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Sobre el estilo renacentista

y el fin de la arquitectura española


De la majestuosidad desnuda a la castidad nacionalista

Natalia Sinde
Sobre el estilo renacentista
y el fin de la arquitectura española
De la majestuosidad desnuda a la castidad nacionalista

Ubicado en la homónima localidad madrileña, el Real Monasterio de San Lorenzo


del Escorial es una de las obras más notables de la arquitectura española. Construida a
pedido del rey Felipe II entre los años 1563 y 1586, tuvo como arquitecto mayor a Juan
Bautista de Toledo. Tras su fallecimiento en 1567 la obra quedó a cargo de su ayudante,
Juan de Herrera, originando el estilo herreriano. Fue concluida por Juan Gómez de Mora.

De acuerdo con el Sumario y breve declaración de los diseños y estampas de la


Fábrica de San Lorenzo el Real del Escorial, escrito por Juan de Herrera en 1589, la obra
se compone de once diseños:

 Primer diseño o Casa y Aposentos Reales (HERRERA, 1589, 15).


 Segundo diseño o Planta Segunda de toda la Fábrica de San Lorenzo El Real
Del Escorial al andar del Coro alto (Ibid., 16).
 Tercer diseño u Ortografía de la Entrada del Templo y Sección Interior del
Convento y Colegio (Ibid., 20).
 Cuarto diseño u Ortografía y Sección Interior del Templo con su Retablo,
Altar mayor y Claustros del Convento y Casa Real (Ibid., 22).
 Quinto diseño u Ortografía y Sección Interior del Templo, Parte del
Convento y Aposentos Reales (Ibid., 23).
 Sexto diseño u Ortografía Exterior Meridional del Templo, Convento y
Aposentos Reales (Ibid., 25).
 (Herrera no hace referencia al séptimo diseño).
 Octavo diseño u Ortografía del Retablo que está en la Capilla Mayor (Ibid.,
27).
 Noveno diseño u Ortografía del Sagrario del Altar Mayor (Ibid., 29-30).
 Décimo diseño o Sección y Parte Interior del Sagrario del Altar Mayor (Ibid.,
30).
 Undécimo diseño o Iconografía del Sagrario y Custodia (Ibid., 31).

Con una superficie de 33.327 m² cubiertos en la ladera del monte Abantos y a


1.028 metros sobre el nivel del mar, esta singular obra de la arquitectura renacentista
incluye un palacio real, una basílica, un panteón, una biblioteca, un colegio y un
monasterio fundado por la Orden de San Jerónimo y habitado hoy por frailes agustinos.

Hablar de una obra renacentista implica hablar de un mundo recientemente


globalizado en el que se debaten los límites entre los Estados modernos emergentes, la
armonización de entidades con tradiciones culturales e históricas disímiles y la incesante
necesidad de buscar un fundamento ideológico común que subsuma las identidades
diversas de sus componentes. Estos fenómenos traen consigo el surgimiento de valores
como el universalismo y el nacionalismo, siendo el primero el principio que iguala a los
hombres entre sí y el segundo la construcción de un nosotros que solapa diferencias en
pro de la unidad, requiriendo un otro al cual oponerse.

Debemos a esta época la traducción de fuentes bibliográficas fundamentales junto


a una amplia exégesis de la tradición clásica greco-latina bajo una luz secularizante. En
virtud de este contexto sociocultural, la Europa renacentista se comporta como centro de
intercambios socioeconómicos y culturales facilitados por la presencia de un mar en
común: el Mediterráneo. El continente europeo se manifiesta entonces como un enjambre
cultural que propicia la formación y el perfeccionamiento artístico.

