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El museo femenino en Las musas inquietantes de Cristina Peri Rossi

Analhi Aguirre
Universidad Autónoma Metropolitana de México

“Lo que cuenta es lo que la heroína provoca, o más bien lo


que representa. Ella es la que, ya sea amor o miedo lo que
en el héroe inspire, o bien la preocupación que por ella
siente, lo hace actuar del modo en que actúa. En sí misma la
mujer no tiene la menor importancia.”
Laura Mulvey

En Las musas inquietantes (1999) aparecen ciertos temas manifiestos en la obra de Cristina Peri
Rossi: la mirada, el texto como imagen y el museo. Dentro de este marco (palabra justa para este
análisis) emerge la representación de un sujeto femenino artístico detenido y atrapado en un
tiempo-espacio museográfico. Como explica su autora, el volumen consta de:

cincuenta poemas inspirados en cuarenta y nueve cuadros (desde la Gioconda hasta La


toilette, de Fernando Botero) y una escultura: la famosa Dama de Elche, busto de origen
ibero, declarado Patrimonio de la Humanidad […]. El libro tiene dos desplegables con la
reproducción a todo color de los cuadros elegidos, siendo ya una pieza de bibliógrafo. El
título corresponde a una obra de Giorgio de Chirico. No fue la primera vez que empleé el
título de un cuadro para uno de mis libros de poemas; en 1981, publiqué Europa después
de la lluvia, tomado de una obra de Marx Ernst. La pintura siempre ha sido una de mis
fuentes, y las relaciones que mantiene con la poesía me estimulan (Peri Rossi 2003: 11).

