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I NTERCULTURALIDAD EN S ALUD MENTAL : E LEMENTOS PARA UNA

INTERVENCIÓN EN ZONAS AFECTADAS POR LA VIOLENCIA POLÍTICA


INTERCULTURALIDAD EN SALUD MENTAL: ELEMENTOS PARA UNA
2 INTERVENCIÓN EN ZONAS AFECTADAS POR LA VIOLENCIA POLÍTICA
Autor: María Elena Planas es magíster en Antropología por la Université de Montréal, Canadá. Especializada en
antropología médica, sus intereses actuales incluyen la investigación etnográfica y epidemiológica sobre los determinantes
sociales de la salud, la violencia política, la salud mental, y la ética en salud pública. Es profesora asociada desde el año
2000 de la Facultad de Salud Pública y Administración de la Universidad Peruana Cayetano Heredia.

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INTERCULTURALIDAD EN SALUD MENTAL: ELEMENTOS PARA UNA
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INTERCULTURALIDAD EN SALUD MENTAL:
ELEMENTOS PARA UNA INTERVENCIÓN EN ZONAS
AFECTADAS POR LA VIOLENCIA POLÍTICA

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INDICE

INTRODUCCIÓN 6

1. Evolución del papel de la cultura en las políticas públicas 7


2. El Reconocimiento de la cultura en la salud pública 10
3. Interculturalidad en salud mental 12
3.1 Límites del positivismo y el modelo bionédico: Hacia una comprensiñon
constitutiva de la cultura 12
3.2 factores culturales relacionados al origen, curso y tratamiento de desordenes
psiquiátricos 13
3.3 Revaloraciones de las culturas médicas Indígenas y alternativas 15
3.4 Modelos de Atención en Salud mental Interculturales 16
3.5 Salud mental indígena: fronteras étnicas, colonialismo, racismo y subalteridad 20

4. CONCLUSIONES 23

BIBLIOGRAFÍA 24

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INTERCULTURALIDAD EN SALUD MENTAL: ELEMENTOS
PARA UNA INTERVENCIÓN EN ZONAS AFECTADAS POR
LA VIOLENCIA POLÍTICA

INTRODUCCIÓN
NTRODUCCIÓN

E
n el marco del diseño del Programa de Intervención de Salud Mental en zonas
afectadas por Violencia Política, el presente documento explora algunas nociones
fundamentales, describe experiencias interculturales en servicios de salud, esboza
una agenda intercultural en salud mental y sugiere algunas competencias que podrían ser
desarrolladas por el personal de salud en el marco del Programa de Intervención de Salud
Mental en Zonas afectadas por Violencia Política para implementar una respuesta intercultural
a las secuelas de la violencia política en el país.

El documento está organizado en 4 acápites. El primero, siendo introductorio y general,


esboza cómo los proyectos sociales y los Estados han lidiado con la diversidad cultural. Es
un acápite que busca precisar conceptos y ubicar discursos paradigmáticos a partir de los
cuáles podemos leer las políticas públicas y sanitarias del país. El segundo acápite plantea
cómo ha evolucionado el tratamiento de la cultura en la salud pública internacional y nacional.
En este acápite se perfila un análisis de las políticas sanitarias culturales en el país, con la
intensión que el diseño de políticas y servicios de salud mental culturalmente sensibles, se
ubiquen en el marco de lo ya implementado en el sector y superen las limitaciones
experimentadas. El tercer acápite nos introduce ya en el campo de la salud mental y describe
algunas de las temáticas principales del campo, discutiendo nociones e identificando
experiencias que considero útiles para el diseño del programa de intervención de salud
mental en zonas afectadas por violencia política. Finalmente, el cuarto y último acápite,
retoma algunas de estas nociones y experiencias para proponer un horizonte o agenda de
trabajo intercultural y la traduce en competencias interculturales que el personal de salud
podría desarrollar en el marco del programa.

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1. EVOLUCIÓN DEL PAPEL DE LA CULTURA EN
LAS POLÍTICAS PÚBLICAS

S
iguiendo como hilo conductor la descripción que hace Tubino (2002) sobre la evolución
del papel de la cultura en las políticas educativas de América Latina, en este acápite
esbozaré a grandes rasgos cómo los proyectos sociales y los Estados han lidiado con la
diversidad cultural. Es importante que cómo país conozcamos los discursos por los que hemos
transitado y que siguen determinando nuestros problemas y posibilidades. La presentación organizada
en orden histórico no debería entenderse como fases que se han ido cancelando, sino como telón
de fondo a partir del cuál podremos preguntarnos más delante de manera específica cómo se ha
dado el reconocimiento progresivo de la cultura en salud pública y cuál paradigma es el dominante
hoy.

Antes de la Ilustración en el siglo XVIII, las sociedades jerárquicas y coloniales se regían por el
principio de la simetría ontológica del cual se deducía una teoría de la diferenciación natural que
colocaba los privilegios sociales entre grupos (clases, grupos étnicos, géneros, etc.) en el orden de
lo natural, y por lo tanto legitimaba la discriminación política explícita. Esta era en efecto la agenda
colonial latinoamericana que no se quebró luego de la independencia. Durante la colonia la teoría de
diferenciación natural planteaba regímenes de ciudadanía restringida para los grupos indígenas
(República de Indias y República de Españoles), argumentando entre otras cosas su inferioridad
racial, y políticas dirigidas a que los grupos subalternos interioricen como natural una ciudadanía de
segunda clase, y con esto, una autoimagen negativa de automenosprecio y aprecio del colonizador.

Con la Ilustración en el siglo XVIII las aspiraciones de respeto a las diferencias, equidad social y
solidaridad humana, toman cuerpo en el dualismo ilustrado (esencialista y universalista) y en el
proyecto liberal de dignidad igualitaria. Los Estados Nación modernos democráticos y liberales
plantean entonces políticas igualitarias e ‘inclusivas’1, pero homogeneizadoras. Grupos subalternos
pueden acceder a la ciudadanía siempre y cuando se asimilen, desaprendan su lengua y su cultura
de origen. Se amplían entonces los servicios públicos (educación, salud, etc.) pero se estructuran a
partir de preferencias e imaginarios de las élites blancas europeizantes occidentales: la escuela y
los servicios de salud, por ejemplo, excluyen la lengua y los conocimientos de los grupos indígenas
y campesinos.

Las políticas ilustradas siguieron siendo excluyentes pues la ideología liberal obscurecía el hecho
que los Estados no eran neutros culturalmente sino que estaban comprometidos con una élite y
cultura hegemónica que definía «lo nacional» y colonizaba la subjetividad- imaginario, conocimiento
y memoria- de las culturas subalternas que podían ejercer su ciudadanía sólo en la medida en que
se uniformizaban y asimilaban. Quedaban así planteadas las políticas de discriminación implícita.

Frente a esta situación es que surgen principios normativos como el multiculturalismo y la


interculturalidad que buscan compatibilizar los derechos ciudadanos con el reconocimiento de la
diversidad cultural y el respeto de los derechos culturales.

El multiculturalismo como principio normativo cuestiona la diferencia que plantea la ciudadanía


ilustrada entre identidad primaria universal (ej. dignidad humana universal) e identidades particulares
secundarias (ej. pertenencia cultural), y ubica el reconocimiento a las diferencias como la dimensión
fundante y consustancial de las identidades individuales y colectivas (Tubino 2002:60.62). A nivel de
la identidad individual esto conlleva a relacionar el reconocimiento de los otros con la autoconfianza
y la salud mental positiva. A nivel de las identidades colectivas, el reconocimiento cultural se traduce
en la valoración de las culturas subalternas, y la búsqueda de autonomía política. El multiculturalismo
en este sentido se inspira en el ideal ilustrado del reconocimiento de las diferencias y de la tolerancia
como principio de convivencia entre individuos y colectivos.

