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Problema y misterio

Entre las muchas diferencias que podemos señalar entre el ser humano y el resto de los
animales, hay una que interesa particularmente a los efectos de nuestra materia. Es nuestra
capacidad de hacer preguntas. Un perro, por ejemplo, al que su dueño no alimente durante
un tiempo prolongado, ciertamente se percatará de la situación y estará molesto, pero no
dirá: “¿Cuál es el motivo por el que mi amo no quiere alimentarme?” ni “¿Qué podré hacer
para que mi amo me alimente de nuevo?” No digo que el perro vaya a permanecer en
absoluta pasividad, que no vaya a buscar los medios para llamar la atención de su amo, pero
el mecanismo de resolución de problemas de un perro no incluye la pregunta. El perro
ladrará, saltará, golpeará la puerta del amo hasta llamar su atención y ser alimentado, es
decir, resolverá el problema, pero lo hará sin hacerse jamás una sola pregunta.
Nosotros, en cambio, preguntamos. La pregunta es una de las posibilidades del
lenguaje. La posibilidad de las posibilidades, puesto que preguntar es expresar la intuición
de que lo real es discontinuo. Es ponerle un pero a la realidad. Es mirar la realidad a los
ojos y decirle: sí, pero. Si ella apareciera ante nosotros como algo continuo, suave y sin
quiebres, no consideraríamos más que esta sola posibilidad: ser lo que ya se es. Y no sería
estrictamente una posibilidad, sino, justamente, una realidad, una inmutable realidad. Pero
la pregunta nos permite vislumbrar el no ser y nos pone en camino a lo otro de la realidad, a
su transformación.
Ahora bien, hay dos grandes grupos de preguntas1. Las del primero son del tipo
¿por qué las hojas de algunos árboles caen durante el otoño?, mientras que las del
segundo son del tipo ¿cómo alcanzar la felicidad?
Las preguntas del primer grupo apuntan a objetos, fenómenos o situaciones ajenas al
sujeto que interroga. La respuesta puede ser más o menos compleja; incluso pueden existir
varias respuestas correctas, no es eso lo que define las preguntas de esta clase. Su cualidad
esencial es el escaso —o nulo— compromiso del sujeto con el objeto acerca del cual
pregunta. Es decir, lo determinante es cuán poco implicado está el sujeto en tal objeto, de
suerte que el objeto es, precisamente, un objeto, algo que está ante él. Digamos, por
ejemplo, que si alguien quisiera saber por qué las hojas de algunos árboles caen durante el
otoño y dedicara jornadas enteras a estudiar distintas fuentes bibliográficas, recopilar datos,
elaborar teorías, etc. para intentar resolver la cuestión y no lo consiguiera, tal persona
seguramente acabaría desalentada, desde luego, pero más por haber fracasado en su
cometido que por la cuestión misma. La cuestión, ya la descifrará. No perderá el sueño ni
se suicidará a causa de ella. Las preguntas de este tipo, las que no nos hacen perder el sueño
ni nos hacen pensar en suicidarnos, representan un problema. Lo propio de un problema es,
como decíamos, que remite a algo fuera de nosotros. Otros ejemplos: ¿en qué año murió
Alejandro Magno?, ¿cuál es la raíz cuadrada de tres?, ¿cómo prevenir la caída del cabello?

1
Tomamos prestada la siguiente clasificación de la obra del filósofo existencialista Gabriel Marcel.
Estas preguntas representan problemas porque podemos plantearlas sin perjuicio de nuestra
delicada armonía interior.
En cambio, cuando hacemos preguntas de la segunda clase, difícilmente resultamos
indemnes. Cuestiones como la felicidad y los medios para alcanzarla, el libre albedrío, qué
es y cuáles son los criterios para saber si estamos usándolo bien, el propio bien, el mal, las
pautas para discernirlos, la justicia y sus posibilidades de concreción —todas cuestiones
propias de la ética2—, nos implican totalmente. Esto por dos motivos.
Primero: todas las cuestiones mencionadas y otras semejantes que podríamos
plantear, remiten a la acción, están estrechamente vinculadas con todo lo que obramos;
tienen sentido porque hay sujetos que actúan y, al hacerlo, afectan a otros. Es el obrar
humano —el obrar consciente— el que origina tales cuestiones. ¿Quiénes actúan? Los
hombres en general, sí; los otros, terceros, sí; pero también nosotros mismos. Es decir,
cuando hacemos preguntas sobre el bien, la justicia, la felicidad, etc., estamos preguntando,
en última instancia, por nuestra propia capacidad de discernir el bien del mal y de obrar
según lo discernido, por los efectos que tendría para nosotros sufrir o cometer una
injusticia, por nuestra propia posibilidad de ser felices.
Segundo: las preguntas de esta clase impactan directamente en mi3 fuero existencial.
Esto se debe, por un lado, a que pueden ocurrir cambios sustanciales en mi vida una vez
que elabore y trate de responder seriamente estas preguntas; por otro, a que las categorías y
los conceptos que usaré para responderlas se habrán originado y podrán remitirse, todos y
cada uno de ellos, a una vivencia personal. La respuesta que yo dé a la pregunta por la
esencia de la felicidad, por elegir una, estará delineada por elementos constitutivos de mi
propia experiencia de vida, tales como: mis recuerdos del ambiente anímico del hogar de
mi infancia; la relación aprehendida entre las palabras, sentimientos y expresiones faciales
que mis padres mostraban usualmente; los significados que explícita o implícitamente
otorgaban mis seres queridos —y los no queridos, aunque cercanos— al término felicidad;
lo que mi catequista de primera comunión decía que era ser plenamente feliz: ver a Dios
cara a cara; el recuerdo de lo que sentí al darme cuenta, un día en el que estaba convencido
de haber apresado para siempre la felicidad, de que al día siguiente habría motivos de sobra
para ser infeliz; la definición de felicidad que aprendí leyendo a Aristóteles… En fin, si
planteo esta pregunta: ¿qué es la felicidad? y me comprometo sinceramente a responderla,
estaré todo yo intentando resolver una cuestión acerca de todo mí. Y estaré haciéndolo
desde mí —desde mis condicionamientos— y hacia mí —hacia una nueva lectura de mi
experiencia de vida—. Claramente, aquí la pregunta no es para nada un problema; aquí lo
interrogado no está fuera: soy yo mismo, el que interroga. Aquí la pregunta representa un
misterio. Y los misterios, misterios son.

2
Todo lo que diremos sobre estas cuestiones, vale para las cuestiones filosóficas en general.
3
Pasamos voluntariamente al singular para expresar mejor el alcance del impacto existencial del que
hablamos.

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