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CONFINADO

La sala velatoria está al lado del bar. Entro. La que está junto al cajón debe ser la viuda.

Alrededor suyo hay cuatro personas. No hay más nadie en la sala. Me acerco, le doy un

beso y mis condolencias. Me mira entrecerrando los ojos, como si no supiera quién soy o

le disgustara mi presencia. Hace un gesto de asco. Los otros me ven con la misma

expresión. Uno de ellos dice que se va, da un paso atrás, después da otro paso, después

otro y así va dando pasos hasta que no lo vemos más. Hay dos que son pareja. Digo,

porque están de la mano.

—¿Vas a estar bien? —dice uno.

—Sí, vayan tranquilos —dice la viuda.

Y se van. Quedamos tres nada más. La viuda me mira y me pregunta:

—¿Usted lo conocía?

—¿A quién?

—A mi esposo.

—No.

—¿Y qué hace acá?

—Entré nomás.

—Está borracho.

—No.

—Eso es lo que diría un borracho.

—Y usted tiene un aliento…

—Me parece que es el suyo. Váyase, no sea irrespetuoso.

—¡Usted váyase!

Me mira. Me mira. El otro, el único que quedaba aparte de mí y de la viuda,

también me mira.
—¿Segura que viene Aníbal? Porque ya van a venir a cerrar el cajón.

—Sí, estará por llegar. Andá nomás.

Se va. Suena el celular de la viuda. Lo revisa. Llora.

—Aníbal no viene. ¿Usted se queda un rato más?

—Con gusto, señora.

—Ya vengo.

La viuda salió corriendo por donde salieron todos y no volvió más por donde ahora

entran dos tipos de camisa blanca con sopletes y herramientas en las manos. Uno me

pregunta si la señora va a volver. Le digo que no creo, por cómo salió disparada, y el otro

me dice que por política del lugar me voy a tener que quedar yo. Yo les digo que tengo un

pedo bárbaro, que no sé si conviene, pero ellos dicen que no importa, así que acá estoy,

solito con el finado.

Los muchachos agarran la tapa del cajón y no le veo más la cara al muerto. Uno

prende el soplete, yo me hago la señal de la cruz. Después el otro se acerca y me

pregunta si por favor no los ayudo a llevar el cajón hasta el auto.

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