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Mitología Marginal Argentina - J. C. Campusano
Mitología Marginal Argentina - J. C. Campusano
Llantodemudo
- colección narrativa -
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INDIAN '46
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sus familiares y allegados que los quería mucho a todos, pero que le resultaban
insoportables. Mientras los veía alejarse, tuve la certeza de que hablaban en serio.
Ambos murieron esa misma tarde al chocar contra un refugio.
Si hay algo para destacar de las motocicletas, pensaba, es esa facultad de hacer
sentir que se ha pasado por varias vidas, como que uno ha dejado de vivir y ha renacido
nuevamente sin abandonar en ningún momento la época presente.
Con el acelerador casi a tope, persigo la siempre escabullida línea del horizonte.
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MATIENZO EL MAÑOSO
J -Hablo de la mía.
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J -¿No se acuerda que le presté?
J -¡Espere!
M -¡Espero si quiero!
M -Acá la tengo (tomándose con fuerza los genitales) ¿Me tratás de mentiroso en mi
propia casa, negrito?
M -Pasá, mirá y desaparecé, todo en ese orden, ¡que estoy a punto de volverme loco!
J -Respéteme.
M -¡Pedíme otra vez que te respete y hago que me chupés la pija!. .. Si te habrás
tragado vergas vos ... Te meo y te cago ... Conozco tu pedigrí. Vos sos menos que nadie
para salir de donde saliste. A vos te mato y no te pago. La policía, tu familia, tus amigos,
nadie movería un dedo por vos. Así fue en el pasado. ¿O me equivoco? Los maricones
como vos, cuando se mueren, nos hacen un favor a todos.
Encima sos negro como la mierda de un borracho.
¡Que te mato y no te pago!
Mientras Matienzo decía esto, castigaba cada tanto con el arma en la cabeza a Juan
y unas risas de deficiente mental se escuchaban desde algún lugar de la casa. Matienzo
gritó:
-¡Vení Mudo!
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M -Terminemos con nuestro asunto ahora, sé lo que te digo ... te conviene.
El Mudo caminando rápido y riendo salió tras él. El Bueno lo miraba y huía, lo miraba
y huía.
Lo sucedido impactó hondamente en el castigado temple del Bueno. Se enclaustró y
consideró muy seriamente el reinternarse de por vida. Un amigo suyo de épocas
mejores acudió en su auxilio. Se acercó hasta la vivienda lindante a la de Matienzo y
golpeó las manos. Matienzo acudió al llamado.
M -Podría ser.
A -Le pregunto porque estoy tratando de ubicar al dueño de una moto antigua.
A -Un pariente que vive aquí cerca me comentó haber visto una moto así.
A -Primero necesito verla, porque yo no compro nada sin verlo primero. Y segundo,
si pide algo que pueda pagar se la puedo llegar a comprar, tengo que pensarlo, si no,
no.
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Matienzo asiente a regañadientes. El amigo de Juan sube a la moto, mete cambio y
se va a toda velocidad para nunca más volver. Ese mismo día devolvió la moto a su
dueño. Matienzo supo de esto.
M -Cuando comparto lo hago con gente que selecciono. Detesto a los imbéciles y a
los cobardes, les aclaro. Y a los que tienen las dos cualidades siempre les termino dando
por el culo. Tengo cocaína, podría compartirla con ustedes, pero hay que salir de acá.
M -Tranquilo, esto es basura comparado con lo que podés obtener por mi intermedio
(observando el horizonte), lo que deseás. Si es cocaína, no unos pocos gramos sino
kilos y kilos. Si es atracción sexual, podés obtener más de la que tenés. Si es poder,
podrás disponer de tanto como nunca creíste que hubiera. Vení conmigo y lo vas a ver.
Alejandro, ávido de corromper su cuerpo novato, se relamía por irse con el sujeto.
En ese instante se me ocurrió que las únicas intenciones del desconocido eran las de
homosexualizar a mi amigo.
Yo -Todo es pérdida estando con este tipo. Me enferma que nos haga perder más
tiempo.
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Matienzo duda pero después asiente, y en el instante en que sube a la moto de
Alejandro, descubro un tatuaje en su antebrazo. Lo vi sólo un par de segundos pero
logré identificarlo. Vi varios similares en tratados vulgares de esoterismo.
Llegamos los tres luego de dar un evidente rodeo para desorientarnos hasta una
fastuosa residencia. Había autos de corte diplomático en el jardín. En el interior fuimos
bien recibidos y cometimos una torpeza, aceptamos una comida ligera que nos habían
ofrecido. Perdí contacto con la realidad por unos segundos.
Retomo el hilo estando aterrorizado, acurrucado en un rincón de un gran comedor.
Todo lo que veía parecía tener un brillo espectacular; los sonidos resultaban hirientes,
como el chirrido de una puerta. No podía armar una cabrona frase en mi mente y el
esfuerzo por hacerlo comenzó a producirme una inmensa angustia que en unos
instantes se hizo insoportable. Llegaron más personas, algunos adolescentes y niños.
Todos me ignoraban y dedicaban atención a mi amigo, que vegetaba en un sofá.
Siempre experimenté repulsión por los arácnidos, y en ese estado temía que en
cualquier momento las largas patas de los muebles o las piernas de las personas de
repente se transformaran en las extremidades de las criaturas que tanto asco me
causaban. En aquel estado, estaba convencido de esa posibilidad y el terror me
paralizaba. Vi que pretendían llevárselo a Alejandro.
Varios de ellos lo acariciaban por todo el cuerpo. Aparentemente esto le causaba alivio
y se dejaba conducir.
Imaginé lo peor y me concentré en ponerme de pie. El esfuerzo por hacerlo fue
realmente demoledor.
Era como si quisiera subir desde el fondo del mar.
Pero al estar de pie, noté cómo cada movimiento me facilitaba más y más el
desplazarme. Metí mi mano en la cintura y extraje un revólver para posteriormente
patear una mesa de cristal, causando un gran revuelo. Me enfurecí. Tiré un par de
cuetazos al aire. La manada me rodeó y recién noté en ese instante la gran cantidad de
personas que allí había, todos mostrándose insolentes conmigo, como si yo no estuviera
armado, pero así y todo nadie se me acercaba. El efecto que sufría no se había disipado
si no que se transformó en un fuerte aturdimiento dentro del cual me era casi imposible
fijar la atención en algo o recordar el por qué estaba atrapado en esas circunstancias.
Tomé a mi amigo de una solapa y huimos arma en mano. Tuve que sacar ambas
motocicletas a la calle y luego a mi amigo, quien poco a poco experimentaba el mismo
cambio de estado que yo.
A las pocas semanas Alejandro desaparece de su casa por varios días y al regresar
vuelve para morir. Indagué por todos los medios a mi alcance y no pude enterarme ni
media palabra acerca de lo que pudo sucederle. Cuando reapareció, sus pares vinieron
a verme desesperados para que yo le sacara por lo menos un sonido de su boca. Lo
encontré tendido en su cama. Era Alejandro y a la vez no.
Parecía un autista. Hablándole largo rato acerca de los momentos compartidos, lo único
que conseguí fue que sus ojos se llenasen de lágrimas. Se fue consumiendo sin sonido,
sin un esfuerzo por sobreponerse: A los cuarenta y dos días de haber regresado, mi
amigo Alejandro falleció.
Dos días antes de Navidad ese mismo año me dirijo sufriendo un fuerte estado febril
hasta donde moraba mi hermano de sangre, Cuchillo. Lo encuentro rodeado de su
banda. Las personas comunes los llaman facinerosos, delincuentes.
Pero ciertas actitudes de nobleza y desprendimiento que he visto en ellos y ellos en mí
nos hace entrañables. Había un par de elementos nuevos en sus filas. Cuchillo estaba
con el torso desnudo y podían apreciarse sus innumerables tatuajes tumberos, desde
el cuello hasta la cintura y las yemas de los dedos, símbolos carcelarios y leyendas de
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todo tipo entreverados con profusas cicatrices como las producidas cuando un grupo
rival lo ató con alambres de púas.
Cuchillo anuncia que me va a presentar a un par de personas. De la vivienda salen
Matienzo y El Mudo sonrientes. No intercambiamos el menor gesto. Mi amigo me explica
la situación. Matienzo tiene una deuda con él en bienes, no en dinero.
Para saldar la misma le entregará una motocicleta antigua. Dicho elemento no fue
entregado hasta el momento porque según Matienzo le fue robada por alguien que
abusó de su confianza, un tal Juan el Bueno. Para resolver la situación, Cuchillo mandó
a citar a Juan, a quien conoce sólo de mentas.
Juan estaba por llegar y posteriormente mi amigo me concedería la motocicleta
cumpliendo con un viejo acuerdo entre ambos.
La fiebre me incomoda bastante. Instantes después llega el Bueno, detiene su
vehículo e inmediatamente nota la presencia de Matienzo y El Mudo, intenta poner la
moto en marcha, pero Matienzo lo increpa duramente. El miedo que Juan experimenta
es por demás evidente. Entre ambos hombres lo llevan a empellones hasta un recodo
de la propiedad. La situación nos tomó al resto por sorpresa; nosotros esperábamos
sólo diálogos apropiados entre gente callejera. Y el asunto de la fiebre ...
Juan nos miró implorando ayuda. Los sujetos lo acusan de ladrón y también de
infinidad de cosas con evidente burla. De improviso, Matienzo lo golpea certeramente
en los genitales haciéndolo arrodillar. Rápidamente comienza a bajarle los pantalones
mientras El Mudo valiéndose de su enorme humanidad inmoviliza al golpeado contra el
suelo.
Matienzo se abre la bragueta y comienza a masturbarse a fin de conseguir una erección
en momentos en que le aplico un directo al oído, lo empujo contra una pared y le dedico
una seguidilla de potentes puñetazos al plexo. Por detrás de mí, El Mudo aplaude con
mi cabeza en el medio. Sentí como una auténtica explosión. Me tomó de los cabellos y
comenzó a ahorcarme mientras reía, en el instante en que el compadre Cuchillo golpea
al corpulento con una barra de hierro en la columna y éste emite un sonido asqueroso,
como el chillido de un niño.
Seguidamente, entre varios lo derriban con una andanada velocísima de golpes. Cuchillo
toma a Matienzo de los cabellos, lo arrastra hasta el interior de un galpón, y allí lo
castiga con un cinturón de contundente hebilla maciza para peleas. Los gritos que llegan
desde allí son impresionantes.
Posteriormente, Cuchillo dijo:
-A mí no me importa del tipo que vino la moto, de la moto ni de nada. Pero si alguien
se mete con un hermano de sangre, encima en mi propia casa, lo menos que puedo
hacer es matarlo. Demasiado barata la sacó este puto de cárcel.
No tanto. A raíz de la golpiza sufrida, Matienzo sufrió una fuerte conmoción cerebral.
Vaguea hecho un pordiosero, junta cigarrillos consumidos, babea.
FALTA UN HOMBRE
MÁS FUERTE
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Chaina me había convocado. Me dijo que me necesitaba para una cacería en las
cercanías de un pueblo de la Provincia de Buenos Aires. Era pleno invierno. Bien
podríamos haber ido a capturar perdices o liebres, pero el decir "cacería" constituía una
metáfora. Me necesitaba. Aunque no se dijo, imaginé que íbamos a reprimir a un traidor.
Con Chaina la relación era pareja en todo.
Reaccionábamos con igual intensidad ante los mismos estímulos y en aquellos días
habíamos tenido oportunidad de foguearnos a lo perro.
Se sumó otro talento a la acción, el temido Ariel Somerset. Ariel era capaz de abrirle
la cabeza de un martillazo a una persona y largar una carcajada.
Pisaba firme en todos lados, más aún dentro de los presidios. Chaina tenía confianza en
él y solía decirme que si las personas no comen vidrio, Ariel lo masticaba y lo tragaba.
Cuando abrí el baúl del automóvil, confirmé que los perros de la guerra estaban a
punto de ser liberados. Había allí dos escopetas de caño recortado, una granada, la
célebre ltaka de Ariel y una nueve milímetros con los números limados más dos
revólveres flamantes calibre treinta y ocho largo: todos buenos fierros. Yo tenía
bronquitis y descompostura de estómago por los medicamentos, pero así y todo no
llegué a considerar el echarme atrás; hacerla, en nuestros términos, hubiera sido más
que deshonroso.
Aunque la trama ya venía en marcha desde hacía varias semanas, todo se armó ante
mis ojos en el transcurso de una mañana. El auto en que fuimos era el de Ariel, un seis
cilindros pichicateado muy dispuesto para las fugas.
Lo rescatable de Somerset era que nunca se metía con sus ocasionales compañeros;
guardaba el ensañamiento para los cargosos y para los policías.
Chaina me confesó que su amigo odiaba todas las cuestiones de patria (ejército,
himno, bandera) y de legalidad (jueces, policías). Somerset tenía tatuado el símbolo
"muerte a la policía" en ambos brazos; vieja alegoría delictiva representada por una
serpiente enroscada a un puñal.
Antes de partir, Ariel nos llevó a almorzar a una vivienda. La compartía con un joven
homosexual llamado Marcela. Marcela era Marcelo. La historia era que este joven rubio,
de ojos celestes y facciones de niño, había caído en prisión por tráfico menor de
estupefacientes. En cuanto lo vieron llegar, las huestes se relamían por su aire delicado,
esperando ser cada grupo el primero en echarle mano. Pero fue Somerset quien de
guapo se reservó el derecho a pervertirlo. Marcelo lo satisfacía sexualmente y realizaba
labores de sirvienta para él. A cambio, Ariel lo protegía de cualquier embate proveniente
de otros reclusos. El joven salió primero de prisión, luego Somerset. El segundo lo buscó
y no lo dejó en paz, le aplicó varias palizas, y así logró que fuera a vivir con él. A mi
modo de ver, Somerset era un homosexual no asumido y aplicaba su tendencia con un
tipo de relación que era entendible para sus pares.
Almorzamos los tres casi en el más completo silencio. Marcelo tenía tatuada en su
mano una manzana mordida, que en la jerga significa "mujer de preso". Ninguno de los
presentes hubiéramos podido creer que, poco tiempo más tarde, Ariel luciría un tatuaje
igual en el trasero y un pene y dos testículos en el pecho.
Yo tosía todo el tiempo y me sentía morir. Igual pude definir una cuestión que flotaba
en el aire;
Somerset no me consideraba a la altura de él ni de Chaina. Lo que Ariel no sabía era
que yo no sentía el menor interés en copiar su proceder. Nada se decía pero yo sabía
que llegado el momento se marcarían los tantos.
Caída la tarde, estábamos camino a ese pueblo situado a unos cuatrocientos
kilómetros de nuestro territorio. Para paliar el malestar, tomé alcohol a mansalva.
Chaina hizo un comentario que recuerdo en parte. Habló acerca de una tía suya afectada
del cerebro que vivía en las cercanías del pueblo al que nos dirigíamos. Esta tía se vestía
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únicamente con un grueso tapado y era seguida por alrededor de ocho perros. En una
ocasión dicha señora increpó a un par de mujeres maduras forasteras en una estación
de servicio. Acercándose a ellas, abrió su prenda mostrando su fláccida desnudez y dijo:
Las mujeres corrieron mientras eran perseguidas por la tía que les arrimaba los
pezones.
También la citada señora, cuando encontraba algún elemento interfiriéndole el paso en
plena vía pública solía, ponerse casi en cuclillas y orinarlo.
Chaina aseguraba que su pariente se fue a vivir sola para satisfacer a sus anchas su
tendencia zoofílica.
Llegamos finalmente a ese pueblo y llenamos el tanque de combustible. En el
trayecto nos habíamos detenido muchas veces para que yo pudiera ir al baño y por
algún motivo habíamos dado un rodeo de varios kilómetros para llegar, por lo que ya
era de madrugada. Fuimos a una casa que habían reservado mis compañeros y nos
acostamos.
Tal vez por la ingestión de drogas o por haber visto la oportunidad, lo cierto es que
Ariel y mi amigo ultrajaron a una pareja de novios del lugar.
Detuvieron el automóvil a la mañana siguiente en un sector de poco tránsito del pueblo.
La pareja estaba a media cuadra de la casa de la joven.
Somerset llamó al muchacho fingiendo un desperfecto mecánico. Este acudió. Estando
frente a frente y arma en mano, Ariel le ordenó que hiciera venir a su novia con un
balde de agua. El joven cooperó. Al llegar la muchacha, los obligaron a subir a los dos
y se dirigieron hasta un tupido monte donde sometieron reiteradas veces a la pareja.
Los torturaron quemándolos con cigarrillos y luego los ataron desnudos a un par de
árboles. Mis compañeros posteriormente se retiraron en dirección al pueblo. No
contaron con la posibilidad de que sus víctimas se liberarían fácilmente saliendo a la
ruta y siendo auxiliados por un vecino. La policía fue alertada y las dos únicas rutas,
cortadas. El automóvil de Somerset estaba perfectamente identificado.
Mis compañeros llegaron hasta las cercanías de una sucursal del Banco Hipotecario
y se apostaron a la espera. Deduzco que habían recibido el dato preciso acerca de algún
retiro millonario por parte de un pudiente de la zona. En determinado momento, Ariel
y Chaina descendieron del rodado en dirección a un sujeto que había salido presuroso
de la entidad. En ese instante escucharon la voz de alto. Los policías los tenían en la
mira, vías del tren de por medio. A continuación se produjo un tiroteo.
Al notar los agentes el nivel de armamento de mis compañeros, prácticamente todos
quedaron besando el piso. Chaina escapó en un sentido y Ariel en otro, los dos a pie.
Para mí era claro que Somerset me había visto en estado terminal y seguramente
influenció a mi amigo para que no me tuvieran en cuenta en las acciones.
Desperté al escuchar los golpes contra las aberturas. A pesar de la fiebre, deduje
inmediatamente que la casa debía de estar siendo atacada por algún desatino cometido
por mis compañeros. Sin razonar nada tomé la nueve milímetros y salí por el fondo
dispuesto a lo que viniera. Me encontré con un tapial; lo salté cayendo en un gallinero.
Continué a toda carrera atravesando el fondo de un corralón y salí a una calle.
Milagrosamente, nadie me estaba observando, por lo que me zambullí en un tupido
pajonal de zanja. Desde allí escuché el fragor de la muchedumbre entrando a la casa y
convirtiéndolo todo en astillas. Hasta la incendiaron los exagerados.
Pasó que la persona que nos despachó combustible, reconoció el automóvil y aseguró
que el grupo estaba compuesto por tres elementos.
Posteriormente alguien vio el auto frente a la casa.
Me mantuve en ese sitio hasta que cayó la noche, una gélida noche de junio.
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Pobre de ropas, con la pistola automática con un solo cargador y una radio pequeña
para poder escuchar (no interferir) comunicaciones de radioaficionados y de la policía
principalmente.
Es presumible que Chaina no quiso irse sin mí, porque buscó refugio en casa de su
tía tanto como para no alejarse de la zona. Lo que allí sucedió, sólo lo sabe su parienta.
Aparentemente ella tenía un revólver y en un descuido baleó a Chaina. Este cayó y se
arrastró siendo mordido por los perros.
Mi amigo baleó a los animales que pudo pero su tía lo ultimó acomodándole los ocho
tiros. La mujer volvió a cargar y a disparar otra carga completa de puro vicio.
Me alejé de la zona urbana y me oculté como pude. Ardía de fiebre y encima la
descomposición me debilitaba cada vez más. Permanecí de día escondido en los montes
y de noche, guiándome por las luces de la ruta, corría los kilómetros que podía.
Luego de mantener algunos días esta rutina, me enteré por la radio de la muerte de
mi amigo.
Tal vez fue por la debilidad sumada a las circunstancias, pero la muerte de Chaina
fue para mí el golpe más duro sufrido hasta el momento. La impotencia y la angustia
que sentí no tenían precedentes. Como muchas otras cosas, no se sabe cómo es hasta
que se lo experimenta.
Me perdí entre los campos, la radio perdió la carga y dejó de ser útil. Encima empezó
a lloviznar. Dejó de importarme el que tal vez hubiera docenas de ojos desde la distancia
dispuestos a denunciarme. La fiebre llegó a producirme una alucinación.
En el extremo de una loma lo veo a Chaina esperándome. Recuerdo el siguiente
diálogo:
Chaina -No puedo morirme y abandonarte, somos amigos ... Volvamos a casa.
Yo -Claro que no moriste. Nunca vinimos realmente a este pueblo de mierda y menos
a morir.
Empezamos a caminar uno al lado del otro. Yo miraba a mi lado y estaba solo.
Silenciaba mi mente y él estaba allí. Como no quería perder a Chaina me refugié en el
sector de mi mente en el cuál mi amigo aún hablaba y se movía. Volví a estar solo,
tiritando, sosteniéndome de un alambrado con el agua hasta los tobillos y la ropa
mojada.
Desperté totalmente seco en una cama con olor a limpio. La habitación estaba a
oscuras y desde un recinto cercano se veía una luz y se escuchaban murmullos. Dije lo
siguiente en voz baja:
Luego me dormí.
El sol me despertó. La pieza estaba totalmente invadida de luz natural. Me levanté
con dificultad y me sorprendí al estar vestido con mis ropas secas y limpias. La casa en
la que me hallaba era evidentemente de una zona rural. Salí al exterior y me encontré
con un día apoteótico, fresco y soleado a más no poder. La brisa que soplaba me
transmitía una vitalidad indescriptible. A varios metros una mujer tendía unas flamantes
sábanas que el viento transformaba en enormes globos blancos. Las voces y risas de
unos niños llegaban desde la lejanía. La mujer me saludó de mano. El dueño de la casa
se acercó sonriente y me devolvió la radio y la pistola.
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Yo -Es como que tendría que explicarle...
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CUERO NEGRO
Ese día volvía el grupo completo de los bosques de Ezeiza. Seis motocicletas y doce
personas.
Luego de pasar el Puente de la Noria que divide la capital de la provincia, mientras
veníamos a toda velocidad por Camino Negro, empecé a sentir el viento, un fétido y
caliente viento del infierno que apestaba nuestras ropas e intentaba desprendernos la
piel en finísimos jirones.
Horas antes, íbamos Franco en su motocicleta con su mujer Diana y yo en la mía con
Osvaldo Punk como acompañante, quien lucía un prominente penacho y la cabeza
rapada a los costados.
Íbamos al frente del grupo y nos gritábamos hasta enronquecer:
La idea en común con mi amigo era la de ahorrar durante un año y luego salir con
las motocicletas en dirección norte, por Brasil, sin un destino prefijado ni límite de
tiempo para volver. Seguir con las motocicletas hasta que se cayeran a pedazos y luego
improvisar a como diera lugar.
Alimentábamos nuestra imaginación con la imagen de un camión sin frenos, la dirección
rota y el acelerador trabado en alta.
Se cayó Franco cuando intentó salir del camino para entrar en una estación de
servicio. Su mujer, Diana, era deficiente mental y casi nunca terminaba las frases que
empezaba. En la caída se golpeó y rasgó la ropa. Era grotesco verla así, balbuceante y
llorando, con su exagerado maquillaje corrido intentando reclamarle a Franco. Este no
la miraba y fingía no escucharla mientras ella, con su torpe andar característico, se alejó
por Camino Negro.
Rato más tarde llegó el resto del grupo mientras Franco se mostraba indiferente a la
situación. Su mujer se había perdido en la distancia.
Fui en su busca y la encontré. Cuando subió en mi moto lloraba y me manifestó
mucho temor. Yo tenía fama de motociclista suicida, de desconocedor de todas las leyes
de tránsito. Solía asegurar que el freno, la patente y las luces eran accesorios inútiles
y molestos en la moto. Lo único importante era el combustible y el acelerador.
Diana supo hacerme entender que el miedo que sentía no era por la forma en que
yo manejaba.
Cuando volvimos al grupo, Franco salió de su letargo.
-¡Puta barata! ¡Puta de ruta! ¡Yo no te fui a buscar, no te quiero más a mi lado!
¡Dijiste "me voy", ahora no te conozco! ¡Puta regalada! ¡Ándate! .. ¡Llorá pero ándate
a la mierda! (La imita burlándose).
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mi acompañante nos fuimos hasta un semáforo cercano. Mi amigo puso su moto en
marcha y empezó a girar furioso alrededor del grupo para salir disparado en la dirección
que llevaba el tránsito. Instantes después, vuelve en contramano a toda velocidad en
dirección a Diana, que estaba entre los demás. Un amigo me llama. Llego justo en el
momento en que Franco atropella a su mujer. Suelto mi motocicleta en marcha, que la
toma Osvaldo Punk, Franco deja caer su vehículo y se dispone a trompear a Diana
tirando un manotazo hacia sus cabellos, en el instante en que tomándolo del cuello
logro tumbarlo.
Estando en el piso, mientras intentaba ahorcarlo con una mano, sentí asco de su
cuello pequeño y tibio. Me insultaba a mí y a los demás de la peor manera. Su cara
parecía la cara horrible de una avispa. Como no perdía el aire, empecé a aplastarle el
rostro con todo el peso de mi cuerpo. Nos separaron. Lo llevaron aparte y le hablaron
pacientemente. Pareció recapitular. Alguien propuso que Diana viajara en otra moto,
pero ninguno de los acompañantes se animaba a ir con Franco.
