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fbsvsd1.1Adquisición del Lenguaje Psicolingüístico.

LAS DOS
CARAS DEL LENGUAJE.
Lenguaje dividido en:
 Lengua: un sistema de signos, una estructura formal con unas unidades y
unas reglas y un instrumento cultural
 Habla: el uso que del lenguaje para comunicarse, actividad individual
Se establece que son distintos pero ligadas por el uso y la interacción
Al hablar de adquisición del lenguaje implica un apropiamiento del leguaje como
instrumento; desarrollo del lenguaje deriva de un uso y mejora del instrumento.
El lenguaje es heredado por la práctica cultural y su interacción y por desarrollo
fisiológico

ENFOQUE PRAGMÁTICO.
Charles Morris establece que el lenguaje es un sistema de signos que llama
“semiótica”, donde define la relación entre la sintaxis y la semántica y su aplicación
o interacción con los individuos y su significado (pragmática).
Este estudio toma en cuenta:
 Variables Cognitivas: Lo que se quiere decir o hacer y lo que se puede
decir o hacer. Divididas a su vez en:
o Necesidades: impulsos
o Posibilidades: depende de los conocimientos de la persona.

 Variables externas o sociales: divididas en:


o Estados situacionales: situaciones determinadas.
o Los estados referenciales: marcan lo que tiene sentido
3.1 LA NARRACIÓN
Es la modalidad textual que se utiliza para relatar unos hechos que suceden
en un espacio y tiempo concretos a unos personajes determinados. En la
narración domina el estilo verbal, es decir, la acumulación de acciones. Es un
tipo de discurso temporal.
La narración se puede clasificar en:
- Narración no literaria. Cuando el objetivo final es informar y hacer partícipe
al destinatario del conocimiento de determinados hechos.
- Narración literaria. Se caracteriza por narrar hechos y, además, tener una
finalidad artística.

 Rasgos lingüísticos de la narración.

La finalidad principal de la narración es relatar unos hechos, por lo que


predomina una función referencial del lenguaje, que se puede combinar con
la expresiva y la poética. Esta finalidad condiciona los rasgos lingüísticos de
la narración, que son los siguientes:
1. Persona gramatical. Dependiendo del tipo de narrador.
- Narrador externo: 3ª persona del singular.
- Narrador interno: protagonista (1ª persona del singular) o secundario/testigo
(1ª/3ª persona del singular).
2. Estilo narrativo: empleo del estilo directo o estilo indirecto.
3. Clases de verbos: es frecuente el uso de verbos de acción (trabajó) y de
movimiento (habían regresado) que hacen avanzar la acción. También se
emplean verbos de pensamiento (creerá) o de habla (dijerais) para introducir
las palabras de los personajes.
4. Formas verbales del pasado: pretérito perfecto simple (cantó) o pretérito
perfecto compuesto (he cantado), pretérito imperfecto (cantaba), presente
histórico (Colón descubre América en 1492).
5. Estructuras sintácticas compuestas. Oraciones coordinadas y
subordinadas, para establecer relaciones entre los hechos narrados.
6. Modalidad oracional enunciativa, porque se ofrece información sobre unos
hechos.
7. Uso de conectores discursivos, que ayudan a la organización del relato y
a relacionar sus partes.
8. Abundancia de complementos circunstanciales: CCL (espacio donde
suceden los hechos) y CCT (momento en el que suceden los hechos).

LA DESCRIPCIÓN
Según la RAE, describir es representar a personas o cosas por medio del
lenguaje, refiriendo o explicando sus distintas partes, cualidades o
circunstancias. Por ello, la descripción es la modalidad textual mediante la
cual se representan los rasgos y cualidades de los objetos, personas o
lugares de forma ordenada, detallada y precisa.
La modalidad descriptiva es frecuente en todos los ámbitos de uso de la
lengua. Por ejemplo, en el ámbito académico la encontramos en entradas de
enciclopedias o manuales; en el ámbito de la vida cotidiana está presente en
conversaciones, actas, etc.
Se establecen dos clases de descripciones en función del punto de vista del
emisor sobre lo descrito:
-. Descripción objetiva. Se presentan las cualidades del elemento descrito de
forma veraz y precisa. Son frecuentes estas descripciones en tratados
científicos o guías de viaje, cuya finalidad es referenciar la realidad.
-. Descripción subjetiva. Su finalidad es estética y en ella predomina la función
poética. La reproducción de lo descrito pasa por el filtro del escritor; no intenta
reproducir con fidelidad la realidad, sino ofrecer su visión personal.

 Rasgos lingüísticos de la descripción.

La finalidad de la descripción es representar una realidad, por lo que


predomina la función referencial, que se refleja en las siguientes
características lingüísticas.
· Estilo nominal. En las descripciones predominan los sustantivos y los
adjetivos. Los adjetivos pueden ser especificativos (necesarios para la
delimitación del contenido de un sustantivo) y explicativos o epítetos (unidos
al sustantivo como mero adorno estético). Por otro lado, los adjetivos
valorativos son frecuentes en las descripciones subjetivas, y los no
valorativos, en las objetivas.
· Clases de verbos. Aparecen, por regla general, pocos verbos, debido a que
las descripciones son atemporales. Interesa más el marco espacial que el
temporal. Ls verbos que aparecen suelen ser existenciales (haber, ser...) o
de estado (estar, permanecer...), que sirven como enlace entre el elemento
descrito y sus cualidades. También, pueden aparecer de acción (trabajó...) o
de movimiento (regresó...).
· Formas verbales. Normalmente aparece el pretérito imperfecto (cantaba) o
el presente de indicativo (canto) porque son estos tiempos los que indican
aspecto imperfectivo o bien atemporal. Este mismo efecto lo producen las
perífrasis de gerundio con verbos auxiliares como estar, andar, ir...
· Persona gramatical. Predominio de la tercera persona del singular, ya que
aporta más objetividad, aunque en la descripción subjetiva es frecuente el
uso tanto de la primera como de la tercera del singular.
· Estructuras sintácticas sencillas. Predominan las oraciones yuxtapuestas
y coordinadas, para no dificultar la comprensión del texto.
· Modalidad oracional enunciativa. Se emplea esta modalidad por su valor
informativo.
· Estilo figurado. Se puede recurrir al empleo de metáforas para ofrecer la
visión subjetiva del emisor y despertar emociones en el receptor; y
comparaciones, para ayudar a explicar conceptos, etc. Pueden aparecer
otras figuras como: metonimia, personificaciones, aliteraciones, etc.

LA EXPOSICIÓN
La exposición es la modalidad textual que consiste en la transmisión de la
información sobre un tema determinado de manera objetiva y organizada.
Esta modalidad está presente en numerosos géneros discursivos vinculados
a distintos ámbitos de uso de la lengua.
La exposición se clasifica atendiendo al tipo de público al que va dirigida: 3
-. Exposición divulgativa. Aborda de forma sencilla un tema general para que
sea accesible a todo tipo de receptor, tenga o no conocimientos previos. Se
evita el empleo de léxico especializado. Aparece en revistas, folletos, guías,
etc.
-. Exposición especializada. Ahonda en una materia sobre la que se precisan
unos conocimientos previos por parte del receptor. Emplea un lenguaje
especializado en el que abundan los tecnicismos.

 Rasgos lingüísticos de la exposición.

