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8 de septiembre de 2005
Cada día se abre más y más el abismo entre la acción y el lenguaje. Mientras la
primera se ciñe a patrones específicos que tratan de consolidar el poder tal como se
le concibe comúnmente, el segundo, manejado por ese poder, se debilita. A finales
del siglo XIX, cuando se afirma la idea de nación, el ejercicio de pensar se enajenó
en dos sectores de la sociedad, íntimamente relacionados. En efecto, ante la
ausencia de un pensamiento sistemático, el pensar se le encomendó a la religión y a
la gramática. En ese entonces, los colombianos creyeron que ser católicos y conocer
la estructura de la lengua eran las condiciones sine qua non del pensamiento. Obvio,
el catolicismo es, ante todo, un ejercicio jerárquico. Y lo mismo el lenguaje. Podría
pensarse en una elipse, en la cual la curvatura superior representara al hecho
católico, y la inferior al hecho gramatical. Partiendo de un punto cero, el presidente,
con un manejo precario del lenguaje, reduce a su sitio a la jerarquía que se opone al
proceso político de la independencia: Nuestro Señor Jesucristo le escribe al
arzobispo en 1832 jamás inculca sobre la legitimidad o ilegitimidad de las
potestades civiles. Los Césares eran unos manifiestos usurpadores de los derechos
de la soberanía del pueblo romano, y el pueblo romano era un injusto conquistador
de la Judea. Jesucristo se somete a la autoridad de sus magistrados; San Pedro no los
arguye de incompetencia; San Pablo al mismo tiempo que reprende los vicios del
incestuoso Félix, no se substrae de un tribunal, ni le disputa la legitimidad de su
jurisdicción. ¿Sería porque no conocieron la tiranía de los Césares, ni el cruel
despotismo de los romanos? ¿O porque el reino de Jesús es espiritual, y predicando
la obediencia a las potestades, supone su legitimidad en cuanto la subordinación
conduce a la salud eterna, sin entrar en cuestiones que no pertenecen a la cátedra
del Espíritu Santo? Pero los protagonistas avanzan, cada uno por su lado,
envolviendo cada vez más a una sociedad que se sustrae de todo aquello que no
tenga que ver con el diario vivir. Para lo demás, el pensamiento, la política, están los
héroes. Las polémicas no vienen al caso. El país es católico y, como tal, cree en el
dogma. Uno de ellos comienza a tomar cuerpo: sólo a través del lenguaje será
posible constituir una nación. Pero la jerarquía tiene también una presencia dentro
de ese juego: la doctrina se transmite a través de la Palabra de Dios, y la Palabra de
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Ahora bien, la ineficacia del discurso, no traduce que no diga lo poco que quiere
decir. Se habla por hablar, es cierto, pero ello ocurre porque en Colombia se oye sin
oír. Para quien dice, no oír el discurso que se prodiga en abundancia implica
aceptarlo. Se trata de una petición de principio alrededor de la cual podría hacerse
una distinción inicial: en Colombia el discurso es vacío sólo para quien no oye. Pero
el significado (que para Saussure es el concepto), está ahí, oculto como una víbora
bajo la voluntaria retórica. Se habla dentro de un esquema monótono, con el único
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que otros piensan por él. En este caso concreto, el ritmo sería el andamio que le
pone una cuadrícula al aire de los lugares comunes. Antes, el lugar común estaba
reservado para desempeñarse dentro de lo cotidiano. Había un habla que recogía
un sentimiento colectivo y lo manifestaba como expresión individual. Así, se
participaba de un todo, que podía identificar, señalar un denominador común.