Instantes después, con el grupo en silencio y las motos en marcha, nos dirigimos a
la casa de uno de los nuestros. Allí se mantenía el silencio, pero Franco prorrumpió
intentando toquetearme:
- Tenés fuerza, lástima que la uses para defender mujeres. Yo antes también las
defendía hasta que entendí lo que son ... Es como dice mi padre, ellas fingen, todas son
actrices. Nacen para ser putas ...
¡Como ésta! ¡Como ésta maldita puta!
-Si estás acá es porque yo te traje. Esta es la casa de un amigo mío y yo te invité a
venir. De la misma manera ahora te echo. Acá no gritás ni insultás. Así que ya te fuiste.
- Por vos que salís en defensa de un amigo, y por vos que salís en defensa de una
puta reventada, me voy. ¡Y deciles a tus padres (esta vez dirigiéndose a Diana) que si
juntan coraje como para venir a verme, tengo algo que decirles! ¡También tengo algo
para vos para cuando llegues!
Y se marchó. Otro motociclista traía a Diana.
Ya era de noche cuando el grupo se había dispersado en el trayecto de regreso.
Veníamos ignorando semáforos y cruces de calles por lo que por muy poco no hubo un
par de accidentes. En el trayecto me asaltó la visión de un suceso producido hace mucho
tiempo. Fue durante una jornada de paro nacional, con las avenidas y las rutas casi
desiertas.
Había tomado por el acceso sudeste a caballo de una potente moto importada; iba en
el aire y reflexionaba en ese momento sobre lo subyugante de pilotear. Entendí que el
placer radicaba en el hecho de ir de una vida a otra, evolucionando. Yendo en
motocicleta, uno va de un lado a otro en contacto con el medio natural, no encerrado
en una caja de lata. En ese instante, el alma recuerda de dónde viene y a dónde se
dirige. No la mente, si no el alma. Ciento treinta kilómetros por hora. Conocía cada pozo
y cada desprolijidad en el asfalto, por lo que me confié. Así que llegué a ciento cincuenta
kilómetros por hora y de allí pasé a doscientos veinte. Bien puta la máquina, más le
daba y más quería. A esa velocidad no siento el andar continuo, sólo veo un punto
delante del camino y estoy allí.
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Elijo otro punto y vuelvo a estar allí. Es como si solamente viajara la atención, sin la
carga que significa el cuerpo. Entonces sentí de improviso ese olor, el olor pútrido que
desgarra las fosas nasales.
Imaginé que habría una osamenta de animal grande en el camino, y allí estaba. Un
perro enorme cruzando a la velocidad exacta como para chocar conmigo. Los breves
segundos antes de la colisión fueron estirados. Un abanico de imágenes y sonidos se
desplegó ante mí y tuvo tiempo de cerrarse.
Aceleré más aún y afirmé la horquilla cortando al animal en dos. Sangre y grumos de
carne subieron desde las pedal eras hasta mi pecho.
Diana no quería ir por ningún motivo a la casa de sus padres, rogaba que la llevaran
con su esposo. Yo votaba por evitar esto suponiendo que el violento sería capaz de lo
peor. Los demás pensaban que si ella seguía con él, era porque le gustaba que la
golpearan y que todo debía seguir su curso.
El Rubio era quien podía ofrecerle asilo por un par de días, pero éste, firme partidario
de la actitud del marido, llevó a Diana con Franco. Llegaron, y encontraron al susodicho
durmiendo en la entrada de la casa con la motocicleta a un costado. A las llaves las
tenía ella. Me enteré que esa noche Franco golpeó a su mujer hasta hartarse.
Al día siguiente, el mentado estaciona su vehículo en la vereda de la casa de mis
padres, detiene el motor y sonríe. Cuando me acerco tiende la mano. No imito el gesto
y él la baja.
-¿Venís a hablar?
-Si.
-¿Tenés tiempo?
-Si.
-Entonces seguime.
Subo a mi moto y me dirijo resuelto a una zona despoblada. Mi idea de la cosa era
llevar a Franco hasta un paraje solitario y allí golpearlo hasta que no pudiera sostenerse.
Pero sucedió que a mitad de camino mi motocicleta empezó a fallar. Como no pude
componerla la dejé enfriar y fui con mi acompañante hasta una amplia playa de
estacionamiento para camiones, pero allí desistí de mi propósito inicial porque el lugar
estaba rodeado de personas.
Yo: -Sé lo que vas a decir y lo que voy a hacer yo, pero así y todo empezá.
Franco: -No recuerdo bien lo que pasó ayer. Tomé demasiado. Creo que me metí con
vos y quería pedirte disculpas.
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A continuación le acomodé un golpe en la trompa. Franco se mostró sorprendido. Se
tocaba en el sector del golpe. Mientras estábamos frente a frente recordé las veces en
que mi amigo hizo destrucción de hogares y paseó muebles a patadas por toda la casa
mientras Diana, su madre y su hermana huían despavoridas. Tiempo atrás había estado
al borde por dos casos de sobredosis.
-Con que valiente, ¿eh? Te gusta asustar a quién no puede hacerte frente. ¿Por qué
no te metes conmigo, abusador puto? ¿No sabes que Diana es deficiente?
-No voy a pelear con vos. No tengo nada en tu contra. Además, vos no haces las
cosas que ella me hace.
Franco: -Me enferma la vida. ¡No la puedo sentir! Siempre se encapricha con
cualquier mierda y no para hasta que me pone loco. Una vez fuimos a una fiesta y a
ella se le ocurrió que la llevara a casa a mitad de la noche. Como no quise, se fue sola.
La seguí hasta una calle oscura y ahí le di golpes y más golpes hasta que me cansé.
Tiene mierda en la cabeza.
-¡Pero si es ella la que no quiere irse!. .. ¡La eché mil veces y siempre se pone a
llorar y se queda! ... No sé cómo sacármela de encima ...
-De nuevo lo estás haciendo, de nuevo el papel de víctima ... ¡No me importa nada
de vos ni de lo que estás diciendo!
Quedé en silencio y luego enfilé hacia las motocicletas. Franco me seguía a distancia.
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Ese domingo, estando en la costa de Quilmes en compañía de otros motociclistas
ajenos al grupo, llegué a intimar con una menor que se había apropincuado. Salí a
recorrer la costa con ella y al volver, lo encuentro al Rubio que dijo lo siguiente:
-Hubo un accidente, Franco chocó y está muy mal. Pregunta constantemente por su
madre y por vos.
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Sandra Saratt tenía quince años y solía orinarse en la cama; era hermana de la rubia
Mónica de diecisiete. La primera empezó a noviar con Jorge Acevedo (dieciséis años),
hermano del proxeneta Carlos (de veintiuno) y de los mellizos Eduardo y Aníbal (de
catorce).
Mientras sus padres trabajaban, ellas solían pasar sofocantes y aburridas tardes en
su vivienda.
En una de esas tardes se hizo presente Jorge, secundado por sus hermanos y
persuasivamente pero sin violencia, terminaron desvirgando a las adolescentes. Las
húmedas sesiones se repitieron a lo largo de tres meses hasta que los padres se
enteraron de que a sus hijas alguien las escupía adentro.
A Sandra se le indicó severamente que no volviera a ver a Jorge, pero ella, faltando
frecuentemente al colegio, visitaba a su amado en la humilde morada que éste
compartía con sus padres y hermanos. Por esto, Sandra era castigada frecuentemente
con cintazos de su padre y cachetazos de su madre.
En poco tiempo, la joven se hartó de la situación, agitó furiosamente su melena y
terminó mudándose a la vivienda de los Acevedo. Allí tenía que lavar, cocinar y
satisfacer sexualmente a los miembros masculinos de la familia. Era obligatorio que
fuera buena con todos. Esta última función era cumplida a espaldas de la madre de los
jóvenes.
En varias ocasiones, Mónica visitó a su hermana yendo en compañía de una joven
muy hermosa llamada Isabel. En poco tiempo, Isabel intimó con Carlos y también
motivada por un hogar conflictivo, se trasladó con sus pertenencias a la casa de los
Acevedo. Al tiempo, Carlos la persuadió para que se acostara con sus hermanos y meses
más tarde la introdujo de lleno en la prostitución.
En esta profesión, Isabel recibió el mote de Gisell.
20
Por defenderme.
Llegué hasta su departamento en la zona de Caballito. La puerta se encontraba
abierta y todas las luces encendidas. En la mesa, unas porciones de pizza fría regadas
con sangre, una jeringa diminuta con la punta de la aguja sucia, cocaína en sobres de
papel metalizado, más sangre dispersa, pequeñas dosis de polvo blanco sobre un
espejo.
Manuel estaba atrincherado en el baño. Sus ojos, ahora enormes, peleaban por salir
de las cuencas y escapar rebotando. Era evidente que se había sometido a una
maratónica sesión de consumo. Sangre seca en el rostro y en sus ropas, la nariz en
carne viva por el castigo, un treinta y ocho largo latiendo entre sus manos. Me
reconoció.
Preguntó sin mirarme si había algún enano en el comedor. Respondí negativamente.
Me dijo que se había propuesto no dormir más para así evitar que la casa se le llenara
de enanos. Imaginé en ese instante la puerta de mi departamento, a mí golpeando
confiado, y recibiendo como respuesta un plomo caliente en la cara. Le pregunté si
quería apagar las luces y me contestó que justamente era la oscuridad lo que invitaba
a sus enemigos a venir.
Empezó a desconfiar a raíz de mi propuesta.
Cuando atravesé el comedor, gritó desaforado:
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planteo al entender que Raniery, tal vez, con su carácter hosco y sus manías platónicas,
era también un marginal en su medio. Y consideré además que los Acevedo,
seguramente, tenían mucho más dinero que él.
El Gordo me previno sobre los hermanos. Los llamó perros rabiosos sueltos. Me dijo
que a un par de putas indómitas las mataron a golpes. Una auténtica familia de
gatilleros.
Me encontré nuevamente con Silvia. Esta me confió que los Acevedo habían robado
un taxi de la Capital Federal con el que pensaban cometer un asalto nocturno durante
la madrugada del viernes de esa semana. Era una fumona la informante; vivía para
saborear marihuana. Consumía hasta veinte cigarrillos por día.
Luego de comprobar que había un taxi de la Capital Federal semioculto en el patio
del prostíbulo, me hice presente en lo de Raniery y le dije que de hacerse algo al
respecto, tendría que ser ese mismo viernes. Le pasé el presupuesto. Trastabilló.
Se mantuvo en silencio y luego me informó que a fin de pagarme (le pedí el dinero por
anticipado), tenía que vender un automóvil flamante de su propiedad. Un día antes de
los sucesos quedó en confirmarme, mientras me presentó a quien sería mi chofer, un
joven de dieciocho años apodado Cachete.
Cachete era respetuoso, rubio de pelo corto y baja estatura. Lucía en el dorso de su
mano cinco puntos en posición idéntica a los cinco puntos de un dado, viejo símbolo
carcelario que tiene dos acepciones; significa "cuatro delictivos matando a un policía" o
bien "un recluso entre las cuatro paredes del calabozo". Silvia lucía un tatuaje igual.
Ambos salimos en un Ford Falcon en muy buen estado a recorrer el centro de La Plata,
de allí fuimos a City Bell y al regresar notamos a nuestras espaldas la presencia de un
móvil policial. Cachete se había percatado y seguidamente se transformó en una
máquina de meter cambios. El vehículo era robado y habían reconocido la patente. El
joven comentó que era un experimentado para escabullirse en una ciudad. A veces se
hacía perseguir sólo por mantenerse activo. Tomaba las curvas más cerradas a toda
velocidad sin experimentar el menor nerviosismo.
De repente la aceleración empezó a entrecortarse. Cachete me indicó que tenía una
escopeta recortada bajo el asiento. La tomé en momentos en que doblábamos por una
oscura avenida. El motor había perdido mucha potencia y fallaba. Con mi compañero
nos arrojamos del vehículo sin ninguna consecuencia, éste dio un par de tumbos al subir
a una vereda y fue detenido por un poste de luz. Nos ocultamos en un zaguán en
momentos en que el patrullero llegó alumbrando con un reflector.
Seguidamente le hicieron flamear las chapas a tiros. Cuando nuevamente reinó el
silencio, un par de policías se acercaron y dispararon al interior del rodado,
principalmente hacia los pisos. Momentos después, todo el vecindario rodeaba la escena
y nosotros entre ellos.
Antes del viernes, Raniery dio señales de vida y me confirmó la venta de su vehículo.
Recibí el dinero sin ningún tipo de recomendación. Era evidente la confianza del hombre
hacia mí.
Visité a Silvia y le pedí que hablara por mí para que me reservaran una noche con
Gisell, y que si se negaban les dijese a los proxenetas que yo era un fugado de la cárcel
muy peligroso que no podía andar por la calle y menos de noche porque la policía tenía
licencia para eliminarme. Asi les dijo y los sujetos accedieron a cambio de una fuerte
suma.
Tuve la precaución de no comentarle a Silvia sobre la idea de birlar a su compañera.
Llegado el viernes, Cachete (armado) me condujo al prostíbulo. Después de un par
de inhalaciones, mi compañero aseguró estar listo para lo que fuese. Dejó caer un
consejo que resultó extraño en su boca:
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"Hay que tener cuidado con la gente con que uno se rodea, pues a uno tienden a
afectarlo las mismas circunstancias que afectan a aquellos que se tiene cerca".
El comentario de Silvia produjo efecto porque los presentes casi hicieron cuerpo a
tierra cuando entré. Los Acevedo se habían ido.
Entré a la pieza de Gisell y me encontré frente a una mujer pulposa y de belleza
admirable. Cada detalle de su cuerpo era hermoso, inclusive su voz.
Estaba vestida con un ajustado conjunto negro.
Entre ambos se produjo este diálogo:
Gisell: -Bien.
Gisell: -Pasa que voy a muchas fiestas y conozco a mucha gente. De este Raniery no
me acuerdo.
Yo: -Está bien, no importa. Sucede que éste sujeto te conoció y se enamoró, no le
interesa de lo que trabajas ni lo que hayas hecho. Quiere que vayas a vivir con él. Ahora
sos vos la que decide.
Gisell: -Me siento halagada, jamás me pasó algo así, pero no quiero irme. Acá tengo
un lugar, me tratan bien ...
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La incursión de los hermanos Acevedo en la Capital Federal resultó trágica. Habían
dado dos vueltas de reconocimiento previas al asalto por lo que resultaron sospechosos
a un vecino de la zona.
La policía fue alertada y al hacerse presente encontró un taxi estacionado con sus
ocupantes en el interior. Por la patente supieron que el móvil era robado. Bajaron los
hermanos y a la voz de alto giraron, ninguno llegó a disparar.
Pasé a ver a Silvia por última vez. Tenía dinero como para vivir más de un año sin
trabajar y era eso lo que pensaba hacer. Allí me enteré de lo acontecido. El burdel era
un barco que se hundía, cada persona allí corría para un sitio distinto. Le pedí a mi
amiga que trajera a Gisell y después de maltratar a un viejo marica que pretendía
retener y explotar a las dos jóvenes, me dirigí con ellas a una pizzería ubicada frente a
una terminal de trenes.
Minutos después Raniery acudió a mi llamado y los dejamos a él y Gisell solos.
Sé que hablaron largo rato y se fueron a vivir juntos. Al menos para ellos la búsqueda
terminó.
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TESTIMONIO
Horas más tarde me despertaron aquellas mujeres. Entraron al trote por la puerta
sin llave del fondo.
Yo: - Efectivamente.
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reclamos. Me acostaba angustiado por no conocer la forma correcta de servirla, te
aseguro que hubiera llegado a matar si ella lo hubiera pedido Me humilló ante sus
amigos a su antojo, la perra .
El grado de obnubilamiento, con el paso de los meses, se tradujo en una severa crisis
nerviosa, agudizada por un permanente dolor de cabeza.
Mi amigo supo confiarme, además, que vivía aterrorizado por diferentes visiones,
como la de personas reflejadas en los espejos que no eran visibles en el plano real, y
misteriosos seres vestidos de negro a los que sólo podía entrever en el lapso en que se
pasa del día a la noche. A pesar de que esa era la primera vez que oía tales expresiones,
me resultaron harto familiares, como si en algún momento pasado las hubiera padecido.
- Al caer yo en este estado, la maldita desapareció. Ella sabía muy bien el daño que
causaba. Por favor, ubícala para poder así solucionar esta mierda ...
C: - Ah, ... pero yo no necesito que vos hables con ella ...
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de diferentes alimañas, desapegados de lo material. Los últimos escalones estaban
sumergidos y por demás podridos. El Cancerbero descendió lo más que pudo.
C: - ¡Señora, la busca un amigo suyo! ¡Señora, vuelva por favor! ¡Por favor, vuelva!
...
Repitió esas palabras hasta el hartazgo. Yo miraba mi reloj. Decidí buscar solución
por otro lado.
Salió de la sacristía y vino directo hacia mí, con porte de cosaco estepario.
Sacerdote: - Buenos días, hijo, entiendo que me necesitas por una emergencia ...
Yo: - Lamento humildemente contradecirlo pero no nos une ningún lazo familiar,
menos el de padre e hijo ...
-En todo caso necesito ver a esa persona, puedes encontrarme todos los días por la
mañana.
Al día siguiente alquilé un remis y lo llevé a Rodolfo con los ojos cubiertos por una
compresa fría. Se encerraron con el sacerdote largo rato. Al salir, lo hizo sin el lienzo.
En otras tres ocasiones lo conduje hasta aquel sitio y su recuperación era progresiva.
La sanación total de mi amigo se produjo una mañana cuando al ir al baño, un elemento
brotó de sus intestinos.
Su tamaño era algo superior al de una cucaracha, con cortos pelos y de color negro.
Dos meses después me visita un perfecto extraño portador de una propuesta.
Extraño: - Vengo de parte del dueño de una motocicleta antigua, sabemos que a
usted le interesan.
Yo: - Por si usted no lo sabe, los gringos han arrasado con la existencia de vehículos
antiguos en Sudamérica. Es muy difícil que una pieza en esas condiciones se les hubiese
escapado. Sin ir más lejos, en esta ciudad viven más de medio millón de personas y el
único propietario de moto Indian, según se sabe, soy yo.
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E: - Este Señor la cambia por una motocicleta moderna, a usted o al primero que
llegue. Esta es su dirección, puede encontrarlo el jueves por la noche.
El lugar quedaba nada menos que en el corazón del fatídico barrio de monoblocks.
Los edificios que lo componen están unidos por sectores denominados nudos,
conformados de manera ideal para la concreción de emboscadas. Los nudos carecen,
además, de iluminación. Cada vez que atravesaba uno, creía percibir los gritos de terror
retenidos en los intersticios del revoque, de aquellos que fueron suprimidos
imprevistamente con brutalidad.
Metros antes de llegar a destino, noto que soy seguido. Golpeo la puerta.
Abre una mujer con aire de débil mental. Se me permite el acceso. Apenas entro,
me descubro cercado por tres mujeres armadas con facas. Una peculiar luminosidad
instalada en el recinto concedía a sus figuras un tinte rojizo por demás tétrico.
Mujer: - ¡Habla, cornudo! ¿Qué es lo que el otro marica y vos le han hecho a Silvina?
(Se refería a la antigua pareja de Rodolfo).
Yo: - Señoritas, quien nació, lo hizo porque de algún modo estuvo dispuesto a nacer,
y quien estuvo dispuesto a nacer, tiene que estar dispuesto a morir ... ¿Qué pretenden
inventar?
Aquella interpelación duró alrededor de diez minutos. Se me cruzó la idea de que tal
vez aquellas mujeres me interrogaban a fin de distraerme.
Oteo por la ventana en el momento en que siete sujetos, en grupo pero dispersos,
atravesaban una plaza en dirección al departamento. La más alta de aquellas mujeres
me bloqueó la salida por lo que tuve que asentarle un certero puntapié en un pecho.
Traspuse el umbral a la vez que sentí una estocada desgarrando mi campera. Sabía que
escapar de aquel sitio armado o desarmado era prácticamente imposible. Un par de
silbidos con una frecuencia especial se dejaron oír e inmediatamente un coro de ellos
inundó el aire. Corrí solo unos veinte metros tanto como para salir del campo visual de
aquellas personas. En algunos sectores de aquel complejo, perduraban una serie de
pequeñas cuevas situadas entre la tierra y el piso de concreto de los pasillos. Allí me
refugié con una celeridad notoria. No había terminado de esconder mis piernas cuando
sentí un tropel encima mío. Desde esa posición observé a un centenar de sujetos surgir
de la oscuridad de los nudos, a la vez que silbaban entusiasmados.
Estuve once horas refugiado, con un costado del cuerpo enterrado en el barro
producido por aguas servidas. Ya de día, cuando el último grupo de bebedores nocturnos
se retiró a reposar, salí de allí.
28
Sin cambiarme de ropas me dirigí a casa de Rodolfo. Me encontré a su hermana,
quien me informó que mi amigo había salido de terapia intensiva una semana atrás. En
el hospital mantuvimos el siguiente diálogo:
Rodolfo: - ¡Fue terrible!... Llegué a casa y al encender la luz, esas tres putas
cuchilleras me achuraron, me dejaron por muerto.
Rodolfo: - Habrán averiguado que sos mi amigo y que tuviste que ver con mi cura.
Podés estar seguro que yo no las envié.
Nos apostamos a unos cien metros de la entrada del cementerio. Rato después, un
nutrido cortejo fúnebre hizo su arribo. Entre los concurrentes estaban las tres mujeres.
Rodolfo: -Lo único que tenía que hacer era coser una foto suya en blanco y negro en
la boca de un sapo, después debía sepultar al animal en el terreno donde ella viviese
en una noche determinada. Me aseguraron que el sapo es muy resistente, por lo que
tardaría en morir, y que su padecer se transmitiría a la persona de la foto...
Abrí la portezuela y puse un pie fuera. Varios concurrentes habían notado nuestra
presencia y se acercaban amenazantes.
EL MAGO
1976
29
Tenía en aquel entonces doce años. En una agobiante tarde estival mientras
intentaba graficar en mi mente el aspecto calcáreo de ardientes planicies infernales, fui
en busca de mi amigo Javier, quien vivía en una chacra junto a sus padres. A la única
persona que encontré fue a su tío, un desgarbado de casi dos metros de talla.
Yo - Entonces me retiro.
Yo - No lo comprendo.
Tío - No hay por qué comprender. ¡Tengo un regalo para vos! Por aquí.
Nos acercábamos ambos hasta el soberbio animal. Faltando sólo un par de metros,
el hombre aquel me sobresaltó.
Tío - ¡Tócalo!
1981
El segundo contacto se produjo una noche de lluvia en un concurrido bar rural. Al
ingresar al establecimiento el tío, la intensidad lumínica de los arcos voltaicos varió en
forma notoria. Se sentó en una mesa con otro parroquiano, muy cerca de mí.
Se lo veía bastante desaliñado. No escuché lo que hablaban, pero minutos después
tuvimos que cambiar de mesa; de su boca brotaba un potente olor a carne tumefacta.
Todos los presentes lo notaron.
Días después me encontré con Javier y tocamos en profundidad el tema de su
pariente. Mi amigo aseguró que el mentado vivía obsesionado por la posibilidad de vivir
sin comer ni beber, hidratando su cuerpo mediante la humedad ambiental.
1984
El tío fallece de paro cardíaco. Su casa de corte antiguo, ubicada en lo que es hoy un
barrio de oligarcas de la ciudad de Bernal, fue cerrada con cadenas de gruesos
eslabones y vendida a un grupo económico.
30
1986
Practicábamos junto a Javier, con amigos en común, el uso del tablero ouija. Siendo
de madrugada, estábamos a punto de levantar la sesión cuando alguien propuso invocar
al tío. Lo hicimos.
El mensaje recibido fue el siguiente: "limpiar el piso". Javier, más avezado que el resto,
interpretó la frase como un pedido de su pariente para que depuráramos mediante un
ritual determinado un piso plagado de símbolos esotéricos, traído por su tío desde Italia
en su juventud. Dicho piso estaba dividido en 132 mosaicos y había sido ensamblado
en una habitación a la que Javier jamás había ingresado. Trazamos una expedición a
aquel sitio.
El ingreso fue por los fondos. Un amigo quedó de pie sobre un tapial a modo de
campana.
Atravesamos los restos de lo que fue un frondoso jardín. Había también una pileta
circular de diseño ancestral, con agua mohosa hasta el borde. Alguien había arrojado
allí unos árboles pequeños que estaban a medio hundir. La puerta del fondo cedió con
facilidad.
Fue una sorpresa el encontramos con un interior perfectamente amueblado.
Disponíamos de potentes linternas. Dejamos los bolsos con elementos en un rincón.
Luego de recorrer la vivienda, nos apostamos frente a la mentada habitación, cuya
puerta disponía de un particular sistema de cierre, sin cerradura a la vista. Meditaba
sobre los estupendos cortinados que aún pendían desde lo alto del techo hasta casi
tocar el piso, cuando escuchamos los gritos de pánico del centinela. De inmediato
apagamos las linternas, tomamos los bolsos y huimos en alocada carrera. Nos
detuvimos recién en la estación de ferrocarril. El centinela llegó instantes después
totalmente espantado.