La finalidad de la exposición es transmitir información, por lo que predomina


la función referencial. Para lograrlo, los textos expositivos se construyen con
rasgos lingüísticos que garantizan la objetividad, el orden y la claridad del
texto.
· Léxico específico y monosémico. Destaca el uso de tecnicismos,
neologismos y siglas en las exposiciones especializadas. Además, al emplear
palabras monosémicas en el texto se evitan casos de ambigüedad.
· Lenguaje denotativo. Uso de la denotación para garantizar la objetividad y
claridad.
· Persona gramatical. Empleo de la tercera persona que aporta objetividad al
texto. También se emplea la primera persona del plural para incluir al
receptor, es el llamado plural de modestia.
· Formas verbales. Suelen aparecer en presente de indicativo con valor
gnómico, para indicar que se trata de verdades permanentes y de valor
universal. Además, es relativamente frecuente el uso de la pasiva con ser y
de construcciones de participio como dicho eso, acabada la reunión...
· Estructuras sintácticas compuestas. Prevalece la oración compuesta,
principalmente la subordinada, ya que permite explicar las ideas y enlazarlas.
En concreto, oraciones subordinadas adjetivas y circunstanciales, como las
condicionales, las concesivas, las consecutivas...
En general, las estructuras oracionales tienden a ser largas, pues el
desarrollo de ideas exige una mayor trabazón lógica. Además, uso de
oraciones impersonales y pasivas reflejas, que ocultan al emisor y hacen
prevalecer la información objetiva e informar sobre un hecho.
· Conectores discursivos. Ayudan a vincular las ideas, los tipos más
empleados son: consecutivos (así pues, por tanto, por
consiguiente), explicativos (en efecto, si bien, es decir), ejemplificativos (por
ejemplo) y concesivos (a pesar de, aunque).

LA ARGUMENTACIÓN
La argumentación es un tipo de escrito que tiene como objetivo a portar
razones para convencer al receptor. Se caracteriza por tratar temas
controvertidos ante los que el emisor toma una posición. Este tipo de texto se
manifiesta en editoriales y artículos periodísticos, en cartas al director, en
escritos de carácter filosófico, político, social, económico, etc.
La idea fundamental que se defiende en una argumentación, bien sea una
opinión, bien sea un hecho cuya validez se quiere demostrar, se denomina
tesis.
La actitud que adopta el emisor puede variar en función de si quiere
demostrar unos hechos o persuadir al receptor, actitud subjetiva; o sin
embargo, pretende demostrar una hipótesis, la actitud será objetiva.

 Rasgos lingüísticos de la argumentación.

La finalidad de la argumentación es convencer de una opinión o demostrar


un hecho, por lo que predomina la función conativa del lenguaje,
frecuentemente combinada con la expresiva y diferentes rasgos lingüísticos
que otorgan subjetividad al texto.
· Léxico polisémico. Su empleo favorece que se generen varios sentidos y se
cree debate y opinión.
· Estilo nominal. Abundan las palabras que implican valoración por parte del
autor e intentan influir en el lector, así se emplean adjetivos calificativos con
intención valorativa, que aportan la opinión del emisor, y sustantivos
abstractos que remiten a ideas y conceptos.
· Uso del vocativo. Destaca el uso de vocativos para llamar la atención del
receptor.
· Persona gramatical. Generalmente, aparece la tercera persona. En
ocasiones, la subjetividad del texto hace que el autor se involucre en él, por
lo que es frecuente la primera persona, como plural de modestia.
· Clases de verbos. Se emplean verbos de voluntad (quiero) para expresar
opiniones, y de pensamiento (creo) y habla (digo) para expresar argumentos.
· Estructuras sintácticas compuestas. Sobresalen el uso de coordinadas y
subordinadas que vinculan las ideas del texto. Son muy frecuentes las
subordinadas circunstanciales, sobre todo causales, consecutivas,
condicionales...
Hay, además, un empleo de formas imperativas y perífrasis de obligación,
que se utilizan para incidir directamente en la actitud del receptor.
· Modalidad oracional. Predomina la modalidad enunciativa para aportar
información. También aparecen la interrogativa, la exclamativa, la
dubitativa y la exhortativa para hacer al receptor partícipe de la opinión del
emisor.
· Conectores discursivos. Los más frecuentes son los que sirven para
contraponer ideas, expresar causas y consecuencias, etc. Los más
habituales son: contrastivos (pero, en cambio, no obstante...), consecutivos
(luego, entonces, por tanto...) y causales (porque, puesto, puesto que, dado
que, ya que...).

Las tres formas del pensamiento


1. Concepto.
Es la representación abstracta de un objeto. El concepto es el pensamiento de las
notas que se consideran como característica de un objeto o de una clase de objetos.
El concepto se puede identificar con un objeto u objetos con determinada identidad o
característica, que se identifica a través de la representación mental, es un trabajo
intelectual, subjetivo, que parte de lo existente y que se va transmitiendo de persona a
persona.
El concepto es la aprehensión intelectual de un objeto. Es la simple representación
mental de este.
Los conceptos no brotan espontáneamente, sino que son el resultado de una serie de
operaciones auxiliares como lo es:
Una observación atenta del objeto que se pretende conocer.
La abstracción, el considerar algunos aspectos aislándolos respecto a otros.
La reflexión del entendimiento sobre las representaciones que vamos adquiriendo.

Las dos propiedades del concepto:


La comprensión. La cual consiste en la nota o conjunto de notas características de
un objeto o de una clase de estos.
La extensión. Es la clase de individuos determinada por la comprensión del propio
concepto.

Existen clasificación a los conceptos en función a:


Su identidad.
Conceptos idénticos. Aquellas que tienen notas constitutivas.
Conceptos dispares. Son contradictores a los idénticos.
Conceptos heterogéneos. No se pueden compararse entre sí, porque el
conocimiento del uno resultara inútil para el otro.
Su oposición.
Contradictorios. Cuando uno de los conceptos es la negación pura y simple del
otro.
Contrarios. Si uno de ellos no expresa la exclusión del otro, si no que indica una
cualidad positiva diferente de la del otro.
Su dependencia.
Subordinados. Son aquellos que están contenidos en otros que los abarcan.
Coordinados. Aquellos que dependen en igual grado de un concepto común al cual
están subordinados

2. La proposición o juicio.
El juicio es la operación intelectual por medio de la cual comparando entre si dos o
más conceptos, afirmamos o negamos algo. Es la operación del entendimiento según
la cual compone y divide, afirmando o negando.
Es el medio por la cual se expresa un juicio, es una expresión oral de este mismo, se
puede llamar como la traducción o expresión lingüística de un juicio mental.
La proposición puede ser enunciativa, interrogativa, optativa, imperativa, etc.
Existen distintos tipos de proposiciones lógicas:
No judicativas. Son aquellas que no expresan un juicio, no niegan ni afirman nada,
tampoco son falsas o verdaderas.
Judicativas. Expresan un juicio, afirman algo, pueden ser falsas o verdaderas. Se
dividen en:
Descriptiva. Llamadas también “juicio del ser”, describen la realidad, por lo que son
posibles de ser experimentadas con el fin de verificar su certeza.
Directiva. Contiene un juicio prescriptito o directivo. Llamado también “juicio del
deber ser”.

3. Razonamiento.
El RAZONAMIENTO “es una relación entre juicios, no es ni verdadero ni falso, ES
CORRECTO O INCORRECTO”.
Es una cadena de dos o más proposiciones relacionadas de tal manera que una de
ellas, de ordinario la última, se deriva de las demás.
Es decir, es una relación entre juicios, como el juicio lo es entre conceptos. Es una
tercera operación de la mente, pues el acto del entendimiento por el cual, de uno o
más juicios se llega a otro; en donde estos solo pueden ser correctos o incorrectos.
El razonamiento es un acto por el cual el espíritu, por medio de lo que ya conoce,
adquiere un conocimiento nuevo.
Clasificación de razonamiento
Deducción. Es el razonamiento por el cual se parte de un principio general para
llegar a uno particular.
Inducción. Se procede de lo singular a lo universal.
Inducción completa. La conclusión se predica de un todo, después de haberse
predicado todas las premisas.
Inducción incompleta. La conclusión se predica después de haberse predicado
una parte de las premisas.
Analogía. Es un modo de razonar que nos permite inferir conclusiones singulares
de premisas singulares o particulares. Se basa en la semejanza entre una cosa
enteramente conocida y otra conocida solo en parte. Va de lo particular a lo particular
semejante.