1
En el sentido de la búsqueda por ampliar la cobertura de los servicios públicos.

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Este énfasis en las diferencias y tolerancia, si bien ha generado movimientos de reivindicación
que buscan deconstruir la autoimagen despectiva que los grupos subalternos manejan de sí
mismos, ha contribuido también a «generar aislacionismos culturales y, con no poca frecuencia,
a generar las condiciones para la emergencia de los fundamentalismos étnicos y/o los
nacionalismos exacerbados» (Tubino 2002:60). En este sentido, el multiculturalismo como política
del reconocimiento cultural ha puesto un gran énfasis en delimitar fronteras étnicas y culturales
como instrumento de defensa de los derechos colectivos; y ha tendido a reivindicar las culturas
como universos autónomos, homogéneos, uniformes y atemporales.

A contrapelo de la noción de multiculturalismo y fruto de las prácticas de educación bilingüe, a


fines de la década de 1970 surge en América Latina la noción de interculturalidad. Según López
(2000) esta noción surge en reacción al enfoque multiculturalista que proponía «que un mismo
sujeto podía recurrir a elementos, conceptos y visiones de dos culturas diferentes –e incluso de
colectivos social y políticamente contrapuestos y en conflicto- y separar claramente, y a voluntad,
entre una cultura y otra (…) pero no necesariamente relacionándolos ni estableciendo puentes
entre ellos sino, más bien, separándolos con la misma claridad con la que se intenta distinguir
entre una lengua y otra cuando se desarrollan programas educativos bilingües» (López 2000:2).

La interculturalidad en cambio suponía que los diferentes grupos culturales no eran entidades
cerradas ya constituidas, sino que se constituyen y reconstituyen como tales en su interacción
mutua, «enfatizando la noción de proceso, ubicándose en la historia y sorteando los
esencialismos, avanzando de la mera tolerancia a la posibilidad de enriquecimiento mutuo
entre diferentes cada vez más conectados por la globalización» (Degregori 2000:61). Frente a
una lectura dicotómica de la realidad típicamente multicultural -dominación-resistencia, vencedor-
vecido, destrucción-sobrevivencias-, la interculturalidad plantea la existencia de espacios de
reconocimiento, encuentros y conciliaciones entre sujetos heterogéneos.

La interculturalidad en este sentido, al mismo tiempo que cuestiona el paradigma homogeneizador


y aculturador, como lo hace el multiculturalismo, descarta sin embargo la idea que la dominación
conlleva sólo y necesariamente a la oposición y al conflicto; para admitir que los otros son
únicamente diferentes; y «da la debida importancia a las prácticas de encuentro, a las situaciones
de co-presencia no conflictivas, a los acomodos que reinventan para evitar la confrontación»
(Montoya 2002:14). Degregori señala por ejemplo, que para entender la noción de ‘cholo’ en el
país, hay que apelar a una noción de interculturalidad en la medida en que « se trata de un
proceso de auto recreación que, aún cuando suceda en las condiciones más adversas, más
desiguales de distribución del poder, no significa aculturación [sino] que es una identidad que
se va construyendo precisamente en esos intersticios que son tan difíciles de entender desde
una perspectiva estrictamente multicultural» (Degregori 2002: 108).

Y aquí es importante diferenciar como lo hace Fuller entre la interculturalidad como situación de
hecho y la interculturalidad como principio normativo (Fuler 2002:10). Mientras la interculturalidad
como situación plantea que en la mayoría de Estados Nación coexisten culturas diferentes que
pueden vivir armónicamente o, como en el caso del Perú y América Latina, se rechazan y
discriminan; la interculturalidad como principio normativo resulta de una propuesta ética y política
que busca tanto ventilar los discursos y prácticas discriminatorias que han marginado pueblos,
culturas y grupos étnicos dentro del mismo Estado-Nación como perfeccionar el concepto de
ciudadanía para incluir los derechos culturales de los grupos subalternos: culturas, grupos étnicos,
pueblos indígenas.

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«El diálogo intercultural es la «autorecreación transcultural: regresar a nosotros después de
habitar las miradas de otros, ponernos experiencialmente en perspectiva» (Hopenhayn s/f),
transformarnos recíprocamente. Para decirlo en términos más específicos, se trata de
propiciar la aprobación selectiva y crítica de los que mi interlocutor cultural me ofrece, de
asumir una actitud activa que me permita reestructurar lo propio, autotransformarlo
reflexivamente, escogerlo e inventarlo» (Tubino 2002:74).

La interculturalidad requiere de diálogo, pero de diálogo efectivo; lo que supone que «se
dejará amplio espacio para que cada pueblo, grupo étnico o cultura pueda ejercer el derecho
de trasmitir y reproducir sus tradiciones y formas de vida. Es decir busca generar espacios
de deliberación y acuerdo en el que no existan ‘minorías’ excluidas de representación, opinión
y capacidad de decisión en los ámbitos de administración del poder» (Fuller 2002:11) En
este sentido, la interculturalidad enfrenta el doble reto de la equidad y el reconocimiento
(Fraser 1997 citado por Fuller 2002). ¿Es posible implementar políticas interculturales en
sociedades tan inequitativas como el Perú? ¿Es posible implementar políticas interculturales
de salud sin garantizar espacios de deliberación y acuerdo que permitan un diálogo entre
iguales? Toda política intercultural debería cuestionar las hegemonías culturales y las
situaciones de discriminación cultural, para garantizar que el préstamo y el cambio provengan
de la apropiación crítica y no de la coacción hegemónica. La interculturalidad sólo puede
hacerse realidad entre ciudadanos de iguales derechos y en condiciones equitativas.

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2. EL RECONOCIMIENTO DE LA CULTURA EN LA
SALUD PÚBLICA
El reconocimiento progresivo de la cultura como elemento central de reflexión en toda empresa
de desarrollo social ha sido uno de los aportes más importantes de la antropología en el último
medio siglo pasado. Particularmente respecto de la salud, la antropología ha brindado las
herramientas conceptuales y metodológicas necesarias para deconstruir el paradigma positivista
en salud, criticar el reduccionismo biomédico, e intervenir de manera sensible a los contextos
locales socioculturales. Por ejemplo, se ha sostenido que los sistemas de atención de salud
están situados en el encuentro de sistemas terapéuticos profesionales, populares y folk (Kleinman,
1980), que las enfermedades son polisémicas (Kleinman 1980, Eisenberg 1977, Fabrega 1977,
Young 1982) y que a la base de los modelos profesionales y populares hay una misma racionalidad
cultural (Good 1977, 1991, Good y Del Vecchio 1993, Corin et al 1990, 1993, Corin 1993).

Antes de los años 50 se concebían las intervenciones de cambio social y desarrollo a partir de
dos premisas etnocéntricas (Massé 1995). La primera suponía que la única medicina curativa y
preventiva valedera era la occidental; y la segunda suponía que las personas de países en vías
de desarrollo reconocerían inmediatamente los méritos y las ventajas de la medicina occidental.
En esta perspectiva, los beneficiarios eran concebidos como ‘recipientes vacíos’ (Polgar 1963)
que bastaba llenar con conocimientos científicos para ‘ser modernizados’ y alcanzar el desarrollo,
desconociéndose así la existencia de saberes locales significativos. La intervenciones de salud
pública entonces se entendían como una forma de misionariado tradicional ingenuo destinado a
‘compartir la buena nueva’ con poblaciones ‘ignorantes’ (Massé 1995).

El fracaso relativo de estos proyectos de salud pública y de los programas de cooperación de


salud en países en vías de desarrollo después de la segunda guerra mundial (Foster 1978)
evidenció de un lado, los límites de la exportación del sistema de salud occidental, y de otro, el
que las concepciones y los comportamientos relacionados a la salud deben entenderse en el
marco de particulares contextos socioculturales (Corin 1990). La conciencia de estos fracasos
coincidió además con la aparición de diversos modelos ecológicos que ampliaron el modelo
biomédico centrando su atención en las relaciones entre el medio ambiente y el individuo.