Horas más tarde, se estableció el siguiente balance:
el centinela fue sobresaltado por una suerte de sensación tangible y maléfica, que
según él, provino desde la vivienda. Aseguró que no pudo ver nada porque en ese
instante un nubarrón cubrió el astro pero tocó y temió aquello. Javier confesó que
apenas entramos se maravilló por el buen estado del jardín y llegó a considerar la idea
de bañarse en aquella pileta de aguas cristalinas.
Otro de los concurrentes remarcó la falta de amoblamiento en toda la casa y la gran
cantidad de vidrios rotos en las ventanas que podían apreciarse, ya que las cortinas
eran sólo jirones.
Habiéndonos tranquilizado, realizamos otra sesión de tablero. Los movimientos del
vaso se tornaron tan vertiginosos que nos costaba seguir la lectura. Definimos que
recibimos insultos, los más obscenos. Javier invitó al supuesto ente a retirarse a fin de
levantar la sesión (como es la norma), pero éste se negaba, por lo que nos pusimos de
pie. Mi amigo llenó el vaso aquel con agua y lo apoyó en una mesada. A la mañana
siguiente encontró sólo la base; los trozos que lo componían estaban dispersos por la
habitación.
El finado deambulaba por altos pastizales luego de los períodos de lluvia, y munido
de una horquilla cumplía con su antigua costumbre rural; ensartaba sapos hasta cubrir
el largo de las puntas. Así lo recuerdo, espigado y recostado contra el ocaso, con
vigorosos aleteos en sus prendas producidos por los fríos vientos de las pampas,
blandiendo su estandarte.
LEYENDA
31
Conocí a los hermanos García paz cuando con ellos y un par de personas más,
visitábamos de madrugada un correccional femenino de menores.
Yo era muy joven e iba de mascota. Las ocasionales internas tenían que sobornar para
encontrarse con nosotros y nosotros para encontramos con ellas. Uno de los nuestros,
más callejero que los demás, arreglaba los encuentros teniendo como contacto a un
oficial de cierto rango.
Con mucho sigilo atravesábamos dos hectáreas del campo de deportes. Los
encuentros eróticos eran memorables; las mocositas estaban desenfrenadas. Había
hambre atrasada de ambas partes.
El cambio que había sufrido Daniel García Paz era llamativo; de ser un joven robusto
y mujeriego a lo que tuve al poco tiempo delante de mí: cabellos grasosos y piel
manchada por la destrucción de su hígado; pinchazos en brazos y cuello por donde
hacía circular jeringazos de vino común. Era el único integrante de una legendaria
gavilla que aún permanecía en la zona. Sabía que no iba a durar mucho tiempo.
El cambio se había producido en pocos años desde que desapareciera su hermano
mayor Jorge.
La bruja Naybi vivía a pocos kilómetros de aquel lugar. Se rumoreaba que fue ella la
que empayesó a Jorge. Durante la segunda mitad del siglo pasado, era común enterarse
de las correrías suicidas de algún supuesto empayesado. Los mismos desafiaban a la
muerte haciéndose insertar bajo la piel una miniatura tallada en hueso de difunto. La
misma era el San La Muerte representado por un esqueleto con guadaña. Se creía que
aquel que se prestara a la realización de ese tipo de payé, no moría por heridas de
cuchillo o de bala.
Por pronunciada que fuera la incisión, la vida no escaparía de su cuerpo. Pero si dicha
herida era lo suficientemente grave como para causar la muerte en términos normales,
el alma del sujeto se encontraría entre este mundo y el otro por lo que se produciría un
padecimiento atroz hasta que sanase la afección. Por eso es que para los empayesados,
los peores enemigos resultaban aquellos que se atrevían a herirlos.
Daniel contó que a pesar del hecho de que su hermano era hombre de armas, la
posibilidad de morir lo conflictuaba.
Durante casi un año acumuló la pequeña fortuna que le exigía la bruja a cambio de
su participación en el ritual.
La mencionada gavilla tuvo su momento de esplendor, mucho beneficio Y poco
riesgo.
Reclutaban jovencitas a las que enviaban a trabajar como empleadas domésticas en
casas de profesionales y comerciantes de la Capital Federal. Una vez que aprendían las
rutinas de las víctimas, saqueaban las viviendas en ausencia de sus moradores.
Jorge, en esos momentos, manifestaba admiración por los empayesados de otras
épocas; matreros, contrabandistas y cuatreros. Luego del ritual se hacía llamar a sí
mismo "Cimarrón".
Durante el robo a un comercio, fue gravemente herido por la policía. La herida se
agusanó y su padecimiento era conmovedor. Sus compañeros lo socorrieron con
abundante cantidad de estupefacientes. Casi dos meses estuvo Jorge en ese estado y
al superarlo, ya no volvió a ser el mismo. Perdió toda sensibilidad en lo que se refiere
al trato con las personas y comenzó a consumir drogas en abundancia.
Hubo un crimen en esos días; la muerte de un sereno. Le habían clavado
destornilladores en las fosas nasales y en los testículos. Daniel aseguró que el causante
fue su hermano actuando en solitario.
El grupo se alertó cuando el empayesado desfiguró con una hoja de afeitar a una
amante suya que oficiaba la labor de espía como mucama.
Comenzaron a temerle.
32
Jorge fue herido nuevamente y se ocultó hasta recuperarse. A su regreso se lo vio
consumido y con el cuerpo surcado por largos arañazos. Se había mutilado a sí mismo.
La relación entre los integrantes del grupo se había tomado pesadillesca. Ambos
hermanos habían amenazado con matar a quien desertara. La gavilla desconocía la
cuestión del payé.
Estando totalmente alucinado por el alcohol, Jorge confesó a su hermano que él era
un empayesado y lo que eso significaba. Le pidió en ese estado que le extrajera la
miniatura. Daniel no se atrevió. Jorge fue nuevamente herido. Era como si cada afección
trastornase aún más su personalidad.
Pero esta herida fue feroz; lo habían estropeado por dentro, por lo que mediante una
fuerte suma recurrió nuevamente a la bruja. Su hermano aseguró que ésta le
transplantó vísceras de animales. La situación era ya insostenible.
Cuando regresó, sus compañeros de andanzas temblaban ante cada resuello suyo.
Seguidamente, Jorge los invitó a todos a hacerse un payé.
Daniel narró la historia a lo largo de varios meses. Mi interés mayor era conocer la
forma en que había desaparecido su hermano.
-Porque me interesa aquello que está relacionado con cierto tipo de personas.
Cuando bebía, Jorge volvía a ser casi el de antes, aunque un tanto más tortuoso.
Durante una borrachera, el empayesado empuñó un pistolón de caños susperpuestos y
dijo:
EL CURA EXCOMULGADO
Recuerdo una disertación mía en el Centro Cultural Recoleta acerca del seguimiento
que, cuatro años atrás, habíamos realizado mi amigo Roberto Visconti y yo sobre una
secta de antropófagos de origen brasileño que sentó sus bases en aquel momento en
33
la zona de La Matanza. Los sujetos honraban a una supuesta deidad a la que
suministraban como único sustento carne y sangre humanas.
En dicha disertación deslicé, sin intención alguna de mi parte, el nombre de Mario
Rulloni, personaje legendario dentro de la marginalidad local.
Fue Mario justamente quien entre vahos de marihuana y de hedor humano nos brindó
la dirección exacta en donde se hallaba el templo de estas personas.
Roberto y yo teníamos dos cámaras de fotos dispuestas Y un par de Ballester Molina
también dispuestas. Contábamos, además, con dos credenciales de la policía federal
falsas. Recuerdo que escondimos nuestras largas cabelleras debajo de las camperas y
prestos asumimos nuestro papel.
Mucho frío en aquella lejana noche de junio.
Golpeamos la puerta y alguien nos observó a través de una persiana. Presumimos que
reconocieron a Roberto, quien por entonces ya vivía de las labores de periodista y había
dedicado un par de artículos a la existencia de esta secta, los cuales fueron con-
trarrestados por sendas y rotundas amenazas de agravio sexual para todo miembro
femenino de su familia, las que al poco tiempo se vieron concretadas en perjuicio de su
esposa e hija.
Presumimos, decía, que lo habían reconocido a mi amigo, porque la puerta se abrió
y variadas formaciones de plomo buscaron nuestra carne. Con Roberto contraatacamos
violentamente haciéndole dar pintorescas cabriolas a un atacante.
Alguien se cruza en el interior de la vivienda y también le aplicamos. Mientras las
Itakas volcaban fuego hambriento de vida, nosotros pusimos pronta distancia, pero a
poco correr, notamos que ambos estábamos heridos. Desde unos doscientos metros
vimos salir más de media docena de personajes armados en dirección a nosotros.
Agotando las municiones huimos cobardemente por una laberíntica villa de emergencia.
Es dable suponer que alguna sustancia irritante tendrían las municiones usadas por
ellos porque las heridas comenzaron a enloquecemos de ardor. En aquel momento, yo
era más joven y no había sido asimilado aún por la pandilla de motociclistas, hecho
trascendental por el cual pasé a destartalar mi anatomía en variados y continuos
accidentes de tránsito, por lo que mi resistencia física en aquel momento era óptima y
junto a mi amigo, que era un fornido deportista, pudimos sobrevivir a las hemorragias
e infecciones y escapar de la horda.
Al día siguiente, Roberto volvió a recurrir a un medio periodístico y puso en evidencia
la existencia de los fanáticos, delatando la ubicación de su base de operaciones.
Posteriormente mi amigo murió, y de la secta, nunca mas nada.
Mi disertación fue grabada por un estudiante de periodismo. Anduvo, supongo, el
contenido de oreja en oreja, hasta que meses después desperté de, madrugada en la
sucia pensión en la que vivía y estando por demás borracho descubrí, sentado en la
penumbra a un individuo. Trato de escudriñarlo pero es corno si tratara de ver el fondo
de una botella. Al rato, el visitante pronuncia:
-Es mi verdad y yo no soy soplón. Imagino que usted quiere que lo conduzca a él,
pero eso implica el riesgo de que puede llegar a perjudicarlo.
No corro el riesgo. El tipo eructó una siniestra carcajada y me dormí. Al día siguiente
seguía allí. Al verlo claramente me resultó familiar. Parecía de unos veintisiete años, tez
blanca y rasgos delicados, coronados por una mirada glacial.
34
-Me llevará o tendrá que acostumbrarse a mi presencia por el resto de su vida.
-¿ Lo soy?
-Por supuesto. Una iglesia en San Telmo. Se decía que usted no envejecía y aún hoy
se mantiene como entonces. Lo sorprendieron en prácticas espiritualistas, lo que
determinó que lo alejaran del culto. Le hago una pregunta y le pido que me responda
con la verdad, y si no puede no responda.
Enternecen las historias de gnomos, pero me faltaba una buena dosis de alcohol para
poder asimilar el relato plenamente. Compré un litro de vino tinto y mientras el cura
me observaba risueño, pasé a flotar entre hadas sodomitas de aspecto quinceañero y
gnomos cómplices.
Tomamos el tren de la muerte en la Estación Alsina, el trocha angosta, y mientras
mi acompañante relataba yo gozaba enormemente.
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Hablaron Mario y el cura, pero poco. Nos dirigimos los tres hasta un pequeño depósito.
Mario levantó unas tablas del piso y quedé maravillado con lo que extrajo de allí.
Dentro de una gran damajuana transparente había un diminuto ser de unos cuarenta
centímetros de largo -le calculé- desnudo y en posición fetal.
Tenía un aspecto muy humano y al llevarlo a la luz, noté que su piel ofrecía una
superficie idéntica a la que puede ofrecer el mármol más blanco y pulido.
Sus hombros, codos y rodillas terminaban casi en puntas y su cabeza estaba rapada y
oculta. El cura retiró el aro de bronce que unía ambas mitades de la damajuana y
levantó a la frágil criatura tomándola de las axilas para depositarla suavemente sobre
su pecho. En un instante pude ver el rostro del duende y descubrí la expresión más
mansa y cansada que viera antes en un ser vivo. El único movimiento de la criatura fue
el de cruzar los brazos por el cuello del cura y esconder nuevamente su rostro. El cura
nos saludó de mano en silencio y ganó la calle mientras nosotros saboreábamos el más
sentido de los blues, proveniente de un viejo tocadiscos de Mario.
CONFLICTOS TRIBALES
Uno de mis hermanos por parte de padre es mayor que yo, pasa los cuarenta años
y su nombre es Carlos. Luce una incipiente calvicie y tiene el cuerpo fuera de escuadra
a raíz de un accidente de motocicletas. Renguea. Bastante alejados estamos.
Este hermano mío trabaja como camionero. En uno de sus viajes a la localidad de 25
de Mayo intima con una adolescente muy atractiva de aspecto aniñado, de nombre
Marcela. Marcela es sobrina de Mamá Ríos, la matriarca de La Cañonera.
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En La Cañonera existen muy pocos prejuicios a nivel sexual. Suelen mantener
relaciones padres con hijos y hermanos con hermanas. Los restantes habitantes del
pueblo tratan de evitar el tener contacto con esta barriada de trazas humildes.
Los varones del lugar son extremadamente celosos. Si notan que algún extraño les
usa una mujer, inmediatamente organizan una vendetta, que la mayoría de las veces
termina con una decena de ellos mancillando cruel e impunemente al indefenso
enamorado. Partidarios del trago y del cuchillo como también de negarse a realizar todo
tipo de documentación personal o de propiedad, estos hombres son conceptuados como
bestias desatadas estando en grupo. Una baba enfrentándolos de a uno, pero de a uno
jamás se movilizan.
Carlos experimentó un intenso enamoramiento hacia la joven, el cual fue
correspondido. Regresó a su vivienda de Avellaneda y tradujo en dinero gran parte de
sus bienes, incluida una vieja Harley Davidson 750 c.c. Con una considerable suma
regresó en micro a 25 de Mayo y procedió a dialogar con la mentada Mamá. En esos
momentos La Cañonera estaba muy alborotada por unas escaramuzas que habían
realizado dos descendientes directos de la Ríos en una localidad vecina, lo que había
derivado en la detención de éstos.
Carlos, cara a cara con la gorda, se despachó con una propuesta de compra sobre la
persona de Marcela a fin de trasladarse ambos a su morada y contraer inmediato enlace.
Ruidosas carcajadas siguieron a la risotada vertida por la Ríos. Carlos fue fácilmente
reducido y se le sustrajo la totalidad del dinero junto con su documentación. Una dura
golpiza y una voz desde el borde del zanjón dentro del cuál Carlos se hallaba, le aclaró
que Marcela era la más atractiva de sus mujeres y que no pensaban privarse de los
favores que les venía concediendo por ninguna suma.
Mi hermano convaleció durante un par de semanas de sus heridas. Palió el mal
momento con apasionados tragos a una damajuana. Y volvió a arremeter. Regresó a
25 de Mayo de incógnito y valiéndose de una amiga de Marcela informó a ésta sobre la
posibilidad de escabullirse y vivir en comunión. Marcela aprobó el proyecto y en una
madrugada atiborrada de mosquitos, ambos partieron hacia Avellaneda.
Los sobrinos de la Ríos llamados Luis y Néstor, habían destrozado una desierta
estación de ferrocarril incendiando parte de ésta, para luego ser capturados mientras
gateaban por el campo repletos de alcohol.
Posteriormente se produjo un suceso de pocos antecedentes. Después de varios
años, la matriarca se dignó a salir de La Cañonera y se dirigió hasta el despacho de un
funcionario de ferrocarriles, quien quedó perplejo ante el particular grado de soberbia
de la paquidérmica y bigotuda mujer. Esta le indicó que retirara la denuncia que pesaba
sobre sus familiares o bien que se hiciera responsable del hecho de que a lo largo de
los cuarenta kilómetros que separaban a una estación de otra, podían depo- sitarse
cadáveres de vacunos, lo que produciría enormes catástrofes. La gorda no había
terminado su directiva cuando el funcionario se acercó a la ventana para comprobar
que el inmueble estaba circundado por más de trescientas personas.
Luis y Néstor no superaban los diecisiete años de edad y eran, entre otras cosas,
analfabetos e ignorantes. La Ríos, en La Cañonera y ante sus sobrinos, jugueteaba
amenazante con un grueso cinto militar de contundente hebilla. Después de casi una
hora de no pronunciar palabra, solicitó a uno de sus hijos que convocara en forma
urgente al Gitano.
El Gitano sabía del lujo y el derroche en perfumadas noches capitalinas; sabía de
cuatro presidios donde cumpliera diferentes condenas y sobre todo sabía que su
conocimiento en las circunstancias adecuadas era altamente cotizable.
Luis, Néstor y El Gitano fueron entonces ante la matriarca que acariciaba la punta
del cinturón, recordando secretamente el modo de acariciar miembros masculinos. Ésta
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rompió el silencio ordenándole al terceto que se desplace en busca de Marcela y que
estropeen físicamente, más aún, a Carlos. Prometió al Gitano, en compensación, una
de las más atractivas adolescentes para su uso personal o comercial. En la
documentación que secuestraron a Carlos encontraron su dirección.
Carlos y Marcela vivieron un auténtico idilio y procuraron no salir de la vivienda hasta
que todo se calmara. Mi hermano recordaba que en sus documentos figuraba su
dirección, pero supuso que para los cañonenses el llegar hasta allí significaría cruzar de
un continente a otro. Craso error. A la semana fueron sorprendidos por sus parientes.
Carlos intentó dialogar pero fue fácilmente reducido y llevado en el aire a golpes hasta
un derruido galpón donde zapatearon sobre su anatomía. Marcela se remitió a su natural
estado de indefinición.
El trío se movilizaba en un vehículo recientemente birlado. En dicho móvil cargaron
el cuerpo de Carlos y lo arrojaron en la ruta a toda velocidad entre las ruedas de otros
móviles. Volviendo a la casa de Carlos, Luis entendió que llevar a Marcela nuevamente
a los dominios de la matriarca sería condenar a la joven a morir de las golpizas que
recibiría de su tía, y si así no fuera, estaría condenada a llevar una existencia de paria
por el resto de sus días.
El Gitano interrumpió las deliberaciones aconsejando adjudicar a Marcela a un
proxeneta local por él conocido. Así procedieron. Un mánager de prostitutas casi niñas
apodado "Polaco" se hizo presente en la morada y visiblemente satisfecho concedió una
bagatela de dinero a cambio de la joven. Una vez en el exterior, reconoció una abultada
coima en efectivo al Gitano.
Tres días después de producidos los hechos, recibo en la casa en que vivo a un
patrullero. Un fisgón desciende y me notifica que mi hermano se halla en coma dos
como consecuencia de una feroz golpiza. Se me mueve el piso, se me irrita la vista,
siento mojadas la bragadura y las axilas. Hay amigos motociclistas presentes que me
ofrecen su colaboración a fin de tomar venganza. No acepto el ofrecimiento por tener
todos ellos compromisos familiares. Cuando se retiran, pongo en movimiento los
legendarios pistones de la Indian '46 y me conduzco al hospital. Encuentro a mi
hermano penetrado en casi la totalidad de sus orificios por mangueras. Observo que su
piel es lo más similar al aspecto exterior de una morcilla.
Llego hasta un enorme complejo fabril en ruinas dejando la motocicleta en la puerta
de ingreso.
El receptáculo más alto del establecimiento se encuentra en una terraza y es una
diminuta habitación. Hasta allí llego y me encuentro con mi primo llamado El Vampiro,
de espaldas a mí, quien contempla el baño de ocre que el sol dedica sobre los techos.
Empuño mi arma y amartillo. El Vampiro gira con la lentitud de una tarántula con los
brazos cruzados. Sin cambiar de posición, de su persona brota un sonido similar al que
yo produje. De uno de mis bolsillos extraigo una filosa sevillana y la acciono. Se oye
otro chasquido y mi primo descruza los brazos mostrando un pistolón de dos tiros en
una mano y una navaja en la otra. Le comento que me da gusto encontrarlo prevenido.
Salió hace poco de prisión y me reclama que tardé tanto en convocarlo a la acción.
Entramos ambos al pequeño cuarto y veo en las paredes viejas fotografias.
En algunas está El Vampiro junto a sus padres cuando la fortuna les sonreía y la fábrica
trabajaba a pleno. En otras, estamos luciendo largas cabelleras y motos brillosas mi
amigo, mi hermano Carlos y yo, muchos años atrás. El Vampiro toma lo esencial y
rociando el resto con nafta, incendia el lugar. Mientras nos alejamos en la Indian, las
llamas refulgen contra el cielo casi oscuro.
Entre tanto, El Gitano y los mocosos habían adoptado las modalidades delictivas
propias de los piratas del asfalto. Con los contactos del Gitano, logran reducir
inmediatamente las mercaderías obtenidas en los caminos. Los adolescentes están
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engolosinados por la vida nocturna y demoran indefinidamente el regreso a su lugar de
origen.
Junto a mi primo dejamos a la dama de hierro en un lugar seguro y pedimos prestado
un automóvil con el que nos dirigimos raudamente a visitar a un compañero de trabajo
de Carlos. Dicho sujeto nos chimenta la idea de Carlos de unir su destino al de la joven.
Yo tenía referencias bastante precisas acerca de La Cañonera e imaginé el devenir de
los sucesos. Pasamos luego por el hospital donde no se produjeron novedades.
Comenzamos a policear la casa de mi hermano y notamos la presencia de los intrusos.
Esperamos a la madrugada e ingresamos a la finca donde encontramos al trío rebasado
de drogas, desnudos y bailando cumbias. A fuerza de culatazos los redujimos y atamos
fuertemente a sillas. Como no encontramos a la joven, mi amigo les aplicó a todos un
par de cachetazos amansadores que dieron inmediatos frutos. Nos dijeron donde
encontrar a Marcela y donde escondían el producto de los robos. Hicieron responsable
de todo a Mamá Ríos y pedían por lo más sagrado no ser lastimados. El Vampiro,
asqueado, volvió a pegarles reiteradas veces para que se callaran.
Siendo las cinco de la madrugada dejamos al grupo entre sollozos y súplicas para
dirigirnos a una discoteca situada en Villa Domínico, propiedad del Polaco. Para
disimular las armas, nos pusimos largos sobretodos, detalle por el cual resultamos
sospechosos, ya que el calor imperante era insoportable.
Estando en el interior fuimos abordados por un ciclópeo empleado de seguridad. Le
pregunto por una copera llamada Marcela y el sujeto contesta "¡onanista!", y me indica
que apoye mis manos en la barra a fin de palparme. Con El Vampiro nos estorbamos
para pegarle. Al caer el hombrón al suelo, varios de los presentes le dedicaron furiosos
puntapiés, lo que nos hizo pensar que el sujeto había tenido un comportamiento
bastante abusivo en el pasado.
Resueltamente me dirijo a un grupo de muchachas con caras de putitas finas
apoyadas en la barra, y pregunto por alguien proveniente de La Cañonera. Una se
identifica y tomándola del cuello me dirijo hacia la puerta en momentos en que veo a
mi amigo rodeado por media docena de policías de civil con pretensiones de dedicarle
un manoseo rudo. El Vampiro extrae su pistolón y luego de que nuestras miradas se
cruzan, dispara certeramente sobre la caja de fusibles. La súbita oscuridad se hace total
y mientras muchos aprovechan a tantear traseros femeninos, nosotros a puro codazo
logramos llegar hasta la puerta y escapar con las armas pegadas al cuerpo.
Mi primo y Marcela se quedan en el hospital cuidando a Carlos. Yo soy presa de una
gran euforia y en ese estado llego hasta donde están los tres atados. Los encuentro en
la misma posición.
Lamento el no poder controlar mis impulsos pero enceguecido por lo acontecido decoro
sus cuerpos con amplios hematomas, castigando preferentemente donde el cuerpo de
mi hermano más fue afectado.
Pasaron varios días así. Les vendé la boca para no oír sus súplicas y cada tanto les
aplicaba. No comieron ni bebieron en todo ese tiempo. Llamé periódicamente al hospital
esperando cualquier novedad sobre Carlos para proceder. Al cumplirse una semana de
ese estado de cosas, hablo por teléfono con El Vampiro y recibo novedades. Separo a
los tres de sus sillas y los arrastro hasta el automóvil. Paliceando duramente la máquina,
llego hasta una zona rural indefinida donde expulso a los suje- tos. Les aclaro que el
hecho de que sobrevivan se debe a que mi hermano ha entrado en franca mejoría y
que basta la menor queja sobre ellos para que vaya a buscarlos donde fuese. Y así,
totalmente desnudos, se alejaron por la ruta con un andar las- timoso y varios huesos
rotos de seguro.
Esa tarde, pasé por el hospital para enterarme que Carlos estaba totalmente
consciente. Retiré al Vampiro sin entrar a la habitación. El dinero de los robos se lo
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dejamos a Marcela. Carlos pidió verme pero la realidad es que hacía varios años que no
me hablaba. Creí que si nos reconciliábamos sería conveniente que fuera porque ya iba
siendo tiempo y no porque se consideraba en deuda conmigo.