En efecto, el libro es una pieza de arte en sí misma, que se ubica como parte de su
colección personal. Sin embargo, también se convierte en una obra de las bibliotecas-museos de
quienes poseemos el libro.
La idea de un espacio como depósito de tiempo aparece ya en su primera novela El libro
de mis primos (1969). La casa de los primos funciona como un museo donde surge esta galería de
papel como “la/ colección completa de ‘Para ti’/con sus joyas centrales dedicadas a/ ‘Las Joyas
de la Pintura Universal’/donde yo recortaba una virgen de Rafael/o de Ticiano, encuadraba una
bailarina/de Degas o la melancolía de un durazno/de Cézanne” (Peri Rossi 1989: 13-14). Esta
revista mensual, muy popular en Argentina y Uruguay, exhibe a mujeres estereotipadas,
construidas desde puntos de vista tradicionales y superfluos (o discursos de lo masculino), que
evidentemente se dirigen a un público femenino cuyo pensamiento se circunscribe al configurado
por un machismo típico. También se muestra una actividad relacionada con el museo: el
coleccionismo; pero no de piezas valiosas, sino de un objeto cultural de particularidades triviales
y efímeras. En la colección frívola y femenil, las hojas de la revista se convierten en paredes de
un museo, contenedoras de los grandes pintores de la historia, que se han ocupado de las figuras
de mujeres. Las obras pictóricas “recortadas, encuadradas”, elegidas por el narrador, tienen como
motivo principal una virgen y una bailarina (cabe subrayar el contraste, además de las distintas
concepciones históricas y artísticas focalizadas con Rafael o Tiziano, en el Renacimiento, o con
Degas, en el Impresionismo) - y a la naturaleza muerta. Esta selección demuestra la mezcolanza,
a la vez que expone la “cultura de papel” de los integrantes de esta mansión.
En la última novela de la autora, El amor es una droga dura (1999), Jorge, el
protagonista, encuentra unos ejemplares similares mientras revisa su historia inconsciente:
“Cuando era pequeño contempló por primera vez el cuadro de Ingres […] entre los trastos viejos
del altillo de la casa de su abuelo. No era exactamente un libro: era una colección encuadernada
de suplementos dominicales de un diario de gran tirada” (Peri Rossi 1999: 151). A partir de este
encuentro, el niño se topa accidentalmente con la belleza perturbadora y cae bajo los efectos de la
“enfermedad de los museos”, padecimiento psicosomático producido en quienes tienen una
relación estrecha con este tipo de piezas de arte: “Nadie sale indemne de un contacto con la
belleza. […] Graziella Magherini descubrió que muchos de sus pacientes eran turistas que […]
luego de haber visto una cantidad de obras de arte […] experimentaban ciertos trastornos
psíquicos, que definió como el Síndrome de Stendhal” (Peri Rossi 2003: 11).
En este encuentro, Jorge ve por primera vez a una mujer desnuda y cuando su abuelo lo
descubre, dice determinante: “Esas mujeres no existen” (1999, 153). En ambas novelas, la autora
recurre a esta forma de acercamiento del arte como también a una especie de educación de los
niños, perturbados por estas figuras femeninas heredadas y almacenadas por una familia
aficionada a este tipo de museos de papel. Peri Rossi convierte esta idea en un verdadero objeto
de arte: esas revistas banales y suplementos pasan a ser su libro de arte personal, que deja a su
posteridad lectora, sin dejar su debida interpretación. Ella misma confiesa que “sin saberlo, había
padecido el Síndrome de Stendhal durante toda mi vida. […]” y aclara: “El período de elección
de los […] cuadros que componen mi libro de poemas Las musas inquietantes fue de excitación y
felicidad. Mi fascinación por la pintura y por la poesía había encontrado una canalización:
elegiría aquellos cuadros que más me inspiraban” (2003, 13). Y en esta cita, indirectamente, se
refiere al impacto o más a bien a su postura romántica respecto a la literatura, a la vez que enlaza
y revela su tradición.
