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INTRODUCCIÓN 6
4. CONCLUSIONES 23
BIBLIOGRAFÍA 24
INTRODUCCIÓN
NTRODUCCIÓN
E
n el marco del diseño del Programa de Intervención de Salud Mental en zonas
afectadas por Violencia Política, el presente documento explora algunas nociones
fundamentales, describe experiencias interculturales en servicios de salud, esboza
una agenda intercultural en salud mental y sugiere algunas competencias que podrían ser
desarrolladas por el personal de salud en el marco del Programa de Intervención de Salud
Mental en Zonas afectadas por Violencia Política para implementar una respuesta intercultural
a las secuelas de la violencia política en el país.
S
iguiendo como hilo conductor la descripción que hace Tubino (2002) sobre la evolución
del papel de la cultura en las políticas educativas de América Latina, en este acápite
esbozaré a grandes rasgos cómo los proyectos sociales y los Estados han lidiado con la
diversidad cultural. Es importante que cómo país conozcamos los discursos por los que hemos
transitado y que siguen determinando nuestros problemas y posibilidades. La presentación organizada
en orden histórico no debería entenderse como fases que se han ido cancelando, sino como telón
de fondo a partir del cuál podremos preguntarnos más delante de manera específica cómo se ha
dado el reconocimiento progresivo de la cultura en salud pública y cuál paradigma es el dominante
hoy.
Antes de la Ilustración en el siglo XVIII, las sociedades jerárquicas y coloniales se regían por el
principio de la simetría ontológica del cual se deducía una teoría de la diferenciación natural que
colocaba los privilegios sociales entre grupos (clases, grupos étnicos, géneros, etc.) en el orden de
lo natural, y por lo tanto legitimaba la discriminación política explícita. Esta era en efecto la agenda
colonial latinoamericana que no se quebró luego de la independencia. Durante la colonia la teoría de
diferenciación natural planteaba regímenes de ciudadanía restringida para los grupos indígenas
(República de Indias y República de Españoles), argumentando entre otras cosas su inferioridad
racial, y políticas dirigidas a que los grupos subalternos interioricen como natural una ciudadanía de
segunda clase, y con esto, una autoimagen negativa de automenosprecio y aprecio del colonizador.
Con la Ilustración en el siglo XVIII las aspiraciones de respeto a las diferencias, equidad social y
solidaridad humana, toman cuerpo en el dualismo ilustrado (esencialista y universalista) y en el
proyecto liberal de dignidad igualitaria. Los Estados Nación modernos democráticos y liberales
plantean entonces políticas igualitarias e ‘inclusivas’1, pero homogeneizadoras. Grupos subalternos
pueden acceder a la ciudadanía siempre y cuando se asimilen, desaprendan su lengua y su cultura
de origen. Se amplían entonces los servicios públicos (educación, salud, etc.) pero se estructuran a
partir de preferencias e imaginarios de las élites blancas europeizantes occidentales: la escuela y
los servicios de salud, por ejemplo, excluyen la lengua y los conocimientos de los grupos indígenas
y campesinos.
Las políticas ilustradas siguieron siendo excluyentes pues la ideología liberal obscurecía el hecho
que los Estados no eran neutros culturalmente sino que estaban comprometidos con una élite y
cultura hegemónica que definía «lo nacional» y colonizaba la subjetividad- imaginario, conocimiento
y memoria- de las culturas subalternas que podían ejercer su ciudadanía sólo en la medida en que
se uniformizaban y asimilaban. Quedaban así planteadas las políticas de discriminación implícita.
1
En el sentido de la búsqueda por ampliar la cobertura de los servicios públicos.
La interculturalidad en cambio suponía que los diferentes grupos culturales no eran entidades
cerradas ya constituidas, sino que se constituyen y reconstituyen como tales en su interacción
mutua, «enfatizando la noción de proceso, ubicándose en la historia y sorteando los
esencialismos, avanzando de la mera tolerancia a la posibilidad de enriquecimiento mutuo
entre diferentes cada vez más conectados por la globalización» (Degregori 2000:61). Frente a
una lectura dicotómica de la realidad típicamente multicultural -dominación-resistencia, vencedor-
vecido, destrucción-sobrevivencias-, la interculturalidad plantea la existencia de espacios de
reconocimiento, encuentros y conciliaciones entre sujetos heterogéneos.