Desde aquel instante, Mamá Ríos y sus facciones habitan sólo en el reino de la
memoria.
LA ESPECIE
POR SIEMPRE INDOMITA
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que hizo que aquellos terrenos carecieran casi de valor. Por otro lado los arácnidos,
atraídos por la cantidad de moscas, pululaban por doquier. Aquel sitio resultaba, de tal
modo, una suerte de cementerio de elefantes.
Todos los no nativos que circulábamos por sus calles arribábamos con la intención de
escondernos por diferentes motivos.
Contaba con algunos parientes allí, todos en estado desfalleciente en una sofocante
tarde de diciembre, mientras la gran cantidad de maquinaria agrícola en desuso
abandonada en las inmediaciones se calentaba y enterraba ante nuestra vista en un
proceso de siglos. Me permití trazar el siguiente comentario.
No es posible que un hecho notorio se produzca en este entorno tanto como para
afectamos ... No podría ser ...
La llamada "casa de los indigentes" quedaba un tanto apartada del pueblo sobre una
colina. En una ocasión, fuimos hasta allí con mi primo Manuel sólo a curiosear y nos
encontramos con el mismísimo Angel Peralta durmiendo la siesta a la soleada
intemperie, protegido del azote del viento invernal por unas escasas ropas. Peralta,
quien cuarenta años atrás resultara el mayor portador de terror de la zona, ahora se
hallaba convertido en un pequeño ovillo de canas, con la bragueta empapada y un
charco de orín al lado. Despertó y desde su desdentada caverna brotó la voz de un
abuelo, habló con fluidez pero confusamente, tratando de espiarnos a través de sus
cataratas para luego volver a dormir.
Hurgamos en la vivienda. Esta había sido construida a principios del siglo veinte y
habitada alternativamente por cuatreros y matones pagos, protagonistas de
innumerables y olvidadas refriegas políticas. El piso era de tierra húmeda y totalmente
desparejo. Las paredes, ennegrecidas por gruesas capas de hollín, fruto de fogatas
realizadas en el interior desde hacía decenios. El techo estaba alto y agujereado. El
hecho de imaginar las historias que allí se habían tramado me produjo vértigo, como si
me hubiera asomado a un abismo.
Años atrás, aquel refugio estaba ocupado por alrededor de siete hombres. Hubo un
severo problema entre ellos y Manuel. Los siete sujetos corrían a la par; alcohólicos,
aspecto de pordioseros y ladronzuelos. La vorágine aliada al paso del tiempo los había
quebrantado robándoles lo que en algún momento les sobró: vitalidad. El único crimen
que les conocí fue el asesinato de un joven santafesino débil mental. Aparentemente,
la víctima había poblado sus filas en un primer momento.
Se comentaba que lo tenían como mujer.
Trascendió que en una fiesta de alcohol y sexo anómalo los demás asfixiaron al joven
y luego lo enterraron en un profundo pozo realizado en una de las habitaciones. Sé
positivamente que así fue.
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Los hermanos se deshicieron del cuerpo depositándolo en las vías del ferrocarril.
Igualmente sus compañeros de morada se enteraron de lo sucedido y dedujeron el
resto, por lo que pusieron en jaque a Manuel acusándolo de entregador. A los
verdaderos culpables no los enfrentaron por temor, pero para no ser víctimas de una
pasiva aceptación de los hechos, juraron hacerse cargo en algún momento de mi primo.
El finado también era un caso bravo. Recuerdo que sufrió una herida cortante muy
pronunciada en el cuero cabelludo por el roce de una chapa. Para cubrir dicha herida,
Zorrino usaba permanentemente una gorra de lana y se quejaba constantemente de
dolores de cabeza. Estábamos sentados en círculo los habitantes de aquella casa, unos
amigos míos, y yo. Angel Peralta le dijo al líder "sácate esa gorra apestosa", y se la
corrió con el revés de la mano. Con el mismo gesto le levantó el cuero cabelludo y un
torrente de gusanos rodaron por el rostro de Ortega. Varios de los presentes tomaron
distancia urgente, presa del más intenso asco.
A Manuel lo afectó severamente lo acontecido.
Se sentía directamente culpable y temía represalias. Sentados ambos al margen de un
río, analizábamos lo sucedido. Manuel acostado boca arriba comenzó a frotarse los ojos
con los nudillos, primero con paciencia y luego fuertemente, cada vez más. Me di cuenta
que estaba tratando de enceguecerse e intenté quitar sus manos de allí.
Forcejeamos un instante hasta que conseguí hacerlo desistir. Manuel y su esposa se
fueron hacia la costa atlántica a trabajar con unos parientes de ella hasta que todo se
calmara.
En aquel tiempo yo noviaba con Virginia, adolescente empleada doméstica de unos
ricachones de la zona. La visitaba en su lugar de trabajo cuando se encontraba sola
pero a sabiendas de los dueños. Mi amor se ponía en cuatro patas encima de la mesa
usada para comer y abría sus fauces anales lista para recibirme. Sus patrones
simpatizaban conmigo.
En cierta ocasión, Virginia me comentó que la dueña de casa estaba afligida por la
insuficiencia sexual que sufría su marido a causa de una enfermedad congénita. Deduje
que ambas mujeres habían alcanzado cierta intimidad porque mi novia me propuso que
satisficiera sexualmente a su patrona. Y lo hice. La susodicha fingía ser una enamoradiza
pero cuando gozaba, siseaba como una serpiente. Temí que en cualquier instante sus
caricias bucales terminaran convirtiéndose en caníbales mordiscos, por lo que comencé
a tomar distancia del dúo.
Me invitaron a una fiesta y concurrí. En ella estaban presentes una mayoría de
comerciantes y profesionales de la ciudad. La anfitriona no perdió oportunidad de
humillar a su esposo. Bailaba ridículamente delante de él mientras éste trataba de
mantener una conversación seria con algunos invitados. Luego me condujo de un modo
alevosamente evidente a su dormitorio e hicimos el amor allí.
La mujer me confesó que su marido era homosexual y suplicó que también le diera de
comer. Me negué. Ella insistió y me invitó a vivir a su casa por tiempo indefinido,
disimulando mi presencia con un absurdo puesto de custodia personal.
Intenté olvidarme de aquellos tres y de la dirección de la casa. Ahora bien, la señora
aquella reclutó en su séquito de amantes a uno de los hermanos Ventura y sintiéndose
despechada lo apuntó en mi contra. Recuerdo que al salir de casa temprano, me
encontré con el enamorado bajando de su flamante automóvil. La huida de mi primo
Manuel había desprestigiado tanto nuestro apellido, que éste truhán la imaginó fácil.
Con la mitad de un cinturón enroscado en la mano y la hebilla haciendo de péndulo
golpeaba un neumático. Apenas lo vi, me dirigí a él como un rayo y lo apunté con mi
trozador de especies animales, un treinta y ocho largo de gran formato. El Ventura
enmudeció y selle su pésima actuación con un beso de la culata de mi arma sobre sus
dientes.
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Los tres hermanos anunciaron por la ciudad la ocurrencia de darme un escarmiento.
Lo inconveniente de la situación estaba empezando a resultarme tedioso, por lo que me
dirigí hasta la ferretería de su propiedad y mientras me contemplaban enmudecidos les
anuncié lo siguiente:
-¿Les pasa algo a ustedes, culos de puto? Sé que son buenos cuando se trata de
enfrentar todos contra uno, pero ahora resulta que vengo a ustedes y los invito a que
demuestren lo nerviosos que son ...
-Escupo sobre ustedes y sobre sus familias (tomando la culata), con mi amigo
estamos impacientes para sacudirles la tierrita.
Volví a la ciudad que me vio nacer. Las huestes de antaño se encontraban ahora
desperdigadas.
Muchos de aquellos viejos callejeros estaban ahora casados. Que en paz descansen. Al
único que encontré firme en su ideología fue al Oso Hetcher, descendiente de suizos.
Oso verdadero. Medía casi dos metros con veinte centímetros y pesaba doscientos kilos.
Voz y gestos de niño. Era perfectamente normal y le gustaba jugar al fútbol con las
criaturas que lo trepaban como a una montaña de carne. Era todo sentimiento. Los
únicos problemas del Oso eran el alcohol y su padre, un permanente alterado y
camandulero viejo. Hetcher tenía devoción por su madre y en cierta ocasión en que
regresamos de una fiesta, la encontró brutalmente golpeada por su progenitor. El Oso
condujo amablemente a Don Hetcher hasta el baño y cerró la puerta con llave.
Seguidamente lo invitó a sentarse en el inodoro y a continuación rompió a puñetazos el
lavatorio y los espejos, arrancó el botiquín, separó sus partes, destrozó el bidet y todos
los percheros. Con un pesado resto del lavatorio, arrojándolo hacia arriba, arrancó parte
de la claraboya. Rompió a golpes de puño los azulejos que pudo para, finalmente, con
sus manos ensangrentadas, abrir la puerta permitiéndole a su padre salir ileso. Mi amigo
sufrió una gran depresión a raíz de esto y se enclaustró en un lugar desconocido para
todos, allí vació parvas de botellas de ginebra. Pero era fuerte El Oso. Sin haber hecho
mucho deporte, tenía más centímetros de bíceps que muchos fisicoculturistas. Lucía
una larga y lacia cabellera rubia.
Cuando me vio de regreso emitió un alarido que mis oídos registraron como
interminable. Me zamarreó como a una escoba y finalmente me sentó sobre sus
hombros. Paseamos juntos. Un policía de nuestra edad, que se había criado en la misma
zona, lo encontró a mi amigo y le barboteó lo siguiente:
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-Si llegás a verlo a José, decíle que sabemos que hasta hace poco estaba viviendo
en cierta ciudad de la que se fue cuando se tenía que haber quedado. Por acá está todo
bien con él, hasta que deje de estarlo. Coméntale eso nomás, por algo nos conocemos
de criaturas.
-Si tenés tanta fuerza como asegurás, te apuesto todo el dinero que tengo a que no
podés levantar la parte trasera de ese Valiant durante treinta segundos.
Mi amigo nada dijo. Se paró frente a un árbol y lo empezó a hacer oscilar. Hasta a mí
me impactó verlo a Hetcher en semejante estado de posesión.
Finalmente abandonó al vegetal totalmente cruzado sobre la vereda. El fanfarrón
entendió el mensaje. Pagó.
Tuve un sueño. En ese sueño un ala maloliente me cubría. Veía a un enorme pájaro
oscuro volar por encima mío en un cielo gris de contaminación y en vísperas de
tormenta. Ruidos de fábricas poblaban el espacio sonoro. El ave parecía flotar en vez
de volar. Descendía sobre mí con pequeños giros hasta que me aplastó con una de sus
enormes alas. Sabía que estaba en una habitación acostado y me preguntaba en ese
instante quién había podido quitar el techo como para que me encontrara en esa
situación. El olor del interior del ala era apestoso, como el tufo de genitales humanos
transpirados.
Me agité hasta despertar.
Anduve dos meses así, yendo y viniendo, viviendo de la calle. Hasta que se produjo
una mala jugarreta de la policía. Faltaban unos metros para ingresar a la pensión que
ocupaba, ubicada en el Cruce Varela, cuando alguien gritó "¡Quieto ahí, policía!". Giré
y me encontré con la punta de un arma, el nido de la muerte enfocando mi cabeza.
Grité:
-Si vas a tirar, hacélo policía puto. Pero asegúrate de no errar, porque si no quedo
bien muerto te voy a buscar hasta debajo de las baldosas o en la vagina de tu madre.
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inmediatamente a un colectivo de breve recorrido y logré huir con la imagen de una
fractura de fémur superpuesta a la visión que percibía. La pierna se hinchó y ennegreció
pero no se había roto. Por medio de otro amigo conseguí una apestosa habitación
destinada exclusivamente a ocultamientos como el mío y comprando alcohol y algo de
comida enlatada pasé allí más de un mes.
En aquel cubil no había luz eléctrica, por lo que hasta los últimos días que estuve no
pude apreciar el alto cielorraso. Cuando dispuse de una portátil, iluminé el techo de la
habitación y enmudecí.
Arañas enormes, grandes como mi mano, pendían amenazadoras sobre mi cabeza.
Durante días y noches enteras las había tenido allí. Muchas, imposible contarlas. Se
movieron con pereza.
Hastiado por el encierro y algo recuperado de la contusión, salí de madrugada a
reconciliarme con la naturaleza. El aroma producido por el cambio de estación me traía
a los sentidos sensaciones deliciosas, casi perdidas en la noche de los tiempos.
Caminaba y sentía que pisaba algodón. Con mis manos podía tantear la temperatura
de diferentes corrientes de aire que me envolvían en distintos sentidos. Comencé a
caminar por los bordes de una desierta ruta hasta meterme por una arteria. Me recuerdo
arrodillado, muy dolorido a causa de los golpes, rodeado por más de media docena de
adolescentes perfumados. Cuando intentaba levantar la cabeza, me pateaban. No
querían ser vistos. Me habían registrado sin encontrar nada y no tuve la precaución de
salir armado. Eran chicas y muchachos buscando algo de efectivo antes de ir a bailar.
Una adolescente los comandaba con mano de hierro. La individualicé porque llevaba
sobre sus botas un par de espuelas de bronce. Ella dijo "A ver, conchas, como a su
peor enemigo".
Seguidamente tres delgadas jóvenes se abalanzaron sobre mí chillando con golpes de
puño y patadas. Los varones reían y yo rodaba intentando alejarme. En determinado
momento conseguí ponerme de pie y entré en un jardín. Toda la pandilla de jóvenes
rodeó el frente de la vivienda impidiéndome huir. No lograba ver sus rostros. Una
integrante del grupo vino a mí con una pierna en alto y la frené con un gancho al
mentón. Sus compañeros aullaron furiosos y se abalanzaron. En ese instante, el dueño
de la vivienda abrió el postigo de la puerta y disparó dos veces al aire produciendo una
inmediata dispersión. Al rato salió con su familia y al verme tan contuso, se
compadecieron.
Tratándome con paciencia y buen tino, curaron mis heridas y sólo me permitieron
marchar al amanecer, cuando ya no había rastros de las criaturas de la noche.
Algo se había quebrado severamente en la realidad, pensaba. Nunca había sufrido una
sucesión tan nefasta de acontecimientos. ¿Y desde cuándo?
De repente, un haz luminoso surcó mi mente y empecé y terminé de entender. Las
situaciones que en la vida se producen tejen estructuras, y esas estructuras no son
tantas como uno puede llegar a suponer. Son bastante pocas y los humanos están
porfiando desde la época del Imperio Romano, y desde mucho antes también, en
resolver absolutamente todo a través de ellas, siempre del mismo modo. Lo único que
cambia es la arquitectura y la indumentaria. Y hasta que uno no grafica correcta- mente
cualquiera de esas estructuras en su interior, viviendo el principio, el nudo y el
desenlace que la componen, no puede escapar a las mismas viejas trampas. Yéndome
de aquel lugar sólo demoré lo inevitable, y lo hice por seguir el ejemplo fresco de mi
primo Manuel, o sea por pereza. Tiene que ver con la selva, me decía reflexionando. En
la selva, el ejemplar fuerte prevalece y tiene las de ganar. La esencia de las cosas se
condiciona en su favor.
Cuando una manada de antílopes es atacada, los animales viejos y enfermos son los
que muerden el polvo así el resto escapa. No importa lo que uno diga o intente
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aparentar, la madre naturaleza no se deja engañar y soba los genitales al
verdaderamente fuerte y sacude con violencia al débil para que no sea idiota. Si uno
huye antes de conocer en carne propia el resultado de una vivencia así, está enunciando
a gritos su debilidad.
Me reencontré con El Oso. Con una de sus manos tomó las mías, con la otra me
envolvió la cabeza cariñosamente, se ofreció a romperle los huesos como a una paloma
a todo aquel que me molestara. Me pidió que dejara de trotar y me quedara a trabajar
con él en la verdulería que heredó de sus padres. Nos despedimos. Al abrazarnos,
incontables lágrimas salieron despedidas con fuerza en todas direcciones.
Esa noche vi un par de espuelas en la terminal de trenes. Eran de bronce. Las llevaba
puestas una erguida yegüita de largos cabellos negros. La acompañaban dos chicas y
dos jóvenes muchachos. Los observé un par de horas. El grupo estaba vestido como
para una fiesta juvenil. Pasada la medianoche subieron disimuladamente a un tren fuera
de servicio. Los seguí. Se encerraron todos en el furgón. Aproximándome, sentí un
fuerte olor a marihuana. Irrumpí sorprendiéndolos.
La yegüita me observaba.
-¿Comprar qué?
-¡Esto!
Me había envuelto el puño derecho con una cadena pequeña. Al que me hablaba, lo
tumbé de una trompada en la garganta, a una de ellas la puse en cuclillas con un
puntapié en la entrepierna. Me cansé de pegarles a todos por igual. Luego les robé el
dinero que llevaban y me alcé con una formidable campera de cuero que me hacía falta.
- Y esto es para empezar, abusadores. ¡Cada vez que los cruce les voy a dar dosis!
-Sí
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Pagué y salí de aquel sitio. La zona de Constitución estaba casi desierta con la
muñeca caminando a mi lado. De improviso, en una calle oscura, me llevó suavemente
contra una pared y arrodillándose me dedicó una intensa fellatio.
Terminé en su boca, en sus labios. Se prendió de mi cintura y no me soltó hasta entrar
en la habitación de un hotel para parejas. Prácticamente me violó. Tenía inscripciones
en los brazos a la altura de los bíceps escritas en latín con letra gótica. Su cuerpo era
magnífico, sus manos delicadas. El único mensaje que dejó fue un teléfono escrito en
la almohada. Desperté solo a media mañana. Me entristecí.
Con el sabor de la saliva de aquella joven en mi boca caminaba por una desierta
Buenos Aires mientras un fuerte viento se empecinaba en pegarme hojas secas al
cuerpo.
Abrí la ventanilla del tren y un torrente de tierra con aroma a campo entró gustoso.
Cerré la ventanilla guardando una porción de ese aroma.
Visité a mis contactos de aquella ciudad enterándome que los Ventura se habían
propuesto perjudicarme en serio y habían hecho en total tres denuncias, a pesar de que
yo había huido de la zona. Enceguecido, visité a la ricachona. Aún conservaba la llave
de la casa e ingresé por el fondo sorprendiendo a la mujer en el living. En un primer
momento, al verme, la mujer expresó pánico, luego comenzó a excitarse. Me alcanzó
un cinturón para que la golpease, y adoptaba posiciones sexuales, se arrancó la ropa,
suplicaba que la violara con violencia, en medio del delirio tuvo un orgasmo.
También me lamió los borcegos. No pude tener una conversación seria con ella. Le
aconsejé que se hiciese revisar por un especialista.
Al volver los Ventura a su casa quinta, se encontraron con la superficie de su
automóvil más lujoso estropeada por varios hachazos, los parabrisas habían explotado,
el tapizado surcado por cortes de navaja. Los llamé esa noche por teléfono asumiendo
toda responsabilidad por el daño causado. Los pancistas estaban verdaderamente
asustados y les di a elegir: o retiraban las denuncias o les iba a dar para que tengan.
No querían retroceder los muy guarros, así que la noche siguiente me arrodillé frente a
los amplios cristales de sus dos comercios y se los resquebrajé mediante cortafierro y
martillo. Aceptaron claudicar y retiraron las denuncias. Una era por asalto a mano
armada, otra por tentativa de violación contra una mujer a la que supuestamente habían
sobornado, y otra por abigeato.
Me condicioné mentalmente a tomar un recreo, siempre regido por una total aversión
a cualquier trabajo. En un instante de debilidad llamé a las espuelas, ella se mostró
sorprendida y alegre, me confesó su deseo de huir de su medio ambiente y de, si yo así
lo aceptaba, venir a vivir una temporada conmigo. Me sentí conmovido. Era la primera
vez que una mujer me proponía tal cosa.
Insultos y empujones, las esposas dolían de tan apretadas. Un policía tomó mi arma
y la mostró a los parroquianos. Más insultos y a la parte enrejada de la furgoneta, de
allí a la comisaría.
Rompehuesos Silva, eterno comisario de la ciudad, me recibió en su despacho al día
siguiente junto a otro detenido, uno de los indigentes. Los dos sentados y esposados
frente a él, escritorio de por medio.
Toda la familia Ventura se había ido de viaje, a vivir unas anticipadas vacaciones de
invierno.
Después supe que me había ganado otro enemigo de peso, el temido padre de los tres
hermanos.
Mientras el comisario hojeaba sus papeles y murmuraba a punto de empezar a
cacarearme, uno de sus asistentes giraba con lentitud alrededor de los tres. De
improviso, tomó una guía telefónica y con ella castigó fieramente al sujeto que tenía a
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mi lado. El comisario fingía no enterarse. El indigente desfallecido fue arrastrado fuera
de la habitación. Me dieron así un mensaje.
-José Campusano, ¡linda porquería!. .. A ver, ¿qué quiere que hagamos con usted?
¿Que lo transformemos en carne muerta, en carne machucada o que se la tiremos a los
presos para que lo colen?
Para nosotros el esfuerzo es el mismo, piénselo, no se apure a contestar.
-No pienso hacerlo, usted dispone aquí dentro y seguramente ya sabe lo que va a
hacer. Llegado el momento en que me toque decidir, yo también sabré qué hacer.
-Si usted tiene un concepto tan elevado de cierta gente no podremos siquiera iniciar
una conversación.
Silencio.
Volvió a las carcajadas.
-El Viejo es un cabrón de los peores. No fue parido, lo cagaron. ¡ Salió enganchado
en un pedazo de mierda! Pero eso no quita que nos llevemos bien ... Es como todos,
Campusano, como la vida misma.
-Aunque vos no lo sepas, a estas horas tendrías que estar tirando cañitas voladoras,
la suerte ha llegado por fin a tu puta vida. Soy tu suerte y tu amo.
Si estás ahora frente a mí, es porque al margen de todo lo evidentemente negativo que
tenés, dispones de una cualidad, no sos idiota, no dormís.
Sabes perfectamente lo que no conviene, bailas tu canción y le escapas a la canción de
otros como sapo a la guadaña. Eso para mí, vale. Pero no podes negar que hasta ahora
no te ha ido muy bien. No tenés nada, sos nada. Dispones de un arma, una campera
de cuero y nada más.
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-Lo que pasa es que el capital que yo busco no es visible.
-¡Basta de decir tonterías! ¿Acaso querés terminar como tantos otros, con várices en
los testículos producidas por la picana eléctrica, confinado en la parte más oscura de la
tumba, sin familia ni nadie que te recuerde, chorreando mugre por el costado a causa
del estropicio causado en tus intestinos por proyectiles policiales, muriendo con sangre
de preso en las venas? ... Lo que te propongo, es que salgas a ganar con mis datos y
mi protección. Si aceptas, quiero que sea porque terminaste de entender qué es lo que
más conviene, porque si aceptas a regañadientes te vas a fugar a la primera
oportunidad, y cuando en algún lugar del país la policía te ubique, y podés estar seguro
de eso, para ese entonces te vamos a enchufar hasta los delitos de Juan Moreira. Te
puedo jurar que te van a traer conmigo y volveremos a estar frente a frente como
ahora, y vas a odiar a tu madre por haberte parido.
-Por lo pronto, vas a una ciudad vecina como internado en un hospital psiquiátrico.
Allí tengo un par de personas ya operando. La causa va a estar en suspenso. Mi gente
se encarga del papeleo. Lo que les importa a los Ventura es dar la imagen de que ellos
te cogieron a vos y no al revés. Van a aceptar lo que les diga.
-Acá no manda Rompehuesos, mando yo. Acá soy dios y demonio. Podés llegar a
tener problemas con cualquiera menos conmigo, porque yo no te lo permito. A mí me
puede no gustar un tipo por ser gordo y me puede no gustar el mismo tipo por ser flaco.
Yo soy así porque a mí sí me lo permito, no hay lugar para otro como yo. ¿Soy claro?
-¿Soy claro?
Empecé a avanzar.
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Los vehículos pararon en formación delante de mí, siete motocicletas importadas de
gran cilindrada, todos sus propietarios con equipo de cuero negro. El Indio Sotelo
descendió y me abrazó. En sus ropas había manchas de sangre, tripas secas de pájaros,
plumas e insectos pegados. Amantes de la ruta y de las velocidades extremas. Me
llevaron los quinientos kilómetros necesarios para salir de la provincia en dirección
norte. Me dejaron en una estación de ferrocarril y se despidieron efusiva-
mente. Yo les resultaba un igual, pensaban que algún día volvería a integrar el grupo,
hecho que efectivamente se produjo unos años después. Se fueron los habitantes del
camino sin dejar ningún vestigio concreto de que alguna vez estuvieron.
Por fin alcancé un amanecer de Villazón en la frontera con Bolivia. El olor acre que todo
lo impregnaba resultaba ahora sinónimo de calma, una posibilidad concreta de
abandonar momentáneamente el rango de fugitivo. Me ubiqué sobre una marea de
bultos dentro de un lento tren con gente hasta los techos y de allí a Oruro. No era mi
primera incursión en esos terrenos.
