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Estaba allí. Y mi otro yo también estaba allí. Ambos en un mismo lugar.

En un
mismo momento. Un momento eterno que cambiaría el curso de las cosas
para siempre.

No sentía nada más que un frío entumecimiento en la punta de mis pies. Mi


aliento tomaba forma frente a mí. Observé como el pequeño niño, relleno,
probablemente de comer tantos dulces, recorría el sendero empedrado en su
bicicleta.

Sus padres le prohibían salir solo a esas horas de la noche, pero esta vez no
le importó.

Había escuchado de su amigo Mike, que le había dicho John, que había
escuchado de Elizabeth, la niña de las trenzas graciosas, que sus primos Chad
y Brad le habían dicho, que en la madrugada habían visto una nave espacial
surcando el cielo nocturno. Así que el niño iba a toda velocidad por la
pendiente. Le gustaba sentir el viento estrellándose contra él, la sensación de
que en cualquier momento podría salir volando y, quizá, sólo quizá, nunca
regresar.

Disminuyó la velocidad cuando el fin de la colina se acercaba y se sorprendió


al ver el auto de su padre estacionado unas cuantas calles debajo. Era raro,
tenía que admitirlo, pero quizá su padre había estacionado allí y regresado a
casa caminando; probablemente se había quedado sin gasolina o algo
parecido. O quizá, pensó con un estremecimiento de emoción y algo más de
infantil optimismo surcando su cuerpo, los tipos de la nave espacial lo estaban
secuestrado…

Pisó los frenos de su bicicleta y, poniendo los pies firmes sobre el asfalto, fue
avanzando lentamente. Contenía la respiración por lo que pudiese encontrar.
Nunca había sido un creyente de los extraterrestres y esas cosas, pero… ¿qué
pasaba si los encontraba?

Lo miré a centímetros de él, conteniendo el aliento, pero por un motivo


completamente diferente. Sabía exactamente lo que él encontraría.

— ¡Da la vuelta! ¡No te acerques más! —grité. Pero fue en vano, el niño siguió
avanzando.

Corrí y me interpuse en medio de su camino, pero él pasó a través de mí. Su


cara reflejaba el miedo y la emoción. Lo sabía, lo recordaba.

Fue entonces cuando entendí que nada de lo que hiciera podría cambiar los
acontecimientos.

Nada podría impedir al niño acercarse al auto, inspeccionarlo con recelo.


Lentamente poniendo una mano en él, cuando al mismo tiempo una mano se
estrellaba contra la ventana humedecida.

Brincó del susto. Yo no. No me moví. No hice nada. De repente ya no


controlaba mi cuerpo, no podía moverme, no podía hacer nada más que no
fuese mirar lo que ocurría.

Algo me recorrió cuando un rostro apareció a través del cristal. No era su


padre. Una abundante cabellera rojiza abarcó el espacio. Sonreía. No podía
distinguir sus rasgos a través de la ventana, pero indudablemente era una
mujer.

Observe impotente como el niño, inmóvil, procesaba todo aquello. Su inocente


corazón se rompía dando paso a un sentimiento nuevo y hasta ahora
desconocido. Quise abrazarlo, consolarlo, decirle que todo estaría bien con el
tiempo; pero nunca había sido un buen mentiroso.

Fue entonces cuando el segundo rostro apareció. Su padre. Al segundo


siguiente el vidrió se despejó y podía admirar perfectamente el rostro de la
chica. El cabello, que antes rojizo, ahora era rubio.

Fue entonces cuando desperté.

Me incorporé en la cama, el sudor empapaba mi cuerpo y las sabanas estaban


hechas un revoltijo a mis pies. Adormecido deslice una mano por mi húmedo
cabello, despejando mis ojos del mismo.

Por la ventana entraban a raudales rayos de luz de luna, parte de la habitación


estaba iluminada. La blanquecina luz impactaba en los distintos tomos de
libros esparcidos en cualquier lugar disponible. Mi primera guitarra estaba
recostada en la pared.

Bostecé y levantándome tomé mi sudadera, un abrigo, los desgastados


zapatos y me dirigí fuera, al frío de la noche.

Inhalé otra bocanada de mi cigarro y la retuvé por unos segundos en la boca.


Cinco, seis, siete. Liberé el humo lentamente, ocasionando que el mismo se
mezclara con el moho de la mañana. No podía decidir si era muy temprano o
sencillamente muy tarde pues no había dormido en toda la noche. Había
estado horas despierto mientras en mi cabeza se arremolinaban una cantidad
inmensurable de pensamientos fatídicos. Y cuando por fin había conseguido
dormir un poco… eso había pasado.
Pensaba sobre el pasado. Últimamente hacia mucho eso. Pensaba sobre el
presente, en una persona específicamente. Y pensaba en el futuro, sobre el
que estaba haciendo con su vida.

Sostuve el cigarro entre los dedos índice y pulgar mientras contemplaba el


lejano océano. Fui al muelle, como acostumbraba cada noche de aquellas.
Noches que se convertían inevitablemente en mañanas desperdiciadas.

