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SADISMO Y SISTEMA INDUSTRIAL: SOBRE LA FIGURA DEL EMPRESARIO Y LA AMBIVALENCIA DE LA

FRONTERA ENTRE LA VIRTUD Y EL VICIO EN LA MODERNIDAD CAPITALISTA.

(A propósito del libro de Antonio A. Casilli, La fabbrica libertina. De Sade e il sistema industriale, Il
Manifesto Libri, Roma, 1996).

¿Qué relación existe entre el divino Marqués y el sistema industrial capitalista, más allá de una
coincidencia temporal en el lapso histórico en el que ambos despliegan sus potencialidades en
Francia? La obra de Casilli establece esa relación y la explica de forma pormenorizada, a través de
un análisis de la época y de la vida y obra del Marqués. En ella hace decir a Sade mucho más de lo
que posiblemente él quiso decir, y por tanto su trabajo es una nueva formulación de la obra (y del
mito) del autor de Justine. Como elemento anecdótico, pero quizá significativo, el libro es el fruto
de una tesis doctoral de sociología que se defendió en la muy (neo)liberal Universidad Bocconi de
Milán, centro del pensamiento monetarista de la economía italiana. Su director de tesis, Sandro
Roventi, se ve obligado a resaltar este hecho y a defender el carácter interindisciplinado del
estudio, porque “la historia de las ideas, de los hombres que las transmiten y de las sociedades en
las que viven, tiene sentido como algo complejo y articulado muchas veces de manera diferente a
cómo nuestra lógica mental, conformada culturalmente de manera homogénea, nos podría llevar
a pensar”.

El libro no es una biografía del Marqués de Sade, ni una crítica literaria, ideológica o filosófica de
las obras de éste, aunque naturalmente estos aspectos están muy presentes en el trabajo. Hay
asimismo un interesante panorama sobre la mirada que otros ilustrados dirigieron al nuevo
mundo que se asentaba antes y durante las revoluciones burguesas. Por todo ello merece la pena,
pero las aportaciones más interesantes para un jurista del trabajo que lee este libro son las
observaciones sobre el nacimiento del capitalismo y del sistema industrial que contiene y el
sentido cultural e ideológico de las figuras antropológicas que estos procesos entronizan, el
empresario o emprendedor, l’entrepreneur como subjetividad autorreferencial triunfante de la
nueva era.

Casilli parte de una distinción bastante clásica entre industrialización como proceso de
transformación de los procesos económicos y tecnológicos que impulsan la modernidad en un
espacio nacional determinado, y con las características peculiares de éste, y la de sistema
industrial , que ya no indica una serie de eventos concentrados sobre el aspecto material de la
producción industrial o de la innovación tecnológica que esta lleva consigo, sino un “lento y
subterráneo cambio en el campo de las ideas” que se despliega asimismo en cambios en la vida
material cotidiana de occidente, “un cuadro conceptual complejo y rico que constituye la sintaxis
completa del mundo sobre el que expresa su dominio” (p.20). La industria pues como un sistema
de creencias y de reglas que componen orgánicamente los procesos sociales en curso, y en donde
la exaltación de la subjetividad libre y autónoma del individuo constituye un elemento central. La
autoreferencialidad subjetiva se sitúa en el plano de la individualidad y funda mecánicas morales y
sociales. La estructura productiva confirma esta autoreferencia como fórmula que resume la vida
industrial, que se transforma en un proceso económico circular: la producción se basa en
mecanismos económicos nítidos: el empresario compra el trabajo y lo utiliza en la elaboración del
producto que se realiza en el mercado y sus rendimientos se encaminan a la realimentación del
proceso mediante la reinversión de una parte de ese excedente. Todos los sujetos en ese proceso
circular son activos, industriosos – de donde se desvaloriza la mendicidad o el vagabundeo, pero
también las clases ociosas e improductivas heredadas de la Edad Media – y fruto de un impulso
moral y ético propio, derivado de su autonomía privada. Y a la vez el trabajo productivo se
reconduce a una mensurabilidad acentuada que implica a toda la experiencia humana de la
mayoría de la población. El cálculo se impone como estructura de pensamiento válida para toda
ocasión y uso, e integra la noción de racionalidad como instrumento de dominio y transformación
de la naturaleza. Es la racionalidad económica, como se sabe, la que informa el trabajo libre y lo
inscribe en el círculo autorreferente de la actividad productiva de la industria.