Me encontré con otro hermano de sangre, Leonel Méndez, contrabandista viejo. Le
tejí una reseña de mis últimos días y como buen hermano propuso volver para pisar las
cucarachas. No quise comprometerlo en ese sentido pero sí en otro. Le pedí que me
consiguiera lo necesario, cuestión de meterme solo en el corazón de la selva, a cumplir
con un viejo anhelo: extraer oro. Leonel empezó a caminar en cualquier sentido, sabía
que era inútil gastar saliva tratando de convencerme de lo contrario. Mi deseo secreto,
conocido sólo por él, era el de copar algún cargamento minero de extranjeros. Decía mi
amigo que la selva boliviana es una prolongación del reino del tío (el demonio).
Muchas situaciones atroces han ocurrido y seguirán ocurriendo allí, por lo que cada
vegetal, cada partícula de tierra estaba teñida de lo que él llamaba "corriente negativa".
Mi amigo era creyente mormón, tenía contactos en varios países y algunos amigos
norteamericanos, por medio de los cuales había realizado un par de viajes a los Estados
Unidos.
- Viví solo en la selva durante casi un año, sé por qué te prevengo de ir.
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mucho tiempo para obtener apenas unos cuarenta gramos. Pero no era por el dinero,
repetía con la esperanza de convencerme.
El alimento lo proveía la abundante vegetación, una dieta invariable que terminó
resultando asqueante. A fin de distensionar, me encontré en "hobbies" tales como la
masturbación.
Sentí el chistido, como si una hoja de afeitar me hubiera rozado la espalda. Me paré
y quedé erguido, inmóvil. Otro chistido bien nítido. Leonel había repetido tediosamente
que nunca acudiera a un llamado de ese tipo, aseguró que me encontraría cara a cara
con lo que yo entendía por un fauno, y ante su mirada padecería un fuerte
obnubilamiento, por el cual seguiría incondicionalmente a la criatura hasta rincones
profundos y oscuros de la selva, desde los cuales no podría volver. Prevenido como
estaba, llevaba un espejo en el bolsillo, lo alcé y vi que a mis espaldas sólo estaba la
generosa vegetación. El chistido se repitió unos cinco metros y era muy humano, lo
ignoré y proseguí con mis tareas. En varias ocasiones se repitió idénticamente esta
situación. Vagabundeando, ubiqué un gran pisadero de cocaína. El trato para los
trabajadores de allí era brutal. Desde la espesura apunté con mi arma durante largo
rato a uno de los capataces. Se me hacía agua la boca pero me contuve.
Volví a las márgenes del río; sabía que era pasible de una severa reprimenda. Los
norteamericanos habían arrendado de por vida las mejores parcelas para la obtención
del noble metal, pagando a principios de siglo monedas a los gobiernos bolivianos.
Leonel decía "empezaron los incas, después los españoles, ahora los yanquees". Se
llevaban toneladas de oro, hasta que no hubiera más.
Protegían el territorio a explotar con capataces armados. En esos momentos yo estaba
en una de sus parcelas.
Conseguí lo que me había propuesto, perdí totalmente la noción de la estación del
año en la que me encontraba, la barba llegó hasta el pecho y el cabello por debajo de
la altura de los hombros.
El apéndice calibre treinta y ocho siempre presente. Hacía tiempo que no me sentía
orgulloso de mí.
"Por sentirme como me siento ahora (me dije) ha valido la pena nacer".
En una madrugada me despertó la procesión.
Los sentí pasar al lado de mi carpa. Experimenté tanto miedo que hubiera cortado
cualquier cosa que tuviera entre los dientes. Los integrantes de esa procesión
murmuraban en un idioma muy similar al castellano pero aún así no logré identificar
una sola palabra. Pasaban a centímetros de donde yo estaba escondido, arrastrando los
pies. Cobré compostura al sentir el caño de mi arma apoyado en mi quijada. Yo la
empuñaba. Leonel había pasado por lo mismo y aseguró que la procesión era de
criaturas infernales.
Costra en todo el cuerpo, la cara percudida, iba al pueblo cada tanto y compraba lo
obtenido a otros como yo. Me había propuesto olvidarme de mi aspecto. Valiéndome de
un machete, construí una tapera sobre mi carpa.
En una de las visitas al poblado lo vi al "Inmenso"; más pequeño que El Oso pero
enorme al lado mío o de los lugareños. Era un negro de raza de más de cuarenta años
cambado a causa de la guerra de Vietnam. Lo único que me importaba era el hecho de
haber acumulado entre lo que rescaté del río y lo que junté, alrededor de quinientos
gramos de oro. El grandote se abalanzó resuelto.
Hablaba en castellano y me dijo que venía de parte de un amigo común, de Leonel
Méndez. El morocho era oriundo de Los Angeles, Estados Unidos.
Trabajaba como mecánico de autos de carrera. Una vez que se repuso de las heridas y
de la psicosis de la guerra, se propuso a sí mismo ahorrar seis meses todos los años,
trabajando una cantidad insostenible de horas, para dedicar los seis meses restantes a
recorrer los sitios más alejados del turismo de todo el mundo. Rogué que no atacara
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con detalles de sus guerras y consecuencias. Amagó pero se orientó en otro sentido.
Contaba que en uno de sus primeros viajes llegó casi de noche a un pueblo de montaña
de un país centroamericano. No había hoteles ni pensiones, por lo que se refugió en
una casa en ruinas. Esa madrugada fue despertado por las voces que provenían desde
unos cincuenta metros. Eran cuatro sujetos golpeando en una casa humilde. De
repente, los cuatro ingresaron de alguna forma a la vivienda y sacaron al ocupante de
los cabellos; lo despedazaron allí mismo con machetes. Desde sus días de guerrero, el
moreno llamado Vincent llevaba permanentemente una bayoneta disimulada contra el
muslo y bajo el pantalón. En otra ocasión, jugando a saltar de un pedregullo a otro en
las montañas de Asia, fue repentinamente rodeado por una pandilla de perros salvajes.
Lo mordieron en diferentes partes y él destripó a los que pudo. Con las heridas
infectadas llegó hasta un poblado donde fue socorrido por montañeses.
Trajo como contraseña una vieja fotografía tomada en la ciudad de Quilmes donde
aparecíamos Leonel y yo. Percibí que el moreno estaba dispuesto a despertar simpatía.
Me había esperado clavado en ese sitio por más de un mes. Cuando le pregunté si su
presencia se debía al hecho de estar él también interesado en el oro que extraían sus
compatriotas, puso cara de degollado. Se sintió descubierto. Inmediatamente intentó
convencerme de que un ataque cometido por un solo hombre seria suicida y que él y
mi amigo habían evaluado las posibilidades de realización del hecho, considerando que
entre dos seres convencidos por lo menos lograrían morir uno en compañía del otro.
Le comenté que la situación era tan vieja como mear contra un muro, unos humanos
intentando tomar un capital previamente usurpado por otros.
Preguntó el yanquee cuál era mi plan de ataque. Le dije que pensaba arrimarme al,
campamento por sorpresa arma en mano y pediría oro. En ningún momento les
sugeriría a los flamantes dueños de la fortuna que me agredieran, así que si lo
intentaban tenía la justificación necesaria en mi mente como para dispararles a
mansalva. Vincent dijo: "no descarto del todo la astucia de tu plan". Pero igualmente
sugirió que no había necesidad de correr riesgo alguno ni de lastimar a nadie. Mi
interlocutor también era mormón sui géneris. Acepte condicionalmente su presencia. Le
dije muy de frente que primero debía evaluarlo como persona. Nos arranchamos en mi
campamento. El moreno era hombre culto y de buen trato. Me oxigenó bastante su
compañía. Tres semanas después, por primera vez en mi vida, me acerqué a un
campamento de ese tipo. Entre las hojas observamos la extrema vigilancia con que allí
contaban. Estos, para dragar el río, contaban con un aparato con forma de platillo
volador asentado sobre patas, que se desplazaba de ser necesario. Con él, realizaban
la labor de veinte hombres. Los habitantes del asentamiento eran siete, tres
norteamericanos y cuatro bolivianos acretinados. Vincent aseguró que contaba con un
plan de probada eficacia. Después de varios días descubrí que mi compañero era adicto.
Lo descubrí inyectándose en las venas de los pies. La medicación que recibiera en
tiempos de guerra, lo había dejado dependiente de las sustancias. Tenía el vicio tan
asimilado que no experimentaba la menor variación en su voz o en su carácter después
de inyectarse.
Tres días después y con su mejor cara de niño explorador, entró al campamento. Me
acerqué lo suficiente para notar que el morocho fue recibido como un hijo pródigo.
Seguramente encontrar a un compatriota en un terreno inhóspito como aquel, era un
hecho agradable. En esos tres días consideré que tal vez mi compañero me estaba
delatando y que en realidad siempre había tenido un segundo plan. Pero de ser así,
¿por qué recurrir a mí? Pensé que al término del plazo, Vincent saldría de allí y me
buscaría en mi campamento a fin de transmitirme novedades.
Al amanecer del cuarto día estaba peligrosamente cerca del campamento y noté en
él una falta total de actividades. De repente, emergió Vincent de una casilla de material
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premoldeado y me llamó. Salí de mi escondite arma en mano y recibí un abrazo de mi
compañero.
La noche anterior se encargó de los norteamericanos. Primero los dopó durante una
borrachera y minutos antes de que yo apareciera los inyectó como para dejarlos
descerebrados por un par de días. Y esa mañana usó el mismo procedimiento para con
los bolivianos; un par de psicotrópicos y luego un picazo definitivo. Yo no podía asumirlo,
no podía resultar todo tan fácil. Mi compañero reía saturado de heroína. Le dije que a
mi juicio algo no era correcto; él había hecho todo el trabajo, se había arriesgado y
deshecho de la posible interferencia entre nosotros y el objetivo, yo no había movido
un dedo. Aclaró que mi función empezaba a partir de ese instante. Un hombre de color
de sus dimensiones no pasaría jamás desapercibido en un país andino, por lo que debía
transportarlo oculto fuera de Bolivia.
En un laboratorio encontramos lo nuestro. Siete kilos de oro más un puñado en bruto.
El metal estaba distribuido en delgadísimas y pequeñas plaquetas con inscripciones
sobre su peso y valor; ningún lingote. Por lo que dedujimos que la idea de los gringos
era sacarlo del país de contrabando.
El campamento contaba con una enorme antena de radio por la que se realizaba un
reporte diario a un campamento más grande. Tomamos un jeep de allí y huimos a Santa
Cruz de la Sierra, alquilamos un vehículo legalmente y parado sobre el acelerador
llegamos a Oruro. Leonel se negó rotundamente a aceptar un porcentaje por su auspicio
y me contactó con un sastre que me confeccionó una chaqueta especial que me permitía
llevar parte del oro encima. En algunas cuestiones mi amigo era estricto; ninguna
palabra de felicitación ni buenos deseos, pero se alegró de que estuviéramos bien.
Pagamos una guía para que nos condujera por senderos de montaña a fin de pasar a
Chile clandestinamente. Estuvimos con Vincent sin dormir casi tres días; no queríamos
detener por ningún motivo la huida. Hasta que llegamos a Iquique, el puerto libre sobre
el Pacífico. Aquella experiencia selvática insumió casi dos años de mi vida. Lo tórrido
del desierto de Atacama era llamativo; grietas enormes como de terremoto en un suelo
sin vida vegetal ni animal, remolinos de viento visibles por el polvo que elevaban,
taperas deshabitadas cada tanto. Me preguntaba cómo iba a hacer Vincent para volver
a su país con el metal. En el puerto me invitó a comer en un velero de gran porte allí
anclado; era suyo. El ladino había calculado todo.
Conocía algo, de mis historias en Argentina y me invitó a su país con el metal. Me
dijo que compraríamos una casa rodante y juntos atravesaríamos los Estados Unidos
de norte a sur y de costa a costa. Yo siempre había creído que aquel país estaba lleno
de gente loca y traidora, así que amablemente deseché su propuesta, contradiciendo
así en forma consciente un principio primordial que dice que "toda oportunidad está
para ser aprovechada, para bien o para mal, pero no para ser dejada de lado".
Por precaución realicé una documentación apócrifa en Antofagasta, para no correr el
riesgo de quedar detenido en la frontera argentino-chilena.
Tenía poco más de tres kilos y medio de oro. Vendí ese poco más obteniendo dinero de
sobra para paliar, por lo menos, ocho meses. Cómodamente sentado en un micro de
larga distancia no pude contener el deseo y saqué en varias ocasiones de su escondite
parte del oro, distribuyéndolo sobre mi abdomen.
Sin problemas con nadie arribé a la ciudad de Santiago del Estero, donde compré
una motocicleta de gran cilindrada algo baqueteada. Con ella al máximo de velocidad
en todos los cambios, pasé por alto innumerables puestos de policía caminera donde
intentaron detenerme. Adobado con dosis exageradas de alcohol y prorrumpiendo en
fuertes alaridos de combate, alterné entre rutas nacionales y polvorientos caminos
vecinales. Suculentos asados compartidos con paisanos desdentados y amables me
hicieron vivir varios días de fiesta vertiginosa.
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Cuando arribé finalmente a mi destino, el pobre vehículo perdía chocolate por entre
sus partes. Me desconocí a mí mismo tratando a un elemento tan noble como lo es una
motocicleta en la forma en que lo hice.
A algunas personas el dinero los ha hecho más conservadores, propensos a pensar
todo el tiempo en la propia imagen. A mí me liberó de una forma nueva que no tenía
antecedentes. Fui a visitar a un viejo amigo, ahora lugarteniente del jefe de una temida
hinchada de fútbol. En el lugar que lo encontré, había colgado banderas de diferentes
países. Las había obtenido por la fuerza a modo de trofeo. Me contó que entre sus
hazañas estaba el hecho de haber golpeado y obligado a huir a sanguinarios hooligans
ingleses. Tenía un par de muertes de fanáticos de otros equipos en su haber y armas
de la policía obtenidas en medio de trifulcas. En aquella ocasión conocí a dos rostros
difíciles, uno de ellos de gran incidencia en mis días a partir de allí; Ramiro y El Cerdo.
En un momento ambos me dieron la espalda y mi amigo me guiñó, indicándome que
los nombrados no estaban plenamente asimilados. Estos dos sujetos eran drogones de
los peores. El Cerdo, hijo de una conocida y vieja actriz de cine, abastecía a los adictos
de la farándula. Ramiro jugaba al bruto insolente, hijo de nadie. Olieron que tenía dinero
y me condujeron hasta una fiesta negra realizada en la zona de Belgrano R. Inicialmente
parecía una fiesta común, con gente joven y mayor de cuidado aspecto. Pero en
determinado momento, la anfitriona anunció que a partir de allí, el que así lo deseara
podía retirarse. Muy pocos lo hicieron. Luego explicó que se apagarían todas las luces
salvo una, y que los presentes debían quitarse toda la ropa y cualquier tipo de colgante
o reloj que hiciera identificable a su poseedor. Así sucedió. Mis acompañantes habían
volcado una montañita sobre la mesa y mediante el cuerpo vacío de dos lapiceras se
ocuparon de ella.
Cuatro minutos se mantuvo el recinto en penumbras y después la oscuridad fue total.
De puro excitado realicé un penetro y urgente a lavar el apéndice. El refriegue duró
cerca de una hora. Luego el proceso inverso, luz tenue, vestirse y continuar.
Después de aquel acontecimiento probé la bosta y fui a vivir con el duro Ramiro. Mi
compañero era un mocoso de diecisiete años apenas, pero tenía una piel de noventa.
Sus venas estaban encallecidas por los pinchazos. El dinero que había calculado para
ocho meses apenas duró un mes. En el trajín de visitar reductos de otros adictos, recibí
la gran noticia de que "Rompehuesos" el tremendo, había muerto de paro cardíaco
mientras jugaba un partido de fútbol. Les conté a los presentes cuál era el nivel de
vinculación entre el finado y yo y festejamos su expire.
Las sustancias avanzaron con la velocidad que les resulta propia, sabiendo que se
disolvían en un cuerpo inexperto. Las arrojé lo más lejos que pude luego de orinar sobre
ellas, para encontrarme al segundo siguiente sacudiéndoles lo mojado y asumiendo su
consumo como parte inherente de la vida.
Bajamos las escaleras en tropel. Los gomazos de la policía resultaban demoledores.
Uno me había llegado hasta la oreja y la sentía deshecha y al rojo vivo. Un perro de la
policía rodaba entre nosotros. El recital se había suspendido por desbordes de ambas
partes. Rapados y jóvenes luciendo erectas crestas aullaban, presa de la más profunda
indignación. El perro feroz terminó de rodar y antes que se despabilase, una lluvia de
patadas aplicadas con borcego puso fin a sus días.
Vendí más oro y puse el resto en un lugar seguro. En aquel ambiente deambulaban
las más precoces jovencitas adictas a la caza de alguien que las ayudara a paliar el vicio
y les colocara un techo cualquiera encima. Pero había perdido, igual que Ramiro, todo
interés en hacerles la porquería. Rostros de muñecas y traseros agresivos que dejaron
de significar.
Cuando se sentía mal, Ramiro lograba que su voz retumbara en mis oídos. No había
agua en la casa y él se arrodilló en la vereda capturando de un charco callejero el
elemento líquido a fin de inyectarse. "Total he muerto", decía.
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Al Cerdo nadie lo quería pero todos estaban chupándole el culo por sus contactos y
por las sustancias. El taimado los humillaba sin contemplación. Le rasqué su blanco
cuello con un vaso roto por meterse conmigo, mientras untaba un dedo y lo chupaba
me dijo que de ser él un infectado, podía arrojarme una gota de sangre a los ojos y los
infectados seríamos dos. Retrocedí y le apunté a los genitales, muy dispuesto a
dispararle. El Cerdo se retiró. Por mucho tiempo dejé de verlo.
Subimos a un taxi con Ramiro. Este le mostró al conductor su brazo escarbado con
jeringas y el arma; no hizo falta más, entregó lo recaudado. El dinero se iba como el
agua pero no por mi compañero si no por todo. Me estaba codeando con la novia más
cara y celosa, la cocaína. En Ramiro tenía el ejemplo más extremista de lo que me
esperaba, pero ambos dormíamos en la maldita constante de creerse uno, más que los
demás.
Nuevamente el juego de perder la noción de los días y meses transcurridos. La
mercancía siempre a mano y el hecho de tratar exclusivamente con quienes fueran
parte de lo mismo.
Ramiro otra vez de rodillas llenando una jeringa a la vista de muchos, dijo: "no estoy,
no me ven porque no estoy".
Le conté a mi compañero lo de Ventura y el "Rompehuesos". Lo tomó muy a pecho
y maldijo como el que más. Me insistió, pero no mucho, en ir hasta aquel sitio y terminar
lo pendiente. Le aclaré que sobre mí pesaba un pedido de captura por asesinato. El
aseguró que nada nos podían hacer porque éramos osamentas. Fuimos hasta aquel
lugar.
Con la barba y la ropa flamante nadie me reconocía. Esperamos a que el viejo cerrara
uno de sus comercios y se dirigiera a comer a su casa quinta situada en las afueras.
Íbamos a darle el peor susto de su vida. A mitad de camino, en medio de la ruta, le
atravesé el automóvil. El fornido viejo bajó ofuscado y se contuvo al escuchar la
andanada de fuertes insultos que le dediqué a él y a su puñetera familia. Me reconoció
y perdió todo aire soberbio.
Ramiro reía risueño. La verdad era que aquel fraude engreído y burgués desanimaba
por el sólo hecho de tenerlo cerca. Averigüé en ese instante que no me inspiraba
ninguna venganza ni me daban ganas de decirle nada. Lo traté de montón de mierda
articulada. Mi compañero reía a mandíbula batiente asustando aún más al infeliz. De
improviso, Ramiro clavó un puñal en el corazón del viejo.
Los tomé a los dos por el cuello y los separé. Ya nada se podía hacer. Intenté quitar el
cuchillo pero me resultó imposible, como si hubiera nacido allí.
Mi compañero repetía insistente "da lo mismo hacerlo que no hacerlo, total no estamos
en este mundo". Limpié el mango del arma y huimos veloces a nuestro origen.
Al poco tiempo me enteré que lo de las pruebas que me comprometían en la muerte
de Ortega era sólo una charla de borrachos entre el Rompehuesos y Ventura. Se habían
propuesto fastidiarme pero la verdad era que el caso nunca se había planteado.
Tuvo lo que se merecía por molesto. Para confundir, arrojamos unos saquitos a los
asientos.
Mi amigo, amante del fútbol, ya no era lo que fue. Ahora lucía un lustroso sobretodo
de madera.
Un grupo rival que lo había sentenciado desde hacía tiempo, le dio finalmente caza. Lo
ahorcaron colgándolo de un acoplado hidráulico. En el funeral, los camaradas de tantos
domingos festivos murmuraban, esperando el momento de la venganza. Lo velaron en
la humilde morada de los padres.
En determinado momento entre todos los hombres presentes (más de cien) tomamos
el féretro y lo paseamos en caravana por las calles de tierra de la zona. Algunos
clamaban venganza a gritos y otros disparaban al aire. La policía observaba desde la
distancia.
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A mi amigo Ramiro lo llevó una unidad coronaría. Yo no lo sabía aún pero su esencia
había partido; en éste mundo quedó sólo la cáscara. Entró en un estado comatoso que
su cuerpo superó por disponer de órganos fuertes, pero su mente se mantuvo apagada.
Permanece con otros vegetales de su tipo. Paciencia.
Decidí seguir manteniendo mi capital oculto hasta sentirme en condiciones de
disponer de él.
Me afeité y despegué las cascaritas de sangre seca de mis venas. Motivado solamente
por el deseo de experimentar un nuevo tipo de experiencia chocante, reveladora, me
aboqué a conseguir trabajo por medio de un periódico. Me disfracé de persona y luego
de ser rechazado en un par de sitios por la edad (29 años) fui asimilado laboralmente
por un carnicero como ayudante. Cruzamos dos palabras con el hombre maduro que
resultaron suficientes para saber que éramos dos descastados de similar estirpe. Algo
me indicó que era conveniente ser un tanto parco dentro de aquel núcleo. El carnicero,
de apellido Benavídez, era solterón. Tenía una úlcera a causa de la bebida blanca y la
voz tomada, una voz de lija como consecuencia de las trasnochadas y el cigarro. Los
demás empleados eran jóvenes del interior, gente humilde de pocas propuestas.
Noté que con mi arribo llené un vacío enorme. Don Benavídez calculó que lo vincularía
nuevamente con la vida nocturna y la carne fresca, por lo que me trataba con
deferencia. Vivíamos en la misma zona, así que todos los días al atardecer me acerca-
ba en su automóvil. En una de esas noches fuimos de visita a la casa de Ana, su amante,
una atractiva mujer veinteañera que vivía con su hijo, fruto de una relación anterior, y
una prima advenediza. La joven lo saludo con un beso en la boca y a mí con otro en la
mejilla con movimiento de labios en el momento del contacto. De ahí en más todos los
días íbamos a esa casa. Ana no provocaba de palabra o con miradas, solamente con
sus besos o bien me acariciaba alevosamente las manos cuando nos intercambiábamos
algún elemento. En cada visita Benavídez dejaba algunos kilos de carne, dinero: otras
veces ropas. Seguramente el hombre se había dicho a sí mismo que una puta le saldría
más barata, pero aquella relación supuestamente oculta lo enardecía, concediéndole
una privilegiada vigencia en los ámbitos en los que se desenvolvía, habitados por
casados depresivos y divorciados. Don Benavídez decía que sí, que fue y que sería un
vago hasta el final de sus días, pero para no dar la ima- gen de un solterón amargado,
se mantenía con un pie en aquella familia y otro en la libertad.
La tal Ana no me interesaba como mujer así que ella se aburrió de provocarme, hasta
el momento en que fui despedido al cumplir un mes de trabajo. Estaba seguro que
Benavídez suponía que a la menor ocasión, un fuego inusitado haría que su mujer y yo
le implantáramos en su frente un par de protuberancias, por lo que abrumó con
justificaciones artificiosas tanto como para que no visitara a las mujeres de no estar él
presente. Me concedía consejos constantemente el carnicero. Aseguraba que los
jóvenes se criaron en cápsulas y que si no fuera por la manutención paterna, la mayoría
pondría en evidencia su total ineptitud en todo.
-Nosotros vivimos del manejo comercial de un producto, y siempre que en este tipo
de actividad le das de ganar a alguien, esa persona te va a mostrar los dientes. Pero
apenas me voy, haraganean y me roban. Por eso siempre que tengas a alguien de socio
o de empleado tenés que introducirle el suculento urgente, porque si no, el perjudicado
vas a ser vos. Yo nunca me la cogería a mi madre, pero comercialmente sí lo haría.
Benavídez hablaba constantemente sobre sus hazañas de otro tiempo con la intención
manifiesta de compararlas con las mías. No perdía oportunidad de filtrar algún párrafo
que potenciara su imagen.
El motivo por el que fui despedido: en una sofocante tarde fuera del horario habitual,
fuimos hasta el domicilio de Ana, y al no encontrarse ella ni su prima, estacionamos
cerca y caminamos por la zona. Momentos después llegaron las mujeres en un
automóvil acompañadas por dos hombres.