3.2Dualismo y pensamiento salvaje


A. El etnocentrismo de las ciencias sociales

El subjetivismo es el acto de referir la realidad al yo: un sujeto se convierte en centro


de referencia de todo lo existente. Es una conducta que acompaña ineluctablemente
al animal sensitivo, incapaz de prescindir de sí. Lo muestra el simple hecho de tender
la vista alrededor en un campo abierto, cuando la línea imaginaria del horizonte sitúa
en el centro exacto de un círculo al observador, tanto si está en reposo como si está
en movimiento. Lo muestra también el recuerdo de episodios vitales anteriores,
porque entonces todos los seres de la memoria se organizan asimismo en torno a un
eje central, que es el individuo que recuerda. Y los sueños, que son el modelo de todas
estas experiencias, pues cada hombre es en ellos el protagonista imprescindible.

La religión mantiene al creyente en esta convicción, en tanto que, no sin excepciones


notables, la ciencia y la filosofía procuran alejarlo de ella con el fin de alcanzar un
punto de vista universal desde el que, trascendiendo al animal sensitivo, observar la
realidad sin que el observador la remita a sí mismo. Pero éste es un ideal no siempre
logrado. La astronomía ptolemaica, por ejemplo, ofrecía al medieval la confirmación
de su propia espontaneidad perceptiva demostrándole que el suelo firme sobre el
que se erguía era verdaderamente parte de un planeta inmóvil alrededor del cual
daba vueltas uniformes la solemne cúpula universal. Las ciencias del hombre han
actuado del mismo modo. Largamente dominadas por la tesis evolucionista, han
solido ofrecer al observador europeo el firmamento de las culturas humanas como
reliquias de un pasado ya extinguido y superado. La ciencia acudía así a refrendar lo
que su superioridad técnica para el dominio le había ya demostrado, convirtiendo
las creencias, mitos, modos de organización, equipamiento técnico… de otras
culturas en supervivencias de otros tiempos. La antropología reproducía al
colonialismo.

La equivalencia de dos vocablos, supervivencia y superstición, ilustra sobradamente


este caso. El segundo contiene todo el desprecio que insuflaron en él los ilustrados.
La profusión de su concepto prueba la creencia mantenida no solamente por el
hombre común, sino también por muchos científicos sociales del siglo XIX y
principios del XX. El etnocentrismo, variante hiperbólica del subjetivismo, podía
sentirse satisfecho con los resultados de una disciplina mental que, destinada en
principio a presentar al otro, lograba más bien convertirse en espejo con el que el
europeo podía admirar su propia imagen.

Restos de la historia y el progreso, los habitantes de las selvas, de donde “salvajes”,


eran no más que un recuerdo impreciso de nuestros antepasados. Esta asimilación
constituía un proceso inconsciente y feliz de subsunción de lo ajeno en la propia
identidad, pues llevaba a cumplir el ideal de sentirse el foco que irradia luz, sentido
y posición a todos los seres. Visión irreal de las cosas, pero visión irrefutable para
quien tiñe de las características del sujeto todo aquello que se esfuerza por entender.
Son las pretendidas evidencias del yo, dice Lévi-Strauss.

Las modernas ciencias de la naturaleza pusieron al medieval frente a un universo


irremediablemente objetivo, sin centro ni periferia, pero la ilusión persistió en las
del hombre y en la filosofía, tal vez por el deseo de asegurarse un abrigo frente a la
intemperie de la nueva razón; si la naturaleza no tiene lugares privilegiados, que al
menos los tenga la historia, parecieron decidir los pensadores del momento. Y, a
partir de entonces, devinieron salvajes, o primitivos, los hombres que habían seguido
viviendo en pequeños grupos esparcidos por múltiples puntos del planeta.

B. El dualismo en las ciencias sociales

A la quiebra de esa visión del mundo humano sobrevino la perplejidad. Las


sociedades dejaron de ser catalogables bajo el esquema jerárquico del evolucionismo
y ninguna de ellas pudo aducir el derecho de su concepción superior. Siendo varios
millares las que existían a comienzos de siglo, quedaron unas frente a otras, como
individuos iguales ante la consideración del antropólogo o del filósofo. ¿Cómo
comprender en esas circunstancias la presente confrontación, que se viene librando
desde el advenimiento de una de ellas, dotada de una forma peculiar de organización
para la producción y el gobierno, que está trastornando profundamente la antigua
atomización en que todas se hallaban sumidas, destruyendo los diques que las
separaban y obligándolas a formar parte de un todo cuyos contornos parecen irse
precisando paulatinamente?

Esta es una cuestión a la que solamente se enfrenta la cultura surgida en el Occidente


europeo y, para responderla, ha dado lugar a instituciones científicas conscientes por
medio de las cuales procura hacerse cargo mentalmente de todo ese vasto territorio
de mitos, rituales, organizaciones de parentesco, calendarios, técnicas… Es una
comprensión de lo otro en la que no hay un sujeto frente a un objeto, sino que ha
sido el propio devenir, maduro ya y accesible, el que se ha tornado objeto del pensar.
Una comprensión que es sólo uno de los frentes de una lucha que se libra
actualmente en todos los terrenos de la vida humana. Marx lo describió con palabras
cargadas de dramatismo: nuestro tiempo, dijo, se diferencia de todos los anteriores

«por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción


ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica
incesantes. Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito
de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes
de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es
profanado, y, al fin el hombre se ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a
contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás»[1].
El sesgo gnoseológico de esa confrontación se manifiesta cuando se consideran el
pensamiento salvaje y el científico. Se ha creído con harta frecuencia que el primero,
pese a hallarse muy extendido en las sociedades civilizadas, es exclusivo de las
primitivas y se ha presentado erróneamente el segundo como el propio del hombre
de Occidente en general. Todos los hombres que hasta el día de hoy han logrado
permanecer en grupos de nómadas o en aldeas reducidas se encuentran diseminados
por el escaso territorio a donde los ha expulsado la creciente expansión de las
organizaciones neolíticas. No han fundado naciones poderosas ni construido obras
arquitectónicas admirables; no han creado ejércitos ni conocido apenas la
producción para el comercio; no han cuantificado el valor del agua, la tierra, el aire…,
pero se hallan en posesión de universos simbólicos abundantes y variados, universos
que durante mucho tiempo se pretendió que son esencialmente distintos de los
nuestros. Muchos pensadores prestigiosos de la primera antropología social se
entregaron a la tarea de definir los rasgos que los distinguen, pero solamente
lograron proyectar sobre ellos algunas categorías occidentales. En particular
proyectaron el dualismo, esa brecha que aparta a la materia de la mente y que se
abrió con tal fuerza en la filosofía del siglo XVII que impregna toda la intelectualidad
de la Edad Moderna hasta nuestros días. En Descartes, su iniciador, es una dualidad
que escinde no solamente el ser del hombre sino sobre todo sus contenidos de
conciencia: a un lado están las ideas luminosas de la razón, al otro las turbias
representaciones de la imaginación y los sentidos. Solamente las primeras son
verdadero conocimiento. Según dice Spinoza a este respecto, «no es propio de la
naturaleza de la razón considerar las cosas como contingentes, sino como
necesarias»[2]. La imaginación y los sentidos, que proceden del cuerpo, esa cosa que
se extiende en el espacio y no piensa, no pueden ser más que una fuente de
conocimiento dudoso. Si versan sobre lo particular y contingente ¿cómo podrían
compararse a la razón, cuyo cometido es tener en cuenta solamente lo universal?
Después de trazar esta separación era fácil ver al primitivo al otro lado de lo racional,
allí donde imperan el conocimiento de lo irreal, lo confuso, lo aparente, lo
irracional… ¿Cómo concebir de otro modo las creencias en la brujería, la magia, el
exorcismo o los mitos después de contrastarlas con la flamante ciencia europea? No
era plausible que aquel que hubiera debido encargarse de tender un puente sobre ese
abismo, el antropólogo, un partícipe de la cultura que lo ha proyectado, se colocara
a ambos lados de él.

