Está en la página 1de 11

La máquina de hablar

Por: Fernando Garavito

8 de septiembre de 2005

Pensar se ha convertido en Colombia en un ejercicio peligroso. Cualquier fisura que


no se ajuste a un esquema previo establecido por el contradictor puede estrellarse
contra consecuencias imprevisibles. Poco a poco el país se ha ido hundiendo en el
silencio, donde lo único que se oye es el eco de los disparos. La razón no la tiene
quien sepa manejar una dialéctica, sino quien maneje el gatillo con mayor precisión
y sangre fría. Así, el lenguaje ha perdido cualquier significación, hasta el punto de
que hoy se explaya sobre una máquina de hablar que elimina en su estruendo
cualquier sistema de pensamiento.

Cada día se abre más y más el abismo entre la acción y el lenguaje. Mientras la
primera se ciñe a patrones específicos que tratan de consolidar el poder tal como se
le concibe comúnmente, el segundo, manejado por ese poder, se debilita. A finales
del siglo XIX, cuando se afirma la idea de nación, el ejercicio de pensar se enajenó
en dos sectores de la sociedad, íntimamente relacionados. En efecto, ante la
ausencia de un pensamiento sistemático, el pensar se le encomendó a la religión y a
la gramática. En ese entonces, los colombianos creyeron que ser católicos y conocer
la estructura de la lengua eran las condiciones sine qua non del pensamiento. Obvio,
el catolicismo es, ante todo, un ejercicio jerárquico. Y lo mismo el lenguaje. Podría
pensarse en una elipse, en la cual la curvatura superior representara al hecho
católico, y la inferior al hecho gramatical. Partiendo de un punto cero, el presidente,
con un manejo precario del lenguaje, reduce a su sitio a la jerarquía que se opone al
proceso político de la independencia: Nuestro Señor Jesucristo le escribe al
arzobispo en 1832 jamás inculca sobre la legitimidad o ilegitimidad de las
potestades civiles. Los Césares eran unos manifiestos usurpadores de los derechos
de la soberanía del pueblo romano, y el pueblo romano era un injusto conquistador
de la Judea. Jesucristo se somete a la autoridad de sus magistrados; San Pedro no los
arguye de incompetencia; San Pablo al mismo tiempo que reprende los vicios del
incestuoso Félix, no se substrae de un tribunal, ni le disputa la legitimidad de su
jurisdicción. ¿Sería porque no conocieron la tiranía de los Césares, ni el cruel
despotismo de los romanos? ¿O porque el reino de Jesús es espiritual, y predicando
la obediencia a las potestades, supone su legitimidad en cuanto la subordinación
conduce a la salud eterna, sin entrar en cuestiones que no pertenecen a la cátedra
del Espíritu Santo? Pero los protagonistas avanzan, cada uno por su lado,
envolviendo cada vez más a una sociedad que se sustrae de todo aquello que no
tenga que ver con el diario vivir. Para lo demás, el pensamiento, la política, están los
héroes. Las polémicas no vienen al caso. El país es católico y, como tal, cree en el
dogma. Uno de ellos comienza a tomar cuerpo: sólo a través del lenguaje será
posible constituir una nación. Pero la jerarquía tiene también una presencia dentro
de ese juego: la doctrina se transmite a través de la Palabra de Dios, y la Palabra de
2