Unos pescadores desembarcaban en la orilla, un carguero se preparaba para


partir. El olor a pescado y a podredumbre inundaba el ambiente, pero no podía
importarme menos.

Tiré el cigarro al suelo, extinguiendo la última chispa con la punta de mi zapato


y, deslizando mis manos en los bolsillos de mi cálido abrigo, comencé a
recorrer el lugar.

El sol naciente me recordaba a su cabello. Y me odiaba por ser un idiota. Me


odiaba por causarle dolor. Lo hice, lo pude ver es sus profundidades azules
aquella vez. Suspiré profundamente recordando cómo mis brazos habían
rodeado su cuerpo, su delicioso y ya familiar olor me perseguía a todos lados
como una sombra. Un recuerdo, eso era, un recuerdo de lo que no podía ser.

Observe a un padre con su pequeño, los observe reír, pero a mis oídos sólo
llego una risa femenina. Su risa. Cerré los ojos fuertemente tratando, en vano,
de despejar de mi mente su esencia. No tenía idea de lo que había hecho en
mi en tan poco tiempo y no tenía idea de cómo podía deshacerme de aquello.

El dolor que sentí en ese momento y justo ahora, al saber que ella no podría
quererme cómo yo lo hacía, me era conocido. Un viejo amigo que despierta
luego de un largo y tranquilo sueño. Va estirando sus brazos y sus
extremidades, recorre el lugar, acomodándose y sintiéndose a gusto en su
entorno.

Es muy tarde para mí, pensé. Ya estaba más allá del punto de retorno.

Resignado, dándole la bienvenida a mi viejo amigo, levanté la vista al cielo


esperando ver el sol, pero nubes grises cubrían toda la extensión del mismo.

Caminé más rápido aún, sabiendo que una tormenta me perseguía. Me


asechaba en los rincones de mi mente y ahora se había materializado en la
vida real.

Ajusté mi sudadera sobre su cabeza, evitando las repentinas gotas de lluvia


que descendieron. Pronto, el seco asfalto sobre mis pies, se convirtió en
charcos que salpicaban con cada paso que daba.

Tan sólo quería despejar su mente, alejar la tormenta lejos, pero él lo sabía
mejor… que aquello no era posible.

Había sido un tonto al pensar que podía intentar algo con una chica como ella.
Ahora lo sabía. Había sido un tonto al pensar que tendría una oportunidad, que
realmente la tendría. Después de todo lo que ella había dicho, yo aún había
estado allí, esperando… algo. Y ese algo indudablemente había llegado, pero,
¿cómo, después de todo, podía saber si eso era real?

No me creía lo suficientemente valiente como para averiguarlo. No por ahora.


No después de todo.
Realmente ella ni siquiera merecía a alguien como yo. Merecía todo lo bueno
que el mundo pudiese ofrecerle. Y, demonios, estaba seguro de que yo no era
nada de eso.

Concentrado como estaba no me di cuenta hasta que era demasiado tarde


para frenarme. La había visto entrar aquí muchas veces. Era hermosa con su
sonrisa distraída, aquella que dejaba entrever cuando nadie estaba mirando,
o eso creía ella.

Realmente nunca había entrado, nunca lo había querido. No como ahora.


Pensé en retroceder, dar la vuelta y correr. Estaba a tiempo. Nadie estaba por
aquí a esta hora para verme y no es como que fuera un muy buen barrio de
todos modos.

Irónicamente era por esa última razón que había estado mucho por aquí. Ella
no lo sabía, por supuesto. Pero realmente no podía dejarla sola, no por aquí.
Es por eso, que cada noche, la mayoría de ellas al menos, luego de que ella
saliera de su trabajo, de ese bar de mala muerte en el que era camarera, la
acompañaba a casa desde la distancia. Todas las veces queriendo acercarme
y todas las veces manteniéndome lejos.

Froté mis ojos, despejando mi rostro de la lluvia creciente. Me dije que fue por
esa razón, por el peligro, que comencé a acercarme a su puerta. Sólo
necesitaba verla, necesitaba saber si estaba bien. Si había llegado bien a su
casa. Sólo observar su rostro y me iría. Sólo… saber que estaba protegida.

Paso tras paso me acerqué más a la pequeña casa, y algo extraño oprimió mi
pecho al saber que ella tenía que pasar todas las noches en aquel lugar. Subí
la escalinata de dos en dos y me detuvo ante la desgastada puerta.
Formé un puño con mi mano y lo sostuvé delante de la misma con la intención
de llamar. Ocho, nueve, diez segundos pasaron. Y sólo pude quedarme allí.
Empapándome en la tormenta. El frío se extendía poco a poco por todo mi
cuerpo, entumeciendo, de momento, el dolor.

Cerré los ojos y acaricié la madera con la palma de mi mano. Ella


probablemente estaba durmiendo y yo estaba siendo un paranoico. Ella no
quería verme. Se había ido corriendo de mi casa. La había lastimado. Deslicé
mi mano nuevamente en mi bolsillo y maldiciendo internamente extraje de si
la poca fuerza de voluntad que me quedaba.

Suspiré pesadamente y sin pensarlo dos veces di media vuelta y me marché


corriendo, fundiéndome con la tormenta.


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