En efecto, en los 70’ se construyeron modelos ecológicos y sistémicos destinados a dar cuenta
de la manera como opera la relación entre parámetros biológicos, ambientales y culturales; y
poco a poco los estudios epidemiológicos empezaron a considerar factores como los hábitos de
vida o las representaciones socioculturales (Corin 1990:48). Esta nueva perspectiva se concretó
en Alma Ata y en la corriente de medicina social y preventiva, que dio la misma importancia a la
prevención y al tratamiento, y ubicó su quehacer tanto en el cambio de hábitos de vida como en el
mejoramiento del ambiente material (Corin 1990:48).

Hoy queda claro que cualquier intervención que busca cambiar comportamientos compite con
prácticas ancladas en la tradición y con valores profundos de grupo; y que en este sentido, toda
transferencia de conocimientos implica una relación conflictiva con la población beneficiaria (Massé,
1995:59). Aún así, no es fácil para los proyectos de salud y de desarrollo en general trabajar con
un marco conceptual que conciba los objetivos de la intervención en términos de un intercambio
cultural. Incluso, si se reconocen las características culturales locales, éstas se suelen considerar
en términos de «barreras», es decir, sólo en cuanto obstáculo al desarrollo (p.ej. obstáculos a la
ampliación de oberturas sanitarias); y no como recursos potenciales o parte de los derechos
ciudadanos.

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En relación a la salud pública peruana, en los últimos diez años ha habido una apertura
mayor al enfoque intercultural. Al parecer la inclusión paulatina desde inicios de los 90s
del enfoque intercultural se dio en la medida en que empataba con los planteamientos de
la reforma del sector y el ‘descubrimiento’ de «barreras culturales» que limitaban el
incremento de coberturas a pesar de la multiplicación de servicios. Así, la introducción de
la perspectiva del ‘cliente’ y del paradigma de calidad de atención en el marco de teorías
en boga de mejoramiento de la calidad de los servicios; los estudios de conocimientos
actitudes y prácticas (CAP) y de información, educación y comunicación (IEC) y los estudios
sobre culturas organizacionales, tradujeron la preocupación gubernamental por superar
las barreras culturales (Planas 2003, Arroyo y et al. 2001:20).

Dicho esto, cabe señalar sin embargo que la inclusión de la perspectiva intercultural como
enfoque en salud fue instrumental y se hizo a costa de su poder para reivindicar derechos
y ciudadanía en salud. Desde esta perspectiva, la década de investigaciones e intervenciones
no significó un cambio sustantivo en la provisión formal de servicios salud. Mientras de un
lado, hubo muchísimas investigaciones sobre modelos explicativos populares, la inclusión
de las perspectivas de los usuarios para evaluar la calidad de atención se dio bajo una
lógica instrumental que podríamos frasear de manera estereotipada como: «tratemos bien
al(a) usuario(a) ignorante (calidez-trato) para que venga y cumpla con recomendaciones
sanitarias definidas por los que sí sabemos (calidad-competencia técnica)».

En el Perú como en la mayoría de países latinoamericanos, y a pesar de los esfuerzos


sectoriales de reforma que buscan mejorar la calidad, garantizar el acceso equitativo a los
servicios y tomar en cuenta el potencial comunitario; el sistema de salud oficial desconoce
tanto las maneras como individuos y comunidades definen y dan sentido a los procesos de
salud-enfermedad, como los aportes de otras medicinas tradicionales y alternativas. Este
carácter excluyente, que según Menéndez (1990) define como hegemónico el aparato medico
sanitario, toma cuerpo en profesionales de la salud que «salvo contadas excepciones, y
condicionado por la cultura y la formación profesional, no complementa su saber con el de
otros sistemas y prácticas populares, los desconoce, duda de su eficacia, los subvalora y
cree que su medicina sigue siendo «la medicina» que no necesita ser complementada con
otras. Ignora y le da poca importancia al papel de lo emocional, lo social y lo cultural en el
proceso salud/enfermedad» (2003:8). El personal de salud tampoco percibe al usuario
como sujeto de derechos, y aún se piensa en la población como de ‘bajo nivel cultural’, con
‘barreras’, miedos, y fundamentalmente irracionales. En esta perspectiva, cuando la noción
de cultura se incorpora en el vocabulario de salud, lo hace sin cuestionar el mandato ‘misional’
convencional que existe en el sector. 2

Estas reflexiones nos ayudan a comprender por qué la perspectiva de derechos ha calado
menos en el sector y han sido incluidas en la agenda de investigación y acción pública de
manera más utilitaria, formal o precaria. A nivel del sistema sanitario, estos enfoques plantean
un cambio paradigmático y a nivel de los actores, ellos no han podido ser domesticados,
traducidos y apropiados por los decisores (ni por investigadores/as, prestadores/as o
población) en la medida en que al competir con valores arraigados, exigen algún nivel de
quiebre de la experiencia o el sentido común. ¿Cómo implementar entonces iniciativas
que eviten que la identidad étnica o cultural de una persona constituya una barrera para el
acceso y oportunidad a una atención de calidad en salud mental?

2
Esto no condice en nada el compromiso y vocación del personal de salud. No intento por supuesto calificar la
sinceridad del quehacer en salud. Quiero más bien hacer evidente los horizontes culturales que enmarcan nuestra
labor y señalar que éste está enraizado en valores que compiten con el discurso de ciudadanía. Me gustaría llamar
la atención sobre la relación entre las actitudes misionales y las estructuras clientelares del aparato sanitario
peruano.

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3. INTERCULTURALIDAD EN SALUD MENTAL
Teniendo como marco lo esbozado antes sobre la evolución del papel de la cultura en las políticas
públicas y de salud; en este acápite esbozaré algunas de las temáticas principales del campo de
intersección entre salud mental y cultura, a decir, los aportes conceptuales y las experiencias
generadas desde la antropología psiquiátrica, la psicología transcultural y la psiquiatría transcultural.

He optado por describir las temáticas que considero fundamentales para reflexionar sobre la
interculturalidad en salud, y específicamente para la atención de salud mental a poblaciones
afectadas por la violencia política en el país. El balance siguiente no pretende ser un estado del
arte en la cuestión de salud mental intercultural, sino establecer nociones e identificar discursos y
experiencias que podrían ser útiles para el diseño del programa de intervención de salud mental
en zonas afectadas por violencia política.

3.1 LÍMITES DEL POSITIVISMO Y EL MODELO BIOMEDICO: HACIA UNA COMPRENSIÓN


CONSTITUTIVA DE LA CULTURA

Entre las premisas ideológicas más cuestionadas de la ‘oferta’ dominante en salud, diversos
estudiosos coinciden en señalar los límites de positivismo y del modelo biomédico tradicional.
Los métodos diagnósticos modernos, al afinar los sistema clasificatorios y reforzar su carácter
objetivo, han profundizado lo que la historia de la medicina después del siglo XVIII explica
como el creciente desarrollo de esta disciplina como ciencia positiva. Según este paradigma,
la enfermedad es aprehendida como una entidad conceptualmente aislable del individuo que
la sufre, que puede dar lugar a una serie de observaciones y medidas objetivas. Siendo así, la
principal tarea interpretativa del clínico sería decodificar las quejas de los pacientes en términos
de los referentes somáticos ocultos, de manera que la experiencia desordenada, comunicada
a través del lenguaje caótico de la cultura (‘quejas’), sea domesticada e interpretada a la luz de
una fisiología ordenada a la que sí se puede aplicar un tratamiento racional.

En el marco de este paradigma biomédico, la realidad de la enfermedad depende cada vez


menos, tanto de aquello que el ojo clínico es capaz de advertir como signo y evidencia de la
dolencia del otro, como de aquello que el otro nos puede decir sobre su dolencia (Corin 1990:46).
En este sentido, las quejas de una persona son significantes si reflejan una condición fisiológica
subyacente; si tal no existe, la realidad de la queja es puesta en duda al carecer de referente
concreto. Esto es lo que desde las ciencias sociales de define como un reduccionismo biológico:
reducir la enfermedad a la patología orgánica y no considerar que sea cual sea la naturaleza
de la enfermedad y de sus causas, la enfermedad es siempre una experiencia física, psicológica,
social y cultural. La enfermedad es algo que le sucede a la persona y a las relaciones de esta
persona con otras personas.

