapareció la URSS, por su
incapacidad para resolver los problemas económicos y sociales más elementales, y
cuando (por los mismos motivos) China Popular se transformó en un régimen
capitalista autoritario. Los países comunistas que sobreviven —Cuba, Corea del
Norte, Venezuela— se hallan en un estado tan calamitoso que difícilmente podrían
ser un modelo, como pareció serlo la URSS en su momento, para sacar de la
pobreza y el subdesarrollo a una sociedad. El comunismo es ahora una ideología
residual y sus seguidores, grupos y grupúsculos, están en los márgenes de la vida
política de las naciones.

Pero, a diferencia de lo que muchos creíamos, que la desaparición del comunismo


reforzaría la democracia liberal y la extendería por el mundo, ha surgido la amenaza
populista. No se trata de una ideología sino de una epidemia viral —en el sentido más
tóxico de la palabra— que ataca por igual a países desarrollados y atrasados,
adoptando para cada caso máscaras diversas, de izquierdismo en el Tercer Mundo y

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de derechismo en el primero. Ni siquiera los países de más arraigadas tradiciones


democráticas, como Reino Unido, Francia, Holanda y Estados Unidos están
vacunados contra esta enfermedad: lo prueban el triunfo del Brexit, la presidencia
de Donald Trump, que el partido del Geert Wilders (el PVV o Partido por la Libertad)
encabece todas las encuestas para las próximas elecciones holandesas y el Front
National de Marine Le Pen las francesas.

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¿Qué es el populismo? Ante todo, la política irresponsable y demagógica de unos


gobernantes que no vacilan en sacrificar el futuro de una sociedad por un presente
efímero. Por ejemplo, estatizando empresas y congelando los precios y aumentando
los salarios, como hizo en el Perú el presidente Alan García durante su primer
Gobierno, lo que produjo una bonanza momentánea que disparó su popularidad.
Después, sobrevendría una hiperinflación que estuvo a punto de destruir la
estructura productiva de un país al que aquellas políticas empobrecieron de manera
brutal. (Aprendida la lección a costa del pueblo peruano, Alan García hizo una
política bastante sensata en su segundo Gobierno).

Ingrediente central del populismo es el nacionalismo, la fuente, después de la


religión, de las guerras más mortíferas que haya padecido la humanidad. Trump
promete a sus electores que “América será grande de nuevo” y que “volverá a ganar
guerras”; Estados Unidos ya no se dejará explotar por China, Europa, ni por los
demás países del mundo, pues, ahora, sus intereses prevalecerán sobre los de todas
las demás naciones. Los partidarios del Brexit —yo estaba en Londres y oí,
estupefacto, la sarta de mentiras chauvinistas y xenófobas que propalaron gentes

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como Boris Johnson y Nigel Farage, el líder de UKIP en la televisión durante la


campaña— ganaron el referéndum proclamando que, saliendo de la Unión Europea,
Reino Unido recuperaría su soberanía y su libertad, ahora sometidas a los
burócratas de Bruselas.

Hay gobernantes que no vacilan en sacrificar el futuro de una


sociedad por un presente efímero

Inseparable del nacionalismo es el racismo, y se manifiesta sobre todo buscando


chivos expiatorios a los que se hace culpables de todo lo que anda mal en el país. Los
inmigrantes de color y los musulmanes son por ahora las víctimas propiciatorias del
populismo en Occidente. Por ejemplo, esos mexicanos a los que el presidente Trump
ha acusado de ser violadores, ladrones y narcotraficantes, y los árabes y africanos a
los que Geert Wilders en Holanda, Marine Le Pen en Francia, y no se diga Viktor
Orbán en Hungría y Beata Szydlo en Polonia, acusan de quitar el trabajo a los
nativos, de abusar de la seguridad social, de degradar la educación pública, etcétera.

En América Latina, Gobiernos como los de Rafael Correa en Ecuador, el comandante


Daniel Ortega en Nicaragua y Evo Morales en Bolivia, se jactan de ser
antiimperialistas y socialistas, pero, en verdad, son la encarnación misma del
populismo. Los tres se cuidan mucho de aplicar las recetas comunistas de
nacionalizaciones masivas, colectivismo y estatismo económicos, pues, con mejor
olfato que el iletrado Nicolás Maduro, saben el desastre a que conducen esas
políticas. Apoyan de viva voz a Cuba y Venezuela, pero no las imitan. Practican, más
bien, el mercantilismo de Putin (es decir, el capitalismo corrupto de los
compinches), estableciendo alianzas mafiosas con empresarios serviles, a los que
favorecen con privilegios y monopolios, siempre y cuando sean sumisos al poder y
paguen las comisiones adecuadas. Todos ellos consideran, como el
ultraconservador Trump, que la prensa libre es el peor enemigo del progreso y han
establecido sistemas de control, directo o indirecto, para sojuzgarla. En esto, Rafael
Correa fue más lejos que nadie: aprobó la ley de prensa más antidemocrática de la

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historia de América Latina. Trump no lo ha hecho todavía, porque la libertad de


prensa es un derecho profundamente arraigado en Estados Unidos y provocaría una
reacción negativa enorme de las instituciones y del público. Pero no se puede
descartar que, a la corta o a la larga, tome medidas que —como en la Nicaragua
sandinista o la Bolivia de Evo Morales— restrinjan y desnaturalicen la libertad de
expresión.

Inseparable del nacionalismo es el racismo, y se manifiesta sobre


todo buscando chivos expiatorios

El populismo tiene una muy antigua tradición, aunque nunca alcanzó la magnitud
actual. Una de las dificultades mayores para combatirlo es que apela a los instintos
más acendrados en los seres humanos, el espíritu tribal, la desconfianza y el miedo
al otro, al que es de raza, lengua o religión distintas, la xenofobia, el patrioterismo, la
ignorancia. Eso se advierte de manera dramática en el Estados Unidos de hoy.
Jamás la división política en el país ha sido tan grande, y nunca ha estado tan clara la
línea divisoria: de un lado, toda la América culta, cosmopolita, educada, moderna;
del otro, la más primitiva, aislada, provinciana, que ve con desconfianza o miedo
pánico la apertura de fronteras, la revolución de las comunicaciones, la
globalización. El populismo frenético de Trump la ha convencido de que es posible
detener el tiempo, retroceder a ese mundo supuestamente feliz y previsible, sin
riesgos para los blancos y cristianos, que fue el Estados Unidos de los años
cincuenta y sesenta. El despertar de esa ilusión será traumático y, por desgracia, no
sólo para el país de Washington y Lincoln, sino también para el resto del mundo.

¿Se puede combatir al populismo? Desde luego que sí. Están dando un ejemplo de
ello los brasileños con su formidable movilización contra la corrupción, los
estadounidenses que resisten las políticas demenciales de Trump, los ecuatorianos
que acaban de infligir una derrota a los planes de Correa imponiendo una segunda
vuelta electoral que podría llevar al poder a Guillermo Lasso, un genuino demócrata,
y los bolivianos que derrotaron a Evo Morales en el referéndum con el que pretendía

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hacerse reelegir por los siglos de los siglos. Y lo están dando los venezolanos que,
pese al salvajismo de la represión desatada contra ellos por la dictadura
narcopopulista de Nicolás Maduro, siguen combatiendo por la libertad. Sin embargo,
la derrota definitiva del populismo, como fue la del comunismo, la dará la realidad, el
fracaso traumático de unas políticas irresponsables que agravarán todos los
problemas sociales y económicos de los países incautos que se rindieron a su
hechizo.

Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2017.

 © Mario Vargas Llosa, 2017.

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