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EVOLUCIÓN HISTÓRICA DEL DERECHO INTERNACIONAL PÚBLICO

HASTA PRINCIPIOS DEL SIGLO XIX CON ESPECIAL


REFERENCIA AL VIRREINATO DEL RIO DE LA PLATA.

La sociedad internacional, en la actualidad, conserva los rasgos


fundamentales que caracterizaron a la misma en los siglos XV y XVI, por el
resquebrajamiento de la sociedad medieval como orden social jerarquizado
con dos Potestades supremas: la espiritual, que era el Papa y la temporal, el
Emperador.
Los Estados modernos se constituyen como poderes soberanos
independientes, apoyándose en una clase social emergente: la burguesía. El
surgimiento de una nueva clase de base mercantil en la Europa de la Baja
Edad Media (siglos XIII-XV), va a ser crucial en la creación de nuevas formas
de organización política que resulten más funcionales a un nuevo patrón de
acumulación del capital.
Estos nuevos poderes se asientan en espacios territoriales, haciendo
coincidir la frontera política con la barrera aduanera, y en los que el monarca,
quien concentra cada vez más el poder político, garantiza un espacio de
libertad e igualdad por la supresión del orden feudal. El Estado, en lo que se
denomina “la modernidad”, asume los monopolios fundamentales: fuerza,
moneda, tributación.
En el orden medieval anterior, había existido una confusión entre
propiedad inmueble, el poder público y ejercicio del mismo, en sus diversos
grados. La propiedad de la tierra confería jurisdicción y, a su vez, el ejercicio
de jurisdicción confería la posesión del Estado. La transformación del régimen
de propiedad en el norte de Europa, de la mano del comercio, culminará con
la Revolución francesa, produciéndose una acusada diferenciación entre la
propiedad individual del particular sobre los bienes inmuebles, y la soberanía
sobre el territorio que se atribuyen los Estados.
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Este proceso de territorialización del poder político, y de ruptura con el
orden jerárquico medieval se había iniciado en Europa ya en el siglo XIII, pero
se manifestará en todo su vigor a finales del XV. Surge así una nueva
sociedad internacional, anárquica (no caótica) en el sentido de no reconocer
una autoridad central, basada en el consenso de las nuevas unidades
políticas: los Estados. Es ésta una sociedad policéntrica, con soberanías
fuertemente territorializadas, independientes las unas de las otras y por esto
con una tendencia natural hacia la igualdad; los principios de subordinación y
jerarquía de la sociedad medieval quedan sustituidos por los de
independencia, igualdad y yuxtaposición o coordinación. Si en las
exposiciones clásicas del Derecho internacional pudo sostenerse que el
comienzo del Derecho internacional moderno hay que situarlo en la Paz de
Westfalia en 1648, que puso fin a la Guerra de los Treinta Años, esta
afirmación sólo es exacta en el sentido que Westfalia es la primera gran
conferencia internacional que consagra los nuevos principios y da estado
oficial a una evolución que se habla iniciado en Europa, por lo menos siglo y
medio antes. Y se hacía de la mano de la autodeterminación en materia
religiosa.
El Estado como formación política soberana, sí iniciará con la Paz de
Westfalia, un ciclo evolutivo que acabará por otorgarle sus caracteres
actuales, a lo largo del período que corre desde finales del siglo XVII hasta la
Primera Guerra Mundial. La concentración monárquica del poder político, así
como su fuerte territorialización, culmina en la noción del Estado nacional,
liberal y democrático de la Revolución Francesa. Pero la carga liberadora de
las propias ideas del Estado liberal opera una primera mutación sobre el
carácter cerrado que el sistema europeo de Estados había heredado del
orden medieval y no había acertado a superar. Este movimiento liberador
lleva a la primera ampliación de la sociedad de Estados. Inicialmente con la
emancipación de las colonias inglesas en el Norte de América y después de
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las españolas y portuguesas en la América Central y Meridional.
En la postguerra de la Primera Guerra Mundial y, sobre todo, en la de
la Segunda, se fragua un segundo proceso de emancipación colonial que hoy
se puede considerar definitivamente concluido. De los cerca de doscientos
Estados que constituyen hoy la comunidad internacional, la gran mayoría de
ellos son «nuevos Estados». Al contrario de lo sucedido en América a finales
del siglo XVIII y principios del XIX, la independencia de los nuevos Estados
no se ha producido sin rupturas culturales. Estos nuevos Estados, lejos de
introducir elementos nuevos y revolucionarios, imitan a los viejos en sus
planteamientos tradicionales. El Estado, que comienza siendo una
superestructura tiene el propósito de llenarla de contenido para llegar a ser
una nación. Como formación política sigue siendo el Estado la máxima
concentración de poder efectivo y la única institución capaz de garantizar el
respeto al Derecho y de garantizar el orden y la seguridad social.

Caracteres fundamentales de la sociedad internacional, adquiridos a lo


largo de su proceso evolutivo

Soberanía e igualdad
El rasgo fundamental de esta sociedad de Estados, es la de estar
compuesta por sujetos que quieren tener a su entera disposición la libertad de
decisión sobre su misma existencia, de tal modo que el interés primario e
inmediato en ellos es el particular y propio de cada uno de ellos. El principio
conductor primario de su actuar en el ámbito internacional es el
favorecimiento de sus propios intereses y no el del común y general. Se
establece así una tensión desde el punto de la filosofía jurídico política, de la
sociedad internacional y en el que nuestros clásicos (Vitoria, Suárez, etc.)
vieron el fundamento mismo del Derecho internacional: el bien común
general, y las formas existenciales concretas de esta sociedad internacional.
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Pero los Estados están forzados a coexistir en un mundo cerrado y,
forzados a aceptar una solidaridad de hecho que impone la propia
coexistencia. Sobre esta base mínima de solidaridad se asientan las primeras
formas del Derecho internacional de la yuxtaposición. La «autoridad superior»
que estos entes soberanos reconocen no tiene formas institucionalizadas, es
la de las reglas jurídicas, que ellos mismos han contribuido a crear. En este
Derecho de yuxtaposición las reglas fundamentales consagran primariamente
deberes de abstención o facultades de autotutela, que les autorizan a tomar
en mano propia la defensa de sus derechos, o de los que cada Estado, según
su libre apreciación, juzga ser tales (legítima defensa, ejercicio del derecho de
represalia y, en los casos extremos, recurso a la guerra).
A la vista de un orden jurídico de tal naturaleza es evidente que las
normas jurídicas, establecidas por común consentimiento, sólo pueden ser un
elemento más en la solución final que reciban los distintos conflictos
internacionales. Un presupuesto a toda ordenación jurídica interna en los
Estados modernos es que el conjunto de deberes y derechos jurídicos,
organiza y orienta la conducta de los ciudadanos. No ocurre así en la
sociedad internacional, la regla jurídica internacional es siempre un elemento
en la solución final del conflicto, pero su grado de eficacia, está muy lejos de
aquél conseguido por el Derecho interno. Más aún, el Derecho internacional,
tiene como fin principal, la regulación de la existencia pacífica, pero, en sus
formas más tradicionales, han escapado sistemáticamente a la acción de este
Derecho los factores beligerantes que comporta la propia estructura de la
sociedad internacional. La producción y comercio de armas entre Estados, la
eliminación de las grandes diferencias entre Estados «ricos» y pobres son
factores generadores de conflictos que escapan a la acción de las normas
internacionales.

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El principio de igualdad soberana de todos los Estados y el gobierno de
hecho de las Grandes Potencias :
La igualdad jurídica de los Estados sigue siendo uno de los elementos
estructurales de la sociedad internacional que consagra la Carta de las N.U.
Este principio formal se establece en función de la cualidad que todos tienen
de ser «soberanos», con abstracción de sus condiciones históricas, grado de
desarrollo cultura, etc. El Derecho internacional, tanto el consuetudinario
general como el de las organizaciones internacionales, lo recoge en multitud
de reglas. Pero la realidad política es muy otra; en la sociedad internacional
ha habido siempre Estados mucho mejor dotados para un ejercicio prepotente
del poder.
Fuera de las pretensiones hegemónicas mantenidas por España,
Francia e Inglaterra desde los siglos XVI y XVII hubo siempre un grupo de
Estados que se destacaron y ejercieron una función rectora.
Durante el siglo XIX los Estados que se reconocieron como grandes
potencias, formaron el denominado Concierto Europeo, y ejercieron
colectivamente sobre los demás Estados, un gobierno internacional de hecho.
Si en el sistema jurídico internacional general este rasgo estructural no pudo
encontrar reflejo adecuado en las normas internacionales, lo ha encontrado
en la organización internacional. Primeramente fue el Consejo de la Sociedad
de las Naciones quien, sin plasmarlo en norma precisa, establece de facto
una representación permanente de las Grandes Potencias, al lado de la
cambiante y coyuntural de los demás Estados; hoy está consagrado en la
composición del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Diremos –entonces- que el Derecho Internacional nace en la
modernidad como consecuencia del nuevo sistema europeo de Estado-
Nación gestado a partir del renacimiento y la reforma (proceso que culmina
con la Paz de Westfalia). Se convierte en el ordenamiento jurídico de la
sociedad de Estados (o comunidad internacional).
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NOTA: A fin de lograr una mayor comprensión del concepto moderno de Estado, se
acompaña a este apunte sobre la evolución del Derecho Internacional, una aproximación a la
Teoría del Estado como fue concebida con posterioridad a la Paz de Westfalia. Este complejo
teórico, expresado a través de los diversos pensadores que le fueron dando forma (en la
búsqueda del mejor gobierno) es el que acabó por definir al Estado como sujeto y actor
principal de las relaciones internacionales tal como las conocemos hoy.

El pensamiento en la Edad Moderna

ABSOLUTISMO
La concepción del Estado como poder centralizado de amplio ámbito
territorial advino con la Edad Moderna.
Con la Reforma cobraron fuerza las teorías del absolutismo estatal.
Hay un absolutismo que calificamos de pagano, porque elimina toda
consideración religiosa o teísta; y otro absolutismo religioso o cristiano que
monta su posición sobre supuestos divinos, o por lo menos no los rechaza.
En el absolutismo pagano encuadran Maquiavelo y Hobbes. En el
absolutismo religioso o cristiano, Bodín, Jacobo I.
El absolutismo pagano deja de lado toda consideración ética y
religiosa, “la razón” del Estado está en el Estado mismo. Hobbes ignora a
Dios y a la ética como soluciones prácticas y positivas en la organización
política. El absolutismo religioso no elimina a Dios ni a la ética, sea que como
Bodin, mantenga limitaciones al poder provenientes de la ley divina y de la ley
natural; sea que, como Jacobo I, predique la investidura directa del rey por
Dios y su total irresponsabilidad ante los súbditos, siempre hay algún
elemento religioso que juega e influye para que el absolutismo político tenga
en su óptica una mirada puesta más allá de la tierra, en Dios.: El Estado y el
rey son absolutos, pero la “razón” del Estado no está en el Estado mismo.
Antes del absolutismo priva en el continente europeo el regionalismo.
Coexisten en Europa dinastías que se enredan en pleitos hereditarios o en

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antagonismos de poder.
Francia no alcanza la unidad monárquica sino después de intrínsecas
disputas.
Las luchas en las islas británicas fueron largas y complicadas. La
revolución en Escocia se extiende a Inglaterra. Bajo Jacobo I se produce la
unidad y la casa de los Estuardo reina en Inglaterra y en Escocia.
En Alemania predominan los príncipes; los príncipes y las ciudades
tenían autoridad y prerrogativas propias y actuaban independientemente.
Este régimen quedo restringido bajo Carlos V, pero sus sucesores no
pudieron sostenerlo y el regionalismo volvió.
Tal era el cuadro en Europa cuando la Reforma y la Contrarreforma
estallan, la centralización monárquica salva a la sociedad de la anarquía.
En el siglo XVI predomina en Europa la monarquía centralizada. La
nobleza ha perdido poderío.
El absolutismo ha tenido sus principales sostenedores en reformadores
como Lutero y Calvino. “El Príncipe” de Maquiavelo, es el breviario del
absolutismo.
El poder real ha quedado afianzado a expensas de la nobleza, el clero,
las ciudades libres y de los parlamentos.
En la Edad Moderna, se acentúa el concepto de que no hay nada
superior al Estado. La Iglesia como reino visible, dejó de ser rival del Estado.
El monarca lo centraliza todo, el poder regio llegó a ser arbitrario y con
frecuencia opresor. Se acepta en varios países la tolerancia en materia
religiosa.

JEAN BODIN
Bodin nació en Francia, se dedicó al derecho, la filosofía y las ciencias
exactas, fue funcionario de la administración real; formó parte del grupo
ideológico “los políticos”.

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Apoyó la causa de quien sería Enrique IV de Borbón, porque veía en el
un pacificador de Francia.
El absolutismo de Bodin es diferente al de Maquiavelo y Hobbes. En
Bodín “ab-soluto” significa “desligado, absuelto”; el gobernante es absoluto
porque está exento de rendir cuentas al pueblo. Pero el poder de ese
gobernante reconoce límites.
Con el nombre de República (empleado en el título de su obra), Bodín
designa al estado, como en el lenguaje romano medieval, cosa pública o de
todos Para él la comunidad política es una agrupación de familias, cuyo
orden está dado por el soberano, que une a los miembros en un cuerpo.
La soberanía consiste para él, en una potestad absoluta y perpetua
que se ejerce sin restricciones legales. Quienes son soberanos no están
sujetos al mando de otros, y pueden dar leyes a los súbditos sin
consentimiento de nadie. El primer signo de soberanía o potestad soberana
es la potestad de legislar. Le siguen el poder de hacer la guerra, de juzgar,
de otorgar gracia, de acuñar moneda, de recaudar impuestos. No obstante,
Bodin asigna ciertos límites al poder soberano: la ley divina, las leyes
naturales, las leyes fundamentales del reino, los tratados con otros estados,
los contratos con los propios súbditos. Sin justificar la rebelión, prevé como
posible la desobediencia de los súbditos, cuando el mando contraría aquellos
límites.

HOBBES
Tomás HOBBES nació en Inglaterra, vivió entre fines del siglo XVI y
parte del XVII. Estudió en Oxford, se mezclan en su espíritu las enseñanzas
escolásticas de Oxford, la moral puritana de su país, y la tendencia
humanista, con el cartesianismo recogido en el ambiente francés. Refugiado
en París por su militancia en el regalismo, dirigió la educación del futuro

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heredero del trono, el príncipe de Gales (que sería Carlos II), quien se había
radicado allí con su corte.
La obra que le hizo famoso y que tuvo extraordinaria repercusión fue el
“Leviatán” (obra precursora del totalitarismo contemporáneo, y tributaria del
absolutismo laico de su época). Se editó en 1651 y le valió la vuelta a su
tierra. También escribió sus tratados “Del ciudadano”, “Del cuerpo” y “Del
hombre”.
Al restaurarse la monarquía, y quedando en malas relaciones con los
partidarios de los Estuardo, fue perseguido. Se retira al campo y escribe una
historia de la guerra civil de Inglaterra titulada “ Behemont o el Parlamento
Largo”.

EL PACTO
Su pensamiento racionalista hace arrancar el origen del estado de un
pacto o contrato. Antes de él, los hombres han vivido en un estado de
naturaleza bélico dominado por el egoísmo y la lucha de todos contra todos.
De no salir de ese estado, la especie humana se destruiría.
Hobbes propone la tesis del origen artificial y voluntario del Estado. Los
hombres pactan voluntariamente, por miedo, por conveniencia, por interés
(para defenderse, protegerse). Y pactan ellos solos y entre sí, para crear el
Estado y erigir su gobernante (que lo proteja). El gobernante es un tercero
ajeno al contrato. Hobbes admite un contrato único rechazando el pacto de
sujeción entre la comunidad y el gobernante. De su contrato único surge un
gobernante que no queda obligado con la comunidad porque no ha pactado
con ella... El contrato unánime entre todos impide su revocación. La
transferencia de todos los derechos de los hombres contratantes ha sido total
y definitiva, una verdadera abdicación o renuncia que implica su entrega al
Leviatán...

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Estamos ante un absolutismo crudo, un despotismo sin límites. La ley
humana es la única medida de la justicia; los hombres no tienen derechos
naturales.
El gobernante, extraño al pacto, no está sujeto a las leyes que dicta.
Los súbditos carecen de derecho de resistir al gobernante en caso de exceso
o tiranía, conservan sin embargo, el derecho de defender su vida y de negar
la obediencia en el caso extremo de que el gobernante es incapaz e
impotente para mantener la seguridad cuya defensa ha sido el objeto del
pacto.
El Estado asume también la jurisdicción espiritual, el poder espiritual
queda absorbido por el poder temporal, con lo que el absolutismo totalitario
del hobbismo llega a su cima.

