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La conciencia de
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HI S T O R I A D E L

PE N S A M I E N T O

Y L A C U L T U R A
Director de la colección: F él i x D uque
Diseño de la cubierta: Ser gi o R am ír ez

La f o t o co p ia m a t a
al lib ro • • •
Pero el lib ro caro y
costoso m a t a al
boslillo honest o y
t rab ajad o r; )

© Ediciones Akal, S. A., 1998


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obra literaria, artistica o cientifica fijada en cualquier ti po de soporte sin l a preceptiva autorización,
Walter Jaeschke

Hegel.
La conciencia
de la
modernidad

Traducctón
Antonio GOmez Ramos
Medalla conmemorativa de Hegel (yeso) realizada por E Drake.
Años de juventud

EI pensamiento de Hegel se formó en los años que van de 1792 a 1807, una época
caracterizada por una ruptura que atravesó todos los dominios de la vida social.
Experimentó su expresión más condensada en el campo de la política con la Re-
volución francesa (1789) y la convulsiones que la siguieron, hasta la ocupación de
amplias regiones de Europa por las tropas de Napoleón. También el despliegue de su
sistema tuvo lugar en años de agitación política, y la cercanía temporal de su muerte
(1831) a la revolución de julio en Francia (1830) tiene, a la vez, una cierta fuerza sim-
bólica: su pensamiento cae dentro de un tiempo que discurre entre revoluciones.
Recodar sólo a éstas resultaría, sin embargo, muy unilateral: el «sello del tiempo»
reside más bien en la lucha entre Revolución y Restauración, que no afectó a
Alémarda menos que al país de origen de esta lucha, Francia: en esta época tiene
lugar la disolución del Aimperio germánico» (1802) y la consiguiente reordenación
política de Alemania, llevada a cabo, en parte por Napoleón, y en parte, después de
su derrota, por el Congreso de Viena (1815). Ciertamente, tal reordenación estuvo
más marcada por la continuidad que la evolución francesa; pero los Estados que sur-
gieron de ella eran marcadamente diferentes de los de la época prerrevolucionaria,
aunque la mayoría de ellos no se basaran en una Constitución escrita.
Esta polarización de la época se refleja también en su teoría política; fundamen-
talmente, en la reacción conservadora a la Revolución. Desde las Reflections on the
Revolution in France de Burke, la Revolución se consideraba una fruta podrida de la
razón ilustrada, interpretación que, gracias a una traducción, agudizada además con
notas y comentarios, realizada por Friedrich y. Gentz, quien luego sería secretario de
Metternich, ejerció una profunda influencia en Alemania: desde el Romanticismo
político de Adam Müller hasta las manifiestas intenciones r e s t a w
entorno
- de Carl Ludwig von Hallen
a c i o n i s sus
No sólo t a ssangrientas
d e consecuencias
l parecían aconsejar una renuncia a la revo-
lución politica. Se creía, además, que era posible, mirando hacia atrás, encontrar una
revolución exitosa: la revolución religiosa de la Reforma. Y también en la fi
acababa
l o s o f íde
a tener lugar una revolución, la kantiatta: la filosofía de la Ilustración, que
se remontaba hasta Descartes pasando por Leibniz, se había agotado, ciertamente,

5
desde mediados de siglo, pero había seguido predominando en la filosofía académi-
ca hasta los años ochenta del siglo XVIII. al final, ya sólo corno un «dogmatismo»
exangüe,
Sin embargo, simultáneamente a su decadencia, el dogmatismo cobró impulso en
otra figura. Friedrich Heinrich Jacobi había relatado, en su escrito Sobre la doctrina
de Spinoza, acerca de una conversación con Lessing, de la cual se desprende que éste,
en sus últimos días, «habría sido un spinozista decidido» (Jacobi 1998, 8). Pero la
intención de Jacobi de probar que toda filosofía demostrativa, racionalista desembo-
caba —quisiéralo o no— en el determinismo, el fatalismo y, en última instancia, en el
ateísmo, y que por esa razón debía ser abandonada, tuvo el efecto histórico contrario:
en lugar de salvar en la interioridad de la fe el pensamiento de Dios, amenazado por
el mecanicismo del pensar demostrativo, ayudó al renacimiento de la filosofía de
Spinoza, anatematizada hasta entonces corno prototipo de panteísmo o incluso de ateís-
mo. Más aun, contribuyó a una amplia recepción afirmativa de esa filosofía.
También dentro de la teología protestante tuvo lugar en esos años una revolu-
ción. Durante la primera mitad del siglo, esta teología había tenido, en todas sus
modalidades, una orientación estrictamente conservadora. A mediados de la centu-
ria, se anunció un giro con el avance de la religión racional, en particular el deísmo
de origen inglés. La ruptura que hizo época en la historia de la teología fue obríl de
Lessing, en los años tras 1770, con la publicación de los «Fragmentos anónimos de
Wolfenbilltel», de Hermann Samuel Raimarust, y los escritos polémicos que la siguie-
ron. La «disputa de los fragmentos» no sólo dejó sin base la aun extendida opinión
de que los escritos bíblicos eran el resultado de la inspiración verbal insuflada por el
Espíritu Santo; también el fundamento histórico de la Revelación se tambaleó. Esta
pérdida de los pilares del teísmo tradicional, sin embargo, pudo compensarse por
medio del recurso a Spinoza —como, por ejemplo, cuando Lessing proclama (1780):
«Los conceptos ortodoxos de la deidad ya no son para mi; no puedo gozar de ellos.»
(Jacobi, 1998, 1.6) Y entre quienes seguían aferrándose al pensamiento del Dios
cristiano, muchos se vieron movidos a reinterpretarlo en sentido racionalista, acen-
tuando su contenido moral.
También transcurrió de un modo revolucionario en aquellos años el desarrollo de la
literatura y de la estética. El mismo término «estética» no recibió hasta mediados del
siglo XVIII su nuevo significado, gracias a Alexander Gottlieb Baumgarten; anterior-
mente, como indica la palabra misma, había designado la doctrina de la percepción sen-
sible. Un desplazamiento semántico similar lo realizó Charles Batteux con el concepto
de «arte» —del significado de (dechné»,Ayos», esto es, una «destreza técnica», pasó al de
'bellas artes»—. No menos que en la teoría, incidió también la revolución en la poesía
de esos anos: la Ilustración, representada por Johann Christoph Gottsched, fue releva-
da por las épocas del (kSturm und Drang» y de la oEmpfindasamkeit», y ésta, a su vez,
con el cambio al siglo x[x., por el «Clasicismo de Weimar» de Goethe y Schiller, y poco
más tarde, por el primer Romanticismo de Ludwig Tieck y los hermanos Schlegel.
Queda con ello perfilado el ambiente político-cultural al que el joven Hegel empe-
zó a abrirse en los años noventa del siglo XVIII. Habia nacido —como Beethoven y
Htilderlin— en 1770, en el sudoeste de Alemania, en Stuttgart, que, por entonces, no

1Desde Wolfenbüttel, donde era bibliotecario del Duque de Braunschweig, editó Lessing (1729-
1781), como si fueran anónimos, y con clara intención polémica, un escrito deista del orientalista ham-
burgués Hermann Samuel Raitnarus (1694-1768). (N. del T)

6
era todavía la capital del reino de Wiírtenberg, pero sí la residencia del duque. De
1788 a 1793 estudió teología y filosofía en la Universidad de Tubinga, como becario,
en el «Seminario». Al anquilosamiento de la teología allí debe atribuirsele el que
Hegel —como muchos de sus contemporáneos, también sus amigos 1161derlin y el
precoz Schelling, cinco años más joven— no se hiciera pastor después de los estu-
dios, sino preceptor doméstico: al principio, de 1793 a 1796, en una familia patricia
de Berna.
En los fragmentos que se nos han transmitido de los años de Tubinga y Berna
dominan los temas de filosofía de la religión. Por este motivo, su primer editor,
Hermann Nohl (1907), les puso el título de «Escritos teológicos de juventud», lo cual
no es del todo acertado, ya que no se orientan por el pensamiento de Dios, sino por
el de la religión; particularmente, la función pedagógico-política de la religión. Hegel
recoge aquí motivos múltiples; de la teología de esos años, por ejemplo, la diferen-
ciación de la religión «objetiva», que nos ha sido enseñada, y la «subjetiva», que es
verdaderamente importante; y su distinción entre «religión privada» y «religión
popular» recuerda la contraposición roussoniana de ʻtreligion de l'homme» y «religion
du citoyen». El cristianismo sería, original y esencialmente, una religión privada y
—como demuestra el intento de una universalización del principio ético— inapro-
piado para ser una religión del pueblo en el sentido de la religión griega de la polis.
La cartas de esa época muestran, junto a este interés, una recepción —rezagada
respecto a los amigos H61derlin y Schelling— del rápido cambio de los sistemas que
estaba teniendo lugar. A principios de 1795, Hegel aparece todavía como kantiano,
aferrado al pensamiento moral de Dios y —a pesar de su familiaridad con Lessing—
al concepto de un Dios personal, mientras que H61derlin ya equipara el «Yo absolu-
to» de Fichte con la «Sustancia» de Spinoza, y también Schelling confiesa que
—junto a su orientación fichteana— «se ha convertido, entre tanto, en un spinozis-
ta» (Br. 1.9-37).
Sin embargo, siguiendo este lento camino, Hegel va alcanzado intelecciones dura-
deras. La más importante de ellas es el abandono del concepto moral de religión. En
su •
de
V i virtud, pero, con ello, realiza la experiencia, que no hace explícita en el escrito, de
que
d a los textos neotestamentarios se revelan resistentes al intento de restringir a reli-
gión a mera moral. En los estudios que siguieron a continuación, sobre la Positividad
d cristianismo (GW 1.282-378), ve que la religión, más allA de su contenido racional,
del
contiene
e el momento de lo «positivo», lo determinado externamente, que explica su
posterior
J solidificación en lo estatutario. Pero si la religión de Jesús que media entre
moralidad y positividad conduce a lo estatutario y, de todos modos —como dice
e
Kant—, el respeto de la ley moral es el único móvil legítimo de la acción moral, no se
s ya, entonces, dónde podía estar la legitimación de una religión semejante. Hegel
ve
extrae
ú las consecuencias de este fracaso con unos giros críticos, que anticipan a
Feuerbach:
s al presente le está «reservado vindicar los tesoros desperdigados por el
cielo como una propiedad del ser humano, al menos en la teoría, ¿pero qué época ten-
( la fuerza de hacer valer este derecho, y tomar posesión de ellos?» (GW 1.372).
drá
G A fines de 1796, Hegel aprovecha la ocasión que le brinda 1161derlin de aceptar
un
W puesto de preceptor en Francfort (1797-1790). De camino hacia allá, anota el texto
que
1 Franz Rosenzweig publicaría en 1917 con el titulo de El más antiguo programa
de sistema del idealismo alemán, y sobre cuya autoría no existe aun acuerdo.
. Los trabajos redactados en FrAncfort, en el entorno personal e intelectual de
H61derlin,
2 siguen mostrando un fuerte interés por la filosofía de la religión, pero ya
0
7 7
-
2
no por los anteriores problemas de moralidad y positividad, sino por una metafísica
de la religión. Aquí, Hegel elabora y pone aprueba un instrumental de conceptos del
que se serviría más tarde. Piensa primero la religión desde el «amor» o la «unifica-
ción», pero reconoce que no es posible pensar semejante síntesis sin una contrapo-
sición. Por eso, más profundo que el concepto de amor, está el concepto de la vida;
no sólo hay unificación, sino también contraposición: «unión de la unión y la no
unión». Por eso, Hegel capta la religión como elevación desde la vida finita a la infi-
nita, y con ello, como una figura superior ala filosofía: pues el pensar tendría el doble
contraste, en parte del no-pensar, en parte del que piensa y de lo pensado; y tiene,
Po!
intelección
- —que pertenece ya al paso ajena (1800-1801)— de que esta contraposi-
ción es superada en el pensar, le permite invertir la relación de religión y filosofía.
e l El hecho de que distinga a la religión mantiene aun oculto que la enjundia de cri-
ltica
o al cristianismo de estos textos es aun más radical que en el último periodo de
Jena:
, en el arlo de la «disputa del ateísmo», Hegel pone en boca de jesús un enérgi-
qco desmentido del pensamiento de un Dios personal, tanto del aparato mítico de la
escatología como de la doctrina, entendida al modo tradicional, de la naturaleza divi-
una y humana de Cristo, y de las doctrinas que se siguen de ella acerca de la diferen-
ecia esencial de Jesús y sus amigos, y la exclusividad de ser el hijo de Dios. -
p El desfavor de la tradición hace olvidar a menudo que Hegel no se ocupó en esos
años solamente de cuestiones de filosofía de la religión. Hasta el final de su vida
o
guarda el secreto de que en esos años, movido por sus experiencias con el patriar-
ncado de Berna, había traducido y anotado, de modo anónimo las Cartas íntimas sobre
ela anterior relación jurídica del País de Vaud con la ciudad de Berna. También por
rentonces comienza su escrito Sobre la Constitución de Alemania (GW 5), el cual,
quizá debido al rápido cambio de las condiciones políticas, sobre todo la disolución
l del imperio germánico, no ha pasado de ser un fragmento. El espectro de sus inte-
oreses abarca, además, trabajos de lo que sólo nos quedan referencias: su biógrafo
i Karl Rosenkranz menciona un comentario a la Metafísica de las costumbres de Kant
ny a la Economía del Estado de Steuart (1844, 86-88); y el hecho de que Hegel, inme-
diatamente después de su traslado ala Universidad de Jena en 1801, se habilitara con
fel escrito De orbitis planetarum, permite sospechar amplios estudios de filosofía
i natural.
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II

La formación del sistema

En Jena, trabajaba por entonces Schelling, creían los contemporáneos, a quien en


estrecha e íntima coincidencia con Johann Gottlieb Fichte, quien, a consecuencia de
la acusación de ateísmo elevada contra él (1779), había perdido su cátedra de Jena y
había marchado a Berlín. Desde la perspectiva de Fichte, Schelling es, pese a todas
las protestas de aprecio, un joven colaborador de talento, aunque en ocasiones mal
comprendido; de modo semejante, el por entonces aún desconocido Hegel, en sus
primeras publicaciones filosóficas, en su mayoría, tratados en el Kritisches Puma!
der Philosophie (1803-1803, GW 4), editado conjuntamente por él y por Schelfing,
pasa por ser —siguiendo el rango— un joven colaborador y «robusto defensor» de
Schelling (GW 4.190) —también en su escrito Diferencia de los sistemas de Fichte y
Sdtelling (1801)—.
El que apostrofora las filosofías de Fichte y Schelling como «sistemas» sugiere ya
la significación --inesperada si se consideran los primeros escritos— que el pensa-
miento de sistema ha alcanzado, entre tanto, para Hegel. Cuando deja Fráncfort está
claro para él que la filosofía tiene que ser fundamentada y desarrollada como «siste-
ma»; el 2 de noviembre de 1800 le escribe a Schelling: «En mi formación científica,
que empezó por necesidades inferiores humanas, me vi impulsado hacia la ciencia,
y el ideal de la juventud tuvo que transformarse en la forma de reflexión y, a la vez,
en un sistema.» (Br 1.59). A comienzos de 1801, Hegel va a Jena, y en verano da allí
fin, a la vez que a su habilitación, al escrito sobre la Diferencia, en el que introduce
la definitiva separación de caminos de Fichte y Schelling, de la filosofía trascenden-
tal y de la especulación; y en el invierno de 1801-1802 comienza sus lecciones, y con
ellas la elaboración de su sistema.
Hoy día, el pensamiento de sistema que dominaba entonces es considerado
un indicio de las hipertrofiadas pretensiones de una filosofía. Nada la hace hoy tan
sospechosa como el que saliera del taller de un «forjador de sistemas». Y, sin
embargo, Hegel enlaza con el pensamiento de sistema sólo por la vía de las aspira-
ciones, originarias de Kant, a dar una nueva fundamentación de la filosofía. El propio
Kant dice que «sólo la unidad sistemática hace del conocimiento común una cien-
cia», y continúa: «bajo el gobierno de la razón nuestros conocimientos no pueden ser

9
en absoluto una rapsodia, sino que tienen que constituir un sistema», y semejante
sistema es •
concepto
la racional de la forma de un todo, por medio del cual se determina a priori
la
u extensión
n i d a del contenido, así como también su lugar específico dentro de ese todo
(3 860s).
d La reclamación de una figura sistemática de la filosofía brota, pues, de su preten-
d e
sión científica; su motivo actual reside en la destrucción, que Kant había llevado a
cabo,
c o de n la forma de explicación de la filosofía racionalista, cuyo tipo de despliegue
cristaliza,
o c i ciertamente, según las diferentes escuelas, en múltiples variantes, pero
manteniendo constante la estructura fundamental: abarca la lógica, la metaphysica
m i e (ontología), la metaphysica specialis (psicología racional, cosmología, teolo-
genera/is
n t y,oen sla filosofía práctica, el derecho natural. La «revolución» de Kant exige, por
gía)
lo
m tanto, ú el entendimiento sobre un nuevo principio de la filosofía —en la medida en
que
lsaber la pretensión
t inmediato
i científica de la filosofía no sea reemplazada por la invocación de un
y ascendida a «no-filosofíA»—, pero, también, acerca de una nueva
p«arquitectónica»
l del conocimiento filosófico, una nueva articulación de suCO7PUS:en
ela filosofía
s de la naturaleza, de la historia, del arte y de la religión, pero también la
bhistoria de la filosofía, que, por entonces, entra en una nueva posición frente a las
otras disciplinas filosóficas.
a El principio de esta unidad sistemática lo ve Kant en «tul fin unido, supremo e
jinterno», del que pueden derivarse la extensión y la forma del todo. Entroncando con
oél, Carl Leonhard Reinhold le da a este pensamiento de sistema una forma más anti-
ugua, pero con una nueva punta: la filosofía tiene que ser ejecutada como una ciencia
estricta —mas no bosquejada con vistas a un fin, sino fundada «a partir de un prin-
nc ipio'
a,el carácter científico de la filosofía, no lo piensa Reinhold como un fin supremo, sino
i—como un principio fundamental absolutamente primero (1790, 353ss). Semejante
.
principio fundamental último y universal tiene que satisfacer varias condiciones, a fin
dAde hpoder formar el fundamento (Fundament) de todo saber humano: tiene que ser
eounar proposición determinada por si misma, esto es, debe tener sentido por si misma;
aatiene que estar asegurado por si mismo frente a los malentendidos, y los últimos
»bcaracteres originarios de los cdnceptos planteados en él; más aún, todo lo represen-
i tiene que ser determinado por él. Sobre la base de esta proposición, la «pro-
table,
.eposición de la conciencia», Reinhold cree poder asegurar, por medio de un proceder
Enque,se orienta cuestionando a la filosofía trascendental de Kant por las condiciones
sede posibilidad, el carácter de sistema de la filosofía.
ts Suo proposición de la conciencia» fue desechada en seguida, por insuficiente, por
el escéptico Gottlob Ernst Schulze (Enesidemo); su pensamiento de la fundamenta-
atción del sistema de la filosofía sobre un principio, en cambio, mostró su resistencia
iedurante más tiempo: encuentra su forma más efectiva en el escrito de Fichte Sobre
dpel concepto de la doctrina de la ciencia (1794), así como en la doctrina misma (1794-
er1795),
i
con la fundamentación de la filosofiA sobre un principio fundamental «absolu-
tamente primero» (y dos proposiciones que complementan a éste). También los pri-
anmerizos escritos filosóficos de Schelling Sobre la posibilidad de una forma de la filo-
scsofíai en general y Del Yo como principio de la filosofía (1795) se mueven en este
epentorno. Sin embargo, ya en sus cartas filosóficas sobre el dogmatismo y el criticismo
i Schelling abandona el programa de una deducción a partir de un principio
(1795),
rofundamental cierto e incondicionado, y lo reemplaza por el modelo de una explica-
í,ción de la filosofía en las dos formas del dogmatismo y el criticismo: esta dualidad no
aq
eu lo
l
seria refutable por via teórica, sino que sólo se podría superar en el ámbito de lo prác-
tico en favor del criticismo.
En los años siguientes, el pathos del sistema pasa ligeramente, de modo provi-
sional, a segundo plano; se expresa una distancia a él también en los Aforismos de
Friedrich Schlegel, publicados en Atheneum (1798): un «regimiento de soldados en
parade
,el acto para el espíritu» «tener un sistema y no tenerlo», y que, por ello, él «
seguramente
ee st e n i que
a decidir» «por unir ambas cosas» (EFSA 2.172s.). Ello se vuelve a
>sexpresar de modo programático en el Sistema del idealismo trascendental de
«Schelling (1800), así como en su Exposición de mi sistema de filosofía (1801). El
aaspecto
l material del carácter de sistema lo ve garantizado por que él planea desa-
m rrollar el todo de la filosofía, en sus dos aspectos, como filosofía de la naturaleza y
filosofía trascendental, en una marcha de fundamentación unitaria a partir del con-
ocepto de lo absoluto; e intenta satisfacer el aspecto formal tomando el método geo-
dmétrico de Spinoza como modelo (SW I, 4.113).
o Con la estancia de Hegel en Jena comienza una fase intensa, aunque corta, de
colaboración con Schelling. Sin embargo, la concepción del sistema que bosqueja en
d
sus primeras lecciones, en el invierno 1801-1802, se sirve completamente de otros
emedios conceptuales —no utiliza ni la deducción a partir de una o varias ciertas pro-
pposiciones primeras, ni la derivación a partir de definiciones, axiomas, postulados,
een la forma del mos geometricus—. Tampoco coincide con el bosquejo de sistema,
orientado según Schelling, del escrito de la Diferencia (GW 4.75s), ni con el bos-
nquejo, todavía en términos de filosofía de la sustancia, de su tratado Sobre las formas
scientíficas de acción en el derecho natural (1802, GW 4.433), sino que debe entresa-
acarse de los pocos, aunque importantes fragmentos de sus primeros manuscritos
rpara las lecciones (GW 5)
Kant ya determina el concepto de sistema como *concepto racional de la forma
dde un todo» (B 860). También para Hegel, la tarea de la filosofía consiste en el cono-
ecimiento de este todo —tanto por su extensión como por la posición determinada de
alo singular comprendido en él—. Pero, mientras que para Kant este todo gana su
l carácter de sistemático al ser pensado como sistema de fines —ordenados con vis-
tas a un fin último—, para Hegel, el todo —usando un concepto que todavía no se
gencuentra en Kant— es la exposición de lo absoluto.
u Bien es cierto que este concepto puede rastrearse hasta muy atrás, hasta el
nCusano y Giordano Bruno. Pero no hay una historia continuada de este concepto,
sino sólo apariciones esporádicas. La lógica de este concepto había quedado oculta
o
por el horizonte tetsta de la filosofía de principios de la Edad Moderna; todavía
sJacobi, en los extractos de Bruno que incorpora a sus cartas Sobre la doctrina de
fiSpinoza, pasa por alto el pasaje donde Bruno habla de lo absoluto. Sólo al encon-
l trarse el discurso kantiano de lo incondicionado con el renacimiento de Spinoza alre-
dedor de 1790, «lo absoluto» entra en el debate, y después de haber sido introduci-
ódo ya una vez corno un concepto racional, no es ya asunto de libre elección el modo
sen que pueda pensarse. La lógica de este concepto es la pauta de su explicación y
otambién, la critica de una concepción inadecuada.
f Lo absoluto no puede ser pensado como una realidad efectiva que estuviera en
una relación externa con otra, pues entonces estaría determinada por esta otra, y no
oseria pensado como absoluto. Tiene, pues, que ser «el todo» —o, como dice Hegel
sen el «prólogo» de 1807 a su sistema, «Lo verdadero es el todo» (GW 9.19)—. Pero
, no puede ser indiferenciado; entonces no seria, como dice Hegel allí poco respetuo-
u
n 11
s
i
samente, más que la noche .en la que todas las vacas son negras» (GW 9.17). Debe
tener, pues, una diferencia en si. Pero, por eso mismo, no puede enfrentarse al cono-
cimiento como un objeto; entonces, este conocimiento (ni aunque fuera .1a intuición
del Dios eterno hecho hombre» [GW 4251) seria algo externo a lo absoluto, y éste,
una vez más, no seria pensado como absoluto: .Es, por ello, desconocer la razón, si
la reflexión queda excluida de lo verdadero y no es concebida como momento posi-
tivo de lo absoluto» (GW 9.19s). El conocimiento de lo absoluto es, por ende, su
conocerse a sí mismo.
Finalmente, tampoco puede ser pensado como algo rígido, estático; entonces,
toda transformación seria como un salir más allá de lo absoluto, algo que contradiría
a su concepto. Su movimiento tiene que set entonces, su movimiento propio, el
•movimiento del ponerse a si mismo» (GW 9.18), o, como también dice Hegel, lo ver-
dadero no debe ser concebido solamente como sustancia, sino también como sujeto.
Esta fórmula no dice solamente que el lado del sujeto cognoscente debe ser pen-
sado dentro de la explicación de la sustancia, sino que esta efectiva realidad ab-
soluta misma —lo verdadero, la sustancia— está constituida como subjetividad.
Subjetividad es actividad, y lo absoluto, concebido como actividad, no puede estar
dirigido a algo que esté fuera de él, sino que tiene que ser comprendido como acti-
vidad pura, dirigida a si misma, esto es, como autorreferencia, y autorreferencia que
sabe, en las formas de su autoconocimiento, de modo supremo, en la exposición de
lo absoluto para la conciencia: en el sistema de la fi
l o sEloconcepto
f í a . de subjetividad, con el que Hegel releva al de sujeto absoluto de acu-
ñación kantiana y poskantiana, está determinado, pues, por el concepto de lo abso-
luto, y por cierto, el de aquella actividad que está dirigida a si misma y que gana su
forma suprema en una autorreferencia pensante. Como telón de fondo de esta auto-
rreferencia que sabe como forma suprema de realidad efectiva, está, incuestionado,
el pensamiento aristotélico de la unidad de nous y noeton, de la Metafisica XH,7. Esta
referencia la plantea el propio Hegel, al concluir su Enciclopedia de las ciencias filo-