El desarrollo arquitectónico no es una excepción a lo planteando, resultando


menesteroso el estudio de la bitácora de sus creadores. Así, en El Renacimiento en la
arquitectura, Alfredo J. Morales destaca que un aspecto a tener en cuenta para futuras
investigaciones son los viajes efectuados a lo largo del 1500 por los arquitectos y maestros
de mayor prestigio:

“…el encuentro de varios maestros en una ciudad y en torno a una obra, con
objeto de seleccionar sus trazas, para resolver los problemas que la fábrica
presentaba o incluso para elegir a la persona que habría de dirigirla, era
oportunidad extraordinaria para el intercambio de opiniones, la comunicación
de ideas y proyectos, para la discusión de problemas constructivos o estéticos.
En resumen, para aprender y para enseñar” (MORALES, 1991, 76).
Para Morales, un artista que domina su oficio siempre está abierto a la influencia
de sus pares y, aun así, se expresa con un mismo lenguaje sin suponer esto una expresión
monótona o reiterativa sino recurrente en sus modelos habituales, en su léxico común
cuyo perfecto dominio invita a la sorpresa y al juego. Asimismo, agrega como una de las
causas de la uniformidad estética la solicitud del cliente de aplicar fórmulas o soluciones
ya prestigiadas (MORALES, 1991, 74). A propósito de ello, da cita al caso sevillano y a
los viajes efectuados por los maestros mayores de la catedral a las localidades de Jerez,
Puerto de Santa María y Utrera a fin de concertar la extracción de la sillería para las
dependencias adosadas al templo durante el siglo XVI. Afirma que estos eventos fueron
aprovechados luego en el proceso constructivo de las iglesias parroquiales. Esto explica
la intervención no documentada de los arquitectos de la catedral de Sevilla en la torre-
fachada de la iglesia de Santa María de la Mesa de Utrera –estilísticamente asignada a
Martín de Gainza– y la portada lateral de la parroquia de Real de la Jara –a la que juzga
como una indudable creación de Hernán Ruiz II–.

Tan nefasto como la errada atribución que escandaliza a Alfredo Morales es el


hecho de imputarle a un puñado de hombres la construcción colectiva de una tradición
estética y sistematizada a partir de nombres propios como el del mencionado Juan de
Herrera. Probablemente debamos crédito a una infinidad de aprendices ubicados bajo la
órbita de sus maestros a los que no podemos juzgar como cándidos repetidores de sus
mentores o meras extensiones de ellos. Pero nos resulta tan natural proceder de tal manera
que creemos imposible hacerlo de otro modo. Continuando su relación, Morales espeta:

“…sólo el conocimiento preciso del estilo o lenguaje de los artistas servirá para
clarificar el asunto y para explicar satisfactoriamente las concomitancias y
similitudes o las disparidades y peculiaridades que se aprecian en edificios de
distintas poblaciones, en los que se sabe o se sospecha de la intervención de un
artista concreto” (MORALES, 1991, 75).

Asimismo, solicita prudencia al conceder a un maestro determinados elementos


aislados o amplios sectores edificados en razón de valoraciones tan vetustas como
fortuitas que resultan incongruentes con la cronología de las obras y sus singularidades.
Cabe aquí señalar el análisis cronológico efectuado por Fernando Marías en su
escrito Hacia una historia de los usos arquitectónicos del Renacimiento español. Marías
proponer dar la palabra a la historia con la intención de reconstruir desde su época la
diégesis interna de la arquitectura renacentista, olvidando a historiadores profesionales a
los que recomienda tratar con una «irreverencia sistemática» o «absoluta incredulidad».
Marías invita a dejar «que de la propia historia salga su razón» y ejemplifica su propuesta
dando cita a la obra Palacios, maestro mayor de la catedral de Málaga de María Dolores
Aguilar García. Tras una segunda lectura de este celoso estudio del arquitecto trasmerano,
a Fernando Marías lo asaltan las dudas:

“Se nos demuestra que murió en 1636 y, por lo tanto, se le supone de edad muy
avanzada, dado que sus primeras noticias, de 1569, en Sevilla, lo situarían en
esta fecha con unos 20 años; esto es, habría nacido en torno a 1549 y habría
fallecido con unos 87, cifra bastante excepcional, incluso si la comparamos con
los 82 que vivió otro de sus colegas, reconocido como longevo, Alonso de
Covarrubias, fallecido a los 82, y jubilado a los 77 años por la catedral toledana
por «su antigüedad y vejez»; Díaz de Palacios, sin embargo, permanece al frente
de las obras catedralicias de Málaga hasta 1629, hasta los ochenta. Se nos dice
también que tuvo un hijo, asimismo llamado Pedro, por lo tanto homónimo, que
aparece en 1585 cuando requiere del padre que intervenga en la tasación de una
obra propia, realizada en la villa burgalesa de Badocondes; se asume que, al no
volver a comparecer en documento alguno y no aparecer en ninguno de los
testamentos paternos, debió morir muy poco después” (MARÍAS, 1991, 41).