Dios se condensa en el Verbo: En el principio era el Verbo. Durante décadas, la


gramática es el punto de fricción ineludible en el proceso de construir un
pensamiento. Comienza con timidez, a partir de la retórica del Trivium. Conocer el
lenguaje es embellecer la expresión de los conceptos. La verdadera guerra civil en
la que se empeña Colombia tiene que ver con la necesidad de dejar atrás a los
caudillos militares, incapaces de sacrificar un mundo para pulir un verso, y abrirle
paso a los presidentes civiles que han cursado leyes, dentro de las cuales han
estudiado lógica, gramática y retórica como la unidad básica para concebir y
expresar un pensamiento. Se trata de un proceso, claro está, no de un hecho súbito.
En forma paulatina, los soldados son sustituidos por los magistrados que manejan
otro sistema de pensamiento y que, poco a poco, avanzan hacia un esqueleto
ideológico que consideran indispensable para darle una forma a la nación. ¿Por qué?
Porque el concepto nación, que hizo el delirio de las revoluciones burguesas, le
daba una nueva entidad a una servidumbre que encontraba en ella la frontera
espacial de la que carecía para salir de la angustiosa frontera temporal que le había
impuesto la doctrina. En ese proceso el país se desbarata, se fractura, se hunde en
confrontaciones complejas que conducen hacia un punto muerto donde la elipse
parece precipitarse. Ese es el marasmo que lleva a la regeneración (regeneración o
catástrofe), que avanza de manera incontenible porque el presidente condensa lo
que el país espera encontrar en sus héroes: es poeta y libertario, pero se codea con
la jerarquía y triunfa en la guerra. La regeneración no es un movimiento político: es
un lenguaje, que pone al poder en contacto con la realidad a través de lo que
Williams llamó las formas fijas de la escritura, es decir, la gramática. Con la
incorporación de la jerarquía y la reunificación del país, la elipse se cierra. Sin
embargo, en contra de lo que podría pensarse, no origina otra que se apoye sobre la
primera para dar comienzo a un nuevo flujo político. Por el contrario, se devuelve.
En pocos años, la guerra de los mil días se mira en el espejo de las guerras de fin de
siglo y copia sus crueldades, y del humanista católico y conservador que escribe una
gramática latina, traduce a Virgilio e impone sus obsesiones (el sufragio universal
escribe en desarrollo de un debate sobre la constitución política debe figurar en la
lista de las cosas que no existen. Es una palabra apasionada, que ha servido para
lisonjear a la plebe), se desciende al espíritu burlón que pierde una porción del
territorio mientras redacta un tratado de ortografía, y luego al desvelado soñador
que entabla una guerra a muerte para explicar y explicarse el subjuntivo hipotético,
para terminar en el profesor de prosodia en latín, que es el último de los gramáticos
y el primero del nuevo período de los magistrados, en el cual la construcción del
lenguaje se diluye en el aire, y el catolicismo desaparece bajo la banalización de las
formas religiosas. Dentro de ese proceso el pensamiento va al tuntún sin llegar a
consolidarse. Su mayor aproximación a una estructura se da en el momento en que
se confunde con la gramática. Pero ese esquema es un castillo de naipes. La elipse
vuelve a cerrarse con una velocidad de vértigo. Se regresa a unos pocos regímenes
militares (el hecho de que el presidente no luzca uniforme no quiere decir nada),
que con la matanza sistemática de mediados del siglo XX, devuelven al país a los
peores episodios de la guerra contra España. Y es a partir de allí, siempre en
contravía, cuando se entra de lleno en la colonia y la conquista. Ahora mismo
estamos en la época de los virreyes, que dicen gobernar en una región que
3

pertenece a otro imperio. Pero el proceso de globalización es el mismo de la época


de Felipe II, cuando no se ponía el sol en los dominios del rey. El hecho es que a
partir de 1947 regresamos a la edad de hierro donde el territorio es un botín. El
poder hace chocar su miedo contra la fuerza de los indígenas, y los desplaza a través
de un ejercicio violento de la acción militar, que no da tregua. Pero los indígenas de
hoy no son sólo los indígenas. Hoy los indígenas somos todos.

En medio de esta barahúnda, el lenguaje vuelve a ser un esquema paupérrimo sobre


el cual se diseña lo que no llegará jamás a ser un pensamiento. Quisiera condensar
en una fórmula lo que ocurre en Colombia: hablar es pensar. Es posible que el país
haya intentado pensar por última vez durante la regeneración. En ese entonces, el
incipiente liberalismo colombiano puso sobre el tapete una serie de ideas que ya
habían sido objeto de debate en el resto del mundo, entre ellas las libertades
básicas esenciales (de pensamiento, de opinión, de culto, de prensa, de comercio),
pero nada de eso pasó de ser un ejercicio intelectual, que enriqueció la letra muerta
de una normatividad aprobada y refrendada por todos pero que ni entonces ni
nunca llegó a aplicarse siquiera en una mínima parte. De modo que el experimento
de pensar languideció hasta desaparecer, porque en el fondo los partidos estaban
totalmente de acuerdo sobre la organización de la sociedad, de la economía y de la
política. Había, sí, alguna discrepancia en torno a los dogmas católicos, que se
solucionaba a la hora de la muerte, cuando todos resultaban hijos de la misma
iglesia, creyentes en el mismo Dios y ovejas del mismo pastor. Sin embargo, esas
diferencias generaron algunos últimos jirones de pensamiento (Rafael Uribe Uribe y
Benjamín Herrera se enfrentaron en torno a la posibilidad de ser católico y liberal al
mismo tiempo, y Antonio Gómez Restrepo y Guillermo Valencia discutieron, desde
el punto de vista de la inviolabilidad de la vida, la aplicación de la pena de muerte),
pero, de resto, todo se redujo a una sectorización del país con base en las figuras
históricas, alimentada más en una filiación genética que en una vertiente filosófica.
De ahí en adelante el pensamiento se redujo al régimen gramatical y al hallazgo de
metáforas poéticas, no memorables pero sí memorizables (eres una mentira con los
ojos azules). La filosofía en Colombia no logró generar una sola idea autónoma, una
sola propuesta original, de manera que los pensadores de los que se enorgullecen
los manuales no pasan de ser epígonos de segunda o tercera generación dentro de
escuelas agotadas. Fue así como el pensamiento se vio reducido a su mínima
expresión: la de los editoriales y artículos de opinión en los periódicos, que
comenzaron por debatir el discurso político, pero que con el tiempo, y El Tiempo y
la violencia, fueron languideciendo, hasta el punto de que desde hace muchos años
ese ejercicio se convirtió en una forma de conversar que no conduce a nada.

