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Tema: Gran Cisma de Occidente

Introducción:

El presente trabajo intentará abordar la problemática referida al conocido Cisma de


Occidente o también llamado Gran Cisma de Occidente o Cisma de Aviñón, período
en cual, la Iglesia Católica se vio inmersa en una serie de especulaciones en cabeza
de 3 obispos que se disputaban la autoridad pontificia. Fue un proceso que duró
aproximadamente cuarenta años, donde la cristiandad no pudo definir claramente a
quién se le debía obediencia legítima. La Iglesia había perdido la unidad, y se hacía
imperioso encontrar una solución que lograra superar las mezquindades personales
y le devolviese a la Iglesia la armonía y concordia tan ansiada. ¿Por qué la Iglesia,
siendo una institución de tan larga tradición, no pudo resolver rápidamente la
situación?

Éste interrogante será resuelto durante el transcurso de la presente exposición para


luego ser retomado en el final de la misma.

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Capítulo uno: Antecedentes:

Son varios los antecedentes que se pueden citar para encuadrar el tema en
cuestión. Uno de ellos, consiste en el enfrentamiento entre el Papado y el reino de
Francia, situación que se arrastraba desde el conflicto entre Bonifacio VIII y Felipe
el hermoso. Felipe había decidido imponer impuestos como medio de recaudar
fondos para financiar las guerras emprendidas. Estos impuestos alcanzaban
también al clero; situación que desfavorecía a la Iglesia ya que veía seriamente
restringido sus ingresos. Como contrapartida, el Papa Bonifacio promulgó la bula
Clericis laicos, donde se prohibía bajo pena de excomunión, el cobro de impuestos
sin el consentimiento papal. La bula fue ignorada por Felipe, quien prohibió la
importación y exportación de productos a Roma. Bonifacio se vio forzado a firmar
un acuerdo por el que reconocía al rey de Francia la potestad de fijar tributos al clero
en caso de extrema necesidad y sin contar con la autorización previa del pontífice.
En sí, el trasfondo que subyacía era el ejercicio del poder: el monarca pretendía el
reconocimiento de la jurisdicción suprema del rey sobre todo sus súbditos, incluidos
los miembros de la jerarquía eclesiástica. Esto lleva a Bonifacio a promulgar la bula
Unam Sanctam en la cual, se reconocía la autonomía de la esfera política (poder
temporal) pero sujeta al poder espiritual del papa. “Así pues, declaramos,
afirmamos, determinamos y proclamamos que es necesario a toda creatura para su
salvación sujetarse a la autoridad del pontífice romano” (Porro subesse Romano
Pontifici omni humanae creaturae declaramus, dicimus, definimus, et pronuntiamus
omnino esse de necessitate salutis).1

Otro antecedente a tener en cuenta es la división que sufría el colegio cardenalicio.


Algunos consideraban que los papas de Aviñón eran demasiado proclives a la
política del monarca francés. Paralelamente, regresar a Roma se veía dificultoso
debido a las diferencias políticas entre las familias que mantenían a la ciudad en
jaque. Las divergencias entre los cardenales llevó a que los papas nombrasen sus

1
Bula Unam Sanctam, Bonifacio VIII – 18 de nov de 1302. http://www.iteadjmj.com/docs/unams.pdf
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propios cardenales, los que le debían obediencia absoluta, propiciando de este
modo el nepotismo.

Por último, se puede destacar el pensamiento intelectual de la época. Pensadores


como Duns Scoto o Guillermo de Ockham generaron una conciencia
antirracionalista dentro de la cristiandad. Entendían que se debía desconfiar de la
razón al tratar la Sagrada Escritura, ya que ella “contaminaba” la fe y lo que se
pretendía era; precisamente; proteger, custodiar la fe cristiana.

Capítulo dos: desarrollo

Un poco de historia

Retrotrayéndonos un poco en el tiempo y en una rápida recorrida por los años


previos al cisma podemos destacar algunos hechos que marcaron la fisonomía que
la Iglesia iría tomando con el devenir del tiempo y que, de alguna manera, sellaron
el destino de la misma.