Y aquí es importante diferenciar como lo hace Fuller entre la interculturalidad como situación de
hecho y la interculturalidad como principio normativo (Fuler 2002:10). Mientras la interculturalidad
como situación plantea que en la mayoría de Estados Nación coexisten culturas diferentes que
pueden vivir armónicamente o, como en el caso del Perú y América Latina, se rechazan y
discriminan; la interculturalidad como principio normativo resulta de una propuesta ética y política
que busca tanto ventilar los discursos y prácticas discriminatorias que han marginado pueblos,
culturas y grupos étnicos dentro del mismo Estado-Nación como perfeccionar el concepto de
ciudadanía para incluir los derechos culturales de los grupos subalternos: culturas, grupos étnicos,
pueblos indígenas.
La interculturalidad requiere de diálogo, pero de diálogo efectivo; lo que supone que «se
dejará amplio espacio para que cada pueblo, grupo étnico o cultura pueda ejercer el derecho
de trasmitir y reproducir sus tradiciones y formas de vida. Es decir busca generar espacios
de deliberación y acuerdo en el que no existan ‘minorías’ excluidas de representación, opinión
y capacidad de decisión en los ámbitos de administración del poder» (Fuller 2002:11) En
este sentido, la interculturalidad enfrenta el doble reto de la equidad y el reconocimiento
(Fraser 1997 citado por Fuller 2002). ¿Es posible implementar políticas interculturales en
sociedades tan inequitativas como el Perú? ¿Es posible implementar políticas interculturales
de salud sin garantizar espacios de deliberación y acuerdo que permitan un diálogo entre
iguales? Toda política intercultural debería cuestionar las hegemonías culturales y las
situaciones de discriminación cultural, para garantizar que el préstamo y el cambio provengan
de la apropiación crítica y no de la coacción hegemónica. La interculturalidad sólo puede
hacerse realidad entre ciudadanos de iguales derechos y en condiciones equitativas.
Antes de los años 50 se concebían las intervenciones de cambio social y desarrollo a partir de
dos premisas etnocéntricas (Massé 1995). La primera suponía que la única medicina curativa y
preventiva valedera era la occidental; y la segunda suponía que las personas de países en vías
de desarrollo reconocerían inmediatamente los méritos y las ventajas de la medicina occidental.
En esta perspectiva, los beneficiarios eran concebidos como ‘recipientes vacíos’ (Polgar 1963)
que bastaba llenar con conocimientos científicos para ‘ser modernizados’ y alcanzar el desarrollo,
desconociéndose así la existencia de saberes locales significativos. La intervenciones de salud
pública entonces se entendían como una forma de misionariado tradicional ingenuo destinado a
‘compartir la buena nueva’ con poblaciones ‘ignorantes’ (Massé 1995).
En efecto, en los 70’ se construyeron modelos ecológicos y sistémicos destinados a dar cuenta
de la manera como opera la relación entre parámetros biológicos, ambientales y culturales; y
poco a poco los estudios epidemiológicos empezaron a considerar factores como los hábitos de
vida o las representaciones socioculturales (Corin 1990:48). Esta nueva perspectiva se concretó
en Alma Ata y en la corriente de medicina social y preventiva, que dio la misma importancia a la
prevención y al tratamiento, y ubicó su quehacer tanto en el cambio de hábitos de vida como en el
mejoramiento del ambiente material (Corin 1990:48).
Hoy queda claro que cualquier intervención que busca cambiar comportamientos compite con
prácticas ancladas en la tradición y con valores profundos de grupo; y que en este sentido, toda
transferencia de conocimientos implica una relación conflictiva con la población beneficiaria (Massé,
1995:59). Aún así, no es fácil para los proyectos de salud y de desarrollo en general trabajar con
un marco conceptual que conciba los objetivos de la intervención en términos de un intercambio
cultural. Incluso, si se reconocen las características culturales locales, éstas se suelen considerar
en términos de «barreras», es decir, sólo en cuanto obstáculo al desarrollo (p.ej. obstáculos a la
ampliación de oberturas sanitarias); y no como recursos potenciales o parte de los derechos
ciudadanos.
Dicho esto, cabe señalar sin embargo que la inclusión de la perspectiva intercultural como
enfoque en salud fue instrumental y se hizo a costa de su poder para reivindicar derechos
y ciudadanía en salud. Desde esta perspectiva, la década de investigaciones e intervenciones
no significó un cambio sustantivo en la provisión formal de servicios salud. Mientras de un
lado, hubo muchísimas investigaciones sobre modelos explicativos populares, la inclusión
de las perspectivas de los usuarios para evaluar la calidad de atención se dio bajo una
lógica instrumental que podríamos frasear de manera estereotipada como: «tratemos bien
al(a) usuario(a) ignorante (calidez-trato) para que venga y cumpla con recomendaciones
sanitarias definidas por los que sí sabemos (calidad-competencia técnica)».
