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NEOPENTECOSTES: SEGUNDA PARTE

Sin embargo, aunque el tejido de expresiones neopentecostales es más evidente en las comunidades de corte
pentecostal, éste también cobija, poco a poco, al resto de congregaciones evangélicas.[1] Esta penetración se debe
en parte a la ancha y rauda autopista comunicacional y tecnológica que ofrece la aldea global, a la atomización del
mundo evangélico y a su incapacidad de reacción ante las dinámicas sociales, políticas y económicas de nuestro
tiempo.
El neopentecostalismo busca responder, como lo hizo el pentecostalismo de los años 60, a las necesidades
espirituales y materiales de la población latinoamericana. Pero esta vez, ya no desde una crítica a la estructura de
clase existente (Deiros y Mraida, 1994: 75), sino desde el entreguismo al sistema neoliberal, globalizado y
consumista.

El movimiento neopentecostal germina en el marco de crisis económica y endeudamiento, auspiciado por las
políticas neoliberales que adoptan los países de la región. El principio de libre mercado impregna de una nueva
lógica las relaciones sociales, entre las que se encuentra el campo religioso y dónde el pensamiento neopentecostal
es el mejor alineado al sistema.

Como consecuencia, un elemento distintivo del movimiento neopentecostal es su práctica financiera-empresarial,


basada en su teología de la prosperidad. Bajo este paradigma, la liturgia es comercializada de la misma forma que
cualquier otro bien o servicio, recurriendo a planificadas tácticas de marketing religioso. Se da una nueva
significación a la riqueza, el consumo y el trabajo; pues ya no son observadas como cosas terrenales que desvían
de la fe, sino como evidencias de la bendición de Dios (Mansilla, 2007). El recurso monetario resulta un medio de
intercambio para el pago de favores divinos, dando lugar a una fusión dinámica entre la fe y el dinero.

La convivencia del fenómeno neopentecostal con la estructura económica-social de las últimas décadas, en sí nos
habla de la necesidad de respuestas que exige el sujeto latinoamericano ante los problemas que emana la región.
Una modernidad compleja, donde persisten altos niveles de desigualdad (el 10% más rico de la población recibe el
32% de los ingresos totales, mientras que el 40% más pobre recibe solo el 15%) y pobreza (168 millones de
personas pobres, de las cuales 66 millones son indigentes) (Cepal, 2013).

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