Ahora bien, la ineficacia del discurso, no traduce que no diga lo poco que quiere
decir. Se habla por hablar, es cierto, pero ello ocurre porque en Colombia se oye sin
oír. Para quien dice, no oír el discurso que se prodiga en abundancia implica
aceptarlo. Se trata de una petición de principio alrededor de la cual podría hacerse
una distinción inicial: en Colombia el discurso es vacío sólo para quien no oye. Pero
el significado (que para Saussure es el concepto), está ahí, oculto como una víbora
bajo la voluntaria retórica. Se habla dentro de un esquema monótono, con el único
4

propósito de adormecer. Comencemos, entonces, por ese ejercicio: el que se dirige


a quienes no tienen porqué ni para qué oír, en cuanto allí no hay una idea que se
debate sino una notificación perentoria. Pienso que ocurre de esa manera (plantear
una idea sin necesidad alguna) por la pretensión que se tiene en el país de
conservar una apariencia dialéctica. Pues bien. Dentro de ese propósito, la retórica
se ha convertido poco a poco en un simple barniz, que comenzó por tapar pieles
envejecidas y terminó ocultando cadáveres. Cadáveres de conceptos, claro está. El
juego de los conceptos agoniza sin que nadie llegue a percatarse de ello, pero no se
convierte en tierra, humo, polvo, sombra, nada, como lo expresa hermosamente
Góngora, sino que se refugia en el manejo del maquillaje, que es el ejercicio
alquímico de la belleza y, por ende, de la retórica. Creo necesario insistir: todo esto
es una perversión que se destina a las víctimas del sistema económico. A ellas,
piensa quien habla, no tiene por qué importarles lo que se dice. Lo que les debe
importar es quien lo dice. Así pues, para contribuir a que en ese sector nadie oiga lo
que se dice, el discurso se adorna con una serie de mojones destinados a señalar
que quien habla es alguien que participa de un destino común. Parecería que en ese
lenguaje no hubiera conceptos. Pero no, allí están, ocultos bajo la maraña de
palabras enfermas. Son los mismos que se han expuesto muchas veces, repetitivos y
sinuosos. La nada es sólo una apariencia destinada a los pensadores de la prensa,
que se expresa en palabras construidas alrededor de un ensamblaje artificial entre
un nombre y un adjetivo, el cual se adapta a partir de lo que el auditorio espera que
sea la actitud de quien lo interpreta en la representación de que se trate (bondad,
fuerza, solidaridad, comprensión, misericordia). En cualquiera de los escenarios
posibles los cambios son mínimos: todo propósito termina por ser inquebrantable,
toda meta irrenunciable, todo sacrificio patriótico. Pero el maquillaje exigirá que el
orador no se refiera a los propósitos inquebrantables, a las metas irrenunciables y a
los sacrificios patrióticos, sino a los inquebrantables propósitos, a las irrenunciables
metas y a los patrióticos sacrificios, propios de quien quiere seducir con una
elegancia artificial en el manejo del lenguaje. Acá no se trata de solucionar nada.
Quien habla quiere tan solo no participar ante los demás en el empobrecimiento de
la palabra, y busca conjurar el problema a partir de un trastocar sistemático del
orden habitual en la construcción de la gramática. Soy dice el orador sin llegar a
decirlo alguien que forma parte del sentido común pero que es capaz de expresarlo
de manera distinta. Y por allí entra de lleno a jugar en la ya larga e inútil relación
que se ha mantenido en Colombia entre quien habla y quien poco escucha, de la
cual sólo se han salvado en el imaginario colectivo una serie de términos que
retumban en los oídos como el eco de un tambor sin sentido. Los adjetivos
rimbombantes se dirigen a los sectores más indefensos del país, que se reconocen
en ellos y en ellos se reinterpretan. Frente a este grupo, al orador sólo le interesa ser
uno más, a quien la vida le ha dado la oportunidad de hablar ante esos ilustres
compatriotas que son los honorables senadores, que deberán oír en ese histórico
recinto (que es el altar de la Patria), lo que los indefensos colombianos,
representados por ese abanderado de la paz, tengan que decir en torno a la magna
empresa de rechazar la hora trágica en que comenzaron la cobarde extorsión y las
sombrías amenazas. Me atrevería a decir que esa sucesión de pequeñas fichas de
rompecabezas forma el ritmo indispensable para que un país que no piensa, piense
5

