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Cisma de Occidente 2
Cisma de Occidente 2
Introducción:
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Capítulo uno: Antecedentes:
Son varios los antecedentes que se pueden citar para encuadrar el tema en
cuestión. Uno de ellos, consiste en el enfrentamiento entre el Papado y el reino de
Francia, situación que se arrastraba desde el conflicto entre Bonifacio VIII y Felipe
el hermoso. Felipe había decidido imponer impuestos como medio de recaudar
fondos para financiar las guerras emprendidas. Estos impuestos alcanzaban
también al clero; situación que desfavorecía a la Iglesia ya que veía seriamente
restringido sus ingresos. Como contrapartida, el Papa Bonifacio promulgó la bula
Clericis laicos, donde se prohibía bajo pena de excomunión, el cobro de impuestos
sin el consentimiento papal. La bula fue ignorada por Felipe, quien prohibió la
importación y exportación de productos a Roma. Bonifacio se vio forzado a firmar
un acuerdo por el que reconocía al rey de Francia la potestad de fijar tributos al clero
en caso de extrema necesidad y sin contar con la autorización previa del pontífice.
En sí, el trasfondo que subyacía era el ejercicio del poder: el monarca pretendía el
reconocimiento de la jurisdicción suprema del rey sobre todo sus súbditos, incluidos
los miembros de la jerarquía eclesiástica. Esto lleva a Bonifacio a promulgar la bula
Unam Sanctam en la cual, se reconocía la autonomía de la esfera política (poder
temporal) pero sujeta al poder espiritual del papa. “Así pues, declaramos,
afirmamos, determinamos y proclamamos que es necesario a toda creatura para su
salvación sujetarse a la autoridad del pontífice romano” (Porro subesse Romano
Pontifici omni humanae creaturae declaramus, dicimus, definimus, et pronuntiamus
omnino esse de necessitate salutis).1
1
Bula Unam Sanctam, Bonifacio VIII – 18 de nov de 1302. http://www.iteadjmj.com/docs/unams.pdf
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propios cardenales, los que le debían obediencia absoluta, propiciando de este
modo el nepotismo.
Un poco de historia
Hacia el año 1303 se produce la muerte de Bonifacio VIII: que por sus dotes era el
único con la capacidad de enfrentarse al poder secular del rey de Francia. Luego
del corto pontificado de Benedicto XI (1303-1304), es Clemente V quien se convierte
en papa (1305-1314). Clemente quedó sujeto a las presiones y deseos de Felipe
IV; a tal punto que anuló las bulas Clericis laicos y Unam Sanctam, promulgadas
por Bonifacio VIII. Decidió no trasladarse a Roma y establecer su residencia en
Aviñón (desde 1309), quedando virtualmente bajo la influencia del rey francés. De
esta manera da inicio al período conocido como Papado de Aviñón o Segundo
cautiverio de Babilonia2 (haciendo referencia al sufrimiento padecido por los
israelitas durante su cautiverio en dicha ciudad).
La elección de la ciudad de Aviñón fue una movida estratégica: era una ciudad entre
Roma y Francia. No pertenecía a Francia ni estaba bajo la jurisdicción del Imperio;
pero estaba muy influida por lo francés. Formalmente pertenecía a la Corona de
2
Lortz, J., Historia de la Iglesia, vol. I, Madrid, Cristiandad, 1982, p. 503
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Nápoles y esta era feudataria de la Santa Sede. Representaba una ventaja
geopolítica ya que el centro político-cultural se había desplazado hacia el norte y
Roma había quedado fuera de dicho eje. De ahí que se convirtiera en el centro de
la vida política-social-cultural. El papa nombró cardenales (diez) de los cuales la
mitad pertenecían a su familia otorgándole un rasgo más afrancesado al colegio
cardenalicio, dando comienzo de esta manera a un claro nepotismo.
3
Sanchez Herrero, J. Historia de la Iglesia II: Edad Media, Ed. Biblioteca de autores cristianos, Madrid, 2005,
p 454.