JOHN LOCKE
Nació en Wrington, se dedicó a la enseñanza de la retórica, y la
filosofía; se dedicó a la medicina y más tarde se entregó a la diplomacia.
Podemos decir que Locke es el padre del constitucionalismo moderno
Su teoría puede sintetizarse en la defensa del poder limitado, limitación
que nace del hecho de que no es la soberanía del príncipe sino la del pueblo
la que funda el Estado
Sostiene que el orden y la razón existen en el estado de naturaleza.
Del estado de naturaleza se va al estado social por el consentimiento
de los hombres libres. En el estado de naturaleza tienen libertad e igualdad,
entonces renuncia a esa situación para estar aún mejor en el nuevo estado
social, en el que conserva todos sus derechos naturales. Por el pacto social
todo hombre se une en sociedad para proteger sus derechos naturales.
El pueblo es el soberano, y aunque delegue la soberanía, la conserva
siempre en forma potencial.

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El gobierno absoluto no es legítimo; ante un poder absoluto y tiránico,
el pueblo tiene derecho de resistencia, lo que Locke llama “apelación al cielo”;
los súbditos pueden revocar a un gobierno.
La propiedad es atributo del individuo, nace con él, y su fuente es el
trabajo
Los poderes de los hombres al ser delegados se encauzan en tres
sentidos: el legislativo, el ejecutivo (que abarca el judicial) y el federativo... El
poder ejecutivo y el legislativo deben recaer en diferentes personas para
evitar los abusos Todos los poderes deben ser limitados.
En materia religiosa, proclama la tolerancia. Los asuntos espirituales
están fuera de la órbita política, el poder del gobierno civil afecta a las cosas
temporales.
Sus ideas influyeron en el desarrollo de las ideas democráticas de las
colonias americanas: a) Todos los hombres son por naturaleza igualmente
libres e independientes. B) todo poder reside en el pueblo c) el gobierno debe
ser instituido en beneficio común.......

MONTESQUIEU
Carlos de Secondat, barón de la Bréde y de Montesquieu nació cerca
de Burdeos; sus estudios se encaminaron hacia el campo del derecho, fue
consejero del Parlamento, desempeñó el cargo de magistrado.
Tres son las obras principales. “Cartas persas”, “Consideraciones
sobre las causas de la grandeza y decadencia de los romanos”, y el “Espíritu
de las leyes”. En el primero se ocupa de la decadencia de los parlamentos y
de la nobleza y critica la situación social francesa.
En “El espíritu de las leyes” dice Montesquieu que ellas no son más
que “las relaciones derivadas de la naturaleza de las cosas”, todos los seres
tienen sus leyes, la divinidad tiene sus leyes, el mundo material tiene sus

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leyes, los animales tienen sus leyes, el hombre tiene sus leyes. Mas adelante
dice que tratará sobre el espíritu de las leyes, cómo surge el derecho y cómo
se adapta al momento y a las necesidades de cada país.
Para Montesquieu hay tres especies de gobierno: el republicano, el
monárquico y el despótico. Cuando en la república el poder soberano reside
en el pueblo entero, se está ante una democracia; en cambio, cuando el
poder soberano está en manos de una parte del pueblo, se está ante una
aristocracia; monárquico, cuando gobierna uno solo por leyes fundamentales.
En los Estados despóticos no hay leyes fundamentales ni depositarios de las
leyes, es el gobierno absoluto e irresponsable.
La virtud es la base de la república, el honor de la monarquía y el
temor del despotismo.
La libertad es el derecho de hacer lo que las leyes permiten.
Montesquieu desarrolla su teoría de la división de poder, y dice, que
en cada Estado hay tres clases de poderes:

Hace leyes transitorias o definitivas o deroga las existentes.


Legislativo: Debe confiarse a un cuerpo de nobles al mismo tiempo
que a otro elegido para representar al pueblo; tendrán su
asambleas y debates por separado

(De las cosas relativas al derechos de gentes) Hace la


paz o la guerra, envía o recibe embajadas, establece la
Ejecutivo: seguridad pública y precave las invasiones. Debe estar
en manos de un monarca

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(De las cosas que dependen del derecho civil) castiga
Judicial: los delitos y juzga las diferencias entre particulares.
No debe ser ejercido por un senado permanente, sino
por personas salidas de de la masa popular y
alternativamente designados de la manera que la ley
disponga

Los tres poderes se frenan entre si. En definitiva se da una garantía


contra el abuso de autoridad y se logra la libertad como fin del Estado.

Influencia del clima en la organización política:


Para Montesquieu, los climas:

Son más favorables al vigor


y a la franqueza, a la
Fríos confianza en sí mismo

Abate al hombre, lo hace


indiferente, favorece el temor, la
pereza y la inacción. General
Cálido mente reina el despotismo

ROUSSEAU Y “EL CONTRATO SOCIAL”


Rousseau dice “El hombre ha nacido libre y vive, sin embargo, entre
cadenas”
El estado de naturaleza, donde florecían la bondad y la libertad se
perdió. La bondad del hombre se pervirtió con la sociedad con la civilización.
El contrato social, con su cláusula que es la misma para todos,
devuelve a los hombres su igualdad natural.

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Del Vecchio explica: El contrato social de Rousseau debe concebirse
de la siguiente manera: es necesario que los individuos por un instante
confieran sus derechos al estado, el cual después se los reintegra a todos
con e nombre cambiado: ya no serán derechos “naturales” sino derechos
“civiles”
La voluntad general, es una voluntad que busca y tiende al interés
general, no al particular de cada uno; por eso es infalible y .objetivamente
ética.
El pacto engendra una soberanía absoluta. El soberano es el pueblo.
La soberanía no puede ser alienada ni representada. Por eso Rousseau
acoge la democracia directa y rechaza la representación. Los diputados sólo
pueden ser sus comisarios, nunca sus representantes; tampoco admite la
división de poderes, porque la soberanía es indivisible. La soberanía es
infalible, no puede equivocarse y tiende siempre al interés general; y es
absoluta, porque el pacto social confiere al cuerpo político un poder absoluto
sobre todos sus miembros
La ley es la expresión de la voluntad general. La voluntad general es
siempre recta, pero el juicio que la guía no siempre es claro. Es necesario
obligar a unos a conformar sus voluntades particulares con su razón, y
enseñar a otros a conocer lo que quieren. De ahí la necesidad de un
legislador.
Los gobernantes son oficiales y no amos del pueblo, éste puede
establecerlos y destruirlos cuando les plazca.
Es necesario destacar que la democracia directa a la que describe,
está referida únicamente al ejercicio de la función legislativa.

 La evolución del sistema interestatal desde la Paz de Westfalia


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hasta la Revolución Francesa, vista desde una perspectiva
analítica

Cuando las colonias españolas y portuguesas en América lograron su


independencia, las relaciones entre las grandes potencias encajaban casi
perfectamente en lo que se conoce como el modelo realista de las relaciones
internacionales, que considera a la búsqueda de poder en el sistema
interestatal como el objetivo principal de los Estados, y enfatiza al conflicto
como una realidad siempre presente en las relaciones entre ellos. Según este
modelo, que es el de un mundo regido por juegos de "suma-cero", el conflicto
se desarrolla aun cuando dos competidores pueden ambos salir gananciosos
de la ausencia de guerra, porque lo que importa es la posición relativa de
cada parte frente a las demás, y no sus ganancias o pérdidas absolutas.
Aquella era la época del apogeo de lo que Richard Rosecrance denomina el
"mundo político militar" y el "Estado territorial".

Las grandes potencias europeas buscaban no sólo ampliar su territorio,


sino también asegurarse el control monopólico del comercio de bienes de alta
demanda en Europa, como la plata, el oro, el azúcar, el tabaco, las especias,
etc.: en otras palabras, también eran esos los tiempos del apogeo del
mercantilismo. Los beneficios monopólicos se conseguían a través del control
de las fuentes de producción. Ciudades-estado como Venecia y Génova
habían sido las pioneras del mercantilismo desde el siglo XII al XIV, a través
del control del comercio con la India. Estas ciudades comerciales fueron
desplazadas por los grandes Estados territoriales, siendo Portugal el primero
de éstos, que reemplazó a Venecia y a Génova en el Este, y que fue a su vez
posteriormente desplazado por Holanda, Gran Bretaña y Francia.

En América, España fue la primera en establecer un imperio mercantilista,


pero hacia el siglo XVII ya estaba perdiendo terreno frente a Holanda, Gran
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Bretaña y Francia. Hacia el siglo XVIII Gran Bretaña había llegado a una
posición prácticamente dominante, "haciendo florecer el comercio a través de
la guerra", tal como fuera expresado por William Pitt el Viejo. Los reyes
habían llegado a reconocer que los beneficios del mercado podían acrecentar
su poder, y su intento de controlar las fuentes de suministro de materias
primas y metálico generaba un impulso aún mayor para la expansión imperial.

En este contexto, una vez adquirida la hegemonía en los mares, la


innovadora estrategia británica fue dejar que sus aliados continentales
lucharan contra sus enemigos en el continente europeo, con la ayuda del
dinero inglés, mientras la armada británica conquistaba nuevos enclaves
comerciales en ultramar. Fue así como sometieron a la India, fortalecieron su
monopolio sobre el comercio de América del Norte, y consiguieron un
predominio sobre el comercio de té, textiles, tabaco, arroz, madera, índigo,
granos, etc., que representaba lucrativas exportaciones al continente
europeo. La fuerza militar era usada para conquistar territorios tanto por su
valor estratégico como por su importancia para el comercio.

Con la Guerra de los Siete Años (1756-63) los franceses fueron


expulsados de América del Norte y de la India, y desafiados en sus
plantaciones del Caribe. Hacia fines del siglo XVIII, a estos cambios político-
militares se agregaron aumentos dramáticos en el comercio inglés, mayores
excedentes de granos, incrementos considerables en la producción de carbón
en Gran Bretaña, y a todo esto se agregó el desarrollo de nuevas tecnologías.
El resultado, como se sabe, fue la Revolución Industrial, que ubicó a Gran
Bretaña medio siglo por delante de sus competidores continentales.

No obstante este éxito rotundo, había límites a este tipo de desarrollo


imperial, y los ingleses ya lo estaban aprendiendo de la manera más dura. En
efecto, el sistema interestatal que surgió con el llamado orden de Westfalia
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contribuía en sí mismo a la guerra entre los Estados, porque quebró la
comunidad paneuropea del cristianismo feudal. Pero como bien lo explica
Rosecrance, aquella era una guerra con costos limitados, porque cuando
nació el orden de Westfalia las lealtades "nacionales" eran muy débiles, y
existía un límite a lo que un monarca podía exigir de sus súbditos sin generar
altos costos políticos al interior de su propio Estado. En aquella primera etapa
del sistema interestatal moderno, el sistema tributario tenía fallas importantes,
y las clases privilegiadas eran capaces de evadirlo. Esto significaba que la
riqueza de la Corona no era muy grande, y esto a su vez ponía un límite a la
devastación provocada por la guerra, que era el deporte de los reyes. Las
mismas guerras eran limitadas y pocas veces su desenlace era decisivo.
Incluso los ganadores salían endeudados.

Sin embargo, con la Guerra de los Siete Años, que se peleó tanto en
Europa como en ultramar, los conflictos militares se volvieron tan caros que
debieron buscarse nuevas formas de solventarlos. Los ingleses impusieron
nuevos impuestos en las colonias americanas. En parte como consecuencia,
éstas se sublevaron, y la Revolución (Norte)Americana dio luz a una nueva
era. Por razones similares, Luis XVI convocó a los Estados Generales para
imponer nuevos impuestos, y la consecuencia en su caso fue la Revolución
Francesa de 1789. El resultado de la combinación de ambos sucesos sería el
nacimiento de un nuevo mundo en Occidente, un mundo en el que el
ciudadano habría de tener mucha más influencia y autonomía que en el
pasado.

La Guerra Revolucionaria en la que se independizaron los Estados Unidos


de América condujo a los primeros reveses militares británicos en mucho
tiempo. Estos se materializaron en la Paz de París de 1783 y representaron
dos importantes lecciones para los británicos. La primera era que el imperio

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no podría durar indefinidamente. El mundo de ultramar no podría ser por
siempre dominado, y no tenía sentido adquirir más imperio a muy altos
costos.

La segunda lección del período de 1776-83 fue que el comercio no


prospera con la guerra. Como consecuencia, durante los tres primeros
cuartos del siglo XIX la British Colonial Office se dedicó a preparar sus
territorios para una eventual independencia. Desde ese momento en adelante
y con unas pocas excepciones, los británicos también se convirtieron en los
promotores de la independencia de América latina, la mayor parte del tiempo
de manera indirecta. Y luego de la independencia de las colonias españolas,
también se convirtieron en los garantes no oficiales de la misma.

Los ingleses entendieron que el imperio no se podría mantener para


siempre, y no estaban interesados en adquirir más imperio, pero no estaban
dispuestos a permitir que sus competidores adquiriesen más imperio
tampoco, porque ello hubiera resultado peligroso para su poder, ya que no
podía saberse con precisión cuánto tiempo podría conservarse ese imperio, ni
exactamente qué beneficios reportaría. Más aún, los ingleses preferían que
las demás potencias imperiales perdieran el imperio que tenían. Y una vez
que lo hubieran perdido, los británicos se dedicarían a prevenir su
readquisición, que para ellos era algo indeseable tanto desde una perspectiva
estratégica como comercial. Por lo tanto, tomaron acciones para destruir los
monopolios y promover el comercio libre, del cual ellos podrían beneficiarse al
máximo gracias a su mayor desarrollo industrial.

De tal modo, la situación generada por la actitud británica frente a las


colonias españolas como consecuencia de su derrota en la guerra de
independencia (norte)americana implicó la excepción a la regla del modelo
realista de interacción entre los Estados, que supone que el equilibrio de
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poder opera en favor de las grandes potencias y a expensas de las
pequeñas. Por cierto, el modelo realista de las relaciones interestatales
(Morgenthau, Waltz, Bull, etc.) nos dice que frecuentemente el equilibrio de
poder entre las grandes potencias se preserva a través de la partición y
absorción de los Estados más débiles. Aunque estadísticamente esto resulta
válido si analizamos el panorama mundial entre 1648 y 1914, período en el
cual el número de Estados disminuyó notablemente por la absorción de los
chicos por los grandes, en Hispanoamérica encontramos una notable
excepción a la regla: el número de Estados no se redujo, sino que aumentó
considerablemente, lo que se debió fundamentalmente a la interesada acción
de Gran Bretaña. Al menos en términos del rol de Gran Bretaña (sin duda el
actor sistémico más importante de los siglos XVIII y XIX), éste fue el contexto
interestatal que hizo posible la independencia de las colonias
hispanoamericanas.

LA REVOLUCIÓN NORTEAMERICANA

Es el primer ejemplo en el siglo XVIII de una revolución triunfante. Con


ella empieza el constitucionalismo moderno o clásico, que adquiere difusión
universal.
Las primeras migraciones puritanas exiliadas de Inglaterra como
consecuencia de la política religiosa de Jacobo I, se radican en América del
Norte. Fueron dando origen a las colonias inglesas en trece estados. Las
colonias se gobernaban mediante sus propias instituciones en un régimen de
libertad y democracia, y conservaban su autonomía frente a la metrópoli.
Los impuestos con que el rey Jorge II los quiso hacer participar, dieron
pie para que reaccionaran y derivaran en una guerra de emancipación.
Los rebeldes deciden declarar la independencia y la proclaman en el
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Congreso de Filadelfia el 4 de julio de 1776.
La lucha sigue varios años, incluso con participación de Francia y
España, y concluye en 1783 con la paz de Versalles, en la que Inglaterra
reconoce la independencia de sus antiguas colonias
Redactan los “Artículos de la Confederación” para la defensa común, la
seguridad de sus libertades y bienestar general., y en 1787 se extingue la
confederación y da paso al primer Estado federal moderno con la
constitución, que adopta la forma de gobierno republicana presidencialista, y
las formas de Estado democrático y federal.