En esa ontología moral autorreferente, la búsqueda de la felicidad personal es la motivación


clásica de los seres humanos. Y la felicidad propia es la condición para la felicidad del común de las
personas. El interés privado es la condición del interés general. Ese individuo libre y autónomo
tiene ciertamente pulsiones antisociales que sin embargo forman parte del actuar autorreferente
del individuo interesado, que desencadena una mecánica de ambiciones, gustos y apetitos
incontrolables que sin embargo se inscriben de manera firme en la soberanía del sujeto. Al
relacionar esta figura “sin encarnadura material” con la actuación en el sistema industrial, se
presentan en este escenario lo que Casilli llama “los dos extremos teóricos del industrialismo”, y
que se componen del liberalismo y del libertinismo. Desde este esquema de análisis es cómo se
plantea la relación entre estos dos polos que definen al sujeto burgués que actúa en la industria
como emprendedor de la creación de riqueza y dinamizador de la economía.
La construcción biológica y psicológica de una humanidad autorreferente y self-interesed como
piedra angular en la edificación de la ética social del industrialismo, ayuda a entender la
delimitación de la soberanía del sujeto y la delimitación ambigua de su estatus en cuanto
“soberano” industrial. En efecto, esa persona se define como homo oeconomicus y es un actor del
modelo de producción, del de intercambio y del de consumo, pero es también y ante todo “un
operador retórico que estructura la sociabilidad industrial bajo la forma específica de la
modernidad” (p. 111). Agente principal, motor primero y protagonismo del ámbito económico – y
por extensión, social – es el entrepreneur, al que corresponde activar, en función de su voluntad y
de su capacidad, el mecanismo del interés privado y la búsqueda de satisfacciones individuales.
Importa poco que la acción llegue a buen término. Lo que cuenta es la cantidad de
interdependencia que suscita, la voluntad y la “energía” que éste operador retórico vuelca en el
cuerpo social, que irá a constituir la linfa vital del mismo, fuente primaria del movimiento de la
sociedad.

Esa epifanía del entrepreneur como la fuerza real de progreso y de modernización de la sociedad
es muy poderosa, constituye una operación muy extendida que idealiza al empresario y le eleva a
la altura de un demiurgo activo y deseoso del mundo y de la humanidad. Y hay que señalar que la
construcción de la respetabilidad de tal estereotipo cultural no resultó fácil, considerando el
descrédito que acompañaba a las actividades económicas características del sistema industrial y
de los mecanismos financieros que lo sostienen. “El entrepreneur no gozó en lo inmediato de la
aprobación universal del mundo occidental, pero, pese a ello, su figura se manifestó a todos como
emergente, portadora de un mensaje que debía ser escuchado” (p. 112).

La soberanía de la modernidad pasa pues por la economicidad de las relaciones sociales – y de su


comerciabilidad – difundida en la interacción social. Permitir que los individuos persigan su propia
utilidad significa colocar a los sujetos soberanos en condiciones de difundir su propia supremacía.
Implicarse en la lógica de la economía política implica la obtención de una forma de poder
independiente del resultado material, del buen o mal éxito de la empresa en la que el
entrepreneur está ocupado: comporta una soberanía industriosa que, en la economicidad de las
relaciones sociales, encuentra el signo de distinción de su esplendor. La función económica es la
única que permite introducir una forma de jerarquía cierta (aunque cambiante en función de la
evolución de los mercados y de la inestabilidad producida por los actores presentes) no ratificada
por una premisa metafísica, sino por finalidades inmanentes y tangibles. Así, la consagración
moderna del ciudadano emprendedor y el prestigio del economicismo como escuela de
pensamiento y como praxis política, responden a las exigencias del espacio social del sistema
industrial capitalista. Los que gozan del status de sujetos soberanos en lo económico y social, por
lo mismo se presentan también como los sujetos que deben expresar la supremacía política. Y en
ese proceso, la modernidad se desinteresa de los efectos de este proceso de jerarquización social,
que produce un ambiente de despotismo cada vez mas opresor en los lugares de la producción y
que viene a caracterizar la “servidumbre voluntaria” de los trabajadores. El entrepreneneur
esconde su despotismo tras de la hipocresía economicista.