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A Juan XXII le sucede Benedicto XII (1334-1342), un papa reformador en todos los
aspectos. Era un monje teólogo, con muchas más cualidades que sus
predecesores. Fue el más competente en el aspecto doctrinal y administrativo. Con
la constitución Benedictus Deus corrige el error doctrinal de Juan XXII. Bajo su
pontificado, el Imperio avanza hacia la secularización institucional, se reforman las
órdenes religiosas y reacciona contra el nepotismo, encomienda la construcción de
un nuevo palacio con un tono austero pero funcional a sus intereses: permitiría
acoger a la mayor parte de los servicios y albergar los archivos pontificios (cfr.
Sanchez Herrero 2005: 455).
Con la elección de Inocencio VI, los cardenales creyeron poner un pie encima del
pontificado. El mismo debía someterse a la supremacía del Sacro Colegio, cuestión
que fue hábilmente resuelta por el papa debido a la anulación del compromiso
impuesto. Por otro lado, también resuelve el conflicto con el Imperio deponiendo a
Luis de Baviera, cargo que luego ocuparía Carlos IV de Luxemburgo (1347-1378).
Inocencio lucha con todas sus fuerzas a fin de recuperar los dominios en Italia
encomendando al cardenal Albornoz para dicha empresa. Hacia 1357 Aviñón se
torna insegura y los Estados Pontificios se pacifican: esto propicia la atmósfera para
el retorno del papa a Roma.
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Urbano V (1370-1378) viene a asumir luego de su predecesor Inocencio IV. Era
monje y a pesar de ser elegido papa siguió viviendo como tal. Expuso claramente
sus ideas respecto a los clérigos que no ejercían donde residían. Intenta regresar a
Roma pero con la muerte de Albornoz los Estados Pontificios se sumergen en el
caos nuevamente, lo que obliga a Urbano a volver a Aviñón donde fallece finalmente
hacia el año 1370.
Capítulo Tres:
El Cisma
4
Ludwing Hertling, S.I, Historia de la Iglesia, Ed. Herder, Barcelona, 1989, p. 223
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El electo papa rápidamente se ganó, a fuerza de hostilidades, la enemistad de los
cardenales al reprocharles el lujo con que vivían. Su carácter violento fue
agravándose con el correr del tiempo, lo que llevó a los cardenales a alejarse de
Roma, quienes buscan reunirse en un concilio general que declarase la nulidad de
la elección por estar viciada de violencia y no inspirada por el Espíritu Santo (cfr.
Sanchez Herrero 2005: 472). Reunidos en Fondi, toman conocimiento del
nombramiento de veintinueve nuevos cardenales por parte de Urbano, lo que los
lleva a elegir; con el apoyo de la reina de Nápoles, Juana I y el rey de Francia, Carlos
V; al cardenal Roberto de Ginebra, quien asume bajo el nombre de Clemente VII.
De esta manera comenzaría el Gran Cisma de Occidente, el que duraría treinta y
nueve años y que dividiría a la cristiandad en dos.
Todo se dio en duplicado: dos papas, dos colegios cardenalicios, dos facciones con
sus adeptos y detractores. Del lado de Urbano estaba Carlos IV, Italia, Inglaterra,
Hungría y Escandinavia. Al papa Clemente pertenecían fieles Francia, España,
Sicilia, Nápoles, Saboya, Escocia, Portugal y parte de Alemania. Y también los
santos tomaron partido por algún bando: Santa Catalina de Siena se mantuvo fiel a
Urbano mientras que San Vicente Ferrer militó en la obediencia al papa Clemente.
A ambos papas los sucedieron en sus respectivos cargos: por parte de Clemente,
su sucesor fue Bonifacio IX (1389-1404), a él lo continuó Inocencio VII (1404-1406)
y a éste, Gregorio XII (1406-1415). En Aviñón, a Clemente VII lo siguió Benedicto
III (1394-1423). En tanto, ambos lados pensaban y ensayaban posibles vías de
solución al conflicto reinante. En la proposición de estas vías colaboró la prestigiosa
Universidad de París, la que postuló cuatro medios para llegar a la unidad de la
Iglesia. El primero consistía en la vía de hecho (vía facti): vencer al adversario y
apoderarse de su persona. Clemente VII lo intentó varias veces pero fracasó en
todas. La segunda era la vía de la sustracción de la obediencia (vía reductionis
intrusi): sin adeptos ni recursos se obligaría a los papas a dimitir. La tercera vía
consistía en la conversación entre los dos papas concurrentes a fin de deponer su
actitud (vía discussionis, cessionis, compromisii) y el cuarto medio era el concilio
general (vía concilii) que para que tuviera legitimidad requería de una autoridad que
lo convocara. Así, fueron los cardenales disidentes quienes convocaron al concilio
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en Pisa en 1409: esto demostró claramente el terreno ganado por las teorías
conciliaristas que sostenían la superioridad del concilio general sobre el papa (cfr.