fitoria de la filosofía.
La filosofía, pues, tiene que, y puede, ser desplegada en el sistema, pues la reali-
cdada efectiva, de la cual es parte y que es su objeto, es el proceso mismo de lo abso-
sluto, proceso que la filosofía no tiene más que reconocer como tal. Ciertamente, de
cesta determinación no puede derivarse completamente la figura de este sistema;
opero si que puede determinarse un rasgo fundamental.
Puede que esto haya contribuido a la asombrosa constancia del pensamiento sis-
ntemático de Hegel. Desde los primeros fragmentos de Jena (1801) hasta sus últimos
eescritos berlineses (1831), este rasgo fundamental permanece inalterado. Sin embar-
sgo, las modificaciones y los enriquecimientos que su concepción ha experimentado
ten estos tres decenios no son menos asombrosos que su perseverancia. Pues los pri-
meros textos de Hegel contienen poco más que el esbozo de que .1a esencia abso-
eluta misma bosqueja, por asi decirlo, su imagen en la Idea, se realiza en la naturale-
pza, o se crea en ella su cuerpo desplegado, y se resume luego como espiritu, retorna
aa si y se conoce a si misma, y, precisamente haciendo este movimiento es la esencia
absoluta» (GW 5.262); así pues, un bosquejo de sistema a cuyo comienzo está la lógi-
sca y la metafisica, seguido de la filosofía de la naturaleza, y que desemboca en la
afilosofía del espíritu. Estas partes no constituyen esferas separadas, algo así como
jestratificadas unas sobre otras, sino momentos de un proceso, precisamente, del
edesarrollo de lo absoluto. Y en la misma medida en que estas partes son compren-
(
G
12
W
didas en constante reelaboración, la concepción reconocida una vez corno vinculan-
te sigue siendo también la estructura permanente y, con ello, el marco para la confi-
guración de los detalles, y sólo ésta decide sobre el rango filosófico del todo.
Ala vez que ofrece el bosquejo de las líneas fundamentales del sistema, Hegel da
comienzo a su configuración: primero (18014802), la Lógica y la Metafísica; en los
semestres que siguen, la «Filosofía real», esto es, la filosofia de la naturaleza y la
parte que, desde 1805-1806, llama «filosofia del espíritu». Con ello, hacia el final de
los años de Jena, el sistema ya ha obtenido la figura que, en las elaboraciones poste-
riores, Hegel irá mejorando de mtiltiples maneras, pero sin rupturas. Aunque es cier-
to que la obra que muchos consideran la más importante de Hegel, o al menos, la
más genial, se atraviesa, por así decirlo, en la reelaboración continuada de las partes
del sistema: la Fenomenología del espíritu (1807). No cabe duda de que es la obra
más enigmática de Hegel. Su función, propiamente dicha, es la introducción en el
•Sistema de la ciencia», del cual Hegel la considera la primera parte. No es una
«introducción» como un conducir externo hacia él, sino en tanto que dibuja el cami-
no de la experiencia de la conciencia, pero no de una experiencia de la conciencia
singular, sino de una «historia de la autoconciencia», cuyas dimensiones alcanzan a
la historia universal. En un anuncio editorial
diciendo
. H e gque e entra
l p«en
o lugar
n dde elas rexplicaciones
a psicológicas, o de las discusiones
abstractas
l a sobre la fundamentación del saber», y que considera la preparación de la
ciencia desde un punto de vista por el cual es «la primera ciencia de la filosofa».
F e n pues,
Reivindica o m paraela Fenomenología,
n o l o gnada í menos que el viejo y honorable título,
a
reservado antes para la metafísica, de «la ciencia primera». Por medio de la
Fenomenología, «la riqueza de las manifestaciones del espíritu, que a primera vista se
ofrece como un caos, e s puesto en un orden científico que se presenta según su
necesidad, en la cual, los imperfectos se disuelven y pasan a lo superior» (GIV 9.446),
una tarea, por ende, que no debe ponerse bajo el mismo concepto de una «ciencia de
la experiencia de la conciencia», sino que anticipa in nuee todo el sistema,
Aquellos contemporáneos de Hegel que no eran a la vez oyentes suyos, podían
encontrar que en la Fenomenología se trataban detalladamente temas sobre los que
Hegel no había publicado antes nada, o muy poco. Ya por esa razón tuvo gran impor-
tancia en las discusiones contemporáneas. La investigación reciente se ha esforzado
—en vano— por llevar un «orden científico» a la obra misma de la cual Hegel decía
que su rendimiento era la fundación de semejante orden. Las cuestiones sobre la
composición y la función de la obra, sobre su historia inmanente y la compacidad de
sus pensamientos, sobre la vinculación de los momentos históricos y sistemáticos,
sobre su dependencia de una lógica en la que está destinada a introducir, y de una
concepción de filosofía de la historia que no se elabora en ninguna parte, todas estas
cuestiones permiten muchas respuestas, y precisamente por eso no obligan a nin-
gima.
Sin embargo, el que no haya perdido nada de su brillantez y su explosividad con
el fracaso de tales intentos de interpretación, delata algo del carácter de esta obra.
Esa brillantez y explosMdad residen en su método —bien que seguido sólo a
medias— de comparar lo que es «en si» (an s ic h
conciencia»;
)> en la riqueza y en la agudeza de cada uno de sus análisis, pero también
, y l o q u e e s ,
c a d a v e z ,
Esto es, virtualmente, en .asi-mismo», pero aun por desarrollar, todavía no <para ( f ü r sich),
«(N. del T.)
p a r a
l a
13
en la tensión entre <4historia» y qsistema», tal como se revela cuando se intenta ten-
der un puente entre ambos. Por ello, son casi siempre magistrales partes sueltas,
muy célebres, las que han marcado los efectos históricos de esta obra —por ejem-
plo, el capitulo sobre la lucha social por el reconocimiento, sobre osefiorio y esclavi-
tud», o la interpretación de la religión cristiana en el capitulo sobre la 4<conciencia
desgraciada», o, finalmente, los análisis de la conexión entre Ilustración y revolución
francesa, entre la libertad absoluta y el «terreury
luego
, a abordar varias veces, pero sin tratarlos nunca con la misma concisión y pene-
tración. Así, la Fenomenología se atraviesa, ciertamente, como un bloque errático en
—, t e m continuada
la formación a s t o d disciplinas
de las o s del sistema, y este desarrollo podría dibu-
q
jarse igualmente sin mencionar la g
u e H e e l
Fenomenología; a la vez, sin embargo, ésta consti-
vtuye lao másluniversal
v de
i lasóobras de Hegel; y la obra con la que concluye la elabo-
ración de los fundamentos de su sistema y le da al público —para quien, hasta enton-
ces, sólo era conocido por algunos tratados, y, casi siempre, sospechoso de ser un
seguidor de la especulación schellingniana— un anticipo de su sistema y de una
forma de conocimiento filosófico desconocida hasta entonces.
Tras concluir la Fenomenología, y tras el fin de sus años docentes en Jena, forza-
do por la derrota militar de los Estados alemanes frente a Napoleón, en otoño de
1806, Hegel marcha primero a Bamberg, una ciudad de provincias bávara,
redactor
, c o mdeola gaceta local, y luego, de 1808 a 1816, al cercano Nuremberg, como rec-
tor de un Gymnasium. A pesar de las obligaciones de su cargo, lleva adelante con
perseverancia la ampliación de su sistema, de modo que cuando retoma la docencia
en Heidelberg, en el invierno de 1816-1817, puede publicar rápidamente una exposi-
ción de las lineas fundamentales de su sistema —la Enciclopedia de las ciencias filo-
sóficas (1817)— como compendio válido para sus lecciones. Pero la gran obra de
estos años es la Ciencia de la Lógica (1812- 1816).

14
III

Lógica y Metafísica

La historia del surgimiento de la Lógica se remonta hasta la lección sobre «Lógica


y Metafísica», durante el primer semestre de Hegel en Jena. Empieza entendiéndo-
las como dos disciplinas diferentes, pero no consigue desde el principio ofrecer su
relación de modo preciso.
A esta primera Lógica le asigna Hegel una función doble. Por un lado, dice que,
del lado especulativo, podría servir como introducción a la filosofía (GW 5.272),
y que desde ella se «realiza el paso a la filosofía propiamente dicha o metafísica»
(GW 5.274); por otro lado, que ya «como ciencia de la idea es ella misma metafísi-
ca» (GW 5263). Sus desarrollos posteriores son igualmente apropiados para salvar la
separación entre lógica y metafísica: la lógica plantea las «formas de la finitud», pero,
precisamente, «no juntadas empíricamente, sino como surgidas de la razón»; presen-
ta las aspiraciones del entendimiento a imitar la identidad que, propiamente, perte-
nece a la razón, pero, para ello, precisa ya de este concepto de razón; asume (aufile-
ben)
menos
3 un uso negativo de la razón pertenece a la lógica misma (GW 5.272)—.
p Frente a esto, el espectro de la metafísica no deja de ser bastante pálido: su tarea
sería construir y documentar el principio de la filosofía de que «en todos los tiempos
o rhabido una y la misma filosofía»; se trataría, en ella, de «restablecer lo más anti-
ha
m
guo de todo» y limpiar del malentendido de la nueva antifilosofia, poner al descu-
e
bierto el «espectro del escepticismo» y exponer los nuevos sistemas —en particular,
los
d de Kant y Fichte (GW 5.274s)—. Este programa revela más bien una perplejidad,
la
i de asignar un contenido en general a la lógica separada de la metafísica. Tampoco
en el esbozo de sistema de 1804-05 (GW 7) consigue Hegel efintinar la imprecisión
o
en la relación de las dos disciplinas. Ciertamente, en lo que se refiere al contenido,
d
las dos son ahora claramente diferentes: la lógica tiene por objeto las categorías, así
e
l
a El termino aufizebgn, que vertemos como «•cisumit. (.superar” es otra traducción habitual) es clave
deniro
r de la filosoffa hegeliana, que aprovecha sistematicamente el triple significado del verbo en alemán:
anular (como se anula una ley), superar (como dejar algo atrás) y conservar o guardar (N. del T.)
a
z 15
ó
n
l
La Catedra de Hegel. laogr afia de E Kugler.

16
como la doctrina de la deducción y del juicio; la metafísica, en cambio, en su prime-
ra parte, los tres principios de la metafísica racionalista —la proposición de identi-
dad, del tercio excluso, y de razón suficiente-
fuertemente
- reinterpretados, de la metaphysica specialis tradicional —alma, Dios,
mundo—, y en su tercera, los conceptos fundamentales de la época de la filosofía
, e n s u s e g u n d a
bajo el signo kantiano: el yo teórico, el yo práctico y el «espíritu absoluto» (no el
p«espíritu
a absoluto»
r t e posterior,
, sino, más bien, lo que corresponde a la «idea absoluta»
lal final ode la Ciencia
s de la Lógica). También aquí, Hegel le sigue atribuyendo a la lógi-
tca la función
e mde unaaintroducción
s , en el sistema, pero el contenido y el método de esta
lógica coinciden ya en muchos rasgos con los de la Lógica posterior.
En el desarrollo que siguió a continuación, que dura casi un decenio, Hegel funde
Lógica y Met4isica al integrar la primera parte de ésta, el «sistema de los princi-
pios», en el esbozo de la Lógica, mientras que las dos otras partes quedan elimina-
das. Si la Lógica no es ya malentendida como el planteamiento de las formas del
conocer finito, sino que es aceptada como la ciencia de las formas puras, como «lógi-
ca verdadera» (GW 5.272), agota entonces el ámbito del pensamiento puro. Y es una
consecuencia de la dominancia de la Lógica, revelada en la evolución histórica, el
que Hegel no llame ya a su «ciencia primera» metafísica, sino Ciencia de la Lógica
(1812-1816, GW lis, 21).
El carácter sucesivo de esta lógica lo expresa Hegel en la «división». La divide en
la «lógica objetiva», esto es, la doctrina del «ser» y de la «esencia», y «lógica subjeti-
va», esto es, la doctrina del concepto. La lógica objetiva entra «inmediatamente en
lugar de la ontología» , la cual «debería exponer la naturaleza del ens en general»;
pero comprende «en si también el resto de la metafísica, en la medida en que esta
contiene aplicadas las formas puras de modo particudar, empezando por sustratos
tomados de la representación: el alma, el mundo, Dios» (GW 11.32). La Lógica hace
abstracción, pues, del objeto concreto incluido antes, de modo equivocado, en la
metafísica, y fija la mera determinación del pensar, en cierto modo, como el núcleo
de la metafísica. Hay aquí también una analogía con la crítica kantiana de la psicolo-
gía racional y de la teología natural, la cual reduce sin más el «alma» al yo, el princi-
pio lógico del enlace, y el pensamiento de Dios, tomado en préstamo de la religión,
al «ideal trascendental».
La lógica, pues, plantea las determinaciones puramente aprioricas del pensa-
miento, no derivadas de la experiencia, manteniéndose indiferente a la distinción de
kantiana de los conceptos del entendimiento y de la razón, de las categorías y las
ideas. Tiene, con ello, que resolver el viejo problema de la extensión de las determi-
naciones del pensamiento y de su relación entre ellas. El que acepta, en contra del
empirismo, que tales conceptos no se alcanzan por primera vez por abstracción a par-
tir de la experiencia, sino que residen originariamente en la razón, tiene que mostrar
cómo pueden alcanzarse estos conceptos a partir de la razón, y por cierto, de un
modo que sea, él mismo, «racional», esto es, completo y siguiendo un procedimien-
to ordenado. Este problema, así como su horizonte histórico, lo tenían también a la
vista quienes por entonces estaban trabajando en el asunto. Frente a Aristóteles, que,
en sus Categorías, había sido el primero en emprender tal planteamiento y clasifica-
ción en detalle. Kant objeta que éste había juntado las categorías «según se iba
encontrado con ellas». En el siglo )(mi, una enumeración de tales conceptos que pro-
cediera empíricamente no habría servido como argumento contra el empirismo; por
eso, Kant fundamenta la derivación
na
- del juicio, ya que el entendimiento es la facultad de juzgar (B 105-107), y el plan-
de l o s
17
c o n c e p t o s
d e l
teamiento de los conceptos de la razón en la teoría del silogismo (B 379s). Hegel, sin
embargo, dirige la crítica kantiana a Aristóteles contra su propio autor, por así decir-
lo: éste no habría planteado las determinaciones del pensamiento ni por su número
ni por su orden, dado que le faltaba un principio para su generación. El mismo, en su
Lógica, busca plantear un procedimiento que garantice tanto su completud como su
orden, y les atribuye un significado fundamentalmente diferente.
Las determinaciones del pensar no brotan del juzgar y deducir como formas de
un pensar meramente subjetivo, en oposición a una realidad existente fuera de éste,
de la que, precisamente por eso, no es posible decir que sea en si misma. Para Hegel,
la Lógica presupone la .
liberación
li de «la separación, presupuesta de una vez para siempre en la conciencia
habitual, del contenido del conocimiento y de la forma del mismo» (GW 11.21)—.
b
Estae rliberación
a c i ó n es la función sistemática de la Fenomenología del espíritu, la cual traza
d camino
el e de la experiencia de la conciencia hasta el «saber absoluto». El pensar del
que
l trataa sla Lógica no tiene, por ello, la significación sistemática de un pensar que
perteneciera
o p o s sólo i cal sujeto
i finito, de una teoría de la subjetividad finita; constituye, a
la vez, la estructura de la realidad en general. Esta pretensión de objetividad del pen-
o
sar lan capta
e sHegel muy afortunadamente en una expresión que, en principio, podría
d
parecer e
un oximoron; como pensar objetivo. Designa, sin embargo, muy acertada-
mente,
l ercaracter
a de la Lógica: «Esta contiene el pensamiento, en la medida én que
él es tanto la cosa en si misma, o la cosa en si misma, en la medida en que es el pen-
c o n c i
samiento puro» (GW 11.21).
e Pero, n junto
c ai la significación
a ontológica, las determinaciones del pensamiento tie-
nen,
» además, una significación teológica. Ambas son sistemáticamente desplegadas
en
— el contexto de una filosofía de lo absoluto, y no son formas vacias para un conte-
nido verdadero que estuviera fuera de ellas, sino que «las formas necesarias y deter-
a
minaciones propias del pensar son la verdad suprema misma». De ahí que puedan
s.ser vistasa como definiciones de lo absoluto, como definiciones metafísicas de Dios»
b(GW 20.121);e cierto es, en todo caso, que sólo como las «definiciones» más pobres,
yr con ello, suena en la formulación hegeliana que hablar de .definiciones» no es del
todo adecuado. Sin embargo, podemos servirnos de ellas para entendernos sobre el
lsignificado sistemático de las determinaciones lógicas. Con una expresión también
a gráfica. Hegel vuelve a subrayar el significado filosófico-teológico de las deter-
muy
minaciones del pensar: podría expresarse diciendo que «este contenido es la expo-
sición de Dios, tal como es en su esencia eterna, antes de la creación de la naturale-
za y de un espíritu finito» (GW 11.21). Es ésta una de las frases más citadas de la
Lógica, pero también de las que más veces se cita mal. Pues Hegel no dice aquí
expresamente, al modo neoplatónico-agustiniano, que las determinaciones del pen-
sar sean el pensamiento de Dios antes de la creación. En ese caso, estaría presu-
puesto un sujeto divino que existe para si, al que se atribuyen tales pensamientos.
Pero las determinaciones del pensar son la exposición de Dios mismo, precisamen-
te, en la medida en que son momentos de .una visión intelectual del mundo» —a
saber, aquello que, por así decirlo, es preciso pensar como armazón interno y esen-
cia, previamente a la materialidad del mundo que ha llegado con la .Creación»—.
La triple significación —lógica, ontológica y teológica— de las determinaciones
del pensar no garantiza, por supuesto, la posibilidad de su generación científica en el
sentido de Hegel. Puesto que, se dice, se trata de conceptos de la razón, también su
conocimiento tiene que satisfacer los criterios que vigen para el conocimiento racio-
nal por excelencia: tiene que estar caracterizada, también, por la universalidad y

18
necesidad. Estos caracteres resultan muy dificiles de asegurar por separado para
cada una de las determinaciones del pensar; antes bien, cuando están en ima cone-
xión caracterizada por una consecuencia estricta, y por ello pueden ser planteados
en una « m
Hegel
a r c hesa dibujar esta conexión de las determinaciones del pensar en la Lógica. Como
su concepción sólo tiene que reproducir la conexión inmanente de las determina-
p
cionesu r del
a pensar, Hegel habla aqui del «automovimiento del concepto». Semejante
,movimiento, no obstante, seria imposible de pensar si cada concepto fuera sólo idén-
fico
q consigo
u mismo. No proporcionaría, entonces, ningún asidero para pasar de un
concepto
e a otro. El «automovimiento» se pone sólo en marcha por medio de «lo nega-
tivo, que el concepto tiene dentro de si»(GW 11.26). Aquí está el lugar sistemático
nde la «dialéctica» hegeliana: su doctrina de que la contradicción es inmanente a las
odeterminaciones lógicas, y su «automovimiento» es impulsado por el motor de esta
tcontradicción.
o
m Ciertamente,
e Hegel maneja este método de la exposición lógica, con gran virtuo-
sismo, pero lo describe de un modo muy deficiente. Incluso los múltiples intentos,
nmás recientes, de completar esta insuficiente descripción —intentos que han llega-
ado hasta la formalización—, refuerzan, a pesar de la intensidad en revelar «pasos dia-
dlécticos» por separado, la impresión de que no es posible encontrar una clave gene-
ral —ni siquiera la clave para la diferente forma de movimiento en los tres libros de
a
la Lógica—. En la introducción a ésta, Hegel pone muy bajo el listón para compren-
dder este método: «Lo único que hace falta para alcanzar el avance científico es el
econocimiento de la proposición lógica, que lo negativo es igualmente positivo, o que
flo que se contradice no se disuelve en el cero, en la nada abstracta, sino, esencial-
mente, sólo en la negación de su contenido particular o que una negación tal no es
utoda negación, sino la negación de la cosa determinada que se disuelve, y por ende
enegación determinada; que, entonces, en el resultado final, está esencialmente con-
rtenido aquello de to que resulta» (GW 1125). Pero esta indicación apenas basta para
ala comprensión ni de un solo paso lógico.
Se puede ver con mis claridad la dialéctica si iluminamos el trasfondo de historia
»de la filosofía en el que se da. El precedente inmediato es la doctrina kantiana de la
(antinomia de la razón pura: que la razón, cuando sobrepasa el marco del conoci-
G miento por la experiencia, llega a una contradicción consigo misma. En la continua-
W ción a este punto de la Critica de la razón pura, Kant relativiza esta doctrina: junto a
pasajes que colocan esta contradicción en la razón misma, hay frases según las cua-
1les la «antitética de la razón pura» es una mera apariencia y sólo puede haber con-
1flicto por causa de un abuso (cf. B 708, 768). Hegel, sin embargo, asevera en su
.Lógica que el auténtico logro de Kant seria haber hecho ver con más vigencia que la
contradicción reside en la razón; pues, por lo demás, las derivaciones dialécticas de
2Kant no merecerían «gran alabanza» (GW 11.26). Además, Hegel amplía los pensa-
5mientos kantianos del carácter contradictorio de la razón también al ámbito que Kant
) quería asegurar frente a aquella esfera de la apariencia dialéctica. La dialéctica no
. queda restringida a los tres procedimientos del silogismo en los que la razón va más
allá de toda experiencia y para, por ello, quimeras, enredándose en la apariencia tras-
Lcendental. La dialéctica está, más bien, en todos los conceptos de la razón —inclu-
ayendo aquellos que Kant llama «conceptos del entendimiento»—.
p Este pensamiento del carácter contradictorio de las determinaciones puras del
r pensamiento se explica óptimamente desde otra tradición: partiendo de la frase de
Spinoza, transmitida por Jacobi: Adeterminatto est negatio» (Jacobi 1998, 100). Si toda
e
t 19
e
n
determinidad es negación, porque no puede generarse la determinidad más que por
medio de la negación, entonces, toda determinidad tiene en ella la negación, y por
ende, la referencia a su otro. Se tocan en este pensamiento, además. Kant y Spinoza:
para la determinación plena de una cosa, como expone Kant a propósito del princi-
pio de la determinación completa, un objeto seria comparable con el conjunto de
todos los predicados posibles (B 599-601). Pero si la determinidad sólo es determi-
nidad por medio de esta referencia negativa a lo otro, entonces habrá que pensar
siempre ya en ella la referencia a este otro. En el concepto de algo determinado está
siempre contenido, pues, la negación de esto determinado, lo otro frente al que es
esto determinado que es —si no, no sería ningún determinado—. Pero si esta nega-
ción reside en el concepto de lo determinado mismo, en el pensamiento, en tanto que
es un pensamiento determinado, entonces es también posible pasar de im concepto,
por medio de lo negativo contenido en él, de la diferencia, a otro determinado
—y precisamente aquí está el «automovirniento del concepto»—.
La doctrina hegeliana de la necesidad de la contradicción constituye un ámbito en
el que la crítica cree haber alcanzado una ligera victoria sobre él —como si Hegel
hubiera empedrado el camino hacia lo verdadero con todas las más crasas contradic-
ciones posibles—. En lo lógico, la contradicción consiste precisamente en que un pen-
samiento es siempre un pensamiento de algo determinado sólo en tanto que, ala vez,
es el pensamiento de lo contrapuesto a eso determinad» —o en tanto que en un con-
cepto siempre reside ya el concepto de su contrario—. Esta es la única forma de «con-
tradicción» requerida para la «dialéctica» como conexión inmanente al concepto.
Aunque también'se requiere aceptar algo más: a saber, que a este estar interna-
mente referido a lo otro no le corresponde meramente una relación especular —de
lo contrario, no resultaría una conexión continuada de conceptos, sino sólo una orde-
nación de los conceptos por parejas—. Hegel hace aquí hincapié en que lo que se
contradice no se disuelve en la nada, sino que a partir de esta referencia debe ganar-
se el proceso inmanente hacia un concepto más elevado. Pero esto reside ya en el
pensamiento de la determinidad completa misma, en tanto que todo lo determinado
no está determinado solamente frente a un otro, sino, potencialmente, frente a la
totalidad de lo otro.
Así pues, el problema, que se remontaba a Platón y Aristóteles, del planteamien-
to de las determinaciones puras del pensamiento en su imbricación interna, lo
resuelve Hegel haciendo uso de elementos spinozistas y kantianos. Los cuales per-
miten pensar una Enea que discurre desde el concepto más simple, el ser, pasando
por la totalidad de las determinaciones del pensamiento, incluida la doctrina del jui-
cio y del silogismo, apoyada en la lógica tradicional, hasta la «idea absoluta»como
pensamiento de la unidad de concepto y realidad.
Sin embargo, las determinaciones del pensamiento, como ya hemos mencionado,
no son sólo determinaciones del pensar subjetivo, o incluso del lenguaje, sino del
pensar objetivo. Son enunciadas por la realidad efectiva, que está más allá del pensar
como algo meramente subjetivo. Son, por tanto, principios lógicos de la realidad
efectiva en general, y tienen, a la vez, el significado de ser el fundamento de la filo-
sofía de la naturaleza y del espíritu; son, podría decirse con Fausto, lo «que sostiene
el mundo en lo más íntimo».