LA REVOLUCIÓN FRANCESA:
Al finalizar el siglo XVIII, encontramos en Francia un campesinado libre
pero con penuria económicas y la masa de trabajadores manuales limitada en
sus posibilidades adquisitivas (retribución magra), y por otro lado, una
nobleza que vivía a expensas de sus arrendatarios, se destacaba la clase
media, la burguesía, favorecida por el progreso de la industria y el comercio
(revolución industrial de Inglaterra) que conquistaba posiciones y gravitaba
cada vez mas en el movimiento nacional.
Francia era una monarquía absolutista y centralizada. El despilfarro y
el lujo caracterizaban al mundo oficial, sustentado por el trabajo de las clases
productoras. La desigualdad era la nota saliente de la constitución de la
época.
Las provincias, no obstante la centralización monárquica, mantenían
ciertas diferenciaciones que revelaban falta de unificación jurídica... El
derecho romano era aplicado en el norte, mientras que en el centro regía el
derecho consuetudinario.
El republicanismo de los Estados Unidos de América, con los principios
igualitarios inscriptos en la Constitución de Virginia, tuvo amplia difusión en

20
Francia
Las obras de Locke, Montesquieu, Rousseau, fueron instruyendo a
grupos de dirigentes que pugnaban por una nueva organización social.
Entre los precursores de la revolución se destacan: el abate Sieyes, el
marqués de Condorcet y el conde de Mira Beau. Los tres publicaron
esquemas de declaraciones de derechos que reflejan la corriente democrática
y liberal de la época.
Primera etapa
La revolución francesa estalla durante el reinado de Luis XVI, al
convocar éste a los Estados Generales, que no se reunían desde 1614. Los
Estados Generales son una asamblea de representantes (equivalentes al
parlamento) de los tres sectores que componían la población: el clero, la
nobleza y el estado llano o tercer estado. En mayo de 1789 se realiza la
apertura de los Estados Generales, cuyos diputados llegan provistos de
instrucciones expresas que se llaman “cuadernos”. La mayoría de
representantes pertenecen al estado llano, pero su triunfo no queda
asegurado mientras se aplique el sistema del voto por cuerpo en vez de voto
por cabeza.
En junio, el tercer estado se proclama constituido en Asamblea
Nacional, transformada en julio en Asamblea Constituyente.
El 14 de julio, bandas armadas salen a la calle y asaltan la Bastilla,
símbolo del absolutismo real.
En pleno fervor, la Asamblea redacta su famosa “Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano” en 1789, con su trilogía de libertad-
igualdad-fraternidad, y su enunciado de los derechos a la libertad, la
seguridad, la propiedad y la resistencia a la opresión; se establece que la
soberanía reside en la nación, y la división de poderes; nadie está obligado a
hacer lo que la ley no ordena ni puede ser privado de los que esta no prohíbe
y el principio de igualdad ante la ley, la libertad de opinión, de religión y de
21
prensa; los impuestos de distribuyen proporcionalmente de acuerdo con la
riqueza.
El rey no se pronuncia sobre las resoluciones. El 5 de octubre la
multitud asalta en Versalles el palacio real, al día siguiente, el monarca y su
familia se instalan en las Tullerías. Se destacan dos tendencias principales: la
de los jacobinos y el de los cordeliers.
El rey jura la constitución. Intenta huir de Francia, pero fue detenido y
conducido nuevamente a París, la Asamblea lo suspende en su cargo, pero
luego es restablecido aceptando sus excusas.
La Asamblea dicta en 1791 la primera constitución escrita de la etapa
revolucionaria, estableciendo una monarquía constitucional. Los poderes de
ésta se delegan en el rey, en el poder legislativo y en el poder judicial. El
monarca tenía facultades limitadas. Podía ejercer el derecho de veto
suspensivo ante las sanciones del poder legislativo, que votaba las leyes,
declaraba la guerra y la paz y determinaba los impuestos
El veto no era ilimitado, pasado un plazo de cuatro años, la Asamblea
de los Diputados podía insistir en la sanción, y entonces el rey debía
aceptarla. El voto era calificado: tenían derecho al sufragio los contribuyentes
que pagaran un impuesto equivalente a tres días de trabajo. Los jueces eran
elegidos por el pueblo, como los diputados. Se introducía el sistema popular
de juicios por jurados en los procesos criminales.
Segunda etapa:
Con la Asamblea Legislativa que sucedió a la Constituyente se inicia la
primera etapa de la Revolución eliminando la monarquía absoluta
remplazándose por una monarquía constitucional. En esta nueva etapa se
impondrá la República
En la Asamblea ya se destaca la tendencia de la izquierda,
representada por los jacobinos
El rey de Prusia y el emperador de Austria en un manifiesto condenan
22
la revolución; la Asamblea declara la guerra a Austria.
Mientras la guerra seguía su curso, la Asamblea dispuso convocar a
una Convención Nacional... Esta Convención fue elegida por sufragio
universal. Sus diputados estaban divididos en dos partidos: los girondinos,
que eran los moderados, y los jacobinos, que eran los radicales. La
Convención abolió definitivamente la monarquía y proclamó la República.
Debatieron la suerte del rey, quien fue condenado a muerte.
En 1792 derogan la constitución, y en 1793 se dicta una segunda; se
extiende el sufragio a todos los varones adultos, el parlamento se reúne
anualmente; se sustituye la división de poderes y se crea un consejo
administrativo. La constitución no entra en vigencia, y dos años después se
dicta una ley fundamental del Estado, que introduce modificaciones. Se
restablece la división de poderes, se crea un parlamento bicameral, con un
Consejo de Ancianos y una Cámara de los Quinientos, y un ejecutivo
centralizado, el directorio. Este es un período de anarquía y desorientación.
Así se llega a la Constitución de 1800, obra de Sieyes, adaptada a las
ideas de Napoleón, partidario el centralismo.
Al iniciarse la hegemonía napoleónica, quedan sin embargo en pie los
principios democráticos e igualitarios que pugnaron por afianzarse en el
territorio francés.

 Divisiones y divergencias de intereses en el Cono Sur


hispanoamericano a principios del siglo XIX
23
Nuestro punto de partida no puede ser otro que el del Virreinato del Río de
la Plata, la unidad jurisdiccional del Imperio Español de la cual emergerían
eventualmente cuatro Estados independientes, entre ellos, por supuesto, la
República Argentina. Nuestro virreinato fue fundado en 1776 por la Corona
Española debido a la necesidad de contrarrestar la competencia territorial
portuguesa en los extremos sureños de los imperios español y portugués. La
fundación del virreinato (que incluía a los actuales Estados de Bolivia,
Paraguay, Uruguay, y llegaba hasta lo que es hoy la Argentina al norte de la
Patagonia) contribuyó a una reorientación hacia el Atlántico (es decir, hacia
Buenos Aires) de las economías del Tucumán, Cuyo, Bolivia y Chile, todas las
cuales habían estado previamente relacionadas primariamente con el Perú,
centro máximo de interés español.

Mientras tanto, la ciudad de Buenos Aires, que era desde principios del
siglo XVIII el centro de importación de esclavos para el extremo sur del
Imperio Español, creció rápidamente como consecuencia del establecimiento
del nuevo virreinato. Se desarrolló una clase comercial, alimentada por la
nueva inmigración española. Esta clase comercial dominaba el comercio con
lo que posteriormente sería Bolivia, que se conocía como el Alto Perú. Así los
comerciantes de Buenos Aires pudieron desarrollar un beneficioso comercio
de exportación al Alto Perú, a cambio de metálico de ese origen.

Las provincias que estaban al norte de Buenos Aires en la ruta


altoperuana también vendían sus mulas, lanas, cueros y vagones al Alto
Perú, mientras que las provincias ubicadas al oeste vendían trigo, uvas y
alfalfa a dicha región. Algo de este comercio (especialmente el trigo y el vino)
sería desplazado después de 1778 por reformas económicas que
favorecerían la competencia española.

Las provincias ubicadas al este del virreinato (el llamado Litoral,


24
incluyendo la Banda Oriental) también se desarrollaron considerablemente
durante la segunda mitad del siglo XVIII. Se beneficiaron con la inmigración
de trabajadores de las antiguas misiones jesuíticas, ubicadas hacia el norte
de esa región. Los indígenas locales no eran guerreros como aquellos que se
encontraban más al sur, y si bien ellos también se dedicaban al saqueo,
eventualmente se convirtieron en los intermediarios del comercio clandestino
de las colonias españolas con el Brasil portugués, que contribuyó a la
expansión de la producción ganadera. Aunque Montevideo era la capital
natural de estas provincias litoraleñas, encontró difícil la competencia con la
mayor riqueza mercantil de Buenos Aires.

Más hacia el norte encontramos una dura competencia entre las antiguas
misiones jesuíticas y Paraguay. Luego de la expulsión de los jesuitas en
1767, las misiones, que estaban organizadas como comunidades indígenas,
se pusieron en contacto clandestino con colonizadores españoles, y su
población decreció rápidamente, en su mayor parte debido a las migraciones
de indígenas hacia el sur. Las Misiones continuaron con su producción de
algodón, exportando textiles primitivos y yerba mate, cuyo uso los jesuitas
habían difundido por una vasta región que llegaba hasta Quito. Pero su
producción decreció, y esto benefició a la competencia paraguaya, que ganó
antiguos mercados jesuitas y también salió gananciosa de la promoción de la
producción de tabaco llevada a cabo por España.

En Paraguay, el idioma dominante, usado tanto por los indios como por
los mestizos, era el guaraní, a pesar del contexto de una cultura casi
totalmente hispanizada. Este factor diferenciaba al Paraguay de otras
subregiones del virreinato. Por otra parte, la mayoría india y mestiza estaba
bajo la dominación de una élite criolla que se percibía a sí misma como
étnicamente española. En contraste, en las Misiones existía una sociedad

25
indígena que rápidamente sufría un catastrófico colapso.

Gran parte del comercio del Litoral, sin embargo, estaba dominado por
comerciantes de Buenos Aires, ya que a los comerciantes locales les faltaba
capital y tenían deudas con los comerciantes porteños. La más importante
exportación al exterior era el cuero, mientras que las carnes saladas eran en
su mayor parte vendidas al Brasil para el consumo de esclavos.

No obstante, el centro económico y poblacional más importante del


Virreinato del Río de la Plata era el Alto Perú, el cual (al decir de Tulio
Halperin Donghi) se había convertido en una suerte de subcolonia de Buenos
Aires por orden de la Corona . El propósito de crear esta subcolonia era dotar
al virreinato --que fuera establecido, como ya se dijo, por consideraciones
estratégico-militares-- con recursos financieros propios para su sustento. La
economía altoperuana estaba dominada por la minería, principalmente la de
Potosí y Oruro. La agricultura local proveía a la demanda generada por esa
minería. Los indígenas estaban sometidos al trabajo forzoso en las minas,
bajo la institución de la mita.

Los centros comerciales altoperuanos, de los cuales el más importante era


La Paz, también se desarrollaron durante la segunda mitad del siglo XVIII.
Con la llegada del siglo XIX esta economía comenzó a decaer rápidamente,
debido en primer término a la imposibilidad de conseguir mercurio, un insumo
de la minería importado desde España, y luego por el gradual agotamiento de
las mismas minas.

Del otro lado de los Andes, en el valle central de Chile, que no era parte
del Virreinato del Río de la Plata sino una capitanía que formalmente estaba
bajo la jurisdicción de Lima aunque en la práctica era casi autónoma, se
produjo un considerable crecimiento a fines del siglo XVIII y principios del

26
XIX. Creció la producción y exportación de metales preciosos. Esta era su
principal riqueza, sin embargo. Lima era el mercado tradicional para el trigo
chileno, y Perú sufría una crisis severa, debido en parte a que la creación del
Virreinato del Río de la Plata había sacado de su domino al Alto Perú y su
plata. Consecuentemente, la demanda de trigo chileno decayó, lo que impidió
la expansión de la producción de ganado en Chile. El mismo problema se
daba con la exportación de cebo chileno al Perú. Al mismo tiempo, los cueros
chilenos perdieron en la competencia con los de Buenos Aires debido a la
ventaja geográfica de estos últimos.

Sin embargo, la población hispanizada de la capitanía chilena crecía, y el


área que ésta dominaba crecía también, de manera lenta pero segura, a la
vez que la frontera con los recalcitrantes araucanos cedía. La estructura de
propiedad chilena se caracterizaba por el latifundio, y los campesinos
trabajaban sus pequeñas parcelas individuales a la vez que simultáneamente
cultivaban la propiedad del terrateniente.

Como señala Halperín Donghi, tanto si tomamos como unidad de análisis


al Cono Sur hispano-parlante como a la unidad mayor de la América
española, el panorama completo de la región es paradójico en tanto había
simultáneamente una cierta unidad y una enorme fragmentación en pequeñas
regiones. La colonización se concentró en núcleos aislados que estaban
separados entre sí por desiertos, por obstáculos naturales, y por una falta de
dominio efectivo sobre grandes territorios que no estaban auténticamente
conquistados. Estas tierras indígenas eran como un mar que rodeaba a las
muchas islas de hispanización. El transporte de un centro a otro implicaba un
esfuerzo tan grande que a veces tanto como el 10 por ciento de los
habitantes de una pequeña ciudad como Mendoza constituían una población
flotante dedicada al transporte de carretas, reduciendo así enormemente la ya

27
reducida fuerza de trabajo. En verdad, la producción relacionada con el
transporte de carreta era un sector importante en algunas de las economías
provinciales, como por ejemplo la del Tucumán. En parte gracias a estos
esfuerzos, antes de producirse la crisis de la Independencia existía una
integración limitada dentro del Imperio, que nos permite establecer un curioso
paralelo con la Europa del siglo XV: encontramos una multitud de pequeñas
economías situadas muy lejos unas de otras y conectadas por un costoso
sistema de rutas comerciales. Estas unidades compartían no sólo su
conexión con la metrópoli sino también su cultura y lenguaje.

Se evidencian significativos paralelos entre el período medieval en Europa


y la situación hispanoamericana anterior a la Independencia. Es por ello que
no es arriesgado afirmar que con la ruptura de lazos con España, la
emergencia de "Estados-naciones" en Hispanoamérica no era necesaria ni
"natural". Los futuros Estados sudamericanos tenían más en común con la
Europa cristiana del Medioevo, donde había prevalecido un sistema
paneuropeo occidental que en algunos aspectos era más inclusivo que el
sistema interestatal que ganó sanción legal con la Paz de Westfalia de 1648.
Como afirma Robert N. Burr, en la América hispano-parlante se desarrolló un
sistema interestatal similar al de la Europa post-Westfalia, en lugar de un
sistema más integrado de encadenamientos de mando al estilo de la Europa
feudal, no porque uno fuera mejor que el otro en esas circunstancias, sino
porque formaba parte de la cultura de las élites locales, que nunca pudieron
imaginar otra cosa. Y como también se dijo anteriormente, los Estados que
emergieron como consecuencia no eran "naciones" (como tampoco lo eran
los Estados de la Europa feudal), a pesar de que lucharon con fuerza (y con
éxito) para disfrazarse de tales.

Por estos motivos, pasó mucho tiempo antes de que un hispanoamericano

28
nacido en Caracas fuera verdaderamente "extranjero" en Santiago de Chile.
Por el contrario, un hombre nacido en Buenos Aires podía llegar a ejercer
funciones públicas en Chile, y luego nuevamente en su ciudad natal, sin que
se lo considerara una anomalía. Hay ejemplos muy ilustrativos de este
fenómeno, como el de Andrés Bello, que habiendo nacido en Venezuela,
representó primero al grupo revolucionario de su provincia en Londres; luego
al gobierno independiente de Venezuela en Inglaterra; más tarde, también en
Londres, a otros gobiernos hispanoamericanos además del suyo; y finalmente
se mudó a Chile, dónde le tocó ser el arquitecto de la primera política exterior
estable de ese Estado. Casos análogos (entre muchos) son el presidente de
la Primera Junta revolucionaria de Buenos Aires, Cornelio Saavedra, que era
boliviano; el director supremo interino de las Provincias Unidas del Río de la
Plata, general Ignacio Álvarez Thomas, peruano de Arequipa; el primer
embajador de Bolivia en Buenos Aires, nacido cordobés, el deán Gregorio
Funes; y el fundador del Colegio Militar boliviano, que no fue sino el exiliado
Bartolomé Mitre, allá por los mismos tiempos en que Domingo F. Sarmiento
era funcionario chileno. Para comprender cabalmente por qué fenómenos
como los mencionados, que hoy nos parecen tan anómalos, eran entonces
moneda corriente, hay que enfatizar que cuando decimos que las diversas
jurisdicciones y comarcas de la región tenían en común lengua, religión,
costumbres y un pasado en gran medida compartido, estamos sintetizando
una verdadera multitud de características comunes de orden cultural,
económico y social, que ayudaban a cimentar una identidad a través de un
contexto social y una experiencia histórica que eran en gran medida
compartidas:

1. Entre estos factores, la omnipresencia de la Iglesia y sus órdenes, que


era común a la región entera, era uno de los más relevantes. Su poder
no era sólo cultural, político y social, sino también económico.