Desde esta perspectiva las enfermedades no tienen un curso natural, es decir, no son simples
condiciones biológicas, cuya manifestación sería influenciada por las creencias relativas a la
salud o por comportamientos en respuesta a la enfermedad. La enfermedad es social y cultural
en su esencia. Las características las más esenciales de la experiencia personal, el curso de la
enfermedad así como su previsible evolución están mediadas por el contexto social y las
significaciones locales (Good 1994).

Lo señalado antes parte de una comprensión ‘constitutiva’ de la cultura (Geertz 1976). Esta
sostiene que los problemas de salud no son nunca reducibles a las realidades objetivas sino
que la manera de percibirlos y de interpretarlos esta mediada tanto por el conjunto de
percepciones, normas y valores que definen y dan forma a las experiencias individuales y
colectivas en un medio particular, así como también por la dinámica de relaciones sociales

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particular a este medio. Es a esto a lo que se hace referencia cuando se habla de la
realidad social, y en particular de las enfermedades, como construcciones culturales y
sociales. Hoy en día es axiomático en antropología psiquiátrica o médica y en psiquiatría
transcultural el hecho que los estados, productos y procesos corporales, los signos y
síntomas de la experiencia de enfermedad, la etiología, las técnicas y categorías
diagnósticas, el manejo de la enfermedad y las prácticas terapéuticas son todas
construidas de manera significativa de acuerdo al contexto cultural.

3.2 FACTORES CULTURALES RELACIONADOS AL ORIGEN, CURSO Y TRATAMIENTO DE


DESÓRDENES PSIQUIÁTRICOS

Diversos estudios cuestionan tanto la visión empiricista de la acción humana presente


en el aparato médico-sanitario (Good 1994), como lo que Kleinman (1995) define como
las bases morales de la salud pública: la idea de progreso y el privilegio de la objetividad
de las mediciones racionales como el único camino hacia la acción (1995:85); y
argumentan que estas visiones obscurecen el hecho de que la producción de conocimiento
está siempre situada sociocultural e históricamente, y que la elaboración de políticas y
servicios no se alimenta de manera fundamental de conocimientos técnicos.

Es desde este reto al empiricismo que deben entenderse los esfuerzos de la


etnopsiquiatría y de la psiquiatría transcultural para poner en evidencia la construcción
cultural del malestar emocional y de las enfermedades mentales. Enormes diferencias
son encontradas a través de las culturas con respecto a la organización social, la
experiencia personal y las consecuencias de emociones, conductas, características
psicológicas o el recurso a los estados alterados de conciencia (Kleinman 1986, Marsella
1979, Marsella et al. 1986, Marsella y White 1982). Éstas son organizadas
psicológicamente como realidades diferentes, comunicadas en una amplia gama de
lenguajes, relacionadas a contextos locales particulares, y son en consecuencia
diferentemente interpretadas y evaluadas, motivando reacciones distintas, y
constituyéndose así en realidades significativas fundamentalmente diferentes para cada
cultura. La evidencia de tal variabilidad plantea serias dudas acerca de la validez
transcultural de las categorías diagnósticas. ¿Existe un concepto de depresión o trauma
que tenga una validez universal, o por el contrario, hay tantos perfiles diagnósticos como
variantes condicionadas culturalmente de este transtorno existen?

Kleinman (1987) ha explorado los problemas de validéz sobre la existencia de una


equivalencia de síntomas y de nominación cuando se pasa de una cultura a otra en
términos de ‘falacias categóricas’: «la reificación de una categoría noseólogica
desarrollada por un grupo particular que luego es aplicada a miembros de otra cultura,
para quienes esta categoría no tiene coherencia y su validez no ha sido establecida»
(Kleinman 1987:447).

«Imaginemos que la psiquiatría asiática domina el mundo y que existe un bien conocido
síndrome caracterizado por cansancio excesivo, pérdida de interés y preocupaciones
somáticas intensas, asociado a la idea de que hay una pérdida de interés y preocupaciones
somáticas intensas, asociado a la idea de que hay una pérdida progresiva de semen y
con él de la energía vital. A este síndrome se le llama Dhat. Tras diseñar un estudio para
la detección de Dhat y validarlo para lectores anglófonos, el cuestionario se administra
en Estados Unidos. Aunque encontráramos un 1% de personas que cumplieran criterios
del Dhat, ¿podríamos afirmar que el Dhat es universal y que tiene una determinada
prevalencia en los EUA? Evidentemente no y hacerlo sería cometer una falacia
categórica».

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Lo que hace que el Dhat se presente como universal es la pretensión de que los síntomas
antes descritos son el núcleo central universal de esta categoría diagnóstica. ¿Se
demuestra su universalidad demostrando que este conjunto de síntomas están presentes
en las diferentes culturas? ¿Depende del porcentaje de personas que lo experimenten?
Podría ser que estos síntomas estén presentes pero que no sean significativos ni sean
parte de los lenguajes de aflicción privilegiados localmente. ¿Seguiría siendo este un
núcleo central universal? Si la atribución de síntomas se entiende como formas de
posicionamiento con consecuencias cognitivas y sociales relevantes para la evaluación
psiquiátrica y la intervención, la configuración significativa de síntomas es la que debería
definir lo nuclear de un fenómeno y no el empate o desempate con categorías
diagnósticas que ‘pretenden’ ser universales.

Es en este mismo sentido que Mollica et al. (1992) refiere que si bien los criterios del
Síndrome de Estrés Post Traumático (SEPT) pueden encontrarse en diferentes culturas,
un núcleo central universal queda aún por ser establecido (Mollica et al. 1992:111).
Numerosas investigaciones establecen que no hay una relación linear simple entre
experiencia social (violencia), estados emocionales individuales (tristeza, ira, etc.) y
resultados verificables en categorías diagnósticas (SEPT). Se sabe también que la
experiencia de sufrimiento se expresa en idiomas locales de aflicción: signos, síntomas
y a veces categorías discretas de enfermedad que se articulan en malestares que pueden
no ser equivalentes a las enfermedades bio-médicas.

Zarowski (s/f) refiere cómo el trauma relacionado a la guerra y a la migración forzada,


para somalíes refugiados en Etiopía, no es comprendido en términos de trauma
psicológico individual sino en términos de una ira por el daño causado injustamente y la
exigencia de reparación colectiva. Zarowski señala también cómo expresar ira por el
daño sufrido a un miembro o al colectivo es una manera de validarse como buen somalí,
y hace legítima la demanda de compensación. En este caso el campo estructurador de
la experiencia traumática somalí no es el de la medicina psicológica sino el de la política.
Y no es que los somalíes no reconozcan la experiencia emocional individual de malestar,
sino que esa experiencia se organiza, se narra y de articula en el colectivo a partir de un
lenguaje político.

Algunas culturas expresan también la experiencia de la violencia a partir de un lenguaje


que privilegia el individuo autónomo (y no una noción de persona relacional), normaliza
la expresión mental de la angustia pero no su expresión corporal, supone que el hecho
traumático está bien definido (y no está enmarcado en una historia de violencia
estructural), y aísla la esfera intrapsíquica privilegiándola sobre el contexto
socioeconómico o político. Este es el lenguaje de la medicina y del SEPT.

