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Rincón literario 51

La Historia del Señor


Som mer
Sommer

Patrick Süskind nació en 1949 en la


localidad bávara de Ambach, Alemania.
Su primera novela, El perfume (Seix
Barral, 1985), le valió la inmediata
notoriedad mundial.
El relato que traemos hoy a nuestra
revista corresponde a un cuento ilustrado
por el conocido dibujante Sempé.

Patrick Süskind ta y, traqueteando por un sende- alta tensión de cien mil voltios sin asidero, subía casi con tanta faci-
Editorial. Seix Barral - ro, salí al camino de la escuela en que te pasara nada, si no tienes lidad como por una escala y no
Biblioteca Breve dirección a la caseta del transfor- neutro». Eso decía mi hermano. paré hasta que sobre mí empezó
mador. Allí estaba el árbol más Pero a mí aquello de la electrici- a brillar la luz a través de las ra-
Una vez tomada la decisión, me alto que yo conocía, un gigantes- dad me parecía muy complicado. mas y el tronco se hizo más fino y
sentí aliviado. La sola idea de que co abeto rojo. Treparía a aquel Para empezar, no sabía lo que era flexible. Todavía no había llega-
no tenía más que «abandonar este árbol y me tiraría desde lo alto. un neutro. No; lo mío no podía do a la copa, pero cuando miré
mundo» - como delicadamente Nunca se me hubiera ocurrido otra ser más que tirarme desde lo alto abajo por primera vez, no pude
decían algunos- para librarme de muerte. Yo sabía que uno también de un árbol. Tenía experiencia en ver el suelo sino una especie de
una vez por todas de sus injusti- puede ahogarse, clavarse un cu- caídas. La caída no me asustaba. alfombra verde y marrón tejida de
cias y marranadas, resultaba ex- chillo, ahorcarse asfixiarse o elec- Para mí, era la mejor manera de ramas, agujas y piñas que se ex-
trañamente consolodora y trocutarse; esta última modalidad «abandonar este mundo». tendía a mis pies. Imposible saltar
liberadora. Cesó mi llanto y se me la había explicado mi herma- Dejé la bicicleta apoyada en la desde aquí. Sería como saltar des-
calmaron mis temblores. En el no una vez in extenso. «Pero para caseta del transformador y me abrí de encima de las nubes sobre un
mundo volvía a haber esperanza. eso necesitas un nuetro -me dijo-. paso por entre los arbustos hasta lecho de falsa solidez, con poste-
Pero tenía que ser en seguida. Ya. Es esencial; sin neutro, imposible, el abeto rojo. Era ya tan viejo que rior caída en lo desconocido. Pero
Antes de que cambiara de idea. o todos los pájaros que se paran no tenía ramas bajas y tuve que no, no quería caer en lo descono-
Me encaramé a los pedales y en los cables de la electricidad empezar por trepar a un abeto más cido. Yo quería ver dónde y cómo
me alejé. Al llegar al centro de caerían muertos, y no se mueren. bajo que estaba al lado y pasar de caía. La mía tenía que ser una
Obernsee, no tomé el camino de ¿Y por qué no?. Pues porque no rama en rama. Luego, todo fue caída libre según las leyes de
mi casa sino que torcí a la dere- tienen neutro. Tú, en teoría, has- fácil. Con aquellas ramas tan re- Galileo Galilei. Por lo tanto, bajé
cha, crucé el bosque, subí la cues- ta podrías colgarte de un cable de sistentes, que ofrecían tan buen hasta la zona oscura, abrazado al