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Bajaron los cuatro y ambas concedieron un par de húmedos besos. Al retirarse los
sujetos, Ana y su prima descubrieron el auto de Benavídez y oteando la zona nos vieron
a nosotros, inmóviles, los dos a cien metros. Sin dudarlo entraron en la casa. El
carnicero no hizo el menor comentario y yo temía siquiera respirar. Imaginaba cómo se
debía sentir.
Calculé que aquella relación había terminado. Pero Benavídez siguió visitando a Ana y
ninguno de los dos hizo mención sobre lo sucedido, en función de la conveniencia. Aquel
hombre estaba dispuesto a mantener su imagen de veterano intrépido que posee una
familia clandestina con una jovenzuela a como diera lugar. Así que me descartó al
sentirse presionado por el hecho de que yo conociera la verdad. A cara de perro me
pagó aquel mes de trabajo y justificó mi despido argumentando que no había superado
el período inicial de prueba.
Llamé a la de las espuelas. Me enteré así que se había casado. Tenía un embarazo
de cualquiera cuando un viejo y adinerado amigo que no integraba su secta, manifestó
estar fascinado por la personalidad de ella y le propuso casamiento y querer al hijo en
camino como propio.
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-Alcanza y sobra con el que tengo. No te critico, me gusta todo lo transgresivo. En
cierto modo te veo como a un igual, pero no pretendas hacerme como vos cuando jamás
traté de que alguien fuera como yo.
-No vas a abandonarme acá, jugoso, tan lejos de todo. Por lo menos alcánzame al
centro.
-¿Cuál es tu nombre?
-Padín.
-¿Le parece?
-Se confunde.
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-De ningún modo. Cuando el orgullo intenta ser su captor, lo destina a la zona más
oscura de su ser y cuando necesita que lo impulse, lo convoca como al mejor aliado. No
hay forma de que me equivoque.
-Si hay algo que no está dispuesto a aceptar de nadie es la crítica, de nadie y en
ningún momento.
Descarta a todo aquel que lo critica por más amigo que pudiera ser.
-¡Es verdad! ¡Por supuesto que lo hago! Las personas que critican son como moscas
en la comida.
Porfiaba.
-Podemos hablar de cualquier tema, sobre usted o sobre mí sin ningún tipo de
limitaciones, pero no le diré mi nombre. Tengo razones.
-Yo mismo puedo matar a alguien o hacerle la vida imposible hasta que esa persona
suplique morir, sólo sabiendo su nombre completo.
-Seis años.
Reaccionó como si hubiera tomado su más sagrada pertenencia sin permiso. Dudó.
-Tiempo atrás no era el que está aquí. Esa otra persona que antes era y a la que
llamaré Aníbal, salió una noche a divertirse. Fue entonces a una discoteca de la Capital
Federal y allí conoció a quien llamaré Lucía. Era hermosa Lucía, sugestiva.
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Aníbal tenía buen aspecto, pero aún así le costaba creer que la joven le dedicara tanta
atención. Se encontraron en dos ocasiones distintas en aquel lugar y ella lo invitó a ir a
su departamento diciéndole que sus padres estaban de viaje. Llegaron al sitio y Aníbal
tomó un par de copas. Despertó diez horas después para descubrir horrorizado que le
faltaba un ojo y un riñón. Había sido presa de un grupo de ladrones de órganos. Aníbal
sufrió un shock nervioso muy fuerte que lo afectó durante varios meses. Salió de él
gracias a un deseo supremo de vengarse. Asumió de antemano cualquier posibilidad de
transformarse en réprobo por los actos que pensaba cometer. Como los medios
humanos eran limitados para hallar a esas personas, se volcó a la magia. Por medio de
ella ubicó a quienes lo carnearon y cobró la deuda.
-¡No finja! No puedo creer que a éstas alturas no haya averiguado que todo debe ser
dicho y nada debe considerarse no asumible.
La experiencia con El Brujo me tornó meditabundo por varios días. Supe que éste le
había pagado las operaciones a Daniela, quién le temía pero a la vez lo idolatraba. Con
el travestí vivían otros dos transformistas, quienes temblaban al oír algún comentario
sobre "Ojo de Vidrio".
Exactamente una semana y un día y medio después de aquella ocasión, siendo las
veinte y treinta horas no pude resistir el sentimiento de intriga y fui hasta el
departamento de Daniela. Llegué en el preciso instante en que El Brujo arribaba al
lugar.
Posteriormente le mencioné la coincidencia a Daniela y él me señaló que no había habido
ninguna. Nuevamente Ojo de Vidrio me invito a subir a su automóvil.
-Ya lo conocía.
60
Mientras mantenga una existencia normal, ni siquiera puede sospechar dónde puede
estar ese ventilete.
Ojo de Vidrio largó una carcajada, pasó a mis manos un pequeño grabador y luego
un cassette.
Pidió que lo probara. Lo hice. De allí fuimos hasta las gradas de una estación ferroviaria
en ruinas. El Brujo accionó el aparato durante diez minutos. De allí nuevamente a la
entrada del departamento de Daniela, quien nos aguardaba sentado en la moto.
El Brujo encendió el grabador y oí ruidos confusos. Subió el volumen y graduó el tono.
Terminé oyendo un sonido muy similar al que acompañaba la procesión nocturna allá
en la selva.
-Puede ser.
Seguidamente me prestó un libro extraño sin títulos ni datos extras de ningún tipo,
sólo contenido. Nos despedimos y Daniela subió al automóvil cuando bajé.
Leí aquel libro, el primero de una serie de tres.
Hasta ese momento nada en mi vida había despertado un interés tan enfermizo. Todos
los hechos producidos, todas las palabras pronunciadas al descuido en el pasado,
cobraban una significancia mayúscula. Mientras leía, experimenté la sensación clara e
inequívoca de estar separado por completo de los demás mortales. Intuiciones para mí
profundas que me acosaban desde mis primeros años, se encontraban allí
perfectamente expuestas.
Los libros aquellos proveían de ciertos ejercicios sencillos, sin riesgos y aparentemente
con asombrosos resultados. Tuve que poner todo mi empeño para resistir la tentación
de comenzar a alterar la realidad con ellos.
Volví a ver al Brujo siempre de la misma forma.
Cuando decidía ir, él también, o viceversa. Le devolví lo que me había prestado.
-En esta ocasión decido que así sea. No puedo dejar de estar interesado en ese tipo
de lecturas, pero sí puedo evitar el verlo a usted.
-Si es lo que querés ... Daniela en algún momento tuvo la misma reacción.
-Quiero saber.
- Pregunte.
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-Cuando conocí a Daniela, él tenía catorce años y estaba muy confundido. Cursaba
sus estudios secundarios y llevaba el tipo de relación que la mayoría entiende por
normal. Me bastó verlo para saber que estaba en un medio que no le correspondía en
absoluto. Por mi intermedio se alejó para siempre de una existencia desperdiciada y se
abocó a lo que su espíritu le exigía, libertad corporal.
Conmigo, pero no por mí, logró asumir su latente homosexualidad. Luego descubrió
estar preso en un cuerpo que tampoco le correspondía y yo le facilité el cambio. El
odiaría tener un hijo, así que pronto se va a operar los órganos.
-El cambio que experimentó Daniela en estos tres años es poco comparado con el
que usted está secretamente dispuesto a experimentar.
-Creo que prefiero el proceso natural, espero que el tiempo que me haya dedicado
le haya servido.
-Por supuesto.
-Una sola duda. ¿Por qué en ningún momento bajó del automóvil?
- Tengo motivos.
-¿Qué propuesta?
Una sensación muy poderosa me indicó que debía poner inmediata distancia respecto
a esas personas.
Veinte días después, recibí en la casa que alquilaba la visita de un vendedor
ambulante. Mientras me abrumaba con las supuestas bondades del producto,
repentinamente, sin ningún tipo de pausa, dijo lo siguiente.
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-Vinimos por Ojo de Vidrio. Ya es nuestro. Si también fuera con vos ya habríamos
tomado medidas. Si interferís, seguís en la lista. Mantenéte exclusivamente en lo tuyo
hasta el viernes ocho de este mes.
El lunes once recibí en casa a Daniela. Lloraba y aseguraba que algo le había pasado
a su protector porque éste había faltado a un par de encuentros. Había aceptado el
aviso del vendedor como válido, así que pasados esos días decidí socorrer al dúo.
Fuimos ambos hasta la zona de Punta Lara donde se halla la selva más austral del
mundo.
Ubicamos una apartada casilla, propiedad del Brujo, quien la utilizaba exclusivamente
para la realización de ciertos desafíos espirituales que supuestamente lo fortalecían.
Irrumpimos con cautela. El Brujo se hallaba tendido de bruces, desnudo y deshecho.
Su cuerpo se había hinchado y las heridas asemejaban a pequeñas vaginas negras.
Parecía como que un felino enorme se había ocupado de él, intentando desmenuzarlo,
no comerlo.
Una suposición poco probable, ya que los animales más feroces de la zona son los
cuices. Daniela se arrojó al piso abrazando la osamenta y sollozando.
Al moverlo, el olor a putrefacción ya existente se hizo insoportable. Bastante asqueado,
invité a Daniela a huir, pero él se negó, por lo que me alejé de aquel sitio sin compañía.
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y media docena de adolescentes bisexuales; blanquiñosas y granulientas criaturas.
Estos jóvenes tenían apodos provenientes del idioma inglés, cortos cabellos y algunos
vestían largos sobretodos negros. Idolatraban a ciertos cantantes mariconcitos de allá.
El Cerdo Rengo oficiaba las veces de cacique. Según se dijo, dicho inválido padecía su
estado a consecuencia de la ingestión desmedida. Todos los presentes se translucían,
eran esqueletos gordos. Portaban borcegos y gruesas cadenas al cuello con grandes
cruces y medallones. Cuando se desplazaban, flotaban en el aire.
Antes de entrar, mi primo metió su mano en el bolsillo de la campera y amartilló,
mientras avanzábamos hacia nuestro hombre, objetivo dentro de mi mente, les gritaba
a los presentes.
Cuando estuvimos frente al Rengo y su silla, éste predominó. Noté que no me había
reconocido ni lo haría.
-Sé por qué venís. Lo que pasó pude haberlo evitado. Si matarme te hace más
hombre y de algún modo lava la ofensa, dale para adelante. De los que están presentes
nadie te va a señalar.
-Hice mal en presentarte a Roberto. Vos y tu novia fueron como moscas en la boca
de una araña. Imaginé lo que podía pasarles pero soy El Cerdo el apodo se ajusta a mi
filosofía de las cosas ... Oler, comer y revolcarme en la basura más hedionda propia o
ajena, sin experimentar nada. ¿Qué pasa?
He visto docenas de caritas lindas venir aquí. Las he visto mamando todo el vicio para
después arrugarse como testículos, así que una más, ¿qué cambio produce?
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-La diosa muerte empezó a batir las palmas y está marcando el ritmo. A ver quién
está dispuesto a entrar a la pista de baile.
En el camino puse música. Elegí un viejo tema de Pappos Blues. Cierto tramo de la
canción rezaba lo siguiente:
No sé por qué/ imaginé/ que estábamos unidos/ y me sentí mejor/ Pero aquí estoy/ tan
solo en la vida/ que mejor me voy
Roberto era policía, traficante de renombre de la zona Norte. El Rengo había hecho
de enlace entre él y mi primo para establecer una nueva red de distribución de zona
norte a zona sur. Manuel en un primer momento imaginó que entre ambos le habían
hecho una cama con el único propósito de usarle la novia. La mentada era de cara
perfecta y cuerpo duro por la gimnasia. Hasta donde yo sabía, ella no tenía mayor
conocimiento de los negocios de mi pariente.
-Si querés saber, puedo contar, pero de hacerlo no voy a guardarme nada, vos
sabrás.
-Patricia para mí murió, y a tu amigo de todas maneras le voy a ajustar las ideas.
-Roberto no empezó con ella. El viene reventando a las mejores pendejas desde hace
años. Las convence porque es un tipo que les conoce todas las respuestas y cuenta con
un pedazo de carne a la medida de muchas. No le interesan las de la calle, le gusta
robárselas a otros tipos y devolvérselas hechas mierda. A Roberto le gustaría ahora
darle a tu madre y a tu hermana también. A Patricia sé que la tuvo dos días en su
departamento de Núñez.
-No dudo que le haya hecho todas las tareas juntas. Hay veces en que invita a otros
perversos y se hacen un festín que puede durar varios días. Otra cosa que lo cautiva a
Roberto es que los varones perjudicados se enteran de la hazaña y de que fue él quien
la causó. Los busca, se hace el amigo, y entre conversaciones les cuenta lo que les hizo
a sus mujeres. Le gusta rebajar ...
-¿Nadie lo enfrenta?
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-Los que fueron sus víctimas de alguna manera tienen referencias de él. Si te metes
con Roberto, te estás metiendo con muchos a la vez, muchos y sucios. Aparte, por sí
solo le hace ensuciar las nalgas a más de uno.
Escuchaba las palabras con suma claridad, pero éstas no movían nada en mí. Seguía
atento a la letra de la canción. Imaginaba los párrafos que la componían suspendidos
en el aire: grabados sobre la nada. Luego los hacía ir y venir por el interior del auto.
Cuando encontraban algún intersticio producían el efecto tirabuzón y salían despedidos
con más velocidad.
-Mi consejo, es que si querés todavía a Patricia y ella a vos, acéptala de nuevo.
Vencés a Roberto y a la vida misma si sabés perdonarla. En algún momento pagué un
alto precio en dolor para poder decir esto.
Nos detuvimos en una calle desierta del barrio de Núñez. El Cerdo le impuso a mi
primo el hecho de que le permita a él dirigirse en primera instancia a Roberto luego se
lo concedería.
De allí fuimos hasta una avenida. Estacionamos mientras amanecía. Rato después
vimos llegar el automóvil del tal Roberto. Este bajó en dirección a un edificio. Lo
interceptamos con El Cerdo al frente. El traficante nos vio a los tres y no expresó la
menor sorpresa. ..
El Cerdo murmuró: - ... Averiguar que hay detrás del error ...
Un par de personas nos vieron subir al auto. Era lo mismo que nada. Atravesamos la
capital cortando camino arbitrariamente. Aún seguía presa de aquel estado y lo único
en lo que podía pensar era en una docena de tibias y sabrosas facturas detrás de un
jarrón lleno de café con leche.
Esa tarde me despedí de mi primo.
Pronunciamos al unísono un difundido refrán promovido por la casta predominante en
las cárceles nacionales: los ladrones. "Ni violación, ni narcotráfico".
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67
FIERREROS
Estuve tres meses detenido en aquella comisaría. Todos los que no éramos
reincidentes o teníamos causas menores, estábamos en un calabozo; mientras que las
celdas restantes estaban ocupadas por aquellos que tenían proceso por asesinato,
narcotráfico o robo a mano armada.
Valiéndose de un espejo, un detenido del recinto contiguo nos individualizaba uno
por uno. A unos les pedía un cigarro o algo de dinero, a otros sólo los humillaba.
En el calabozo de enfrente había un cuerpo desvanecido. Se trataba de un profesor
de gimnasia que había seducido por lo menos a tres menores.
Apenas fue señalado por los niños, le dieron captura los respectivos padres. Se salvó
por muy poco de ser linchado en la puerta de su propia casa. La policía lo rescató con
innumerables contusiones.
Para que no se engañara en pensar que su martirio había finalizado, los agentes lo
boxearon otro tanto y finalmente los presos le dieron el tratamiento doloroso. Estaba
vivo pero inerte, así se mantuvo durante horas. El culo le quedó como una rosa vista
desde arriba. Los detalles nos los dio a través del abecedario manual de los presos un
recluso que se encontraba encerrado en diagonal a nosotros.
Dos semanas después ubicaron en nuestro calabozo a un joven delgado de aspecto
amanerado, detenido por haber robado orfebrería de plata de un hotel de lujo en el que
trabajaba. En el espejo volvió a reflejarse el ojo rabioso y dicho ojo se clavó en el recién
llegado durante un instante, luego se oyó la frase catadora:
Imaginé en ese instante la falta que le hacía a ese joven una voz aguardentosa. Pero
respondió con una tartamudeante voz de infante:
-"No, no tengo"
Se escucharon risas y murmullos provenientes del otro lado. Momentos después, uno
de aquellos presos llamó a un agente determinado y le concedió una suma en efectivo.
El uniformado cuchicheó con ellos y, llave en mano, abrió nuestro calabozo ordenándole
al joven que salga a fin de ser trasladado. El respondió que aún no era considerado
culpable y recibió la siguiente respuesta:
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de celda querían impresionar a los presos del calabozo lindante así que juntaron dinero
entre todos y sobornaron a un agente para que les concediera a Lucas. Y así fue.
Con no poco esfuerzo, el policía levantó a Balcarcel de su sitio y lo tiró hacia nosotros
como mierda al río. Inmediatamente le quitaron las botas y la campera de cuero. Era
evidente que el sujeto estaba drogado y no borracho. Repentinamente, Lucas nos dedicó
un abundante vómito generando múltiples expresiones de asco. Entre varios tomaron
al desfallecido y usándolo como trapo de piso, limpiaron lo que ensució. Luego pidieron
a gritos que abrieran la celda para sacarlo. Balcarcel durmió esa noche hecho un ovillo
y cubierto de clericó. Posteriormente me aseguró no recordar nada de aquello.
Durante un sueño producido en aquellos días de encierro, comencé a añorar la
máquina. Su delineado irrumpió insolente y majestuoso, como tantas veces, en el
ámbito onírico. Un amigo de épocas remotas pregonaba mientras avanzaba de espaldas
a mi:
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Impulsado por los nervios insultaba hasta perder la voz a todo aquel que me
entorpeciera mínimanente la circulación. Cuando tenía que doblar, detenía la moto, la
apuntaba en el nuevo sentido y mediante una cansadora sesión de cuerda volvía a
arrancarla para lamer nuevamente la piel ajada de la muerte.
Cada vez que finalizaba una de estas experiencias, quedaba con las rodillas
temblando. Causaba gracia que la consecuencia fuera tan visible. En todo ese período,
nunca logré detenerme en el lugar al que me dirigía por la falta de frenos.
Además, la alta velocidad me alejaba unos treinta metros, casi siempre pelando
borcegos, para luego volver empujando. Finalmente hurgando, le encontré los cambios
restantes, y al tiempo alguien la desarmó para hacerle el motor, caja y carburación.
Estábamos escandalosamente borrachos encerrados en un taller mecánico, en
compañía de propietarios de motocicletas antiguas. Luego de oír un chiste, un amigo
opinó que el mismo era "absurdo". Lo poco habitual del calificativo en nuestro léxico,
hizo que todo el mundo estallara en carcajadas. Y así se autobautizó aquel personaje
como el Muchacho Absurdo.
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habían limando las aletas difusoras colocándoles encima un pequeño depósito de agua
soluble.
Apenas los motores calentaban, dejaban caer agua produciendo tupido humo blanco.
Todos los vehículos atronaban con sus escapes libres. El atuendo de los corredores era
invariablemente negro, telas raídas y camperas de cuero desgarradas y remendadas
hasta el cansancio. Todos tenían rostros felinos y algunos llevaban el cabello largo. Supe
embriagarme aquella tarde y entre el humo, la polvareda y el frío, me deleité hasta
babear.
Para costear el reacondicionamiento de mi mecano, obtuve un empleo en una
empresa metalúrgica. Meses después de mi ingreso, durante el horario de almuerzo,
comenzamos a contar anécdotas de sexo. El capataz se relamía, principalmente al oír
los detalles cochinos. Un compañero bromeó narrando un relato falso sobre una orgía
entre él y tres colegialas que se hallaban en la edad precisa en que las mujeres
empiezan a tener el orín fuerte. Todos lo entendimos como chiste menos dicho capataz,
apellidado Figueras. El relato le dio pié a que confesara compulsivamente ante nuestra
sorpresa que el mantenía relaciones desde hacía tres años con una sobrina de catorce
a la que había iniciado sexualmente, cuando los padres de la misma la confiaban a su
cuidado por cortos lapsos.
A partir de esa confesión todos empezaron a tratar a Figueras con pinzas. El se percató,
entonces se deshacía en artificiales gestos de compañerismo.
Pero el plantel de trabajadores estaba compuesto mayormente por hombres casados
que no congeniaban con los protagonistas de experiencias de ese tipo. Dejaron de
convocarlo para cualquier actividad extra laboral. El viejo notó que yo era el único que
no había variado mi trato hacia él y en cierta ocasión me invitó a cenar a su casa.
Salimos del trabajo a cumplir con dicho fin y a mitad de camino el hombre aclaró que
tenía que encontrarse primero con su sobrina, pidió que lo acompañara.
Metros antes de llegar al lugar, me propuso que tuviera relaciones con la menor, dijo
que él se las arreglaría para convencerla. La encontramos en una estación de tren. La
sobrina era una pequeña dotada a pesar de su edad y lucía un provocativo conjunto de
encaje negro. Fumaba y al ver a su tío lo saludó con un beso en los labios y lo increpó
por una cuestión de dinero. Figueras intentaba contemporizar y me miraba de reojo
nervioso. La adolescente lo abrumó con fuertes dedicatorias: "viejo pajero", "piojoso" o
"amarrete". En ningún momento la sobrina me prestó atención. Decía estar muy
apurada y le quitó al viejo cierta suma despidiéndose de él con otro ligero beso en los
labios.
Figueras estaba incómodo por lo sucedido. Lo ayudé diciéndole que lo mejor era no
perder más tiempo e ir a su domicilio. Desde el colectivo vi a la precoz encontrarse con
un mocosito de su edad que la había aguardado observando la escena.
Ambos reían.
Aquella noche, tuve oportunidad de codearme con todos los integrantes de la familia
del capataz aquel. Entre ellos estaba Diana, su atractiva hija.
A lo largo de mi vida, he conocido a varios émulos de Figueras que, guiados por un
instinto irrefrenable, pervierten a pequeñas contando con la incipiente atracción que
ellas experimentan por el sexo en sus cuerpecitos, facilitándoles en muchos casos
sustancias o dinero para mantenerlas atadas.
La joven aquella tenía la mirada bizca de los faloperos. A partir de allí, seguramente se
revolcaría sin piedad durante sus mejores años entre henchidos y venosos miembros
con sus neuronas falseadas. Daba la imagen de aquellas doncellas sacrificadas al
demonio en la antigüedad, en la intimidad de los bosques y a fuerza de puñales. Ahora
la historia es a fuerza de penes y el camino a recorrer es el del vicio más extremo. Los
sujetos que posteriormente la cruzaran, como yo, la verían como carne de todos y la
tratarían en consecuencia.
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Llegamos los tres motociclistas a ese polvoriento pueblo de provincia, Absurdo,
Aguirre y yo.
Había mucho revuelo por los ataques sufridos por Carmelo, un supuesto endemoniado.
Todos los habitantes en las calles y espantados. El tal Carmelo solía correr docenas de
kilómetros sin experimentar cansancio ni jadeos y bramaba para sus adentros, rabioso.
Nos enteramos que lo habían acorralado frente a una parroquia y fuimos a observar. Al
llegar, vimos a una multitud rodeando al sujeto que estaba tendido en el piso sufriendo
espasmos. Muchos de los presentes rezaban el rosario y se mantenían a prudente
distancia. De la capital de la provincia había arribado un sacerdote dispuesto a
exorcizarlo. Algunos vecinos habían clavado cruces en las esquinas, pensando que así
lograrían contener todo súbito intento de fuga. El clérigo solicitó ayuda a hombres del
lugar a fin de levantar a Carmelo y trasladarlo al interior del templo. Cuatro sujetos
adultos lo intentaron y no pudieron, por lo que intervino mi amigo Aguirre, reconocido
por su enorme humanidad y sus proezas de fuerza. Aguirre se puso en cuclillas y tomó
la cabeza del caído. Por mucho que transpiró, no logró hacerla despegar del piso.
Finalmente se puso de pie y retrocedió horrorizado, la cabeza y el suelo parecían
haberse unido. En ese instante Carmelo miró hacia nosotros y sentí verdadero pánico,
al entender que esos ojos que ahora lograban una postal de los que allí estábamos, tal
vez en algún momento habían escudriñado los rincones del infierno, y que nuestra
imagen de alguna manera era o sería transmitida hacia allí.
Partimos a media tarde, cuestión de llegar antes del anochecer. Ninguna de nuestras
motocicletas tenía luces. El trayecto a recorrer representaba unos cien kilómetros y la
finalidad era reunir en una cena la mayor cantidad posible de dispersos propietarios de
motos de época. La lndian en aquel momento tenía una larga horquilla de Harley
Davidson y ese era el primer trayecto fuera de nuestra ciudad al que la sometía. En el
lugar de partida había otra Indian, una 750 c.c. y dos A.J.S., una de 500 c.c. y la otra
de 1000 c.c. Nos detuvimos a unos cinco kilómetros a comprar bebidas y al querer
volver a poner mi moto en marcha el manitú de ella dijo no. Le dediqué una ristra de
patadas y fue inútil. Revisando descubrí que se había quedado sin chispa. La batería
estaba baja de carga y al llevarla a poca velocidad la terminé agotando. Empujé unas
cuadras secundado por mis compañeros quienes se solidarizaron empujando también
sus motos, ya que no teníamos soga. En un taller, conseguimos que me conectaran un
cargador de baterías y al patearla, la moto arrancó. Después supe que el cargador se
fundió en la acción. Por consejo de los demás, aceleraba el vehículo sin permitirle bajar
de revoluciones. Volvimos al asfalto. Los demás me indicaron que tomara la delantera
sin esperar. Si llegaban a tener algún problema, ellos me encontrarían en el camino.