20
IAT

Filosofía de la naturaleza

Se plantea con ello el problema del paso del último concepto de la Lógica, el de
la «idea absoluta», a la naturaleza. Hegel lo reescribe usando giros metafóricos: no
se trata propiamente, dice, de un paso, sino de que «la idea se libera a si misma»;
poco después habla de una «resolución de la idea pura de determinarse como idea
externa» (6W 12.352). La Enciclopedia vincula estos giros con que la idea «no sólo...
pasa», sino que «se resuelve a liberarse de si como naturaleza» (GW 20.231, § 244).
En esas palabras en contra del «paso» palpita aun, como ocurre muchas veces en la
Lógica, el énfasis de la conversación de Jacobi con Lessing: según Spinoza, no hay
ningún paso de lo infinito a lo finito: se deja de alcanzar el pensamiento de lo abso-
luto cada vez que se habla de semejante paso, o incluso de la ‹ (
si
c amisma»
í d a (GWd e 20.237,
l §a 248) —como,
i d e por a ejemplo, hace Schelling (1804, 35)—.
Pero esta dificultad está en la cosa misma. También el pensamiento de una creación
d e de
a partir s la nada,
d econsiderado en si mismo, es sólo una cifra de toda la imposibili-
dad de comprender; su sentido consiste en rechazar el modelo de la emanación del
mundo a partir de Dios o de la eternidad de una materia sólo reconfigurada por un
demiurgo. Así, los giros de Hegel buscan expresar que, partiendo de las determina-
ciones del pensar de la Lógica, no se pasa a la naturaleza como a un otro, sino que
tales determinaciones están contenidas en la naturaleza misma, constituyen su arma-
zón interno. La naturaleza no es «lo primero, lo inmediato, lo ente», tal como se le
aparece a la conciencia habitual; lo lógico subyace a ella. Más aún, ella, la naturale-
za es esto lógico mismo en la forma de la exterioridad: no algo que preceda mera-
mente a la facticidad, sino algo que la constituye a ella misma.
Con esto, Hegel le plantea a la filosofía de la naturaleza una tarea para cuya ela-
boración existen hoy mejores condiciones que en su época. Durante demasiado
tiempo, la tematización de la naturaleza se ha detenido ante el dictado del ‹deus
fecit» , ante el reconocimiento de su facticidad producida por Dios. Sólo cuando la res-
puesta tradicional, según la cual la naturaleza es, y es como es porque Dios la ha
hecho así, resulta ya insuficiente, se plantea la pregunta por la lógica de la naturale-
za que obra detrás de y en tal faclicidad —por ejemplo, por la lógica de un concepto
de materia que permita comprender la evolución, no sólo de las diversas formas de

21
lo inorgánico, sino también de los organismos e incluso del espíritu—. En este sen-
tido, la prematura respuesta de Hegel puede no ser satisfactoria, pero debe ser reco-
nocida como anuncio de un problema que sólo fue visto como tal mucho después de
su época.
En general, sin embargo, la filosofía de la naturaleza no se cuenta entre las disci-
plinas más características del sistema. Que no debe contradecir ala experiencia, más
aún, que su «surgimiento y formación» tiene como «presupuesto y condición la física
empírica», es algo en lo que Flegel hace hincapié expresamente, así como, por
supuesto, en que, como filosofía, tiene que ir más allá de la investigación empírica:
su tarea consistiría en mostrar «la necesidad del concepto», esto es, la lógica interna
de la naturaleza (GW 20.236, § 246). No obstante, en sus lecciones de madurez,
Hegel insiste en que habla sido mérito de ScheBing «haber introducido la forma del
concepto en la consideración de la naturaleza» (V 9.186). Por otro lado, protesta
varias veces contra «el disparate» del formalismo de la filosofía de la naturaleza de la
época, «que le pega un esquema externo a la esfera de la naturaleza», como cuando
interpreta los caracteres específicos del organismo, análogamente al magnetismo, la
electricidad o el quimismo, o equipara los nervios con las fibras de la madera de las
plantas (V 9.187). No consigue Hegel, sin embargo, despegar de modo suficiente-
mente claro su filosofía de la naturaleza de la romántica, ni hacer un planteamiento
de los problemas que hubiera permitido, más allá de las escasas reminiscencias en
el materialismo de mediados de siglo, entrar en diálogo con las ciencias empíricas de
la naturaleza. Pues los ricos resultados de la investigación empírica, tan floreciente
entonces, no hacen en absoluto innecesaria la tarea de la filosofía: comprender la
naturaleza como un todo organizado por una lógica interna. Y el nivel intelectual de
la «disputa del materialismo» de los años cincuenta del xec, o la «disputa del darwi-
nismo» en los sesenta, así como el camino posterior hacia el positivismo, difícilmen-
te autorizan a pronunciar contra la filosofía especulativa de la naturaleza el veredicto
global de estar anticuada.

22
Filosofía del espíritu

A diferencia de lo que ocurrió con la

E l c onc epto fi l o s o fdel


í espíritu
a d e Hegel tuvo unaen
la naturaleza, influencia his-
la filosofía
tórica extraordinaria. Ya la expresión
de e s p í r i t u « fi l o s o una f í palabra
a d e lnueva,
espíritu»,
sinonoque
sólo introduce
también es
nueva la cosa. El interés principal de la
anterior psycologia rationalis, parte de la metaphysica specialis, consistía en probar
la simplicidad, y consiguiente indestructibilidad, del alma. Para Hegel, el ámbito del
«espíritu» abarca tanto esta psychologia -
inmortalidad
b i e n q individual—
u e sbajoi el título
n de «espíritu subjetivo», como también aque-
lla realidad efectiva que el espíritu subjetivo tiene ciertamente como condición
e l de su existencia, pero que forma, frente a él, una estructura propia: el
necesaria
i n t objetivo»,
«espíritu e r éestoses, la esfera del derecho, la moralidad y las instituciones
éticas
d (sitlichen).
e Y tampoco se agotan con esto las manifestaciones del espíritu:
más allá de la vida social se eleva una esfera de vida espiritual que, a su vez, gana
d e m o s t r a
un significado distinguible de aquélla: en las formas del «espíritu absoluto»: arte,
rreligión y filosofía.
l Para la filosofía
a de Hegel, la palabra «espíritu» alcanza un significado clave que
hace que su larga historia, que se remonta hasta los primeros tiempos de la filosofía
griega, tome un giro inesperado. Pues, en la época anterior a Hegel, «espíritu» se
entendía, sobre todo, en sentido teológico. Cuando Hegel habla del espíritu, sin
embargo, tiene poco en común con el concepto neotestamentario de pneuma, que,
originariamente, designaba una especie de finísima materia, antes de que, como
«espíritu santo», fuera interpretado como la tercera persona en el ser uno divino. En
tiempos de Hegel, la palabra «espititu» no tenía aún un significado filosófico conci-
so. Kant, por ejemplo, habla poco de «espíritu»; algo más Jacobi, en el contexto del
dualismo metafísico de materia y espíritu, entendido previamente como dualismo de
estensio y cogitatio, pero sin la estructura interna que distingue al «espíritu» hege-
li
a
n 23
o
:

•• •

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••••••••••:;'':41
7 -

".

.. ..
.. .
. . Dibujo de Hensel, con aut6grato de Hegel: , :
conocimiento [de derecho, fundado). Quien me conoce, me reconocerá».
. ,
. N uestr o
. c o n o c i m i e n t o 24
. [ d e
la Allgemeiner Darstellung (1797, AA 1,4.85-87): espíritu es sólo su propio objeto; en
su autointuición, es identidad de representación y objeto (Gegenstand); espíritu
puede ser concebido sólo en su obrar, es sólo en el deveni
nel concepto
F l e g edel espíritu
n en o sus escritos tempranos, sino sólo a través de su enfrenta-
miento con la filosofía trascendental y la especulación en los arios que siguen a 1801,
e n c u e n t r a
y sólo por medio de este concepto consigue establecer con la religión cristiana una
arelaciónúafirmativa
n y, a la vez, fructífera para el sistema.
La estructura del espíritu es la autoconciencia. También ésta era entonces una
palabra nueva, tanto en el lenguaje general como en el filosófico; no entra en la filo-
sofía alemana hasta finales del siglo xvm, en el entorno de Kant. Al igual que hoy
—con razón o sin ella— la estructura de la autoconciencia se entendía como auto-
objetivación, como un carácter doble que, sin embargo, permanece comprehendido
en la unidad del sujeto. Pero Hegel disuelve esta autorreferencia de la autoconcien-
cia y la comprende corno estructura más interna del espíritu y del concepto en
general. En lo espiritual, sin embargo, esta autorreferencia no sólo es, sino que tam-
bién sabe: conciencia de sí mismo del espíritu. El hecho de que Hegel distinguiera
de tal modo esta autorreferencia que sabe, tiene, a su vez, profundas raíces en his-
toria de la filosofía, en el pensamiento aristotélico de la unidad del Nus y el Noeton,
del pensar y de lo pensado. Sin embargo, esto no es nada singular; la realidad efec-
tiva en su conjunto está dispuesta conforme a tal autorreferencia, autorreferencia
que sabe. Tiene la estructura de la subjetividad, y allí donde resulta, en la autorre-
ferencia que sabe del espíritu, está alcanzado su nivel más alto.
Además de esta autoobjetivación y autorreferencia, debe pensarse otro elemento
característico en el concepto de espíritu: el concepto de historia. Pues hasta el
Racionalismo de las postrimerías del siglo XVHI, el concepto de Historia no tiene el
rango que se le atribuye desde hace dos siglos. Historia era, por entonces, sinónimo
de «informe» o «noticia» de algo, corno en la expresión «historia natural», que —por
ejemplo en Kant— no significa historia de la naturaleza en el sentido de su evolución,
sino «información» acerca de algo fáctico —y ello significa, a la vez: información
acerca de un objeto que no es accesible al conocimiento racional—. Con la Ilus-
tración tardía y el paso al Romanticismo, sin embargo, el énfasis cambia: «historia»
no significa primariamente la narración, sino la conexión interna de eso fáctico, pero,
precisamente, aun de algo fáctico cuya conexión con el mundo de lo racional sigue
siendo indeterminada.
Nadie ha contribuido más que Hegel a superar el «vil y enorme abismo» (Lessing
1777,7) entre las verdades históricas y las verdades de hechos —y lo hizo, justa-
mente, con el concepto de espíritu—. Pues lo espiritual pertenece, por un lado, al
mundo de lo racional; tiene a lo lógico como fundamento, y el concepto mismo de
razón, como razón autoconsciente, pertenece al espíritu subjetivo. Por otro lado,
todo lo espiritual tiene que ser pensado como histórico; no hay nada espiritual que
no sea, a la vez, histórico. Pero la historia es la forma de explicación del espíritu, por-
que el espíritu sólo puede pensarse por medio de la libertad.
Pero no es que con ello quede lo espiritual puesto, sin más, bajo los múltiples
objetos de la historia —pues sólo el ser espiritual es ser histórico—. Toda historia
es historia del espíritu en un sentido condensado, no en ese sentido descolorido
en el que, desde Dilthey, hablamos de la historia del espíritu. En todo caso, a los
dominios no espirituales de la realidad efectiva les es propia la historia en la medi-
da en que llegan a alcanzar la vida espiritual, se convierten en momentos de vida
espiritual.

25
Sin embargo, Hegel no elabora en ningún sitio esta conexión entre los concep-
tos de historia y espíritu. Hay que sacarla de su exposición de los dominios de la
vida espiritual; no tanto, todavía, del «espíritu objetivo», si bien éste cierra esta
parte del sistema con una sección sobre la «historia universal», sino del «espíritu
absoluto»: la filosofía del arte, de la religión y de la filosofía. También aquí Hegel
introduce por primera vez el concepto de «historicidad» (W 13.173s, 15.13), que ha
venido desde entonces a alcanzar en filosofía un significado enorme, aunque tam-
bién diverso.

Bajo el título general de «espíritu

Es p í r it u o b j e t i v o s ubjetiv
«Antropología»,
o», Hegeldetrata
la conciencia,
del alma en
auto-
la
conciencia y razón en la «Fenomenología
del Espíritu» ( que abarca aquí, s in
S o b r e e l e n t o r n o d e l a embargo, sólo una sección de la Feno-
menología de 1807), y del «espíritu teóri-
F i l o s o f í a d e l D e r e c h o c o » y «práctico» en la «Psicología» —
designación que no es muy acertada ter-
minológicamente—. De la unidad de estos dos últimos en el «espíritu libre» pasa
al «espíritu objetivo» —esto es, al Derecho, la moralidad y las instituciones éticas
(sittlichen)—.
Como ya hemos mencionado, Hegel le dedica ya a este tema su primera publi-
cación, la traducción y elaboración de un escrito de Jean Jacques Cart, así como
tos comentarios de Kant y Steuart, el Verfassungschrift (17994803), el Sistema de
la Eticidad (Sittlichkeit) y las Lecciones sobre el Derecho Natural (1802-1803); reci-
be luego su sitio en la Filosofía del Espíritu de 1805-1806 (GW 8), donde, formal-
mente, aun abarca el arte y la religión; y también la Fenomenología toca, puntual-
mente, el «estado de derecho» (Rechtzustand) y la «Moralidad». Después de rea-
nudar su actividad docente en Heidelberg, Hegel dicta periódicamente lecciones
sobre Filosofía del Derecho, empezando por el semestre de invierno 1817-1818.
Redacta allí también un escrito sobre los Estados provinciales (Landstdnde)
Württemberg
4 d e (GW 15), que fue en su época fuertemente contestado y le puso bajo
sospecha de servilismo para con al rey. Se trata de un alegato en contra del llama-
do buen Derecho antiguo de los Estados provinciales prerrevoluciottarios, y toma
partido en favor de la política del rey, quien trataba de transformar a Wfirttemberg,
elevado a la condición de reino por Napoleón, en lo que entonces se entendía por
un Estado moderno. Muchas cosas de este escrito están condicionadas por el lugar
y la época; y sin embargo, se encuentran en ella formulaciones que casi anticipan
la polémica de Karl Marx contra la fundamentación meramente histórica del
Derecho, tal como la practicaba la «Escuela Histórica del Derecho», surgida por
entonces: que semejante invocación de estados de cosas anteriores «no hace más
que legitimar las infamias de hoy con las infamias de ayer» (Marx, 73). Al año
siguiente, Hegel acepta un llamamiento para acudir a Berlín, capital de Prusia, que

4
Una suerte de asamblea donde estaban representados los diferentes estamentos, semejante a nues-
tras Cortes medievales. (N. del T)

26
se había convertido, después de Austria, en el mayor de los Estado alemanes, y ocu-
par la cátedra de Fichte, vacante desde la muerte de éste (1814). Publica allí, a fina-
les de 1820, los Principios de la Filosofía del Derecho, a modo de compendio de sus
lecciones.
Para ese momento, ya habían sido decepcionadas todas las expectativas suscita-
das por las reformas de Stein y Hardenberg (años 1808 y siguientes), y por las
guerras de liberación contra Napoleón (1813-1815). En lugar de la esperada unidad
nacional y la libertad interna, que tuviera en cuenta también la moderada voz politi-
ca de la burguesía, el Congreso de Viena había confirmado las viejas estructuras
políticas, por lo demás casi intactas; y como todo esto ocurrió en contra de la volun-
tad de aquellas partes del pueblo políticamente más despiertas, hubo de ser impues-
to por medio de la represión. Bien es cierto, también, que las aspiraciones de la opo-
sición de entonces no pueden considerarse, en modo alguno, como «liberales» sin
más, incluso si exigían, como sucedía en Prusia, el cumplimiento de las promesas
constitucionales realizadas por el rey en la época del alzamiento contra Napoleón. La
demanda de unidad nacional iba unida a teutomanía, una xenofobia sofocante e inclu-
so antisemitismo. Tras el asesinato del poeta y consejero de Estado ruso August von
Kotzebue por el estudiante Karl Ludwig Sand, la represión, conducida por
Metternich, que luego seria canciller austriaco, se agudizó con las llamadas «resolu-
ciones de Karlsbad» (1819). La restauración política se completó con otra de orden
religioso, dirigida contra el olvido de Dios por la Ilustración yin revolución: en su tra-
tado programático El sello de nuestra época (1820-1823), Friedrich Schlegel desen-
mascaraba la revolución como expresión del pecado, y recomendaba la religión
cristiana y católica como remedio. Se daba así el tenor que marcaría el clima políti-
co-religioso basta después de la fracasada revolución de 1848 —aunque la confesión
recomendada iría cambiando—.
La Filosofía del Derecho, sin embargo, que Hegel publicó pasado ya un año de
las «resoluciones de Karlsbad» y de las leyes de censura que aquellas endurecieron,
apenas se dejó alterar por esta tensa situación politica, como muestra ahora a com-
paración con una copia de las lecciones dictadas en Heidelberg en 1817-1818. Ello no
obstante, la Filosofía del Derecho fue siempre muy discutida. Los unos le reprocha-
ban que se acomodaba demasiado a lo existente, y que justificaba el Estado prusiano
incluso hasta el servilismo —y esta crítica se ha seguido repitiendo hasta hoy, por
desconocimiento de la situación política y las corrientes intelectuales de entonces—.
Los partidarios de la restauración, por el contrario, consideraron la Filosofía del
Derecho un panfleto que, con maneras ilustradas, bosquejaba el Derecho y el Estado
a partir de la razón, sin atender a los fundamentos efectivos del Estado: la legitimi-
dad histórica y a fe cristiana. Sin conocer este modo de pensar, sin embargo, resul-
ta imposible apreciar la función ambivalente que, en su época, tuvo la Filosofía del
Derecho hegeliana. Así, en una situación de intereses totalmente distinta., Rudolph
Haym (1857) hizo un dogma del cuento de Hegel como filósofo del Estado prusiano,
por más que la concepción de Hegel estuviera en una aguda tensión con las fuerzas
que daban el tono por entonces, en particular, el partido del príncipe heredero,
simpatizante con el ideólogo de la restauración von Hallen Mientras que Hegel tenia
un apoyo político en von Altenstein, ministro prusiano de Educación durante largos
años (1817-1839), quien, por lo demás, intervino varias veces en favor de catedrati-
cos criticados desde el lado de la Restauración —como, por ejemplo, Schleierma-
cher—. Pero todo esto tiene poco que ver con la enjundia filosófica de la Filosofía del
Derecho.

27
La Filosofía del Derecho de Hegel se
Derec ho abs tr ac to s i t ú a al final de una tradición, dos veces
milenaria, de pensamiento de Derecho
y m o r a l i d a d n a t u r a l —la suposición de que es posi-
ble derivar de la «naturaleza» unas de-
terminaciones jurídicas y de la acción moral—. Según la interpretación que se le
de a esta «naturaleza» —como mera naturaleza física, o bien creada por Dios
según su voluntad—, estos criterios varían mucho; tanto el «derecho del más
fuerte» como una ética religiosa pueden obtenerse a partir de semejante «natu-
raleza». Desde mediados del siglo xvul, el divorcio, ligado sobre todo al nombre
de Hume, de las esferas de lo fáctico y lo normativo había puesto fin, por prin-
cipio, a este derecho natural (aunque todavía hoy se desmienta ocasionalmente
tal final); en su filosofía práctica, Kant había polemizado en contra del Derecho
Natural, sustituyéndolo por la fundamentación del Derecho y la moralidad en la
razón.
También la Filosofía del Derecho de Hegel ilustra esta ruptura: su título principal,
poco citado, reza «Derecho natural y Ciencia del Estado en sus principios funda-
mentales», pero ya al principio —y más claramente aun en el § 2 de la versión de
1817-1818— se pronuncia decididamente contra el antiguo «Derecho natural». Hegel
ya lo había criticado en su tratado Sobre los modos de tratar el Derecho Natural
(1802). Sin embargo, también su filosofía del Derecho tiene que ser vista sobre el
telón de fondo que constituye la tradición del Derecho natural. Y, finalmente, aun en
su pensamiento más tardío sigue alentando también el temprano ideal de la eticidad
de la polis en la Antigüedad —aunque él supiera hacia tiempo que ese ideal no puede
ser ya la forma del Estado «moderno»,
Hegel comparte la intelección de que no es posible encontrar instancias norma-
tivas externas —ya sea en la «naturaleza» o en una «voluntad de Dios» reveladn,
Pero el suelo de Derecho no es, para él, «la razón» sin más. Pues había ocurrido en
ese tiempo que la «razón», también la kantiana, se hallaba bajo sospecha de haber
contribuido a los horrores de la Revolución, y de seguir agudizando la amenaza que
partía de ésta: destruir, más que fundamentar, el Derecho y la Moral, e incluso toda
convivencia humana. Edmund Burke había mostrado esta crítica en su influyente
Reflections on the Revolution in France, y también algunos pasajes de la Filosofía del
Derecho de Hegel dan la impresión de un eco tardío de Burke, como su advertencia
de que hacer valer abstracciones, una razón ahistorica, contra la 'realidad efectiva
significa destruir esa realidad efectiva.
El suelo del Derecho es, por ello, «lo espiritual», y más exactamente, «la volun-
tad, que es libre» (W 8.34, 4 ) . Esta voluntad libre no es para Hegel, sin embargo,
una voluntad desprovista de razón, separada del pensar; si la libertad consistiera en
la posibilidad de hacer abstracción de toda determinidad, seria sólo la «furia de la
destrucción» (§ 5) —tal como se ha mostrado en la Revolución—. Libre de verdad
es solamente la voluntad que no quiere algo determinado, sino que se quiere a si
misma, su libertad. Pues, de ese modo, está orientada a la voluntad en su universa-
lidad, en la que «la inmediatez de la naturalidad y la particularidad» han sido asumi-
das (aufgehoben)
voluntad
5 ( § es pensada como voluntad particular, entonces, toda deterrninidad tiene
2 1 ) .
S ' iVer, nota más 1, sobre el término ,
p ao u fi z re b e n . .
e l 28
c o n t r
que ser pensada como restricción de su libertad —malentendida atoraisticamente—.
El Derecho, pues, no es otra cosa que la existencia de la voluntad libre, de la liber-
tad autoconsciente —no tiene ningún otro suelo—; el sistema del Derecho es, con
ello, el reino de la libertad efectivamente realizada, y en vano se querrá encontrar la
libertad más allá del Derecho. Pero, entonces, su pauta no será otra que la pauta de
la libertad.
Esta universalidad de la voluntad la determina Hegel, además, como «personali-
dad». En este concepto piensa el la libertad de la determinidad completa de lo sin-
gular, con su referencia pura a si mismo y, por ende, a un concepto superior a la
«autoconciencia». Aquí formula Hegel, por así decirlo, el «imperativo categórico» de
su teoría del Derecho: «sé una persona, y respeta a los demás como persona» (§ 36).
Sólo con la personalidad está dada también la capacidad jurídica —y con ella, el
punto de arranque para tratar el «Derecho abstracto»—. Es «abstracto» porque, en
él, sólo se temafizan los conceptos de propiedad, contrato y de injusticia, y no tam-
bién, como, por ejemplo, en la Teoría del derecho de Kant, el Derecho público o inclu-
so las figuras de la moralidad.
Como forma fundamental de existencia de la voluntad libre, Hegel entiende la
propiedad. Kant ilustra, en su teoría trascendental de la propiedad, la conexión de
libre albedrío y propiedad frente a la tradición del Derecho natural; Hegel le sigue
en este punto; pero, a la vez, comprende la propiedad como complemento nece-
sario de la persona, como un fin esencial irrenunciable, correspondiendo la natu-
ralidad de la propiedad a la naturalidad de la persona. Por ello, el tipo y la exten-
sión de la propiedad no deben derivarse del concepto. Sin embargo, a pesar de
esta fundamentación de la propiedad a partir del concepto de Derecho, la propie-
dad es sólo la primera existencia de la voluntad libre; en la relación contractual, a
la relación bipolar de mi voluntad con una cosa, se añade otra voluntad —y sólo
esta «relación de voluntad a voluntad es el suelo característico y verdadero en el
que la libertad tiene existencia» (§ 71)--. Con esta determinación jurídica está
dada también, sin embargo, la posibilidad de su lesión, de la injusticia, de la cual
trata Hegel en la última sección del Derecho abstracto. En el enfrentamiento con
las teorías penales entonces modernas, como las de Becearia o Feuerbach, el
padre del filósofo, Hegel insiste en una teoría «absoluta» del Derecho penal, que
fundamente el castigo a partir del facturn del delito, y no de un En que deba ser
alcanzado por él (ya sea la mejora o la disuasión). De un modo casi general, la teo-
ría se considera hoy anticuada; tiene, sin embargo, la ventaja de que no instru-
mentaiiza al malhechor como medio para im fin que deba ser alcanzado —por
ejemplo, la disuasión—.
La segunda parte de su Filosofa del Derecho la titula Hegel «Moralidad», pero
no elabora una Etica en ella, sino los fundamentos fundamentales de la esfera de la
moral. Se opone con ello muy conscientemente a Kant y Fichte, que le concedían
un alto rango a la formulación de la ley moral y lo hacían comprendiendo lo bueno
desde la buena voluntad del sujeto. También para Hegel el sujeto ocupa un lugar
central en la «moralidad», como corresponde al concepto de personalidad en el
«Derecho», y considera con ello alcanzado «un terreno más elevado» (§ 106). Hay
aqui un reconocimiento del derecho de la subjetividad particular, de la convicción,
incluso de la conciencia moral, que Hegel interpreta, desde la filosofía de la histo-
ria, como algo propio de la época moderna, que el cristianismo ha hecho emerger
(§ 124). Hace valer frente a ello, sin embargo, el momento de la universalidad: lo
(subjetivamente) moral no puede entrar en conflicto con lo (objetivamente) jurídico.

