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El final de Bob Dylan y la filosofía

de Picasso
El músico, que tocará en ocho ciudades españolas, protagoniza en París
un gran concierto donde rescata sus clásicos
Paris 13 ABR 2019 - 15:14 CEST

FERNANDO NAVARRO

Después de haber protagonizado las vanguardias artísticas del siglo XX, un anciano
Pablo Picasso se instaló en un estudio de la Costa Azul para repasar las obras de los
autores clásicos que le habían marcado: Rafael, Velázquez, Delacroix, Manet, Goya…
Les dibujaba bajo su propia experiencia y también hacía versiones de sus propios
lienzos más famosos bajo el estilo de aquellos maestros. Terminó sus días rodeado de
sus universos, como si la pintura, como causa, como arte, como modo de conexión con
el mundo y como deuda humana, definiera toda su existencia. A punto de cumplir 78
años, Bob Dylan, uno de los músicos más influyentes del siglo pasado, promulga la
misma filosofía. Acabará sus días como Picasso.
Casi octogenario y con achaques en su caminar despacio y algo cómico, Dylan está ante
la última etapa de su vida. Su estudio es un escenario y no está en la Costa Azul. Su
estudio es un espacio siempre cambiante, en continuo movimiento, dentro de lo que él
mismo califica como Never Ending Tour (La gira interminable). Es su taller, que igual
pasa por una gran ciudad como por una pequeña localidad fuera de los mapas de las
agendas de las estrellas. De esta forma, si la gira interminable pasó el año pasado por
Salamanca, Madrid y Barcelona, a finales de este abril y principios de este mayo lo hará
por Pamplona, Bilbao, Gijón, Santiago, Sevilla, Fuengirola, Murcia y Valencia. Anoche
lo hizo por París, donde tocó el jueves y lo hará también esta noche de sábado.
Bajo el techo estrellado del Grand Rex parisino, un maravilloso teatro art-deco de
principios del siglo XX, Dylan y su banda aparecieron de repente de la oscuridad. Se
hizo un apagón y al volver la luz ya estaban los cinco sobre el escenario, como caídos
del cielo, o surgidos de las entrañas de la tierra. Ellos con traje gris, Dylan con chaqueta
blanca de lentejuelas brillantes, pantalón negro con amplia línea dorada y botas blancas.
Se hizo la luz en el mismo instante en el que se lanzaron con The Times Have Changed,
la canción a la que ha recurrido el músico estadounidense para abrir sus conciertos en
los últimos tiempos. Su declaración velada para decir a su público que las cosas han
cambiado, aunque él mantenga los mismos modos con respecto a su leyenda en vida. Ni
saluda ni habla ni encara sus canciones clásicas como suenan en los discos. Dylan
cambió hace tanto tiempo que ya ni se recuerda cómo fue antes.
Quizá el mismo tiempo que lleva afrontando esta última etapa de su vida artística, a la
postre de su vida entera. Con más de 100 conciertos al año, a Dylan solo le queda morir
en el escenario, ese taller personal y a la vista de todos donde, si ninguna enfermedad ni
percance interrumpen todo abruptamente, ya está ejecutando su canto del cisne como
Picasso, rodeado de sus maestros, haciendo versiones de sus lienzos más famosos.
Versiones como Highway 61 Revisited, que asaltó la noche como un caballo abriéndose
paso por la curva. Inesperada y contundente, con un redoble de batería que bombeó
salvajemente. Es George Receli un baterista excepcional, un pura sangre de golpes
secos, que podría crear su propia escuela por sus formas brillantes en Love Sick y que
rescata a Dylan cuando su voz de óxido no llega al pico alto, ese que de joven alcanzaba
con facilidad pasmosa y ternura afilada.
Anoche, se notaron las costuras de un tiempo y otro cuando cantó It Ain’t Me, Babe, el
momento más flojo. La fuerza poética de la siempre imperfecta voz de Dylan se
transformó hace tiempo en un canto limitado, dañado, pero que se sustenta por su