29
2. Además, (dejando de lado grupos radicalizados) en el ámbito cultural
durante siglos fue preponderante la influencia de los pensadores
españoles. La gente instruida leía lo mismo en toda Hispanoamérica.
Esta situación generó un clima cultural de grandes similitudes en todo
el mundo colonial, contribuyendo a conformar identidades
comparables, a partir de raíces comunes.
3. Otra experiencia compartida fue el carácter y la evolución de los
mercados de la región. Un elemento de dicha experiencia fue el
monopolio comercial, que además de establecer una única vía de
entrada, uniformó los productos con que toda Hispanoamérica se
abastecía (exceptuado el contrabando). Las restricciones a la entrada
de libros afectó a todo el Imperio americano. Además, la región
compartió graves vicisitudes, no siendo la menor la catástrofe
demográfica del siglo XVII, provocada por la sobrexplotación de la
población indígena. Desde México a Tucumán, la agricultura debió ser
reemplazada por la cría de ganado debido a la escasez de mano de
obra. Las comunidades indígenas agrarias, de las cuales los españoles
habían obtenido rentas y trabajo, fueron a veces sustituidas por las
haciendas españolas, manejadas directamente por los peninsulares.
Pero el mismo decrecimiento de la población limitaba la producción de
las haciendas debido al insuficiente mercado de consumo. Y el trabajo
no era libre sino forzado: aun donde había nominalmente trabajo libre,
las deudas de los peones con sus terratenientes anulaban esta
libertad. El verdadero trabajo asalariado requirió siglos para
desarrollarse. En este plano, como veremos, la situación del Río de la
Plata era particularmente primitiva, pero era tan sólo un caso extremo
de un fenómeno que en menor medida y con variantes locales se
había registrado en varios momentos y lugares de la historia de
Hispanoamérica.
30
4. Otro aspecto común a toda la América española era la diferenciación
social en términos de casta, que creció en relevancia cuando el
período colonial llegaba a su ocaso. En algunas regiones, como la
andina, las diferencias de castas eran paralelas a las diferencias
económicas, pero éste no fue siempre el caso. Por el contrario, allí
donde la movilidad económica generó la posibilidad de suprimir las
diferencias de casta, los derechos diferenciales de las castas fueron
acentuados por las élites dominantes, con el propósito de estabilizar la
sociedad. Así, hasta la crisis de la independencia, el acceso a la
administración, el ejército y la Iglesia del estrato urbano más bajo fue
vedado, a la vez que el ascenso económico conseguido a través de
otros medios carecía de relevancia social en ese contexto cultural.
5. Otra característica común a la América española luego de las reformas
borbónicas de 1778 fue el resentimiento hacia los españoles nativos,
quienes inmigraron en gran número como consecuencia de estas
reformas, y tendieron a desplazar a los criollos blancos y a los
mestizos de las posiciones más codiciadas, en un contexto en el cual
la franja media de la población (la que se encontraba entre los muy
ricos, que eran muy pocos, y la inmensa mayoría, que sobrevivía en
condiciones de extrema pobreza) era verdaderamente muy pequeña.

Hacia el final del siglo XVIII casi la mitad de los trece millones de
habitantes oficialmente reconocidos vivían en México, e incluso allí se
concentraban en Anahuac.

 Conclusiones: la evolución de las circunstancias e intereses de

31
España, desde la segunda mitad del S. XVIII hasta la crisis de la
independencia en el Río de la Plata

Si intentamos resumir en forma esquemática las circunstancias por las


que atravesó la metrópoli durante el período inmediatamente previo a la crisis
de la independencia, podemos bosquejar diversas y sucesivas
configuraciones de poder e intereses:

1. La primera configuración que podemos identificar en este período más


acotado toma forma a mediados del siglo XVIII, cuando encontramos que -a
pesar de su establecimiento en Filipinas- España había sido en gran medida
excluida del comercio de las Indias Orientales. Como compensación, había
tratados que imponían restricciones sobre el comercio británico con las
colonias españolas en América. De todas formas, el comercio con las
colonias españolas americanas prosperó a través del contrabando que se
hacía posible por medio del soborno a los oficiales coloniales españoles.

2. La segunda configuración toma forma cuando para interrumpir el


contrabando británico y holandés, en 1762 los españoles actuaron para
expulsar a los portugueses de la Colonia. Además, desarrollaron a Manila
como un centro comercial más activo, y esta penetración comercial española
en las Indias Orientales dañó los intereses holandeses y británicos. Como
consecuencia, en el contexto de permanente conflicto y lucha recurrente que
prevalecía en aquel "mundo realista" del siglo XVIII, los británicos se
desquitaron apoyando la expansión portuguesa en el Brasil, y esto
eventualmente condujo a la restitución negociada de la Colonia a Portugal.

3. La tercera configuración que puede ser bosquejada está marcada por la


Revolución Norteamericana. Esta fue la oportunidad española de castigar a
Portugal por su incursión en el lado oriental del río Uruguay. Colonia fue

32
recuperada por los españoles en 1777. El Tratado de San Ildefonso de 1777
entre España y Portugal reconocía a Colonia y las Misiones jesuíticas como
españolas.

Concomitantemente, los españoles decidieron hacer una reforma


sustancial en sus colonias con el objetivo de promover un desarrollo que era
necesario para su propio comercio y prosperidad, y para incrementar la
eficiencia de la administración. Estas reformas se llevaron a cabo durante el
siglo XVIII pero especialmente en el último cuarto. En 1778 se estableció el
comercio libre entre Buenos Aires y España. Y en 1779 España entró en
guerra con Gran Bretaña. Esto fue seguido por una ola de éxitos militares
españoles, que llevaron a la recuperación de Menorca, Florida, Bahamas y
Honduras, pero la estricta prohibición del comercio con Gran Bretaña, de
1779, dañó al Río de la Plata hasta tal punto que ya no había más impuestos
para ser remitidos a España. Por eso la metrópoli aceptó el comercio
rioplatense con Brasil, que en realidad significaba la reanudación del flujo de
mercancías inglesas hacia Buenos Aires.

A pesar de que las reformas borbónicas tuvieron cierto éxito y realmente


consiguieron promover el comercio, también tuvieron efectos
contraproducentes para la misma España. Una de sus consecuencias fue
producir una ola de nueva inmigración española hacia las colonias. Debido al
temor de darle a los locales demasiado poder, la Corona favoreció para todas
las posiciones de responsabilidad a los nacidos en España, frente a los
criollos blancos. Esto engendró un gran resentimiento entre los últimos, y éste
fue un factor importante en la crisis de la independencia. Por otra parte, el
mismo éxito de las reformas en el incremento del comercio condujo a un
mayor protagonismo de los comerciantes nacidos en la Península, en
detrimento de los comerciantes criollos, y éste fue otro elemento que

33
engendró sentimientos antiespañoles. Aun cuando la mayoría de los intereses
locales habían sido beneficiados por las reformas, la nueva situación hacía
más visible la injusticia de la discriminación a favor de los españoles.

4. Puede considerarse que se conformó una cuarta configuración de


circunstancias, intereses y poder relativo cuando, hacia las últimas décadas
del siglo XVIII, se llevaron a cabo revueltas en algunas colonias españolas.
Las dos más importantes fueron la rebelión de Túpac Amaru de 1780 en
Perú, y la "revolución de los comuneros" en Nueva Granada. En la misma
época, los límites impuestos por la pobreza y la escasa demanda de bienes
de Hispanoamérica, sumados a la penetración comercial de Gran Bretaña en
la región, se pusieron de manifiesto. A pesar de que éste fue un proceso
gradual, hacia 1790 los británicos estaban comenzando a evolucionar hacia
una política de aliento a las rebeliones contra España en Hispanoamérica.

El Imperio Español no estaba preparado para un desafío semejante. En


Hispanoamérica, la geografía, con los múltiples obstáculos naturales
existentes, había generado centros autárquicos, con primitivas industrias de
artes y oficios, y con frágiles lazos entre las capitales virreinales y la
metrópoli. Debido a factores geográficos se necesitaban más capitales para el
desarrollo de Hispanoamérica que para el desarrollo de la América
anglosajona, pero debido en parte a razones culturales hubo menor flujo de
capital. Tal como lo sugiere Ferns, a diferencia de los británicos, en general
los españoles no consideraban la riqueza como un activo que debía ser
invertido para generar más riqueza. Por otra parte, las colonias españolas
fueron diseñadas para producir beneficios para la Corona. En contraste, las
colonias británicas fueron diseñadas para promover el comercio de los
capitalistas británicos. Estas diferencias culturales probablemente hayan
tenido consecuencias económicas muy relevantes.

34
5. La quinta configuración toma forma con la entrada de Napoleón en el
panorama político de Europa continental. Este hecho no podía sino afectar a
todos los factores sistémicos que condicionaban a las colonias españolas en
América. Al principio Portugal intentó una difícil neutralidad, mientras que
España se convirtió en aliada de la Francia revolucionaria y napoleónica en
1795. Esta evolución tuvo importantes consecuencias políticas e ideológicas
en la misma España. Aun los más leales defensores de la Corona no podían
dejar de preguntarse si la monarquía española no caería, tal como había
ocurrido con la francesa. En Hispanoamérica las dudas eran aún más fuertes,
y ésta fue una de las razones por las cuales a partir de 1795 el poder español
en Hispanoamérica comenzó a sufrir una creciente crisis.

Esta crisis se acentuó por las dificultades en el transporte generadas por


el estado de guerra con Gran Bretaña, que crecientemente dominaba los
mares. Mantener el monopolio comercial era aún más difícil que antes, y
mandar tropas era asimismo más difícil, riesgoso y costoso. Esto condujo a
una apertura comercial de Hispanoamérica hacia colonias extranjeras y
países neutrales, y a una mayor libertad de navegación para los criollos.
Naturalmente, esto era entusiastamente aprobado en las colonias. Buenos
Aires comenzó a tener relaciones comerciales con lugares tan distantes de
ella y entre sí como Baltimore, Estambul y Hamburgo. Pero este beneficioso
proceso también alienó a los criollos de España: no había ninguna razón por
la que su destino debiera permanecer atado al de la metrópoli. Y si bien el
horizonte comercial se expandió, las dificultades de transporte impusieron un
límite al comercio, que había sufrido severos ciclos de expansión y recesión
en función de las cambiantes circunstancias. La batalla de Trafalgar en 1805,
especialmente, fue un golpe aplastante al poder marítimo español y a sus
comunicaciones atlánticas. De allí en más, la fuerza de los hechos militares
anuló todas las ventajas que se habían generado por las reformas

35
económicas y administrativas de 1778-82. El aislamiento incrementó el
resentimiento criollo. Y Gran Bretaña tampoco estaba dispuesta a estar
desconectada del comercio con las colonias españolas indefinidamente,
hecho que, combinado con el anterior, conspiraría contra la integridad del
Imperio Español.

Aunque los ingleses no llegaron como libertadores, se puede decir que las
invasiones inglesas de 1806-1807 fueron el primer paso hacia la
independencia del Río de la Plata. Aunque no fueron desplazadas, las
autoridades españolas locales se vieron forzadas a inclinarse ante los deseos
de los criollos que habían derrotado a los ingleses. La legalidad no se rompió,
pero el régimen colonial se había resquebrajado y las masas habían adquirido
un peso en la política local que habría de durar durante muchas décadas.

A la crucial experiencia de las invasiones inglesas Halperín Donghi añade,


como un eslabón adicional en este proceso de resquebrajamiento progresivo
del orden colonial que intentó ser apuntalado tardíamente por los Borbones,
la crisis en la comunicación oceánica entre España y sus colonias,
particularmente crónica a partir de la batalla naval de Trafalgar en 1805.
Desde este momento, los cinco años de vida que le restaban al orden
virreinal rioplatense presenciaron un obligado esfuerzo de las autoridades del
virreinato por valerse por sí mismas, el cual se vio apuntalado por la casi
completa desaparición de las transferencias de metálico de Buenos Aires a
Madrid. Mientras las salidas de la Real Caja de Buenos Aires hacia España
eran de un monto de 8.623.148,4 y ¼ pesos para el período comprendido
entre los años 1791 y 1805, en el período 1806-1810 dichas salidas cayeron
hasta la casi insignificante cifra de 162.605,3 ½ pesos. Esta sensible
declinación de las transferencias de metálico a España hizo que Buenos Aires
pudiera contar con una mayor proporción del aporte fiscal y mercantil

36
potosino que en el período anterior a 1805. Si bien cabe reconocer que dicho
aporte a su vez sufrió una importante declinación (de 19.487.906,1 pesos
entre 1791-1805 a 3.635.272,0 ¼ pesos entre 1806-1810), esta merma fue
compensaba por el ascenso en el aporte de otros centros ubicados dentro y
fuera del virreinato (entre los que se destacó Chile).

Casi simultáneamente con estos sucesos, la corona de Portugal se veía


forzada a abandonar la neutralidad y aceptar la protección británica,
trasladándose toda la corte al Brasil, que se convirtió en una suerte de
metrópoli portuguesa temporaria. Y poco después, con la sucesiva invasión
de España por las fuerzas napoleónicas, la captura de Fernando VII y el total
colapso del poder español, terminaría de forjarse la configuración de
circunstancias e intereses que finalmente separó de España a las provincias
del Río de la Plata.

Como a partir de 1809 Gran Bretaña y el gobierno español se convirtieron


en aliados, el apoyo británico a la independencia hispanoamericana no pudo
ser explícito. No obstante, se había generado un conjunto de circunstancias
por las cuales:

a) la más poderosa potencia del mundo optaba por renunciar a la expansión


de su imperio en América;

b) la antedicha potencia optaba por favorecer, encubiertamente, el


surgimiento de nuevos Estados en la América española, alentando su
independencia y (eventualmente) impidiendo que España los recuperara; y

c) por consiguiente, en gran medida las predicciones del modelo realista de


interacción entre los Estados dejaron de cumplirse. Aunque el sistema
interestatal continuaba siendo una "anarquía" en la que la autoayuda amoral

37
era la única regla verdadera, la tendencia por la cual los grandes Estados se
anexaban a los chicos se revirtió, y en América el número de Estados pronto
comenzaría a aumentar.

Las relaciones entre España y Portugal desde los


descubrimientos hasta la independencia del Rio de La Plata

Mucho antes que se materializara su conflicto en América, España y


Portugal disputaron por los nuevos descubrimientos en el Atlántico. Guerras,
treguas, embajadas, negociaciones diplomáticas, convenios y tratados de paz
(por ejemplo, el Tratado de Ayllon del 31 de octubre de 1411) produjeron
largos conflictos, en cuyo contexto se recurrió frecuentemente al Papa como
mediador entre las partes y juez de jurisdicciones y derechos, tal como era
usual en el contexto de aquella comunidad paneuropea constituida por el
cristianismo occidental del medioevo. Por cierto, en aquel contexto se
consideraba legítimo que el Papa dispusiera jurídicamente de los territorios
en poder de los infieles, y que a los fines de adelantar la religión católica
confiriera su dominio a príncipes cristianos, con la obligación de propagar la
fe cristiana y evangelizar a sus pueblos.

La primera intervención que realizó el Papa en la competencia entre


España y Portugal entregó a Castilla la propiedad de las Canarias, en 1435.
Veinte años después, por la bula Romanus Pontifex del 8 de enero de 1454,
Nicolás V determinó un primer deslinde de las tierras e islas que se
descubrieran en la zona del Atlántico, adjudicando a Portugal las islas de la
zona del paralelo de las Canarias hacia el sur contra Guinea en la costa de
Africa, que los portugueses luego descubrieron hasta el cabo de Buena
Esperanza. Sin embargo, los Reyes Católicos, en guerra con Portugal,

38
enviaron expediciones a Guinea en busca de oro, cera, añil y cueros. El
Tratado bilateral de Alcaçobas, del 4 de septiembre de 1479, repartió entre
Castilla y Portugal el nuevo mar trazando una línea horizontal por el paralelo
del cabo Bojador, y puso temporario fin al conflicto. Según el mismo, la
Guinea, todas las islas y el mar adyacente, salvo las Canarias, correspondían
a Portugal. Los españoles no podrían navegar sus mares sin permiso del rey
lusitano. No obstante, dicho tratado no modificaba la adjudicación de tierras
ya resuelta por la bula pontificia de 1454, y fue ratificado por Sixto IV
mediante la bula Aeternis Regis Clementis del 22 de junio de 1481. Los
portugueses sacaron inmenso provecho del mismo con las minas de oro y el
tráfico negrero, que posteriormente adquirió un gran desarrollo en las colonias
españolas.