29
La sospecha frente al culto contemporáneo del alma bella, que ya había planteado
en la Fenomenología (GW 9.340-362) recibe su pábulo precisamente entonces de los
intentos de justificar acciones reprobables como la del asesinato politico fundamen-
tado en sus buenas intenciones. La interioridad pura de la voluntad es ambivalente:
puede hacer un principio tanto de lo universal como de la propia particularidad, y
ponerse absolutamente, y es entonces hipocresía, o incluso el mal (§ 139). La convic-
ción subjetiva (Gesinnung) tiene, por ello, que mediarse con lo universal, con el
Derecho, y esta mediación la piensa Hegel en el concepto de eticidad (Sittliclzkeit).

Esta «eticidad», en tanto que diferen-


E t i e i dad t idea de la libertad: a saber, la identidad
e d del lado subjetivo de la autoconciencia y
dele obrar con el lado objetivo del ser ético. Él la ve efectivamente realizada en las
instituciones
l a de la familia y el Estado, entre las cuales introduce, además, la «socie-
dad civil».
«Este m'entendimiento
o r a lde familia y Estado se dirige contra la fundamentación de
i d a d »
ambas por la Ilustración, basada en la teoría contractualista, que era entonces la
«moderna»:
e tal
s fundamentación borra la diferencia entre una institución como la del
matrimonio
, y las múltiples relaciones contractuales, cuya arbitrariedad se expresa
ya en el hecho de que son indiferentes al número de los contratantes y al conteni-
dopdel contrato. a Con la mirada puesta en el Estado, Hegel polemiza contra los teó-
ricos r de la Restauración,
a que degradan el Estado a objeto de la voluntad privada del
amo. H Su diagnóstico
e es que ambos casos desconocen la diferencia entre relaciones
degderechoeprivadoly relaciones éticas, y transfieren ilegítimamente una categoría
del Derecho privado —la de propiedad, o bien, la de contrato— a la esfera del
,
DerechO público.
l En su crítica de la interpretación contractualista de las relaciones éticas, la
Filosofia
a del Derecho de Hegel muestra un lado más bien tradicional; su teoría de
la sociedad civil, en cambio, pasa por ser el elemento progresista. Este término no
designa aquí ya la ,
imbricación,
K s o c i e t apor s debajo de los planos de las instituciones estatales, de lo individuos
en persécución de sus intereses privados y que, por ello, contribuyen al bienestar del
cconjunto
i v i —su l i srelación
» como bourgeois, no como citoyen—. Hegel no sólo le da aquí
sun nuevoe p significado
a r a un concepto tradicional; lleva al concepto una forma del
a d social
pensar a para la que no hay un arquetipo en la teoría ni en la realidad política
efectiva,
d ey que sólo se estableció como forma especificamente moderna de la vida
politica a partir de la Revolución francesa. En tanto que «campo de batalla de los inte-
lreses privados individuales de todos contra todos» (§ 289) es, en cierto modo, la
e
primera s realidad
t histórica efectiva del «estado de naturaleza», que en la moderna
teoría
a del Estado
d o era sólo ficticio; y tal «estado de naturaleza» es, precisamente, pues,
aquel
d estado que la tradición opone a la «societas
Esta r
e
las necesidades; es un «sistema de las necesidades», y contiene dentro de ella misma
s oc
n «cuidado
su a t del Derecho», así como estructuras que regulan «la administración
i e dy la corporación»; además, Hegel la subordina al Estado como universal que
pública
u r a l
tiene ad el ,poder. Esta relación, sin embargo, no queda a salvo de la dinámica de la
e
«sociedadz a
c M 1 civil», que Hegel describe muy drasticamente: ha absorbido en si ya
,
»
s 30
n
i
la familia como base económica tradicional, y es «el inmenso poder que arras-
tra al hombre hacia si, le exige que trabaje para ella, y que lo sea todo por ella y lo
haga todo por medio de ella» (§ 238 anejo). Parece, entre tanto, como si la «sociedad
civil» hubiera invertido su relación de subordinación para con el Estado y hubiera
instrumentalizado a éste para imponer sus intereses. Y también en otro respecto
diagnostica Hegel con todo acierto la dinámica de la «sociedad civil»: igual que, por
un lado, multiplica la riqueza, aumenta por otro la pobreza y la miseria, y aun «con el
excesode riqueza» no es lo bastante rica para «controlar el exceso y la procreación de
la plebe» (§§243, 245).
Frente a la familia y la sociedad civil
externo
. H de e g ella,
e al la vez que como su fin interno. Le asigna la tarea de realizar efec-
tivamente la unidad del interés privado y del fin último universal, y por esta tarea se
e n t i e n d e
distingue el Estado moderno, llamado así en sentido estricto, del «Estado» del
mundo a antiguo:l «El principio del Estado moderno tiene esta enorme fuerza y pro-
fundidad:
E s hacer t quea se consume
d o el principio de la subjetividad hasta el extremo autó-
nomo c de la o particularidad
m personal,
o y a la vez, retratraerlo a la unidad substancial,
conservando así a ésta en el mismo» (§ 260).
uEl Estado puede n mediar estos extremos en la medida en que el mismo está ar-
c
ticulado o
como unn «organismo»,
t r dice Hegel, con ims expresión que aparecía por
entonces,
o dirigida
l contra el «mecanicismo» del Estado de la ilustración. La constitu-
ción de este Estado, sin embargo, no necesita estar escrita. También algunos teóri-
cos que hoy pasan por «liberales» mostraban aun en los años treinta del XIX poca
comprensión hacia las demandas de una constitución escrita. Schleiermacher, por
ejemplo, polemiza contra semejante «papelucho», usando expresiones similares a
aquellas con las que, poco después, el rey prusiano Federico Guillermo se negaría a
cumplir sus antiguas promesas de aprobar una constitución: no quería que semejan-
te «papelucho» se interpusiera entre él y su pueblo. Este distanciamiento de la com-
prensión moderna de Constitución no expresa, sin embargo, oportunismo, sino
experiencia política: paises como Francia, que ya tienen tales Constituciones, no
transmitían, ni mucho menos, la impresión de que en ellas hubiera una garantía para
las relaciones políticas, mientras que Inglaterra, careciendo de una Constitución
escrita, tenia mucha más estabilidad.
También la doctrina de la división de poderes se encuentra en la Filoso/la del
Derecho de una forma distinta a la habitual hoy, y también, basándose en la obser-
vación de lo que pasaba en la Francia revolucionaria: una división realmente efecti-
va sólo tendría como consecuencia —según se reconoce también hoy— el desmo-
ronamiento del Estado. Por eso, Hegel quiere llevar a cabo la división de poderes en
una forma que permita pensar los diversos poderes como momentos del concepto.
Pero este requisito afecta también a la definición de los poderes. Por aquel tiempo,
no estaba aun fijada —basta ver la Teoría del Derecho de Kant— la triada de poder
legislativo, ejecutivo y judicial; Hegel, sin embargo, la corrige expresamente siguien-
do la pauta que marcan los momentos del concepto: el poder legislativo y ejecutivo
corresponderían a la «universalidad» y la «particularidad»; el judicial, sin embargo,
no representaría la «singularidad» —de ahí que lo sustituya por el «poder del princi-
pe»—. Esta sustitución, y el que no comience a tratar los poderes con el «universal»,
sino con el «singular», el del príncipe, ha provocado, a su vez, múltiples críticas,
oscureciendo la ambivalencia de lo que Hegel lleva a cabo: ciertamente, realza como
es debido la posición del monarca, pero hace a la vez hincapié, en contra de la
Restauración, en que los asuntos de Estado sólo pueden vincularse a las «personali-

31
dades particulares» «de modo externo y contingente», y no pueden «ser, por ello,
propiedad privada» (§ 277); la «soberanía» tiene su existencia (Existenz) en la per-
sonalidad del monarca, pero es la soberanía del Estado (§ 278s); en el momento de
la personalidad reside también, como ya hemos mencionado, el momento de la
contingencia y la naturalidad, y, así, el imacimiento natural» es el que «destina al
monarca a su dignidad», pero ello va indisolublemente unido al hecho de que «la
particularidad del carácter no es lo significativo»; el «yo quiero» del monarca, por
ello, no hace más que dar el último retoque para completar: como el punto sobre
la i (§ 280).
La teoría hegeliana de la división de poderes está marcada por la estructura
lógica de la mediación: cada poder singular tiene que tener dentro de si la triada
de los poderes —el elemento monárquico, el poder gubernamental y el momento
de la universalidad—. Este último alcanza su validez en el poder legislativo por
medio de la representación, pero una representación por estamentos. Cierta-
mente, Hegel conoce la idea de la representación nacional por la Revolución fran-
cesa, pero justo por ello la rechaza, como la mayoría de sus contemporáneos. Los
representantes, precisamente, no deben «ser representantes en tanto que de indi-
viduos singulares, de una masa, sino representantes de una de las esferas esencia-
les de la sociedad», y dar validez a los «grandes intereses». Apoyándose en la idea
contemporánea de organismo, ofrece argumentos pragmáticos y de principio con-
tra la representación nacional: esta seria atomista, estaría orientada según el indi-
viduo; conduce a la indiferencia del voto que se da, y con ello, a la dominación del
interés contingente de un único partido, interés que, propiamente, tendría que
estar enlazado con el conjunto. Una representación que haga justicia a la articu-
lación «orgánica» del todo tiene que ser una representación por estamentos. En
pocos pasajes aparece la Filosofia del Derecho tan palpablemente anticuada como
aquí; sin embargo, Hegel no está pensando precisamente en los viejos estamen-
tos feudales, que ya había criticado agudamente en su escrito sobre los Estados
provinciales de Wiirttemberg (GW 15). Piensa en los estamentos como el lugar
en el que la «sociedad civil» llega con sus intereses al Estado y es mediada con él
(§ 311), y se apropia también del requisito de ʻ(publicidad para las deliberaciones
en la asamblea» (§ 314). En todo caso, lo cierto es que su teoría del Estado no
conoce el principio de los partidos, coincidiendo con su entorno político, en el que
no había partidos.
Todavía dentro de la parte introductoria a la Filosofia del Derecho, escrita en un
tono muy general, Hegel entra con detalle en la relación entre la religión y el Estado.
Esta relación estaba marcada entonces por tendencias opuestas: hacia pocos años de
la gran secularización, en la que los príncipes habían tenido poca consideración para
con los intereses de la Iglesia; por otro lado, los príncipes protestantes eran, a la vez,
obispos supremos de las Iglesias de sus territmios; y el Romanticismo, un Novalis,
por ejemplo, propagaba la idea de un restablecimiento de la antigua unidad, no sólo
de las confesiones cristianas, sino también de la Iglesia y el Estado.
Hegel ya se había dirigido contra esta última tendencia en su Escrito sobre la
constitución: es cierto que la división de confesiones ha desgarrado completamente
al Estado (GW 5.99), pero sólo por esa via se ha encontrado el principio del Estado
moderno, a saber, el principio de la separación de Iglesia y Estado. En la época de la
Filosofía del Derecho, el Derecho vigente en la Liga de Estados alemanes todavía liga-
ba los derechos de ciudadanía a la pertenencia a una de las tres confesiones privile-
giadas: católica, luterana o reformada, quedando los judíos excluidos. A lo cual

32
objeta Hegel, irónicamente, que el griterío levantado contra la concesión del derecho
de ciudadanía a los judíos pasaba por alto la cualidad abstracta de que, primero de
todo, son seres humanos (§ 270); es por aquí, pues, por donde hay que enlazar los
derechos civiles. Hegel considera, ciertamente, como una obligación del Estado exi-
gir de sus ciudadanos que pertenezcan a una comunidad religiosa, «pero a cual-
quiera, pues en el contenido... no puede entrar el Estado».
Sus experiencias con la politica de Restauración de los años veinte del xix, sobre
todo en Francia, forzaron a Hegel, sin embargo, a ampliar más tarde este principio
con una nueva idea. Se de cuenta de que las confesiones mantienen posturas diver-
gentes respecto al principio del «Estado moderno»: es éste un Estado «ético», que
asume en sí la anterior escisión de lo mundano y lo sagrado. Todo intento de some-
terlo a exigencias en nombre de lo sagrado tiene que destruir esta vida ética. Por
ende, sólo podrá desplegarse asociado a una confesión que reconozca la autosu-
ficiencia de la secularizada, y esa confesión, de acuerdo con las experiencias de
aquellos años, resulta ser la protestante. Así pues, Hegel no la distingue de modo
especial por darle a la vida ética una coloración confesional y protestante, ni mucho
menos por hacer del protestantismo una religión estatal, sino porque el «principio
protestante», el «protestantismo político» consiste, antes bien, en reconocer la eti-
cidad del Estado, y no someterlo desde fuera a exigencias motivadas religiosamen-
te. Los dificiles conflictos entre Iglesia y Estado que se encendieron poco después
de la muerte de Hegel a causa de los matrimonios mixtos entre católicos y protes-
tantes, y que todavía duraron medio siglo, hasta el Kuturkampf de la era de
Bismarck, constituyen, por así decirlo, una concreción histórica a posteriori de sus
análisis.
Del «Derecho estatal interno», de la
Constitución, Hegel pasa al «Derecho
D e r e c h o e s t a t a l e s t a t a l externo» (§§ 330-340). Que no
ex terno h a b l e de Derecho internacional, es algo
que se explica a partir de su propia expo-
sición. A diferencia de los tratados concluidos dentro de un Estado, los realizados
entre Estados diferentes no conocen ninguna instancia que garantice su cumpli-
miento. El antiguo principio del Derecho natural «pacta sunt servanda» expresa,
por ende, sólo un «deber» sobre cuya observancia deciden tácticamente los
Estados soberanos tras calcular las ventajas que pueden obtener. Están enfrenta-
dos unos contra otros, por así decirlo, en el estado de naturaleza hobbessiano, cuya
consecuencia no es, necesariamente, el <zbellum omnium contra omnes», pero si la
alternancia en cumplir y romper los contratos, y con ello, la guerra como la deci-
sión última de un conflicto. Hegel ofrece aquí una desencantada, y desencantado-
ra, descripción de la situación entre los Estados del mundo, cuya corrección no
hizo más que confirmarse, y aún confirma, con el tiempo que siguió. Desde luego,
puede objetársele que carece de todo elemento normativo, y de cualquier pers-
pectiva consoladora, quizá incluso creativa, salvo la indicación de que, también en
la situación de ausencia de Derecho que caracteriza a la guerra, el reconocimien-
to mutuo de los Estados determina a aquélla como «algo que debe ser pasajero»

literalmente, l uc ha de la cultura». Se refiere al conflicto entre la Iglesia católica y el Estado pru-


siano crue duró de 1871 a 1887. (N. del T)

33
(§ 338), y que el comportamiento en la giterra se basa en costumbres universales
de las naciones. La perspectiva, por lo demás corriente, de un «E•stado universal»,
una vcivitas maxima», o la idea de una «Liga de las naciones», o la utopía de una
«paz eterna», los sustituye por la indicación de un «pretor de orden más alto»: la
«Historia universal».

Hegel destina los pasajes finales de la


Filosofw del Derecho a la filosofía de la his-
H i s t o r i a u n i v e r s a l t o r i a como lugar dentro del sistema, toda-
vía antes de leer su primer curso sobre el
tema en 1822. Con ello resulta ser, temporalmente, la última disciplina de su sistema,
ya que las Lecciones sobre las pruebas de la existencia de Dios (1829) no constituyen
una disciplina autónoma. El hábil rodeo que pone el «juicio universal» en manos de
la ,
ma
, instancia, para Hegel se trata de la marcha del espíritu en general, que no se
hagotai en la historia de los Estados. Lo que Hegel aporta a esta última no va más allá
de la historiografia al uso, incluida la articulación de la historia en cuanto reinos uni-
sversales,
t procedente del helenismo, aunque los contenidos con los que operaba se
ohubieran
r ido cambiando También son tradicionales conceptos, en apariencia spe-
cificamente
ia hegelianos, como «espíritu del pueblo» o «espíritu del mundo»; no se
trata aquí de figuras míticas, sino de una forma de expresión hoy ya anticuada, pero
u
que en el entorno del Romanticismo era habitual y no presentaba problemas, y con
nla que se venía a expresar compendiadamente la idiosincrasia espiritual de los pue-
iblos por separado, o de su totalidad.
v La sentencia del juicio universal debe ser pronunciada por un «pretor de orden
superior», y no por la mera casualidad, o, simplemente, por el más fuerte. Antes, esto
eestaba garantizado por el pensamiento, en realidad mis estoico que bíblico, de la
rProvidencia; pero para la época de Hegel no era ya posible aplicar esta idea como un
selemento con el que interpretar la filosofía de la historia. No es que Hegel «seculari-
ace» la idea de la providencia, sino que la sustituye por una lógica de la historia que
ilumina la estructura de ésta más allA del pensamiento universal de la historicidad
ldel espíritu, y con ello queda planteada la tarea de la filosofía de la historia.
» Una filosofía de la historia que no quiera limitarse a las cuestiones particulares de
ola reciente filosofía analítica de la historia tiene que intentar responder por qué hay
chistoria, y por qué la historia, aunque con vacilaciones o'retrocesos a períodos ante-
riores, aunque perturbada por catástrofes naturales o morales, discurre irreversi-
ublemente en una dirección, cosa que confirma la propia historia del siglo )a. Tiene
l que informar de cómo la historia, aunque sus únicos actores searrlos individuos con
tsus fines particulares, toma una dirección que no nace de la coincidencia de sus
voluntades, ni puede describirse como la resultante de los propósitos divergentes de
alos individuos, sino que sigue una lógica interna. Es fácil objetar a este planteamien-
qto que desprecia al individuo, pero no se trata de la cuestión moral de si el indivi-
uduo debe conservar ese significado abarcante y configurador de la historia, sino de
edescribir y explicar lo que acaece.
Un modelo para interpretar las relaciones del individuo y la universalidad es
ela teoría hegeliana de los «individuos relevantes de la historia universal», como
l Alejandro Magno, César, o Napoleón. En el lenguaje metafórico de sus lecciones,
l dice de ellos que expresan la hora que llega, o dicho de otro modo: sus fines par-
u
g 34
a
Hegel en su estudio. Grabado de L Sebbers•

35
ficulares coinciden con la tendencia objetiva de su situación histórica. Pero lo único
que sirve como pauta de tal tendencia es el éxito: sólo éste les garantiza a estos indi-
viduos su status extraordinario. Sin embargo, con este modelo sólo es posible inter-
pretar contextos igualmente particulares, caracterizados por semejante coincidencia
entre los fines subjetivos y la tendencia objetiva, mientras que la tendencia misma
permanece sin explicar.
Lo fundamental es el modelo hegeliano de una teleología inmanente del espíritu,
indiferente a a los deseos de los individuos. Se oculta en el famoso —de fama más
bien mala— dictum de la astucia de la razón. Propiamente, esta fórmula sustituye
sólo el discurso, igualmente metafórico, que, en su Idea de una historia en sentido
cosmopolita (1784) utiliza Kant de una «intención de la naturaleza»: un antagonismo
inmanente a la historia la guía en una dirección, aunque los actores participantes no
hayan admitido en su voluntad esa dirección como una meta suya.
El movimiento de la historia hacia esta meta se lleva a cabo como «progreso»,
pero ya no a la manera triunfal que le confería la última Ilustración, Condorcet,
sobre todo. No reside ni en la mejora de las condiciones naturales de vida ni de la
moralidad, tampoco de la felicidad humana: en la historia universal, las hojas de feli-
cidad son páginas vacías. El progreso es sólo un «progreso en la conciencia de la
libertad».
Se le reprocha a veces a esta fórmula que, de un modo harto idealista, pone el pro-
greso sólo en la conciencia, y no, también, en la realidad efectiva, pero es una objeción
equivocada. El progreso no puede concernir al aspecto del en-si, pues el ser humano
es en sí libre; lo Único variable es si, y hasta qué punto, esto es para el ser humano.
A modo de eslogan, la historia del saber de su libertad puede ilustrarse, desde la
historia constitucional, con la manejable, y algo manoseada, fórmula hegeliana de que
en Oriente sólo uno era libre, en la Antigüedad unos pocos, y todos en el nuevo mundo
cristiano, que reconoce al ser humano como objeto del amor divino. Pero Hegel hace
notar también, muy precisamente, que esta extensión se preparó a finales de la Edad
Antigua y que la concepción religiosa no ha tenido, en modo alguno, la consecuencia
inmediata que tiende a atribuirsele, sino que hasta la Edad Moderna no adviene la
conciencia —que no ha llegado aun a todas partes— de que el ser humano es libre en
cuanto ser humano. Pero, sobre todo, la interpretación política mutila el pensamiento
del progreso en la conciencia de la libertad, si bien es cierto que el lugar que ocupa la
historia de la filosofía dentro del sistema da ocasión para ello.
La conciencia que tiene el ser humano de su libertad jurídica está, sin embargo,
en conexión con la formación de instituciones sociales en las que esta libertad es
efectiva. No hay que interpretar esta conexión ni siquiera en el modo «idealista» de
que la conciencia de la libertad impulse tales instituciones. Podrían ser también las
instituciones quienes transforman la conciencia que se comprende en ellas, o bien,
la compleja conexión de historia social, económica y de la conciencia podría negar-
se a distinguir de tal modo un momento causante de la transformación. Hegel no ha
desarrollado una teoría por encima de esta trabazón. Decir esto no significa lanzar
un reproche, sino indicar que su proyecto de una lógica de la historia sigue resis-
tiéndose a una elaboración. Ala vista del desarrollo científico de su tiempo, era impo-
sible que consiguiese englobar todos los factores históricamente relevantes en la
historia del proceso de formación de la autoconciencia, y elaborar la lógica de la his-
toria que se había propuesto, ni siquiera en el marco, comparativamente restringido,
de la relación de la historia universal con las historias parciales del espíritu absoluto
—las historias del arte, la religión y la filosofía—.

36
Oleo de J. J. Schlesinger, según boceto de E. Born (1831).

37
La expresión «espíritu absoluto» ha
dado una y otra vez pábulo a la sospecha
latente de que Hegel introduce seres
Es p í r it u a b s o l u t o mitológic os enya
cha se dirigía la contra
filosofía,
el y«espíritu»
si la sospe-
en
general, o contra el «espíritu del pueblo»
y el «espíritu universal», tanto más con-
tra el «espíritu absoluto». Otros han visto en ella un indicio de que el último Hegel
le daba la espalda al análisis de las contradicciones sociales y retrocedía a un
mundo de imágenes heredado, pero ya sobrepasado. Y. sin embargo, tanto la mito-
logia como el supuesto quietism° están aquí igualmente fuera de lugar. «Espíritu
absoluto» designa únicamente aquella esfera de la vida espiritual en la que el
espíritu se suelta de la realidad efectiva externa, vuelve sobre sí y hace de si su
objeto, y precisamente en esta medida es absoluto: ésta cabe si y es libre por ello.
Este conocimiento de su esencia lo alcanza el espíritu de tres formas: en el arte, la
religión y la filosofia. «Absoluto» es, pues, aquel espíritu que —en tanto que sub-
jetivo— en tanto que una forma de «interioridad» (como la conciencia o la volun-
tad) no está referido a algo externo a él, que no sea espiritual; pero tampoco —en
tanto que objetivo— es la esfera de la eticidad que, aunque producida por los suje-
tos individuales, descansa en si misma, en cierto modo por encima de ellos. Es fácil
ver la diferencia estructural del «espíritu absoluto» como la esfera suprema de la
vida espiritual, frente al espíritu subjetivo y el objetivo: en tanto que «absoluto», se
vuelve sobre sí mismo, hace de si su objeto y se reconoce como lo que es. Sólo aquí
queda cumplido el concepto de espíritu —como concepto de una autorreferencia
pensante—.
Como forma de esta vuelta del espíritu sobre sí, Hegel entiende la auto-
conciencia de una comunidad espiritual, esto es, una «congregación», tal como se
presenta en el arte, la religión y la filosofía o «ciencia», y sería difícil encontrar
otras formas de vida espiritual de las que pudiera decirse lo mismo. Se diferencian
en que al arte se subordina primariamente la intuición (Anschauung), a la religión
la representación (Vorstellung), y a la filosofía el pensar conceptual. Puede poner-
se en duda que estas tres formas hayan de ser comprendidas efectivamente, en el
modo que Hegel califica de «absoluto», como relaciones del espíritu hacia sí
mismo, como formas en las que lo espiritual se vuelve sobre sí mismo y se reco-
noce. Pero no puede haber ninguna duda de que el «espíritu absoluto» no es im ser
mitológico domesticado filosóficamente, ni tampoco algo de cuya existencia pueda
discutirse.