Hacia el año 1303 se produce la muerte de Bonifacio VIII: que por sus dotes era el
único con la capacidad de enfrentarse al poder secular del rey de Francia. Luego
del corto pontificado de Benedicto XI (1303-1304), es Clemente V quien se convierte
en papa (1305-1314). Clemente quedó sujeto a las presiones y deseos de Felipe
IV; a tal punto que anuló las bulas Clericis laicos y Unam Sanctam, promulgadas
por Bonifacio VIII. Decidió no trasladarse a Roma y establecer su residencia en
Aviñón (desde 1309), quedando virtualmente bajo la influencia del rey francés. De
esta manera da inicio al período conocido como Papado de Aviñón o Segundo
cautiverio de Babilonia2 (haciendo referencia al sufrimiento padecido por los
israelitas durante su cautiverio en dicha ciudad).

La elección de la ciudad de Aviñón fue una movida estratégica: era una ciudad entre
Roma y Francia. No pertenecía a Francia ni estaba bajo la jurisdicción del Imperio;
pero estaba muy influida por lo francés. Formalmente pertenecía a la Corona de

2
Lortz, J., Historia de la Iglesia, vol. I, Madrid, Cristiandad, 1982, p. 503
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Nápoles y esta era feudataria de la Santa Sede. Representaba una ventaja
geopolítica ya que el centro político-cultural se había desplazado hacia el norte y
Roma había quedado fuera de dicho eje. De ahí que se convirtiera en el centro de
la vida política-social-cultural. El papa nombró cardenales (diez) de los cuales la
mitad pertenecían a su familia otorgándole un rasgo más afrancesado al colegio
cardenalicio, dando comienzo de esta manera a un claro nepotismo.

A Clemente V lo sucede en el cargo Juan XXII (1316-1334). Éste se caracterizó por


un pontificado activo y autoritario pero “dando un paso hacia adelante en la obra de
centralización de la Iglesia”.3 Su temperamento era cambiante: cordial y afectuoso
pero con arrebatos de cólera. Fue destacado como jurista y como administrador.
Durante su reinado tuvo que lidiar con grandes problemas: el enfrentamiento entre
el papado y el Imperio (enfrentamientos bélicos entre el poder espiritual y el poder
secular de Luis de Baviera, rey de Alemania) y por otro lado, el enfrentamiento entre
el papado y la familia franciscana (grupo de franciscanos radicales llamados los
espirituales, que habían adoptado una doctrina demasiado austera y cuyas
manifestaciones fueron tachadas de heréticas). Desde el punto de vista de la
administración eclesiástica, la actividad burocrática en Aviñón fue mayor que la
desarrollada en Roma (cfr. Hertling 1989: 217). Fue una administración centralizada
de gran estilo y con una especial atención fijada en el aspecto financiero, siendo los
tributos que se imponían, la principal fuente de ingresos del tesoro pontificio. La
razón principal de tales tributos era la gran administración central que requería una
sólida base financiera. Paralelamente, tuvo que lidiar con la aparición de la obra
Defensor Pacis, de Marcilio de Padua y Juan de Jandún, en la que se abogaba por
la autoridad suprema del concilio y se describía al papado en términos estrictamente
honoríficos y sin competencias temporales. Su pontificado culminó con una
predicación algo extraña: que las almas de los justos no alcanzaban la visión
beatífica sino después de la resurrección de los cuerpos y del juicio final. Esto le
valió la oposición de la mayoría de los prelados y maestros de teología. En la víspera
de su muerte reconoció que las almas purificadas estaban en el cielo.

3
Sanchez Herrero, J. Historia de la Iglesia II: Edad Media, Ed. Biblioteca de autores cristianos, Madrid, 2005,
p 454.
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A Juan XXII le sucede Benedicto XII (1334-1342), un papa reformador en todos los
aspectos. Era un monje teólogo, con muchas más cualidades que sus
predecesores. Fue el más competente en el aspecto doctrinal y administrativo. Con
la constitución Benedictus Deus corrige el error doctrinal de Juan XXII. Bajo su
pontificado, el Imperio avanza hacia la secularización institucional, se reforman las
órdenes religiosas y reacciona contra el nepotismo, encomienda la construcción de
un nuevo palacio con un tono austero pero funcional a sus intereses: permitiría
acoger a la mayor parte de los servicios y albergar los archivos pontificios (cfr.
Sanchez Herrero 2005: 455).