Estas reflexiones nos ayudan a comprender por qué la perspectiva de derechos ha calado
menos en el sector y han sido incluidas en la agenda de investigación y acción pública de
manera más utilitaria, formal o precaria. A nivel del sistema sanitario, estos enfoques plantean
un cambio paradigmático y a nivel de los actores, ellos no han podido ser domesticados,
traducidos y apropiados por los decisores (ni por investigadores/as, prestadores/as o
población) en la medida en que al competir con valores arraigados, exigen algún nivel de
quiebre de la experiencia o el sentido común. ¿Cómo implementar entonces iniciativas
que eviten que la identidad étnica o cultural de una persona constituya una barrera para el
acceso y oportunidad a una atención de calidad en salud mental?
2
Esto no condice en nada el compromiso y vocación del personal de salud. No intento por supuesto calificar la
sinceridad del quehacer en salud. Quiero más bien hacer evidente los horizontes culturales que enmarcan nuestra
labor y señalar que éste está enraizado en valores que compiten con el discurso de ciudadanía. Me gustaría llamar
la atención sobre la relación entre las actitudes misionales y las estructuras clientelares del aparato sanitario
peruano.
He optado por describir las temáticas que considero fundamentales para reflexionar sobre la
interculturalidad en salud, y específicamente para la atención de salud mental a poblaciones
afectadas por la violencia política en el país. El balance siguiente no pretende ser un estado del
arte en la cuestión de salud mental intercultural, sino establecer nociones e identificar discursos y
experiencias que podrían ser útiles para el diseño del programa de intervención de salud mental
en zonas afectadas por violencia política.
Entre las premisas ideológicas más cuestionadas de la ‘oferta’ dominante en salud, diversos
estudiosos coinciden en señalar los límites de positivismo y del modelo biomédico tradicional.
Los métodos diagnósticos modernos, al afinar los sistema clasificatorios y reforzar su carácter
objetivo, han profundizado lo que la historia de la medicina después del siglo XVIII explica
como el creciente desarrollo de esta disciplina como ciencia positiva. Según este paradigma,
la enfermedad es aprehendida como una entidad conceptualmente aislable del individuo que
la sufre, que puede dar lugar a una serie de observaciones y medidas objetivas. Siendo así, la
principal tarea interpretativa del clínico sería decodificar las quejas de los pacientes en términos
de los referentes somáticos ocultos, de manera que la experiencia desordenada, comunicada
a través del lenguaje caótico de la cultura (‘quejas’), sea domesticada e interpretada a la luz de
una fisiología ordenada a la que sí se puede aplicar un tratamiento racional.
Desde esta perspectiva las enfermedades no tienen un curso natural, es decir, no son simples
condiciones biológicas, cuya manifestación sería influenciada por las creencias relativas a la
salud o por comportamientos en respuesta a la enfermedad. La enfermedad es social y cultural
en su esencia. Las características las más esenciales de la experiencia personal, el curso de la
enfermedad así como su previsible evolución están mediadas por el contexto social y las
significaciones locales (Good 1994).
Lo señalado antes parte de una comprensión ‘constitutiva’ de la cultura (Geertz 1976). Esta
sostiene que los problemas de salud no son nunca reducibles a las realidades objetivas sino
que la manera de percibirlos y de interpretarlos esta mediada tanto por el conjunto de
percepciones, normas y valores que definen y dan forma a las experiencias individuales y
colectivas en un medio particular, así como también por la dinámica de relaciones sociales
«Imaginemos que la psiquiatría asiática domina el mundo y que existe un bien conocido
síndrome caracterizado por cansancio excesivo, pérdida de interés y preocupaciones
somáticas intensas, asociado a la idea de que hay una pérdida de interés y preocupaciones
somáticas intensas, asociado a la idea de que hay una pérdida progresiva de semen y
con él de la energía vital. A este síndrome se le llama Dhat. Tras diseñar un estudio para
la detección de Dhat y validarlo para lectores anglófonos, el cuestionario se administra
en Estados Unidos. Aunque encontráramos un 1% de personas que cumplieran criterios
del Dhat, ¿podríamos afirmar que el Dhat es universal y que tiene una determinada
prevalencia en los EUA? Evidentemente no y hacerlo sería cometer una falacia
categórica».
Es en este mismo sentido que Mollica et al. (1992) refiere que si bien los criterios del
Síndrome de Estrés Post Traumático (SEPT) pueden encontrarse en diferentes culturas,
un núcleo central universal queda aún por ser establecido (Mollica et al. 1992:111).