Es importante subrayar que Las musas inquietantes se emplaza en los parámetros de la
idea del “texto como museo”, que “crea un efecto pictórico, un trazo visual, porque la imagen
desafía al lector, y también porque el arte (fotografía, pintura, dibujo, etc.) se encuentra
inscripto/descripto dentro del texto. Texto-museo: porque la representación de ciertas formas
artísticas permea la narrativa y da una dimensión visual al texto” (Potvin 2005: 167). De este
modo, sus páginas/paredes se transforman en una institución museográfica, donde la selección de
las obras es intervenida por el sujeto poético (la autora), cuestión que le permite crear su propia
galería de arte personal.
La recepción, entonces, se enfrenta ante un espectáculo solidificado de figuras femeninas,
filtradas de antemano por otras miradas ajenas que ya han representado a estas mujeres: en primer
lugar, el artista o la artista que lo ha hecho visualmente y, en segundo término, el yo poético que
con sus palabras hechas imagen deja, a modo de comentario, su interpretación/análisis de las
obras seleccionadas. Por supuesto, la intención de Peri Rossi (2003: 13) respecto a este tema es
claro: “a través de los diferentes poemas expreso una rebelión contra el papel tradicional,
patriarcal de la mujer”.
Según Luz Ochoa, en todo museo se manifiesta “una serie de conocimientos, significados
y prácticas socioculturales [donde] se ponen en juego elementos que influyen en la conformación
de identidades, ideas, normas y roles de género que son apropiados y actualizados en mayor o
menor medida por los públicos” (2008, en línea). La investigadora alude a “dispositivos de
normatividad” que actúan sobre los roles genéricos, la identidad y la memoria, a la vez que
denuncia un sistema androcéntrico que construye una verdad cultural. Se refiere a las muestras
como objetos culturales donde los temas, las creencias y los valores están elegidos, a su vez que
presumen un código específico, tamizados por un:
discurso museológico, el cual se compone de textos escritos […], elementos visuales
diversos, explicaciones [de] visitas guiadas, así como de los guiones de curaduría e
investigación. Estos discursos integran el planteamiento institucional sobre ciertos hechos
[…], y están construidos desde y para un orden simbólico de género dominante que
implícita y explícitamente comunica sus mensajes, favoreciendo su reproducción (2008,
en línea).

Este discurso, mediador entre quienes visitan el espacio museográfico, repite una
ideología instalada desde la mirada “parcial y estereotipada, que comunica la oposición y
jerarquización de lo masculino sobre lo femenino, así como una idea naturalizante de la
organización social genérica, mediante la cual contribuye a legitimar y dispone a continuar esa
mirada” (2008, en línea). Es necesario destacar la mirada como eje de esta configuración de
mundo, que representa y sostiene la representación de los géneros, en este caso, en obras de arte y
que también funcionan como soporte a esta repetición de hábitos.
Eric Hobsbawn y Terence Ranger (1983: 8) apuntan que en las modalidades del pasado
existen tradiciones elaboradas e instauradas:

La “tradición inventada” implica un grupo de prácticas, normalmente gobernadas por


reglas aceptadas abierta o tácitamente y de naturaleza simbólica o ritual, que buscan
inculcar determinados valores o normas de comportamiento por medio de su repetición, lo
cual implica automáticamente continuidad con el pasado. De hecho, cuando es posible,
normalmente intentan conectarse con un pasado histórico que les sea adecuado.
Este tipo de tradiciones empuja y pretende consolidar un orden y transformación social,
no alejada de una hegemonía política y una ideología jerárquica cultural. Pretende y/o
provoca una continuidad con el pasado falsa: “hay respuestas a nuevas situaciones que
toman la forma de referencia a viejas situaciones o que imponen su propio pasado por
medio de una repetición casi obligatoria” (8).