Mediante arreglos dinásticos se intentó la unión de los reinos de


Castilla y Portugal, pero ésta fracasó y la lucha recomenzó, debido a la
incansable actividad de los navegantes en sus descubrimientos, y a los
esfuerzos de ambos reinos por obtener ventajas comerciales.

Con los descubrimientos de Colón, los resquemores de la corona


castellana respecto de la violación del Tratado de Alcaçobas se disiparon. El
descubrimiento de Colón fue un impacto para el imperio marítimo de Portugal,
que hasta entonces dominaba las grandes empresas ultramarinas. Colón
encontró una nueva ruta atlántica que, sin afectar los derechos de Portugal,
ofreció un nuevo mundo a Castilla y la colocó en situación preponderante
respecto del reino lusitano. Juan II protestó por la violación de sus dominios,
invocando el Tratado de Alcaçobas, que dividía las navegaciones atlánticas.
Los Reyes Católicos respondieron que Portugal sólo era dueña de la zona del
paralelo de las Canarias "para abajo contra Guinea". Todo lo demás era el
mar desconocido, que podía ser castellano.

39
El Papa Alejandro VI otorgó a los reyes Católicos, por la primera bula
Intercaetera del 3 de mayo de 1493, la posesión de las tierras descubiertas o
por descubrirse que no pertenecieran a ningún príncipe cristiano. La
ambigüedad de este documento no agradó a los monarcas y entonces la
diplomacia castellana consiguió una segunda bula Intercaetera antedatada el
4 de mayo de 1493, que concedía a Castilla las comarcas descubiertas o por
descubrirse, que se hallasen hacia el Occidente o el Mediodía, en dirección a
la India, o a cualquiera otra parte del mundo, siempre que estuviesen situadas
más allá de una línea que fuese de polo a polo, ubicada a cien leguas, por el
Poniente y Mediodía, de cualesquiera de las islas Azores y Cabo Verde.
Nuevamente los términos confusos de este documento suscitaron diversas
interpretaciones pero resultaba claro que al autorizar expediciones
castellanas hacia el Mediodía, invalidaba la pretensión portuguesa que
sostenía la extensión al Poniente del paralelo del cabo Bojador, como se
había pactado en 1479. Estas y otras nuevas bulas que favorecieron
alternativamente a Castilla y Portugal, como dice Molinari, "a fuerza de tanto
conceder concluyeron por no conceder nada", y las dos coronas debieron
buscar la solución de sus pleitos coloniales por medio de arreglos directos.

El problema de la jurisdicción marítima se replanteó con la pretensión


de los marinos castellanos de pescar en aguas situadas más allá del cabo
Bojador hasta el río del oro (río Senegal). Finalmente, el 7 de junio de 1494
en Tordesillas se llegó a un acuerdo bilateral por el que España y Portugal
intentaron repartirse el Nuevo Mundo. Se fijó el meridiano de partición en
trescientas setenta leguas al oeste de las islas del Cabo Verde, extendiendo
hacia Occidente la línea fijada por el papa Alejandro VI: el hemisferio
occidental pertenecería a Castilla y el oriental a Portugal. Los castellanos
obtuvieron el derecho a la libre navegación en aguas portuguesas para llegar
a su sector.

40
Sin embargo, y como era de esperarse, a medida que Holanda y Gran
Bretaña desarrollaron su poder naval no respetaron la resolución pontificia ni
el posterior acuerdo entre Castilla y Portugal. Al fundar su prosperidad en el
tráfico marítimo y los beneficios del intercambio comercial, necesariamente
navegaron por el «mare closum» y arribaron a las islas y costas americanas.
Como consecuencia de la extensión de las rutas comerciales, la piratería (que
era tan común en el Mediterráneo) apareció en el Atlántico.

Con creciente frecuencia, corsarios y filibusteros abordaron las naves


de Carlos V cargadas de mercaderías y tesoros indianos. Estos a su vez se
combinaban con los comerciantes para romper el monopolio de la Casa de
Contratación de Sevilla y atacar los puertos castellanos. Es así como
comenzó la lucha secular por la propiedad de las tierras indianas y por la
libertad de comercio y navegación. Aunque durante la breve unión entre las
coronas de España y Portugal (1580-1640) los límites entre las posesiones de
uno y otro reino se volvieron confusos, la competencia continuó
subterráneamente debido a las respectivas expansiones de conquistadores
hispano y lusoparlantes.

La corona británica estimuló la construcción de barcos apropiados para


la navegación atlántica, y los ministros del rey y aun el mismo monarca se
asociaron a los banqueros de la city londinense y a los aventureros, para
explotar el comercio marítimo. Uno de los negocios más productivos era la
captura de los galeones españoles que regresaban de las Indias cargados de
oro.

Estos procesos disminuyeron enormemente las ventajas iniciales de


España. Por diversos convenios ésta debió conceder a Holanda, Francia y
Gran Bretaña ventajas comerciales y territoriales, a tal punto que en la paz de
Westfalia reconoció el dominio de esos Estados sobre las tierras que de
41
hecho ocupaban en las Indias Occidentales, anulándose las bulas pontificias.

La doctrina internacional británica enunciada en el Tratado de Westfalia


fue aceptada en el tratado de Gran Bretaña con España de 1670,
reconociéndose la libertad de los mares como así también la ocupación como
base legítima de la posesión y dominio. No obstante, y como es lógico en el
contexto de la "anarquía" del sistema interestatal que prevalecía en aquel
mundo regido por las reglas del modelo realista de la política internacional, la
lucha continuó. En este contexto, y en el marco específico del Río de la Plata,
la única defensa contra los holandeses, ingleses y portugueses que estaban
en constante guerra con España era la escasa profundidad del estuario.

La mayor parte de las autoridades en el Río de la Plata protegían el


tráfico clandestino. Asociadas con los portugueses, permitían la entrada de
mercaderías y esclavos negros, que dieron gran impulso a las actividades de
la ciudad. La vida del puerto dependía del tráfico clandestino. Como
consecuencia, a los efectos de poner fin al contrabando y a los abusos de los
gobernantes, como así también proteger el comercio peruano, y para mejorar
la costosa y lenta justicia que emergía de la lejana Audiencia de Charcas, el
Consejo de Indias creó en 1661 la Real Audiencia en Buenos Aires. Sin
embargo, las medidas represivas del contrabando significaron la paralización
del comercio, y la ciudad decayó tan rápidamente que el mismo gobernador-
presidente se apresuró a informar al Consejo de la pobreza que sufría. Por
ello, el 31 de diciembre de 1671 la Audiencia fue suprimida.

No obstante, el gobernador de Buenos Aires adquirió mayor


importancia. Los conflictos y luchas con Portugal lo obligaron a residir en
Misiones (con el apoyo de los jesuitas, que odiaban a los portugueses) e
incursionar en la Banda Oriental, apoyando al gobernador del Paraguay (que
estaba amenazado por la sublevación de los comuneros) y socorriendo a las
42
autoridades del Alto Perú (atribuladas por la sublevación de Tupac Amaru).

A partir de la recuperación de su independencia en 1640, Portugal se


propuso delimitar su patrimonio territorial en América y trazó planes para
establecer una fortaleza en las inmediaciones de Buenos Aires.
Aparentemente, el objetivo estratégico portugués era el de poblar las
márgenes del Río de la Plata para afirmar y mejorar el contrabando en
Buenos Aires. Estimulada por Gran Bretaña, que protegía a la casa de
Braganza y además deseaba disponer de un puerto amigo para alimentar el
comercio clandestino con Perú, la corona portuguesa animaba ambiciones en
lo que consideraba tierra portuguesa en el Plata. Estas ambiciones se vieron
robustecidas por la bula de Inocencio XI Romanus Pontifex, del 22 de
noviembre de 1676, que creó el obispado de Río de Janeiro con jurisdicción
hasta la margen oriental del Río de la Plata. De tal modo, se legitimaba la
expansión de la población lusoparlante hacia Maldonado, Montevideo y la isla
de San Gabriel. Los portugueses fundaron la Colonia del Sacramento, en la
margen oriental del Plata, en 1680. Casi inmediatamente, el 7 de agosto de
1680, ésta fue atacada y recuperada para España por el gobernador de
Buenos Aires, José de Garro.

Ante la protesta de Portugal, el embajador español explicó que el


asalto a la Colonia había sido decidido por propia iniciativa del gobernador
Garro. Portugal exigió la devolución de la Colonia y el castigo del gobernador.
Por el Tratado Provisional del 7 de mayo de 1681, España devolvió la
Colonia, volviendo las cosas a su estado inicial. El territorio circundante
quedaba para uso común de ambas partes. El traspaso fue realizado el 12 de
febrero de 1683 por el nuevo gobernador de Buenos Aires, Herrera y
Sotomayor, al gobernador de Río de Janeiro. A su vez, el Tratado de Lisboa
(Alfonsa) del 18 de junio de 1701 legalizó la ocupación de la Colonia del

43
Sacramento por los portugueses. Se consideraba como definitivo y resuelto el
"dominio de la dicha Colonia y uso del campo para la corona de Portugal",
con la única restricción de no admitir buques aliados en los puertos
portugueses, quedando expresamente anulado el Tratado Provisional de
1681, que contradecía este arreglo. Este era el precio que España pagaba
para obtener el reconocimiento del futuro rey Felipe V, nieto de Luis XIV y
aspirante al trono de España. Por cierto, el Tratado de Lisboa se encuadraba
ya en el contexto histórico que conduciría casi inmediatamente a la Guerra de
Sucesión Española, que se extendió desde 1701 hasta 1713.

Sin embargo, ante las presiones inglesas Portugal cambió


nuevamente de política. Abandonó a Luis XIV y firmó con Gran Bretaña el
Tratado de Methuen, por el cual entró a formar parte (junto con Holanda,
Austria, Prusia, Hannover, el Sacro Imperio y Saboya) de la Gran Alianza
contra Francia, España y la casa de Wittelbasch (Baviera y el Electorado de
Colonia). Los privilegios y ventajas que Portugal concedió entonces a su
aliada británica harían de ésta la dueña del comercio con Brasil y el Río de la
Plata. En esta nueva situación, el rey Manuel II recibió en Lisboa como rey de
España al pretendiente Carlos (7-V-1704) y le pidió que reconociera sus
derechos sobre ambas riberas del Río de la Plata, además de las ciudades de
Badajoz, le notificó que sólo correspondía a Portugal el territorio reconocido
en el Tratado Provisional de 1681. El cumplimiento de esta instrucción daría
lugar a la guerra en el Río de la Plata.

En este contexto de guerra de sucesión, la corona española designó


nuevo gobernador de Buenos Aires a Valdés e Inclán, y respecto de la
jurisdicción de la Colonia del Sacramento Inclán sitió la plaza, que fue
evacuada por los portugueses, y penetró en ella con el ejército real el 16 de
marzo de 1705. Así, la Colonia del Sacramento fue restituida nuevamente a la

44
gobernación de Buenos Aires. Sin embargo, antes que transcurrieran diez
años la diplomacia portuguesa, apoyada por Gran Bretaña y auxiliada por el
desenlace de la Guerra de Sucesión, recuperaría la Colonia del Sacramento.

En 1713 se firmó el Tratado de Utrecht y en 1714 el de Rastadt, y con


ellos quedaba definitivamente resuelta la sucesión del trono español y
restablecida la paz en el continente. En Utrecht se rehizo el mapa de Europa.
España conservaba el trono y el imperio colonial. Cedía a Gran Bretaña
Gibraltar, Menorca, el asiento para comerciar con los esclavos y el navío de
permiso, pero se resistió a concederle bases territoriales en el Río de la Plata.
El asiento era el privilegio que otorgaba el monarca español para introducir y
negociar esclavos africanos en sus colonias. En el Río de la Plata,
portugueses y franceses lo habían tenido antes que los ingleses. Como
consecuencia del triunfo de la Gran Alianza en la guerra por la sucesión de
Carlos II, para concertar la paz con Francia, Gran Bretaña exigió a Luis XIV
(que actuaba por cuenta de su nieto) el Contrato de Asiento para la Compañía
de los Mares del Sur, a la que el gobierno británico le había concedido el
monopolio del comercio en América del Sur, y que sustituiría a la Compañía
Real de Guinea en el tráfico negrero. El Contrato de Asiento del 26 de marzo
de 1713 fue un tratado internacional suscripto por dos soberanos, por el cual
Gran Bretaña reconocía la jurisdicción española en sus tierras americanas y
el mar adyacente. Así lo determinan sus disposiciones cuando se establece
«como regla general, particular y fundamental que el ejercicio de la
navegación y comercio con las Indias Occidentales de España quede en el
mismo estado en que se encontraba en tiempos de Carlos II»(art.88). El
tratado establecía el monopolio del tráfico de esclavos a favor de Gran
Bretaña por un plazo de treinta años, el cual vencía el 1º de mayo de 1743. A
este tratado a favor del Reino Unido, pocos meses después se sumó el
Tratado de Paz del 13 de julio de 1713, por el cual España concedía nuevos

45
privilegios y ventajas al tráfico marítimo británico: los barcos británicos no
serían molestados por las autoridades españolas salvo que fueran
sorprendidos comerciando ilícitamente.

Las ventajas que obtuvo Gran Bretaña con los tratados celebrados con
España en Utrecht le permitió absorber todo el comercio del Río de la Plata y
llevar sus mercaderías hasta el Perú. Sus ganancias no derivaban tanto del
tráfico esclavista como de la franquicia para introducir libres de derechos las
quinientas toneladas de sus navíos de permiso.

Por otra parte, el Contrato de Asiento benefició al Río de la Plata y


abrió una inmensa brecha en el régimen monopolista español. Con él
comenzó la prosperidad de la gobernación de Buenos Aires. Según la opinión
de diversos estudiosos, el tráfico ilegal practicado en gran escala por el Reino
Unido fue el origen de la riqueza y de la peculiar cultura del país. Además, y
como ya se ha sugerido, la paz entre España y Portugal del 6 de febrero de
1715, firmada en Utrecht, estableció la devolución de la Colonia del
Sacramento a Portugal. El Consejo de Indias debió reiterar al gobernador y al
Cabildo de Buenos Aires la orden de entregar la Colonia, antes de que fuera
acatada. Esta resistencia local a entregar la Colonia se debía a que en las
tierras aledañas se encontraba el "gran rodeo vacuno" que alimentaba a las
provincias del Paraguay, Tucumán y Río de la Plata, e incluso al Perú. Según
las instrucciones recibidas, debía entenderse que los territorios portugueses
eran los que éstos ocupaban según el tratado de 1680, y que no se debía
permitir ningún comercio con Buenos Aires.

El gobernador de Buenos Aires Bruno Mauricio de Zabala (1717-1734)


fue uno de los funcionarios más eficientes en la persecución del contrabando
y la defensa del monopolio español en el Río de la Plata. Cumplió las órdenes
de la corona de vigilar la acción de los contrabandistas en la Banda Oriental y
46
la conducta de los portugueses de la Colonia del Sacramento para que no se
extendieran fuera de los límites fijados, limitación que por otra parte la corte
portuguesa no aceptaba y continuaba reclamando sin éxito ante Felipe V.
Frente al establecimiento de una población portuguesa al pie del cerro de
Montevideo, el gobernador Zabala obtuvo refuerzos de las Misiones y del
Interior y avanzó sobre la Colonia y Montevideo. Los portugueses fueron
obligados a abandonar el lugar y se estableció allí una pequeña población
española, que la corona transformó dos años después en la ciudad de San
Felipe de Montevideo (24-XII-1726). Zabala terminó así con los proyectos
portugueses de establecerse al pie del cerro, aislándolos en la Colonia, y
aseguró la posesión de la Banda Oriental y la defensa del gran estuario.
Montevideo prosperó favorecida por su bahía, donde los barcos podían
fondear más protegidos que en Buenos Aires.

Según Cárcano, el canciller español don José de Carvajal y Lancáster,


tentó al rey Juan V de Portugal con la permuta de la Colonia del Sacramento
(posibilidad que había quedado establecida en el tratado de 1715) por los
pueblos misioneros sumados a una extensión del territorio de la Banda
Oriental. Los consejeros del monarca portugués expresaron a éste que la
Colonia era constante motivo de conflictos con España, que no existía la
posibilidad de ampliar su jurisdicción y que era nula como fuente de recursos.