La línea pontificia continúa con el papa Clemente VI (1342-1352). Fue el pontífice


que llevó una política de grandeza: las construcciones, el lujo de la corte, la compra
de Aviñón que gravaron el presupuesto considerablemente. Contemporáneamente
a la compra de Aviñón (1348) se produce el despoblamiento de Europa debido a,
por un lado, la peste negra con la que debe tratar, la que arroja un saldo de muerte
entre la tercera o cuarta parte de Europa y por otro, el hambre que se convierte en
endémica. Hacia el año 1350 proclama el Jubileo a fin de atraer en masa a los
cristianos a la ciudad de Roma pero las masas se detienen en Aviñón marcando
claramente la dualidad establecida: Aviñón, la burocrática y Roma, la espiritual. Esta
situación sumada a los atentados sufridos durante el jubileo denotan claramente la
imposibilidad de su regreso a Roma. (cfr. Sanchez Herrero 2005: 459).

Con la elección de Inocencio VI, los cardenales creyeron poner un pie encima del
pontificado. El mismo debía someterse a la supremacía del Sacro Colegio, cuestión
que fue hábilmente resuelta por el papa debido a la anulación del compromiso
impuesto. Por otro lado, también resuelve el conflicto con el Imperio deponiendo a
Luis de Baviera, cargo que luego ocuparía Carlos IV de Luxemburgo (1347-1378).
Inocencio lucha con todas sus fuerzas a fin de recuperar los dominios en Italia
encomendando al cardenal Albornoz para dicha empresa. Hacia 1357 Aviñón se
torna insegura y los Estados Pontificios se pacifican: esto propicia la atmósfera para
el retorno del papa a Roma.

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Urbano V (1370-1378) viene a asumir luego de su predecesor Inocencio IV. Era
monje y a pesar de ser elegido papa siguió viviendo como tal. Expuso claramente
sus ideas respecto a los clérigos que no ejercían donde residían. Intenta regresar a
Roma pero con la muerte de Albornoz los Estados Pontificios se sumergen en el
caos nuevamente, lo que obliga a Urbano a volver a Aviñón donde fallece finalmente
hacia el año 1370.

Gregorio XI (1370-1378) es finalmente el papa que logra el cometido de volver a


Roma. La imposibilidad de regreso de Urbano le bastó como para convencerse de
dejar funcionando a seis cardenales al frente de la mayor parte de los servicios y
embarcarse con el resto hacia Roma. La travesía fue algo complicada pero consigue
arribar al tan ansiado destino. Se considera que fue el mérito principal de Santa
Catalina quien motivó el regreso definitivo a Roma por parte de Gregorio (cfr.
Hertling 1989: 223). Pero a poco de llegar fallece (marzo de 1378) dejando al
colegio cardenalicio dividido, lo que será crucial en los eventos sucesivos.

Capítulo Tres:

El Cisma

A la muerte de Gregorio XI, los cardenales que se encontraban en el Vaticano


decidieron reunirse en cónclave sin esperar al resto del Colegio Cardenalicio que
se encontraba en Aviñón, a fin de elegir al nuevo sucesor de la silla de Pedro. El
pueblo comenzó a presionar la elección “sonando las campanas y reclamando a
gritos un papa romano”.4 La sola idea de que el nuevo papa pudiese abandonar
Roma y dirigirse a Aviñón hacía crispar los ánimos del pueblo. Cabe destacar que
la presencia de un papa en Roma garantizaba las rentas de la corte pontificia,
peregrinos y visitantes, mientras que su desplazamiento a Aviñón significaba la
pérdida de riquezas, del prestigio y una ausencia de su obispo, lo que resultaba
intolerable. La elección fue rápida y recayó en el arzobispo de Bari, Bartolomé
Prignano quien tomó el nombre de Urbano VI.