imperiosa necesidad de abrirse paso, de masticar a pesar de la edad. Se pierde diente y
detalle en los tonos, pero adquiere un acento de extraña agonía, como de época que
llega a su fin pero con la mirada al frente. Como hizo en Like a Rolling Stone, llevada a
un terreno de swing ligero, Dylan distribuye los compases de la canción de forma
distinta con la complicidad de su magnífica banda, los altera para adaptarlos a su última
voz, la más vetusta, la más arisca, la única que puede morder el polvo de su propio mito
y darle la vuelta. Así, se ha despojado del traje de Sinatra, renunciando a los standards
americanos en el repertorio e introduciendo sus propios clásicos, tan solicitados, tan
cambiados.
Es el mito del hombre escurridizo, ahora obsesionado con sus maestros. El caudal
sonoro que crea la banda, presidida con Dylan en el piano, coge las hebras de la música
norteamericana de raíces y las condesa en un todo. Un todo absorbente, sublime por
momentos como en Scarlet Town, Early Roman Kings, Thunder on The Mountain, Soon
After Midnight o Gotta Serve Somebody. Coge esos sonidos pre-rock and roll (country-
western, R&B, folk, swing, blues…) y los inyecta en sus canciones para transformarlas
en el mismo discurso conceptual, ya sea la archiconocida Blowin’ in the Wind o la
enérgica pero mucho menos famosa Pay in Blood. Para redefinir su propia obra, se
nutre de esas exploraciones de los pioneros, que marcaron a un Robert Zimmerman
adolescente en los cincuenta escuchando programas nocturnos de radio en su pueblo de
Minnesota y que dieron forma y significado al definitivo rock and roll, la vanguardia
musical que transformaría el siglo XX, convirtiéndolo en algo más divertido, tolerante y
abierto.
Como Picasso, Dylan, que tocó la emotiva When I Paint My Masterpiece, está en la
última etapa de su vida rodeado de sus maestros. Ya dijo en alguna de sus escasas
entrevistas en este siglo XXI que toda su imaginería viene de ahí. Creador de un
cancionero inigualable, todo un universo en sí mismo, Dylan tuvo distintas etapas y
cada cambio importante en su estilo se terminó convirtiendo en un movimiento con
connotaciones sísmicas en el entorno de la música popular. Por eso, el musicólogo Paul
Williams, uno de los biógrafos más reputados de Dylan y fundador de la revista musical
Crawdaddy, le llamó “el Picasso de la música”. Ahora, el compositor estadounidense
no genera ondas expansivas, aunque su particularísimo empaste sonoro de la música
norteamericana tradicional sea un concepto a valorar, y quién sabe si influyente en
algún joven músico por venir y friki del genio huraño, quien concedió el mejor
momento de la noche al interpretar Don’t Think Twice, It’s All Right al piano y con
armónica (recuperada en varias canciones como no se recuerda).
Soplando con toda plenitud el instrumento con el que se dio a conocer hace medio siglo,
Dylan, alumbrado por un simple foco de luz anaranjada en plena oscuridad, cortó el aire
al cantar algunos de sus más celebrados versos, una composición que bien puede hablar
de sí mismo y su relación con el público y con la historia. “Hasta la vista / Donde me
dirijo no puedo decirlo / Adiós es una palabra demasiado buena / Así que solo diré que
te vaya bien”, cantó para que luego la intensidad de la armónica inundase el teatro de
cielo estrellado. Una melancolía poderosa y rota se apoderó de la noche. La gente acabó
levantada de sus butacas y decenas de ellos se agolparon en pasillos y primeras filas
durante los bises. Tras tocar Blowin’ in the Wind y It’s Takes a Lot to Laugh, It Takes a
Train to Cry, Dylan se fue sin despedirse mientras el grupo siguió tocando. Adiós es
una palabra demasiado buena. Tanto los creyentes del músico como sus detractores, e
incluso los indiferentes, deberían saber ya una cosa: Bob Dylan no estará en su propio
funeral.

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