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tronco y mirando abajo en busca la capilla ardiente hasta el ban- poco, decidí contar con los ojos bocadillo y una cantimplora, em-
de hueco para una caída libre. Un quete fúnebre, en el que se me cerrados, soltarme al decir «tres» pezaba a comer, a devorar, a en-
par de ramas más abajo lo encon- haría un fabuloso panegírico, y yo y no abrirlos hasta que empezara gullir el pan, y a cada bocado
tré: un hueco ideal, profundo mismo me emocioné de tal modo la caída. Cerré los ojos y conté: miraba en derredor con descon-
como un pozo, perpendicular has- que, aunque no llegué a llorar, se «uno.. dos...» fianza, como si en el bosque ace-
ta el suelo, donde las nudosas raí- me humedecieron los ojos. Sería Entonces oí unos golpes. Ve- charan enemigos, como si tras él
ces del árbol garantizaban un gol- el entierro más hermoso que se nían de la carretera. Eran unos viniera un temible perseguidor al
pe seco y mortal de inmediato. hubiera visto en nuestra región y, golpes secos, acompasados, «tac- que sólo había sacado una venta-
Pero tendría que separarme un al cabo de los años, todavía se ha- tac-tac-tac», que sonaban a un rit- ja efímera y que, en cualquier
poco del tronco, deslizándome blaría de él con admiración.... Lás- mo dos veces más rápido que mi momento, podía aparecer allí, en
por la rama hacia fuera antes de tima que yo no pudiera tomar par- cuenta: un «tac» con el «uno», aquel lugar. A los pocos instanes
saltar, para poder caer sin obstá- te en él, porque estaría muerto. otro «tac» entre el «uno» y el se había comido el bocadillo, be-
culos. Desgraciadamente esto era segu- «dos», otro con el «dos», otro en- bió un trago y, siempre con aque-
Lentamente, me puse de rodi- ro. En mi entierro tenía que estar tre el «dos» y el inminente «tres» lla prisa frenética, como hostiga-
llas, me senté en la rama, me apo- muerto. No podía conseguir las -lo mismo que el metrónomo de do por el pánico, se dispuso a mar-
yé en el tronco y recapacité. Has- dos cosas: vengarme del mundo y la señorita Funkel: «Tac-tac-tac- charse; guardó la cantimplora y,
ta aquel momento no había teni- seguir en el mundo. ¡Pues la ven- tac.» Era como si aquellos golpes mientras se ponía en pie, se colgó
do ocasión de reflexionar sobre lo ganza!. se burlaran de mi cuenta. Abrí los la mochila a la espalda, y con el
que iba a hacer, preocupado Me separé del tronco del abe- ojos, y al instante cesaron los gol- mismo movimiento cogió el bas-
como estaba por la ejecución del to. Lentamente, centímetro a cen- pes. En su lugar sólo se oyó un tón y el sombrero y, de prisa, ja-
acto en sí. Pero ahora, antes del tímetro, me fui hacia fuera, apo- roce, un crepitar de ramas, un ja- deando, echó a andar por entre
instante decisivo, volvían a arre- yándome en el tronco y dándome deo fuerte, como de un animal; los arbustos con un murmullo de
molinarse los pensamientos y yo, impulso al mismo tiempo con la y, de pronto, debajo de mí apare- hojas, un crujido de ramas y, des-
tras maldecir una vez más el mun- mano derecha y asiendo con la ció el señor Sommer, treinta me- pués, ya en la carretera, los gol-
do cruel y a todos sus habitantes, izquierda la rama en la que esta- tros más abajo, en la vertical, de pes del bastón en el asfalto,
me puse a pensar en el entraña- ba sentado. Llegó el momento en manera que, al saltar, no me hu- acompasados, con cadencia de
ble acto de mi entierro. ¡Oh, sería el que ya no tocaba el tronco más biera matado yo solo, sino tam- metrónomo: «tac-tac-tac-tac-
un entierro precioso!. Repicarían que con la yema de los dedos... bién a él. Me así con fuerza a mi tac...», que se alejaban rápida-
las campanas, sonaría el órgano, y, luego, ni eso.... y entonces me rama y me quedé quieto. mente.
el cementerio de Obernsee no quedé sentado sin apoyo lateral, El señor Sommer estaba inmó- Yo me quedé sentado en la
podría acoger a tanta gente. Yo agarrado a la rama con las dos vil, jadeando. Cuando su respira- rama, apoyando fuertemente la
estaría en un lecho de flores, en manos, libre como un pájaro y con ción se sosegó un poco, la contu- espalda en el tronco del abeto -