Hobsbawn y Ranger señalan que existe en este camino de tradiciones inventadas un


tratamiento óptimo al transformarse en un “hábito, procedimiento automático e incluso acto
reflejo, [que] requieren invariabilidad” (9). Son políticas culturales que actúan en instituciones
nacionales y que tienen el fin de preservar un pasado estático. Aunque los tiempos prosigan, se
intentará mantener una representación de lo ahistórico monumental 1 con una simulación de
igualdad censaria, mapas fantaseados y museos que forjan tradiciones inventadas.
Teresa de Lauretis sostiene una idea muy similar acerca de la creación de hábitos, pero
vinculada a la construcción artificial del género. En Alice doesn´t (1984), ratifica que la
narratividad (dirigida por los hombres) define la identificación, las relaciones de la recepción y la
interpretación de las representaciones, junto con el deseo. Hay una zona social donde se
despliegan las tecnologías de los sexos. El museo es una tecnología social que obliga a actuar los
roles genéricos de una forma determinada. De Lauretis constata la ausencia de la mujer en estas
redes culturales, inventadas por lo masculino, regidas por concebir a la mujer como un objeto de
intercambio y por la falta del pene/falo, tal como se argumenta desde el psicoanálisis. El sujeto
femenino se encuentra inscripto en tecnologías sociales que se reproducen, al igual que una
tradición inventada:

toda imagen perteneciente a nuestra cultura –y por supuesto cualquier imagen de la mujer-
está situada dentro, y es interpretable desde el contexto abarcador de las ideologías
patriarcales [políticas culturales inventadas], cuyos valores y efectos son sociales y
subjetivos, estéticos y afectivos, e impregnan, evidentemente, toda la construcción social
y, por ello, a todos los sujetos sociales, tanto mujeres como hombres (66).

1
 Desde el punto de vista de Nietzsche (1874), la historia como disciplina se concibe a partir de una postura histórica,
ahistórica y suprahistórica. En la primera, la humanidad es consciente de su pasado y debe lidiar con su presencia.
En la segunda, se ignoran los eventos históricos, “lo ahistórico es semejante a una atmósfera protectora” (Nietzsche:
en red). Por último, lo suprahistórico se refiere a una concepción histórica, como resultado de una gran reflexión.
Vincula estos aspectos a tres concepciones de la historia. Una que llama monumental, que exalta un tiempo agotado,
pleno de momentos eminentes, postulados como ejemplos a imitar y una anticuaria, centrada en preservar y venerar,
desde una perspectiva piadosa en la que se protege con cuidadoso esmero lo que subsiste desde tiempos antiguos
[…] para los que vendrán después, aquellas condiciones en las que [la misma persona] ha vivido – y así sirve a la
vida. Para tal alma, la posesión del patrimonio ancestral toma  un   sentido   diferente   porque,   en   lugar   de
poseer el alma estos objetos, [esta  última] está poseída por ellos. Nietzsche (1874: en red). A este universo cerrado y
fijo, Nietzsche agrega que, esta forma de entender la historia, incita al sujeto a refugiarse en su propia casa y estirpe.
Allí,   tiene   un   panorama   limitado   de   los   acontecimientos,   donde   le   es   imposible   evaluar   lo   verdaderamente
significativo del pasado histórico, lo considera indistintamente virtuoso, y desdeña lo nuevo o en etapa de ejecución.
Finalmente,   dentro   de   estas   especies   de   la   historia,   designa   a   la  crítica,   como   una   manera   de   descomponer   y
cuestionar tiempos pasados para sancionarlos de un modo justo.
Las representaciones de cada uno de los sujetos sociales se instauran a través de
tecnología sociales (hábitos, actuaciones, actos involuntarios) que involucran la dirección, por
supuesto, del patriarcado en curso. A su vez, hay “factores históricos que pueden incluir discursos
sociales, codificación de género, expectativas de la audiencia, pero también la producción
inconsciente [refleja], la memoria y la fantasía” (67). Tecnologías sociales/culturales que obligan
e imponen a comportarse con un modo fijo, invariable que siempre, se liga a un pasado digno,
puesta en escena, ejemplo a seguir. La repetición se convierte en hábito, cuyo origen ya no se
recuerda, así como la primera imposición “consciente” por parte de un Estado/Nación.
En “La tecnología de género”2 (1987) De Lauretis formula su idea acerca de estas
representaciones a la vez que auto-representaciones, y sugiere que: “el género […] es el producto
de variadas tecnologías sociales –como el cine- y de discursos institucionalizados, de
epistemologías y de prácticas críticas, tanto como de la vida cotidiana” (8). Cada una de las
pautas nombradas ha sido y es ideada, con el fin de imponerlas dentro de regulaciones
manipuladas por un aparato Estado/Nación, que otorga con carácter de obligatoriedad atributos a
las mujeres y a los hombres.
Las dictaduras en el Cono Sur, por ejemplo, fungen de tecnologías sociales que constriñen
la idea de mantener un status quo manifiesto que se opone a cualquier modo de rebeldía o
subversión, agresor contra la familia, la nación y el estado. El género se muestra como una
representación de una clase de personas, “en términos de una relación social particular que pre-
existe al individuo y es predicada en la oposición conceptual y rígida (estructural) de dos sexos
biológicos” (De Lauretis 1987: 11). El producto y el proceso de género son siempre una
construcción. La mujer participa como figura central, símbolo de la tradición, en la idea de patria.
En situaciones donde estos valores ejes de una nación autoritaria se ven afectados de manera
calamitosa para los gobiernos militares, como sucede entre los años 70 y 80 en el Cono Sur, los
aparatos estatales afianzan sus principios -de forma encubierta- a la vez que logran