C. Hacia el monismo racionalista

Ahora bien, el empeño por entender el pensamiento salvaje pretende ser un empeño
científico y por ello mismo no le es dado dividir lo real en racional e irracional. Este
es el primer paso inevitable. Si hago ciencia, sea medicina, física, geología,
prehistoria o lingüística, es que he aceptado que existe un orden previo que me es
posible desvelar y que en ese desvelamiento consistirá la verdad del conocimiento a
que aspiro. No otra es la opción que consiste en seguir la coherencia, la vía del
discurso, es decir, la racionalidad de lo real. Esta primera elección es decisiva para
todo lo que pueda venir después, pero ella misma no puede proceder de nada
anterior. No es posible aducir argumentos a favor de lo racional y en contra del caos,
porque tales argumentos supondrían haber ya elegido lo primero y se incurriría con
ellos en una petición de principio.

El hombre de ciencia no puede transigir con el desorden. Exige que el mero existir
de su disciplina sea indicio suficiente de lo racional en el objeto a que ella se dedica.
O esto o no hay más ciencia. Si acepta algo como ininteligible es porque no tiene más
remedio que hacerlo, pero él sabe que ésa es una situación transitoria ajena a la
naturaleza de las cosas. La insuficiencia temporal del conocimiento no debe
confundirse con lo definitivamente opaco a la luz del intelecto, que no es real, o no
lo es en algún sentido. Se ha dicho que un conocimiento riguroso atiende sólo a lo
necesario y prescinde de lo contingente, lo que significa que no todas las cosas
ostentan el mismo derecho a ser objeto de un pensamiento que haya de merecer el
nombre de científico. El objeto muestra una mezcla de ambos aspectos y es tarea
primordial del investigador el separarlos. Una vez que se ha descubierto la ley de la
palanca, se accede a un nivel de conocimiento en el que para nada interesa retener
las características propias de las palancas concretas. Y cuando Arquímedes halló el
principio que lleva su nombre, nadie se puso a pensar que formaba parte de él el
hecho de que su descubridor estuviera cumpliendo un encargo del rey o se hallara en
la bañera… Todo eso es de inmediato visto como anecdótico, irrepetible…, y queda
excluido de la ciencia verdadera.

Ahora bien, no vemos que suceda lo mismo en las ciencias humanas y sociales.
Trátese, por ejemplo, del estudio de las revoluciones. Nada impide en principio que
exista también aquí alguna ley que, como el principio de Arquímedes, sea capaz de
explicar adecuadamente lo que en las revoluciones históricas es universal. Pero, si
así fuera, serviría para comprobar lo poco que se aprende cuando se llega a una
enunciación semejante, porque en esos casos interesa el objeto particular, que es la
Revolución Francesa, la de Octubre…, es decir, una totalidad concreta que nunca es
posible abarcar del todo.

De ahí que el problema de la distinción entre lo necesario y lo contingente afecte a


las ciencias del hombre y la sociedad de un modo que desconocen hoy las ciencias
naturales. Estas últimas no necesitan pararse a considerar sus presupuestos
epistemológicos y ontológicos. A diferencia del físico y el astrónomo, que solamente
deben dejarse llevar de la corriente, pues la tradición de su ciencia ya les ha dejado a
punto la distinción, los científicos del hombre y la sociedad son extraordinariamente
críticos, y no por algún inconformismo especial del que se hallen imbuidos, sino
porque la situación de su objeto de estudio les obliga continuamente a enfrentarse a
ella, sometiendo a discusión los fundamentos y el objeto mismo de su disciplina e
incluso poniendo en tela de juicio el concepto mismo de ciencia.
Estas dificultades se revelan también en el estudio del simbolismo. A Durkheim cupo
el mérito de plantear la cuestión correctamente. Si hay algo universal en el
pensamiento del hombre, decía, debe poderse hallar en todas las culturas. Es cierto
que lo primero que en ellas hace acto de presencia es la diversidad, pero tras ella
debe encontrarse la unidad.

D. Dos culturas

Sin embargo la idiosincrasia propia de las ciencias sociales y humanas parece


presentar también aquí una objeción: ¿no es acaso la diversidad de las formas
culturales lo único existente en el mundo humano?. De conformidad con lo anterior,
la respuesta sólo puede ser una, a saber, que la variedad es lo inmediatamente
evidente, pero que debe ser matizada, porque la decisión de convertir también en
científico lo que se sepa sobre lo humano exige no detenerse hasta hallar, por encima
de lo anecdótico, algo que pueda ser susceptible de universalización. Con ese fin
puede tomarse como punto de referencia la técnica, pues creo que a su través es
relativamente fácil convenir en una clasificación de formas culturales capaz, por un
lado, de reducir notablemente la variedad y apta, por el otro, para servir de
fundamento a lo que, a mi entender, cabe concluir con sentido en el estudio del
simbolismo. Para mayor defensa de esta elección es posible recurrir a Hegel, que
pensaba que el hombre, en cuanto individuo animal que empieza siendo, constituye
en primer lugar un impulso:
«El objeto a que el impulso se dirige es entonces el objeto que me satisface, que
restablece mi unidad. Todo viviente tiene impulsos. Así somos seres naturales; y el
impulso es algo sensible. Los objetos, por cuanto mi actitud para con ellos es la de
sentirme impulsado hacia ellos, son medios de integración; esto constituye, en
general, la base de la técnica y la práctica».

Luego la mera existencia de la técnica no es indicio suficiente de que se haya dado ya


el paso de la unidad natural a la diversidad cultural. Más aún: la escasa
diversificación de los productos materiales de la técnica durante largos períodos de
la prehistoria sugiere que dichos períodos no habían traspasado todavía el límite de
lo natural. Defiendo que es así porque si se utilizan los productos de la técnica como
exponentes del desarrollo humano, apenas dos o tres hitos jalonan ese camino:

A.- Primero fue la piedra, que tuvo una larga existencia: la monótona repetición de
lo mismo durante el Paleolítico. No digo esto sin prevención. Sé que hay variación,
pero ésta apenas destaca sobre un horizonte que se extiende a lo largo de muchos
centenares de miles de años. Ha sido un transcurso lento, imperceptible, vivido por
la humanidad durante casi toda su existencia.
Si damos por buena la equivalencia de las actuales sociedades primitivas –
actuales de acuerdo con los parámetros de un tiempo ahistórico, que es el de la
ciencia, pues sabemos que todas ellas están inmersas fatalmente en un proceso de
deterioro y destrucción, y primitivas, o arcaicas, o salvajes… por una convención
terminológica que no viene a cuento discutir aquí- con las del pasado prehistórico,
puede decirse que durante todo ese tiempo los hombres han estado agrupándose en
un tipo de sociedad a la que debería convenirse en llamar sociedad natural, porque
se ajusta al tiempo circular, que es el propio de la naturaleza. En ella existe sólo la
repetición, la tendencia al centro de sí. Al árbol le sucede el árbol y al tigre el tigre.
Por eso existen el bosque y el felino: la especie es eterna cuando los individuos se
relevan con rapidez. Aquí es la impotencia de la vida: el comienzo del individuo
viviente es la simiente, que también es su fin. Nada nuevo hay bajo el sol natural[3].
La naturaleza gira sobre sí y no tiende a nada que no sea ella tal como es. Podría
decirse que se esfuerza por mantenerse en lo que es frente a todas las contingencias
del devenir.
Así parece que debería haber sido también para el hombre, pues no otra cosa sugiere
su existencia sobre este planeta. Tres cualidades diferenciales, que son responsables
de esta tan considerable ausencia de cambios, se pueden atribuir a aquella clase de
sociedad que fue su primera forma de agrupación:

a) poseer un nivel modesto de vida en comparación con la sociedad del presente,


b) practicar unas reglas de matrimonio que limitan el índice de fecundidad, y
c) vivir una vida política basada en el consentimiento y no en la organización
centralizada del poder.