que otros piensan por él. En este caso concreto, el ritmo sería el andamio que le
pone una cuadrícula al aire de los lugares comunes. Antes, el lugar común estaba
reservado para desempeñarse dentro de lo cotidiano. Había un habla que recogía
un sentimiento colectivo y lo manifestaba como expresión individual. Así, se
participaba de un todo, que podía identificar, señalar un denominador común.
Afuera quedaba lo que pertenecía al héroe. El héroe era sencillamente eso: el que
no era común. En Colombia, del héroe encargado de realizar hazañas imposibles
(Bolívar cruza las altas cumbres de los Andes con un ejército desnudo), se pasa al
héroe capaz de emprender memorables hazañas culturales (José Jerónimo Triana,
Rufino José Cuervo), pero, ya se sabe, ese tipo de heroicidad no puede prosperar en
un sitio que construye su historia a partir de sangrientas guerras civiles, de modo
que se regresa al prototipo tradicional (Uribe Uribe, García Márquez), y se frustra
una historia para la cual la república liberal de la segunda mitad del siglo XIX había
intentado poner unas bases diferentes (Triana y Cuervo, pienso, son hijos legítimos
de ese proceso). De tal manera el héroe regresa al lugar de donde jamás tendría
que haber salido, y vuelve aleccionado sobre la imposibilidad de romper el cáncer
del sentido común. En 1923, Unamuno escribió en La Nación un artículo sobre Don
Quijote, en el que sostuvo un punto de vista que después se ha desarrollado en el
marco teórico de una manera poderosa. Habla de H. G. Wells, el gran novelista
inglés que ya nadie lee. Mr. Wells escribe nos es profundamente simpático por lo
mismo que es antipático a casi todos los idiotas. Y aquí conviene que definamos esto
de idiota en griego: hombre particular, o privado diciendo que es el que no tiene
más que sentido común, el que no discurre más que con lugares comunes y que por
tanto odia las paradojas. Mr. Wells forjó paradojas y hace luego juegos malabares,
malabariza con ellas, y cuando, al fin, esas paradojas han logrado entrar en el
sentido común de los idiotas, éstos las convierten en lugares comunes, las clasifican
y etiquetan y las meten en unas cajitas donde las tienen guardadas para
enseñárselas a sus hijos. Y luego, al hablar de la inmortalidad de los personajes
literarios, añade: como los idiotas son los que no tienen más que sentido común,
como carecen de sentido propio y de pasión propia, no pueden concebir, ni menos
sentir, esa especie de inmortalidad Para los idiotas, para los del puro y recto sentido
común, no hay más que una inmortalidad común, una comunidad inmortal. Como no
tienen más que individualidad corpórea, al deshacérseles el cuerpo se les deshace
la individualidad. Y nada pierden.

Vuelvo a Colombia. En este caso, el idiota habla ante el Congreso de la República,


ante el cual demuestra que ha heredado su idiotismo del sentido común de otros
idiotas regados a lo largo del tiempo, y que ha sabido meterlo en una cajita para
enseñárselo a un país sorprendido ante el hecho de poder pararse en ese podio (por
interpuesta persona, poco importa), a ejercer su derecho sustancial de pensar. En
ese momento, el idiota es el héroe. ¿Por qué? Porque en un país volcado sobre un
culto falaz a la cultura, el héroe es aquel que piensa. Así ocurrió desde el comienzo
de los tiempos y así ocurre hoy en día. Pero el discurso al que me refiero no sólo está
dicho por un idiota sino por un idiota que al mismo tiempo es un sicario, es más, el
jefe de los sicarios, quien a través de los lugares comunes del sentido común señala
que él merece el calificativo de héroe. Tal vez por eso nadie dice nada cuando
6