4
Ludwing Hertling, S.I, Historia de la Iglesia, Ed. Herder, Barcelona, 1989, p. 223
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El electo papa rápidamente se ganó, a fuerza de hostilidades, la enemistad de los
cardenales al reprocharles el lujo con que vivían. Su carácter violento fue
agravándose con el correr del tiempo, lo que llevó a los cardenales a alejarse de
Roma, quienes buscan reunirse en un concilio general que declarase la nulidad de
la elección por estar viciada de violencia y no inspirada por el Espíritu Santo (cfr.
Sanchez Herrero 2005: 472). Reunidos en Fondi, toman conocimiento del
nombramiento de veintinueve nuevos cardenales por parte de Urbano, lo que los
lleva a elegir; con el apoyo de la reina de Nápoles, Juana I y el rey de Francia, Carlos
V; al cardenal Roberto de Ginebra, quien asume bajo el nombre de Clemente VII.
De esta manera comenzaría el Gran Cisma de Occidente, el que duraría treinta y
nueve años y que dividiría a la cristiandad en dos.

Todo se dio en duplicado: dos papas, dos colegios cardenalicios, dos facciones con
sus adeptos y detractores. Del lado de Urbano estaba Carlos IV, Italia, Inglaterra,
Hungría y Escandinavia. Al papa Clemente pertenecían fieles Francia, España,
Sicilia, Nápoles, Saboya, Escocia, Portugal y parte de Alemania. Y también los
santos tomaron partido por algún bando: Santa Catalina de Siena se mantuvo fiel a
Urbano mientras que San Vicente Ferrer militó en la obediencia al papa Clemente.

A ambos papas los sucedieron en sus respectivos cargos: por parte de Clemente,
su sucesor fue Bonifacio IX (1389-1404), a él lo continuó Inocencio VII (1404-1406)
y a éste, Gregorio XII (1406-1415). En Aviñón, a Clemente VII lo siguió Benedicto
III (1394-1423). En tanto, ambos lados pensaban y ensayaban posibles vías de
solución al conflicto reinante. En la proposición de estas vías colaboró la prestigiosa
Universidad de París, la que postuló cuatro medios para llegar a la unidad de la
Iglesia. El primero consistía en la vía de hecho (vía facti): vencer al adversario y
apoderarse de su persona. Clemente VII lo intentó varias veces pero fracasó en
todas. La segunda era la vía de la sustracción de la obediencia (vía reductionis
intrusi): sin adeptos ni recursos se obligaría a los papas a dimitir. La tercera vía
consistía en la conversación entre los dos papas concurrentes a fin de deponer su
actitud (vía discussionis, cessionis, compromisii) y el cuarto medio era el concilio
general (vía concilii) que para que tuviera legitimidad requería de una autoridad que
lo convocara. Así, fueron los cardenales disidentes quienes convocaron al concilio

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en Pisa en 1409: esto demostró claramente el terreno ganado por las teorías
conciliaristas que sostenían la superioridad del concilio general sobre el papa (cfr.
Sanchez Herrero 2005: 475). El resultado del concilio fue, por un lado, la deposición
de Benedicto XIII y de Gregorio XII bajo los cargos de cismáticos y heréticos, y por
otro, la elección de Alejandro V. El problema fue que ninguno de los dos papas
renunciarían a su cargo (ni el papa ni el antipapa) lo que arrojó una nueva
complicación: había un tercer papa en la escena. Lejos de solucionarse el cisma se
dio lugar a una profundización del caos reinante.