Aunque estas agrupaciones humanas se oponen a la historia por adoptar un tiempo


reversible y mecánico, y se oponen al cambio por rechazar todas las innovaciones,
no puede concluirse que vivan de hecho fuera del curso de la contingencia, en un
momento estático donde no sucede transformación alguna. Es en sus mitos y
creencias donde se piensan y se desean así. A decir verdad, ninguna sociedad ha
logrado estar fuera de la historia. Y, como Marx ha dicho, ninguna es como se piensa.
Aunque las representaciones que tienen sobre sí en el arte, la religión, el derecho, la
mitología, la ciencia, la filosofía, las ideologías políticas…., no constituyen un campo
totalmente independiente de la práctica social, sí son sistemas de símbolos en los
que, más que reflejarse, se refracta lo real, pues tienen su propia lógica. Son
significantes con un alto grado de indeterminación con respecto a los múltiples
significados que han podido recubrir, lo que impide que pueda establecerse sin
previa demostración una línea causal que vaya de lo social a lo ideal. En esas
sociedades:

a) el mito ordena lo real y revela una organización permanente del universo desde
los orígenes,
b) todo acontecimiento que pueda producirse está de antemano inscrito en sus
coordenadas, lo que le impide presentarse como nuevo. Es más, se entiende que los
acontecimientos nuevos derivan del estado primigenio de los seres expresado en la
narración mítica. Así se elimina radicalmente todo evento que pudiera dar al traste
con la organización de las cosas que el pensamiento salvaje presenta al hombre
antiguo, y
c) por último, el mito es impermeable, o casi, a los mentís de la experiencia, como la
misma ciencia. El pensamiento salvaje posee un mecanismo tal que logra validarse
siempre, tanto cuando fracasa como cuando triunfa.
B.- En segundo lugar fue el metal, que vino acompañado de toda su corte de
organización ciudadana de la vida, domesticación de animales y plantas,
sedentarismo…¿Y después? No parece que pueda añadirse algún nuevo progreso
comparable a estos dos. Los del día de hoy podrían considerarse como la epifanía del
herrero y sus sucesores. Podrían ser, sí, el inicio de una revolución tan profunda
como la del Neolítico, pero es pronto para saberlo.
Lo que sí sabemos es que hoy vivimos en medio de transformaciones vertiginosas
que, como más arriba decía, están llevando a todas las culturas a una confrontación
sin precedentes en la existencia de la humanidad. Ésta es una sociedad que vive y se
piensa en la historia. Existe sobre la diferenciación y estratificación en clases, castas,
gobiernos…, lo que la empuja al cambio. Su potencia de transformación ha destruido
la antigua estabilidad natural, ha convertido en fin supremo el transcurso del tiempo
y la introducción permanente de novedades que trastornan a cada paso su
estructura. Es como una computadora en que la introducción ininterrumpida de
nuevos programas obliga una y otra vez a cambiar de máquina. Por contraste, las
antiguas poseen un programa en que pueden ir integrando sucesivamente todos los
datos procedentes del teclado, es decir, de la experiencia o la historia. No es que
nuestro mundo, en comparación con el antiguo, se abandone al desorden de lo
irracional, sino que, con sus creencias políticas, económicas, filosóficas, religiosas…,
coloca en el futuro nunca alcanzado la verdad del hombre. No en vano nuestro
tiempo existe bajo el signo de la revolución, un signo que empieza siendo ideología y
después es rechazado en ese nivel, pero sigue su labor soterrada, -viejo topo la llamó
Marx-, tratando siempre de destruir lo existente con el fin de lograr un orden que
nunca es el definitivo. No me refiero sólo ni principalmente a luchas acompañadas
de toma del poder político. Digo que la revolución es idea y es realidad, aunque no lo
sean de idéntica forma.

E. Ideología y ciencia verdadera

Aquí se atiende sólo a lo mental. Esta digresión a través de las formas culturales tenía
el fin de concluir en la existencia de las dos clases de simbolización a cuyo contraste
se ha entregado reiteradamente la antropología social. Por una parte hay un
pensamiento que, pese a encontrarse profusamente extendido en las civilizadas, ha
solido concebirse como propio de las sociedades salvajes, sociedades que he
clasificado como naturales por tender siempre a restaurar el orden original que sus
mitos les presentan. Por la otra está el pensamiento científico, que se ha querido
convertir en modelo inherente a los grupos y a las ideologías de nuestro tiempo, pues,
como los mitos para el primitivo, pero en sentido inverso, representa de modo
ejemplar la idea del orden tal como es concebido por el civilizado.

Se puede demostrar que, en contra de la tendencia derivada del marxismo, que ve lo


mental como efecto de lo social y niega que pueda entenderse lo primero sin referirse
a lo segundo, es lícito detenerse en la confrontación de ambos sistemas de ideas
desligadas de cualquier otra consideración, siguiendo algunos principios
establecidos por el propio Marx. Dos afirmaciones claves de este autor deben ser
tenidas en cuenta:
1. que ninguna sociedad es como se piensa, y
2. que los hombres hacen la historia sin ellos saberlo.
Que los hombres sean causa de su propio ser social excluye a las fuerzas naturales o
sobrenaturales, cuya acción, si existe, queda incluida en la práctica humana y opera
solamente a través de ella. En ello consiste la humanización de lo natural y lo divino.
Pero los hombres no lo saben: práctica y saber se dan de hecho desligados. Marx
llega a decir que el segundo actúa como un velo que oculta al primero a los ojos de
los hombres. En consecuencia, deben admitirse las siguientes afirmaciones:

Primera.- Una vez que se ha hecho la distinción entre el ser social del hombre y la
gama de ideas que lo expresan, no es lícito reducir uno de los términos al otro, pues
equivaldría a eliminarla de nuevo. Que la acción económica fundamente los
complejos sistemas ideales de una sociedad no pasa de ser una orientación dada al
historiador, que éste se encargará de poner a prueba en cada caso concreto, pero no
es una tesis demostrada ni evidente por sí misma. Y, en lo que atañe al contraste de
que aquí hablamos, el que enfrenta al pensamiento salvaje con el científico, no puede
ser tenida en cuenta antes de someter a examen aquello de que constan los términos
que se contrastan. La constatación de su origen o causa sólo puede ser posterior.
Segunda.- Por otra parte, en las tesis de Marx se halla también explícita la
confrontación entre saber ideológico y ciencia verdadera, distinción que en su caso
se halla ligada a la tesis revolucionaria, es decir, a una tesis que no pertenece a la
ciencia: será el proletariado el que, dueño de la significación del total de la sociedad
por su propia evolución como clase especial, acceda definitivamente al verdadero ser
de lo social. Aquí no es el sabio el que, después de un largo proceso de disciplina y
método, como el cautivo de la caverna de Platón, hace ciencia, sino que es la situación
propia de una clase social más de las varias en que se ha dividido el todo social la que
habrá de servir de ascenso al verdadero saber. Lo cual es una confusión
del desideratum del revolucionario y la explicación del científico.
Tercera.- Por último, la división de la realidad social humana en base real y
superestructura mental es una división hecha en el seno de lo mental. En la realidad
no es evidente. Antes al contrario, los objetos que se denominan infraestructura
económica y superestructura mental se dan entrelazados indisolublemente y nada
permite suponer que uno es más real que el otro. Ha sido tarea de la ciencia, por
criterios que son de su incumbencia, el disociarlos en un cierto estadio de su
desarrollo.
Por todo lo cual no puede tenerse en cuenta el criterio de la adecuación a la realidad
del pensamiento verdadero frente a la inadecuación del ideológico. Ambos conjuntos
son sistemas simbólicos con el mismo derecho y se deben a la misma capacidad
intelectual, por lo que es sobre ese registro sobre el que deben ser confrontados, no
sobre la fidelidad mayor o menor con que representen lo real.