A su vez, España sostuvo sus derechos fundándose en el Tratado de


Tordesillas, que le otorgaba casi toda la Banda Oriental. Portugal replicó que
si aceptaba este criterio, le corresponderían las islas Molucas y Filipinas.
Finalmente, para avanzar y evitar posiciones extremas, ambas partes se
vieron obligadas a convenir no solamente la anulación del Tratado de
Tordesillas, sino las convenciones posteriores que de acuerdo con éste se
habían firmado. Decidióse "adoptar como regla para la fijación de los límites

47
entre los dominios, la conquista y la ocupación efectiva", es decir, el uti
possidetis juris. Se consiguió así un convenio de límites, el cual no obstante
no llegó a concretarse debido a la muerte de Juan V. Sin embargo, los
esfuerzos del ministro Carvajal consiguieron reanudar las negociaciones con
Pedro III, el cual estaba influido por Gran Bretaña, y es así como se firmó el
Tratado de Permuta del 13 de enero de 1750.

El Tratado establecía que Portugal cedía a la corona de España la


Colonia del Sacramento y todo su territorio adyacente, como también toda la
navegación del Río de la Plata, que pertenecería enteramente a la corona
española. Portugal renunciaba a todo derecho que pudiera corresponderle
por los tratados de 1681 y 1715. España a su vez entregaba a Portugal todas
las tierras "desde el monte de los Castillos Grandes y ribera del mar...", desde
el río Chuy, las fuentes del Río Negro y el Ibicuy, siguiendo con indicaciones
muy precisas sobre tierras muy poco conocidas, hasta las vertientes en la
ribera oriental del río Guapore, con excepción "del terreno que corre desde la
boca occidental del río Yapurá y el Marañón o Amazonas", terminando en las
cimas de la cordillera de este río y el Orinoco. Sin embargo, el intento de
España y Portugal de realizar las demarcaciones en el terreno provocó la
sublevación de los indígenas, supuestamente instigados por los mismos
jesuitas, que defendían su imperio y el monopolio de la yerba mate. Esta
guerra guaranítica desembocó en el exterminio de muchos indígenas y la
huida de otros a la selva, y abrió el camino para la expulsión de los jesuitas.

Poco después (el 11 de septiembre de 1759) llegaba al trono de


España Carlos III, quien designó ministro al marqués de la Ensenada,
opuesto al Tratado de Permuta. Su anulación se produjo en el Tratado de El
Pardo del 12 de febrero de 1761. Las tierras ocupadas debían evacuarse y
demolerse lo construido en ellas.

48
A pesar de que el gobernador Pedro de Cevallos conocía con
anticipación la firma del Tratado de El Pardo, comunicó al gobernador
portugués de la Colonia que evacuara las tierras españolas que en las
inmediaciones de la plaza ocupaban los portugueses, así como las islas
Martín García y Dos Hermanas. Al coronel Osorio le pidió que devolviera las
poblaciones en el Río Pardo y Chuy.

En otras palabras, Cevallos actuó como si fuera su mandato poner en


vigencia el Tratado de Permuta, aunque sin intenciones de ceder las tierras
que en contrapartida hubiera correspondido otorgar a Portugal, y pese a que
el gobernador conocía el Tratado de El Pardo, que anularía el de Permuta.
Aparentemente, Cevallos estaba convencido de que la ruptura con Portugal
era un hecho inminente, y se preparó para la guerra. Envió espías a Colonia y
estrechó su bloqueo, capturó los navíos que continuaban traficando
ilegalmente, y solicitó a Madrid mil soldados con abundantes pertrechos y
artillería para defenderse de un posible ataque anglo-portugués.

Fue inútil la protesta del conde de Bobadilla (virrey de Brasil que había
sido por muchos años gobernador de la Colonia) y su alegato de que las
tierras que ocupaban los portugueses eran propiedad de Portugal.

Desde su llegada al Río de la Plata, la actitud de Cevallos fue


claramente agresiva, y comenzó con sus amenazas a los portugueses con
anterioridad al inicio de la guerra de España contra Portugal, que comenzó en
enero de 1762.

La relación de estos sucesos requiere una ampliación de su contexto.


Rompiendo con la neutralidad de Fernando VI, la política internacional de
Carlos III estuvo presidida por la necesidad de cortar el paso al imperialismo
británico en América. Esto significó la intervención, al lado de Francia, en la

49
guerra de los Siete Años (1756-1763), y ayudar a los futuros Estados Unidos
en su lucha por la independencia (1776-1783). En lo que se refiere a sus
posesiones americanas, una de las principales preocupaciones de Carlos III y
sus ministros fue asegurar el dominio español en el Río de la Plata, suprimir
el comercio clandestino, y vigorizar política y económicamente a Buenos
Aires.

Carlos III, informado de los manejos portugueses y de su avance en la


frontera paraguaya, que fuera posibilitado por el Tratado de Permuta, decidió
poner en práctica la política del marqués de la Ensenada, tal como se señaló
antes. Consiguió la anulación del Tratado de Permuta por mutuo
consentimiento (1761), y restableció la línea de Tordesillas como límite entre
las posesiones españolas y portuguesas en el Nuevo Mundo.
Simultáneamente, el 15 de agosto de 1761 reforzó su alianza con Francia
mediante el Tercer Pacto de Familia. Una convención secreta con este país
preveía la guerra contra Gran Bretaña si ésta no se prestaba a la paz y a
ofrecer a España condiciones favorables. También anuló el Tratado de Madrid
sobre límites en Asia y América. En otras palabras, todas las cosas se
restituyeron a los términos de los tratados anteriores a 1750.

La tensión entre el Reino Unido y España creció. Esta no comunicó el


contenido del Pacto de Familia, que exigía el ministro británico William Pitt.
Como consecuencia, el 4 de enero de 1762 Gran Bretaña le declaró la guerra
a Carlos III, y el 18 de febrero de ese año Madrid firmó un convenio con
Francia para luchar conjuntamente. Según Cárcano, el propósito del gobierno
de Madrid era crear en el Río de la Plata una situación de fuerza que
“permitiera a su diplomacia salvar toda la Banda Oriental del Uruguay, sin
sacrificar el vasto y magnífico territorio de Misiones que había cedido por el
tratado de 1750”. España consideraba que tenía derecho a las dos márgenes

50
del Plata sin ofrecer a Portugal ninguna compensación por la posesión de la
Colonia. Mientras las dos cortes discutían la neutralidad de Portugal, el
marqués de Soria invadió su territorio con un ejército de 45.000 soldados, el
30 de abril de 1762, al mismo tiempo que Francia le enviaba 12.000 hombres
para reforzarlo. Cuenta Cárcano que Soria “entró a Portugal con los fines más
gloriosos y útiles a la corona y súbditos de Portugal, como el rey Carlos III
tenía siempre declarado a su amigo y cuñado el rey fidelísimo. Con una
proclama semejante el general Souza (portugués) invadiría años después la
provincia Oriental. El cinismo es manifiesto en las dos oportunidades”.

Cuando el gobernador Pedro de Cevallos tuvo la noticia de la invasión


de España a Portugal, se decidió a atacar la Colonia. Aprovechó la vieja
enemistad de los jesuitas con los portugueses para pedirles su concurso.
Cevallos llegó de las Misiones con un poderoso ejército, ordenó el sitio de la
plaza y el bloqueo del Río de la Plata. El gobernador de la Colonia, da Silva
de Fonseca, tenía órdenes del virrey Bobadilla de no provocar ni iniciar
acciones bélicas que pudieran dar motivo a una guerra y colocar una futura
negociación diplomática en condiciones desventajosas. En esas
circunstancias, el ataque a la Nueva Colonia del Sacramento, como la
llamaban los portugueses, fue iniciado por la artillería española. En menos de
un mes, el 29 de octubre de 1762, el gobernador Fonseca rindió la plaza
incondicionalmente a los españoles.

Cevallos afianzó la dominación de la Banda Oriental con la fundación


de San Carlos y la posesión de Maldonado. La toma de la Colonia impidió la
concreción de los planes del virrey Bobadilla y del gabinete británico, que
preparaban una flota anglo-lusitana para defender la plaza y posesionarse de
Buenos Aires. El propósito era tomar la Banda Oriental para Portugal y la
Banda Occidental para Gran Bretaña. Se reunieron cien mil libras para armar

51
los navíos y la Compañía de las Indias Orientales se hizo cargo de este
negocio, que terminó en un desastre. La escuadra, inutilizados sus mejores
navíos, se retiró.

Cevallos aprovechó su triunfo y marchó sobre Río Grande. Rindió los


fuertes de Santa Teresa y San Miguel, y avanzó sobre San Pedro, defendido
por un poderoso destacamento. Pero su marcha triunfal se vio paralizada por
la noticia del Tratado de París del 10 de febrero de 1763.

Por cierto, la alianza con Francia no era un apoyo seguro para la


política nacionalista de Carlos III. Se concertó la paz con el Reino Unido, se
firmó el convenio de Fontainebleau del 3 de noviembre de 1762, y el 10 de
febrero de 1763 se convino en París el tratado definitivo que puso término a la
lucha de siete años. El Reino Unido agrandó sus dominios con Canadá y
Florida, que recibió a cambio de La Habana y Manila, que devolvió a España.
España también perdió a Menorca, y se vio obligada a restituir la Colonia del
Sacramento a Portugal.

Sin embargo, como era de esperarse considerando la "anarquía" del


sistema interestatal de entonces y el carácter de "suma-cero" de las
interacciones que se producían entre las potencias, el conflicto entre España
y Portugal en América no terminó con el Tratado de París. Por cierto, la
misma creación del Virreinato del Río de la Plata es una manifestación más
de la continuidad de esa aguda y amoral competencia, en la que la única
verdadera regla era la ausencia de límites morales en los medios utilizados
para la búsqueda racional del interés de cada Estado.

Desde el lado portugués y con apoyo británico, el ministro Pombal


estimulaba la expansión lusitana en el Río de la Plata. Los portugueses
habían aprovechado la indefensión de los indios de las Misiones, luego de la

52
expulsión de los jesuitas, para extender sus posesiones desde el Uruguay al
Paraguay. El virrey de Brasil nombró a Bohm inspector general de todas las
fuerzas armadas portuguesas, cuyos subordinados habían vencido a las
fuerzas españolas de Vértiz en 1774 y 1776, antes de la creación del
virreinato. De tal modo, la importante región que el Tratado de París había
adjudicado a España fue conquistada íntegramente por los lusitanos.

Sin embargo, en ese entonces Gran Bretaña pasaba por un momento


difícil debido a la guerra de la independencia norteamericana, y Carlos III
aprovechó la circunstancia favorable de que ésta no podía auxiliar a Portugal,
para resolver el conflicto de la Colonia del Sacramento y Río Grande. La
oportunidad no era para desperdiciarse, ya que a pesar de las negociaciones
entabladas con Madrid, desde Lisboa el ministro Pombal (que era el virtual
dictador de Portugal) continuaba dando instrucciones para ocupar el territorio
español en la América meridional. Nuevamente, pues, los problemas del Río
de la Plata amenazaban con hacer estallar una guerra. Por tal motivo,
argumentando la improcedencia de la expansión portuguesa, España invocó
las garantías del Tratado de París de 1763 y se aseguró el apoyo de Francia,
a la vez que los británicos no tenían más remedio que ser neutrales,
absorbidos por la sublevación de sus colonias.

En abril de 1776 Carlos III encargó a Cevallos que estudiara la manera


de defender aquellas provincias y conquistar la isla de Santa Catalina y la
Colonia, y fue en estas circunstancias que éste fue nombrado virrey
gobernador, con la subsiguiente creación del virreinato.

La armada de Cevallos se dirigió a Santa Catalina para apoderarse de


la isla e iniciar allí las hostilidades. Los portugueses huyeron y Santa Catalina
fue conquistada en menos de un mes por Cevallos, sin perder un soldado. La
flota levó anclas hacia Montevideo. Con el gobernador Vértiz, prepararon la
53
ocupación de la Banda Oriental en abril de 1777. Cevallos entró en la Colonia
(que se entregó sin combatir) y ocupó la isla de San Javier en julio de 1777.
Las fuerzas defensoras se embarcaron para el Brasil, y los prisioneros y
vecinos fueron internados en la provincia de Buenos Aires. De allí, Cevallos
marchó rápidamente para expulsar a los portugueses de Río Grande. A su
paso por Maldonado, sin embargo, recibió la real cédula del 11 de junio de
1777, que le ordenaba la suspensión de las hostilidades debido a las
tratativas de paz de la reina de Portugal. Finalmente, en Madrid se convino el
Tratado de San Ildefonso el 1º de octubre de 1777.

El Tratado de San Ildefonso tuvo una importancia fundamental para


fijar las fronteras de ambos imperios. Los portugueses quedaban eliminados
de las riberas del Río de la Plata. La Colonia del Sacramento volvió a la
soberanía de España, que cedió a Portugal las Misiones Orientales y las
tierras sobre las márgenes del río Yacuby, Río Grande, Guayrá y Mato
Grosso. Una comisión mixta debía trasladarse a América para fijar las
fronteras y poner fin de esta manera a la secular disputa entre los dos reinos.
Sin embargo, solo dos comisiones trabajaron conjuntamente y el resultado
final fue muy deficiente. No obstante, el Tratado de San Ildefonso representó
una relativa estabilización en los límites entre la América hispanoparlante y la
lusoparlante, que posteriormente serviría de guía aproximada para delimitar
jurisdicciones entre Brasil y las nuevas repúblicas de habla hispana.

Producida la revolución francesa, Carlos IV se plegó a la primera coalición


europea contra los revolucionarios. Sus ejércitos invadieron el territorio
francés y colaboraron con sus tradicionales adversarios, Gran Bretaña y
Portugal. Las fuerzas españolas fueron rechazadas, sin embargo, y la
impopularidad de la guerra llevó al ministro Godoy a separarse de la coalición
monárquica, firmando con Francia el Tratado de Basilea de 22 de agosto de

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1795. No obstante el traspié, España no sufrió pérdidas territoriales. Al año
siguiente, Godoy sostuvo la necesidad de volver a la amistad con Francia, y
el 18 de agosto de 1796 firmó en San Ildefonso un Tratado de Alianza
ofensiva-defensiva con el Directorio francés. Desde entonces hasta su caída,
Napoleón tuvo un papel preponderante en la política española.

Cuando Gran Bretaña formó la tercera coalición para combatir a


Napoleón, la alianza con Francia le costó a España, además de la cesión de
Trinidad, el hundimiento de su escuadra en Trafalgar, el 21 de octubre de
1805. Su imperio ultramarino quedó así aislado de la metrópoli y a merced de
la flota enemiga. Este relevante hecho terminaría por favorecer enormemente
la independencia de las colonias americanas de España. Tan grave era la
situación de España aun antes del desastre naval de Trafalgar que, cuando el
10 de junio de 1805 el ministro Godoy previó la posibilidad de un ataque
inglés a Buenos Aires, le comunicó al virrey que el estado de la metrópoli no
le permitía mandar refuerzos militares, por lo que debía contar únicamente
con sus propios medios para la defensa.

 El lento camino hacia la independencia en el Río de la Plata


respecto de la Madre Patria: desde las molestias del monopolio
comercial español hasta las invasiones inglesas y Napoleón

La ruptura del Río de la Plata con su metrópoli no fue un hecho súbito,


sino que constituyó el resultado de un largo camino, de un lento proceso de
diferenciación entre españoles peninsulares y españoles americanos o
criollos, que hizo eclosión en el movimiento independentista. En su tesis
doctoral sobre la política de Fernando VII en el Río de la Plata, Rhodes
señala los problemas que dicha región debía soportar como consecuencia del

55
monopolio comercial establecido por la Corona durante los siglos XVI y XVII y
parte del XVIII: España no permitió el comercio intercolonial, y como
resultado, Buenos Aires debió comerciar a través de Panamá a un costo entre
500% a 600% por encima de su costo original. El Río de la Plata tenía una
doble desventaja: además de la enorme distancia respecto de los puertos
habilitados por el monopolio comercial español en el área del Caribe, el Río
de la Plata no tenía productos de gran valor que pudiesen ser transportados
fácilmente y con provecho.

Recién en el siglo XVIII la corona española trató de revertir el aislamiento


de Buenos Aires respecto del circuito comercial con la autorización para la
llegada a este puerto de navíos de registro. Al defender este sistema frente al
de flotas y galeones utilizados hasta entonces, Campomanes señalaba que
"Buenos Aires por ese medio se ha hecho una plaza floreciente por su tráfico,
la cual en el siglo pasado cas (sic) carecía de comercio". El buen resultado
del sistema pudo observarse por los doce navíos de ese tipo llegados a
Buenos Aires en 1752. Esto llevaría a la apertura de la ruta del cabo de
Hornos para alcanzar los puertos del Pacífico y al establecimiento del puerto
de Buenos Aires como centro de distribución, soluciones que no agradarían a
los comerciantes de Lima. Además, comenzaron a permitirse los registros a
Buenos Aires con autorización para internar las cargas hasta el Alto Perú y
Chile, lo cual generó un atractivo adicional para los comerciantes de Cádiz y
nuevas protestas del comercio limeño.