En la época de Hegel, la estética era


Ar te u n a disciplina
joven; el términofilosófica
mismo norelativamente
habla alcanza-
do el significado de «filosofía del arte»
hasta mediados del siglo )(mi. A pesar de ser corta, la historia prehegeliana de la
estética había sido intensa, como harán sospechar los nombres de Winckelmann,
Lessing, Herder, Kant y Schiller; también la disputa sobre la superioridad del arte
antiguo o el nuevo, la aquerelle des anciens et des modernes», precede a la estética de
Hegel. Finalmente, Schelling, durante los años de estrecha colaboración con Hegel
(1802), eleva la Estética hasta la cumbre de su sistema, por encima incluso de la filo-

38
sofia de la naturaleza y la filosofía trascendental. Pues su objeto es lo supremo: el
arte como intuición de lo absoluto.
También Hegel le asigna un alto rango al arte dentro de su sistema, pero no el
supremo: el arte es «un modo... de llevar a la conciencia y pronunciar lo divino, los
intereses más profundos del ser humano, las verdades más abarcantes del espíritu»
(MT10,1.11); esto es, tma forma de autointuición del espíritu, y por eso hay arte en
cualquier sitio donde se desarrolle vida espiritual, por rudimentaria que sea. Pero el
arte es sólo el primer modo de esta autointuición; en él, el espíritu se intuye en una
figura nacida del espíritu objetivo que tiene todavía la inmediatez natural; de tal
modo, sin embargo, que ésta es sólo un signo de la idea: en la belleza.
Esto bello no debe concebirse como «forma abstracta", por ejemplo, por la regu-
laridad o la armonía formal. Tiene el significado metafísico de sanar la ruptura entre
lo natural y lo espiritual: las obras del arte bello son «el primer eslabón reconciliador
entre lo meramente externo, sensible y pasajero, por un lado, y el pensamiento
puro, por otro, entre la naturaleza y realidad efectiva finita, y la libertad infinita del
pensar conceptual» (W 10,1.12). Lo bello natural, que en Kant aún estaba en primer
plano, vale para Hegel corno un mero «reflejo de lo bello que pertenece al espíritu»
(W 10,1.5), y por ello lo excluye de la estética, en tanto que ésta es una «filosofía del
arte bello», o de «lo bello del arte», igual que excluye la determinación del arte como
«mimesis», como imitación de la naturaleza. Todo lo natural vale para Hegel como
inferior a lo espiritual, aunque sea sólo el espíritu quien produce la escisión que él
mismo vuelve a reconciliar en las formas del espíritu absoluto. Esta significación
metafísica de lo bello libera a la obra de arte también del reproche de ser «mera apa-
riencia» contrapuesta a la realidad efectiva: su realidad efectiva, nacida del espíritu,
tiene una «realidad superior» al «mundo simple y pasajero» (W 10,1.13); en tanto que
bello tiene, a la vez, verdad.
En la parte general, dedicada a la idea de lo bello en el arte
secuenciahnente
. H e g e lunaphistoria r e de s las
e népocas
t a del arte, y ello no se plantea como un
capricho del estudioso de la estética: el arte es una figura del espíritu; su realidad
efectiva tiene, por ello, la forma del despliegue histórico. Una filosofía abarcante del
arte no puede, por ello, proceder de modo ahistórico; de hacerlo así mutilaría nece-
sariamente su objeto.
Hegel divide la historia del arte en las épocas del arte simbólico, clásico y román-
tico, y no cabe sonreír despectivamente ante esta articulación tripartita, como ex-
presión de un exagerado esquematismo. Gracias a ella, Hegel se escapa a la simple
división en arte antiguo y moderno, realizada bajo el conjuro de la «
anci
q u eensr eetl des modernes», y que Schelling todavía ratificaba (SW 1,5.372), lo cual le
permite ir más allá del arte griego e integrar el arte oriental como una época autó-
lnoma dentro de la historia del arte.
e Alddenominar
e s simbólica a la primera época del arte, Hegel recurre a un término
aplicado de múltiples maneras por entonces, pero dándole un significado nuevo. Lo
simbólico no designa aquí una fusión (Ineinsbildung) exitosa de lo finito y lo infinito,
sino la primera, y por ello imperfecta, transida de ambigüedad, formación emer-
gente del contenido espiritual a partir de la naturaleza —«más un mero buscar
la transformación en imágenes que una facultad de exponer verdaderamente»
(W 10,1.99)—. Esta búsqueda produce también formas especiales que Hegel expo-
ne fenomeAlógicamente: fábula, parábola, enigma, alegoría, metáfora, etc. El carác-
ter global de esta época puede indicarse breve y puntualmente con expresiones
como «figura animal», «lo enigmático», «sublimidad» (en el sentido de la incomen-

39
surabilidad de lo finito y lo infinito); sin embargo, la unidad de las muy diversas cul-
turas compendiadas bajo el titulo de lo simbólico —de Irán a la India, de Israel al alto
Egipto— puede expresarse solamente de modo negativo: es ese arte en el cual «no
se ha encontrado aun la configuración adecuada ala idea» (GW 20.546, 561). Esto es,
el arte que no es clásico todavía.
Éste, el arte griego, constituye para Hegel el apogeo del arte por antonomasia, su
medida absoluta. En él se cumple la unidad de concepto y realidad, de lo natural yin
espiritual, y la expresión de esta unidad es la belleza, una belleza más allá de la cual
no puede llegar a haber nada más bello. Semejante belleza, sin embargo, puede mos-
trarse únicamente en la presentación de la figura humana; también, y precisamente,
cuando vale como figura de un dios. Sólo ella revela lo espiritual de modo sensible y
«constituye, así, el punto medio y el contenido de la belleza verdadera y del arte»
(W 10,2.10). Mas con esta presentación de la belleza cumplida está también cumpli-
do el arte en su totalidad.
El tercer arte, el «romántico», vuelve a disolver esta unidad de lo espiritual y lo
natural. No debe entenderse aquí el arte romántico en el sentido nuestro; por la
época de Hegel, la palabra no se usaba todavía con este significado, que introdujo,
sobre todo, La escuela romántica de Heinrich Heine (1835). Hegel llama romántico
al arte del mundo cristiano o, por decirlo con la expresión de la Filosofta de la histo-
ria, al arte del mundo germánico, es decir, del mundo surgido de las migraciones de
pueblos [al final de la Antigiiedad[. También para esta época es cierto, aunque en
menor medida que para la simbólica, que su unidad es negativa: igual que aquélla era
el «antes», ésta es el «después» del arte clásico. Abarca tanto el arte propiamente
cristiano, que presenta lo divino, como el arte nuevo después del Renacimiento, que
ya no se orienta por motivos religiosos. Hegel ve el arte de su tiempo como la con-
clusión de esta época; su peculiaridad estriba en que «la subjetividad del artista está
por encima de sus materiales y de su producción, en tanto que no está ya dominada
por las condiciones dadas de un circulo de contenido y de forma, determinado ya en
si mismo, sino que mantiene en su poder y en su elección tanto el contenido como
el modo de configurarlo»; una impronta que menos parece acuñada por el presente
de Hegel que por el nuestro.
Pero a este tratamiento histórico se añade —y esto es diferente de lo que ocurre
con la religión y la filosofía—, en la tercera parte de la Estética, un sistema de las for-
mas artísticas, articulado jerárquicamente en arquitectura, escultura, pintura, música
y poesía. Este «sistema» no está deslabazado de la historia; Hegel lo incluye en ella al
entrelazar mutuamente las figuras históricas y las formas sistemáticas por medio de
una acabada teoría: todas las formas artísticas se encuentran en todas las épocas, pero
no todas expresan en igual medida el «espíritu» de una época; antes bien, existen afi-
nidades entre las épocas y las formas. Al arte simbólico le asigna Hegel la arquitec-
tura, como su «tipo fundamental» (W 10,1.108) en el que se pronuncia de modo más
puro el espíritu de una época y, por ello, también, el propio de su arte. El arte clásico
encuentra su expresión suprema en la presentación de un dios antropomórfico, por
lo que Hegel le asigna la escultura; y al arte romántico las formas artísticas marcadas
por la interioridad: pintura, música, y poesía, esta Última en tanto que «arte más espi-
ritual» (W 10,1.132). Por lo tanto, el sistema de las formas artísticas está pensado, a
la vez, históricamente: su principio ordenador, la profundización en si de la espiritua-
lidad, es, a la vez, el principio ordenador de la historia del arte.
Con ello, el arte queda englobado dentro de la historia de la conciencia en gene-
ral, y de ello extrae Hegel, bajo la fórmula del «fin del arte», unas consecuencias que

40
han llamado poderosamente la atención. Ya en su tiempo dio ocasión para las burlas
sobre el filósofo que anunciaba en sus lecciones el fin del arte, para, una vez en la
calle, apresurarse a llegar a la ópera o el teatro. Y, sin embargo, esta idea se sigue
inevitablemente de su concepción de la estética, empezando por el primer parágrafo
de la Enciclopedia dedicado al arte (§ 556), que ternatiza la inadecuación de la
peculiaridad estructural del arte para cumplir su tarea suprema.
Hegel introduce en seguida la estructura como deficiente, como un «decaer en
una obra de existencia externamente común, en el sujeto que produce la misma y
que intuye y vellera»; por donde el arte contiene, de un modo imposible de asu-
mir (unaufheblich), la «inmediatez natural». Su tarea, por el contrario, es la Aintui-
ción concreta y la representación del espíritu absoluto en si, en tanto que es el
ideal», y esta intuición está sometida a un desarrollo histórico. Por ello, puede
haber una época en la que el momento que adolece de una deficiencia estructural
no contradice a la naturalidad del nivel histórico de autointuición del espíritu
absoluto, sino que se corresponde plenamente con ella, y esto ocurre en el arte
clásico. La «transfiguración» por la que la naturalidad inmediata se convierte en
,signo de la idea» y en «figura de la belleza» es posible únicamente en el mundo
griego, porque, en él, el objeto del espíritu, lo divino, no está él mismo aún afec-
tado de naturalidad.
La armonía de la deficiencia estructural y la naturalidad del pensamiento de Dios
es, por ende, el presupuesto histórico de la belleza cumplida de la presentación de
lo divino en figura humana; pero, a la vez, es el indicador de que el modo de con-
cebirlo es aun inapropiado: el dios de bella figura humana que vemos en el arte grie-
go sigue siendo un dios hecho por el artista a partir de un material natural; Dios no
es sabido todavía corno autoconciencia efectiva, tal corno ocurre en Ia religión cris-
tiana. Ésta alcanza un nivel de saber de si del espíritu que ya no es posible vincular
armónicamente con lo natural. La figura exterior no puede seguir siendo intuida
como algo divino, si lo propiamente humano, la autoconciencia, es reconocido como
divino. Por lo tanto, este saber de sí del espíritu no puede ya encontrar su figura
plena en el arte. El «espíritu, que mira más lejos», se vuelve desde la objetividad
configurada por el arte, «hacia atrás, a su interior, y la impulsa lejos de si_ Puede
muy bien esperarse que el arte ascenderá y se cumplirá, pero su forma ha dejado
de ser la suprema necesidad del espíritu. Por muy excelentes que encontremos las
imágenes de los dioses griegos, y por muy digna y perfectamente que veamos
representados al Dios padre, a Cristo, a María, resulta inútil: ya no nos arrodillamos
ante ellos» (W 10.1.135).

La religión, pues, sucede al arte griego


Religión e n de ser la espíritu.
si del verdadera Noexpresión del saber
es la referencia a un
Dios al que sólo pudiera encontrarse más
ollA del espíritu, hacia el que hubiera que caminar por encima y más allá del espíri-
tu, como algo que existiera para sí mismo Es una de las formas del saber de si del
espíritu, y por cierto, no un saber por el que la esencia espiritual singular supiera de
si como una autorreferencia singular, autista, sino un saber de lo que la esencia espi-
ritual es en general. Por esa razón, esta autoconciencia no es tampoco algo aislado:
las formas de la vida espiritual son siempre intersubjetivas, como ya se sabia muy
bien por entonces, y no haría falta volver a descubrir ahora.

41
Este concepto de religión puede parecer curioso, cuando no un tosco descono-
cimiento de la religión en general, y de la religión cristiana en particular, si no se
piensa en cuáles son sus presupuestos. Hegel mismo los expresó de un modo muy
mareante: «La Religión de la Edad Moderna» se basa en el sentimiento de que <<Dios
mismo está muerto» (GW 4.414). Está aquí diagnosticando la situación filosófico-teo-
lógica de su tiempo: su signo, desde la historia de la filosofía, reside en la decaden-
cia de la theologia naturalis racionalista, que Kant expresa en su <<critica de toda teo-
logía especulativa», y en la pujante explicación mecanicista del universo ofrecida por
las ciencias, que no dejan lugar alguno para la idea de Dios. Friedrich Heimich
Jacobi, siempre agudo en sus diagnósticos, expresa esta situación de un modo muy
conciso: «el interés de la ciencia es que no haya ningún Dios, ningún ser sobrenatu-
ral, ni extramundano, ni supramundano» (1994, 216). Corresponde con ello el signo
de la historia de la teología, que estriba en la pérdida de los pilares tradicionales de
la religión cristiana. Así y todo, esto podría no afectar al protestantismo, para el que
la tradición no tiene poder demostrativo alguno, pero la incipiente crítica histórica
destruía también la doctrina de la inspiración verbal de los escritos bíblicos, e inclu-
so la hipótesis de que se pueda demostrar tal doctrina historiográficamente. Con
sutil ironía Hegel reescribe esta situación con el topos, bíblico-apocalíptico, de la
«plenitud de los tiempos» (Mc 1,15; Gal. 4,4): que ahora «el tiempo está pleno,.que
ahora es menester la justificación por medio del concepto». Pero el tiempo está pleno
porque las anteriores formas de legitimación del contenido absoluto por medio de la
Ilustración han perdido su fuerza justificativa. La <plenitud de los tiempos» se des-
vela directamente, por ende, como ,
l( eNingún
l v a tema
c í oabsorbió
d ela atención
l de Hegel de un modo tan largo y continuado
como la religión. Un apunte de juventud califica a ésta como <<uno de los asuntos más
timportantes
i e m de p nuestra
o » .vida» (GW 1.83). Los años siguientes, en Berna, y en
Fráncfort, están dedicados de modo predominante a trabajos sobre teoría de la re-
ligión, y desde comienzos de la época de Jena bosqueja Hegel una filosofb de la reli-
gión como la disciplina que cierra el sistema. El primer esquema, que anticipa las
lineas fundamentales de su posterior filosofía de la religión, lo contiene el bosquejo
de sistema 1805-1806 (GW 8.277-287); poco después, introduce en la Fenomenología
la detallada exposición por la cual pudieron los contemporáneos informarse de cuál
era su concepto de religión (GW 9.363-421), si es que no se contaban entre los oyen-
tes de sus lecciones de Berlin, que comenzó en el verano de 1821 y repitió, varián-
dolas de un modo muy característico cada vez, en los años 1824, 1827 y 1831.
Impartir lecciones de Filosofía de la Religión tampoco era, para nada, algo obvio
en la época de Hegel. La Filosofía de la Religión no estaba establecida por los cáno-
nes académicos de entonces; el término mismo no se encuentra por primera vez
hasta 1772, y con un significado, en principio, muy indeterminado. Desde los Últimos
años del siglo xvin, se convierte en una disciplina del nuevo canon de la filosofía, en
el entorno de la fundamentación ética por Kant de la teología filosófica y su inter-
pretación moral de la religión. Así pues, la religión sólo se convierte en un tema de
la filosofía bajo la condición negativa de la destrucción de la teología filosófica y la
condición positiva del conocimiento de su contenido racional: también en ese cono-
cimiento —cualquiera que sea— hay que tratar con el tema más originariamente
propio de la filosofía, con la razón, entendida aquí primero como ,
despliegue
< < r a z ó de
n este
p r pensamiento
á c t i c aconduce,
» . sin embargo,
E l a problemas que culminan
en 1799 con la «disputa del ateísmo»: Johann Gottlieb Fichte es acusado de ateísmo
y depuesto de su cátedra. Esta fecha designa, a la vez, el final de la interpretación

42
moral de la religión. En el mismo año aparecen los discursos de Schleiermacher
Sobre la Religión, que bosquejan una imagen audaz, aunque ficticia, de la religión
como «intuición del universo». A partir de él, es posible trazar líneas de asociación
con otras interpretaciones, como las que en la estela, por ejemplo, de Jacobi, inter-
pretan la religión desde los conceptos de fe, de sentimiento o de «pena» (Ahndung).
Frente a esto, Hegel porfia en la conexión de religión y razón, aunque enten-
diendo la razón, ya no como «práctica», sino como «absoluta», esto es, como forma
de la m
este
. concebirse del espíritu. La religión deja de aparecer, entonces, como una rela-
ción del ser humano a Dios, o de Dios al ser humano; suponer dos sujetos fijos, cada
a
uno n existente
i para sí, distorsiona lo más propio de la religión, aunque esa suposición
fes
aparezca, por regla general, como la más propio de ella. La religión es una autorre-
t a c del espíritu consigo mismo; es «el espíritu que es consciente de su esencia, de
lación

i ómismo.
n El espíritu es consciente de si, y aquello de lo que es consciente es el
espíritu esencial y verdadero; éste es su esencia, no la esencia de otro» (V 3.86).
d
El pensamiento de Dios tiene, por tanto, que ser explicitado como el pensamiento del
eespíritu que se sabe a sí, en una unidad de teología filosófica y filosofía de la religión:
lsi la filosofía no sólo quiere llamar a Dios «esphitu», sino también pensarlo como
oespíritu, tiene que pensarlo esencialmente como el que es sabido en la religión; y del
mismo modo, la filosofía de la religión se vuelve teología filosófica en tanto que el
acontenido que es sabido en la religión no es una determinidad de la conciencia fini-
bta, sino Dios mismo.
s Éste es el pensamiento que la filosofía de la religión tiene que desplegar. No tiene
oque producir piedad, ni practicar la apologética; tampoco tiene que destruir crítica-
mente la religión, sino que —análogamente al arte y la filosofía— tiene que conce-
lbirla como una forma del espíritu en la que éste se vuelve hacia sí, alcanza su
uconciencia sobre sí y, precisamente al hacerlo, es espíritu absoluto: como auto-
tconciencia del espíritu absoluto.
La religión, pues, no tiene un contenido diferente del que tienen el arte y la filo-
osofía, a saber: el espíritu que se sabe. Sin embargo, este contenido aparece en las
yfiguras del espíritu absoluto de forma diferente; en la religión, en la forma de repre-
dsentación. Hegel la asigna a objetos tales que no están inmediatamente presentes
e—como lo está la obra de arte para la intuición—, pero que siguen fijados a las coor-
denadas de tiempo y espacio, así como a lo figurativo. Esto vale también para el Dios
cbíblico y su obrar para con los hombres, e incluso para las infantiles imágenes de
o«Padre» e «Hijo» usadas para la relación trinitaria. Sin embargo, la diferencia de este
npensar representativo frente al conceptual conduce también, finalmente, más allá de
cla religión. Pues la representación y el concepto no son dos formas indiferentes,
igualmente válidas, de un contenido; la forma adecuada de éste es la forma concep-
etual. Se trata, por ello, de captar la «materia absoluta» también en la «forma absolu-
bta», en el pensar conceptual; pensar como verdad de la razón lo que primero se ha
i presentado como verdad revelada, tal como lo formula ya Lessing en el § 72 de su
Educación del género humano: las verdades de la revelación deben seguir siendo
r admiradas como revelaciones sólo hasta que la Razón aprenda a deducirlas de «sus
l otras verdades constituidas», y a unirlas con ellas, o bien, por decirlo con Hegel: a
oproducir el contenido a partir del concepto. Semejante «asunción» (Aufhebung) es
, posible, puesto que la representación y el concepto son, ciertamente, diferentes,
pero no totalmente heterogéneos. Lo que es representado, y representado como
yrevelado, es, en si, momento de la razón una.
l
a 43
r
e
Esto permite una acentuación ambivalente: también lo que —en el lenguaje de la
representación religiosa— llega a nosotros como revelación positiva, es racional en
si y puede, por ello, ser reconstruido en la forma de la razón. Pero igualmente vale
que lo que aparece primero como algo extraño a la razón puede conocerse —al
menos en cuanto a su enjundia (Gehalt)— como algo racional. Precisamente en este
punto está el rendimiento hermeneutic° de la filosofía de la religión: concebir lo que
llega a nosotros inicialmente como algo antirracional o suprarracional, como algo
racional, como una figura, aunque incompleta, de la autoconciencia del espíritu. La
representación es, ciertamente, el presupuesto histórico del concepto, pero éste es
el fundamento gnoseológico de la verdad de la representación: para descifrar los
jeroglíficos de la razón en las religiones, también en la cristiana, hay que tener ya el
concepto.
En esta identidad y diferencia de representación y concepto se basa el peculiar
doble carácter de afirmación y destrucción de la representación religiosa por el com-
prender conceptual. Frente a formas más radicales de la critica de la religión —tales
como la hipótesis del clero estafador, o la posterior crítica genético-destructiva de
Ludwig Feuerbach—, Hegel señala la representación religiosa como un saber de
contenido absoluto; frente al comprender filosófico por conceptos, la valora como
una forma menos perfecta: el concepto es la medida de la representación; toda no-
identidad de ambos corre a cuenta suya. Pues el pensar es el modo más profundo,
más interior de intelección. Cuando se asegura de un contenido, nada puede ya
contradecir a éste. Las lecciones de historia de la filosofía hacen, por ello, que las
discusiones en torno a la teoría escolástica de la doble verdad desemboquen en la
lapidaria frase de que ola razón, como Dios, no quiere tener dioses extraños junto a
ella, y menos aún por encima» (V 6.304).
La interpretación hegeliana de la religión contrasta tanto con la comprensión que
la religión tiene de sí misma como con todas las otras interpretaciones contemporá-
neas, tanto la teología natural ilustrada como los conceptos de religión morales y
románticos, pero también la teología racionalista y pietista. A todas ellas les repro-
cha Hegel que no han pensado a Dios como espíritu, disolviendo con ello el pensa-
miento de Dios, ya sea en esa abstracción del entendimiento que es el oser su-
premo», ya sea en el contenido de un indeterminado sentimiento. Ciertamente, la
religión tiene que estar también en el osentimiento», pero no tiene en él su funda-
mento. Schleiermacher, por ejemplo, en su Doctrina de la fe (1821), coetánea de las
primeras lecciones de filosofía de la religión de Hegel, califica al sentimiento de fun-
damento de la religión, y al sentimiento piadoso de sentimiento puro de dependen-
cia; con lo cual, sin embargo, dice Hegel, el mejor cristiano seria un perro, tanto más
cuanto que, encima, tiene sentimientos de haber sido redimido cada vez que se le
ccha un hueso (1997, 78). A la «dependencia» contrapone Hegel la olibertad», y al
osentimiento», el saber de si del espíritu.
Consecuencia de su concepto de espíritu, y sin embargo, rasgo característico y,
en cierto modo, revolucionario, es que su filosofía de la religión garantiza también
un amplio espacio a la consideración de las religiones históricas, y por cierto, ten-
dencialmente, a la religión en la totalidad de sus formas históricas y geográficas:
desde China, la India y Egipto, hasta Grecia y Roma. Hegel rompe así el esquema,
creado a fines de la Antigüedad, de paganismo, judaísmo y cristianismo, así como el
esquema de cristianismo, judaísmo e islam, crecido a partir de la experiencia histó-
rica del «Occidente cristiano» desde la época de las cruzadas, y que todavía sub-
yacía al Naldn el sabio de Lessing. Pero hace estallar esos esquemas sin lanzar