Numerosas investigaciones establecen que no hay una relación linear simple entre
experiencia social (violencia), estados emocionales individuales (tristeza, ira, etc.) y
resultados verificables en categorías diagnósticas (SEPT). Se sabe también que la
experiencia de sufrimiento se expresa en idiomas locales de aflicción: signos, síntomas
y a veces categorías discretas de enfermedad que se articulan en malestares que pueden
no ser equivalentes a las enfermedades bio-médicas.
Existen una serie de modelos de atención de salud mental que han buscado ofrecer servicios
apropiados y accesibles culturalmente tomando en cuenta aspectos mencionados en los
acápites anteriores. Estos van desde clínicas o servicios de salud mental etnoespecíficos
como la Clínica de Salud Mental para Refugiados Indochinos (Kinzie et al. 1980), y la
utilización de de intermediarios culturales y traductores especialmente entrenados en salud
mental, al entrenamiento de clínicos en competencias culturales genéricas. (Kirmayer et
al.s/f: 5).
• «Que el traductor hable en primera persona como si fuera el otro (no decir «él
dice que cuando estaba en la casa…» sino «»yo estaba en la casa cuando…»)
• Que el traductor sienta empatía hacia el paciente, pero sin que ello le lleve a
intervenir en el tratamiento. Es aconsejable que se conozcan, que se tomen un
café y que hablen entre ellos unos minutos antes de la entrevista.
• Que el traductor tenga una formación básica (por ejemplo situaciones del país,
tipos de leyes, modos de tortura si las hay, contexto político, posibles síntomas/
respuestas que pueden aparecer…)
• Evitar si es posible que los familiares actúen de traductores, para que la discusión
no siga luego en casa o para que no interfieran elementos de censura o
potenciación que no controlamos» (Pérez 2004:166)
Una de los primeros en proponer una metodología de negociación cultural fue Kleinman
(1980), quien sostiene que la única forma de lograr un acto terapéutico eficaz es a
través del intercambio de modelos explicativos y la reducción de las brechas entre el
clínico y el paciente; insertando así la propuesta de recuperación en la vida simbólica
y cultural del enfermo, y en la significancia, aceptabilidad y satisfacción de clínicos y
pacientes. Kleinman define los modelos explicativos como el conjunto de creencias o
concepciones destinadas a explicar un episodio de enfermedad en función de su
etiología, el momento y la modalidad de la manifestación de síntomas, la patofisiología,
la evolución de la enfermedad y su tratamiento. Según él, pregúntandose por este
conjunto temático se puede acceder a la significación que tiene para todos aquellos
involucrados en el proceso, un episodio de enfermedad y su tratamiento. Para
garantizar el diálogo intercultural, el clínico debería preguntar a los pacientes por sus
modelos explicativos de manera de construir ‘puentes’ frente a desencuentros entre
los modelos profesionales y populares (ver Cuadro Nº2). Kleinman propone también
que este diálogo entre modelos explicativos se puede dar incluso considerando que
los modelos explicativos de pacientes y clínicos difieren en poder analítico, nivel de
abstracción, articulación lógica e idiomas de expresión de malestar.
Otros esfuerzos de validación y negociación cultural son los planteados por Berlin y
Fowkes (1998) que señalan que el éxito de la comunicación intercultural depende de
5 elementos: «escuchar, explicar, reconocer, recomendar y negociar»; y el de Pérez
(2004) que revisa los puntos típicos de desencuentro cultural y previenen sobre las
diversas significaciones que pueden tener durante el intercambio terapéutico como
el silencio, la sonrisa, la mirada directa, el tiempo, el sentido del humor, el concepto
de verdad el olor corporal y la conversación intima (Pérez 2004:163-164).
Este modelo utiliza recursos de apoyo y gente de las comunidades como mediadores
culturales. Ellos pueden ser profesionales, terapeutas tradicionales, personas
mayores o personas apoyo que tradicionalmente han tenido que ver con los
problemas de salud mental y tienen legitimidad y autoridad. A diferencia del traductor,
el mediador cultural «hace una interpretación, sitúa las palabras en el contexto
cultural, ayuda en la entrevista o asume directamente parte de la misma, y da su
opinión en la formulación del caso y en la propuesta de soluciones acorde con la
cultura» (Pérez 2004:141).