A la muerte de Alejandro V le sucede en su puesto el papa Juan XXIII, quien


radicado en la ciudad de Pisa, y en vista del fracaso del concilio de mismo nombre,
decide convocar a un nuevo concilio, esta vez en la ciudad de Constanza (aunque
todo el trabajo de convocatoria, presencia y participación en Constanza le
corresponde al emperador Segismundo). De tal manera que, fue programado para
el día 1 de noviembre de 1414 un concilio general ecuménico donde asistirían
Segismundo, Juan XXIII, Gregorio XII, Benedicto XIII, el rey de Francia y demás
soberanos católicos de occidente. Pero, una vez allí, el papa Juan XXIII creyó que
todo estaría de su lado para que fuese reconocido como único papa, lo que no
ocurrió. Para empeorar la situación, los universitarios propusieron que las
cuestiones fuesen decididas en votos por naciones y no per capita, lo que
perjudicaba notablemente a los italianos (cfr Lortz, 1982: 522).5 Viendo así
esfumada su posibilidad de mantenerse en su cargo, Juan XXIII huye a escondidas
de Constanza pensando hacer fracasar el concilio de esta manera. Pero fue gracias
a los esfuerzos del canciller de la universidad de París, Juan Gerson y al cardenal
Pedro de Ailly, que el concilio pudo arribar a una solución.

Se sostuvo que el concilio estaba por encima del papa y que por tal razón era
innecesaria “la autoridad del papa ni éste podía disolverlo, principio insostenible
teológicamente”.6 Fue la salida más elegante que se encontraba a tal atolladero. De

5
Lortz, J., Historia de la Iglesia, vol. I, Madrid, Cristiandad, 1982, p. 522

6
Ludwing Hertling, S.I, Historia de la Iglesia, Ed. Herder, Barcelona, 1989, p. 227
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resultas, el papa Juan XXIII, fue detenido, encarcelado y luego depuesto. El concilio
accedió a que Gregorio se le permitiera convocarlo formalmente a cambio de su
renuncia. Por su lado, Benedicto XIII no quiso desistir de su postura, a pesar de la
insistencia del incansable emperador Segismundo. Pronto, Benedicto quedó sin
apoyo y el concilio pudo deponerlo sin mayores peligros. Así fue como se eligió a
Odón Colonna como papa, quien tomó el nombre de Martín V, quedando de esta
manera resuelto el gran cisma de occidente.

Conclusión:

Podemos sostener, sin lugar a dudas, que la Iglesia reconoce sus raíces y su
fundamento en la persona de Jesús. Ella es una estructura organizada de hombres
que es guiada por la acción del Espíritu a lo largo de la historia, que en muchas
ocasiones se vio a merced de complicadas situaciones: persecuciones,
prohibiciones, etc., venidas desde los gobernantes y en otras tantas,
paradójicamente, gozó de la protección del poder temporal que la amparó, la
sostuvo y la impulsó. Pero siempre fue la gracia de Dios quien le marcó con sus
designios el camino a seguir. Por ello, cuando en el comienzo de este trabajo nos
preguntábamos respecto de la imposibilidad de una respuesta rápida al conflicto en
cuestión por parte de nuestra Iglesia, lo hacíamos desde una sana ignorancia de los
acontecimientos acaecidos. Las pasiones de los hombres fueron, son y serán
siempre las mismas. En nada se diferencian el hombre del año 1.000 d.C. con el
hombre contemporáneo. Su corazón late al ritmo de sus pasiones. Pero fue la
investigación sobre tales hechos lo que nos llevo a concluir que la Iglesia, a pesar
de todas las pasiones humanas: fue, es y será obra de Dios. Y como toda obra
divina, en ocasiones es expuesta al fuego de la prueba a fin de poder perfeccionarla,
purificarla y establecer su verdad en medio de ella. Ese proceso de discernimiento
y purificación le llevó cuarenta años hasta encontrar un refinamiento que la hiciese
reluciente como el oro. Y si bien podemos expresar que el peregrinar del cristiano
por este mundo es una constante purificación, sabemos que todo lo vivido en este
derrotero es para gloria de Dios. Porque ya lo dijo el evangelista: “Mas yo también
te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia; y las puertas del
infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16:18).

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Bibliografía utilizada:

* Sanchez Herrero, J. Historia de la Iglesia II: Edad Media, Ed. Biblioteca de autores
cristianos, Madrid, 2005.

* Ludwing Hertling, S.I, Historia de la Iglesia, Ed. Herder, Barcelona, 1989

* Lortz, J., Historia de la Iglesia, vol. I, Madrid, Cristiandad, 1982.

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