Marías reflexiona sobre la precocidad de su gran pericia al suplantar a Hernán


Ruiz el Mozo en la dirección de las obras de la catedral de Sevilla en 1569 habiendo
nacido en 1549. Siguiendo su biografía encuentra que en 1588 se le ofrece una
indemnización vitalicia de 300 ducados anuales sin volver a figurar en las cuentas
sevillanas hasta después de 1592. Pedro Díaz de Palacios reaparece en Málaga como
aparejador de su catedral en 1599 y es nombrado maestro mayor con un salario anual de
32 ducados. De acuerdo a los hechos narrados, al ser contratado en 1569 como maestro
mayor de la catedral sevillana contaba, al menos, con la mayoría de edad legal para la
época: unos 25 años. Tendría entonces que haber nacido hacia alrededor de 1544,
trabajado por lo menos hasta los 85 años y fenecido con 92 años de edad. Su hijo, contra-
tado como maestro de cantería en 1585, tendría que haber sido para entonces mayor de
edad, contando con al menos 25 años, habiendo nacido hacia 1560 tras ser engendrado
por su padre a los 16 años de edad. Llegado este punto Marías problematiza:

“Si el hijo tiene que nacer hacia 1560, su padre contaría de 25 a 30 años, lo
normal de un matrimonio, y habría debido nacer entre 1530 y 1535. A su muerte
habría contado con la no despreciable edad de 106 o 101 años y habría trabajado
hasta los 99 o 94, convirtiéndose en un verdadero prodigio de la naturaleza. ¿No
parecería más lógico que nos encontráramos ante dos arquitectos homónimos,
padre e hijo? Uno, maestro mayor de la catedral de Sevilla, habría nacido hacia
1530/35, accedido a la maestría en 1569 y desaparecido en 1592, en torno a los
60 años de edad. El hijo, nacido en torno a 1560, alcanza la maestría malacitana
en 1599, a los 39 y fallece a los 76, dejando de trabajar a los 67. Todas,
evidentemente son fechas aproximadas pero probables en términos generales. El
hijo que solo aparece, con el padre, en 1585, no muere de inmediato, sino que no
reaparece con él porque es el padre el que ha fallecido.” (MARÍAS, 1991, 42).

Bastaría con contrastar la caligrafía del maestro sevillano y la del malacitano para
comprobar esta segunda hipótesis. Concluye entonces que la causa de tal confusión es la
inercia. Es decir, estamos tan acostumbrados a tratar con un único Pedro Díaz de Palacios
que ni siquiera ante una cronológica sugestiva nos planteamos la posibilidad de que se
trate de al menos dos personas con el mismo nombre: un padre y su hijo.

Así, el peso de la costumbre no sólo resulta sumamente significativo durante las


épocas prerrenacentista sino también en los inicios de la Edad Moderna, pese a su
supuesta avidez de novedad. De este modo, tan cierto como el hecho de que la visita de
un maestro de prestigio podía implicar un giro radical en el gusto estético y en el método
de trabajo, es el absurdo mantenimiento de arcaicas fórmulas y sistemas laborales por
aceptación general.

Según Morales son prácticamente nulas las novedades detectadas a lo largo del
1500 (MORALES, 1991, 75) y, aun así, para las innovaciones estéticas acaecidas será
fundamental tanto el intercambio entre la península itálica y la ibérica que conforman la
Hesperia como la influencia en esta última de lo moruno, lo americano y viceversa.
Llegado este punto, Morales plantea también la necesidad de valorar la ornamentación
diciendo:
“…los edificios no se levantaron para mostrar la desnudez de sus paredes, sino
para contener los más diversos objetos y obras artísticas, contribuyendo a la
exacta valoración de los inmuebles, a su enriquecimiento y transformación. Tales
piezas, que podrían agruparse bajo el concepto de decoración, deben ser pues
consideradas como elementos básicos a la hora de estudiar e individualizar cada
uno de los edificios, más allá de los rasgos comunes que puedan derivarse de
consideraciones de carácter tipológico” (MORALES, 1991, 77).