44
polémicamente la «sabiduría de los chinos» o «
religión
l o s t cristiana,
e s o r cosa
o s que hacían
d ealgunos impulsos de la Ilustración y el primer
Romanticismo. Tampoco sirve la mirada a las religiones para aborrecer de su
l a I n d i a »
enjundia, considerándolo una superstición indigna del hombre, o una taimada esta-
cfa obrao del nclero,t critica
r quea procede originalmente de la apologética cristiana y
lsólo despuésa fue aplicada contra ésta por la crítica ilustrada radical de la religión.
El interés de Hegel por las religiones en su multiplicidad histórica vale exclusiva-
mente para garantizar históricamente una ventaja hermenéutica de su filosofia de
la religión: que la razón está en la religión y que esta razón, realizada efectivamente
en la historia, se abre también a la razón que es efectivamente real en el conoci-
miento filosófico.
A esto humano y racional que subyace a toda religión lo designa Hegel de modo
más preciso, en otro lugar, como lo espiritual. Todas las religiones son tales figu-
ras de lo absoluto, esto es, del espíritu que sabe su esencia y se hace uno con su
esencia. Por mucho que las religiones históricas hayan podido faltar a esta com-
prensión, son figuras de esta unidad espiritual, del espíritu divino en tanto que
espíritu universal y espíritu humano, en tanto que espititu singular. También un
objeto de veneración religiosa que aparece primero como algo natural, resulta ser,
tras una observación más detenida, algo espiritual, aunque sólo sea en la medida
en que, en un nivel inicial de la religión, la diferencia categorial entre natural y
espiritual no esté aun elaborada en la forma corriente hoy para nosotros. El objeto
de la religión —o la «esencia», como Hegel dice a veces brevemente— puede ser
experimentado como algo más natural o más espiritual, como algo más horrible o
más inclinado al hombre; su imagen puede estar más marcada por lo ético o por
lo bello; puede estar abruptamente contrapuesta al ser humano desde el más allá,
o aparecer en figura humana; en cualquiera de estos casos, es siempre la fiel expre-
sión de lo que el espíritu humano se representa como lo verdadero. Por eso, la
historia de la religión es la historia del autoconocimiento del espíritu. Lo cual la
hace convertirse en tema preferido de una filosofia que entiende el antiguo man-
dato del Dios deifico —Conócete a ti mismo.— como exhortación a tal autoco-
nocimiento del espirita.
Hegel no sólo distingue de modo especial a la religión cristiana frente a las otras
anteriores al dedicarle de modo exclusivo la tercera parte de sus lecciones; la llama,
además, «consumada». Para muchos intérpretes, queda con ello suficientemente
claro el carácter de la filosofía hegeliana de la religión: una especie de dogmática filo-
sófica, ejemplo para unos y espanto para otros. Pero este titulo tiene un sentido con-
ceptual claro: «consumada» es aquella religión en la que el concepto de religión se
ha hecho objetivo para sí mismo, se ha alzado frente a ella como su objeto.
Puede que esta fórmula parezca mover a malentendidos, si no resultar absurda.
Pero el «concepto de religión», en el sentido de Hegel, no es un concepto abstrac-
to», ni tampoco un compendio de determinaciones singulares características de la
religión; es su logos interno, a saber, el espíritu mismo en los tres momentos de su
autorreferencia que sabe: el de la unidad sustancial, el del juicio en el espíritu como
objeto y como saber, y el de su saber de si (V 3.102-106). Estos tres momentos se
encuentran en todas las religiones; pero en la cristiana constituyen el contenido de
la representación: lo que la religión es en si —una autoconciencia del espíritu, cons-
tituida a través de los momentos mencionados—, se convierte aquí, para ella, en
su propio objeto: en el concepto trinitario de Dios. Por ello insiste Hegel, frente a
la teología de su tiempo, en la doctrina de la Trinidad, cuyo sentido encuentra él

45
precisamente en el concepto de espirita. La religión cristiana es la religión consu-
mada porque lo que es la «esencia» del espíritu —en el sentido de Avssentia»—, es
aquí también «esencia» en el sentido de «objeto», o a la inversa: porque lo que es
aquí su esencia para el espíritu, es él mismo.
Esta distinción de la religión cristiana no significa, sin embargo, una ciega afir-
mación de su mundo de representaciones. En tanto que religión, sigue fijada a la
representación, y por ende, a una concepción inadecuada del contenido absoluto.
Hegel refiere la forma de representación de su contenido: el pensamiento de Dios,
la Cristología y la doctrina de la comunidad, pero las corrige, en parte en su propio
plano, en parte desde el concepto: el Credo registra el pensamiento de la Creación
del mundo ya en la esfera del pensamiento de Dios, que representa propiamente de
modo inmanente-trinitario, y también el pensamiento de la unidad del Dios hombre
lo desfigura tanto como lo representa: no convierte a Jesús, como hace la Ilustración,
en meramente un hombre bueno, maestro de virtud, pero al mantener enfrentadas
la naturaleza divina y la humana, haciéndolas comunicarse sólo en un Dios hombre
uno, no da con la verdad de este pensamiento: «Naturaleza divina y humana es una
expresión demasiado dura y difícil; la representación asociada a ella debe olvidarse»
(V 5.143). Sabe de la identidad del espíritu universal y el singular, pero desplaza esa
identidad a un hombre particular; pronuncia, desde luego, el•k1,111.1vez es todas. las
veces» (V 5.49), pero malentiende esto, como si con ello se dijera —algo banal-
mente—: «Una vez es suficiente.» En la comunidad, la autoconciencia singular llega,
ciertamente, hasta la conciencia de su esencia (V 5.100); sin embargo, representa
esta esencia corno otra esencia; según su concepto, es la autoconciencia efectiva del
espíritu, pero en su turbia representación escinde este presente pleno en un antes y
un entonces (GW 9.420s).
La doctrina del final del arte constituye también, por ello, el paradigma para la
doctrina del final de la religió
ma
ir tdel a espíritu
m p osiclaointerpretación que produce la filosofía del espíritu capta el «con-
tenido absoluto» en la «forma absoluta». Y no es casual que, por el mismo tiempo,
é s t a
los pilares tradicionales de la religión, orientados según la forma representativa del
p u e—tradición,
contenido d e escritura, inspiración, o incluso utilidad social—, se vengan
y
abajo. Que, a en esta situación histórica, la historiografia crítica no pliede en modo
alguno
s a asumir t i lastarea f deaasegurar el contenido absoluto, es algo que Hegel ha visto
con mucha más claridad que sus críticos, los cuales le siguen reprochando hoy
c e subestimado
haber r el rendimiento epistemológico de la teología histórico-critica:
l«Cuando se la a trata históricamente, se acabó» (V 5.95).
n Eneestas ccondiciones,e tanto positivas como negativas, Hegel ve sólo un camino:
sahora, i la religión
d tiene
a que
d «refugiarse en la filosofía» (V 5.96). Su contenido ya sólo
en el pensar puede encontrar su fundamento y su cumplimiento a la vez. Si la reli-
sgión no tuviera
u elp«contenido absoluto» en común con la filosofía, no podría tampo-
rco albergarlo
e - «
en su
una
forma huida precipitada a un territotio extraño para ella, sino a su propio fundamen-
to, que hasta ahora no conocía. «La huida al concepto» no designa tampoco, en modo
a b s un
alguno, o lremedio
u t a que, a la vista de la «desaparición (Vergehen) de la comunidad»
» la. que Hegel apunta en el primer curso de 1821, ofreciera una solución de emer-
a
gencia
L —quizá
a incluso provisional—. No es tampoco una huida en el apartado san-
tuario de un estamento clerical despreocupado del mundo; eso aparece, de acuerdo
hcon las
u ediciones
i d anteriores, como la última palabra de Hegel sobre la relación de
areligión, filosofía y realidad social efectiva (V 5.93-97). Esta exhortación resignada al
q u
e 46
H e g
retiro del mundo, perteneciendo a las partes finales del primer curso, la sustituye
Hegel, en sus tres cursos posteriores, por el programa de una «realización de lo
espiritual en la comunidad» (V 5.262-270), de una progresiva secularización de la
enjundia espiritual de la religión en el sentido de que se forme hacia dentro del
carácter mundano, y tanto por el lado real como por el ideal, esto es, tanto en la vida
social como en el concebir filosófico. Así, la obligada fuga resulta ser, a la vez, a los
ojos de Hegel, una f u g a » (sit venia verbo), un paso a una nueva figura en la que
la sustancia de la religión encuentra una forma mejor y más adecuada.
No obstante de todo esto, su filosofía de la religión se cuenta entre la partes más
controvertidas de su sistema. Ya en los últimos años de vida de Hegel se acumula-
ron las acusaciones: se tildaba a su filosofía toda de panteísmo y ateísmo, incluso de
generar una idolatría de la razón a partir de las entrañas del filósofo (Eschenmayer,
57). Tras la publicación póstuma de las lecciones de filosofía de la religión, su escue-
la se divide en una «derecha» y una «izquierda hegeliana», en «viejos» y «jóvenes
hegelianos», con enfrentamientos donde se producen los ataques mencionados, y es
muy significativo que esta división se produjera, no por una cuestión de filosofía del
Derecho, sino a propósito de la pregunta de filosofía de la religión, planteada por
David Friedrich Strauss, de si seria posible deducir la resurrección de Jesús por
medio del concepto. Sólo en el curso de las controversias politico-teológicas que de
ella resultaron, adquiere esta división el carácter politico que marcaría su imagen
posterior.

Como tercera figura del espíritu abso-


His tor ia l u t o , Hegel nombra en la Enciclopedia a la
d e l a F i l o s o f í a fi l o s o f logia í a con
( §§
la 572-577). Dearte
filosofía del seguir una
y de la ana-
reli-
gión, seria de esperar aquí una 4losofía
de la filosofia», y es posible encontrar en estos parágrafos finales, en la teoría hege-
liana de los tres silogismos de la filosofía, sugerencias en este sentido; sus lecciones
sobre esto, sin embargo, no las dedicó Hegel a semejante disciplina, sino únicamen-
te a la historia de la filosofía.
Excepción hecha de la Lógica y de la metafísica, sobre ningún tema ha dictado
Hegel lecciones tan regularmente y con tanto detalle como sobre historia de la filo-
sofiá: la primera vez, en Jena, en 1805-1806; y en el semestre de invierno de 1831,
poco antes de su muerte, el 14 de noviembre, comenzó de nuevo esta lección, sin
poder completar ni tan siquiera la introducción.
Tampoco este tema era una disciplina obvia en la organización académica de
entonces. Es cierto que, por aquel tiempo, la historiografia filosófica estaba tomando
gran impulso —conectando una vez más con Kant y su dictum de la «historia de la
razón pura» (B 880)—; pero las obras de historia de la filosofía habituales por enton-
ces, las de Tiedemann, Termemamí y Buhle, no tienen ninguna conexión con las lec-
ciones que dio Hegel sobre el tema. Como ocurre con la filosofía de la religión, tam-
poco la historia de la filosofía constituye parte alguna del canon de asignaturas tra-
dicional: en tanto que disciplina que trata de historia, no se le reconoce el concepto
de cientificidad marcado por el racionalismo. Sólo en los últimos años del siglo XVIII,
en el curso de la fundamental reconfiguración del canon de estudios, al tiempo de
la disolución de la filosofía escolástica y la incipiente historización de las ciencias, la
historia de la filosofía obtiene un sitio en el nuevo conjunto de la las disciplinas filo-

47
sóficas, lugar que más tarde, en la estela del historicismo, seria considerablemente
ampliado; cierto es, también, que al precio abandonar la presunción de que en la
historia de la filosofía se trata de la historia de la razón.
Al principio, en los años en torno a 1800, el sello específico de una teoría de la his-
toria de la filosofía consiste, sin embargo, en el enlace de momentos racionales
—apriorislicos— y momentos históricos. En la medida en que es una disciplina que
se ocupa de historia, no puede ser disociada del método general de la historiografía;
pero el objeto particular —lo a priori o lo racional— la separa de las otras disciplinas
históricas. El criterio de su dignidad filosófica lo decide si tiene que restringirse a
dar un mero informe del surgir y pasar, esencialmente contingente, de las diversas
construcciones de pensamiento, o si conseguirá, más allá de esta esfera, reconstruir
una historia efectiva del contenido racional de la filosofía misma.
Los escritos hegelianos de Tubinga, Berna, y Fráncfort no dan demasiado de si
en cuanto al problema metodológico de la historiografía de la filosofía, y las obser-
vaciones introductorias al Escrito de la diferencia, acerca de la «visión histórica de los
sistemas filosóficos» (GW 4.9-12), no hacen aun sospechar, en modo alguno, que
más tarde se volvería hacia este ámbito. Todavía ve el carácter histórico de los siste-
mas filosóficos fundamentado en la inevitable forma de manifestación de todas las
figuras vitales. Su interés, sin embargo, está orientado a contrarrestar toda relativi-
zación histórica, en particular una consideración teleológica o una representación de
perfectibilidad que considere posible, también para la filosofía —un poco al modo de
la «técnica artesana»—, una mejora continuada por medio de maniobras más o
menos originales. Rechaza con vehemencia una consideración histórica que preten-
diera reconocer en los sistemas filosóficos meros «ejercicios previos» para una posi-
ción posterior y perfecta. Ciertamente, Hegel ve ya aquí los sistemas filosóficos
como figuras que el espíritu crea con los materiales que la época pone a su disposi-
ción, a fin de superar la respectiva forma característica de su escisión. Sin embargo,
este carácter histórico-individual de los sistemas filosóficos sigue siendo exterior a
su verdad. Pues la razón produce lo absoluto en tanto que restablece la concien-
cia de sus limitaciones, también históricas, y libera lo «más viejo de entre lo viejo»
(GW 5.274). Toda razón que se oriente hacia sí misma produce una filosofía verda-
dera: «Toda filosofía está cumplida en si, y, como una genuina obra de arte, tiene en
si la totalidad»; en cada una habita «el espíritu vital».
Esta visión temprana no ofrece ningún asidero para el desarrollo de una concep-
ción de la historia de la filosofía como disciplina filosófica autónoma. Sin embargo,
bien puede ser que ya en su primera lección sobre historia de la filosofía, en el invier-
no de 1805-1806, de la que no se ha conservado ninguna fuente, Hegel se hubiera
despedido de esta visión y alcanzado los conceptos fundamentales de su solución
de la relación entre razón e historia. El fundamento para pensar que se volviera hatia
la historia de la filosofía nos lo ofrece, una vez más, el concepto de espíritu, que
estaba elaborando de modo continuo desde 1801
Las lecciones de madurez de Hegel constituyen la figura clásica de una historio-
grafía filosófica de la filosofía, aunque las obras que la precedieron inmediatamente
no quedaban lejos de esto, corno, por ejemplo, la introducción de Tertneman a los
doce tomos de su Historia de la filosofia. El gran pensamiento de Hegel, que atra-
viesa cada una de las presentaciones individuales, es que cada una de las figuras
históricas de la filosofía, esos hechos del espíritu que se sabe a si, no deben ser toma-
das de modo puramente «historicista», sino que, en ellas, se consuma el devenir de
la filosofía misma, y que su secuencia no está tampoco controlada por las circuns-

48
tancias exteriores, sino que obedece a una lógica interna. Ya la historia universal en
general no debe ser pensada, en modo alguno, como una serie de acontecimientos
dominada por la casualidad y las pasiones, por más que su superficie, la que se mues-
tra al que la contempla fugazmente, pueda fácilmente sugerir esa impresión, y por
más que su enjundia espiritual sólo pueda ser reconocida por detrás de la fachada de
lo externo y lo meramente empírico. A fortiori, esto vale también para la historia de
la filosofía: no es ésta una serie sin fin de opiniones, errores y refutaciones en el
reino del espirita, pero tampoco la mera memoria de los hechos de los adalides de la
razón pensante, sino el medio en el que se desarrolla el espíritu mismo. Esta razón
inmanente a ella, sin embargo, la revela —como también hacen la historia universal
y las otras historias parciales del espíritu absoluto— solamente a aquel que esté dis-
puesto a contemplarla racionalmente.
No hay aquí una petitio principii, sino la condición necesaria de una concepción
de la enjundia racional de la filosofía. La cual tampoco puede hacerse manifiesta
a aquel que no conoce la razón ni se atreve a interpretar la historia de la filosofía
como historia de la razón. Para poder enjuiciar la historia de la filosofía hay que
llevar ya consigo la Idea, igual que, para poder enjuiciar las acciones, hay que tener
los conceptos de lo que es justo y conveniente. Hegel da incluso un paso más —claro
que, visto desde la historia de la ciencia, un paso atrás— al afirmar enfáticamente
que «sólo una historia de la filosofía, concebida como tal sistema del desarrollo de la
idea, merece recibir el nombre de ciencia» (V 6.28). En otro caso, no sería más que
historia (Historie), y por ello, no ciencia en el sentido hegeliano. La enjundia racio-
nal de la historia de la filosofía constituye el presupuesto de su integración en el
sistema de las ciencias filosóficas: «sólo por eso me ocupo de ella y le dedico unas
lecciones» (V 6.28).
En particular, Hegel busca captar el carácter científico de la historia de la filo-
sofía en el pensamiento de que «la serie sucesiva de sistemas de filosofía en la
historia es la misma que la serie sucesiva en la deducción lógica de las determina-
ciones conceptuales de la idea» (V 6.27). Resuena en esta audaz sentencia la frase
spinoziana de ‹,ordo et conerio idearum idem est, ad urdo et conexio rerum» (Eti-
ca II, proposición 7). Sin embargo, la sentencia no resiste un examen que pruebe
cómo se va cumpliendo en detalle, o, al menos, las condiciones de que se puede
cumplir. Ya los enfrentamientos de los años treinta del XIX ponen en duda esta
identificación, objetando que, si bien Hegel afirma de modo programático la co-
rrespondencia directa de determinaciones del pensamiento y figuras históricas, en
muy pocos casos distingue de modo especial semejante coincidencia del ordo his-
tórico con el lógico, y más raramente aún fundamenta tal distinción. Esto vale ya
para la correspondencia del comienzo de la historia de la filosofía, en los eleatas y
Heraclito, con el comienzo de la Lógica, correspondencia que exige recortar con-
siderablemente la exactitud histórica y lógica. Y el mismo Hegel no hace comen-
zar la historia de la filosofía con los eleatas, aunque les reconoce, con razón, una
mayor dignidad que a sus predecesores, los filósofos jonios de la naturaleza y los
pitagóricos. Asignar a Heraclito a la categoría del «devenir» exige, además, su
—problemática— postergación respecto a los eleatas, y para la segunda determi-
nación de la Lógica, la nada, no se puede, en cualquier caso, encontrar una corres-
pondencia histórica.
En vista, pues, de la innegable diferencia entre el desarrollo histórico y el lógico,
no es posible sostener el postulado de la armonía de lógica e historia. Hegel mismo
concede, tanto en las lecciones de historia de la filosofía (V 6.27) como en las de

49
F
sucesión
il de los conceptos, sin fundamentar, sin embargo, por qué ocurre esto, y
hasta qué punto. La razón de la historia de la filosofía y su cientificidad no pueden
o
quedar aseguradas por un principio tan simple como el del paralelismo lógico-histó-
srico; hace falta para ello un impulso más complejo.
o cuando se niega que el ordo idearum sea igual que el ordo rerum gestorum, que
el
f principio estructural de la historia de la filosofía, así como el de la exposición he-
geliana, sea igual a la serie de las categorías de la Lógica, se plantea entonces la pre-
í
gunta de cuál es la relación efectiva entre ellos. La cuestión del principio ordenador
a las lecciones hegelianas de historia de la filosofía se contesta de un modo senci-
de
llo
d —y algo banal—: no es otro principio que la historia (Historie) misma; por lo
demás,
e de una forma mucho más reflexionada que en la exposición que hizo en la
historia de la religión.
l Sobre esta relación de lógica e historia (Historie) de las determinaciones del pen-
D
samiento cabe dos reflexiones. Todas las determinaciones del pensar elaboradas en
lae historia de la filosofía tienen necesariamente que aparecer en la Lógica, la cual de
lo contrario, no seria el conocimiento completo y sistemático de tales determinacio-
rnes. A la inversa, es tan necesario como trivial que todas las determinaciones del
e
pensamiento que la lógica hace explícitas en una gula sistemática, tengan que estar
pensadas
c también en la historia de la filosofía; de lo contrario, no serían en absoluto
conocidas,
h ni serian un tema posible de la Lógica. Al desacoplarse los órdenes lógi-
co e histórico, el principio de identidad de los dos se convierte en un principio, más
o
modesto, de coextensionalidad respecto a la enjundia de ambos.
( Pero aun así, queda por determinar la medida de la imbricación mutua, o la inde-
pendencia,
W de ambos órdenes. Hegel invoca la identidad de la serie lógica y la his-
tórica
8 en el marco, respectivamente, de un alegato en favor del reconocimiento de
la «necesidad», y de una protesta contra el malentendido de considerar la historia
.de la filosofía como un «cúmulo desordenado», «una sucesión de meras opiniones,
6
errores y juegos de pensamiento» (V 6.28). Quien desecha la identidad logico-his-
. tórica
7 no necesita recaer en esta visión que Hegel había desechado. La «necesidad»
de la irreversible serie histórica de las determinaciones de pensamiento resulta, no
)
obstante, de una multiplicidad de contextos religiosos, sociales, de historia univer-
sal , y u espíritu, cada uno de los cuales obedece a una «lógica» propia. La Lógica,
en q tanto que ciencia de la conexión inmanente de las determinaciones puras del
pensamiento,
u no es, a la vez, la ciencia de su ordenada aparición en la historia. Haría
falta para ello una lógica autónoma, y mucho más compleja, de la historia de la filo-
e
sofía, como una disciplina que formara parte de la «filosofía de la filosofía», cuyo
h
lugar sistemático marcarían los parágrafos dedicados a la filosofin al final de la
Enciclopedia.
a Hegel mismo ejecutó solamente el aspecto historicista (historisch) de
tal y disciplina.
Igual que las historias de la religión y del arte, sólo que en una forma más limpia,
d
también la historia de la filosofía es la historia del autoconocimiento del espíritu.
i
Hegel no puede sino mofarse de la historia «etnográfica» de la filosofía que llegaba
hasta
f su época, la cual, partiendo de innumerables fuentes, exhibe una «filosofía»
para casi todos los pueblos de la Antigüedad y del Oriente —incluidos los escitas y
los e caldeos P a r a Hegel, la historia de la filosofía no se remonta tan atrás como las
r
historias del arte y la religión, sino sólo hasta el lugar donde, por primera vez, el espí-
ritue se siente en «su hogar»: en las primeras constituciones libres de Grecia.
Sin n embargo, él ve la historia de la filosofía como lo más intimo de la historia uni-
c
i 50
a
versal. .Tantae molis eral se ipsam cognoseere mentem» (W 15.685), así parafrasea el
verso la Eneida virgiliana referido a la fundación de Roma. Este trabajo del espíritu
lo pronuncia en el mismo contexto que .la vida del espíritu mismo», y la designa
aquí, seguramente con palabras de sus lecciones de Jena, no sólo como un penoso
desarrollo, sino como la <lucha de la autoconciencia finita con la autoconciencia
absoluta, que aparece en aquélla como fuera de ésta» (W 15.689). La historia uni-
versal, y la historia de la filosofia, en tanto que lo más interior de ella, representan
esta lucha, y cuando esta lucha concluye, han llegado a su meta.