Siendo los síntomas universales, y los síndromes o categorías diagnósticas agrupaciones


culturales que se sostienen por un consenso; el SEPT sería una agrupación sindrómica
por acuerdo de ciertos psiquiatras euroamericanos (Pérez 1999:40) El SEPT, en tanto
forma de posicionamiento enraizado en nociones de naturaleza humana y emociones
que tienen consecuencias cognitivas y social relevantes para la evaluación psiquiátrica
y la intervención puede ser una categoría útil. Sin embargo, es esencial conocer los
esquemas de comprensión que operan en cada contexto y la particularidad de los eventos
traumáticos para evaluar la pertinencia y relevancia del esquema médico y del diagnóstico
y tratamiento individual. Todo diagnóstico debe entenderse como un proceso dinámico
que permite formular hipótesis de ayuda y no como un proceso de búsqueda de una
entidad noseológica (Pérez 2004:104).

En este sentido, y en relación a la aplicación de este diagnóstico en poblaciones afectadas


por la violencia política, la principal limitación de aplicar el SEPT o cualquier noción de
trauma entendida como psicopatología individual es el obscurecimiento de las causas
estructurales y las consecuencias comunitarias de la angustia y el terror (Jenkins 1991).

INTERCULTURALIDAD EN SALUD MENTAL: ELEMENTOS PARA UNA


16 INTERVENCIÓN EN ZONAS AFECTADAS POR LA VIOLENCIA POLÍTICA
En circunstancias como las vividas en el país es fundamental que el sistema de
salud se responsabilice del sufrimiento psíquico de los sobrevivientes de la violencia
política ubicándolo en marcos terapéuticos tanto individuales como colectivos, que
ubiquen el problema del sufrimiento psíquico en el marco de estructuras sociales,
políticas y económicas. Si el problema de fondo como señala Martín-Baró (1994)
«no está en los individuos sino en las relaciones ‘traumatogénicas’ propias de un
sistema opresor que ha desembocado en una situación de guerra,el tratamiento,
entonces, debe dirigirse también y principalmente a la relación, a esos vínculos
grupales que constituyen la normal anormalidad que deshumaniza a débiles y
poderosos, a opresores y a oprimidos, a soldados y a víctimas, a dominadores y a
dominados».

Finalmente, el conocimiento sobre modelos locales para expresar y afrontar la


violencia y sus secuelas pueden permitir evaluar maneras en las que terapias
médicas pueden complementar o articularse con los sistemas locales de
conocimiento y práctica en vez de buscar suplantarlas. Ager (1997) y Summerfield
(1996) discuten extensamente las maneras en las que los programas psicosociales
pueden insertarse en las dinámicas locales de reparación.

3.3 REVALORACIÓN DE LAS CULTURAS MÉDICAS INDÍGENAS Y ALTERNATIVAS


En todas las sociedades los sistemas de atención de salud están situados en el
encuentro de sistemas terapéuticos profesionales, populares y folk (Kleinman, 1980).
Frente a la definición profesional que concibe el sistema de salud como aquel formal
de provisión gubernamental; desde la perspectiva de los usuarios, la pluralidad de
alternativas terapéuticas conforman un mismo sistema sanitario, a decir, un circuito
terapéutico al que pueden hacer recurso potencial (como fuente de servicios o como
marcos interpretativos que den cuenta de su experiencia de salud/enfermedad).

Diversos autores han definido estas alternativas terapéuticas como sistemas


culturales, en la medida que se apoyan en marcos interpretativos (sistema de signos
y significados) que orientan los comportamientos, las acciones, la percepción y la
apreciación del saber médico (Kleinman 1980). Cada sistema médico –popular,
profesional o folk.- es un conjunto más o menos organizado de agentes terapéuticos,
tipos de interacción, modelos explicativos de salud-enfermedad, prácticas,
tecnologías, realidades clínicas, vías de expresión y comunicación, estadíos
terapéuticos, aspectos extraterapéuticos, etc. al servicio de la salud individual y
colectiva. Desde esta perspectiva, la medicina occidental es una más de las
respuestas socialmente organizadas frente a la enfermedad y un conjunto de saberes
y creencias de comportamientos gobernados por reglas culturales.

La diversidad latinoamericana se ve reflejada en sus sistemas terapéuticos que


integran desde hace mucho tradiciones de diferentes partes del mundo. A pesar de
la hegemonía de la medicina occidental, las medicinas indígenas, caseras y otras
medicinas alternativas como la acupuntura, el Ayurveda, la homeopatía, etc., son
utilizadas de manera creciente en Latinoamérica (Duarte 2003, OMS 2002). El recurso
a estas medicinas caseras o populares, tradicionales y alternativas suponen una
sabiduría, credibilidad, eficacia y legitimidad reconocidas por la comunidad; y se
sabe que cuando a las personas les aquejan problemas psicosociales o desórdenes
mentales suelen acudir primero a estos recursos, y sólo cuando los síntomas son
marcadamente manifiestos y perturbadores para la familia y el resto del entorno,
recurren entonces a la ayuda psicológica o psiquiátrica (MINSA 2003:37-38).
La evidencia en relación con la gran demanda a terapias diferentes a la medicina
occidental y acerca de la eficacia de algunas de sus prácticas, ha generado una
creciente preocupación porque estas terapias sean parte de los sistemas de salud

I NTERCULTURALIDAD EN S ALUD MENTAL : E LEMENTOS PARA UNA


INTERVENCIÓN EN ZONAS AFECTADAS POR LA VIOLENCIA POLÍTICA 17
formales. En el mismo sentido, el gasto del bolsillo que implican y la posible iatrogenia por
la falta de reglamentación, justificarían políticas de salud inclusivas que incluyan las
alternativas terapéuticas complementarias, tradicionales y alternativas como parte de las
prestaciones médicas aseguradas públicas y privadas (Duarte 2003:9).

Es en el marco de esta situación que la interculturalidad se presenta ya desde por lo


menos 1979 en la declaración de Alma Ata como la necesidad de integrar a los sanadores
en la consecución de la atención primaria en salud de cobertura universal. Más
precisamente, hablamos de políticas interculturales en este campo cuando se busca
integrar/complementar la medicina oficial occidental con las medicinas tradicionales,
alternativas o complementarias. En este sentido, la interculturalidad se traduce en esfuerzos
de política y programáticos por favorecer un proceso de revaloración y revitalización de las
culturas médicas tradicionales e indígenas.

«Un diseño de políticas desde la complementariedad partiría de una visión holística e


intercultural de la salud, teniendo en cuenta los diferentes condicionantes y la diversidad
de culturas médicas existentes en cada región, las cuales se han ido transformando a raíz
de su relación con las otras, a la vez cediendo algo de sí, y tomando algo de las demás.
Bajo esta óptica, se hace necesario estudiar y reconocer cada uno de los aportes de las
diferentes alternativas terapéuticas disponibles y utilizadas para lograr una mayor y mejor
aproximación a la realidad de cada comunidad. Por ello acudimos al principio de
complementariedad como una posibilidad de articulación entre las opciones médicas (…)
El principio de complementariedad implica que se consideren (1) los diferentes sujetos
que tengan relación con la salud (usuarios, gremios, prestadores de servicios, partidos
políticos, sector privado, sector público); (2) el proceso salud/enfermedad desde diferentes
ángulos geográficos e históricos; (3) los elementos del contexto interno y externo que
intervienen en el proceso (epidemiológicos, políticos, ideológicos, económicos); (4) la
realidad cultural desde la confrontación entre el sujeto protagonista del fenómeno(usuarios,
prestador de servicios) a la interpretación del formulador de políticas y las teorías formales
desarrolladas sobre el fenómeno (Duarte 2003:4-5)».

Sin embargo, la «competencia desigual y en inferioridad al entrar en una dinámica


pseudomédica que no es la propia, la heterogeneidad de las prácticas, la pérdida de
cohesión de las comunidades y cambio del estatus moral a favor de otras figuras externas
a la cultura (políticos, ejército, autoridades locales…), cambio del patrón de residencia de
la población, etc.», son algunas de las razones que explicarían por qué la integración ha
sido prácticamente imposible (Pérez 2004:138). Entre estas muchas dificultades
organizativas, quisiera llamar la atención sobre lo que considero una barrera fundamental
para la integración, a decir, el carácter subalterno de las medicinas alternativas, tradicionales
y complementarias.