Poco después, el decreto real del 16 de octubre de 1765 permitió a nueve


puertos españoles y cinco islas americanas (Cuba, Santo Domingo, Trinidad,
Margarita y Puerto Rico) despachar barcos, terminando con la política inicial
de puerto único. Finalmente, en febrero de 1778 la Corona española autorizó
la libre navegación por barcos españoles hacia las jurisdicciones de Perú,

56
Chile y Buenos Aires. El 12 de octubre del mismo año, nuevas regulaciones
legales abrieron al comercio español trece puertos españoles y veinticuatro
coloniales. Para 1789, la mayoría de los puertos españoles y coloniales
disfrutaban de este privilegio. En consecuencia, Buenos Aires mejoró
enormemente su posición comercial, llegando a ser uno de los mercados más
grandes de Sudamérica. El comercio del Interior creció en forma acorde. Los
vinos de Mendoza, aguardientes de San Juan, telas tucumanas, tabaco,
yerba y madera del Paraguay fluían hacia el mercado de Buenos Aires. Las
medidas borbónicas de liberalización comercial potenciaron las exportaciones
principales del área rioplatense: carne salada, cueros, y lana generaron la
fase inicial de la emancipación de dicha área, al cortar la dependencia
económica del Perú.

A pesar de que estas medidas borbónicas en torno al libre comercio


enriquecieron a muchos y produjeron una clase mercantil poderosa en
Buenos Aires, la competencia extranjera, los monopolios y los esfuerzos del
gobierno español por restringir el poder creciente de la clase criolla
rioplatense motivaron en mayor medida el deseo de la independencia. Como
sostiene John Lynch,

La independencia, aunque precipitada por un choque externo, fue


la culminación de un largo proceso de enajenación en el cual
Hispanoamérica se dio cuenta de su propia identidad, tomó
conciencia de sí misma, se hizo celosa de sus recursos. Esta
creciente conciencia de sí movió a Alexander von Humboldt a
observar: "Los criollos prefieren que se les llame americanos; y
desde la Paz de Versalles, y especialmente desde 1789, se les oye
decir con orgullo: «Yo no soy español; soy americano», palabras
que descubren los síntomas de un antiguo resentimiento". También
revelaban, aunque todavía confusamente, la existencia de
lealtades divididas, porque sin negar la soberanía de la corona, o
incluso los vínculos con España, los americanos comenzaban a
poner en duda las bases de su fidelidad. La propia España
alimentaba sus dudas, porque en el crepúsculo de su imperio no
57
atenuaba sino que aumentaba su imperialismo.

Estimulados por la crisis del poder español imperial, hacia fines del
siglo XVII los sectores criollos habían logrado obtener una independencia
económica de facto respecto de la Corona española, basada en el ascenso
económico y social de la clase comerciante y terrateniente criolla de las
distintas regiones del Plata. Será esta autonomía la que resistirían a perder
cuando a partir de 1765 la corona española resolvió fortalecer el control
imperial.

Pero las reformas borbónicas, insertas en lo que Lynch llama el nuevo


imperialismo español del siglo XVIII, tuvieron por objetivo prioritario lograr un
control más efectivo de las colonias y para ello uno de los caminos era
precisamente cercenar esa autonomía de facto de los criollos. Para ello, los
Borbones promovieron privilegios a los dos extremos de la pirámide social y
concentraron su presión impositiva contra los criollos. Uno de los ejes de
rivalidad más importante en esta época fueron las divergencias que existían
entre criollos o españoles americanos y españoles peninsulares, provocadas
por los privilegios y las restricciones en cargos públicos en detrimento de los
primeros.

La prosperidad económica -que se tradujera en prestigio social- generó


como señala acertadamente Lynch una posición ambigua de los sectores
criollos o hijos de españoles nacidos en América en la sociedad colonial: eran
poderosos económicamente, pero no tenían participación política en cargos
oficiales de relevancia y, además, estaban molestos por la presión
ascendente de los sectores bajos de dicha sociedad. En otras palabras, los
criollos se definían más por lo que no eran -ni españoles peninsulares, ni
pardos, ni mestizos ni negros- que por lo que eran. Tenían una conciencia
negativa. Lynch aclara esta idea de conciencia negativa de los criollos citando

58
estas contundentes palabras de Simón Bolívar:

no somos europeos, no somos indios, sino una especie media


entre los aborígenes y los españoles. Americanos por nacimiento,
y europeos por derechos, nos hallamos en el conflicto de disputar
a los naturales los títulos de posesión y de mantenernos en el país
que nos vio nacer, contra la oposición de los invasores
(españoles); así, nuestro caso es el más extraordinario y
complicado.

Generalmente, el virrey y la Audiencia representaban a la Corona,


mientras que el Cabildo representaba a los criollos. Por su parte, el
Consulado de Buenos Aires tenía un doble carácter: como corporación de
comerciantes tenía jurisdicción comercial, y como junta económica ayudaría a
impulsar la agricultura, la industria y el comercio en el Río de la Plata.
Desafortunadamente, el Consulado se convirtió en el órgano campeón del
monopolio y los privilegios peninsulares, aunque fue importante su asistencia
en el comercio y la educación del Interior.

En este terreno de tensión entre criollos y peninsulares, la primera


invasión inglesa de 1806 pudo haber sido bienvenida por los criollos, pero no
fue así. El almirante Beresford procedió a declarar la libertad comercial entre
Gran Bretaña y las colonias hispanomericanas, garantizando para éstas el
derecho a la propiedad privada y la libertad para la religión católica. Estaba
esperanzado en ganar un nuevo mercado para los bienes británicos.
Desafortunadamente para los británicos, los criollos, aunque estuvieran
resentidos por las restricciones comerciales de España, prefirieron servir a
ésta antes que a Gran Bretaña, un poder protestante que buscaba imponer su
regla por las armas.

Como introducción a los últimos tramos de este largo camino hacia la


emancipación del Río de la Plata, podemos distinguir en las postrimerías de

59
la etapa colonial tres intereses separados, y que centraban su atención en
Buenos Aires, mientras crecía en ésta el antagonismo criollo-peninsular y en
la España invadida por Napoleón, las juntas revolucionarias luchaban para
restablecer la soberanía:

 El origen de las identidades protonacionales

Hasta bien comenzado el siglo XIX, el concepto de "nacionalidad" tal


como hoy lo entendemos no existía, y que éste fue un producto de la
ideología romántica del nacionalismo. Por cierto, hasta entonces el mismo
concepto de "nación" fue utilizado (por los ideólogos de la Revolución
Francesa, y por los patriotas argentinos de la Revolución de Mayo, entre
otros), no en el sentido antropológico utilizado más arriba (que aúna lengua,
cultura, historia común y territorio), sino en un sentido contractualista, que lo
definía como la población abarcada por un mismo pacto social, justificación
liberal de la autoridad e instituciones de un Estado legítimo. Tal como lo
señaló Pierre Vilar, desde la perspectiva revolucionaria y popular la "nación"
no estaba basada en la lengua ni en la etnicidad, sino en el interés común
frente a los intereses particulares y el privilegio. Y como lo puntualizó Eric J.
Hobsbawm, desde este punto de vista las diferencias étnicas eran tan poco
importantes como lo serían posteriormente para los socialistas. "Lo que
distinguió a los colonos (norte)americanos del Rey Jorge y sus partidarios no
fue la lengua ni la etnicidad, a la vez que, inversamente, la República
Francesa no encontró objeciones a incorporar (al norteamericano) Thomas
Paine a su Asamblea Nacional"

Por cierto, lejos tanto del contractualismo como de la posterior concepción


étnica de la nación, la Real Academia Española ni siquiera vinculó el vocablo

60
"nación" con los de "Estado" y "gobierno" hasta su edición de 1884, y hasta
esa fecha definía a "nación" simplemente como "el agregado de habitantes de
una provincia, un país o un reino" . Nos cuenta Elie Kedourie que mucho
antes de eso, en la Edad Media, las "naciones" de la Universidad de Paris
eran grupos de estudiantes pertenecientes a diferentes grupos lingüísticos:
por ejemplo, "la honorable nación de Francia" incluía a franceses, españoles
e italianos, pero se diferenciaba de la "fiel nación de la Picardía", "la
venerable nación de la Normandía" y "la constante nación de la Germania"
(que incluía a ingleses). Aun antes, en tiempos romanos, "nación" significaba
un grupo humano de origen similar, mayor que una familia pero menor que un
clan o un pueblo: por ello, se hablaba del Populus Romanus, no de la natio
romanorum.

En efecto, a lo largo de los siglos el término "nación" cambió


permanentemente de significado. Para el Derecho de Gentes consagrado por
el Congreso de Viena, "nación" y "Estado" eran equivalentes, como lo eran en
muchos textos rioplatenses de tiempos de las guerras de la Independencia y
la anarquía subsiguiente. Fue sólo con el romanticismo que cobró auge
después de superado el primer tercio del siglo XIX, que el vocablo "nación"
comenzó a ser utilizado en su sentido actual, y fue sólo entonces que emergió
una ideología revolucionaria que pronto se volvió hegemónica, el
nacionalismo, que desafiaba el derecho dinástico, presuponiendo que un
gobierno era legítimo sólo si representaba a una nación definida en términos
étnicos y lingüísticos.

Pero ésta no es sólo una cuestión semántica. No sólo era diferente el


significado de "nación", sino que no existía ningún término para aludir con
precisión y claridad al concepto romántico de nación, y esto es producto del
hecho, mucho más significativo, de que a lo largo de la historia las

61
identidades se han ido conformando de maneras muy diferentes y fluctuantes.
Por cierto, aunque los Estados-naciones son una creación política moderna, y
aunque aun las "naciones" (definidas en términos étnicos) no eran fenómenos
de tanta relevancia política en el pasado, la humanidad siempre se ha
dividido en función de identidades diferenciadas. Lo que ocurre es que el eje
estructurante de la identidad pasaba por otro lado, y ésta es la gran
contribución a la reflexión sobre estos temas introducida por Benedict
Anderson, cuyo ensayo ya citado nos brinda una fascinante aproximación a la
comprensión del tránsito de un tipo previo de comunidad imaginada, la
comunidad pan-europea del cristianismo occidental, a un tipo nuevo, la
nación (con o sin su Estado propio).

Básicamente, Anderson argumenta que al caer el Imperio romano, el latín


se fue pervirtiendo en forma acelerada, dando lugar a lenguas vernáculas
diferenciadas a lo largo y ancho de toda Europa (de aquí en más, utilizaremos
el vocablo "vernáculo" como sustantivo sinónimo de "lengua vernácula"). La
quiebra de las instituciones imperiales y la anarquía propia de la temprana
Edad Media produjo una segmentación cada vez mayor de estos vernáculos,
de modo que llegó un momento en que prácticamente en cada valle se
hablaba un dialecto diferente. Las lenguas no eran propias de lo que hoy
llamamos naciones, sino de comarcas a veces minúsculas, y además estaban
sometidas a un flujo permanente, de modo que el vernáculo de una comarca
en el siglo XIII resultaba casi incomprensible para los habitantes de la misma
comarca en el siglo XIV. No obstante, gracias a la hegemonía ideológica de la
Iglesia romana, el latín eclesiástico, que era la única lengua considerada
digna de ser enseñada y estudiada, continuó siendo el medio de
comunicación común de una intelligentzia paneuropea bilingüe, unida y
desunida por vínculos de vasallaje y una lógica dinástica de transmisión del
poder.

62
No solamente era el latín un lazo de unión de esta intelligentzia
paneuropea bilingüe (que manejaba además algún vernáculo muy local), sino
que era además una suerte de "lengua-verdad", porque era la que se utilizaba
en los rituales de intermediación entre los hombres y la divinidad. En este
contexto, más allá de las identidades naturales de pequeñas comarcas en las
que existía un contacto directo entre los pobladores, emergió una identidad
común a todos los que profesaban el mismo culto católico: gentes que
hablaban vernáculos muy distintos y que podían vivir a miles de kilómetros de
distancia, pero que se relacionaban con la divinidad en la misma lengua
antigua a través de la intermediación de sus sacerdotes, y cuyos gobernantes
también se comunicaban entre sí a través de esta "lengua-verdad".

Más aún, gracias a la vigencia del derecho dinástico, frecuentemente la


corona de un reino recaía sobre un heredero que era un total extranjero: un
príncipe de Aragón, por ejemplo, ciñendo la corona de Nápoles y Sicilia, como
ocurrió durante siglos. Pero esto poco importaba, porque aun dentro del
mismo reino de Nápoles se hablaban diferentes dialectos, y lo que importaba
era la identidad cristiana del conjunto.

A su vez, esta identidad del conjunto, que daba origen a la "comunidad


imaginada de la cristiandad occidental", estaba reforzada por peregrinajes a
lugares sacros, donde se encontraban gentes de los más diversos rincones
de Europa, que hablaban vernáculos incomprensibles el uno para el otro.
Frente a la pregunta "¿qué tenemos en común?", sólo podían contestar:
"tenemos las mismas creencias, veneramos los mismos lugares, y nuestros
sacerdotes dan la misa y se comunican entre sí en la misma lengua latina".
Debido al fuerte arraigo de la religión, sin embargo, ésta era una respuesta
muy convincente, capaz de estructurar una identidad, una primera persona
del plural, es decir, un "nosotros"; capaz también de movilizar guerras y

63
cruzadas. Aquel mundo, por lo tanto, era simultáneamente muy segmentado y
sorprendentemente universal: la comunidad imaginada de la cristiandad
occidental era mucho más incluyente que las posteriores comunidades
imaginadas nacionales, a la vez que el latín obraba como una suerte de
cemento lingüístico paneuropeo, restringido a las clases gobernantes y
eclesiásticas.

Todo esto comenzó a cambiar dramáticamente cuando en 1450 Johann


Gutenberg exitosamente introdujo la imprenta de caracteres móviles en
Europa. La emergencia del libro impreso (primer producto industrial de la
modernidad) representó una revolución cultural de alcances inimaginables.
En 1455 ya se intentaba una producción estandarizada en Amberes. Hacia el
año 1500 ya se habían publicado alrededor de veinte millones de libros. En
un principio, el producto estuvo dirigido a la intelligentzia bilingüe paneuropea,
y estuvo impreso en latín: la industria era tan "universal" como el latín mismo
(y el fenómeno nos recuerda analogías actuales, de fines del siglo XX,
cuando otros cambios en la tecnología de la comunicación --sumados a otros
procesos-- están produciendo una globalización auténticamente planetaria).
Pero en aproximadamente un siglo de actividad, el mercado europeo para el
libro en latín quedó saturado, ya que el público al que iba dirigido era una
minoría pequeña de la población. Esto llevó a la dinámica natural del nuevo
pero vigoroso capitalismo de prensa a buscar otros mercados, y esa
búsqueda sólo pudo desembocar en el desarrollo de una industria más local:
la del libro impreso en vernáculo.

A su vez, este fenómeno económico condujo a otro de orden lingüístico y


cultural, con enormes proyecciones políticas. Ya dijimos que los vernáculos
se diferenciaban de valle en valle, de comarca en comarca. La contingencia
de que en una ciudad emergiera una imprenta importante determinó que el

64
vernáculo de esa ciudad pasara a dominar la región circundante, con lenguas
distintas pero muy afines: unos vernáculos se convirtieron en "lenguas-de-
imprenta", otros pasaron a ser dialectos vulgares. Comenzó así un proceso
inverso al que había tenido lugar con la caída de Roma, que había generado
una segmentación creciente de los romances derivados del latín. Ahora los
vernáculos (fueran o no romances) tendieron a aglutinarse en torno a
lenguas-de-imprenta, y entre las lenguas-de-imprenta afines también tendió a
generarse una estratificación, determinada por el hecho de que una lengua-
de- prensa coincidiera o no con la ubicación de un centro de poder político.
Estos vernáculos, que de meras lenguas vulgares ascendieron primero a
lenguas-de-prensa y luego a "lenguas-del-poder", cobraron prestigio, y es así
que en 1539 un vernáculo "francés", el de Paris, antes considerado apenas
una forma corrupta del latín, se convirtió en la lengua oficial de las cortes de
justicia del reino de Francisco I. En regiones menos romanizadas, como
Inglaterra, cierto vernáculo había llegado a a ser la lengua-del-poder con
anterioridad al surgimiento de la imprenta de caracteres móviles (el early
English, mezcla del anglo-sajón con el francés normando, sustituyó al latín en
las cortes y el parlamento en 1362), pero de cualquier modo fue la imprenta lo
que aglutinó a los diversos vernáculos ingleses en torno de la versión
utilizada como lengua-del-poder.