Afuera quedaba lo que pertenecía al héroe. El héroe era sencillamente eso: el que
no era común. En Colombia, del héroe encargado de realizar hazañas imposibles
(Bolívar cruza las altas cumbres de los Andes con un ejército desnudo), se pasa al
héroe capaz de emprender memorables hazañas culturales (José Jerónimo Triana,
Rufino José Cuervo), pero, ya se sabe, ese tipo de heroicidad no puede prosperar en
un sitio que construye su historia a partir de sangrientas guerras civiles, de modo
que se regresa al prototipo tradicional (Uribe Uribe, García Márquez), y se frustra
una historia para la cual la república liberal de la segunda mitad del siglo XIX había
intentado poner unas bases diferentes (Triana y Cuervo, pienso, son hijos legítimos
de ese proceso). De tal manera el héroe regresa al lugar de donde jamás tendría
que haber salido, y vuelve aleccionado sobre la imposibilidad de romper el cáncer
del sentido común. En 1923, Unamuno escribió en La Nación un artículo sobre Don
Quijote, en el que sostuvo un punto de vista que después se ha desarrollado en el
marco teórico de una manera poderosa. Habla de H. G. Wells, el gran novelista
inglés que ya nadie lee. Mr. Wells escribe nos es profundamente simpático por lo
mismo que es antipático a casi todos los idiotas. Y aquí conviene que definamos esto
de idiota en griego: hombre particular, o privado diciendo que es el que no tiene
más que sentido común, el que no discurre más que con lugares comunes y que por
tanto odia las paradojas. Mr. Wells forjó paradojas y hace luego juegos malabares,
malabariza con ellas, y cuando, al fin, esas paradojas han logrado entrar en el
sentido común de los idiotas, éstos las convierten en lugares comunes, las clasifican
y etiquetan y las meten en unas cajitas donde las tienen guardadas para
enseñárselas a sus hijos. Y luego, al hablar de la inmortalidad de los personajes
literarios, añade: como los idiotas son los que no tienen más que sentido común,
como carecen de sentido propio y de pasión propia, no pueden concebir, ni menos
sentir, esa especie de inmortalidad Para los idiotas, para los del puro y recto sentido
común, no hay más que una inmortalidad común, una comunidad inmortal. Como no
tienen más que individualidad corpórea, al deshacérseles el cuerpo se les deshace
la individualidad. Y nada pierden.
Sin embargo, debo reconocer que tal vez en muchos años no se ha producido en el
país un documento de tanta importancia. En él, ciñéndose a la estructura habitual del
discurso en Colombia, dejó consignado el pensamiento de nuestra pequeña
burguesía, que es el que impide avanzar hacia un objetivo concreto alrededor de la
paz. Para retomar mi idea, valdría la pena señalar que él es un héroe rodeado de
héroes. Su autobiografía es la de un prototipo difícilmente alcanzable. Con dos o tres
trazos nos cuenta que es un hombre excelente que, de niño, en su pueblo natal del
valle del Sinú, fue objeto de las sanas costumbres patriarcales de educar con el
sueño de servir a la sociedad. Entre ese niño que fue y el sicario que ahora es no hay
solución de continuidad. Siento el corazón henchido de amor por Colombia, por sus
hombres y mujeres, por sus niños y niñas orgullosos de ser colombianos. Su
enfermedad es la de la abstracción. Los muertos no son individuos sino elementos
de un todo abstracto que se llama el enemigo. El esquematismo entre el bueno y el
malo regresa a una de sus etapas más primitivas, sin pasar, siquiera, por el crisol
condescendiente de las películas de vaqueros rodadas en Hollywood. Fueron los
malos los que rompieron la continuidad idílica de una vida que estaba hecha para el
servicio de la sociedad, y lo obligaron a salir en defensa de sí mismo, de su familia y
de su Patria. Veremos de inmediato en qué consiste esa elección. Pero vale la pena
anotar que, consciente de su impostura, él mismo plantea el divorcio entre lo que
pudo ser y lo que fue, entre el servicio y la matanza. Después tratará de enmendar el
yerro, calificando sus crímenes como un servicio prestado a la nación, pero lo cierto
es que no se equivoca, y que es él el primero que sabe que es lo que es cuando
separa de su entorno el cuidadoso disfraz de las palabras.
Un héroe rodeado de héroes. Dentro del mismo ámbito (orador, oyentes que no
oyen), hay un calificativo que asombra: el horror no es un horror, es una causa. La
palabra no admite minúscula: Me presento ante ustedes investido por mis
compañeros de Causa; el juicio de la Historia reconocerá la bondad y grandeza de
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La catarata de palabras martilla en los oídos de quienes, ya se sabe, sólo los abrirán
para dejar entrar lo conocido. Colombia cree en Dios, pero no en un Dios
cualquiera: cree en el Dios de la Esperanza, del Amor y del Perdón. Cree también en
la libertad que nos legó Simón Bolívar. Cree en la bendición de la iglesia católica.