A la propuesta de Morales podemos agregar la apreciación de la funcionalidad de


cada edificación destacada por Vicente Lleo Cañal en Dos líneas de investigación:
contexto social de la arquitectura y los estudios anticuarios en el Renamiento español.
En el mencionado artículo, Lleo Cañal señala lo obvio al decir que cualquiera de los
edificios del Renacimiento español fue realizado para ser usado y sus modificaciones,
reformas y cambios de plan deben ser puestos en relación no tanto con cuestiones
estilísticas concretas sino fundamentalmente con modificaciones en su uso. El problema
que se nos presenta entonces es que no sabemos prácticamente nada acerca de la
funcionalidad de las edificaciones durante el 1500 (LLEO CAÑAL, 1991, 36).

Sin embargo, Lleo Cañal ejemplifica su propuesta analizando el desarrollo de las


escaleras en la arquitectura del Renacimiento español. Afirma que, si bien sucesivos
estudios han aportado precisiones en cuanto a sus tipologías, génesis formal y
precedentes, aún hoy desconocemos las razones que motivaron su desarrollo cuando en
el medioevo prácticamente no existían. Lleo Cañal intuye lo siguiente:

“…el desarrollo de la escalera en el siglo XVI español tuvo que ver con una
modificación de los hábitos domésticos, de las formas de vida. En concreto
habría que ponerla en relación con la creciente tendencia a vivir durante los
meses de invierno al menos (es decir, durante la mayor parte del año) en un piso
alto, siempre más fácil de calentar y más luminosos que las plantas bajas. La
escalera habría venido en consecuencia a ocupar un papel similar al del zaguán
en épocas anteriores; una especie de diafragma entre el espacio más público de
la planta baja y el más privado (siempre relativamente) de la planta alta,
destinado además, por su tamaño y riqueza, a revelar la «calidad» del dueño.
(…) Algunas alusiones en la literatura contemporánea sugieren que el señor de
la casa acudía a recibir a sus huéspedes más distinguidos al pie de la escalera,
lo que le confería un carácter de espacio de representación” (LLEO CAÑAL,
1991, 37).

En consonancia con lo expresado anteriormente por Morales, Lleo Cañal concluye


que sería interesante comprobar si las escaleras recibían alguna ornamentación heráldica,
como tapices o reposteros con las armas familiares, tal y como sucederá posteriormente.
En la vereda opuesta a la funcionalidad ornamental y volviendo al Escorial encontramos
a Unamuno con una cita parafraseada por Delfín Rodríguez Ruiz en su artículo En El
Escorial «murió la arquitectura». Unamuno espeta:

“…nada hay tan difícil como gustar el encanto del desnudo arquitectónico… A
mí por mi parte me ocurre que cuando veo en un edificio un adorno cuya función
arquitectónica no comprendo, se me antoja que está allí para tapas una grieta o
un defecto de construcción.” (RODRÍGUEZ RUIZ, 2002, 315).

De acuerdo con Rodríguez Ruiz, la afirmación de Unamuno viene a colación de


su desentendimiento con Carl Justi, historiador del arte y filósofo alemán especializado
en el Siglo de Oro español, para quien la estética del Escorial resulta de una «aridez
repulsiva». Aún más pasmado deja a Unamuno el hecho de que Justi sostenga semejante
juicio y a la vez admire la belleza de las pirámides de Egipto y de los desiertos. A razón
de esto último, Unamuno agregaba:

“Pero en el paisaje ocurre lo que en la arquitectura: el desnudo es lo último de


que se llega a gozar. Hay quien prefiere una colinita verde…” (RODRÍGUEZ
RUIZ, 2002, 316).