La antropología social no siempre se ha guiado por este propósito. A la hora de


distinguir lo que es necesario de lo que es solamente accidental, algunos estudiosos
se han dejado impresionar por la marcha triunfante del pensamiento científico y lo
han identificado con el verdadero intelecto del ser humano en general. Uno de los
más representativos de esta tendencia es Lévy-Bruhl, que identificó la razón con la
ciencia positiva y asimiló a ésta con el pensamiento propio de Occidente. La
continuación no podía ser otra que deslindarlo del pensamiento primitivo, relegando
a éste, si no a lo irracional, sí a un estado alejado de lo racional que el mismo Lévy-
Bruhl fue incapaz de explicar. Adujo que el mecanismo propio de éste es la ley de la
participación, en virtud de la cual la mente del salvaje confunde en un solo ser
contenidos de conciencia heterogéneos. Se trataría, pues, de una ley capaz de
suplantar el principio de contradicción, por cuya virtud la mentalidad arcaica, una
clase de pensamiento confuso, incapaz de distinguir contenidos desiguales, sería
netamente diferente de la lógica del civilizado.

Esta posición es indefendible, porque no es posible que haya confusión de elementos


heterogéneos allí donde previamente no han sido separados y definidos como
heterogéneos. Algo ha debido primero hacer desiguales los contenidos que el salvaje
no distingue posteriormente. Luego la distinción, la discriminación, el sistema… son
lo primero, y no cabe la posibilidad de acusar de confusa a una ideología basándose
en la supuesta ley de la participación, como hace Lévy-Bruhl. Otra cosa es que cada
sistema de ideas establezca diferenciaciones que le son propias y a continuación no
sean directamente traducibles a las de otro. El pensamiento arcaico es racional con
el mismo derecho que el científico positivo. Cada uno define por su cuenta las clases
de equivalencia que están permitidas y las que no. En principio hay la misma clase
de lógica cuando un cheroquee afirma ser un oso hormiguero que cuando un
científico dice que la luz es una onda. Ambos formulan un juicio en el que un objeto
se define por su extensión, haciéndole pertenecer, junto con otros seres, a una clase
más amplia, que es la expresada en el predicado. En esto son indistinguibles, pues la
operación lógica es la misma.
F. El evolucionismo de Durkheim

Esta tesis es ya la defendida por Durkheim. Según observa en su estudio de la religión


primitiva, existen motivos suficientes para decir que el pensamiento científico y el
religioso muestran semejanzas tan grandes que, pese a no bastar para identificarlos,
sí son suficientes para ver que pertenecen a la misma especie, aunque muestren
diferencias de grado. Dichas semejanzas son básicamente tres:

a) la organización jerárquica de las ideas,


b) la finalidad especulativa, y
c) el otorgar prioridad al concepto sobre los datos de la experiencia.

La existencia de esta igualdad hace en Durkheim plausible su tesis evolucionista: está


claro que no es posible cambiar desde una cosa a su contrario. Si hay cambio, algo
del punto de llegada debe estar ya presente en el punto de partida.

El evolucionismo de Durkheim se fundamenta en su teoría del signo. El individuo


está limitado a lo empírico estricto, a lo sensible. Es la sociedad la que transforma lo
sensible, sea onda acústica, objeto visual, sensación corporal… en signo –aliquid stat
pro aliquo-, transformando al individuo de animal en hombre. Así es como lo social,
que es inseparable, si no indistinguible, de lo simbólico es el paso de la sensación al
concepto, de lo animal a lo humano. Ése es el comienzo de la historia del
pensamiento, pues ahí está ya dada la cara que acompaña al significante. Y es
también el nacimiento de lo social y de la religión. De ese lugar de origen se habrá de
expandir a los demás mundos de la vida humana y, en particular, a la ciencia. Pero
ésta no conserva todos los rasgos del comienzo, sino que selecciona unos cuantos y
deja de lado los demás. La religión es sistema de ideas en la misma medida en que
es también conjunto de principios para la acción, o, dicho de otra manera, se dirige
no sólo al pensar sino también al sentir, que es la fuente de la práctica, algo a lo que
ninguna ciencia puede aspirar, pese a que más de una lo ha querido. La sociedad
objetiva sentimientos en la religión, vaciando y cristalizando las interioridades
subjetivas en una forma comunitaria, en tanto que la ciencia positiva se ha propuesto
siempre retener solamente la forma abstracta de aquellos primeros seres mentales,
lo que la ha llevado a perder todo contacto con lo vivido. Así es como pueden sufrir
variaciones las categorías del intelecto: varía la materia, el contenido, pero
permanece inalterable la forma. Ésta es la base de la postura evolucionista de
Durkheim.
Pertrechado de estas ideas, le es fácil al antropólogo rechazar vigorosamente la
contraposición de Lévy-Bruhl entre pensamiento primitivo y científico, pero para
caer en una nueva dualidad. El individuo empírico y sus oscuras funciones
cognitivas, tales como imágenes, sensaciones sentimientos…, se enfrentan ahora a la
mente, que es social y conceptual. Esta es el alma en cada hombre particular, forzada
también, como puede verse, a habitar un cuerpo que le es extraño. Como en el
ascenso platónico a la verdad de las Ideas era necesario irse desprendiendo antes,
mediante una educación estricta, del lastre de la materia, ahora es la historia de la
sociedad la que tendrá que ir liberando el concepto de todo lo concerniente al sentir.

Pese a sus palabras en contra[4], Durkheim admite en su sociología que la sociedad


es una entidad supraindividual existente por encima de la realidad natural. En la
mejor tradición comteana, concibe la sociología como ciencia de lo psíquico. Puesto
que además cree que la sociedad es una sustancia, le asigna un psiquismo propio, un
tipo de vivencia específica, la presión del sentimiento, que liga a los hombres entre
sí, pero que, formando parte de los primeros seres mentales existentes, es a la fuerza
una traba para reencontrar el camino de lo natural y expresarlo, es decir, para hacer
ciencia, pues sentir no es pensar. En efecto, hacer ciencia, según Durkheim, es
representar algo que para los hombres es una situación olvidada, para lo que no hay
más remedio que hacer uso de la misma herramienta por la que olvidaron aquel
estadio y empezaron a formar parte de su contrario. El concepto, desligado de toda
traba comunitaria, abstraído de todo impedimento afectivo, será el único
instrumento útil para el científico.
G. Disolución del sujeto: Lévi-Strauss

La solución, según Lévi-Strauss no puede ser otra que disolver el sujeto, no


solamente el individual, como hizo la ciencia clásica al destruir la confiada seguridad
del aquí y el ahora sentidos por el individuo como centro de todo lo existente, sino
también el social. Sólo así se borrarían de golpe todos los obstáculos teóricos para la
aceptación definitiva de una sola clase de pensamiento y podría admitirse que el
intelecto se comporta siempre siguiendo las mismas reglas y se expresa igualmente
en dos dominios máximos, lo subjetivo y lo objetivo, pero que ésas son distinciones
que el avance de la ciencia acabará por diluir. Pero por ahora no son distinciones
ontológicas y casi ni siquiera metodológicas.