51
Dibujo de Hensel, con autógrafo de Hegel: -Nuestro conocimiento [de hechos] debe llegar a ser
conocimiento [de derecho, fundado]. Quien me conoce, me reconocerá.
V
I
La disputa en torno
a la filosofía de Hegel

La filosofía tiene que comprender con-


L a s it u a c ió n c e p t u a ver
l mcon
e nprofecías.
t e lo que es;eso,
Por no tiene
Hegelnada que
no dice
nada sobre la natural pregunta de qué nue-
después de la v o svez que
contenidos alcanzará
ha llegado la historia
a su meta. una
Sus discípu-
los, sin embargo, se vieron forzados a
m u e r t e de I recurrir para hacerlo a l instrumental
l e g e l hegeliano: en parte, al principio de la reco-
t ohistórica
lección m ay el avance r del trabajo del «espirita universal» hasta ese momento
—aquí
u entronca
n laahistoria poshegeliana de la filosofía—; en parte, al pensamiento de
la prealización
o s de ilo espiritual,
c su .secularización» en el sentido de la realización
efectiva (AVerwirklichung»). Con este significado, los discípulos de Hegel forjaron el
i ó denSeiku(arisierung (secularización)
concepto
7 a y canónico, hasta hacer de él una categoría de la historia cultural, con el fin de
civil
declarar
lq u e la conexión interna del futuro estado del mundo con la historia de su pro-
,veniencia a n t ey buscaron
espiritual, s formar lo racional dentro de la realidad efectiva
r e s
s ósólol interpretar
o p
—no ésta, sino cambiarla por medio de la critica y la acción—.
p e Lo rc tlose
e que tdiscípulos
n o e cde Hegelí a tenían en común con muchos otros contemporá-
neos
a , es la conciencia
l de que una época había llegado a su fin, un fin que se podia
fechar
y con la muerte de Hegel (1831), Goethe (1832), Schleiermacher (1834) y
D e r e c h o
p o
d 7Säkularisierung
í es la palabra alemana de raíz latina para nuestra secularización, con la que hasta ahora
hemos traducido iguahnente la palabra alemana eVerweitlichzing
asacculum latino.
del n (N. del T.)
,
: el p r o c e s o d e
h a c e r s e d e 53
l
m u n d o a f f e
( t ) ,
Wilhelm von Humboldt (1835). Heinrich Heine constataba ya entonces el final de la
«época de Johann Wolfgang Goethe». Igual de característica que la conciencia de
una ruptura epocal era la sensación de vivir, no sólo en una nueva época, sino en un
«entretiempo», sensación que atraviesa los dos decenios, hasta la fracasada
Revolución de 1848.
Cuando se habla hoy de este umbral de una época con el título de Rfinal de la
metafísica», o incluso «colapso del idealismo alemán», más se lo está designando que
comprendiendo efectivamente. Ante el empuje de la primera revolución industrial,
que empezaba por entonces también en Alemania, las tremendas consecuencias
sociales y el rápido desarrollo de las ciencias empíricas, los sistemas meinfisicos
parecen derrumbarse como un castillo de naipes. Sin embargo, esta interpretación,
supuestamente plausible, no hace sino retroyectar en la conciencia de esos años la
distancia del pensar de hoy sobre la filosofía clásica alemana. Al volver a repasarlo
históricamente se obtiene otra imagen.
Al igual que la época de la génesis y la formación sistemática de la filosofía hegelia-
na, también la historia más inmediata de sus efectos puede delimitarse entre revolucio-
nes: comienza poco después de la revolución de julio en Francia, en 1830, y se prolon-
ga hasta la fracasada revolución alemana de 1848. Sólo a consecuencia de ésta se des-
pojó de cualquier posibilidad de repercusión a la filosofía clásica alemana; recurriendo,
entre otras vías, a medidas administrativas. Pero las controversias filosóficas que tuvie-
ron lugar entre estas revoluciones son, en gran parte, controversias alrededor de la filo-
sofía de Hegel, tanto de su concepto de filosofía como de lo que aportaba para com-
prender y dominar los nuevos problemas que aparecían en este «entretiempo».
Con la muerte de Hegel empezó una larga y vehemente disputa en torno a su
filosofía —algo diferente de lo que ocurriera con Kant o Fichte—, y esta historia
inmediata de los efectos de Hegel tuvo también consecuencias considerables para la
comprensión general de su filosofía, consecuencias que han alcanzado hasta el pre-
sente. Forman, por así decirlo, un momento integral de su propia filosofía. Por un
lado, lo críticos intentaban analizar la situación de la filosofía Ren el momento del
fallecimiento de Hegel», para demostrar la necesidad de reconfigurarla de nuevo;
por otro, los discípulos de Hegel trataban de captar su filosofía en una figura per-
manente —de un modo doble—.
Y es que, a diferencia de Kant con sus tres Críticas, la influencia de la filosofía de
Hegel en su época no se debía a sus publicaciones. La Fenomenología del espíritu,
por ejemplo, todavía se podía adquirir en el comercio en 1829, y no se publicó en una
segunda edición hasta 25 años después de su aparición; y los primeros escritos de
Hegel estaban, en sus años de Berlin, cuando menos parcialmente agotados, sin
haber sido reeditados de nuevo. Con todo eso, de todas las disciplinas de su sistema,
Hegel sólo había elaborado para su publicación la Ciencia de la Lógica; la Filosofía
del Derecho, como la Enciclopedia, no es más que un compendio adaptado para su
explicación oral en las lecciones de clase. La influencia de Hegel se debía, sobre
todo, a estas lecciones, primero en los dos
-deaBerlín;
ñ o spero d —a e excepción de algunos apuntes de clase— tales lecciones no se
habían extendido más allá del circulo de sus alumnos. A la «Unión de amigos del
H e i (Verein
difunto» d e l von b Freunden
e r g ,des Verewigten), formada sobre todo por discípulos de
lHegel,u le debemos
e g el que,
o de un modo inaudito hasta entonces —pero que pronto
erepetirían los
n discípulos de Schleiermacher— no sólo se reeditaran las obras publi-
lcadas por
o el propio Hegel,
s sino que se reunieran y publicaran los manuscritos de sus
lecciones y los apuntes de clase de los estudiantes. De este modo, los «Amigos del
1 3
54
difunto» crearon por primera vez el corpus hegelianum y la imagen de la filosofía
hegeliana que —con sus virtudes y defectos— determinaría su efectividad histórica
inmediata, y cuyas repercusiones pueden percibirse todavía en el día de hoy.
Además de esta presentación de la obra, tan influyente en sus consecuencias, en
la o
liano:
E d los discípulos mismos continuaron elaborándolo. En parte, se desarrollaron
monograficamente
ic i disciplinas del sistema nunca tratadas por Hegel en sus lecciones
—como la historia de la filosofia—; en parte, se aplicaron los puntos de vista con-
óductores
n de la filosofía de Hegel a materias que él mismo no había trabajado de
dmodo expreso —como, por ejemplo, algunas regiones de la Filosofía del Derecho o
ede la Estética—. Y delata cuán lejos de la realidad estaba la comprensión de si mis-
mos que tenían estos discípulos el que yuxtapusieran sus trabajos a los de Hegel,
lcomo si tuvieran el mismo valor, por más que, en lo esencial estuvieran nutriéndose
ade la sustancia espiritual heredada.
u Este último modo de continuación requería una amplia restricción de las compe-
ntencias de cada uno a zonas parciales del sistema, no sólo porque a los discípulos se
les escapaba la universalidad de la mirada del maestro, sino porque la ejecución
imonográfica del detalle exigía acentuaciones especiales. Esta clasificación del siste-
óma ha sido comparada a menudo, desde los discursos pronunciados en el entierro
nde Hegel, con la división del imperio de Alejandro entre los diadocos; no debe pasar-
dse por alto, sin embargo, que esta división obedecía más bien a las inclinaciones y
capacidades filosóficas, y también, que aquí las luchas entre diddocos no tuvieron
elugar. En algunos ámbitos trabajaban varios discípulos a la vez; la Lógica, por ejem-
aplo, fue elaborada por Johann Eduard Erdmarm, Hermann Friedrich Wilhelm
mHinrichs y Karl Rosenkranz; la filosofía del Derecho sobre todo por Eduard Gans,
i primero por Carl Friedrich Giischel, luego también por Erdmann y Hinrichs; la
Estética, primero por Christian Hermann Weisse, luego, sobre todo, por Heinrich
gGustav Hotho y Rosenkranz; y la Historia de la Filosofía por Ludwig Feuerbach, Carl
oLudwig Michelet y Johann Eduard Erdmann; Eduard Zeller, el historiador de la
sfilosofía griega, estaba todavía en esta tradición. Algo similar ocurre con las otras
disciplinas; sólo la Filosofía de la Naturaleza no fue continuada por entonces. Sin
»embargo, a pesar de esta amplia prolongación del sistema y de las discusiones abor-
hdadas en todos los ámbitos mencionados, durante todo un decenio, la controversia
adecisiva para la efectividad histórica de Hegel tuvo lugar casi exclusivamente en el
bámbito de la Filosofía de la Religión.
í
a Ya en vida de Hegel se había encendi-
o Desde mediados de los atios veinte del
t L a d is p u t a d o la disputa en torno a su idea de Dios.
siglo xlx se multiplicaron lo ataques a su
r
o e n t o r n o fi l o s o f í versia a , filosófica
n o tantocomo para hacerle
con intención re-
de contro-
ligiosa y moralmente sospechoso. Los
m
o a l a r e l i g i ó n a t a q uteísmo, e s primero,
culminaron
y poco
en lamás
imputación
tarde, inclu-
pan-
d so de ateísmo. Un colega berlinés de
o Hegel, Friedrich August Goittreu Tholuck, parece haber sido el primero en lanzar la
d denuncia de panteísmo contra él (1823); Gottlob Benjamin 15sche, historiador del
e
55
f
o
panteísmo, la repite poco después como algo obvio, y luego fue recogida en escritos
acusatorios. No sólo en sus lecciones tuvo Hegel que dedicar considerable espacio
a rechazar tales ataques; también en sus publicaciones se vio obligado a ponerse a
cubierto de ellos —ya en el prólogo y en el § 573 de la segunda edición de la
Enciclopedia (1827), así como en las réplicas de los Jahrbücher für wissenschaftliche
Kritik (1829)—.
Semejantes ataques eran por entonces cualquier cosa menos inocuos. El desve-
lamiento póstumo por parte de Jacobi (1785) de que el último Lessing había sido
spinozista, y por ende panteísta, no podía ya tener consecuencias para éste; pero la
agitada discusión que siguió, maduró la gravedad de una afirmación semejante,
aunque tal discusión no fuera emprendida con intención de denunciar. Y menos de
tres decenios antes de las acusaciones contra Hegel había perdido Fichte su cátedra
de Jena en la disputa del ateísmo (1799), vehementemente discutida por entonces en
el entorno de Hegel. Tampoco la disputa entre Jacobi y Scheffirtg sobre las cosas
divinas (1811-1812) habría sido tan acerba si no hubiera incluido la denuncia de ate-
ismo contra Schelling, una verdadera amenaza para su existencia. Después de las
guerras de liberación contra Bonaparte, el suelo para tales acusaciones estaba sufi-
cientemente abonado, toda vez que la renovación de las actitudes religiosas por el
neopietismo y la nueva ortodoxia se había vinculado con la restauración política.
Esta transformación tenía a la vez raíces políticas y sociales; políticamente, se trata-
ba de renovar también el pensamiento del mundo prerrevolucionario a la vez que las
condiciones políticas; sociológicamente, puede describirse como un temprano movi-
miento en contra de la modernización, todavía en sus comienzos y de poca impor-
tancia, pero desde luego progresiva, y de la «segmentación» social de la religión que
ya se anunciaba con ella: su confinamiento a un ámbito parcial deja vida social. Por
estas razones, sin embargo, tales tendencias llegaron a tener una considerable in-
fluencia política: todavía a la altura de 1830, esta liga de restauración teológica y polí-
tica denunció en Halle, muy cerca de Berlín, a los dos teólogos racionalistas
Gesenius y Wegscheider por apartarse de la ortodoxia teológica (y no merecer, en
consecuencia, ninguna confianza política), un golpe que sólo pudo ser desviado gra-
cias al juicioso proceder del ministerio prusiano de Educación, dirigido por Von
Altenstein. Y más allá de tales denuncias, en la nueva situación, las pretensiones filo-
sófico-teológicas y religiosas planteadas a la filosofía se habían transformado: un
Friedrich Schlegel, al servicio ahora de Metternich, había proclamado en varios
escritos el colapso de la tradición ilustrada de la «Filosofía de la Razón», y la nueva
fundamentación de una «filosofía cristiana», programa que, entre otros, acogió tam-
bién Schelling al reiniciar su actividad docente en la Universidad de MUnich (1827).
Para esta «filosofía cristiana» era fundamental, sobre todo, plantearle una doble
exigencia a la filosofía: ésta tenía que demostrar la personalidad, esto es, el carácter
personal, de Dios y la inmortalidad del alma. Michelet, que era seguramente, de
entre los discípulos de Hegel, el que globalmente le siguió de modo más fiel en sus
escritos, y que conservó esta fidelidad hasta su muerte, poco antes del cambio de
siglo, juzgaba en 1841, no sin razón, que la disputa filosófica del decenio anterior —
esto es, el que siguió a la muerte de Hegel— había tratado propiamente de dos Úni-
cos objetos: precisamente la personalidad de Dios y la inmortalidad del alma (7ss).
Quiere esto decir que en los años treinta no se tocaron nuevos temas; se trataba,
más bien, de los dos grandes temas de la cphilosophia cristiana», que se remon-
taban hasta San Agustín y que —ampliados por el tema del «mundo», propio de la
Edad Moderna— se habían mantenido hasta la metaphysca sPecialis racionalista del

56
siglo xvrn. Mas no se trataba aquí únicamente de honorables fragmentos de una tra-
dición, sino de las dos proposiciones nucleares del teismo y —tal como se había mos-
trado en los tres «asuntos» materia de disputa filosófico-teológica de la época— de
los dos criterios que permitían distinguir el teísmo del ateísmo. Por esta razón, tam-
bién Kant se había visto forzado —de un modo poco convincente— a recuperar en
la Crítica de la razón práctica los objetos de la «psicología racional» y la «teologia
natural» destruidos por el —Dios y la inmortalidad—, aunque fuera como postula-
dos. Con el intento de vindicar de nuevo estos temas para la filosofía había que deci-
dir también la cuestión de si el epocal cambio de concepto de filosofía resultante de
la critica de la última Ilustración al Racionalismo tenía realmente consistencia o iba
a quedar en un mero episodio, si el concepto de racionalidad, que a principios de la
Edad Moderna aún parecía compatible con los temas teológicos tradicionales y del
que luego se reconoció que no era apropiado ni competente para ellos, había de ser
despedido de nuevo a causa de esta insatisfacción filosófico-teológica.
El rechazo por Hegel de las acusaciones que se le dirigían de que su filosofía no
era apropiada para, o no tenía la voluntad de, demostrar ambos objetos —«la perso-
nalidad de Dios» y la «inmortalidad del alma»—, y proporcionar así la tranquilidad a
la que aspiraban las almas piadosas, apenas podía convencer al crítico, sino más bien
espolearle. Al principio, es cierto, los críticos se hallaban en una posición degfavora-
ble, toda vez que Hegel se habla pronunciado sobre estos temas en sus publicacio-
nes —como la Enciclopedia— de un modo muy resumido, y no tan tangible como
seria de desear. Pero con la muerte de Hegel se produjo una nueva y complicada
situación: las Lecciones de Filosofía de la Religión, publicadas por Konrad Philipp
Marbeineke al año siguiente, ofrecían material suficientemente detallado para el aná-
lisis. Mas pronto se mostró que estas lecciones también parecían susceptibles de las
interpretaciones más diversas, y precisamente la conexión interna entre la muerte
de Hegel y la publicación de sus Lecciones excluía una interpretación autorizada en
el momento de su aparición. De modo que se formaron opciones contrarias, de las
que aquí sólo nombraremos las dos que tienen importancia filosófica.
En los primeros años del decenio de 1830, los resultados teológicos de la filoso-
fía de Hegel fueron defendidos como dogmáticamente correctos y adecuados a las
necesidades religiosas, por sus discípulos, en aquel momento, sobre todo, por Carl
Friedrich Gt.ischel y Georg Andreas Gabler, sucesor de Hegel en su cátedra. En cam-
bio, se sintieron llamados a la crítica todos aquellos cuyos intereses religiosos no se
veían satisfechos por la filosofía de Hegel, cuando no injuriados. El que no encon-
traran en Hegel la imagen de Dios corriente para ellos en la religión les parecía una
objeción suficiente a su filosofía, y deducían de ello que o bien renunciaban a la filo-
sofía o se volvían hacia otra filosofía diferente.
Dado que Schelling, durante los años de 1830, no publicó nada interviniendo en
esta discusión, el grupo más importante de críticos lo formaron los representantes
del llamado «idealismo tardío» o «filosofía positiva», o mejor aún, «teismo especula-
tivo». Eran éstos Christian Hermann Weisse, que había estado muy próximo a la filo-
sofía de Hegel mientras éste aún vivía, así como Immanuel Hermann Fichte, hijo de
Johann Gottlieb Fichte, y el circulo reunido en torno a ellos y la Zeitschrift für
Philosophie und spekulative Theologie (Revista de filosofa y teología especulativa)
(1837ss), editada por Fichte. A ellos no les importaba si Hegel era personalmente
devoto, ni tampoco la cuestión de si era posible encontrar en su obra declaraciones
sobre la «personalidad y la inmortalidad» conformes con el cristianismo, sino si una
filosofía de la razón como la hegeliana podía realmente llegar, de modo legítimo, y

57
no sólo por recovecos teóricos, a proposiciones afirmativas sobre este tema. A los ojos
de estos críticos, constituía francamente un indicio de la coherencia de pensamiento y
integridad intelectual de la filosofía de Hegel el que ésta no reivindicara aquello que
ella misma no estuviera en condiciones de deducir desde su propia concepción global.
Sin embargo, precisamente esto constituía también para los críticos motivo suficiente
para salirse completamente de tal filosofía de la razón, y situarse, justamente, en una
«filosofía cristiana» que, por partir de la Revelación, estuviera en condiciones de sumi-
nistrar unos resultados que parecieran irremmciables para la religión.
En esta polémica entre hegelianos y teistas especulativos, no hay duda de que
los últimos tenían los mejores argumentos con respecto a la necesaria limitación del
ámbito de conocimiento de una filosofía de la razón; aschle y Gabler no compren-
dieron que, contra tales objeciones, no bastaba sacar de las Lecciones de Hegel, para
ponerlos sin más delante, unos dicta probantia que hablaran en su favor, o parecie-
ran hacerlo. Por el contrario, el intento de los teistas especulativos de complementar
esta limitación inevitable de la filosofía de la razón a lo que fuera accesible jus-
tamente a esa misma razón con un retroceso hasta la Revelación, tenía que apare-
cerle a los representantes de la filosofía de la razón como un salto mortale, al estilo
de Jacobi, desde la filosofía a la no-filosofía. Sin embargo, antes de que esta disputa
pudiera decidirse, un tema nuevo vino a sobrepujarla y caldearla: la disputa sobre
la vida de Jesús.
A diferencia de la «personalidad y la inmortalidad», la vida de Jesús no era un tema
filosófico, ni siquiera de la tradición teológica. Sólo con el giro hacia la Historia empe-
zó a ser trabajado varias veces en teología, desde finales del siglo xviii, y a partir de
la agria disputa en torno a la publicación por Lessing de los ,wFragmentos anónimos»
de critica bíblica, esto es, los fragmentos de Hermann Samuel Reimarus adquirieron
una explosividad desconocida hasta entonces: se ponía en juego con este asunto el
fundamento histórico de la religión cristiana. Schleiermacher había llevado varias
veces este tema hasta el limite en sus lecciones, y cada vez había retrocedido espan-
tado ante él: en este punto, decía, habla que detenerse antes de una disolución mayor
de la base histórica; de lo contrario, Cristo se convertirla para nosotros en un perso-
naje milico. David Friedrich Strauss, sin embargo, que había llegado a Berlín en el
otoño de 1831 para escuchar a Hegel, pero fue sorprendido poco después del co-
mienzo del semestre por la muerte de éste, y escuchó entonces las lecciones de
Schleiermacher sobre la vida de Jesús, fue quien dio justamente ese paso con la publi-
cación de su Vida de Jesús (1835-1836): la investigación histórico-crítica destruye el
fundamento histórico de los relatos evangélicos para cuya consolidación se habla
puesto en marcha. Con esta intelección, sin embargo, no consideraba Strauss que se
hubiera demostrado que estas narraciones fueran absurdas: con ayuda del aparato
conceptual hegeliano, y en estrecha coincidencia de pensamiento con él, las com-
prendía como un «mito filosófico», como expresión, en el plano de la representación,
de una verdad que, propiamente, sólo era accesible al pensar conceptual.
Al plantear esto, empero, Strauss hizo que se desatase un arrebato de indigna-
ción general, impresionante por su extensión e intensidad, incluso para un época
acostumbrada a violentas controversias filosófico-teológicas. Pero los ataques no se
dirigieron sólo contra él personalmente, considerándolo un «Judas Iscariote», sino
contra la escuela hegeliana, de la cual se le consideraba, no sin razón, representan-
te. De modo que se hizo inevitable para los demás miembros de la escuela tomar una
postura a favor o en contra en este asunto. Hasta ese momento, los discípulos, a
pesar de los diversos acentos en su apropiación de la filosofía de Hegel, habían

58
hecho frente de modo unitario a los ataques exteriores, particularmente a los que
venían del teismo especulativo; sólo ahora, en esta situación de nuevo tan enconada,
las diferencias de interpretación que ya existían entre ellos condujeron a la escisión
de la escuela.
En vista de la plétora de ataques dirigidos contra él, Strauss se vio obligado a
publicar, dos arios después de la aparición de su Vida de Jesús, los Escritos poMmicos
en defensa de mi escrito sobre la vida de Jesús (1837). En el tercer fascículo, se volvía
hacia los enfrentamientos dentro de la escuela de Hegel, intentando aclarar cómo
había pensado Hegel en las cuestiones que él tocaba, y cómo había que pensar nece-
sariamente. Strauss convirtió aquí en criterio fa cuestión, prima facie teológica, de la
resurrección del Dios-hombre, Jesús. Pero, muy pronto, ésta se desveló como la
cuestión filosófica de la relación entre Idea e historia: «A la pregunta de si con la idea
de unidad de las naturalezas divina y humana, la historia evangélica está dada como
historia, y hasta qué punto lo está, hay tres respuestas de por sí posibles, a saber:
que con aquellos conceptos pueda confirmarse históricamente, a partir de la Idea, o
bien toda la historia evangélica, o sólo una parte de la misma, o bien ni todo ni
parte.» A cada una de las tres respuestas hacía corresponder Strauss las tres corrien-
tes de la escuela hegeliana —respectivamente, la derecha, el centro, y la izquierda
hegelianos—. En modo alguno constituían las tres respuestas opciones igualmente
legitimas, pues en aquel tiempo, al igual que hoy, no podia caber la menor duda de
que sólo la última es filosóficamente defendible. Por eso, el fraccionamiento de la
escuela no permaneció mucho tiempo como tal: la primera respuesta no podia
defenderse filosóficamente, y forzaba a sus potenciales seguidores a situar sus inte-
reses religiosos fuera de la filosofia, al menos fuera de la filosofía de la razón; en
menor medida, lo mismo valía para la segunda respuesta. La tercera, en cambio,
podia defenderse con buenas razones, pero era justo la respuesta con la que menos
podían darse por satisfechos la mayoría de los contemporáneos.
Mas la controversia en torno a la Vida de jesús de Strauss no sólo dividió a la
escuela hegeliana; condujo igualmente, tras la época en que las controversias sobre
la filosofía de Hegel se centraban en la filosofía de la religión, a una segunda fase
de filosofía del Derecho o, cuando menos, política; y ello ocurrió de un modo doble,
que hoy podemos seguir sólo con dificultades.
Aunque la separación de Religión y Estado había ido fortnahnente muy lejos, la
unión interna de los dos era aún muy fuerte, como se mostraba en la expresión de
que el rey lo era «por la gracia de Dios»; de modo que, en esas condiciones, cual-
quier ataque, supuesto o real, a la teología o la religión adquiría a la vez una consi-
derable relevancia política: un ataque a los fundamentos de la fe aparecía al mismo
tiempo como un ataque a los fundamentos del Estado, y de la convivencia humana
en general. Los inicios de la separación de la moral y los fundamentos jurídicos de la
convivencia dentro el Estado respecto de la religión pueden rastrearse al menos
basta el siglo xvit; pero este proceso, inconcluso aún hoy, acababa de entrar en su
fase decisiva en la Alemania de los atrios 1830, con lo que entonces se llamó «lucha
de las Iglesias de Colonia», preludio de lo que más tarde, en la época de Bismark,
seria el «Kutturkampfr. Para la opinión pública dominante no había duda ninguna:
quien no acatara la idea teista tradicional de Dios, no ofrecía tampoco ninguna garan-
tía de fiabilidad política y jurídica: ¿cómo iba ni siquiera a prestar un juramento y, por
ende, ocupar cargo alguno en la vida pública —como profesor en una universidad,
por ejemplo—? Con lo que, llegado el caso, tendría también que ser despojado de tal
cargo si lo ocupara.

59
Aparte de esta estrategia general, que la Restauración —con especial énfasis
Heinrich Leo— aplicó contra la izquierda hegeliana, la Cristología de Strauss podía
ser atacada por otros puntos, cuyo aspecto político implícito, oculto al principio para
el mismo Strauss, podía ser calificado directamente de «alta traición». Invocando la
«filosofía cristiana» del último Schelling, la por entonces «positiva» «teoría del
Derecho y del Estado cristiana» —Friedrich Julius Stahl, por ejemplo— intentó fun-
damentar la unidad del Estado sobre el principio de la personalidad de Dios: com-
prender la unidad del monarca como emanación de la unidad de Dios. Con tales
«argumentos» era posible demostrar también de modo concluyente la analogía entre
Cristo, Dios-Hombre y Uno, y el monarca, uno también. Pero Strauss no sólo había
disuelto la vida de Jesús en un mito filosófico; había aceptado también como proba-
bles (oponiéndose en este punto a Hegel) una pluralidad de dioses-hombres, argu-
mentando que no era el estilo de la Idea vaciar toda su riqueza en un 'único ejemplar.
Para la teología politica de la Restauración, este mentís de la unidad del Dios-
Hombre no sólo era una blasfemia, sino también un sutil y a la vez grosero ataque a
la monarquía, un alegato subversivo en favor de los «muchos»: o sea, de la repúbli-
ca. Y con ello quedaba demostrado que el pensamiento de la izquierda hegeliana no
sólo era ateo, sino, además, una «alta traición». La disputa en torno a la filosofia de la
religión se había transformado en una disputa sobre política. En esta situación, toma-
ron la palabra antiguos enemigos de Hegel, a los que el éxito había faltado anterior-
mente —como Karl Ernst Schubarth—, pues vieron por fin la prueba manifiesta de
que la doctrina de Hegel conculcaba la religión y, con ella, los fundamentos del
Estado. Tales argumentos no sólo se publicaban, sino que incluso eran presentados
pericialmente ante el ministro de Educación, Altenstein, todavía en el cargo, que
había traído a Hegel a Berlin y le había protegido (como a Schleiermacher) varias
veces de los ataques de la Restauración, razón por la que no tuvieron un éxito políti-
co inmediato hasta el final de la era Altenstein (1839).