Cree que la revolución viene de lejos (no podemos permitir que se idealicen
revoluciones distantes), y que, por eso mismo, es apenas adecuada para Mongolia o
la China. Pero, ante todo, cree que es una víctima. El pueblo colombiano es una
víctima, dice el sicario. Y más adelante reitera: El pueblo colombiano es la gran
víctima. Como víctima, el pueblo colombiano es un todo que se enfrenta a otro todo
que es el victimario. En ese esquema sólo hay dos ámbitos posibles. Los criminales
salen de las entrañas del mismo pueblo agredido, y surgen como respuesta a
problemas concretos y urgentes de Colombia. ¿Cuáles? La defensa de la Patria
[frente al] azote guerrillero. Ese es, pues, el panorama: de una lado las víctimas, los
colombianos, dentro de quienes figuran los criminales a los que el sicario pretende
servir de vocero; del otro, los victimarios, que son los enemigos de los criminales,
que a su turno son otros criminales mejor conocidos como guerrilleros. En el
discurso del sicario no hay salvación. Sin saberlo, participa de una de las dos
posibilidades que la crítica ha adoptado frente a Aristóteles: la de la restricción. En
sus clases de Lógica en la Universidad Autónoma de México (Google, Tercero
excluido), Maruxa Armijo resumió los principios que gobiernan la maquinaria de la
deducción lógica establecidos por Aristóteles hace más de 2.300 años: identidad,
no-contradicción y tercero excluido. El de identidad afirma que toda cosa es igual a
sí misma. A es A. De P siempre se infiere P. Según el de no-contradicción ninguna
cosa puede ser y no ser [al mismo tiempo]. A no puede ser B y al mismo tiempo no
ser B. Dos proposiciones contradictorias (P y -P) no pueden ser las dos verdaderas. Y
el del tercero excluido [fue formulado] por la lógica tradicional así: o A es B o A no
es B. Ahora lo leemos del siguiente modo: o P es verdadero, o bien lo es su negación
(-P). Entre dos proposiciones contradictorias no hay una tercera posibilidad, la
tercera está excluida.
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Deleuze, no puede hacerla más que a condición de negar que elige. En Francia no
eligió ser nazi o ser fascista. Eligió ser colaborador. En Colombia no elige ser sicario
o asesino. Elige ser colaborador. Ahora bien, el colaborador que elige ser
colaborador niega haber elegido. Dirá, tal vez, yo no elegí. Pero, como lo explica
Deleuze echando mano de la lógica más elemental, la no elección es ya una
elección. El que no elige, elige. No ha llegado aún el momento de reconocerlo con
vergüenza. Tuve que colaborar porque no había elección, tendrá que decirse en el
futuro. ¿Y cómo se colaboró? Se colaboró guardando silencio, sustentando en ese
silencio a un gobierno de sicarios. Estamos penetrados de extrañas elecciones y de
elecciones poco gloriosas, dice Deleuze, elecciones que dejamos de hacer y de
rehacer cada mañana, diciéndonos es porque no tengo elección... ¿De qué se trata
en la elección? Se trata de elegir entre dos términos, se trata de elegir entre dos
modos de existencia.
