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Nuestro primer presidente

Autor: Felipe Pigna


Ya a partir de 1823 la provincia de Buenos Aires había comenzado a tender los hilos
para reunir un nuevo Congreso cuyo cometido era, fundamentalmente, el de dar una
Constitución. Se buscaba además apoyo para solucionar el problema de la Banda
Oriental, incorporada al Brasil con el nombre de Provincia Cisplatina.

Lentamente, la iniciativa fue prendiendo, y en diciembre de 1824 representantes de


todas las provincias de la época –incluidos los de la Banda Oriental, Misiones y
Tarija– comenzaron a sesionar en Buenos Aires, cuyo gobierno era ejercido por Las
Heras.

El Congreso tomó diversas medidas; entre ellas, la Ley Fundamental, la Ley de


Presidencia y la Ley de Capital del Estado.

La Ley Fundamental, promulgada en 1825, daba a las provincias la posibilidad de


regirse interinamente por sus propias instituciones hasta la promulgación de la
Constitución, que se ofrecería a su consideración y no sería promulgada ni
establecida hasta que la hubiesen aceptado.

Este promisorio comienzo sufrió sus primeras grietas el 6 de febrero de 1826, con la
creación del cargo de Presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Los
defensores del proyecto pretendieron utilizar la situación de guerra con el Brasil para
transformar en permanente el cargo provisorio que había sido delegado en el
gobierno de Buenos Aires. El candidato elegido fue Bernardino Rivadavia, lo que
molestó aún más a las provincias puesto que representaba a la tendencia unitaria.

Bernardino Rivadavia había nacido en Buenos Aires el 29 de mayo de 1780. Estudió


en el Colegio de San Carlos donde cursó Gramática, Filosofía y Teología, pero no se
graduó en ninguna de estas materias, abandonando los estudios en 1803. Participó
de la defensa durante las invasiones inglesas con el grado de Capitán en el cuerpo de
“gallegos”. El 14 de agosto de 1809, a los 29 años se casó “bien” con una joven muy
distinguida de la sociedad porteña: Juana del Pino y Balbastro, hija del octavo virrey
del Río de la Plata, Joaquín del Pino.

Cuando el 22 de setiembre de 1811 fue creado el primer Triunvirato, integrado por


Juan José Paso, Feliciano Chiclana y Manuel de Sarratea; Rivadavia fue nombrado
Secretario de Gobierno y Guerra. En el Triunvirato la personalidad política de
Rivadavia se impuso desde el primer momento y se tornó protagónica. Por su
iniciativa se sancionó el 19 de diciembre de 1811, el Estatuto, por el cual el Triunvirato
se transformaba en la autoridad máxima, disolviendo la Junta Grande. La política
centralista y autoritaria del Triunvirato provocó un gran descontento en el interior.

Fue un hombre clave del gobierno de Martín Rodríguez y desde su ministerio impulsó
reformas como la religiosa, la administrativa y la militar. También motorizó nuestra
primera deuda externa: el empréstito Baring y la Ley de Enfiteusis que permitía al
Estado bonaerense alquilar la tierra pública de la provincia hipotecada como garantía
del empréstito.

John Ponsonby, barón de Imokilly, enviado extraordinario y ministro plenipotenciario


de Gran Bretaña ante las Provincias Unidas, fue recibido por Rivadavia el 1º de
septiembre de 1826, con guardia de honor y salvas de artillería. Un mes después
escribía sobre Rivadavia: “El Presidente me hizo recordar a Sancho Panza por su
aspecto, pero no es ni la mitad de prudente que nuestro amigo Sancho. [...] Como
político carece de muchas de las cualidades necesarias”. Estimó, sin embargo, que
Rivadavia era “autor de muchas, beneficiosas y buenas leyes”.

La Ley de Capital del Estado, proyecto presentado por el nuevo presidente y


aprobado de inmediato, le hizo perder a Rivadavia también el apoyo de los porteños.
La ciudad de Buenos Aires quedaba bajo la autoridad nacional, hasta que ésta
organizara una provincia. La provincia había desaparecido, contraviniéndose así lo
expresado por la Ley Fundamental de 1825.

En diciembre de 1826 se terminó por aprobar una Constitución que, si no fuera por su
declarado republicanismo, coincidía en cuanto a su tendencia centralizadora con la de
1819 y, como aquella, provocó la airada repulsa de los caudillos y los pueblos.

Así fracasó este nuevo intento de organizar al país. Antes de presentar su renuncia
en junio de 1827, Rivadavia alcanzó a decir: “Fatal es la ilusión en que cae un
legislador cuando pretende que sus talentos y voluntades pueden mudar la naturaleza
de las cosas”.

Pocos días después el poder nacional quedaba disuelto y cobraban nuevos impulsos
la guerra civil y las autonomías provinciales.

Rivadavia se retiró definitivamente de la vida pública. En 1829 partió hacia Francia,


dejando a su familia en Buenos Aires. En París volvió a su oficio de traductor.
Pasaron por sus manos La Democracia en América de Tocqueville; Los viajes y El
arte de criar gusanos de seda de Dándolo. En 1834 decidió regresar a Buenos Aires.
Pero el gobierno de Juan José Viamonte le impidió desembarcar. Su mujer y su hijo
Martín, que lo esperaban en el puerto, subieron al barco y se sumaron a su exilio.

Los hijos mayores, Benito y Bernardino, tenían otros planes: se habían sumado a la
causa federal y estaban luchando para que Juan Manuel de Rosas asumiera
definitivamente el poder.

Los Rivadavia se instalaron primero en Colonia y luego en Brasil. Allí, tras un


accidente doméstico, murió Juanita del Pino en diciembre de 1841. Martín volvió a
Buenos Aires a unirse a sus hermanos. A fines de 1842 Rivadavia decidió partir hacia
Cádiz, donde se instaló junto a dos sobrinas, en una modesta casa del barrio de la
Constitución. Tenía sesenta y cinco años cuando hizo modificar su testamento al
advertir que sus sobrinas le estaban robando la poca plata labrada que le quedaba. El
2 de septiembre de 1845, pocos días después de este episodio, murió pidiendo que
su cuerpo “no volviera jamás a Buenos Aires”. Sin embargo, sus restos fueron
repatriados en 1857 y desde 1932 descansan en el mausoleo levantado en su honor
en Plaza Miserere, sobre la avenida más larga del mundo.

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