A diferencia de los temas de filosofía de

L a d is p u t a l a paron
religión,
durante
el «Derecho»
los años 1830
y el «Estado»
un lugar muy
ocu-
exiguo en los trabajos de la escuela hege-
So VI e e l D e r e c h o l i a nsia
as_inmediatas
Hacía ya un decenio
sobre de las controver-
los Fundamentos de
la Filosofia del Derecho de Hegel y, de las
y el E s t a d o d o s ra, elobras conhereditario
Derecho fuerte influjo suyo,
consi la prime-
derado desde
la historia universal (1824-1835), de Eduard
Gans, había multiplicado las controversias con la «Escuela histórica del Derecho» de
Savigny, que de todos modos ya existion, sin llegar a convertirse en el punto de crista-
lización de un enfrentamiento general en torno a la Filosofía del Derecho; y la segunda,
los Folios dispersos de las actas manuscritas y auxiliares de un jurista (1832-1842), de
Gi5schel, apenas encontraron recepción. Durante su último dio de vida, Hegel, en el
Allgemeine Preußische Staatszeitung, había tomado posición prolijamente en la disputa
sobre la reform bill inglesa, y la impresión del final de este artículo había sido prohibi-
da por el rey, pero por la única razón de que no le parecía adecuado publicar en una
gaceta ministerial una critica prolija y nada benévola de la situación politica en
Inglaterra. Tampoco partían de esta crítica impulsos para un debate sobre el Derecho

60
y el Estado; más bien, sí, de los informes de Eduard Gans sobre la situación en Francia
después de la revolución de julio, en los que se dedicaba una atención, inusual para la
época, a los aspectos sociales del Estado capitalista temprano y las condiciones de los
trabajadores. Esa atención no dejaría de impresionar, a finales de los arios treinta del xix,
a un discípulo de Gans: Karl Marx.
El escaso número de publicaciones sobre la Filosofía del Derecho de Hegel casi
hace pasar por alto el hecho de que, aun en los últimos dios de vida de éste, tuvo
lugar un ataque muy efectivo contra ella, y que Hegel quizá ya no percibió; y por
cierto, un vez más, el ataque venia del lado de la «filosofía cristiana», eslogan que
había extendido el último Schlegel en su tratado Sello de esta época (1820-1823).
Schelling lo había recogido y Friedrich Julius Stahl, apoyándose en la «filosofía posi-
tiva» de este último, lanzó un ataque a toda la Filosofía del Derecho y del Estado de
la época, de Kant a Hegel, mucho más acorde con el modo de pensar de ese tiempo
y, por ello, más efectivo que la Restauración de la Ciencia del Estado (1816-1834), de
Carl Ludwig von Haller, que sólo encontró un asentimiento puntual. Ya Hegel, en el
§258 de su Filosea del Derecho, había tildado la Restauración de Haller de «baste-
dad increíble», sin poder por ello contrarrestar la influencia de Haller en el podero-
so «partido del príncipe heredero», es decir, el círculo en torno al que había de ser
rey Federico Guillermo IV, la posterior «camarilla de la corte».
En su muy influyente Filosofia del Derecho vista históricamente (1830-1837), de la
que aparecerían varias ediciones hasta los años cincuenta del xix, Stahl se fundaba
en la «filosofía cristiana», tal como la había recibido de las lecciones de Múnich de
Schelling. «Filosofía cristiana», o bien, «Teoría cristiana del Estado y del Derecho»
se convertían aquí en conceptos de combate, y si antes lo habían sido contra el
«racionalismo» fichteano, ahora lo eran contra el hegeliano. En lugar de fundamen-
tar el Derecho y el Estado sobre la razón —dicho despectivamente: sobre las hipó-
tesis de los filósofos— entraba ahora la fundamentación sobre la infalible palabra de
la Revelación, en particular, sobre el ya mencionado principio de la personalidad
de Dios. Para ello, Stahl invocaba a Schelling: «La filosofía ha alcanzado ahora por
medio de Schelling el estadio en el que conoce que nada puede saberse a priori, que
todo es creación, historia, acto libre de Dios, libre colaboración de las criaturas»
(II 1.17). Pero bajo este supuesto, el trabajo de fundamentación de la razón tiene que
ser sustituido por la doctrina «positiva», «histórica», esto es, cristiana, del Derecho y
el Estado. La estricta alternativa entre invocación de la palabra de Dios o de la
palabra humana ahorraba, entonces, cualquier otro conflicto: en el último caso, esto
es, en caso de invocación de la «razón» de los filósofos, no podía esperarse sino la
destrucción de todas las relaciones estmtáles y jurídicas: el principio de «soberanía
popular» y, consecuencia de él, la revolución, que Schlegel ya había desenmascara-
do como secuela del «pecado».
Puede que se deba a su abstruso carácter el que esta propuesta fuera entonces
menos contestada de lo que hubiera sido de esperar, y de lo que hubiera sido nece-
sario. Hijo del importante jurista Paul Johann Anselm Feuerbach, marcado por la
Ilustración y, particularmente, por Kant, Ludwig Feuerbach, en una de sus recen-
siones tempranas, escritas todavía con espíritu totalmente hegeliano (1835), en la
línea de la mejor filosofía clásica alemana, sometió la propuesta de Stahl a una
crítica demoledora, que culminaba en la indignada proclama ,
que
K , Schocaba
at s a sinpefectividad
i e n d ininguna
o , con
p el espíritu
e r delo tiempo: no pudo impedir que
en 1840, a la vez que Schelling, Stahl fuera llamado a Berlín para erradicar la «siem-
bra de dientes viperinos del hegelianismo».

61
El último principio de esta «filosofía cristiana» dirigida contra toda filosofía de la
razón y, en particular, contra su última figura, la hegeliana., era, según Feuerbach, el
asylum ignorantiae» de la revelación divina, el cual permitía justificar cualquier
regulación estatal o institución moral que se deseara con sólo decir que había salido
de la voluntad de Dios, invirtiendo además constantemente las relaciones reales,
como cuando la «filosofía cristiana», por ejemplo, cree ver el fundamento de la fami-
lia en la procreación del hijo eterno de Dios. Feuerbach se dio cuenta, muy aguda-
mente, de que semejante pretensión de fundamentar teológicamente un Estado y un
Derecho cristiano, representaba, desde la historia de la cultura, un atavismo, y desde
un punto de vista pragmático, un procedimiento inservible que sólo se alcanza,
además, al precio de un sacrificium intellectus. Vio que la fundamentación inmedia-
tamente teológica de los diferentes ámbitos de la vida social, fundamentación que lle-
gaba hasta comienzos de la Edad Moderna, tenia que ser sustituida por un orden
secular, y vio también muy claramente que la fórmula programática de lo «histórico»,
colocada junto a la invocación al cristianismo y destinada a los espíritus de mentali-
dad secular, sólo podía usarla esta escuela «por pura ironía» (o por pura incompren-
sión, podría añadirse).
Con mayor razón podía haber convertido esta fórmula de lo histórico en progra-
ma, por la misma época, la «Escuela histórica del Derecho» reunida en torno a
Friedrich Carl y. Savigny, el más relevante jurista alemán del siglo )ax_ Savignycom-
partía con Stahl —quien a menudo, en su afán por estilizarse a sí mismo, se acercaba
demasiado a la «Escuela histórica del Derecho»— la aversión posnapoleónica y pos-
revolucionaria al Derecho racional, también en su forma hegeliana. En contraste con
el Derecho racional, Savigny pretendía concebir el Derecho como algo generado por
la naturaleza superior del pueblo, por una totalidad en continuo devenir, que se desa-
rrolla «orgánicamente», algo surgido de la esencia íntima de la nación misma y de su
historia. La historia tenla para él interés en tanto que único camino hacia el verdade-
ro conocimiento de nuestro propio Estado. Desde la perspectiva del pensar histórico,
nada se hubiera opuesto a una asociación con la filosofía del Derecho de Hegel; tam-
bién a Gans le interesaba el derecho hereditario desde «
ria
- universal». Sin embargo, varios obstáculos, incluso de orden personal, se oponían
a
elunap posible
u n t coincidencia,
o d e aunque v sólo
i fuera
s t parcial:
a quizá, el vínculo de Hegel con
el rival de Savigny en Heidelberg durante la disputa por la necesidad de la codifica-
d e
ción jurídica, l
Anton Friedrich a
Justus Thibaut; y desde luego, la antipatía personal de
h i por
Savigny s Gans,
t queo no- el-a ajena al origen judío de éste. Y a esto se añadía, sobre
todo, el oscuro, normativo por partida doble, concepto de historia que tenía la
«Escuela histórica»: a pesar de su arranque «histórico», distinguía al Derecho roma-
no como normativo, ignoraba e incluso caricaturizaba las nuevas codificaciones
jmidicas como el Allgemeine Landrecht en Prusia o el Code civil napoleónico. Por la
misma razón normativista, sustituía la prueba de la adecuación jurídica de una defini-
ción por la prueba de su historicidad. Este Ultimo punto fue criticado por Marx con
incisivo lenguaje en su Critica de la Filoso/la del Derecho de Hegel, totalmente según
el espíritu de éste, considerándolo un procedimiento para justificar la ignominia de
hoy con la ignominia de ayer, y declarar rebelde cualquier clamor del siervo contra el
litigo con sólo decir que el látigo es histórico y está acreditado por los años.
La Critica del Derecho estatal del Hegel (1843) de Marx y su «Introducción» a la
Critica de la teoría del Derecho de Hegel (1843-1844) señalan ya el punto límite de la
efectividad histórica inmediata de la filosofía del Derecho de Hegel: el primero de los
textos mencionado no llegó a ser publicado, el segundo lo fue en París, en los Anales

62
franco alemanes (1844). Pero, sobre todo, Marx escribía después de que Feuerbach
proclamara, a comienzos de 1842, la oruptura radical» con la especulación: desde
esta perspectiva tardía, desde la distancia temporal hacia lo criticado, desaparecía
también, sin embargo, la distancia entre los diferentes objetos de la critica, la res-
tauración política y religiosa, por un lado, y la filosofía hegeliana, por otro. Marx
reconocía, ciertamente, que la filosofía alemana del Estado y del Derecho había
oadquirido con Hegel su versión más consecuente, rica y última», destacándola como
«la única historia alemana que estaba al pari con el presente moderno oficial»
(383s), pero esto no la libraba de ser igualmente desechada, ocon una decidida nega-
ción», como una forma de conciencia invertida del mundo.
La oruptura radical» con la filosofía hegeliana, sin embargo, pareció inevitable
después de que las experiencias políticas en torno a 1840 mostraran la necesidad de
una ruptura radical con la realidad social efectiva de entonces: una realidad efectiva
con la que Hegel no sólo no había roto, sino que habla intentado comprenderla con-
ceptualmente —comprenderla, además, como racional—. Incluso después de la
transposición de los enfrentamientos de filosofía de la religión al plano político, los
discípulos de Hegel seguían intentando ligar los fundamentos espirituales de Prusia
al protestantismo y la Ilustración —en contra de la oinsubordinación de espíritus
apocados, angustiados por oscuros movimientos del ánimo, en contra de l a libre
formación de nuestra realidad espiritual efectiva», y con ello, en contra de las ten-
dencias políticas que se definían como implicaciones del oRomanticismo»—; así, en
particular, en el ‹k•Manifiesto» de Theodor Echtermeyer y Arnold Ruge, que, con el
titulo Protestantismo y el Romanticismo, se publicó en los Hallische ahrbiicher (1839-
1840) (1953). Después de que el oromántico» Federico Guillermo IV subiera al trono
y Schelling y Stahl fueran llamados a Berlín, con las consiguientes destituciones que
pronto siguieron y las medidas de censura —que no sólo alcanzaron a la izquierda
hegeliana, como Ludwig Feuerbach, Bruno Bauer y Arnold Ruge, ente otros, sino
también a hegelianos de derecha como Hinrich, cuyas lecciones políticas fueron
prohibidas— no era ya posible mantener la esperanza en una reforma del Estado.
Tanto en el ámbito de la filosofía de la religión como del Derecho y del Estado fue-
ron los espíritus más retrógrados de la religión y la política lo que combatieron
resueltamente, y con éxito político, la filosofía de Hegel. Arrinconaron en su terreno
a la derecha hegeliana —baste mencionar de nuevo a Gtischel—, calumniaron y ais-
laron al centro, y empujaron paso a paso a la izquierda, de la disposición a una par-
ticipación política reformista, primero hacia el radicalismo, y luego a la emigración,
en parte interior y en parte exterior, hasta que esta izquierda creyó ver la necesidad
de una ruptura radical» con todo lo anterior. Pues si los grupos dominantes de aque-
lla época identificaban, por un lado, fe religiosa y legitimidad política, y por otro,
razón y revolución, entonces la revolución no tenia más remedio que aparecer como
la adecuada realización efectiva de la razón política.
Estas luchas —y con ellas, la inmediata efectividad histórica de la filosofía de
Hegel— terminaron con el fracaso de la Revolución de 1848: con la ecuación, acu-
ñada por Schlegel y repetida incansablemente por Stahl, de filosofía de la razón,
orevolución» política y «pecado», pudo forzarse políticamente el final de la filosofía
clásica alemana y, a la vez, también, malbaratar su herencia.

63
La Catedra de Hegel. litografía de E Kugler.
Cronología

27 de agosto de 1770, nace Georg Wilhelm Friedrich Hegel en Stuttgart


1788-1793. Estudios de Teologia en Tubinga.
1793-1796. Preceptor en Berna.
1797-1800. Preceptor en Francfort
1801-1816. Docencia en la Universidad de Jena.
1801. Diferencia entre los sistemas de Fichte y SeheMing
1807. Fenomenología del espiritra
1807-1808. Redactor jefe de la 4<Gaceta de Bamberg».
1808-1816. Rector del Gimnasio (Instituto de enseñanza secundaria) de Nuremberg.
1811. Matrimonio con Marie von Tucher.
1812-1816. Ciencia de la lógica e d i c i ó n del primer libro en 1832).
1816-1818. Docencia en la universidad de Heidelberg.
1817. Enciclopedia de las ciencias ftlosoficas (
2
1818-1831. Docencia en la Universidad Real de Berlin.
1 8 2 7 , 3
1821. Fundamentos de la Filosofia del Derecho.
1 8 3 0 )
1829-1830. Rector de la Universidad.
14 de noviembre de 1831, muere Hegel en Berlin.

65
Bibliografía

1. Obras de Hegel en alemán

HEGEL, Georg Wilhelm Friedrich; Gesammelte Werke. [Obras completas.] Editadas por la
Academia de las Ciencias de Renartia del Norte-Westfalia, en asociación con la Comunidad
alemana de Investigación (Deutsche Forschungsgemeinschaft) G W ) .
— Vorlesungen. Ausgewählte Nachschriften und Manuskripte. [Lecciones, Escritos y apuntes
escogidos.] Harnburgo, 1983 ss (- V).
— Werke. [Obras.] Edición completa realizada por una <'Asociación de amigos del difunto.
Berlín, 1932 ss W ) .
— Briefe von und an Hegel. [Cartas de y a Hegel.] Volúmenes 1-3: editados por Jobanes
Hoffmeister. Tercera edición, revisada. Hamburg°, 1969. Tomos 4/1 y 4/2: editados por
Friedhelm Nicolin. Hamburg°, 1977 y 1981, respectivamente (- Br).
CART, Jean Jacques: Vertrauliche Briefe über das vormalige staatsrectliche Verhältnis des Waad-
tlandes (Pays de Vaud) zur Stadt Bern. Eine völlige Aufdekkung der ehemaligen Oligarchie
des Standes Bern. Aus dem Franzlisicken eines verstorbenen Schweizers libersetzt und mit
Anmerkungen versehen. [Cartas intimas sobre la anterior relación jurídica del Pais de Vaud
con la ciudad de Berna. Traducido del francés y anotado por un suizo ya fallecido.]
Francfort del Meno, 1798.
— Theologische jugendschriften. [Escritos teológicos de juventud.] Editados por Herman
Nohl. Tubinga, 1907.
— Berliner Schriften (1818-1831). [Escritos berlineses.] Precedidos de los escritos de
Heidelberg (1816-1818). Editados por Walter Jaeschke. Hamburg°, 1997.

2. Obras de Hegel en castellano (Ofrecemos la edición castellana de las mencionadas en


ei texto)

— Escritos de juventud. Ed. de José María Ripaida, México, FCE.


— Fenomenología del espíritu. Trad. de Wenceslao Roces. México, FCE.
— Lecciones de Estética. Trad. de J. M. Brontons, Madrid, Alcal, 1991.
— Lecciones sobre Filosofía de la Historia. Trad. de José Gans. Madrid, Alianza Editorial.
— Lecciones de Piksofia de la Religión. Trad. de Ricardo Ferrara, Madrid, Alianza Editorial, 3 vol.
— Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Trad. Ramón Valls Plana. Madrid, Alianza Editorial, 1997.

3. Otras obras citadas

ECHTERMEYER, Theodor, y RUGE, Arnold: Der Protestantismus und die Romantik. Zur Verstän-
digung über ihre Zeit und Ihre Gegensätze. Ein Manifest. [Protestantismo y Romanticis-
mo. Para comprender esta época y sus conflictos. Un manifiesto.] Publicado en Hallische
jahrbücher ftir deutsche Wissenschaft und Kunst. Halle, 1839 y 1840.

67
ESCEENMAYER, Carl August Die Hegelsche Religions-Philosophie verglichen mit dem christlichen
PrinciP. [12 filosofia de la religión hegeliana comparada con el principio cristiano.] Tubinga, 1834.
FEUERBACH, Ludwig: Gesammelte Werke. [Obras reunidas.] Editado por Werner Schuffen-
hauer. Vol. 8. Berlin, 1969.
FICHTE, Johann Gottlieb: Gesamtausgabe, edición de las obras completas por la Academia
bávara de las ciencias. Sección 1, vol. 2: Obras de 17934795. Stuttgart-Bad Cannstatt, 1965.
G s , Eduard: Erbrecht im Weltgeschichtlicher Betrachtung. [ El Derecho hereditario conside-
rado desde en la Historia Universal.] 4 vol. Stuttgart y Tubinga, 1824-1835.
GOSCHEL, Cali Friedrich: Zerstreute Blätter aus den Hand- und Hillftakten eines Juristen.
[Folios dispersos sacados de las actas manuales y auxiliares de un jurista.] 3 vol. Erfurt y
Schleusingen, 1832-1842.
HAULER, Carl Ludwig v.: Restauration der Staatswissenschaft oder Theorie des natürlich-geselli-
gen Zustands, der Chimäre des Künstlkh-Bürgelichen entgegengesetzt [Restauración de la
ciencia del Estado o teoría de las condiciones socio-naturales, frente a la quimera de lo
artístico-burgués.] 6 vol. Winterthur, 1816-1834.
HAYS!, Rudolph: Hegel und seine Zeit. [Hegel y su época.] Berlin, 1857. Reedición en Hildes-
heim, 1962
HE
I Sämtliche WErke. Edición de Dusseldorf. Vol. U. Hamburg°.
JACOBI,
*, Friedrich Heinrich: Schriften zum Spinoza-Streit. [Escritos sobre la disputa en torno a
Spinoza.] Editados por Klaus Hanímacher y Irmagard-Maria Piske. Hamburg°, 1998
H (Jacobi-Werke-Ausgabe lEdición de las obras de Jacobi]. Editadas por Klaus Hammacher
e y Walter Jaeschke, vol. 1).
i Von den Göttlichen Dingen und ihrer Offenbarung [ De las cosas divinas y su revelación

n (1811).] En: Philosophisch-literarische Streitsachen (Asuntos de disputa filosófico-literaria).
r i Vol. 3,1: Religionsphiksophie und Spekulative Theologie. Der Streit um die göttlichen Dinge.
[Filosofía de la religión y teología especulativa. La disputa de las cosas divinas.] (1799-
c '812). Ed. por Walter Jaeschke. Hamburgo, 1994.
h
LESSING, Gottfried Ephraim: Ueber den Beweis des Geistes und der Kraft. [Sobre la demostra-
: ción del espíritu y de la fuerza.I Braunschweig, 1777. En LESSING: Sämtliche Werke
D [Obras completas.] Editadas por K. Lacbmann y F Muncker. Vol. 13, Stuttgart, Leipzig,
i Berlin, 1897, reedición Berlin, Nueva York, 1979.
Mma, Karl: Werke (MEW). [Obras.] Vol 1. Berlin,1988.
e
MICHELET, Cari Ludwig: Vorlesungen über die Persönlichkeit Gottes und die Unsterblichkeit der
r Seele oder die ewige Persönlichkeit des Geistes. [Lecciones sobre la personalidad de Dios y
o la inmortalidad del alma, o la personalidad eterna del espíritu.] Berlin, 1841.
REINHOLD,
m Carl Leonhard: Beytrdge zur Berichtigung bisheriger Missverstdndnisse der Phi-
a losophen. [Contribución para corregir algunos malentendidos habidos hasta ahora entre
los filósofos.] Jena, 1790.
n
ROSENICRANZ, Karl: G.WE Hegel's Leben (Vida de Hegel). Berlin, 1844.
tSCHELLING, Friedrich Wilhelm Joseph: Historische-kritische Ausgabe. (Edición histórico-crítica
i de la Academia bávara de las Ciencias.) Sección 1, vols. 14. Stuttgart, 1976ss (- AA).

s Sämtliche Werke. [Obras completas.] Editadas por K_FA Schelling, Stuttgart, 1856ss (- SW).

c Philosophic und Religion. [Filosofía y religion.] Tubinga, 1804 (SW1,6)
SCHLEGEL, Friedrich: Kritische-Friedrich-Schlegel-Ausgabe. [ Edición crítica de Friedric h
h
Schlegel.] Editada por Ernst Behler. Vol. 2, editado por Hans Eichner. Munich, Paderborn,
e Viena, Zürich, 1967.
S
STAHL, Friedrich Julius: Die Philosohpie des Rechts nach geschichtlicher Absicht [La filosofía del
c Derecho vista históricamente.] 2 vols. Heidelberg, 1830-1837.
STRAuss,
h David Friedrich: Das Leben Jesu, kritisch bearbeitet. [La vida de Jesus, investigada y
elaborada críticamente.] 2 vols. Heidelberg, 1830-1837.
u
— Streitschriften zur Vertheidigung meiner Seim
l der gegenwärtigen Theologie. [Escritos polémicos en defensa de mi escrito sobre la vida de
ft ü b e r d a s
e Jesús y sobre la característica de la teología actual.] Cuaderno 3, Tubinga, 1837.
L e b e n J e s u
(
u n d
1
z u r 68
8
Indice

I. Años de juventud 5
La formación del sistema 9
Lógica y Metafísica 1 5
IV. Filosofia de la naturaleza 2 1
V. Filosofía del espíritu 2 3
El concepto de espíritu 2 3
Espíritu objetivo 2 6
Sobre el entorno de la Filosofía del Derecho 2 6
Derecho abstracto y moralidad 2 8
Eticidad 3 0
Derecho estatal externo 3 3
Historia universal 3 4

Espíritu absoluto 3 8 6
Arte 2 6
Religión 4 1
Historia de la Filosofía 4 7

VI. La disputa en torno a la filosofía de Hegel 5 3


La situación después de la muerte de Hegel 5 3
La disputa en torno a la religión 5 5
La disputa sobre el Derecho y el Estado 6 0

Cronología 6 5
Bibliografía 6 7

69
Atravesada por la lucha entre Revolución y Restauración, la
época del despliegue y culminación de la filosofía de Hegel está
delimitada por la Revolución francesa de 1789 y la revolución de
julio de 1830. Es a la vez un tiempo de 'rupturá religiosa y filosó-
fica. Hegel es el primero en diagnosticar el sentimiento sobre el
que basa la religión de este tiempo: "Dios ha muerto" —con la
intención, no obstante, de corregir este supuesto resultado por
medio del saber filosófico—. Pero su objetivo no es devolver su
pureza al pasado, sino, colocándose en la tradición kantiana, rom-
per con el pensar ilustrado para volver a fundar la filosofía y
reconfigurar el canon de las disciplinas filosóficas. Así su sistema
enlaza planteamientos de la philosophia perennis, como los de la
Lógica y la Metafísica, con los nuevos temas de la Filosofía de la
Naturaleza, del Derecho, de la Historia, la Estética, la Religión y
la historia de la filosofía.

Walter Jaeschke, nacido en 1945, se doctoró en 1974 con un trabajo sobre La bús-
queda de raíces escatológicas en la Filosofía de la Historia (1976), habilitandose en 1986 con
una tesis sobre La razón en la religión. Ha trabajado en el Hegel-Archiv de Bochum, y
actualmente lo hace en la Academia de Ciencias de Berlin-Brandemburgo y en la Univer-
sidad Ubre de Berlin.

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