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Ítalo Calvino y el lector, los libros…

«Me he acostumbrado tan bien a no leer que ni siquiera leo lo que cae ante mis ojos por casualidad. No es fácil:
nos enseñan a leer desde pequeños y durante toda la vida seguimos esclavos de todos los chismes escritos que
nos ponen delante de los ojos. Quizá hice cierto esfuerzo también yo, en los primeros tiempos, para aprender a
no leer, pero ahora me sale muy natural. El secreto está en no negarse a mirar las palabras escritas, al contrario,
hay que mirarlas intensamente hasta que desaparecen».

¿Qué pensar de esto?… Un libro en el que irrumpe un personaje que ha conseguido no leer… Precisamente un
libro cuyo protagonista es el lector (tú, yo, el lector del relato) y, junto a él, el propio libro, que contiene a su vez
diez inicios de novela diferentes más un relato conductor cuyo protagonista, el del relato, es un lector (el lector
de las novelas interrumpidas y, por tanto, tú, yo…) y una lectora. Se trata de Si una noche de invierno un viajero,
del admirable Ítalo Calvino. «Es una novela sobre el placer de leer novelas», comentaría Calvino; «el
protagonista –añadía– es el lector, que empieza diez veces a leer un libro que por vicisitudes ajenas a su
voluntad no consigue acabar. Tuve que escribir, pues, el inicio de diez novelas de autores imaginarios…», todas
diferentes entre sí: una de sospechas y sensaciones confusas, otra de sensaciones corpóreas, una introspectiva
y simbólica, otra revolucionaria existencial, otra cínico-brutal, otra de manías obsesivas… (los calificativos son
todos de él mismo).
La primera de esas novelas incompletas, la titulada a su vez “Si una noche de invierno un viajero”, como el libro
completo, nos enfrenta ya en sus primeras diez o doce líneas a ese juego magistral entre lector y lectura, entre
narración y libro (quiero decir con ‘libro’ el objeto donde se escribe la narración), que va a gobernar y
gobernarnos continuamente.

Así empieza, textualmente:

«La novela comienza en una estación de ferrocarril, resopla una locomotora, un vaivén de pistones cubre la
apertura del capítulo, una nube de humo esconde parte del primer párrafo. Entre el olor a estación pasa una
ráfaga de olor a cantina de la estación. Hay alguien que está mirando a través de los vidrios empañados, abre la
puerta encristalada del bar, todo es neblinoso, incluso dentro, como visto por ojos de miope, o bien por ojos
irritados por granitos de carbón. Son las páginas del libro las que están empañadas como los cristales de un
viejo tren, sobre las frases se posa la nube de humo. Es una noche lluviosa; el hombre entra en el bar…».

Nos ha llevado varias veces como en un juego de prestidigitador de la novela al libro (soporte físico de la novela)
y a la narración (contenido de la novela), el escenario y el relato. Así al menos me pareció al leerlo; lo señalo
ahora entre corchetes:

«La novela [la novela] comienza en una estación de ferrocarril [el escenario], resopla una locomotora [la acción
comienza por el sonido], un vaivén de pistones [y ahora el movimiento] cubre la apertura del capítulo [otra vez la
novela en abstracto], una nube de humo esconde parte del primer párrafo [aquí nos ha sacado fuera, al libro-
soporte]. Entre el olor a estación [un nuevo sentido, el olfato, nos lleva de nuevo al escenario] pasa una ráfaga
de olor a cantina de la estación. Hay alguien [el primer personaje] que está mirando [y el sentido de la vista se
hace explícito] a través de los vidrios empañados, abre la puerta encristalada del bar, todo es neblinoso, incluso
dentro, como visto por ojos de miope, o bien por ojos irritados [el tacto] por granitos de carbón. Son las páginas
del libro las que están empañadas [de nuevo nos ha llevado al libro] como los cristales de un viejo tren, sobre las
frases se posa la nube de humo [y aquí se cruzan libro, novela y narración]. Es una noche lluviosa; el hombre
entra en el bar…».
En fin, un verdadero espectáculo, eso me parece, que no ha hecho más que empezar…

«Yo soy el hombre –leemos unos párrafos más allá– que va y viene entre el bar y la cabina telefónica. O sea:
ese hombre se llama “yo” y no sabes más de él, al igual que esta estación se llama solamente “estación” y al
margen de ella no existe sino la señal sin respuesta de un teléfono que suena en una habitación oscura de una
ciudad lejana…». Y dos páginas después: «La ciudad allá fuera no tiene aún un nombre, no sabemos si se
quedará al margen de la novela o si la contendrá por entero en su negro de tinta. Sé sólo que este primer
capítulo tarda en apartarse de la estación y el bar…».

¿Quién es quién en todo esto? ¿Quién escribe, sobre quién, para quién… quién lee?

«…Hace ya un par de páginas –acabamos de leer, todavía al principio de esta primera novela– que estás
avanzando en la lectura y sería hora de que se te dijera claramente si ésta en la que he bajado de un tren con
retraso es una estación de antaño o una estación de ahora; y en cambio las frases siguen moviéndose en el
indeterminado, en lo gris, en una especie de tierra de nadie de la experiencia reducida al mínimo común
denominador. Ten cuidado: con seguridad se trata de un sistema para implicarte poco a poco, para capturarte en
la peripecia sin que te des cuenta: una trampa. O acaso el autor está aún indeciso, como por lo demás tampoco
tú, lector, estás muy seguro de qué te gustaría más leer…»

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