afirma, en primer término, que su lucha no es criminal sino que obedece a un


imperativo ético. Se trata, claro está, de la ética del delincuente común, y en ese
sentido su discurso es consistente. Todos tenemos la obligación de ser éticos. Hace
años Savater relató en Colombia una anécdota de Spinoza (cito de memoria): Usted
dice, le escribió un corresponsal, que no hay nada más útil para un ser humano que
otro ser humano. Pero ¿qué pasa si lo que yo quiero es hacerles mal a los demás? Y
Spinoza le contestó: Si usted ha reflexionado con seriedad y ha resuelto que lo mejor
para usted es violar, robar y asesinar, sería muy tonto si no lo hiciera. Adelante,
hágalo. Si cree que el asesinato es su camino y corresponde a una vida dentro de la
ética, sígalo sin arrepentimiento. Pero, por mi parte, yo he llegado a conclusiones
diferentes y no voy a discutir con quien piense que lo mejor para él es lo que usted
piensa. En su discurso, el sicario parece haber reflexionado con seriedad antes de
resolver que su camino era el del crimen, la masacre y el narcotráfico. Por
consiguiente sería un idiota si no lo siguiera. Así pues, el sicario es sólidamente
idiota. Pero eso no quiere decir que los demás tengamos que oír su argumentación y
que para ello el presidente lo autorice a hablarle al país a través de la televisión
desde un escenario que se lesiona todavía más con su presencia.

Sin embargo, debo reconocer que tal vez en muchos años no se ha producido en el
país un documento de tanta importancia. En él, ciñéndose a la estructura habitual del
discurso en Colombia, dejó consignado el pensamiento de nuestra pequeña
burguesía, que es el que impide avanzar hacia un objetivo concreto alrededor de la
paz. Para retomar mi idea, valdría la pena señalar que él es un héroe rodeado de
héroes. Su autobiografía es la de un prototipo difícilmente alcanzable. Con dos o tres
trazos nos cuenta que es un hombre excelente que, de niño, en su pueblo natal del
valle del Sinú, fue objeto de las sanas costumbres patriarcales de educar con el
sueño de servir a la sociedad. Entre ese niño que fue y el sicario que ahora es no hay
solución de continuidad. Siento el corazón henchido de amor por Colombia, por sus
hombres y mujeres, por sus niños y niñas orgullosos de ser colombianos. Su
enfermedad es la de la abstracción. Los muertos no son individuos sino elementos
de un todo abstracto que se llama el enemigo. El esquematismo entre el bueno y el
malo regresa a una de sus etapas más primitivas, sin pasar, siquiera, por el crisol
condescendiente de las películas de vaqueros rodadas en Hollywood. Fueron los
malos los que rompieron la continuidad idílica de una vida que estaba hecha para el
servicio de la sociedad, y lo obligaron a salir en defensa de sí mismo, de su familia y
de su Patria. Veremos de inmediato en qué consiste esa elección. Pero vale la pena
anotar que, consciente de su impostura, él mismo plantea el divorcio entre lo que
pudo ser y lo que fue, entre el servicio y la matanza. Después tratará de enmendar el
yerro, calificando sus crímenes como un servicio prestado a la nación, pero lo cierto
es que no se equivoca, y que es él el primero que sabe que es lo que es cuando
separa de su entorno el cuidadoso disfraz de las palabras.

Un héroe rodeado de héroes. Dentro del mismo ámbito (orador, oyentes que no
oyen), hay un calificativo que asombra: el horror no es un horror, es una causa. La
palabra no admite minúscula: Me presento ante ustedes investido por mis
compañeros de Causa; el juicio de la Historia reconocerá la bondad y grandeza de
7

nuestra Causa. La Causa convierte la empresa criminal en un destino y condensa


varios significados. Como se trata de una instancia superior, la Causa no tiene
porqué enredarse en los pelillos de las consecuencias. En este caso, más que en
ningún otro, el fin justificará los medios. Frente al mismo la delincuencia será sólo el
instrumento de una idea: combate para que prevalezca la Causa. El peor sacrificio
que han tenido que hacer los héroes encargados de su defensa es el de afrontar la
incomprensión. La Nación y el Pueblo han sido indiferentes ante el sacrificio de
quienes lo dejaron todo por la Patria, y que, por esa misma razón, son víctimas y
deben ser indemnizados. Algunos de ellos están en las cárceles por causa de los
servicios prestados a la Nación. Los criminales han escrito una epopeya de libertad.
Pero algún día se contará la historia mítica de esos colombianos valientes que
lograron, gracias a su lucha y sacrificio, que la Nación marche hoy por otros rumbos,
que son los de la Paz, la Democracia, el respeto a la Vida, a la Libertad y a la
Dignidad de los seres humanos.

