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16/4/2019 Hambre | Edición impresa | EL PAÍS

PAÍS VASCO

COLUMNA

Hambre
JOSÉ F. DE LA SOTA

31 OCT 2006

No formó en las siniestras SS como Günter Grass (entre otras cosas porque tenía
entonces casi setenta años), pero simpatizó con el nazismo y apoyó sin reservas la
ocupación alemana de su país, Noruega. Al igual que el poeta Ezra Pound, después
de la guerra fue declarado loco, desposeído de sus propiedades y encarcelado. Pero
el precio más alto pagado por Knut Hamsun por sus delirios nazis fue la condena a
su obra, la escasa o nula difusión de sus libros y algo peor que el repudio: el olvido. Y
sin embargo Hamsun sigue siendo (no ha dejado de ser secretamente) uno de los
autores más potentes, avanzados y originales de la moderna literatura europea.
Releo estos días Hambre, su increíble novela (increíble porque en ella están Kafka,
Freud y Jung una década antes de que comience el siglo XX) y me sigue admirando
su vigencia.

Leer a Hamsun, entre las toneladas de cretona impresa con las que nos sepulta el
mercado editorial, es ingresar en la modernidad, aunque nos hable de algo tan
aparentemente fuera de lugar en nuestra sociedad del bienestar como el hambre,
ese extraño suceso, ese animal exótico. Hamsun relató en su novela, publicada en
1888, sus experiencias de aprendiz de escritor en Oslo. Su experiencia, sobre todo,
del hambre física. Los lectores sentimos las punzadas del hambre en el estómago y
en el cerebro del protagonista. El hambre como un perro de presa que no suelta a su
víctima. El mordisco del hambre que el novelista no pudo o no quiso olvidar.

Uno lee a Knut Hamsun y piensa en los caprichos (y también en las trampas) de la
memoria. Cierta memoria histórica, más inquisitorial que reivindicativa, es
responsable de que obras sobresalientes hayan sido juzgadas y condenadas por
expedientes meramente políticos. La memoria nos hace olvidar, paradójicamente, lo
único memorable de algunos personajes. No digo que la infamia no merezca su
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historia universal, como propuso Borges, pero tampoco creo en anatemas, capirotes
y estigmas. La memoria, es curioso, se puede convertir y se convierte a veces en
máquina de amnesia.

La memoria también es selectiva. Uno elige olvidar o elige recordar. Los recuerdos
nos hacen. Lo decía Valle-Inclán: no somos lo que vemos, sino lo que recordamos. Y
cada uno recuerda lo que quiere y hasta puede, si le apetece o si lo necesita,
procurarse un surtido arsenal de recuerdos falsos. Unos no quieren olvidar (ni que
los demás lo olvidemos) que Knut Hamsun fue un nazi durante algunos años. Knut
Hamsun, por su parte, nunca quiso olvidarse del hambre.

El recuerdo también tiene sus modas, Y ahora no está de moda recordar, como el
autor noruego, el hambre. En nuestro país, meca de cocineros y gastrónomos,
tampoco nadie quiere acordarse del hambre. Se supone que nuestros perros
siempre fueron atados con hermosas y largas longanizas. Tortillas deconstruidas,
cocineros convertidos en héroes nacionales, restaurantes con lista de espera de
semanas o meses o años, alimentos autóctonos o ecológicos o ambas cosas a un
tiempo a precio de oro. Todo a precio de oro y todos encantados, todo el mundo
tragando, deglutiendo, ingiriendo y metabolizando nuestra prosperidad.

¿Quién se acuerda del vino de mesa o quién del plato único? Hay cuestiones que es
mejor olvidar, seguramente. Tampoco es conveniente recordar los siete mil millones
de euros que los ciudadanos españoles, unos con otros, debemos a los bancos y a
las cajas de ahorros y gracias a los cuales por nuestras carreteras circulan los más
flamantes vehículos y nuestras casas (nuestras y de las entidades financieras) son
un muestrario del último equipamiento tecnológico. Hay prestamistas en todos los
rincones dispuestos a fiarnos tres mil euros para hacer realidad nuestros caprichos
(incluidos los caprichos gastronómicos y turísticos). En fin, uno lee a Knut Hamsun y
repara en que durante este año de la memoria histórica nos estamos olvidando del
hambre, es decir, del pasado (no tan lejano como algunos pretenden) de Euskadi, de
España y de Europa. El hambre es importada. Llega hacinada en barcos y en cayucos
y arriba a nuestras costas con sus ojos en blanco y su piel negra. La miramos como a
una cosa extraña, una desconocida a la que, sin embargo, conocimos muy bien hace
tiempo, hasta que decidimos olvidarla.
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* Este artículo apareció en la edición impresa del Martes, 31 de octubre de 2006

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