Entonces, ¿no hay salida posible? Tal vez sí. Ante la demencia que protagonizan las
partes involucradas en el conflicto, Colombia no es una víctima: es un tercero
excluido. Edgar Garavito lo sostuvo con precisión. En su conferencia ante el
Coloquio internacional sobre el tema del Tercero Excluido, convocado por la
Fundación de Serralves en Porto, Portugal, en noviembre de 1998, afirmó: Yo vengo
de un país, Colombia, donde el tercero excluido es quizás, a mi manera de ver, la
alternativa posible frente a una situación dramática de destrucción de la población
civil. Efectivamente, hay posiciones de derecha y posiciones de izquierda. Hay
poderes económicos que apuntan a la destrucción de la población civil. Hay el
tercero incluido, la víctima. Pero hay la posición de fuga, de salida, la posición
activa. Esa posición activa corresponde a la posición del tercero excluido. Es decir,
la posición de aquel que sin sentirse víctima escapa de los polos en conflicto por
medio de mecanismos secretos. Al respecto de esta situación política, pudiéramos
señalar que no se trata de un guerrero de derecha o de izquierda, de un guerrero
minoritario que surge dentro de cada uno de los colombianos que resisten a la
situación de guerra y hacen devenir su existencia como un modo de existencia
minoritario, secreto, sobre todo capaz de defender la vida en una situación
conflictiva como la que enfrentan. Se trata entonces de crear estilos que no se
identifican ni con la derecha ni con la izquierda ni con la víctima. Ellos responderían
a las posiciones de tercero excluido que en una conferencia directamente
encaminada al campo político, o en un debate posterior, pudiéramos señalar más
ampliamente. Por desgracia, no alcanzó a participar en esa conferencia ni en ese
debate. Tres meses después, el más innovador de los filósofos colombianos del siglo
XX murió devorado por un cáncer implacable. Pero fue él quien señaló un camino
para romper con ese esquematismo perverso que nos devora sin remedio. Se trata
de defender la vida mediante una filosofía de la elección, en la cual el no
involucrado pueda ejercer su resistencia como una opción real que signifique una
escapatoria frente a un espacio que ha estado tradicionalmente sujeto al abuso de un
poder criminal. La posición activa del tercero excluido tendría como resultado el
aislar los focos de violencia mediante una recuperación del lenguaje y de la forma,
una nueva valoración del error y del otro, una lectura diferente del miedo, y una
mejor comprensión de elementos corporales tales como la enfermedad y el sexo.
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Nada de esto opera, claro está, en el universo del pensamiento en Colombia, donde
prima la identidad no como principio sino como obsesión. En nombre del sentido
común, el sicario que se dirige al país considera que lo académico es un
despropósito, que los académicos están en las nubes, que el ideal es una utopía, y
que lo necesario (que es lo posible), debe situarse en el campo de la política y no en
el de la especulación. Mediante ese ataque frontal contra el peligroso virus de la
inteligencia, el sicario sale del campo del delito y pasa al de la política, donde se
muestra dispuesto a hacer posible todo aquello que resulte necesario para salvar a
la Nación. Tal vez las masacres. O el narcotráfico. O los asesinatos selectivos y las
desapariciones y secuestros. Porque todas esas son acciones necesarias para salvar
el tipo de nación que él tiene en la cabeza. En esa nación el enemigo es la guerrilla,
pero sus actividades, que son idénticas, no son lícitas porque ella no quiere salvar a
la Nación, [sino] mantener su negocio ilícito y justificar su existencia. El asunto
queda claro. Hay crímenes buenos y crímenes malos. Los buenos son los que
cometen los paramilitares. Los malos los que cometen los guerrilleros. Los primeros
sustentan al estado que los guerrilleros pretenden sustituir. Y son necesarios dentro
de un ideal donde el delito es una fuerza deseada por todos, que se ve obligada a
resistir para recuperar el orden y defender las vidas y propiedades amenazadas por
la subversión. Ese estado, que él califica como débil, debe indemnizar a los
criminales por los sacrificios prestados a la nación. Después, cuando los cobije la
misma amnistía que llevó a los guerrilleros a ocupar altas dignidades, los sicarios
impondrán sin cortapisas su estilo de gobierno.
Pero para Brouwer sería necesario añadir una tercera negación: no quiero no querer
no ir, si se quiere afirmar lo que en realidad se quiere afirmar: que quiere querer ir.
Lo mismo acá. Cualquiera de las afirmaciones del sicario podría deconstruirse de
igual manera. Escojo una al azar: Pese al abismo que separa a las guerrillas de las
Autodefensas, estamos dispuestos al diálogo civilizado entre colombianos y ponerle
fin a la violencia política. ¿Qué dice? Dice: El abismo que separa a guerrilleros y a
paramilitares no impedirá los diálogos de paz. ¿Qué dice, otra vez? Dice: No pienso
no hablar. Pero en esa afirmación no dice que piense hablar. Lo que dice
textualmente es que no piensa no hablar. Para decir lo que el país cree oír, sería
necesario que dijera no pienso no pensar en no hablar. Sin embargo eso, en la
elaboración mental de un individuo que maneja las ideas como sus secuaces
manejan la motosierra con la que destrozan los cadáveres de la población indefensa,
constituye un imposible. En su discurso, el sicario da un rodeo obvio en torno a la
urgencia de decir verdad, por la sencilla razón de que el decir verdad no forma
parte de los esquemas de quien piensa que pensar es hablar.