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UN JUEGO DE AZAR

Bento

¡Recuerdo su rostro tan vivamente!

Era una mañana fría y gris. Por aquellos días, alquilaba un departamento en el centro de la

ciudad. De pie junto a la estufa miraba hacia la calle a través del ventanal. Veía los árboles mecerse

—estremecerse— a causa del viento, que de a soplos los amaba dulcemente. Por entre sus hojas,

que delante de mí se extendían incontables, podía ver a la vecina de en frente, la calva, la fisgona,

alimentando en pijama a unos perros. De las esquinas brotaban impávidos transeúntes —muy

pocos, era sábado— que se evitaban la mirada y en cuyos rostros, sin excepción, podía leerse la

misma ingenua certidumbre: “hoy no moriré”. El asfalto estaba húmedo y brilloso por la lluvia de la

noche anterior. Cada tanto, trinaba un gorrión.

“Tac, tac, tac, tsss...” Un rumor proveniente de la cocina me recordó que había puesto a

calentar un poco de café. El café se había quemado. Lo bebí con fastidio y parsimonia, deseando

postergar infinitamente el momento de salir a la calle. “Otra vez el mismo camino —pensé—, las

mismas casas, las mismas veredas destrozadas por las mismas raíces de los mismos árboles.” Este

trabajo es así: rutinario. Pero lo que en verdad me perturba no es la rutina: es la soledad, el hecho de

que los hombres vivan rehuyéndome, evitándome como a una enfermedad, y ser consciente,

además, de estar atado a ese destino para siempre. Ningún “para siempre” es tolerable. Tarde o

temprano el espíritu se harta y quiere rebelarse, pero todo lo que puede hacer es revolverse en sí

mismo, como un insecto al que le han arrancado las alas. Tiré la taza en la pileta, tomé las llaves y

el abrigo y abandoné el departamento.

Los sueños turbios y el insomnio continuaban multiplicándose y el descanso perdido se

dejaba sentir en mis párpados, que pesaban como si fueran de plomo. Por suerte, el aire fresco me
despabiló un poco. Inicié el recorrido con la esperanza de hallar una víctima pronto. Entonces

recuerdo que pensé en la palabra “víctima” y tuve la impresión de que era un puro decir.

—La víctima —me dije— sólo es tal desde su propio punto de vista. Vos no sos un asesino.

¡Claro que no soy un asesino! No voy a negar que así me sentí al comienzo, pero con el

tiempo aprendí a tomar todo este asunto como un juego, un juego de azar.

—Al fin y al cabo —proseguí—, tu voluntad es como un dado que una mano ciega ha

lanzado al mundo, y ha tocado que vos quieras sin quererlo vos. El azar...

—¡No me vengas con el azar! —respondí—. El azar es una pantomima, una farsa que

montamos ante nosotros mismos cuando preferimos ignorar las verdaderas causas de los hechos.

—¿Qué causas?

—Bah, ¿a quién querés engañar? La gente no se muere porque sí; se muere porque yo. ¡Yo

soy causa!

—¿Vos qué culpa tenés?

—No sé, pero por algo el pasado se empeña en regresar. A veces vuelve en forma de

murmullo, otras como imágenes mordaces. Viene a atormentarme, a devorarme las entrañas.

—¡¿Vos qué culpa tenés?!

Distraído como estaba en esos pensamientos, me desvié de mi ruta habitual y tomé una

angosta callecita, de adoquines gastados y veredas pobladas de malvones, que llegaba hasta un

modesto, casi invisible barcito. Como estaba algo cansado por la caminata, no dudé en entrar a

tomar algo y descansar. La añeja puerta de madera crujió cuando la abrí. Nadie se volvió para mirar.

Me senté en una mesita redonda junto a la ventana y cerca de la puerta; así no desatendería del todo

mi principal objetivo de aquella mañana. Había en el bar otros tres clientes: un hombre de unos

sesenta años, de camisa a rayitas, pantalón marrón claro, lentes gruesos y barba desprolija, que

bebía café y leía el diario; otro hombre, algunos años más joven, rubio y de ojos saltones, bien

vestido, que cada tanto giraba la cabeza en dirección a la ventana, como si esperara a alguien; y una

señora excesivamente arreglada, de labios rojo intenso y aros de perlas grandes, que hojeaba un
catálogo de Avon. Dediqué un momento a contemplarlos, a cada uno minuciosamente, y se me

ocurrió que tal vez no hiciera falta seguir buscando, que alguno de ellos podría ser mi víctima y que

podría volver a casa antes de lo esperado. Debía resolverlo deprisa. Pero movido por el deseo de

evitar mayores tormentos que los que por entonces me afligían, decidí dejar la cuestión, esta vez sí,

en manos del azar. “El primero de los tres que pida la cuenta, ese será”, pensé, y crucé los brazos.

Unos segundos después, con gesto alegre y presuroso, alzó la mano el hombre de ojos

saltones.

—La cuenta, por favor.

¡No! No parecía merecerlo, tampoco estar listo. Pero habría de sostener mi decisión. Sentí

náuseas y me transpiraban las manos; la experiencia no lo salva a uno del vértigo, que surge cada

vez como si fuese la primera. Tragué saliva un par de veces, me puse en pie y me lancé contra su

cuerpo, sin percatarme, a causa del frenesí que me arrastraba, de que su prisa y su alegría tenían un

motivo: una niña pequeña que, habiéndose adelantado a su madre, irrumpía en el bar en ese instante

preciso. Un leve roce de mi cuerpo oscuro contra el suyo inmaculado, bastó para que cayera sin

vida a mis pies. Contemplé su rostro pálido, toda la situación, las lágrimas, el alboroto. Aturdido,

salí a la calle y desanduve cabizbajo el camino hasta el departamento. ¿Qué más podía hacer? En

eso, empezó a llover.

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