La catarata de palabras martilla en los oídos de quienes, ya se sabe, sólo los abrirán
para dejar entrar lo conocido. Colombia cree en Dios, pero no en un Dios
cualquiera: cree en el Dios de la Esperanza, del Amor y del Perdón. Cree también en
la libertad que nos legó Simón Bolívar. Cree en la bendición de la iglesia católica.
Cree que la revolución viene de lejos (no podemos permitir que se idealicen
revoluciones distantes), y que, por eso mismo, es apenas adecuada para Mongolia o
la China. Pero, ante todo, cree que es una víctima. El pueblo colombiano es una
víctima, dice el sicario. Y más adelante reitera: El pueblo colombiano es la gran
víctima. Como víctima, el pueblo colombiano es un todo que se enfrenta a otro todo
que es el victimario. En ese esquema sólo hay dos ámbitos posibles. Los criminales
salen de las entrañas del mismo pueblo agredido, y surgen como respuesta a
problemas concretos y urgentes de Colombia. ¿Cuáles? La defensa de la Patria
[frente al] azote guerrillero. Ese es, pues, el panorama: de una lado las víctimas, los
colombianos, dentro de quienes figuran los criminales a los que el sicario pretende
servir de vocero; del otro, los victimarios, que son los enemigos de los criminales,
que a su turno son otros criminales mejor conocidos como guerrilleros. En el
discurso del sicario no hay salvación. Sin saberlo, participa de una de las dos
posibilidades que la crítica ha adoptado frente a Aristóteles: la de la restricción. En
sus clases de Lógica en la Universidad Autónoma de México (Google, Tercero
excluido), Maruxa Armijo resumió los principios que gobiernan la maquinaria de la
deducción lógica establecidos por Aristóteles hace más de 2.300 años: identidad,
no-contradicción y tercero excluido. El de identidad afirma que toda cosa es igual a
sí misma. A es A. De P siempre se infiere P. Según el de no-contradicción ninguna
cosa puede ser y no ser [al mismo tiempo]. A no puede ser B y al mismo tiempo no
ser B. Dos proposiciones contradictorias (P y -P) no pueden ser las dos verdaderas. Y
el del tercero excluido [fue formulado] por la lógica tradicional así: o A es B o A no
es B. Ahora lo leemos del siguiente modo: o P es verdadero, o bien lo es su negación
(-P). Entre dos proposiciones contradictorias no hay una tercera posibilidad, la
tercera está excluida.
8

No seguiré a Armijo en su exploración acerca de este último principio y de la lógica


matemática, enriquecida por Brouwer con sus deducciones intuicionistas. Pero era
necesario abrir esa puerta para que sean estas nociones, ajustadas sustancialmente
al pensamiento de hoy (no me atrevo a llamarlo post moderno), las que nos permitan
alejarnos de la gruesa visión elemental de víctima en la que las partes en conflicto
quieren involucrar al país. Ese esquema, sustentado por los victimarios, sólo muestra
su afán de formar parte del ámbito de las víctimas. Ante esa disyuntiva del sentido
común, es urgente plantear un nuevo camino. El 17 de mayo de 1983, en su curso de
Vincennes, Guilles Deleuze (Google, Tercero excluido, transcripción de Francois
Zourabichvili, traducción de Ernesto Hernández) pregunta si no será posible
concebir una raza de pensadores que reconcilien el pensamiento y lo existente
dentro del espacio del tercero excluido a condición de reinterpretar el principio. Su
propósito es el de desarrollar una línea de la alternativa, una línea del o bien o bien,
cuyos fundamentos encuentra en Pascal, en Kierkegaard y en Sartre. Se trata de
hacer una filosofía de la elección. Pensar es elegir, dice Deleuze. Y para no caer en
la tontería de las afirmaciones vacías, pone un ejemplo sacado de Proust. El narrador
encuentra a un grupo de muchachas sobre la playa, y juega: ¿De cuál voy a
enamorarme? Es una apuesta, una elección. ¿De Albertine? ¿De Andrea? Pero no
elige entre Albertine y Andrea. Elige entre dos modos de existencia míos, entre el
modo de existencia que tendría si amara a Albertine y el modo de existencia que
tendría, en mi imaginación, si eligiera a Andrea. Y termina por elegir el modo de
existencia que tendrá al amar a Albertine porque con solo verla se pone celoso. El
buscaba eso dice Deleuze, puesto que lo que necesitaba era estar celoso No podía
estar celoso sin estar enamorado. Ese era su problema, el problema infame de
Proust Su problema abyecto [era] la subordinación del amor a los celos. [Su]
verdadera finalidad [eran] los celos. Ese es el desplazamiento del tercero excluido.
La elección se da entre dos modos de existencia de quien elige.