un ataúd de cristal tirado por un el vacío a mis pies. Miré abajo con vo bruscamente y movió la cabe- no sé cómo había vuelto hasta allí.
caballo negro, y a mi alrededor precaución, calculé que la distan- za espasmódicamente hacia todos Estaba temblando. Tenía frío. De
todo sería llanto. Llorarían mis cia hasta el suelo era como de tres los lados, sin duda, para escuchar. pronto, se me había quitado el
padres, llorarían mis hermanos, veces la altura del tejado de nues- Luego, se agachó y miró hacia la deseo de saltar. Me parecía ridí-
llorarían los niños de la clase, llo- tra casa, y el tejado de nuestra casa izquierda por debajo de los arbus- culo. No comprendía cómo podía
rarían la señora Hartlaub y la se- estaba a diez metros. Es decir, tos, hacia la derecha, por entre los habérseme ocurrido una idea tan
ñorita Funkel, parientes y amigos treinta metros. Según las leyes de troncos, se deslizó como un indio tonta: ¡suicidarme por un moco!.
habrían venido de lejos para llo- Galileo Galilei, ello significaba alrededor del árbol y volvió a que- Porque ahora acababa de ver a un
rar y todos se darían golpes en el que el tiempo de la caída sería darse en el mismo sitio, miró y hombre que estaba huyendo con-
pecho y lanzarían gritos plañide- exactamene de 2,4730986 segun- escuchó una vez más en derredor tinuamente de la muerte.
ros: «¡Ay, nosotros tenemos la dos, 1 por lo que chocaría contra (¡pero no hacia arriba!), y cuando
culpa de que este ser querido e el suelo a una velocidad de 87,34 se hubo cerciorado de que nadie 1
¡Descontando la resistencia del
incomparable ya no esté con no- kilómetros por hora.2 le seguía y de que no había nadie aire!
sotros! ¡Ay! ¡Si le hubiéramos tra- Estuve mucho rato mirando ha- cerca de allí, con tres rápidos 2
Naturalmente, no saqué siete
tado mejor, si no hubiéramos sido cia abajo. El vacío atraía. Era una movimientos soltó el bastón, se decimales mientras estaba senta-
tan malos e injustos con él, toda- tentación. Parecía decir «¡ven, quitó el sombrero de paja y la mo- do en la rama, sino mucho des-
vía viviría, este ser tan bueno y ven!». Era como si tirara de unos chila y se tendió entre las raíces, pués, con ayuda de una calcula-
tan dulce, este ser único y queri- hilos invisibles, «¡ven, ven!». Y era en el suelo del bosque, como en dora de bolsillo. En aquella épo-
do!». Y, al borde de mi tumba, fácil. Facilísimo. Sólo con incli- una cama. Pero en aquella cama ca sólo conocía de oídas las leyes
estaría Carolina Kückelmann, que nar un poco el cuerpo hacia de- no descansaba. Apenas se echó, de la caída, no con su significado
me lanzaría un ramo de flores y lante, perdería el equilibrio y ya lanzó un suspiro largo y estreme- exacto ni sus fórmulas matemáti-
una última mirada y diría lloran- estaría.... «¡ven, ven!». cedor. No; no era un suspiro, por- cas. Mis cálculos de entonces se
do con su voz ronca y dolorida: ¡Sí! ¡Allá voy! ¡Es que todavía que en un suspiro se aprecia el limitaron a la estimación de la al-
«¡Ay, querido mío! ¡Ser incompa- no puedo decidir cuándo! ¡No sé alivio, era más bien un gemido, tura de la caída y a la suposición,
rable! ¡Si aquel lunes hubiera ido el momento! No puedo decir: un sonido profundo, quejumbro- apoyada en varias experiencias
contigo!». «¡Ahora! ¡Ahora salto!». so, en el que se mezclaban la des- personales, de que el tiempo de
¡Maravillosas fantasías! Yo me Decidí contar hasta tres, como esperación y el ansia de consue- caída sería relativamente largo y
abandonaba a ellas, e introducía cuando hacíamos carreras o nos lo. Otra vez, el mismo sonido es- la violencia del choque muy gran-
variaciones en el entierro, desde zambullíamos en el agua y, al de- calofriante, aquel quejido supli- de.
cir «tres», dejarme caer. Aspiré y cante, como el de un enfermo
conté: atormentado por el dolor, y tam-
- Uno... dos... -Entonces me in- poco ahora hubo alivio, ni sosie-
terrumpí otra vez porque no sabía go, ni un segundo de paz, sino
si saltar con los ojos abiertos o que ya volvía a levantarse, cogía
cerrados. Después de pensarlo un la mochila, sacaba bruscamente el

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