No es de extrañar que durante el período barroco se desprecie al Escorial por su


simplicidad desprovista de ornamento pese a haber sido considerado, desde finales del
1500, como la Octava Maravilla del Mundo tanto por su compleja funcionalidad como
por su valor simbólico. Expresa Rodríguez Ruiz que recién en la década de 1760 se ve
renovado el interés por el edificio renacentista más monumental de toda España. Y todo
parece coincidir:

“…el nuevo clasicismo, de límites y bordes académicos imprecisos, propuesto


como estilo oficial por la monarquía por medio de la Real Academia de Bellas
Artes de San Fernando, y la memoria nacional del monasterio del Escorial se
habían convertido en el contrapunto de lo barroco, de la retórica jesuítica (que
serían expulsados por el propio Carlos III en 1766), de la superstición popular,
de lo «churrigueresco». Los nuevos arquitectos no sólo aspiraban al clasicismo,
sino que parecían ser, en opinión de nuestros más significados ilustrados,
reencarnación del mismísimo Juan de Herrero, de Ventura Rodríguez a Juan de
Villanueva.” (RODRÍGUEZ RUIZ, 2002, 317).

En 1766 el arquitecto antibarroco, racionalista e ilustrado Diego de Villanueva


escribe en su Colección de diferentes papeles críticos sobre todas las partes de
arquitectura: “con los que trabajaron en San Lorenzo de El Escorial, y otras obras murió
la Arquitectura”. Para Rodríguez Ruiz esta afirmación no sólo es un elogio al Escorial y
sus arquitectos sino también una crítica a la arquitectura española posterior y una
reivindicación de la arquitectura herreriana convertida en patrimonio antibarroco dentro
de las academias (RODRÍGUEZ RUIZ, 2002, 317).

Rodríguez Ruiz va más lejos al suponer que las severas críticas que había sufrido
la edificación hasta entonces tenían una directa relación con cuestiones políticas. Tras la
llegada al trono hispano en el año 1700, Felipe V, nuevo rey de la Casa de Borbón y nieto
de Luis XIV, se enfrenta con el modelo histórico de los Habsburgo, teniendo esta disputa
con la Casa de Austria un correlato estético y otro bélico que asegura su permanencia en
la corona española. De acuerdo con Rodríguez Ruiz:

“El motivo de que algo tan representativo y simbólico del arte de la época de los
Austrias pudiera ser objeto de reflexión por parte de una institución foránea sólo
podía ser debido, precisamente, a la presencia en el trono de esa monarquía, la
hispánica, de un rey francés, o, al menos, eso parece lo más lógico”
(RODRÍGUEZ RUIZ, 2002, 318-319).

Luego agrega que, de acuerdo con el historiador del arte Yves Bottineau, entre
julio y agosto de 1703, la Academia francesa estudió el plano y la construcción del
Escorial para concluir con una valoración injusta de su arquitectura, mostrando, según
Bottineau, ignorancia sobre ciertos usos españoles, estrechez mental y falta de interés por
comprender la concepción monumental en su conjunto.

Ahora bien, ¿por qué en 1703 la academia desprecia El Escorial y poco más de
media década después lo rescata para encumbrarlo, sintomáticamente, en lo más alto de
la arquitectura española? Como decíamos al comienzo de este ensayo, hablar de una obra
renacentista implica hablar de un mundo recientemente globalizado en el que se debaten
los límites entre los Estados modernos emergentes, la armonía entre tradiciones culturales
e históricas disímiles y la necesidad de encontrar un fundamento ideológico común que
subsuma las diferencias socioculturales. Ese fundamento ideológico que germina durante
el Renacimiento y madura en el Clasicismo es el nacionalismo y debe convivir con el
universalismo atravesando desavenencias estilísticas.