No sé si deba subrayar la importancia de este concepto. Lo que propone el sicario


en su discurso ante el Congreso es simple: elija usted ser sicario o ser víctima. Y el
país aterrado, atemorizado, elige ser sicario porque, en últimas, para los cobardes
es mejor matar que ser asesinado. El mismo Deleuze recuerda un artículo de Sartre
en Liberation, que comenzaba diciendo Nunca hemos sido más libres que durante la
ocupación. No se trata, dice Deleuze, de una paradoja de filósofo en el límite del mal
gusto. Se trata de decirle a Francia que, de todas maneras, era ella la que elegía:
resistencia o colaboración. Lo único que definía al colaborador, era que la elección
que él hacía, no podía hacerla, finalmente, en tanto que esa elección era cínica e
infame. No podía hacerla más que a condición de decir pero veamos, ¡no tenemos
elección! Ya antes había anotado que si la elección es entre dos modos de existencia
de aquel que elige, a mi modo de ver uno no puede impedirse tomar conciencia una
conciencia abominable, horrorosa, pero aterradora, vertiginosa del hecho de que no
hay elección que no se pueda hacer más que a condición de decir y de creer que
uno no elige. Yo no elegí ser colaborador, diría Petain. Pero fue colaborador. Yo no
elijo ser sicario, dirá el hacendado que financia a los grupos paramilitares, el
labriego que delata a sus vecinos, el televidente que encuentra una íntima
satisfacción en las masacres. Pero es sicario. Quien hace esa elección, repito con
9

Deleuze, no puede hacerla más que a condición de negar que elige. En Francia no
eligió ser nazi o ser fascista. Eligió ser colaborador. En Colombia no elige ser sicario
o asesino. Elige ser colaborador. Ahora bien, el colaborador que elige ser
colaborador niega haber elegido. Dirá, tal vez, yo no elegí. Pero, como lo explica
Deleuze echando mano de la lógica más elemental, la no elección es ya una
elección. El que no elige, elige. No ha llegado aún el momento de reconocerlo con
vergüenza. Tuve que colaborar porque no había elección, tendrá que decirse en el
futuro. ¿Y cómo se colaboró? Se colaboró guardando silencio, sustentando en ese
silencio a un gobierno de sicarios. Estamos penetrados de extrañas elecciones y de
elecciones poco gloriosas, dice Deleuze, elecciones que dejamos de hacer y de
rehacer cada mañana, diciéndonos es porque no tengo elección... ¿De qué se trata
en la elección? Se trata de elegir entre dos términos, se trata de elegir entre dos
modos de existencia.

Entonces, ¿no hay salida posible? Tal vez sí. Ante la demencia que protagonizan las
partes involucradas en el conflicto, Colombia no es una víctima: es un tercero
excluido. Edgar Garavito lo sostuvo con precisión. En su conferencia ante el
Coloquio internacional sobre el tema del Tercero Excluido, convocado por la
Fundación de Serralves en Porto, Portugal, en noviembre de 1998, afirmó: Yo vengo
de un país, Colombia, donde el tercero excluido es quizás, a mi manera de ver, la
alternativa posible frente a una situación dramática de destrucción de la población
civil. Efectivamente, hay posiciones de derecha y posiciones de izquierda. Hay
poderes económicos que apuntan a la destrucción de la población civil. Hay el
tercero incluido, la víctima. Pero hay la posición de fuga, de salida, la posición
activa. Esa posición activa corresponde a la posición del tercero excluido. Es decir,
la posición de aquel que sin sentirse víctima escapa de los polos en conflicto por
medio de mecanismos secretos. Al respecto de esta situación política, pudiéramos
señalar que no se trata de un guerrero de derecha o de izquierda, de un guerrero
minoritario que surge dentro de cada uno de los colombianos que resisten a la
situación de guerra y hacen devenir su existencia como un modo de existencia
minoritario, secreto, sobre todo capaz de defender la vida en una situación
conflictiva como la que enfrentan. Se trata entonces de crear estilos que no se
identifican ni con la derecha ni con la izquierda ni con la víctima. Ellos responderían
a las posiciones de tercero excluido que en una conferencia directamente
encaminada al campo político, o en un debate posterior, pudiéramos señalar más
ampliamente. Por desgracia, no alcanzó a participar en esa conferencia ni en ese
debate. Tres meses después, el más innovador de los filósofos colombianos del siglo
XX murió devorado por un cáncer implacable. Pero fue él quien señaló un camino
para romper con ese esquematismo perverso que nos devora sin remedio. Se trata
de defender la vida mediante una filosofía de la elección, en la cual el no
involucrado pueda ejercer su resistencia como una opción real que signifique una
escapatoria frente a un espacio que ha estado tradicionalmente sujeto al abuso de un
poder criminal. La posición activa del tercero excluido tendría como resultado el
aislar los focos de violencia mediante una recuperación del lenguaje y de la forma,
una nueva valoración del error y del otro, una lectura diferente del miedo, y una
mejor comprensión de elementos corporales tales como la enfermedad y el sexo.
10

Contra el manejo voraz y primitivo de los principios de identidad y de no


contradicción, que involucran a quien elige en su no elección, será necesario oponer
aquel que ha sido despreciado desde siempre, el del tercero excluido, que es una
brecha transversal en el consistente universo de una lógica manipulada por el poder
de acuerdo con su propia conveniencia.