Durkheim no escapa del todo de la fuerza de atracción del dualismo. No así Lévi-
Strauss, o al menos no en el mismo sentido, pues invierte bruscamente la dirección
seguida hasta el momento por la filosofía moderna. La historia de ésta es la historia
de un largo diálogo entre el sujeto y el objeto. Desde Descartes se ha tendido a
magnificar al primero hasta hacerle acaparar toda la conversación. El diálogo se hace
monólogo, el mundo enmudece y todo adquiere características subjetivas. Con
distinto sesgo, esto es aplicable a Hegel, Marx, Wittgenstein, Kant… Lévi-Strauss,
por el contrario, dice que el hombre es una palabra de una conversación que la
naturaleza mantiene consigo misma, a través de él y sin él saberlo. La filosofía ha
querido tomar parte en ella sin haber sido invitada, pero ha tenido que enviar por
delante a la semántica, que a su vez ha delegado en la antropología estructuralista.
Esta antropología quiere presentarse como una ciencia natural del pensamiento, del
espíritu, que es uno y el mismo en todas partes, pero se manifiesta en una
multiplicidad de sistemas culturales, multiplicidad que es inevitable, pero no
irreductible, pues más allá de ella, más allá de la cultura, reino de la diferencia, está
la actividad propia del espíritu, que es, en consecuencia, la unidad natural misma, el
modo especial de funcionar de la corteza cerebral, que es un producto suyo como
cualquier otro. La mente es, pues, una cosa entre las cosas, no un sujeto frente a ellas.
Si todo lo humano es manifestación de la acción del córtex cerebral, las diferencias
que puedan observarse entre unas obras y otras tendrán que deberse a los avatares
del tiempo y, en consecuencia, no podrán ser rigurosamente reales.

La actividad del espíritu es siempre razón analítica aplicada, de lo cual es una prueba
más el caso del totemismo. Éste se había solido ver como una creencia religiosa,
como una institución… Freud lo vio como la transgresión que funda la cultura:
asesinato del padre, posesión de las hembras, sentimiento consecuente de culpa,
prohibición del incesto… Siempre se había interpretado como una cosa, pero no lo
es. Ni siquiera Durkheim, aun habiéndolo enfocado correctamente supo ver en qué
consiste. No es una institución, sino un procedimiento clasificatorio, una
nomenclatura hecha de términos animales y vegetales de la que hace uso el salvaje
para introducir en su sociedad discriminaciones paralelas a las previamente
utilizadas en la naturaleza circundante. Un nativo puede pensar que es un lobo y su
vecino que es un oso. Mas no lo piensan porque se identifique cada uno de ellos con
el animal epónimo después de haber percibido algunas semejanzas, reales o
imaginarias, entre seres naturales y seres humanos, sino porque aplican a hombres
las distinciones aplicadas previamente a animales. La operación es así: como se
distingue un lobo de un oso me distingo yo de mi vecino. Una vez establecidas estas
discriminaciones paralelas en el reino natural y el social, puede venir la adjudicación
de semejanzas sensibles y se dirá tal vez que el clan del oso es más fuerte que el del
lobo, éste más astuto… Pero no se parecen las semejanzas, sino las diferencias, dice
Lévi-Strauss. Por todo esto, la posición más correcta para el estudio del totemismo
es la nominalista. Lo que queda después de aplicarla es un procedimiento de
discriminación -A se distingue de B como B se distingue de C…- apto para aplicarlo
a cualquier terreno.

Pero, tras haber mostrado con notable rigor que el pensamiento salvaje es razón
analítica aplicada a lo concreto, después de haber conseguido algo que parecía
contrario a toda razón -a toda razón cartesiana, se entiende-, que las
representaciones sensibles tienen también una lógica que no difiere esencialmente
de la del científico, después de haber cerrado la brecha entre el pensamiento salvaje
y el científico, no puede aceptarse la separación que Lévi-Strauss introduce de nuevo
entre ellos. El criterio de demarcación es ahora el del determinismo, una desmedida
instauración de relaciones necesarias, pero relaciones de hecho, en el caso de la
magia y la brujería, al contrario que la ciencia, que restringe la aplicación de dichas
relaciones, realmente necesarias según afirma, a campos restringidos y definidos
previamente con precisión. Como prueba de lo cual aduce el argumento de las líneas
causales independientes que se cruzan al azar, azar que el pensamiento primitivo no
accede a dejar sin cubrir. Otras peculiaridades distintivas que el autor señala son
también importantes, pero se las puede considerar reductibles a ésta, por lo que me
detendré en ella por un instante.

Aristóteles pone un ejemplo de líneas causales independientes que se cruzan al azar


que es válido para nuestro caso. Si yo voy al mercado a comprar algo, dice, puede
suceder que me encuentre con un deudor mío y que, aprovechando la ocasión, me
pague lo que me debe. Ni él ha ido al mercado a saldar su deuda ni yo a cobrarla, sino
que los dos nos hemos movido por motivos distintos, que, encadenados en dos series
diferentes, han producido un cruce casual, una coincidencia que no estaba inscrita
en ninguna de las dos cadenas. Decimos que ha resultado así por casualidad, pese a
que podría parecer que los hechos se pudieran explicar mejor como producidos por
un propósito oculto, cosa que nosotros no admitimos. Sin embargo, entre los azande,
un pueblo del Sur del Sudán, cuando un granero que estaba en mal estado se
desplomó sobre un hombre y lo mató, no se atribuyó el hecho a la casualidad. Se
reconoció la existencia de dos líneas causales distintas: el deterioro progresivo del
granero, que presagiaba ruina inminente, y el hecho de que un hombre puede estar
en cualquier momento paseando por sus inmediaciones, pero ellos pensaban que la
cuestión fundamental era esta otra: ¿por qué se tuvo que hundir precisamente sobre
esta persona concreta? Cualquier zande podía saber que el granero habría caído de
todos modos, pero que lo hiciera precisamente en el instante en que pasaba alguien
por debajo, no estando en las cercanías del poblado, y que quien pasara fuera tal
individuo y no otro cualquiera, eran hechos que se negaba a admitir sin remitirlos a
alguna causa.

Obsérvese que la contraprueba es harto difícil, si no imposible. Coherentes con este


rechazo del azar, los azande atribuyen la desgracia a la enemistad de algún brujo. La
creencia mística pone una causa donde un occidental como Aristóteles no ve
necesidad de ella.
Esta exigencia desmesurada de relaciones necesarias por parte del salvaje es una
situación de hecho que muchos antropólogos podrían constatar, pero no basta para
distinguir la brujería de la ciencia. Lévi-Strauss afirma que lo propio de la ciencia es
la posesión de relaciones realmente necesarias aplicadas a campos restringidos de
fenómenos previamente definidos con precisión. Valga lo segundo, pero no lo
primero: frente a otras clases de conocimiento, el científico tiene conciencia de
límites, en tanto que el sentido común, pese a ser muchas veces certero, rara vez se
percata de los límites dentro de los cuales es válido. La ciencia, por el contrario, trata
de hallar las conexiones sistemáticas sobre las que aquél se asienta para saber
cuándo es válido y cuándo no. Es así porque el conocimiento común depende de la
experiencia acumulada por la tradición y el medio en que se halla, y suele ser
aceptable mientras éstos no varíen, pero se desmorona en cuanto esto sucede. De ahí
que la ciencia sea un conocimiento más apto para sociedades sujetas al cambio y la
expansión que para sociedades tradicionales. Es precisa y sistemática. Son dos
características que deben admitírsele, pero su sola aceptación no equivale a concluir
que es más acertada, o más verdadera, o más ajustada a la realidad… o cualquier otra
cualidad semejante que se le quiera adjudicar. Más bien sucede lo contrario. Lo
demuestra el hecho de que la duración de las creencias del sentido común se mide
en siglos, y hasta en milenios, en tanto que la ciencia, por su afán de precisión y
exactitud, se ve impelida a modificar el lenguaje corriente, a crear conceptos nuevos,
a dotar de contenido a los antiguos…, hasta conseguir un simbolismo público del que
sea posible eliminar toda interpretación personal, por lo que resulta con más
facilidad falsa. No se contenta con saber que el agua rompe a hervir cuando se
calienta suficientemente, sino que necesita cuantificar con exactitud el fenómeno.
De ahí su mayor riesgo de cometer error, pues una afirmación científica admite
contrastación empírica con más facilidad que una afirmación de sentido común o un
creencia mística como la de la brujería. Por tanto, puede ser desmentida, lo que no
suele ser el caso para las otras. Pese a lo cual esto es cierto solamente en lo que
respecta a las proposiciones contrastables, que, tanto en uno como en otro
conocimiento, son las menos. Una vieja tendencia a aislar de todos los demás saberes
al científico nos ha conducido a mitificarlo en exceso. Lo hemos opuesto a la filosofía,
al sentido común, a la religión…, y, en el caso que nos ocupa, Lévi-Strauss, que había
situado el problema en un punto más adecuado que sus antecesores, lo opone al
pensamiento salvaje por atribuirle relaciones necesarias.