Ahora bien, aunque es cierto que el sistema industrial rechaza las manifestaciones extremas de
atrocidad típicas del Ancien Régime, instaura formas nuevas de represión interiorizada que se
individualizan en las distintas dimensiones social, cultural y productiva. Pero a la vez gran parte de
los comportamientos del sistema industrial que se reconocen como útiles a la sociedad pueden ser
considerados, desde un punto de vista material y valorativo, como delitos, de forma que el
ordenamiento económico de la modernidad puede ser definida, de acuerdo con la frase de Sade,
como una sociedad del crimen (p. 35). El sistema industrial se basa de manera fundamental en un
nexo teórico y práctico peculiar entre la oportunidad de ganancia o rentabilidad económica y la
oportunidad de ganancia o rentabilidad criminal. Aquí Casilli realiza toda una serie de
consideraciones que son útiles en especial para las reflexiones de los penalistas sobre la
criminalidad económica organizada.

La criminalidad industrial funda su acción sobre los presupuestos de la autoreferencia, de la


soberanía de la voluntad, de la apropiación de la riqueza. Pero esto no basta, la forma que asume
la desviación social en un contexto histórico determinado está influenciada por la ética social en
ascenso. El problema es que en la modernidad se delinque de manera cuantitativamente diferente
de cómo se delinquía en épocas precedentes. La lesividad del delincuente “industrial” es grande
no sólo porque su intención criminal potencialmente no tiene límites al ser sus delitos autorizados
por un código de motivos ampliamente compartido en el seno del cuerpo social, sino también
porque el valor añadido de su acción ilegítima es superior al de un delito tradicional (p. 132).
Sociabilidad y criminalidad no son términos disyuntivos, sino concurrentes. La diferencia entre
ambas acciones es deontológica, pero las finalidades últimas son las mismas para ambas: la
obtención de una ganancia de una situación de explotación eficiente de la industriosidad humana.
Por eso el autor puede afirmar que “el criminal, el libertino, l’entrepreneur , son figuras que se
superponen (P. 136). “Siempre a caballo entre la legalidad y la ilegalidad” (en donde se benefician
de la variabilidad a la que se somete a la noción misma de legalidad, que no es una noción
universal ni unívoca), el criminal es incluso el más exclusivo de las tres figuras, porque se asocia
con los verdaderos privilegiados de la sociedad, una especie de “club exclusivo y elitista” bien
alejado de las “clases peligrosas” o del lumpen turbulento que alimenta la criminalidad desviada,
propia de la exclusión social o de estratos de clase inferiores que es susceptible de sufrir una
represión severa y completa.

El delito en el sistema industrial crea riqueza y por tanto conviene más a quien sabe aprovechar
mejor esa ganancia, al empresario, educado en la lógica del beneficio. El crimen se amalgama con
la actividad productiva porque los operadores son los mismos, la capa de los industriales que
ejercitan la propia soberanía abanderando el cálculo económico. Y es un discurso que no se limita
a los delitos cometidos en el mundo del trabajo (occupational crimes) o en el ámbito de la
empresa (White collar & company crimes) sino que se extiende a un concepto más amplio de
delincuencia económica, la delincuencia de los miembros de una colectividad consagrada a la
economía como medio de dominio político y de control social.

En esa descripción de los kavalierdelikt el nexo con Sade se encuentra en la capacidad de desvelar
esta ambivalencia de la figura social dominante del empresario y en la reivindicación de la
emancipación subjetiva y la carencia de límites del hombre moderno, sin frenos ni restricciones
morales, donde el vicio y la virtud se confunden y las reglas solo sirven para confirmar
permanentemente las excepciones a las mismas (p. 140).