3.4 MODELOS DE ATENCIÓN DE SALUD MENTAL INTERCULTURALES

Existen una serie de modelos de atención de salud mental que han buscado ofrecer servicios
apropiados y accesibles culturalmente tomando en cuenta aspectos mencionados en los
acápites anteriores. Estos van desde clínicas o servicios de salud mental etnoespecíficos
como la Clínica de Salud Mental para Refugiados Indochinos (Kinzie et al. 1980), y la
utilización de de intermediarios culturales y traductores especialmente entrenados en salud
mental, al entrenamiento de clínicos en competencias culturales genéricas. (Kirmayer et
al.s/f: 5).

INTERCULTURALIDAD EN SALUD MENTAL: ELEMENTOS PARA UNA


18 INTERVENCIÓN EN ZONAS AFECTADAS POR LA VIOLENCIA POLÍTICA
3.4.1 SERVICIOS DE TRADUCCIÓN

El primer modelo consiste en disponer de servicios de traducción durante la


atención, como una manera de garantizar el acceso y la calidad de la atención.
Se han descrito sin embargo una serie de inconvenientes en el trabajo con
traductores. En efecto, aunque se espera que el traductor reproduzca fielmente
los contenidos expresados en un idioma a otro, puede ser que el traductor al
buscar clarificar al terapeuta, interprete lo dicho por el paciente e introduzca
elementos de su propia cosecha (Pérez 2004:165). También sucede que llevado
por sus opiniones o sus experiencias previas, el traductor puede desmerecer
las palabras del paciente, introducir elementos de censura y no trasmitir ciertos
contenidos (Pérez 2004:165). En el cuadro siguiente se detallan las recomendaciones
de Pérez para superar dificultades básicas en el desarrollo práctico de la
traducción con poblaciones que han sufrido violencia política (ver Cuadro Nº1)

Cuadro Nº1. Recomendaciones para el desarrollo práctico de la traducción

• «Que el traductor hable en primera persona como si fuera el otro (no decir «él
dice que cuando estaba en la casa…» sino «»yo estaba en la casa cuando…»)

• Que el traductor sienta empatía hacia el paciente, pero sin que ello le lleve a
intervenir en el tratamiento. Es aconsejable que se conozcan, que se tomen un
café y que hablen entre ellos unos minutos antes de la entrevista.

• Que el traductor tenga una formación básica (por ejemplo situaciones del país,
tipos de leyes, modos de tortura si las hay, contexto político, posibles síntomas/
respuestas que pueden aparecer…)

• Explicar al traductor las bases de la terapia: no ser directivo, preguntas abiertas,


no inducir las respuestas al formular la pregunta, confidencialidad de toda la
información, que el silencio terapéutico tiene un significado y no debe cortarse
con impaciencia, etc.)

• Formular preguntas cortas y concisas. Evitar las largas explicaciones


introductorias a la pregunta.

• Evitar si es posible que los familiares actúen de traductores, para que la discusión
no siga luego en casa o para que no interfieran elementos de censura o
potenciación que no controlamos» (Pérez 2004:166)

I NTERCULTURALIDAD EN S ALUD MENTAL : E LEMENTOS PARA UNA


INTERVENCIÓN EN ZONAS AFECTADAS POR LA VIOLENCIA POLÍTICA 19
3.4.2 SERVICIOS DE REFERENCIA Y TRABAJO CON TERAPEUTAS TRADICIONALES
Según Hiegel (1994) la integración de terapeutas tradicionales puede darse en tres
modalidades según cuál sea la puerta de entrada:

a) que sea el clínico profesional (o el grupo de profesionales) el que examine al paciente


y decida sobre la necesidad de derivarlo al terapeuta tradicional. La experiencia
del campo de refugiados sudaneses en Uganda es un buen ejemplo de este modelo
donde el psiquiatra evalúa al paciente y decide si lo remite al terapeuta tradicional
(Peltzer 1996). En algunas de estas experiencias los servicios convencionales
incluyen terapeutas tradicionales, mientras que en otras, los recursos tradicionales
se encuentran fuera del servicio convencional.
b) que el paciente sea atendido por el terapeuta tradicional y éste derive al clínico los
casos que no puede tratar.

c) que acuda el paciente al terapeuta profesional o al tradicional, haya vías pactadas


de referencias mutuas. Este es el caso de los ‘hospitales mixtos’ de México (Duarte
2003) y los centros de salud interculturales de Chile (Alexandra et al. 2001, Gonzáles
2003). Salgado et al.(2003) han planteado en este mismo sentido un modelo de
integración de recursos personales y comunitarios para la atención de la salud mental
en Jalisco, sin una secuencia específica en la utilización de recursos disponibles,
sino a partir del mantenimiento de canales de comunicación abiertos
permanentemente entre tales recursos por medio de programas de información,
educación y sensibilización sobre la salud mental a usuarios, terapeutas
profesionales y terapeutas tradicionales.

3.4.3 SERVICIOS CONVENCIONALES CON COMPETENCIAS CULTURALES GENÉRICAS

La adecuación cultural de los servicios de salud no se agota en los esfuerzos de


integrar medicinas tradicionales, alternativas y complementarias en los sistemas de
provisión de salud formales; sino que incluye los esfuerzos por integrar en los
encuentros entre pacientes y profesionales procesos de validación y negociación
cultural, que consiste en «aceptar la legitimidad del modelo de salud y enfermedad
del paciente considerando el contexto cultural en que este modelo emerge» (Alarcón
2003).

Una de los primeros en proponer una metodología de negociación cultural fue Kleinman
(1980), quien sostiene que la única forma de lograr un acto terapéutico eficaz es a
través del intercambio de modelos explicativos y la reducción de las brechas entre el
clínico y el paciente; insertando así la propuesta de recuperación en la vida simbólica
y cultural del enfermo, y en la significancia, aceptabilidad y satisfacción de clínicos y
pacientes. Kleinman define los modelos explicativos como el conjunto de creencias o
concepciones destinadas a explicar un episodio de enfermedad en función de su
etiología, el momento y la modalidad de la manifestación de síntomas, la patofisiología,
la evolución de la enfermedad y su tratamiento. Según él, pregúntandose por este
conjunto temático se puede acceder a la significación que tiene para todos aquellos
involucrados en el proceso, un episodio de enfermedad y su tratamiento. Para
garantizar el diálogo intercultural, el clínico debería preguntar a los pacientes por sus
modelos explicativos de manera de construir ‘puentes’ frente a desencuentros entre
los modelos profesionales y populares (ver Cuadro Nº2). Kleinman propone también
que este diálogo entre modelos explicativos se puede dar incluso considerando que
los modelos explicativos de pacientes y clínicos difieren en poder analítico, nivel de
abstracción, articulación lógica e idiomas de expresión de malestar.

INTERCULTURALIDAD EN SALUD MENTAL: ELEMENTOS PARA UNA


20 INTERVENCIÓN EN ZONAS AFECTADAS POR LA VIOLENCIA POLÍTICA
Cuadro Nº2 Peguntas para hacer explícitos los modelos explicativos (Kleinman 1980)

1. ¿Qué es lo que usted tiene? ¿Cómo se llama su problema?