Enfilé por el medio de aquella avenida y en pocos minutos quedé solo con mi
compañera. Ya fuera del territorio conocido, me encontré repentinamente y a toda
velocidad con una complicada serie de puentes superpuestos. Tomé por el carril que
encontré mas a mano y de no haberme pegado al muro divisorio, hubiera clavado la
horquilla en el radiador de un camión. Iba en alevosa contramano. Seguí así hasta que
el muro desapareció y brincando fuertemente por el impacto pude sortear un cordón de
concreto para encontrarme de improviso esquivando a numerosos jóvenes que jugaban
fútbol. De allí me orienté por el primer carril que vi para encontrarme nuevamente en
contramano. Detuve el vehículo.
Empujé tratando de pasar lo más desapercibido posible a fin de salir de aquella
situación, cuando sentí el añejo ruido y vi a mis amigos alejarse a toda velocidad de
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espaldas a mi por una amplia salida. Por mucho que intenté no pude arrancar la Indian.
Resignado empujé en busca de otro cargador de baterías.
Agobiado por el calor y por rigurosa campera negra, me detuve en un kiosco a beber.
Tres ciclistas cuarentones y corpulentos frenaron en la misma esquina bromeando entre
si. Uno de ellos me saludó sin conocerme. Los demás bromeaban sobre los órganos
sexuales del restante y le indicaron que me los exhibiera. Me puse en posición tanto
como para arrojarles un botellazo en el instante en que entre risotadas volvieron a la
ruta.
Empujé casi un kilómetro más hasta una gomería donde disponían de un cargador
de baterías.
Luego de curiosear la máquina, el empleado de más edad se acercó a fin de indagarme.
Aseguró que los que teníamos motos alocadas éramos unos libertinos. Preguntó si
vendía cocaína fingiendo estar en el tema, insinuó algo también sobre fiestas negras
con niñas. Ante su insistencia por llevar adelante una situación que me pusiera en
ridículo, le aseguré lo siguiente:
-"Para poder mantener una conversación conmigo dispones sólo de dos caminos, uno
es mostrarte natural, tal cual sos. Y el otro es hacer el comentario adecuado y del modo
que corresponde. Vos no te mostrás como verdaderamente sos, así que lo único que te
queda es hacer el comentario justo y ahora te invito a que lo hagas".
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Hasta allí arribamos la Turca y yo. Apenas detuvimos el automóvil, uno que no la
reconoció emitió una guasada en referencia a la fealdad de dicha señora. Ella bajó y
aseguró:
-"¡Si cuando estuvieron en la cárcel de Olmos fueron las mujeres de todos, hasta de
los más idiotas, ¿Cómo se justifican a ustedes mismos el hacerse los malos acá?!
Ubicaron cierta vez una delegación policial al fondo del barrio, la zona menos
accesible. El asedio fue constante y al mes los policías tuvieron que trasladarse. Durante
las noches, verdaderas lluvias de bulones de acero arrojados con hondas desde la
oscuridad de los departamentos hostigaron a los agentes, bulones capaces de romper
parabrisas o una caja craneal con toda facilidad.
Una vez que superamos el mal entendido sobre quién era quién, subimos hasta el
tercer piso a encontrarnos con un sobrino de la Turca.
Golpeamos y abrió la puerta una mujer pequeña con un niño en brazos. Detrás apareció
el sobrino cuyo rostro era idéntico al de la mujer. Pensé en un casamiento entre
hermanos. El joven también era pequeño y de inmediato comenzó a agredir a su tía y
viceversa. La esposa me dijo que siempre negociaban de ese modo. Momentos después
me asomé a la ventana y vi al auto de la Turca justo debajo mío siendo saqueado por
rateros. Di la alarma y el sobrino se puso fuera de sí. Tomó una culata de su cintura y
dio la impresión de que la escasa longitud de su brazo le impediría desenfundar. Con
un impresionante revólver calibre 44 de casi 40 centímetros de largo brillándole entre
los dedos, se asomó a la ventana y dedicó tres boquetes al techo del vehículo. Los
ladrones huyeron.
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a cenar. Le aclaré que no tenía dinero para dos litros de nafta y él se detuvo en una
parrilla. Hablamos bastante durante la ocasión. Balcarcel parecía muy golpeado por la
vida y se resistió a hablar del destino que tuvieron sus padres. Comentó que cuidaba a
su hermana afectada de ceguera y depresión.
Decía encontrarse muy solo y ofreció su ayuda para lo que hiciera falta. En un momento
fue al baño, y al regresar seguía hablando sin notar que un largo moco aguachento
pendía de su nariz. Supe así de su arraigado vicio.
En el fin de semana en que los motociclistas se fueron de viaje, recorría de
madrugada una zona pudiente totalmente desierta por la hora. Presté atención a un
conjunto de motos de edición actual de gran cilindrada. Estaban todas en el jardín de
una casa desde cuya puerta abierta se oían risas.
Detuve la Indian y un motociclista borracho en calzoncillos salió al exterior alertado por
el ruido. Se aproximó a mí y detrás de él apareció una joven totalmente desnuda y
aparentemente drogada.
Llegaron hasta donde yo estaba. La mujer se sentó detrás. El joven observaba
apasionado los detalles de la Indian. Sentí que la que estaba a mis espaldas se
masturbaba frotando su vagina contra mi y la retiré con firmeza. Lucas salió al exterior
desnudo y rodó por el jardín; había otras mujeres allí, una de las cuales corría desnuda
por la calle entre risas.
Aburrido por la falta de propuestas, arranqué mi moto y huí.
Al anochecer del día siguiente, Balcarcel llegó solo hasta la casa que yo ocupaba y
comentó haberse enterado que pasé por la fiesta negra.
Estaba intrigado de por qué no me había integrado, quería saber si sus amigos me
habían agredido.
Desde siempre se comentaba que en su casa se realizaban orgías protagonizadas por
encumbrados militares, décadas atrás. Los supersticiosos aseguraban también otras
cosas sobre aquel sitio. Los fierreros me recomendaron ser precavido con Lucas y su
gente, pero éstos se mostraron muy atentos para conmigo. Compartimos entre todos
un par de salidas en motocicleta. Dejamos los vehículos en lugar y nos adentramos en
el barrio a participar del cumpleaños de un fierrero viejo. El caserío, todo en declive,
constituía un laberinto casi interminable. En algunos tramos sus vericuetos se hallaban
techados y eso nos hacía sentir que ingresábamos a una casa subterránea con cientos
de compartimentos y miles de habitantes. Los grupos de muchachos bravos que se
juntaban en las esquinas nos dedicaban saludos parcos pero sin ninguna mofa. Por
nuestra vestimenta negra imaginaban a quien íbamos a visitar.
El cumpleaños se convirtió en un festival de la bebida y el vómito, todos hombres y
mucho de anécdotas de motociclisticas. Con Víctor y Absurdo nos deslizamos por unos
instantes fuera del perímetro y fuimos completamente beodos hasta un local bailable
situado sobre una avenida a buscar mujeres. Aquel sitio estaba atestado de personas.
Apenas entramos, me encontré solo y festivo. Algunas mujeres se mostraban atraídas
por mis cabellos y por mi destruido atuendo de motociclista. En medio del frenesí, una
mano que asemejaba una pala de punta se apoyó en mi hombro y me hizo girar, me
encontré mirando la pilosidad transpirada del plexo de uno de los encargados de la
seguridad del lugar. El sujeto supo decirme:
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-Mi nombre es José ... (Lo saludé de mano).
Puede ser que esté un poco borracho pero no tengo intención de molestar a nadie. Si
pedís que me vaya me arruinas la noche .... Si estás de acuerdo, hagamos un trato.
Vos obsérvame, donde notes que me desubico me tocas la espalda y me decís "José,
es hora de salir", y yo no te vaya discutir, pido mi campera y me voy. ¿Estás de acuerdo?
Lo abracé como a un hermano. Intenté integrarme al tumulto pero a los dos segundos
siento que me tocan el hombro, al girar me encuentro con el grandote que me dice:
Largué una carcajada, recuperé mi campera y salí a la vereda donde vomité con
ganas a la vista de varios. Allí me aposté a esperar a mis amigos.
Minutos después escuché un revuelo en el interior del baile y tres sujetos salieron
expelidos con violencia. Los tres tenían el cabello hasta la cintura, muchas arrugas y
ralas dentaduras. Después supe que eran forasteros provenientes de Lanús.
Competíamos en lo mugriento y los imaginé como a expertos peleadores callejeros.
Murmuraron sobre el altercado producido a causa de una mujer y volvieron a entrar
casi a la carrera. Minutos después volvió a repetirse el revuelo y los tres fueron
nuevamente expulsados. Esta vez con mas violencia. Resignados y golpeados, se
ubicaron en la vereda a la espera de sus rivales. Los cuatro teníamos caras raras, así
que minutos después iniciamos una conversación. Quien parecía liderar el grupo dijo lo
siguiente:
-Lo que pasa es que nosotros estamos en desventaja con ustedes los de acá, porque
somos solamente tres y venimos de lejos.
El hombre se puso súbitamente serio y sus amigos tomaron posición frente a mí.
-¿Cuáles son?
La frase que él no llegó a concluir era esa. Le ubiqué un golpe preciso en el oído. Sus
amigos eran rápidos para el cabezazo y la patada. Recibí un golpe en el rostro y caí en
un zanjón. Quedé con la cabeza apuntando hacia el agua y me deslizaba sin poder
evitarlo, cuando veo a un borcego venir en busca de mi rostro. No dejé de mirarlo y
centímetros antes de llegar se retiró violentamente de mi campo visual. Finalmente
logré incorporarme para comprobar que el conflicto se había generalizado. Asistentes
del baile habían salido al exterior a terminar la disputa y los tres enfrentaban como
podían a seis. De improviso unos de ellos empezó a correr y se detuvo a unos cincuenta
metros frente a un árbol y hurgó entre el follaje, volvió unos metros y comenzó a
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disparar. Se produjo una dispersión generalizada de las veinte personas que estaban
en la puerta. Algunos fueron hasta donde habían ocultado sus armas por el hecho de
que al ingresar al baile, todos éramos palpados por el personal de seguridad. Momentos
después se produjo un nutrido tiroteo entre ambos bandos. Los tres de Lanús huían
presurosos por la avenida, por el hecho de encontrarse en territorio ajeno.
Casi un mes después, resultó que el trío unió fuerzas con un grupo compuesto por
habitantes de otro barrio situado a unos cinco kilómetros. Entre ambos caseríos,
pesaban rivalidades de larga data.
Así que durante una madrugada, quince sujetos provenientes de aquel bando
recorrieron los cinco kilómetros a pie armados con escopetas recortadas, carabinas y
revólveres. Luego de atravesar un vasto campo yermo llegaron hasta el fondo del barrio
en el que vivía mi amigo fierrero, y desde allí aplicaron fuego graneado sobre el caserío.
Inmediatamente se formó una contraofensiva que hizo huir a los atacantes ya sin
municiones después de casi media hora. Hubo heridos pero no muertos.
Por otro lado, todos los integrantes de ese grupo familiar eran fanáticos religiosos.
Concurrían a una iglesia invariablemente los martes, viernes y sábados a las siete de la
tarde.
La hermana de Ana, llamada Lucía, le era infiel a su marido. Este no trabajaba y
estando todo el día en su casa se ocupaba y vivía de las cuestiones organizativas del
culto. Lucía contaba con un matrimonio de amigos que vivían cerca. Estos detestaban
al fanático religioso y por consiguiente facilitaban su domicilio para los encuentros
clandestinos. Cuando el amante de Lucía arribaba a dicha vivienda, la señora de la casa
la iba a buscar invitándola a ir de compras como contraseña.
Yo tenía que pintar todo el lugar y estuve casi un mes conviviendo con los Figueras.
Apenas amanecía, la hija del matrimonio iba a estudiar y me quedaba solo con Ana.
Antes de mi arribo, ambas hermanas compartían casi todo el día, pero apenas comencé
con mis tareas, Lucía dejó de verse por aquella casa. Primer indicio de que Ana pensaba
seducirme. Cuando llegaba por las mañanas, todos los integrantes de la familia estaban
presentes, pero apenas nos quedábamos solos, Ana encerraba a su madre en una
habitación frente al televisor, para luego cambiar sus ropas de todos los días por
ajustados vestidos que se traslucían, permitiendo entrever sus prendas íntimas. Se
ofrecía a ayudarme permanentemente produciendo constantes roces entre nuestros
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cuerpos. Cuando podía, rozaba mis genitales con sus amplias caderas. Recordé en esos
instantes un trascendente adagio de un colega ...
"Cuando entras a pintar una vivienda, pasas a ser el visitante mas importante, dispones
a gusto, entras por las piezas y les ves los calzones sucios a la mujer. Te atienden y
procuran no tener conflictos con vos. Pero al terminar, tu presencia pasa a molestar y
te atienden en todo caso desde la puerta. Aprovecha. Todo metal se dobla cuando está
caliente".
En una ocasión, la hija de Figueras volvió a la casa en compañía de un sujeto que
casi la doblaba en edad. Aquel día su madre, tía y abuela estaban reunidas con otras
mujeres en el comedor, todas integrantes del culto. Instantes después, descubro a la
pareja fornicando furiosamente en el lavadero.
El hombre me daba las espaldas y no notó mi presencia. La joven al verme pareció
excitarse aún mas y estiró su brazo para que le tomara la mano.
Me fui.
No quería darle el gusto a Ana y pasar a ser parte de lo que ellos eran parte, pero
en una mañana calurosa, la mujer dormía totalmente desnuda en la cama y con la
puerta abierta. Me engañé a mi mismo diciéndome que tal vez así Figueras recibiría
parte de lo que dio al aprovecharse de su sobrina y tomé finalmente esas caderas
firmemente entre mis manos.
Figueras había abusado toda su vida de los condimentos y las grasas. Comía asado
untando los trozos de carne en un pocillo de sal. Después de aquellos sucesos, aquel
hombre apenas pasaba los cincuenta años pero tenía un aspecto decrépito, casi
septuagenario, y había desarrollado hasta lo indecible sus hijaputeces. Supe encontrarlo
circunstancialmente y sintiendo relajo por sus comentarios, no pude contenerme y le
dije:
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La cadena se salió de la corona y trabó la rueda trasera, iba manejando casi dormido
y desperté entre chispas para quedar inmediatamente inconsciente. Nos
desparramamos con mi compañero y el vehículo a lo largo de varios metros. Cuando
reinó nuevamente el silencio y la oscuridad más absoluta, comenzaron a oírse los
alaridos de mi acompañante. Tenía la moto encima y entre lo borracho y golpeado no
podía correrla. El caño de escape le quemaba la pantorrilla y no paró hasta que llegó al
hueso. Cuando desperté acosado por fuertes punzadas localizadas principalmente en
las coyunturas, aún era de noche y Víctor emitía débiles gemidos. Inmediatamente
tanteé en la negrura y corrí la moto y a él de la ruta. Rato después pasó a nuestro lado
el resto del grupo a toda velocidad. Tardé en pararme y no llegaron a verme; nos
estaban buscando. Recién al alba volvieron a pasar y nos auxiliaron.
-Al armarla, me lastimé y coloqué los engranajes manchados de sangre. Esta moto
lleva sangre mía en su interior, no podría venderla.
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Aguirre supo prever mi reacción y me llevó aparte para comentarme que la Indian había
sido robada y que los causantes le habían cerrado el paso al adolescente con un
automóvil. Luego lo intimaron a que descendiera. El joven aparentemente se aferró con
desesperación al vehículo y recibió tajos y puntazos por todo el cuerpo, lo que le produjo
una crisis nerviosa.
La sensación de no volver a ver a la Indian me trastocó radicalmente, siendo
cautivado por un bestialismo sin precedentes que me condicionaba física y mentalmente
a cometer cualquier herejía que fuese necesaria para compensar la pérdida.
Munido de un robusto trozo de caño y de un arma me dediqué hasta muy entrada la
madrugada a recorrer la zona. Varios de mis amigos también recorrieron por su lado.
Suspendimos al encontrarnos casualmente con Lucas Balcarcel, quien comentó haber
visto mi moto circulando por la autopista a cincuenta kilómetros del lugar del robo.
Dijo que quien piloteaba, visto de lejos, tenía un aspecto muy similar al mío.
En los días subsiguientes, me dediqué a prevenir a los potenciales compradores
situados en un radio de doscientos kilómetros. Una constante agonía me entumeció los
sentidos en las semanas que se fueron sucediendo, sin que recibiera ninguna noticia
acerca de la dama de hierro. Hasta que un rival, quien años atrás fuera casi un hermano,
me citó con urgencia.
Nos encontramos al atardecer. Me conmovió el verlo tan gastado por el vicio. Su
cutis antes blanco y terso estaba ahora cubierto de asquerosas erupciones rojas. Había
perdido mucho peso y la falta de carne había hecho más notorias aún pequeñas
deformaciones de su cuerpo. Así se destacaba una incipiente giba que iba en aumento.
Comprobé también que los trascendidos que hablaban de un accidente de motos que lo
hizo despedirse de la mitad de su dentadura, eran fundados.
-Antes que nada, enteráte que a mí no me importan tus conflictos con la gente. Me
sigo cagando en todo lo material, sea mío o de los demás, y cuando lo decido, también
en las personas, sean amigos o ex amigos como vos. Alguna vez me dijiste, cuando
dejamos de ser compañeros, que yo sólo significaba todo lo bajo y lo más sucio.
¡Carajo!, me dejaste mucha basura en los oídos ese día, pero no me ofendí. Al menos
logro destacarme en algo, soy el peor. El peor que no tiene que ser solidario con nadie.
Las cosas suceden demasiado rápido como para perder el tiempo en ocuparse de otro
ser humano ... Quería prevenirte, hay un grupo de gente, motociclistas. Esa gente
comulga con el maligno ...
-¿Es metáfora?
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-Basta de preguntas, escucha sin preguntar. Por una cuestión de actitudes, se
colocan a tu lado. Vos los conoces y los tenés como amigos. Pero tu actitud les molesta
desde siempre. Les molesta el no poder influenciarte y el que seas fiel a ciertas creencias
a como dé lugar.
-No confundas, no soy policía ... A mí no me importa todo este asunto y yo estoy
soltando un caballo a tu lado. Vos sabés si te subís o lo dejas pasar. Pero si hay algo
que averigüé en mi vida, es que no vale decir nombres. No me ofendas.
-Problema tuyo si te sentís ofendido, ¿fueron Nelson y Ojeda? (dos viejos enemigos)
No supe que decir, solo atiné a observarlo mientras retrocedía para retirarse.
-Los que nombraste son tus rivales, pero no tienen nada que ver. Vas a tener que
buscar por otro lado. Dice la Biblia "Necio aquel hombre que confía en el hombre". A
veces la puñalada viene de quien menos se la espera. Lo único que te digo es que son
amigos. De seguro en algún momento los consideraste carne de tu carne y cometiste
el error de siempre.
Se alejó unos metros más. A causa del viento sus cabellos latigueaban con violencia.
-¡Si serás idiota! ¿y si se debe a que para mi...? (dudó). Seguro que no tenés la
menor idea de lo que en algún momento hiciste. Sos un tipo de persona que no abunda
en mi mundo y como sabes, he conocido a mucha gente. Pero de ninguna manera
coincidimos en todo. En el pasado, en varias ocasiones, estuvimos al borde de
enfrentamos a golpes. Hay cosas en tu persona que no comprendo y me molestan
mucho. A pesar de lo que parece, siempre lamenté el que ya no seamos amigos como
en un tiempo. Creo que no mereces que estos podridos te causen daño. Y si llego a
enterarme que traman algo en tu contra, sabré prevenirte.
Con su osamenta a cuestas, mi amigo de otras épocas se perdió por una callejuela
oscura.
-Si.
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-Entonces no hace falta decir más.
-No.
Quise contestarle pero las frases se iban de mi mente como globos llenos de gas.
-La hiciste bien, de calladito, como tiene que ser. Ningún amigo mío se enteró, si no,
yo lo hubiera sabido al día siguiente.
-¡Estás regalado! (meneó la cabeza) ... La puta de Carolina abre las braguetas y
después me lo cuenta para que yo la termine a los tiros con los tipos, pero no pienso
darle el gusto. Es más, yo se quien tiene la moto que te robaron y te lo voy a decir. El
que dirigió la cosa fue Lucas y está tratando de adjudicarla por buen dinero en el exterior
...
Por el estado en que estaba, no consideré su comentario como válido. Estaba a punto
de preguntarle que tan enamorado estaba de Carolina cuando él me grito:
Íbamos a entrar al viejo caserón a como diera lugar. Entendí que mi Indian se
encontraba allí y estaba totalmente dispuesto a enfrentarme con quien fuese necesario
a fin de recuperarla. Mis sicarios eran Absurdo y Víctor. Las paredes de la propiedad
estaban cubiertas por gruesas enredaderas muertas y múltiples cascarrias. En el fondo,
un vasto viñedo famélico y su esqueleto de metal.
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Olía a flores de velorio esa casa para nosotros mierdosa. En aquel momento, su único
ocupante era la joven ciega, hija menor de la familia.
Absurdo nos aseguró que la misma se volcó al ocultismo en su adolescencia y que, a
consecuencia de su pedantería en el manejo de ciertas artes mágicas, quedó ciega como
castigo; y que su voz antes femenina y sensual se transformó con el paso del tiempo
en un graznido repulsivo.
Mientras avanzábamos por los restos de lo que fuera un frondoso jardín, vimos
aproximarse a un perro enfurecido y con cataratas a toda carrera. Sin alterar nuestro
avance, le clavé un puntapié en el pecho que me dolió hasta a mí. El animal corrió a
ocultarse. Quería a la Indian nuevamente conmigo y me relamía con la idea de cuetear
a quien se propusiera servirme de obstáculo, sea mujer, hombre o policía.
Hurgamos en derredor y repentinamente nos hallamos ante el mito de la familia
Balcarcel, el foso ubicado en una habitación. Estaba al ras del piso y sus bordes eran
de mármol pulido. Nunca consideramos que realmente existiera, pero allí estaba con su
metro y medio de circunferencia.
Arrojamos un par de objetos y no escuchamos que tocaran fondo. Desde siempre se
dijo que de aquel foso brotaban voces intraterrenas y que el abuelo Balcarcel, acuciado
por conflictos existenciales, decidió en un instante descender por allí y jamás se volvió
a saber de él.
Absurdo opinó, "familia de locos" . Y finalmente encontré a la Indian intacta en la
cocina. Al salir al exterior, nos topamos con Lucas y varios de sus amigos que
evidentemente tenían conocimiento del robo de mi vehículo. Lucas dijo:
-Sos una bestia, vos y éstos. Por un trozo de hierro son capaces de producir daño
irreversible en otro ser.
-No es por un trozo de hierro. La Indian, aparte de lo que es, constituye un bien
abstracto, y por esa categoría que posee me veo obligado a convocar estos recursos.
-Recordá dos cosas; mi único precepto es no producir daño y hacer lo posible para
que no me hagan daño a mí, incluso recurriendo a la violencia. Y segundo, no pedí tu
opinión.
-Morirás seco.
La actitud de Lucas no promovía en mí odio sino repulsión y extrañeza. Fui con mis
amigos hasta la casa donde circunstancialmente vivía, y luego de acomodar a la Indian
en su sitio preferido (el centro del comedor) nos dedicamos a las pizzas y al alcohol a
mansalva. Pasada la medianoche, Absurdo se fue zigzagueando. Víctor estaba un tanto
más sano y se quedó otra hora. Luego lo alcancé en la motocicleta. A pesar de que la
moto dormía en el interior de la vivienda, esa noche le entrelacé gruesas cadenas de
barco con un par de robustos candados.
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Dos mitades de ladrillos golpearon contra la puerta e inmediatamente me erguí en
la cama. Por entre las cortinas vi en el exterior a Lucas muy levantisco por la cocaína
insultando e invitándome a salir. Amenazó con quemar la casa. A su lado, una docena
de individuos. No eran sus imprecisos laderos de costumbre.
Tomé una pistola automática e intenté gatillar apuntándole a través del vidrio hacia
los pies.
Recordé, entre la envolvente nebulosa del alcohol, que tenía el arma trabada desde
hacía un par de semanas. Seguramente eso me salvó la vida. Lucas insistía y salí.
Yo no quería pelear con él porque me habían asegurado que era portador del
síndrome de inmunodeficiencia adquirida, y en mis peleas siempre hubo intercambio
profuso de manchas de sangre.