Sanchez Herrero 2005: 475). El resultado del concilio fue, por un lado, la deposición
de Benedicto XIII y de Gregorio XII bajo los cargos de cismáticos y heréticos, y por
otro, la elección de Alejandro V. El problema fue que ninguno de los dos papas
renunciarían a su cargo (ni el papa ni el antipapa) lo que arrojó una nueva
complicación: había un tercer papa en la escena. Lejos de solucionarse el cisma se
dio lugar a una profundización del caos reinante.
Se sostuvo que el concilio estaba por encima del papa y que por tal razón era
innecesaria “la autoridad del papa ni éste podía disolverlo, principio insostenible
teológicamente”.6 Fue la salida más elegante que se encontraba a tal atolladero. De
5
Lortz, J., Historia de la Iglesia, vol. I, Madrid, Cristiandad, 1982, p. 522
6
Ludwing Hertling, S.I, Historia de la Iglesia, Ed. Herder, Barcelona, 1989, p. 227
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resultas, el papa Juan XXIII, fue detenido, encarcelado y luego depuesto. El concilio
accedió a que Gregorio se le permitiera convocarlo formalmente a cambio de su
renuncia. Por su lado, Benedicto XIII no quiso desistir de su postura, a pesar de la
insistencia del incansable emperador Segismundo. Pronto, Benedicto quedó sin
apoyo y el concilio pudo deponerlo sin mayores peligros. Así fue como se eligió a
Odón Colonna como papa, quien tomó el nombre de Martín V, quedando de esta
manera resuelto el gran cisma de occidente.
Conclusión:
Podemos sostener, sin lugar a dudas, que la Iglesia reconoce sus raíces y su
fundamento en la persona de Jesús. Ella es una estructura organizada de hombres
que es guiada por la acción del Espíritu a lo largo de la historia, que en muchas
ocasiones se vio a merced de complicadas situaciones: persecuciones,
prohibiciones, etc., venidas desde los gobernantes y en otras tantas,
paradójicamente, gozó de la protección del poder temporal que la amparó, la
sostuvo y la impulsó. Pero siempre fue la gracia de Dios quien le marcó con sus
designios el camino a seguir. Por ello, cuando en el comienzo de este trabajo nos
preguntábamos respecto de la imposibilidad de una respuesta rápida al conflicto en
cuestión por parte de nuestra Iglesia, lo hacíamos desde una sana ignorancia de los
acontecimientos acaecidos. Las pasiones de los hombres fueron, son y serán
siempre las mismas. En nada se diferencian el hombre del año 1.000 d.C. con el
hombre contemporáneo. Su corazón late al ritmo de sus pasiones. Pero fue la
investigación sobre tales hechos lo que nos llevo a concluir que la Iglesia, a pesar
de todas las pasiones humanas: fue, es y será obra de Dios. Y como toda obra
divina, en ocasiones es expuesta al fuego de la prueba a fin de poder perfeccionarla,
purificarla y establecer su verdad en medio de ella. Ese proceso de discernimiento
y purificación le llevó cuarenta años hasta encontrar un refinamiento que la hiciese
reluciente como el oro. Y si bien podemos expresar que el peregrinar del cristiano
por este mundo es una constante purificación, sabemos que todo lo vivido en este
derrotero es para gloria de Dios. Porque ya lo dijo el evangelista: “Mas yo también
te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia; y las puertas del
infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16:18).
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Bibliografía utilizada:
* Sanchez Herrero, J. Historia de la Iglesia II: Edad Media, Ed. Biblioteca de autores
cristianos, Madrid, 2005.
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