2. ¿Qué piensa usted que ha causado su problema?
3. ¿Por qué razón cree usted que su problema comenzó en ese preciso
momento?
4. ¿Qué le hace su enfermedad? ¿Cómo actúa?
5. ¿Qué tan severo es su problema? ¿Tendrá una duración larga o corta?
6. ¿Qué es lo que más teme acerca de su enfermedad?
7. ¿Cuáles son los principales problemas que le ha traído su enfermedad?
8. ¿Qué tipo de tratamientos cree usted que debe recibir?
9. ¿Cuáles son los resultados más importantes que usted espera recibir
del tratamiento

Innumerables investigaciones e intervenciones de comunicación intercultural en salud


mental y salud en general, han seguido el derrotero planteado por Kleinman. Y aunque
los modelos explicativos han influenciado enormemente el desarrollo de la
antropología médica, la psiquiatría transcultural y diversos desarrollos en salud pública
y medicina social, han sido criticados por no prestar atención a los factores no-
cognitivos que estructuran los esquemas interpretativos (Young, 1981). En este
sentido, otras nociones como aquella elaborada por Good (1977) de Semantic
Networks o Redes Semánticas, definen los esquemas interpretativos socioculturales
a partir de la integración de elementos tanto cognitivos, afectivos como experienciales.
Entender los esquemas interpretativos a partir de Redes Semánticas además permite
dejar de centrarse en las explicaciones que da un individuo frente a un evento de
enfermedad, para proponer, cómo de manera más amplia, las representaciones
sociales son la materia básica de estos esquemas interpretativos. Además, este
acercamiento teórico tiene la ventaja de reconocer no sólo los recursos ideológicos
en la negociación clínica, sino también los recursos humanos, materiales y
organizativos con los que cuenta el paciente.

Otros esfuerzos de validación y negociación cultural son los planteados por Berlin y
Fowkes (1998) que señalan que el éxito de la comunicación intercultural depende de
5 elementos: «escuchar, explicar, reconocer, recomendar y negociar»; y el de Pérez
(2004) que revisa los puntos típicos de desencuentro cultural y previenen sobre las
diversas significaciones que pueden tener durante el intercambio terapéutico como
el silencio, la sonrisa, la mirada directa, el tiempo, el sentido del humor, el concepto
de verdad el olor corporal y la conversación intima (Pérez 2004:163-164).

Un punto crítico de estos esfuerzos sigue siendo sin embargo su capacidad de


respuesta ante los desacuerdos y conflictos.

«La validación cultural no significa que el profesional comparta el mundo simbólico


del paciente, sino que comprenda, respete e incluso integre algunos elementos
culturales que considere relevantes para el proceso de recuperación del enfermo.
(…) en la relación médico-paciente existe la probabilidad de antagonismos entre los
marcos conceptuales y valóricos de ambos actores del proceso terapéutico. En estos
casos, el proceso de negociación cultural identifica las áreas de conflicto y acuerdo,
localiza núcleos de significación entre ambas culturas que puedan implicar puntos
de consenso y culmina con un acuerdo de cambio y cooperación entre pacientes y
médicos» (Alarcón 2003)

¿Pero qué pasa cuándo el eje de intervención es un desacuerdo? No existen en


efecto criterios que los autores propongan como legítimos de manera transcultural
para definir desacuerdos culturales. La propuesta intercultural en este sentido hace
énfasis en los procesos más que en los resultados.

I NTERCULTURALIDAD EN S ALUD MENTAL : E LEMENTOS PARA UNA


INTERVENCIÓN EN ZONAS AFECTADAS POR LA VIOLENCIA POLÍTICA 21
3.4.4 SERVICIOS DE MEDIACIÓN CULTURAL

Este modelo utiliza recursos de apoyo y gente de las comunidades como mediadores
culturales. Ellos pueden ser profesionales, terapeutas tradicionales, personas
mayores o personas apoyo que tradicionalmente han tenido que ver con los
problemas de salud mental y tienen legitimidad y autoridad. A diferencia del traductor,
el mediador cultural «hace una interpretación, sitúa las palabras en el contexto
cultural, ayuda en la entrevista o asume directamente parte de la misma, y da su
opinión en la formulación del caso y en la propuesta de soluciones acorde con la
cultura» (Pérez 2004:141).

Una variante de este modelo son los servicios de consulta cultural de referencia
como el del Jewish General Hospital (JGH), del Montreal Children’s Hospital (MCH)
y el Hopital Jean-Talon (HJT), tres iniciativas en Montreal Canadá (Kirmayer et al. s/
f). Estos servicios fundan su práctica en perspectivas teóricas diversas: cognitivo
conductual, terapia sistémica y una mezcla de psiquiatría convencional con
antropología médica (JGH); modelos etnopsicoanalíticos de la escuela francesa de
Devereux y Nathan (HJT, Nathan 1986, 1995, Barriguete et al. s/f); y modelos plurales
y flexibles más bien comunitarios (MCH). Mientras en el HJT es un grupo multicultural
de clínicos y personas los que tratan al paciente; los otros dos servicios atienden
tanto pacientes como clínicos, profesores, trabajadores sociales, etc., que deciden
hacer una consulta cultural para precisar el diagnóstico, evaluar la severidad, el
nivel de discapacidad, el grado de apoyo social y el nivel de estresores, la prognosis
o las modalidades terapéuticas más adecuadas. En ambos servicios los consultores
culturales pueden ser profesionales de la salud, científicos sociales y personas con
un experstisse cultural y lingüístico especial. Ellos hacen una evaluación cultural
tanto del paciente como del clínico tratante según protocolos establecidos y llevan
los casos a un grupo de discusión antes de formular recomendaciones. Una variante
de este modelo plantea la organización de servicios especializados: clínicas para
grupos étnicos particulares (Cheung y Snowden 1990, Kinzie et.al 1980, Mason et
al. 1996, Primm et al. 1996, Sue et al 1991, citados por Kirmayer et al.s/f: 6).

3.5 SALUD MENTAL INDÍGENA: FRONTERAS ÉTNICAS, COLONIALISMO, RACISMO Y


SUBALTERIDAD

Los modelos de atención de salud mental que han buscado ofrecer servicios apropiados
y accesibles culturalmente antes descritos tienen la dificultad de no incorporar de
manera explícita cómo trabajan el carácter subalterno de los grupos a los que sirven.
He querido en este sentido terminar este acápite con algunas reflexiones en torno a
las implicancias del colonialismo, el racismo y la subalteridad en la salud mental de
las poblaciones; y los retos que esta realidad plantea a los servicios de salud,
particularmente aquellos que atienden a poblaciones indígenas.

¿Qué es lo que hace que un grupo humano se defina (o sea definido) como indígena?
La gran diversidad lingüística, de valores, estilos de vida y perspectivas existentes
entre grupos ‘indígenas’ hace problemático el agruparlas bajo una misma categoría
de ‘indígenas’. En el mismo sentido, y a pesar de los mitos de un pasado atemporal y
de una continuidad cultural, las tradiciones ‘auténticas’ son el fruto de una constante
evolución e intercambio cultural (Fuller 1992, Romero 1999), que reconstruye,
resignifica, recrea y reinventa identidades étnicas y culturales respondiendo a
situaciones presentes (Roosens 1989). Esto nos confronta con el carácter construido
de la noción de indígena y con la inconveniencia de pensar una política intercultural a
partir de una visión dicotómica de lo indígena y lo occidental, o de fronteras y
marcadores étnicos bien definidos (lengua, localidad, etc.).

INTERCULTURALIDAD EN SALUD MENTAL: ELEMENTOS PARA UNA


22 INTERVENCIÓN EN ZONAS AFECTADAS POR LA VIOLENCIA POLÍTICA
Dicho esto, es importante señalar desde el punto de vista de un mismo legado colonial,
los grupos culturales subalternos (indígenas, originarios, quechuahablantes, etc.)
comparten paralelos sorprendentes en cuanto a problemas de salud mental a nivel
mundial (Kirmayer et al. 2000:6). Esto que sugiere que aunque factores biológicos
sociales, culturales y políticos varían, existen mecanismos similares en juego (Hunter
1993, Kunitz 1994, Spencer 2000 citados por Kirmayer et al. 2000:6). El colonialismo
interno que se manifiesta en los efectos organizados de destrucción de las culturas
indígenas, la discontinuidad cultural, o su tratamiento discriminatorio, los efectos
corrosivos de la pobreza y la marginación económica, son todos mecanismos que
explican los niveles de malestar emocional endémico y los altos índices de suicidio,
abuso de substancias, violencia y desmoralización de culturas subalternas (Kirmayer
2000:13). Estos mecanismos están íntimamente relacionados con cuestiones de
identidad y autoestima individual, que a su vez están fuertemente influenciados por
procesos colectivos (Kirmayer 2000:13)

En el mismo sentido de lo discutido antes en el primer acápite, los enfoques


interculturales al proponer, como lo hace Fantoni (1998), una comunicación dialógica
y la búsqueda desinteresada del acuerdo y el consenso en función del interés común;
corren el riesgo de desconocer tanto las dinámicas de poder inequitativas presente
en los fenómenos de hegemonía cultural del aparato médico sanitario y en los
fenómenos de discriminación cultural y racismo en la sociedad.