El salto posterior se dará en torno a la inserción en la lógica de la ganancia, la lógica del “daño
puro”, en donde la humillación y la anulación de la persona se convierte en un método de
gobierno de la producción. Concebido más como medio de control social que tiende a colonizar
tiempo de trabajo y tiempo de vida en medio de una pulsión de muerte, pretende no tanto
generar las “víctimas” que requiere la fantasía del vicio, cuanto provocar la propia corrupción de
quienes no pueden considerarse sujetos, sino puros objetos de la crueldad del dominus de la
relación. En este aspecto, el libro abre otra vía de análisis sobre la disciplina de fábrica y la
degradación de las condiciones de vida cotidiana como manifestaciones de la agresión sobre los
cuerpos y la corrosión del psiquismo de los trabajadores. A fin de cuentas, como explican los
laboralistas, la imposibilidad para el empresario de poseer directamente la fuerza de trabajo cuyo
goce ha adquirido por contrato, es decir, la imposibilidad de entrar directamente a poseer el
cuerpo y las energías del trabajador para utilizarlas en la producción de bienes y de servicios, se
sustituye por la subordinación del trabajador a la voluntad del empresario: la subordinación
aparece como el sustitutivo de la desposesión de la libertad del trabajador en la utilización de su
corporeidad y de su psiquismo en la ejecución del trabajo productivo en el sistema industrial
capitalista. Por esta vía se abre el universo del trabajo asalariado a la presencia del despotismo, de
la dominación, de la sumisión y del acto aberrante como disciplina del cuerpo enajenado en una
relación patrimonial, consciente y voluntariamente, por el asalariado.
Los otros elementos de contacto entre el sistema industrial y el libertinismo de Sade se localizan
en la máquina y sus oscuros destinos de anulación de la subjetividad – máquinas sin sujetos – y de
goce de la explotación de plusvalía (p. 165), y en la configuración del hombre – fábrica, un “cuerpo
productivo” que resulta del ensamblaje de aparatos y de órganos que responde de forma
convencional a un esquema de naturaleza industrial (p. 187 ss.) Estas conexiones con el
fetichismo, la inexpresividad del cuerpo o las componentes escatológicas de la producción, tienen
menos interés para el jurista, aunque sean quizá las más brillantes del libro.

NOTA ACLARATORIA (Y a veces bibliográfica): El texto de Casilli es muy "francés", y destaca


especialmente la huella de los escritos de Georges Bataille, pero también de Foucault y de Guy
Débord, además de una impresionante batería de autores comentaristas del marqués de Sade. En
el resumen que se ha realizado, hay algunas referencias que no se han desarrollado mucho pero
que pueden ser indicativas. La primera es la del Tratado de la servidumbre voluntaria de La Boétie,
del que se ha hecho una inteligente perífrasis en el Tratado de la servidumbre liberal, de Jean-Léon
Beauvois, que ha publicado en castellano la editorial La oveja Roja, Madrid, 2008. En las múltiples
referencias a los kavalierdelikte, hay un ligamen muy evidente entre algunas de las afirmaciones
del autor y los "lugares comunes" en los que se mueve la doctrina penalista que más se ha
dedicado al tema, y entre la que retengo los nombres de Zaffaroni y de Terradillos. De este último
autor, además, hay una producción muy sugestiva sobre "arte y crimen" que está llevando a cabo
en dos libros sucesivamente coordinados por él y publicados por la Diputación de Cádiz y que se
relaciona sesgadamente con algunos de los contenidos de la obra de Casilli. Las referencias a las
consecuencias del contrato de trabajo sobre la enajenación del cuerpo y de las energías del
trabajador deben entenderse hechas a Supiot, en el relativamente reciente Droit du Travail que ha
publicado en la colección "Que sais-je" , Puf, Paris, 2008. La disquisición sobre la sado-máquina
sugiere una relación indirecta con el turbador libro de Pilar Pedraza, Máquinas de amar, Valdemar,
1998

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