Para Rodríguez Ruiz, la discusión arquitectónica efectuada por la Academia


francesa plantea una forma peculiar de apropiarse del Escorial: despose a la dinastía de
los Habsburgo de este estandarte convirtiéndolo en «arquitectura nacional»,
desvinculándolo de una dinastía y vinculándolo a la Monarquía Hispana ora conquistada
por la Casa de Borbón (RODRÍGUEZ RUIZ, 2002, 320). La Academia francesa quita a
la Casa de Austria El Escorial y lo convierte en máximo emblema de una invención
nacionalista reciente: el orden arquitectónico español conquistado por un francés. Así lo
expresa Rodríguez Ruiz:

“Es de nuevo, desde Francia, desde donde se pretende inaugurar una tradición
arquitectónica nacional propia de la Monarquía Hispánica. De hecho, ese sexto
orden nacional fue recogido en un tratado español en fecha relativamente
temprana, aunque de su efectiva realización o aplicación en alguna obra no se
tengan noticias.” (RODRÍGUEZ RUIZ, 2002, 321).

En su admirable lucidez, Rodríguez Ruiz destaca la sagacidad de un hurto que


desdibuja connotaciones dinásticas y salomónicas a la par que inscribe al monumento en
las generalidades propias de los debates sobre el clasicismo arquitectónico europeo de los
siglos XVI y XVII (RODRÍGUEZ RUIZ, 2002, 322). De esta forma, nacionalismo y
universalismo se encuentran para disuadir toda singularidad y toda mezcla cultural
mediante la aplastante política homogeneizadora de una voluntad que procura la
dominación cultural. La majestuosidad desnuda acaba por corresponderse con la pompa
nacionalista al convertirse en el carácter más sobresaliente del orden español pese a toda
hibridez histórica.

Como si esto no fuese suficiente, encontramos las extraordinarias vistas del


Escorial realizadas cerca de 1722 por Michel-Ange Houasse. Encargadas por Felipe V,
estos óleos constituyen un documento iconográfico, arquitectónico y plástico innovador,
que no sólo da fe del interés del monarca Borbón por el monasterio sino que además lo
sumerge en el paisaje, acentuando el melancólico silencio que lo ubica al margen del
tiempo. Rodríguez Ruiz profundiza:

“Si, además, tenemos en cuenta que esta serie de pinturas sobre El Escorial iban
acompañadas de otras de los Sitios Reales propios de las Austrias, podríamos
convenir en que la obra de Houasse, al lado de sus cualidades pictóricas,
iconográficas y documentales, aportaba un contenido simbólico a esas
representaciones de tal forma que podían constituir para Felipe V una forma de
reconocimiento de su renovado poder sobre esas casas de la Monarquía
Hispánica, propias ahora de la nueva dinastía de los Borbones.” (RODRÍGUEZ
RUIZ, 2002, 330).

Lisonjero y amante del desnudo arquitectónico, Unamuno compara el Panteón del


Escorial con un «almacén de lencería». Sin duda, este feneciente despojo es hito amatorio
del orden arquitectónico español pero también es mucho más: es fruto de la profusa
mixtura sociocultural que atraviesa y conmueve a la península ibérica. Si la arquitectura
española ha llegado a su fin, esto no puede deberse a la ausencia de riqueza sino a la
quietud silenciosa a la que el nacionalismo la somete pues lo castizo no admite mezcla.

Bibliografía específica

HERRERA, Juan de (1589). Sumario y breve declaración de los diseños y estampas de la Fábrica de San Lorenzo El
Real del Escorial, Madrid: Publ. por viuda de Alonso Gómez, Biblioteca Digital Hispánica.
MORALES, Alfredo J. (1991). “El Renacimiento en la arquitectura”, Príncipe de Viana, Pamplona: Fondo de
Publicaciones del Gobierno de Navarro.
MARÍAS, Fernando (1991). “Hacia una historia de los usos arquitectónicos del Renacimiento español”, Príncipe de
Viana, Pamplona: Fondo de Publicaciones del Gobierno de Navarro.
LLEO CAÑAL, Vicente (1991). “Dos líneas de investigación: contexto social de la arquitectura y los estudios
anticuarios en el Renacimiento español”, Príncipe de Viana, Pamplona: Fondo de Publicaciones del Gobierno de
Navarro.

RODRÍGUEZ RUIZ, Delfín (2002). “En El Escorial «murió la arquitectura»”, El Monasterio del Escorial y la
arquitectura: actas del Simposium, Madrid: Coord. por Francisco J. Campos y Fernández de Sevilla.

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