Nada de esto opera, claro está, en el universo del pensamiento en Colombia, donde
prima la identidad no como principio sino como obsesión. En nombre del sentido
común, el sicario que se dirige al país considera que lo académico es un
despropósito, que los académicos están en las nubes, que el ideal es una utopía, y
que lo necesario (que es lo posible), debe situarse en el campo de la política y no en
el de la especulación. Mediante ese ataque frontal contra el peligroso virus de la
inteligencia, el sicario sale del campo del delito y pasa al de la política, donde se
muestra dispuesto a hacer posible todo aquello que resulte necesario para salvar a
la Nación. Tal vez las masacres. O el narcotráfico. O los asesinatos selectivos y las
desapariciones y secuestros. Porque todas esas son acciones necesarias para salvar
el tipo de nación que él tiene en la cabeza. En esa nación el enemigo es la guerrilla,
pero sus actividades, que son idénticas, no son lícitas porque ella no quiere salvar a
la Nación, [sino] mantener su negocio ilícito y justificar su existencia. El asunto
queda claro. Hay crímenes buenos y crímenes malos. Los buenos son los que
cometen los paramilitares. Los malos los que cometen los guerrilleros. Los primeros
sustentan al estado que los guerrilleros pretenden sustituir. Y son necesarios dentro
de un ideal donde el delito es una fuerza deseada por todos, que se ve obligada a
resistir para recuperar el orden y defender las vidas y propiedades amenazadas por
la subversión. Ese estado, que él califica como débil, debe indemnizar a los
criminales por los sacrificios prestados a la nación. Después, cuando los cobije la
misma amnistía que llevó a los guerrilleros a ocupar altas dignidades, los sicarios
impondrán sin cortapisas su estilo de gobierno.

Desde siempre, el país se ha acostumbrado a esa forma de pensar, hasta el punto de


que hoy hace parte de una mecánica. Hay personas que tienen otra manera de
pensar, pero esas no están dentro del sentido común y, por consiguiente deben ser
eliminadas como un peligro potencial. Entre aquellas que se sujetan a las dos partes
del principio de identidad (en el cual A es igual a A, pero A no es necesariamente
A), pueden dividirse el mundo con tranquilidad. La violencia, que es el objeto de
deseo de quienes participan en el conflicto de Colombia, podrá subsistir sin peligro.
No hay necesidad entonces de invocar al enemigo, porque él existe per se como una
parte esencial de quien habla, de quien actúa. No es siquiera la otra cara de la
moneda, sobre la cual el sentido común podría basar su argumento demoledor, sino
la misma cara que se satisface en sí misma. Antes de la evolución del concepto, el
tercero excluido fue recusado desde un punto de vista matemático por Jan Brouwer
(v. Armijo), quien sostuvo que la negación de la negación no es la afirmación, y
explicó que para llegar a esta última debe entrarse a la negación de la negación de
la negación (absurdidad de absurdidad de absurdidad dice equivale a absurdidad).
Quisiera entonces, como un simple ejercicio retórico, plantear una inquietud. Parto
de un ejemplo elemental: no quiero no ir diría para el lógico corriente quiero ir.
11

Pero para Brouwer sería necesario añadir una tercera negación: no quiero no querer
no ir, si se quiere afirmar lo que en realidad se quiere afirmar: que quiere querer ir.
Lo mismo acá. Cualquiera de las afirmaciones del sicario podría deconstruirse de
igual manera. Escojo una al azar: Pese al abismo que separa a las guerrillas de las
Autodefensas, estamos dispuestos al diálogo civilizado entre colombianos y ponerle
fin a la violencia política. ¿Qué dice? Dice: El abismo que separa a guerrilleros y a
paramilitares no impedirá los diálogos de paz. ¿Qué dice, otra vez? Dice: No pienso
no hablar. Pero en esa afirmación no dice que piense hablar. Lo que dice
textualmente es que no piensa no hablar. Para decir lo que el país cree oír, sería
necesario que dijera no pienso no pensar en no hablar. Sin embargo eso, en la
elaboración mental de un individuo que maneja las ideas como sus secuaces
manejan la motosierra con la que destrozan los cadáveres de la población indefensa,
constituye un imposible. En su discurso, el sicario da un rodeo obvio en torno a la
urgencia de decir verdad, por la sencilla razón de que el decir verdad no forma
parte de los esquemas de quien piensa que pensar es hablar.

También podría gustarte