En Castilla, que era parte de la antigua provincia romana de Hispania


(patria de Trajano y de Séneca, y una de las regiones más romanizadas del
Imperio), la Universidad de Salamanca editó en agosto de 1492 la primera
gramática publicada de todas las lenguas romances, la de Antonio de Nebrija,
que comienza con este significativo párrafo, demostrativo no sólo de la
gestación de una identidad, un nuevo "nosotros", sino de la cabal conciencia
de ello de parte del autor:

65
los"Quando bien comigo pienso mui esclarecida Reina: í pongo
delante ojos el antiguedad de todas las cosas: que para nuestra
recordacion y memoria quedaron escriptas: una cosa hállo y sáco
por coclusion mui cierta: que siempre la lengua fue compañera del
imperio: y de tal manera lo siguió: que junta mente comencaron.
crecieron. y florecieron. y despues junta fue la caida de
entrambos."

Estas palabras se imprimieron cuando las entonces insignificantes


carabelas de larga fama ya habían partido del Puerto de Palos, pero aún no
habían llegado a su destino en las Indias occidentales, ni mucho menos
regresado a la futura metrópoli para fundar el imperio de ultramar de Castilla y
de León. No obstante, el cabalístico párrafo del maestro Nebrija nos muestra
que no sólo había un "nosotros" incipiente: había más que eso; había un
proyecto común acotado a las Españas, y la conciencia de la individualidad
de la lengua castellana, hecha posible por la imprenta de caracteres móviles,
estaba en el corazón mismo de ese proyecto (de aquí en más, utilizaremos la
expresión "imprenta móvil" como sinónimo de "imprenta de caracteres
móviles").

De esta manera, la aglutinación y el aumento de prestigio de los


vernáculos contribuyó a diluir la comunidad imaginada de la cristiandad
occidental (caracterizada por la hegemonía del latín), y a lentamente gestar
nuevas comunidades imaginadas, en torno de la región en que circulaban
libros impresos en determinado vernáculo. Como dijo Anderson:

"Las gentes que hablaban la enorme variedad de lenguas


francesas, inglesas o españolas, a quienes les resultaría difícil o
aun imposible entenderse entre sí a través de la conversación,
adquirieron la capacidad de comprenderse mutuamente por medio
de la impresión y el papel. A través de este proceso,
eventualmente se volvieron conscientes de la existencia de cientos
de miles y aun millones de personas en su campo lingüístico, y al
mismo tiempo sintieron que sólo esos cientos de miles o millones
pertenecían. Estos co-lectores, con quienes estaban vinculados a
66
través de la palabra impresa, conformaban en su invisibilidad
secular y particular el embrión de la comunidad imaginada
nacional".

Este proceso se vio reforzado por varios fenómenos complementarios:

1. La Reforma protestante, que tuvo éxito precisamente gracias a la


imprenta móvil. Antes del advenimiento de esta innovación tecnológica el
Vaticano había derrotado a todas las herejías con relativa facilidad, debido a
la falta de capacidad de difusión de sus mentores. Pero cuando Lutero emitió
su propuesta, ésta no sólo se imprimió masivamente, sino que además se
tradujo al alemán y así fue difundida por todas las comarcas de la Europa
germánica en quince días. El avance de la Reforma debilitó enormemente la
comunidad imaginada de la cristiandad occidental.

2 Los descubrimientos, que aunque no infligieron heridas en la fe


cristiana, contribuyeron a relativizar ligeramente la actitud hacia los dogmas,
en tanto la gente tomó conciencia cabal de que la diversidad de creencias, de
formas de organización social, y de maneras de vivir la vida humana era
mucho mayor de lo que antes se creía. Los europeos siguieron siendo
cristianos y los católicos siguieron obsesionados por convertir a los infieles,
pero la comunidad imaginada de la cristiandad occidental, ya dividida por
vernáculos prestigiados y por la Reforma protestante, era más difícil de
imaginar, lo que significaba que la primera persona del plural, el "nosotros",
ya no podía emerger en los mismos términos que antes, y tendería a hacerlo
de manera mucho más segmentada, en suertes de "protonaciones"
lingüísticas.

3 La consolidación en España, Francia, Inglaterra y Portugal de


Estados modernos, y con ella, el surgimiento de las grandes burocracias
imperiales, que tendió a engendrar nuevos itinerarios, generadores de nuevos

67
sentidos de identidad y de otros "nosotros" entre los funcionarios que se
movilizaban de una punta a otra de un imperio. Entre los europeos estos
itinerarios en alguna medida reemplazaban a los antiguos peregrinajes
religiosos, que antes habían permitido generar un "nosotros" mucho más
inclusivo, que incluía a extremeños, bávaros, bretones y napolitanos que se
encontraban, por ejemplo, en Compostela.

4. La segmentación adicional, en los grandes imperios coloniales, entre


los europeos nacidos en la metrópoli, que gozaban de mayores derechos y
privilegios, y los descendientes de europeos ya nacidos en ultramar, cuyas
posibilidades de ascenso en la burocracia imperial estaba mucho más
limitada, principalmente por el temor al mestizaje prevaleciente en las cortes
europeas. Esta desigualdad fue el cimiento del sentido de identidad
específica del "español americano", diferenciado del "español peninsular".

5. Finalmente, la emergencia más tardía de periódicos y diarios. Este


acontecimiento tuvo una monumental importancia, especialmente en la
gestación de identidades locales en América. Un periódico, que tenía el
alcance geográfico permitido por los medios de transporte, llevaba noticias
sobre la metrópoli y en medida menor, sobre otros Estados europeos, pero
principalmente portaba noticias locales sobre el nombramiento de
funcionarios y clérigos, la llegada de naves, la vida social de notables de la
zona, el movimiento de tropas, el comercio, etc. A su vez, esto permitió a
gentes que no se conocían entre sí, pero que todas las tardes o semanas
leían un periódico local, ir construyendo una comunidad imaginada lugareña,
restringida al ámbito de circulación de la publicación, que unía al obispo
fulano con el comerciante mengano, con la hija de perengano que había
contraído matrimonio con el coronel zutano, y con el último barco llegado al
puerto portando cierta cantidad de esclavos y determinada diversidad de

68
productos. De este modo, en la América española la identidad de español
americano (o peninsular) estaba superpuesta a otra identidad local,
circunscripta al ámbito de circulación de periódicos. Uno podía ser porteño,
cordobés, limeño, caraqueño, y a la vez español americano o peninsular, pero
todavía no se podía ser argentino, peruano o venezolano, a no ser que por
"argentino" entendamos el sentido original del término, que no fue otro que
vecino del Río de la Plata, o sea básicamente porteño.

Es así como regresamos a nuestro punto de partida: las circunstancias


del Imperio español en América cuando las guerras napoleónicas produjeron
el colapso de la metrópoli, generando la crisis de Independencia. En esta
parte del mundo las identidades parroquiales podían engendrarse
espontáneamente, y la identidad mayor, la del todo hispanoamericano,
también podía surgir por sí misma. Pero la segmentación de esta identidad
mayor en identidades "nacionales" tal como las concebimos hoy en día,
mucho mayores que la de un centro urbano y su periferia, mucho menores
que la de Hispanoamérica, e imaginada como claramente diferenciada de la
del Estado contiguo, no podía surgir del proceso descripto, porque la cultura
postcolombina de toda esta inmensa región nació con la conquista española,
bajo el imperio de una sola lengua, y en tiempos en que la imprenta móvil ya
existía para impedir que el idioma se segmentara en incontables dialectos
vernáculos. En la América española, la emergencia de identidades
"nacionales" diferenciadas sólo podía producirse como resultado de la acción
intencional de los Estados embrionarios que inevitablemente irían surgiendo
en torno de cada ciudad importante, a partir de la crisis de la Independencia.

Congreso de Viena de 1815

69
El Congreso de Viena reunió en 1815 a los representantes de los
principales países europeos, y tenía como fin hacer un reajuste en el mapa de
Europa, que había cambiado mucho después de 25 años de revoluciones y
guerras, específicamente la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas.

Los arreglos del Congreso tuvieron como base dos principios: el de


legitimidad y el de compensaciones.
Mediante el principio de legitimidad se restituían a sus propietarios
todas las tierras, tal y como estaban antes de 1789. De esta manera, los
Borbones fueron restaurados en Francia, España y Nápoles; el Papa regresó
a los Estados Papales; y la casa de Saboya a Cerdeña.
El principio de compensaciones consistía en premiar a aquellos
estados que habían contribuido a la caída de Napoleón. Así, Inglaterra
aumentó su imperio colonial en Malta y el Cabo de Buena Esperanza; a
Holanda le entregaron Bélgica; y Austria recibió Venecia y Lombardía.
En el Congreso de Viena triunfó el conservadurismo, ya que no
simpatizó con las ideas de derechos individuales ni gobierno constitucional.

 política británica hacia las ex colonias españolas en américa

Mientras los eventos revolucionarios se desarrollaban en las regiones


sureñas del otrora imperio español en América, los británicos nunca dejaron
de tener un rol importante, siendo un elemento muy relevante del contexto y
de las restricciones en las cuales estos eventos se llevaron a cabo. Desde el
tratado de Utrecht (1713) hasta la abolición de la autoridad española en
América del Sur, el gobierno británico se había interesado por el equilibrio de
fuerzas en el Río de la Plata y en el monitoreo militar y comercial de los
centros urbanos de la desembocadura de la cuenca fluvial del Río de la Plata.

70
Mientras la Corona española mantuvo una política excluyente, Gran Bretaña
apoyó las pretensiones de los portugueses sobre la Banda Oriental. Pero
cuando la Colonia del Sacramento quedó irremediablemente bajo el poder de
los españoles en 1777, Gran Bretaña dejó de entrometerse seriamente en la
cuestión del Río de la Plata, excepción hecha del frustrado intento de invasión
de 1806-1807, que comenzó con la aventura individual de un jefe naval
británico.

Cuando en 1808 la corte portuguesa se trasladó desde Lisboa a Río de


Janeiro, y cuando poco más tarde se desarrolló un movimiento revolucionario
en Buenos Aires, el problema del Río de la Plata se presentó nuevamente y
de una manera más compleja. Gran Bretaña era la aliada de Portugal, y luego
de los Tratados de 1810 tenía también privilegios especiales en Brasil. Sin
embargo, el hecho de que el comercio se abriera gradualmente en el
mercado de Buenos Aires a partir de 1810 eliminó una de las razones por las
cuales Gran Bretaña se había opuesto a una hegemonía española en el Río
de la Plata. A su vez, una vez que España se transformó en aliada de
Inglaterra a raíz del derrocamiento de Fernando VII por Napoleón, la
consideración debida por Gran Bretaña a su nueva aliada motivaba a lord
Castlereagh y a su embajador en Río de Janeiro, lord Strangford, a hacer lo
posible por impedir que los portugueses se aprovecharan de la debilidad
española.

Desde 1810 hasta 1816 el gobierno británico desarrolló una política cuyo
objetivo era frenar el deseo portugués de conquistar la Banda Oriental y tal
vez incluso de lograr que Buenos Aires se supeditara a su autoridad. Ya hacia
1815 el perfil de un Estado tapón se había comenzado a insinuar para
Uruguay. En tal sentido, es interesante observar que las restricciones
impuestas por los británicos a los portugueses ayudaron a establecer las

71
circunstancias por las cuales se eliminó primero el poder español en la Banda
Oriental, y luego el poder de ambos Buenos Aires y Brasil.

Gran Bretaña no estaba interesada en ejercer poder político en América


del Sur, pero tampoco estaba dispuesta a aceptar que otros Estados
europeos lo hicieran. Era del interés británico reconocer la independencia de
los nuevos Estados tan pronto como demostraran tener un gobierno efectivo.
Reformas económicas tales como la reanudación del pago de la deuda y la
reducción de los gastos militares, puestos en práctica por el gobierno de
Martín Rodríguez, abrieron el camino para el reconocimiento británico de la
independencia de las Provincias Unidas. En 1821, Portugal, incitado por la
diplomacia inglesa, reconoció a las Provincias Unidas. En 1822 los Estados
Unidos, interesados en adquirir una presencia en esta parte del mundo,
hicieron lo propio. El suicidio de Castlereagh pospuso el reconocimiento
británico de la independencia del Río de la Plata, pero éste llegó finalmente
en febrero de 1825, juntamente con el reconocimiento de México y Colombia.
En Gran Bretaña esta medida (largamente ansiada por el grupo de presión de
los hombres de negocios con intereses en América del Sud) fue presentada
como un golpe político contra Francia, para justificarla ante quienes preferían
una política más conservadora frente a las repúblicas subversivas de la
América hispanoparlante. La firma de un tratado comercial angloargentino
concomitantemente con el reconocimiento sería vista como el precio pagado
por éste. Concretada la ratificación por Inglaterra en mayo de 1825, quedaron
sentadas las bases jurídicas duraderas para el intercambio comercial entre
ambos Estados.

La política británica respecto de la emancipación del Río de la Plata puede


dividirse en tres períodos, vinculados a cambios operados en el contexto
europeo y rioplatense. De 1810 a 1820 puede hablarse de una política de

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mediación. Durante este período, Gran Bretaña, que tenía un indiscutible
predominio comercial en el Río de la Plata, optó por adoptar una posición
prudente -o si se quiere, equidistante- respecto tanto del reconocimiento de la
independencia de las nuevas repúblicas sudamericanas como de la política
de intervención impulsada por las monarquías europeas -especialmente por
el zar Alejandro de Rusia- en el seno de la Santa Alianza, tendiente a sofocar
procesos revolucionarios.

Desde 1820 hasta febrero de 1825 la política británica fue de preparación


para el reconocimiento de la independencia. Este período de preparación
británica para decidir el reconocimiento del Río de la Plata coincidió con la
breve etapa de la llamada "feliz experiencia" del gobierno de Martín
Rodríguez en Buenos Aires, con Bernardino Rivadavia como hombre clave en
la gestión de las reformas. Factores tales como la revolución liberal en
España en 1820, las negociaciones entre el gobierno francés y el de
Pueyrredón en Buenos Aires en 1819 para instalar un príncipe de la casa de
Borbón como gobernante del Río de la Plata, y, finalmente, las medidas
adoptadas por el gobierno de Rodríguez entusiasmaron a la cada vez más
influyente comunidad británica en el Río de la Plata y al ministro Castlereagh.
Este dio los primeros pasos hacia un reconocimiento completo, cuya
realización fue demorada por su muerte y por la oposición del rey y los
sectores conservadores del Parlamento británico. Estos últimos basaban su
negativa en el doble argumento de que tamaña medida enfrentaría a Gran
Bretaña con España, y que las condiciones políticas internas en el ámbito
rioplatense todavía no otorgaban espacio para tal decisión.

Finalmente, en febrero de 1825 se produjo el reconocimiento británico de


México, Colombia y las Provincias Unidas del Río de la Plata, que abarcaban
las tres cuartas partes de la América española, comenzando así un nuevo

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período en las relaciones con Inglaterra. La forma elegida para hacer efectivo
el reconocimiento fue la negociación de tratados comerciales, la ratificación
de los cuales completaría el proceso. El ministro Canning, sucesor de
Castlereagh, era partidario de evitar todo reconocimiento en términos
precisos y prefería que se diera por establecida la independencia presunta.
No obstante, era importante que el reconocimiento apareciera ligado a la
regulación del comercio que había sido el motivo principal para que aquél se
realizara. De esta manera los nuevos Estados se vieron obligados a aceptar
estos tratados.

El tratado comercial entre Inglaterra y las Provincias Unidas se firmó el 2


de febrero de 1825 y fue ratificado por Inglaterra en mayo de ese año. Uno de
los rasgos más interesantes de éste sería la sorprendente simetría planteada
por el mismo, que contrasta notablemente con la asimetría (favorable a
Inglaterra) de su equivalente entre Brasil y Gran Bretaña, aunque como
señala Vicente Sierra -y como observara el cónsul norteamericano en Buenos
Aires, molesto por el tratado con Inglaterra debido a que su país había
otorgado el reconocimiento sin imponer condiciones y ahora quedaba en
desventaja- la capacidad de la economía argentina en ese momento hacía
que tal simetría fuera completamente inoperante.

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