Para evaluar la pertinencia de un enfoque intercultural que haga explícito el racismo


y la situación subalterna de algunos grupos étnicos y culturas en nuestro país, basta
mencionar que 75% de los 70,000 peruanos y peruanas asesinadas entre 1980 y
2000 hablaban quechua como lengua materna; y que fue esta condición, tejida (y no
de manera casual) con inequidades sociales, económicas, políticas, etc., la que
expuso a estas poblaciones a una situación de vulnerabilidad que provocó violencia,
muerte, trauma y discapacidad. Aún más terrible es el hecho que la muerte de estos
peruanos y peruanas no constituya una tragedia nacional en el Perú:

«En un país fuertemente fragmentado no sólo por las brechas económicas, sociales,
étnicas y regionales, donde el racismo antiindígena construye escalas de humanidad
diferenciales, según las cuales los indios no son tan humanos como los otros
peruanos, no existe conciencia generalizada de que la desaparición forzada de miles
y la matanza de decenas de miles de personas constituya una tragedia
nacional»(Manrique 2002).

Manrique (1999) sugiere que ‘la cuestión étnica y racial’ ha acompañado los conflictos
y la violencia en el Perú durante toda la historia republicana; y argumenta en contra
de la ideología hegemónica de ‘mestizaje’, según la cual a través de un largo proceso
de mezcla biológica y cultural entre razas, el racismo habría desaparecido. Como lo
señala la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), si bien la violencia política
en el país no puede ser considerada como un conflicto racial o étnico en el sentido
que ni Sendero Luminoso ni el MRTA o la Fuerzas Armadas asumieron motivaciones,
ideología o demandas étnicas explícitas; las diferencias étnicas y raciales jugaron
un papel importante generando imágenes y prácticas discriminatorias que
acompañaron asesinatos, torturas y violaciones durante todo el proceso (CVR 2004).
Los testimonios recogidos por la CVR revelan cómo el uso vejatorio, denigrante e
insultante de palabras como ‘indio’, ‘cholo’, ‘serrano’ y ‘chuto’ por Sendero Luminoso,
los Comités de Autodefensa y los militares acompañaron siempre la violencia física,
«evocando inequidades sociales como naturales y devaluando la condición humana
de las víctimas» (Ibidem).

I NTERCULTURALIDAD EN S ALUD MENTAL : E LEMENTOS PARA UNA


INTERVENCIÓN EN ZONAS AFECTADAS POR LA VIOLENCIA POLÍTICA 23
Acabar con la discriminación étnica-racial o con las inequidades socioeconómicas
en el país supone ciertamente transformaciones estructurales que sobrepasan la
capacidad de los actores del sistema de salud; sin embargo una verdadera
interculturalidad en salud debería propiciar el fortalecimiento de capacidades para
ejercer control sobre los determinantes sociales. En este sentido, los servicios deben
empatar de manera importante los servicios recuperativos y de rehabilitación con
intervenciones promocionales que generen espacios de representación, deliberación,
acuerdo y empoderamiento. Es solamente cuando el servicio además de adecuarse
a la cultura y preferencias de sus usuarios, se ubica como un actor social que promueve
la calidad de vida de los ciudadanos, que los servicios devienen realmente
interculturales.

INTERCULTURALIDAD EN SALUD MENTAL: ELEMENTOS PARA UNA


24 INTERVENCIÓN EN ZONAS AFECTADAS POR LA VIOLENCIA POLÍTICA
CONCLUSIONES
Existe información suficiente y de calidad para afirmar que las diferencias socioculturales y
étnicas explican en buena medida las inequidades en el estado de salud mental y el acceso
inequitativo a los servicios. Y a pesar de que una creciente literatura demuestra cómo los
factores culturales afectan todos los aspectos de la psicopatología, este conocimiento no ha
sido integrado en los modelos de provisión de servicios de salud mental en el país; que aún
se rigen casi exclusivamente por esquemas académicos convencionales bio-médicos,
desconectados de las maneras como las comunidades locales identifican y tratan sus
problemas de salud mental (Perales et al. 1995, Saavedra y Planas 1996).

Recientemente el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación describía la necesidad


de una reconciliación multiétnica, pluricultural, multilingue y multiconfesional y de un Plan
Integral de Reparaciones que atienda a la población afectada por la violencia política desde
sus propios referentes y modos de entender los procesos de violencia vividos, y construyendo
un espacio donde estas poblaciones ejerzan su ciudadanía desde sus propios conceptos,
valores y presupuestos (CVR 2003, IX(2):158). Lo esbozado en el presente informe adelanta
algunas pistas para llevar adelante las recomendaciones de la CVR. En el marco del diseño
del Programa de Intervención de Salud Mental en Zonas afectadas por Violencia Política, la
exploración realizada señala que una clínica intercultural debe poder leer los problemas de
las personas en el marco de sus valores, estilos de vida y condiciones sociales, y exige que
se tomen en cuenta los lenguajes de malestar y los recursos locales (medicinas alternativas,
complementarias y tradicionales) antes de valorar el tipo de articulación posible con los
recursos médicos psicológicos focalizados. En este sentido, se han esbozado también
alternativas de adecuación cultural de servicios que habría que valorar en relación con la
agenda de reforma sectorial (por ejemplo, los esquemas de integración de servicios de
salud mental en atención primaria) y en el marco de los recursos del Ministerio de Salud.
Finalmente, debe quedar claro que el reto de la adecuación cultural de los servicios está en
no dejar que este esfuerzo vuelva a ser instrumental y no se asiente en una lógica de derechos
y ciudadanía cultural. En este sentido es importante que cualquier iniciativa se propicie una
situación de empoderamiento individual y colectivo que genere espacios de deliberación,
acuerdo y efectivo diálogo intercultural. Es también en este sentido que es fundamental
sensibilizar al personal de salud con la existencia de racismo, discriminación y violencia en
la sociedad y en el mismo aparato sanitario peruano.

Traduciendo este horizonte en competencias interculturales que el personal de salud podría


desarrollar en el marco del Programa de Intervención de Salud Mental en Zonas afectadas
por Violencia Política, sugeriría las siguientes:

• El prestador reconoce el racismo y la discriminación y violencia presentes en la sociedad


peruana y en los servicios de salud.
• El prestador se ubica como sujeto de cultura.
• El prestador entiende las consecuencias biopsicosociales de la violencia política
• El prestador conoce los recursos comunitarios de afrontamiento.
• El prestados sabe negociar con el/la usuaria sus modelos explicativos de salud/
enfermedad.
• El prestador se reconoce las ventajas de un sistema de salud plural que integra el saber
de las medicinas alternativas, complementarias y tradicionales.
• El prestador está comprometido con una cultura de paz y respeto a los derechos humanos.
• El prestador reconoce la importancia de tener una comprensión integral, biopsicosocial
de los procesos de salud/enfermedad.
• El prestador promueve un sentido de eficacia y orgullo individual y colectivo promocionando
el empoderamiento ciudadano y la continuidad cultural.
• El prestador entiende la importancia de abrir un espacio de reformulación creativa de la
teoría y práctica psiquiátrica.
• El prestador entiende la importancia de las acciones de promoción de la salud.

I NTERCULTURALIDAD EN S ALUD MENTAL : E LEMENTOS PARA UNA


INTERVENCIÓN EN ZONAS AFECTADAS POR LA VIOLENCIA POLÍTICA 25
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