H. Final

Tres argumentos pueden oponerse a esta posición de Lévi-Strauss:

1.- El primero es el análisis que Hume hace sobre la conexión necesaria en el


principio de causalidad. Estimo que debe considerarse terminante hasta nueva
orden, lo cual no es una novedad que yo venga a añadir a esta cuestión. Por cortesía
omitiré ahora esta crítica y me atendré solamente a una de las breves formulaciones
que esgrimió el autor:
Todo lo que es posible pensar sin contradicción es posible que suceda y no hay en
consecuencia obligación alguna de admitir que es falso.

Puedo pensar sin contradicción que a un suceso le sigue otro y también puedo pensar
que le sigue su contrario.

En consecuencia, pueden suceder uno o el otro y no vengo obligado a admitir


relación alguna necesaria entre ellos.

2.- La segunda argumentación abunda en esto mismo. Dice que si se defiende que
una explicación científica solamente es tal cuando se expresa en los términos de una
ley o teoría lógicamente necesarias, entonces no es posible admitir que la ciencia
tenga capacidad para conocer el mundo o cualquier fenómeno dentro de él. Aparte
de que en ese caso dejaría de ser útil la experiencia, pues debería poderse deducir
todo conocimiento por procedimientos lógicos, sabemos que no hay un solo estado
de la explicación científica en que sea posible deducir todas sus leyes y teorías de
otras anteriores, pues éstas habrían de ser deducidas de otras a su vez anteriores,
etc…, lo cual conduce a un regreso al infinito. Por tanto, las leyes y teorías que sirven
de primeras premisas a todo el conjunto deben tenerse por lógicamente
contingentes. Pero si los fundamentos son contingentes, el edificio entero también
lo es. Esto no quiere decir que los principios de la ciencia hayan sido puestos de modo
arbitrario, ni, como a veces afirma el relativismo, que obedezcan a la mera opinión
del científico. Quiere decir solamente que, en su contexto explicativo, no es posible
extraerlos por procedimientos lógicos de otros anteriores y son, por tanto,
lógicamente contingentes, que lo es también el edificio entero y que,
consecuentemente, no procede contrastar al pensamiento científico y al salvaje
según el criterio del determinismo y de las relaciones lógicamente necesarias, pues
éstas no constituyen fundamentalmente a ninguno de los dos.

3.- La tercera y última razón viene del propio desenvolvimiento de la ciencia física y
de la noción de determinismo dentro de ella. Versa sobre el modelo a que se refirió
Laplace en un texto célebre:

«Un intelecto que en un instante dado conociese todas las fuerzas que actúan en la
naturaleza y la posición de todas las cosas de que se compone el mundo -suponiendo
que dicho intelecto fuese lo bastante vasto para someter estos datos al análisis-
abarcaría en la misma fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del
universo y los de los átomos más pequeños; para él no sería nada incierto, y el futuro,
lo mismo que el pasado, sería presente a sus ojos»[5].
Es el ideal del conocimiento clásico: un intelecto que reduce todo a una fórmula y
para el que lo pasado, lo presente y lo futuro dejan de ser momentos de un transcurso
y se tornan instantes, o, con más precisión, un sólo instante –in sto-. Un ser así
carecería de historia y de tiempo.
Pero la propuesta de Laplace debe tenerse en lo que vale y no más. En su descripción
de los estados físicos solamente se tienen en cuenta dos variables elegidas entre otras
que podrían haberse tenido asimismo en cuenta, pero se han desdeñado. Son la
posición de los cuerpos y su cantidad de movimiento. Pero el hecho de que el
pensamiento científico haya introducido una selección entre otras posibles, pese a
que por su medio haya alcanzado logros indiscutibles en el conocimiento de la
materia, indica que el propósito de los científicos del XVII no estaba inscrito
necesariamente en la naturaleza de las cosas. Indica también, en contra de la
ambición de Laplace, que las conclusiones extraídas de su utilización no pueden
ampliarse justificadamente a todo el universo material, sino sólo a las variables
mencionadas. Por último, son muchos los científicos que en nuestros días, debido a
la irrupción de la mecánica cuántica, niegan, acaso con verdad, toda posibilidad de
determinismo para el pensamiento científico. Esto ciertamente no es suficiente para
admitir que la física actual sea indeterminista, pero sí para defender que podría
suceder que lo fuera, lo que basta para no seguir a Laplace en su decisión ontológica.
Y tampoco a Lévi-Strauss en la suya, pues él afirma que la naturaleza solamente se
deja atacar científicamente, que en su caso quiere decir mediante el establecimiento
de relaciones necesarias, por el flanco del concepto, y que en eso se distingue del
pensamiento salvaje.

Es hora de concluir. La descripción que Lévi-Strauss hace del pensamiento salvaje


es válida no sólo para él, sino también para el pensamiento científico. Una misma
lógica opera en ambos. Lo sorprendente del caso es que este autor lo ha logrado
desde el análisis del primero, no desde el del segundo. Es decir, desde la perspectiva
del primitivo, no desde la del civilizado. La diferencia estriba en que uno es lógica de
lo sensible y el otro de lo conceptual. Pero eso no significa para lo científico el
establecimiento de relaciones necesarias, pues éstas solamente se dan en lo que
Hume denominó relaciones de ideas, que son las propias de ciencias formales como
la matemática o la lógica, pero no de las naturales. No hay juicios sintéticos a priori.
No existen leyes universales y necesarias acerca de hechos. Luego las ciencias de la
naturaleza y el pensamiento salvaje, aunque guardan diferencias entre sí,
permanecen al mismo plano. Esto quiere decir que la razón no está sólo de parte del
concepto. No está solamente en las ideas de la mente. También habita en el cuerpo,
en lo sensible, en los objetos de la imaginación. Esta solución es una nueva clase de
mecanicismo. El clásico se situaba del lado de la materia inerte y se olvidaba de las
riquezas del espíritu. Más difícil tenía que ser extender a la materia una concepción
mecánica previamente pensada para expresar esas riquezas.
Esta solución, claro está, abre nuevos problemas. El fundamental es el de qué ha de
entenderse por razón. Quedarán para otra ocasión. En ésta abrigo solamente la
esperanza de haber cumplido mi propósito mostrando las inconsistencias del
dualismo que no han sabido evitar totalmente estos autores, por lo que se han visto
obligados a oponer sobre un nuevo plano la ciencia y el denominado pensamiento
primitivo. La contraposición establecida por Lévi-Strauss, la más sutil de todas,
procede de no haber precisado correctamente qué cualidades hay en el objeto que
deban considerarse necesariamente pertenecientes a él y cuáles no. El determinismo
y las relaciones lógicamente necesarias, que Hume llamó relaciones de ideas, no son,
en contra de lo que él cree, cualidades distintivas de la ciencia, y no valen para
establecer distinción alguna entre ella y el pensamiento salvaje. Pero sí es válido lo
que el autor dice sobre éste último, por lo que lo atribuido a éste vale también
automáticamente para la ciencia. ¿Qué opción debe elegirse entonces? La que yo me
atrevo a proponer consiste en volver a alguna teoría cercana a la profesada por
Durkheim. Aceptar la igualdad fundamental entre pensamiento salvaje y científico,
aparte de ser teóricamente coherente, podría dar lugar a investigaciones fructíferas.
Lo que no niega, claro está, los cambios, pero éstos tendrían lugar en el terreno de
las llamadas ‘tecnologías del intelecto’ que, como la escritura, han hecho que el
pensamiento del hombre sea más bello, más preciso, más sistemático… pero no más
pensamiento.. Pero eso no puede ser asunto de este escrito.

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