Apenas estuve fuera, noté las culatas de los revólveres asomando de la mayoría de la
pelvis de los sujetos. Sus rostros debían dolerle de tan feos.
Balcarcel quería enfrentarse conmigo pero contando él con una contundente llave de
ajuste. Viendo la pelea como la única salida honorable, comencé a quitarme el cinturón
coronado por una cabeza de león con seis puntas. Lucas trastabilló en el lugar y el único
antiguo secuaz de él que reconocí, se arrimó desenroscando un metro de cadena. No vi
de donde.
-¿Cuál es tu nombre?
-José
-Lo imaginé por el parecido. Vos sos José Indian, hermano de Alejandro.
-¿Qué haces baboso? Está todo bien con el muchacho, así que apretá el culo que
tenés por boca. ¿Querés paliza? El flaco merece respeto y vos no, Caracol...
Tres de los feos patearon en un sólo segundo con violencia a Lucas en el trasero.
Reinó el silencio. Los hombres aquellos subieron a dos automóviles grandes y
desvencijados y esperaron a que Balcarcel y su amigo se retiraran en moto. Luego se
fueron ellos.
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Un compañero de andanzas, Esteban Aguirre, a caballo de su A.J.S 1000 c.c. modelo
1936 supo detenerse en una intersección de avenidas y súbitamente fue abordado por
un sujeto andrajoso de enmarañada y gruesa crencha. Aquel hombre le confesó que en
algún momento tuvo una moto de época con horquilla prolongada y en perfectas
condiciones. Conversando surgió la marca Indian y a continuación mi nombre. Ese
personaje de descuidado aspecto, me conocía y aseguró haber paseado conmigo en mi
motocicleta. Esteban me contó lo sucedido y en un rincón de mi memoria me encontré
con el Ruso Fahur y su rostro, y su voz, y su casa.
Viví con Fahur al igual que muchos otros que experimentaban inquietudes
independentistas. El Ruso en su juventud había sido uno de los primeros de la zona en
tijeretear un chasis de motocicleta para adaptarle una horquilla de metro y medio de
largo, siendo repudiado por esto de por vida por el legendario amante de lo clásico, don
Raúl.
Cabellos. Rubio hasta la mitad de la espalda y una galopante afición al alcohol, su
esposa se fue con un motociclista no borracho y él quebró para siempre. Bromeaba
sobre la experiencia.
-No hay que tenerle odio a los amigos traidores, ellos siempre están dispuestos a
conceder una mano cuando uno no está en condiciones. Y encima no quieren que nadie
les agradezca, se van silenciosos antes de las felicitaciones con la satisfacción del deber
cumplido.
La casa del Ruso albergó a docenas de jóvenes de ambos sexos, vagabundos o con
problemas en sus hogares. En una ocasión, con unos amigos compramos un colchón
nuevo y dos juegos de sábanas. A lo usado, lo arrastramos hasta un descampado y lo
incendiamos. Su aroma a flujo y esperma era vomitivo.
Me fui de la zona y pocos meses después, Fahur dio asilo a una lozana adolescente
fugada de un internado. Supe que ella no tenía problemas en practicar sexo con los
habitúes de la casa. Tomaba el deseo de los demás como muestra de sincero afecto y
pasó a ocuparse de la limpieza del sitio como si fuera su propio hogar. La madre de la
menor se apersonó en la vivienda secundada por la policía y arremetió con cachetazos
contra su hija, la que parecía un monstruo. Tenía gran parte de la piel irritada a causa
de constantes y absorbentes besos. El Ruso fue detenido por perversión de menores.
Paradójicamente, él sufría impotencia por el alcohol y fue el único en no practicar sexo
con ella.
Fahur no fue condenado pero estuvo varios meses detenido en la comisaría del lugar.
Allí recibió el trato destinado a los pervertidos.
Al recobrar la libertad, se encontró con que a su vivienda se la había usurpado una
familia. Sintiéndose a la deriva, reincidió en su vicio a fondo.
Cuando se encontró con Esteban, le dijo:
-José es un hermano para mí, pasamos horas y horas en la Indian. Cuando yo tenía mi
Norton, era el ídolo de muchos mocosos. Esos mocosos crecieron y ahora al verme
borracho son capaces de atropellarme con sus motos y dejarme tirado.
Recordále a José que siempre que necesitábamos vernos, nos encontrábamos en la
calle. Vivo a unos metros de ahí, en una obra en construcción, y cuando me echan me
voy abajo de un puente. Me aconsejan que busque una casa o un hogar para
necesitados, pero ahí mis amigos no me van a encontrar.
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Yo también soy motociclista y sé que la calle es el lugar. Una vez soñé que vino la Indian
con él y había un sol que nos dejaba ciegos, yo estaba donde duermo con mi ropa de
cuero y él hizo roncar el motor varias veces. En cuanto subí, tomó por una avenida de
un kilómetro de ancho y enfilamos a toda velocidad. Empecé a sentir frío, y de tanto
frío me terminé despertando.
El encuentro entre Fahur y Esteban fue a comienzos del invierno, Aguirre me dio el
mensaje cuatro meses después por no conocer donde yo vivía. Al día siguiente fui hasta
esa intersección de avenidas y detuve a la Indian en un lugar bien visible, luego pasé
por el puente del que habló el Ruso y al no encontrar rastros estaba a punto de
retirarme, cuando ubico a un indigente de aspecto impreciso. Suponiendo que era
Fahur, me acerqué raudamente. Me equivoqué. El hombre no era ni parecído a mi amigo
y al establecerse un diálogo me enteré que aquel que yo buscaba había muerto de frío
promediando el final del invierno. Volví al sitio donde me dijeron que había fallecido,
bajo el puente, y allí lo esperé infructuosamente, yo a él.
-Te aclaro que vengo a hablar y de ninguna manera pretendo que te sientas
prepoteado. A pesar de la gente que frecuentás, si diera para pelear, yo asumiría mi
parte, pero ahora da solamente para que te diga un par de cosas sobre lo que debes
imaginar y si vos querés hacer una discusión de esto, decímelo de entrada así me voy
y hace de cuenta que nunca estuve ...
-Estoy escuchando.
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- Y si son tus cosas por qué las estás bocinando.
-Porque vengo a pedirte que la dejes tranquila, no sé con seguridad si alguna vez se
revolcaron juntos.
-Entonces, te pido de hombre a hombre, que dejes de servirle de puente para con
otros sujetos.
Antonio me había conmovido con su sinceridad. En ese momento yo estaba con unos
quince compañeros. El había mostrado mucho coraje al apersonarse solo,
encontrándome con semejante entorno.
Medité un instante.
-Lo único que te garantizo es que mientras estén juntos, yo mantendré una prudente
distancia con ella.
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transcurso de unas carreras de caballos y por un fallo dudoso, aquel clan se enfrentó
con un adolescente integrante de otro grupo de caballistas, quien circunstancialmente
se encontraba solo. Las carreras eran por dinero y de ahí el apasionamiento. El
adolescente tenía razón a los ojos de cualquiera, y como se mostraba obcecado respecto
a sus reclamos, el grupo rival le mató el caballo a puñaladas. El voz de barítono
desenfundó y se antepuso entre los numerosos presentes y lo que sucedía. A raíz de
los hechos, aquella pista de carreras fue clausurada.
Anochecía en la yerma llanura. El del torso descubierto se aproximaba sonriendo
muy dispuesto a llevarse la motocicleta. En ese instante desenfundé y le apliqué al
jinete tres tiros en el cuerpo con la Ballester Molina. El caballo se espantó y enfiló hacia
unos pastizales. Al que quedó con nosotros, lo tiramos al piso y pateamos con furia. Esa
fue la única ocasión en que me ensañé con un ser humano con la ayuda de un tercero.
El jinete tuvo una rodada, su animal no vio un alambrado y dio con él. Subimos a la
motocicleta y huimos raudamente.
Deduzco que la única consecuencia de aquel hecho, fue aquello que sucedió un año
después.
Paseaba de noche en moto por la costa de Quilmes, una concurrida zona de bares y
locales bailables, cuando una botella llena pasó a centímetros de mis ojos y se estrelló
contra el techo de un automóvil estacionado. Detuve al rodado y no logré individualizar
al agresor.
-Se te hace fácil ser bocón cuando tenés a tantos tras los cuales esconderte.
Jorge atacó con puños sólidos como masas, el sujeto aquel no llegó siquiera a dar un
golpe.
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"Tu primo se despidió de su mujer y se retiró en camión dispuesto a realizar un largo
viaje hacia la frontera con Brasil. Diana acudió ese mismo día a un encuentro celebrado
en un enorme galpón utilizado como depósito, entró por los fondos y se encontró cara
a cara con el golpeado. Este se hallaba con el torso desnudo y la increpó por la tardanza.
Ella le hizo notar que no se había retrasado y él la cacheteó. La joven correspondió con
sumisión sonriendo.
"Él le anunció que se hallaba muy resentido por el resultado de la pelea y
paralelamente enroscó una toalla mojada en su mano con la que la castigó luego de
orinarla con una sonrisa.
"Tiempo después se produjo una nueva pelea y como resultado, el amante terminó
con varias sonrisas dibujadas en el cuero que en un par de días le produjeron la muerte.
Jorge murió la misma noche del evento, los amigos del bocón se llevaron a su
compañero y abandonaron al otro contendiente fieramente herido y con una botella rota
hablándole a sus tripas, tirado en un zanjón.
"La tuve a la mujer del conflicto finalmente desnuda ante mi y aprecié su cuerpo
formidable.
Excitaba verla e imaginar los diferentes efluvios que la humedecían recorriendo su
cuerpo: saliva, flujo, orín, sangre. Le pregunté concretamente que la llevó a serie infiel
a Jorge, quien evidentemente decidió concederle respeto, con el muy tonto que la
golpeaba como forma de descanso. Ella respondió sin dudar que con el primero se
aburría y con el segundo se sentía mujer.
"La última vez que la vi, fue la noche que la abandonamos en una solitaria estación
de servicio sobre la ruta. Paramos a cenar y ella inmediatamente se arrimó a un grupo
de blandos jóvenes que degustaban cerveza apoyados en moderno coche.
Cenamos y al salir nos cruzamos con ella y el grupo que ingresaban entre risas. Ninguno
nos miró.
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estaciones de servicio, nos confesamos detalles escabrosos de nuestro pasado. Víctor
fue iniciado sexualmente por su madre cuando tenía trece años y ella el doble. Aseguró
que en la vida nada llegó a resultarle tan placentero como el volver a ocupar el espacio
entre esas dos paredes de carne desde las cuales, años antes, fuera expulsado. La
mujer era madre soltera y de ascendencia indígena, vivían en la verde espesura junto
a otros familiares. Por la rutina de trabajo de la familia, quedaban solos la mayor parte
del día, aprovechando ambos esta situación para internarse en la selva. Resultaba una
tortura para Víctor el definir un suceso con detalles. No encontraba las palabras
adecuadas en su memoria y la mayoría de sus confesiones resultaban harto inconclusas.
Había adoptado la muletilla "¿viste?" y la repetía enfermizamente. Aprendió a leer casi
a los veinte años, manteniéndose con trabajos en una funeraria.
Lo visité en un altillo en el que vivía tiempo después de que se iniciara en la magia.
No tocamos ese tema. La oscuridad del recinto nos limitaba la visión. Rodeados de un
fuerte tufo a sobacos nos interpelamos. Víctor terminó manifestándose como un ávido
recurrente a las prácticas sexuales mas diversas. Lo previne acerca de que por esa
senda, a mi criterio, lo mas probable sería que terminara con los genitales fermentados
por algún virus y con el culo roto. Mi amigo estrenaba conmigo una nueva cadencia al
hablar, más pausada, como si leyera lo que conversaba. Me confeso que se había
iniciado con verdadero placer en la necrofilia mediante su trabajo en la funeraria. La
frase empleada para confesármelo fue "me entretengo con cada muertita ... ", dicha sin
ninguna maldad.
Según los demás, Víctor y yo compartíamos una misma condición; ser primitivos,
naturales.. .
La intriga de cómo complementaría mi amigo sus prácticas ocultistas con las sexuales
me acosó de modo tal, que me produjo sueños toda aquella noche. Soñé con mujeres
que mientras estuvieron vivas mantuvieron un tipo de vida repudiable para los
habitantes de un pueblo. Volvían éstas a la mañana siguiente a la noche de Navidad,
suspendidas en ciertos sectores del cementerio, sobre las tumbas de aquellos que en
vida habían sido católicos convencidos. Se mantenían en el aire a unos tres metros del
suelo por unos pocos segundos sobre cada tumba y dejaban caer desde su boca un
chorro de baba espesa en señal de agravio. Desde el exterior de aquel cementerio, por
encima del paredón circundante, se las descubría .. Y así los parroquianos corrían a esas
difuntas agitando trapos. Era solamente durante la mañana siguiente a la noche de
Navidad. Debíamos estar atentos porque ellas solían introducirse, con sigilo en los
domicilios y al estar uno distraído, dejaban caer su agravio sobre nuestras cabezas para
luego huir riendo, sin rozar absolutamente nada. Pasaron cerca y el añejo aroma de sus
ropas me produjo una profunda nostalgia, olor a recintos donde transcurrieron
incontables tardes y noches de sexo clandestino entre gente ahora olvidada.
-Sabemos en lo que anda usted ... Cuídese de la oportunidad que podamos tener
nosotros de cruzarlo una noche y abrirle la carne. Imagínese qué divino, encerrado
90
usted en un cuartucho de un metro por un metro sintiendo que es devorado por los
gusanos que se forman en sus heridas. ¿Quiere responderme?
-Le pediría que deje de darme miedo, si no, no podré dormir esta noche.
-Es inútil, no van a despertar-, aseguró Víctor desde la negrura. No había manera de
llegar hasta aquel escondite en vehículo, que quedaba a ochenta kilómetros del poblado
más cercano.
-¿Cómo me encontraste?
-En una ocasión pasamos varios días de vacaciones en Santiago del Estero; guardo
un buen recuerdo de aquellos momentos. Si estuvieras allí, ya no serías acosado. Podría
llevarte esta misma noche.
-Recordando tus reacciones del pasado, pude finalmente descubrir tu gran secreto.
Vos, Absurdo y Aguirre ponían en deuda a todo aquel que se les acercaba y de mil
formas diferentes. Y de su parte, nunca cobraban esa deuda, como así tampoco les
convenía que los demás sintieran que de alguna forma se las habían pagado ...
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-Podría ser, nunca lo analicé.
-No quiero que me lleves a Santiago del Estero por no correr el riesgo de ponerme,
yo, en deuda con ciertas fuerzas.
Aguzando mi vista noté que su rostro estaba a la altura del mío y tal vez un poco
mas arriba.
Víctor siempre fue veinte centímetros mas bajo que yo. A continuación se hundió en la
espesa noche a una velocidad impresionante.
Volví a ver a mi amigo al año siguiente en la zona de Santiago del Estero a la que
había hecho mención. Compartimos una opípara cena regada por dosis excesivas de
vino tinto. De aquel momento me quedó el recuerdo inequívoco de que los papeles se
habían invertido. A su lado, yo era el cazador de conocimientos limitado por
paupérrimos recursos.
Lo dijo mirando hacia el primer piso de una vivienda. Momentos después, una fémina
hermosa, en paños menores y con la mirada perdida, salió al exterior. Mi amigo la tomó
de las manos y recostándola en un jardín hizo el amor con ella embelesado por una
sentida serenata. Me ofreció aquella vagina que yo rechacé. Víctor puso una expresión
muy amarga por mi negativa. Tomé aquella expresión como un adiós.
Momentos después. La mujer se incorporó por si misma y volvió a entrar a la casa.
Desde aquel momento nada he vuelto a saber de mi amigo.
La frontera se había puesto difícil para lucrar, así que decidí volver al origen. La
noche del arribo, cuando intenté ingresar con la motocicleta al barrio de monoblocks,
me topé con la infantería bloqueando amenazante las principales arterias.
Portaban su consabido equipo: escudos, bastones largos y armas cargadas con balas
de goma y de las otras. Volví aquella madrugada sobre mis huellas en dirección al
domicilio de la Turca. Apenas regresé a la zona, me enteré que mi amigo Absurdo había
sido sometido por los poderes sugestivos de Balcarcel transformándose prácticamente
en su esclavo.
Golpeé en la casa y me atendió su pareja, una respingada adolescente con olor a
bebé vistiendo deshabillé. La Turca me recibió en bombacha y corpiño luciendo los
nombres femeninos que se había tatuado en sus épocas de presidiaria. Los tenía sobre
la zona genital, uno encima de otro.
Ella presumió asegurando que respondían exclusivamente a aquellas primerizas a las
que había hecho olvidar su gusto por los hombres.
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Con aquella mujer habíamos montado una particular relación signada por la
camaradería y el respeto mutuo. Dijo ella que meses atrás, el desacreditado Balcarcel,
quien se mantenía aún resentido por la secuencia de la Indian, se ensaño con quienes
participaron en la recuperación del vehículo. A Absurdo, por ejemplo, le sustrajo su
motocicleta e inmediatamente se deshizo de ella.
Dos moscas en plan de fecundación produjeron un sonido suave al caer sobre un
papel. Luego de separarse aletearon componiéndose y ganando el aire en diferentes
sentidos.
Prosiguió la Turca, asegurando que Absurdo comenzó a visitar a Lucas armado de
falsa política a fin de recuperar lo suyo. Inexplicablemente y en poco tiempo, se
transformó en su incondicional alcahuete.
El arribo de la infantería tenía relación con aquellos sobre quienes conversábamos.
Tiempo atrás, Balcarcel comenzó a frecuentar el barrio de monoblocks con el secreto
deseo de liderar y encauzar las actividades de unos "cochambres de poco estilo", como
él los llamaba. Tenía a favor su mentada seducción y como contra, el hecho de no haber
crecido en ese bosque de cemento. No podía ser para los lugareños que alguien de
afuera los viniese a comandar.
El trabajo de Lucas en adobar mentes estaba destinado al fracaso por la existencia
de un caudillo, un menor de diecisiete años que lo ridiculizaba cada vez que podía. Y
podía a cada instante.
Balcarcel, astuto y harto, drogó al joven con lo peor y facilitándole un arma
descargada lo convenció de asaltar juntos una mueblería ubicada en el centro comercial
del barrio. Ambos jóvenes irrumpieron en el establecimiento y el menor, siendo
permanentemente manijeado por Lucas, terminó apuntándole a la sien a un cliente. El
dueño de la mueblería estaba psicotizado por los robos continuos por lo que había
decidido armarse, hecho que no escapaba al conocimiento de Lucas. Así que mientras
hurgaba el hombre aquel bajo el escritorio, Balcarcel, quien ya no caminaba sino que
se arrastraba por la vida, se dedicó a la fuga. El caudillo quedó en el piso con el pecho
partido.
Aparentemente Absurdo participó de chofer.
La policía detuvo al causante e instantes después una veintena de jóvenes y adultos
armados, solidarizados con el caído, rodearon la comisaría con intenciones de ajusticiar
al comerciante. Los fisgones cerraron las puertas por dentro y huyeron absolutamente
todos en compañía del detenido por una salida de emergencia.
La zona se tornó en tierra de nadie. Los estupefacientes, las armas en la mano y el
haber hecho huir a la policía con la sola presencia cuajaron de tal forma, que los
habitantes del lugar, desinteresados del tema, sufrieron diferentes vejámenes. La
mueblería fue saqueada y sus instalaciones destruidas. El vehículo del comerciante
terminó envuelto en llamas y su familia, encerrada en su departamento, sufrió el asedio
de quienes pugnaban por entrar para cobrar venganza. Varios vecinos llamaron a
diferentes dependencias policiales, lo que derivó en el arribo de las tropas. En el preciso
instante en que estuve allí y establecí pronta retirada, en el hospital zonal se hicieron
presentes unos diez individuos y a punta de pistola atemorizaron al personal y a los
escasos presentes para llevarse seguidamente el cuerpo del menor.
Consideré que Absurdo estaba metido en aquello por haber sido idiota y no saber
conducirse. Si no aprendía a actuar en aquel momento, tal vez mas adelante tendría
que afrontar una enseñanza mucho más severa.
Cuando la Turca me dio la dirección de la guarida de Balcarcel donde seguramente
también se encontraba mi amigo, imaginé que no era del todo una mala idea el
despedirme de alguien que en su momento supo compartir. En el transcurso de aquellos
meses, Lucas había perdido la casa de sus padres y su motocicleta. Se refugiaba ahora
en una vivienda humilde de una zona poco poblada y peor iluminada.
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Conocía el paraje, por lo que antes del amanecer ya me encontraba allí. Entré
hurgando por un lote baldío que daba a la parte trasera de la vivienda. Todas las puertas
se encontraban abiertas.
Encontré a Absurdo y a Lucas en el comedor, los dos de pico. A pesar de su divague,
mi amigo me reconoció y haciéndose un ovillo sobre un sillón escondía tímidamente su
rostro. Le tomé la mano y sin mediar diálogo alguno comprendió que lo fui a buscar. Al
pararse Absurdo, Lucas hizo lo mismo sosteniendo una jeringa como si fuese un cuchillo.
En el instante en que se cruzaron nuestras miradas, noté que su boca fabricaba mas
espuma que nunca.
Un estampido muy cercano y una lluvia de cristales castigó su faz. Sin soltar a mi amigo,
huimos.
Sucedió que los tres hermanos menores del caudillo se enteraron que el responsable de
la chanza fue Lucas y se reservaron la caza del hombre.
Se que el varón del grupo era un desgarbado de dieciséis años acompañado por su
hermana que representaba la misma edad, y por una pequeña de solo trece años. Los
tres habían llegado hasta el frente de la vivienda con pesados bolsos cargados de armas
y sin parapetarse en absoluto empezaron a disparar. Mientras nos alejábamos sentí que
la procedencia de los disparos variaba, así que busqué refugio con Absurdo en las
sombras. Dobló la esquina la pequeña del grupo y mientras venía corriendo por el medio
de la calle, disparando al aire, gritaba:
El viejo Aguirre y su A.J.S. 1000 c.c. estaban tal como antes, bien viejos. Le comenté
que los vehículos actuales y las motocicletas en especial, antes de ser lo que son, fueron
ollas, picaportes, cucharones. Están constituidos por material recuperado incontables
veces, en tanto que las nuestras fueron hechas con material de guerra y virgen extraído
directamente de la montaña. Saboreé un largo trago. Aguirre bebió otro tanto y opinó
que nuestras motos, en si, son un trozo de montaña combinado por una alquimia
mayúscula mediante la cual se obtiene el milagro del funcionamiento continuo. Al
pilotearlas, uno vence doblemente el paso del tiempo y las distancias cabalgando en
una porción de naturaleza.
Carcajadas estentóreas y más tragos.
El criterio de crear elementos descartables lo ha invadido todo. Nuestros vehículos
tienen alrededor de medio siglo y pertenecen a aquella partida de artículos concebidos
para durar por siempre, resistiendo perfectamente incontables restauraciones.
Reímos por nada pero persuadidos de que teníamos todo el derecho.
Uno no puede enamorarse de estos motores sellados a los que se les escapa la vida
en forma de voluta de humo en cuanto alguien hurgó en el interior para reponer su
fuerza. Cuanto más manoseo, menos vida. Hasta que ya no queda nada sin tocar.
Ahí fallecen. En sí, fueron hechos para morir en cuanto se alejan de la tecnología que
les dio origen.
Con un dejo de picardía controlábamos de reojo la existencia de una buena reserva
de botellas de licor en nuestras alforjas, a las que agotamos a besos. Festejábamos mi
regreso.
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Aguirre convulsionaba cómicamente su ciclópea anatomía presa de risas y arcadas.
Estábamos en el comienzo de una avenida recientemente asfaltada. Ese día le habían
quitado los montículos de tierra que la mantenían cerrada al tránsito. Mi amigo
sucumbió ante la tentación y arrancó el vehículo. "¡Voy a desvirgar a este tramo de
avenida!", aseguró. Lo esperé en vano por mas de veinte minutos hasta que me dirigí
en su misma dirección. El asfalto comprendía unos tres kilómetros y luego continuaba
en forma de suelo de tierra perfectamente alisado, listo para ser también cubierto.
Una máquina vial había pinchado una de sus ruedas y al no disponer de los elementos
apropiados para suspenderla en el aire, los trabajadores cavaron un pozo y luego se
retiraron sin taparlo.
Aguirre fue a dar allí con sus huesos. Se rompió tres costillas, el tabique nasal y dos
dedos se le dieron totalmente vuelta. Lo encontré en la misma posición en que había
quedado. Mi amigo reía y me reclamó una botella con la que salpicó su nariz en carne
viva. La motocicleta estaba casi intacta.
En el hospital, Aguirre me conminó a que le confesara mi más sincero parecer ante la
posibilidad de que perdiera o no los dedos. Le dije:
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ÍNDICE
CUERO NEGRO……………………………………………….Pág. 16
TESTIMONIO ………………………………………………….Pág. 26
EL MAGO ………………………………………………………Pág. 31
LEYENDA………………………………………………………Pág. 33
CONFLICTOS TRIBALES……………………………………...Pág. 38
FIERREROS……………………………………………………..Pág. 69
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