Una variante de este modelo son los servicios de consulta cultural de referencia
como el del Jewish General Hospital (JGH), del Montreal Children’s Hospital (MCH)
y el Hopital Jean-Talon (HJT), tres iniciativas en Montreal Canadá (Kirmayer et al. s/
f). Estos servicios fundan su práctica en perspectivas teóricas diversas: cognitivo
conductual, terapia sistémica y una mezcla de psiquiatría convencional con
antropología médica (JGH); modelos etnopsicoanalíticos de la escuela francesa de
Devereux y Nathan (HJT, Nathan 1986, 1995, Barriguete et al. s/f); y modelos plurales
y flexibles más bien comunitarios (MCH). Mientras en el HJT es un grupo multicultural
de clínicos y personas los que tratan al paciente; los otros dos servicios atienden
tanto pacientes como clínicos, profesores, trabajadores sociales, etc., que deciden
hacer una consulta cultural para precisar el diagnóstico, evaluar la severidad, el
nivel de discapacidad, el grado de apoyo social y el nivel de estresores, la prognosis
o las modalidades terapéuticas más adecuadas. En ambos servicios los consultores
culturales pueden ser profesionales de la salud, científicos sociales y personas con
un experstisse cultural y lingüístico especial. Ellos hacen una evaluación cultural
tanto del paciente como del clínico tratante según protocolos establecidos y llevan
los casos a un grupo de discusión antes de formular recomendaciones. Una variante
de este modelo plantea la organización de servicios especializados: clínicas para
grupos étnicos particulares (Cheung y Snowden 1990, Kinzie et.al 1980, Mason et
al. 1996, Primm et al. 1996, Sue et al 1991, citados por Kirmayer et al.s/f: 6).
Los modelos de atención de salud mental que han buscado ofrecer servicios apropiados
y accesibles culturalmente antes descritos tienen la dificultad de no incorporar de
manera explícita cómo trabajan el carácter subalterno de los grupos a los que sirven.
He querido en este sentido terminar este acápite con algunas reflexiones en torno a
las implicancias del colonialismo, el racismo y la subalteridad en la salud mental de
las poblaciones; y los retos que esta realidad plantea a los servicios de salud,
particularmente aquellos que atienden a poblaciones indígenas.
¿Qué es lo que hace que un grupo humano se defina (o sea definido) como indígena?
La gran diversidad lingüística, de valores, estilos de vida y perspectivas existentes
entre grupos ‘indígenas’ hace problemático el agruparlas bajo una misma categoría
de ‘indígenas’. En el mismo sentido, y a pesar de los mitos de un pasado atemporal y
de una continuidad cultural, las tradiciones ‘auténticas’ son el fruto de una constante
evolución e intercambio cultural (Fuller 1992, Romero 1999), que reconstruye,
resignifica, recrea y reinventa identidades étnicas y culturales respondiendo a
situaciones presentes (Roosens 1989). Esto nos confronta con el carácter construido
de la noción de indígena y con la inconveniencia de pensar una política intercultural a
partir de una visión dicotómica de lo indígena y lo occidental, o de fronteras y
marcadores étnicos bien definidos (lengua, localidad, etc.).
«En un país fuertemente fragmentado no sólo por las brechas económicas, sociales,
étnicas y regionales, donde el racismo antiindígena construye escalas de humanidad
diferenciales, según las cuales los indios no son tan humanos como los otros
peruanos, no existe conciencia generalizada de que la desaparición forzada de miles
y la matanza de decenas de miles de personas constituya una tragedia
nacional»(Manrique 2002).
Manrique (1999) sugiere que ‘la cuestión étnica y racial’ ha acompañado los conflictos
y la violencia en el Perú durante toda la historia republicana; y argumenta en contra
de la ideología hegemónica de ‘mestizaje’, según la cual a través de un largo proceso
de mezcla biológica y cultural entre razas, el racismo habría desaparecido. Como lo
señala la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), si bien la violencia política
en el país no puede ser considerada como un conflicto racial o étnico en el sentido
que ni Sendero Luminoso ni el MRTA o la Fuerzas Armadas asumieron motivaciones,
ideología o demandas étnicas explícitas; las diferencias étnicas y raciales jugaron
un papel importante generando imágenes y prácticas discriminatorias que
acompañaron asesinatos, torturas y violaciones durante todo el proceso (CVR 2004).
Los testimonios recogidos por la CVR revelan cómo el uso vejatorio, denigrante e
insultante de palabras como ‘indio’, ‘cholo’, ‘serrano’ y ‘chuto’ por Sendero Luminoso,
los Comités de Autodefensa y los militares acompañaron siempre la violencia física,
«evocando inequidades sociales como naturales y devaluando la condición humana
de las víctimas» (Ibidem).
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