2
 A partir de la teoría de Michel Foucault sobre las “tecnologías de sexo”, De Lauretis plantea las “tecnologías de
género”,   donde   los   cuerpos   son   manipulados   por   las   hegemonías   culturales,   inscribiendo   qué   se   entiende   por
masculinidad y femineidad. Estas “tecnologías” pueden ser las instituciones, el sistema educativo, el cine, la vida
cotidiana, entre otros: “con poder para controlar el campo de significación social y entonces producir, promover e
“implantar” representaciones de género” (De Lauretis, 1987: en línea). Se trata de una construcción que se representa
y se auto­representa. 
una adhesión incondicional a una concepción retrógrada de las relaciones de autoridad,
que consagra entre otras la preponderancia del […] hombre frente a la debilidad congénita
de la mujer. […] Esta tendencia […] es inherente al modo en que el capitalismo resuelve
la inserción social de las nuevas tecnologías simbólicamente encerradas […] los valores
viriles. Más se orienta la tecnología dentro de cauces dominantes y totalitarios, más se
necesita de la mujer como dominada pero también como alivio, como sonrisa. Frente al
horror […], la cultura machista se redime con la mujer (Mattelart 1977:18-19).

Las tecnologías de género se confabulan para perpetrar una mujer que actúa como
guardiana de las tradiciones, la casa y la patria: “en esta operación supraestructural el papel
asignado a la mujer es preponderante como en todo contexto fascista. Se la ha devuelto a su
hogar para mejor movilizarla en función de las nuevas necesidades del nuevo Estado por
instaurar” (22). El rol de la mujer -femenino en su totalidad- debe velar por la “seguridad
nacional” ante el peligro provocado por fuerzas malignas que puedan inculcarse a las próximas
generaciones bajo su esencial tutela, el cuidado de la economía nacional, todo ello llevado a cabo
bajo el lema “educar a sus hijos en el culto de la patria” (23).
¿Qué sucede en el museo de Peri Rossi? En primer lugar, hay que poner mucha atención
al epígrafe de la obra, una frase de Jacques Lacan: “La mirada es la erección del ojo”. Las teorías
del psicoanalista francés también son parte del temario de la escritora. De hecho, en El amor es
una droga dura se cuenta la anécdota de la afición de Lacan a la pintura El origen del mundo de
Gustave Courbet. Precisamente es la imagen de una mujer con un primer plano de su sexo, con la
cabeza y demás extremidades fuera. En el epígrafe se evidencia la función fálica de la mirada y,
por ende, como esta funda una imagen masculina, una representación donde la mujer no existe,
sino sólo como objeto de deseo. El ojo/falo se convierte en hacedor de poder y dominio.
Para Lacan, entre el ojo y la mirada existe una relación contradictoria, pues “el ojo que
mira es el del sujeto, mientras que la mirada está del lado del objeto, y no hay coincidencia entre
uno y otra […] Cuando el sujeto mira un objeto, éste ya está siempre ya devolviéndole la mirada,
pero desde un punto en el cual el sujeto no puede verlo” (Evans, 1996, p. 130). Mediante la
mirada, se plantean dos preguntas claves: ¿qué soy para el otro? Y ¿qué quiere el otro de mí? Al
mismo tiempo se establece una liga con la angustia. Es decir, se trata de una mirada que angustia
porque provoca el deseo del deseo del otro. En otras palabras, el sujeto desea desde la perspectiva
de otro, hecho que se funda en el inconsciente.
Laura Mulvey enfatiza que “en su papel exhibicionista tradicional, las mujeres son
simultáneamente miradas y expuestas, con su apariencia codificada para un impacto fuertemente
visual y erótico de modo que pueda decirse que connotan mirabilidad. La mujer expuesta como
objeto sexual es el leitmotif del espectáculo erótico: […] ella retiene la mirada e interpreta y da
sentido al deseo masculino” (2007: 86, énfasis en el original). Es de sobra conocido que el
psicoanálisis nunca pudo decodificar el deseo femenino. En El pulso del mundo y a propósito del
comentario acerca de la obra de teatro Monólogos de la vagina de Eve Ensler, Peri Rossi exhorta
a: que los enfáticos soberbios y sobresalientes penes se encojan, se rían de sí mismos y
demuestren su flaqueza y debilidad [pues] es algo que la literatura nos debía hace mucho tiempo;
y que las vaginas nos ofrezcan su variedad, su ilusión y su decepción, es darle la palabra a ese
órgano que Freud –pobre- definió como un misterio, y Lacan –pobre- como un agujero (2005:
412).
La primera pintura que inaugura Las musas inquietantes es “La encajera” de Jan Vermeer
de Delft, pintado en 1669. El motivo de la joven trabajando el encaje es tradicional en el arte
holandés y muestra las virtudes de las mujeres en la casa. El poema dice así: “La aplicación de las
manos/de los dedos/la concentrada inclinación de la cabeza/el sometimiento/una tarea tan
minuciosa/ como obsesiva/ El aprendizaje de la sumisión/y del silencio/Madre, yo no quiero
hacer encaje/no quiero los bolillos/no quiero la pesarosa saga/No quiero ser mujer” (13). El
discurso museográfico que interviene la obra ante nuestra mirada invierte la normatividad. Una
mujer del siglo XVII desea no ser mujer, poder hablar y elegir otra profesión. La mujer como
objeto de deseo de los hombres invierte su función y, según estos versos, deja de ser espectáculo
o proyección masculina. La encajera desea, como muchas mujeres, ser libre. El sujeto poético,
nuestra guía en este museo de papel, desea a través del deseo de otro y lo expresa. De este modo,
altera lo fálico, porque la imagen hecha por un hombre, espejo de sus deseos, pasa a ser reflejo
del deseo de una mujer: aplicación, inclinación, sometimiento, silencio: “no quiero la pesarosa
saga, no quiero ser mujer”.
“La princesa de Este” es otro de los poemas que enmarca, en este caso, no la postura
obediente y subyugada de la mujer sino, más bien, su irreconocible lugar en el mundo: “Severa/la
ignota Princesa de Este/se pasea, digna, entre las mariposas/de un jardín de Ferrara;/ las flores en
las ramas oscuras/ son peces suspendidos en el aire de Ginebra/y una pequeña rama de enebro, en
el hombro, /más que un desliz de frágil dulzura/es el signo de su nobleza, el símbolo de Este. […]
Nadie supo nunca/ el nombre de esa Princesa de Este” (17). La princesa, es desdeñada por su
circunstancia de mujer: ”carece de nombre (es decir: es invisible, a pesar de su condición
nobiliaria” (Peri Rossi 2003: 14).
Aunque en la pintura de Pisanello hayan identificado a Ginevra d’Este como la joven
retratada, al principio se creyó que era Margherita Gonzaga, una mujer que parece otra mujer. En
la obra, “la mujer no existe”, repitiendo las palabras de Lacan. Ginevra no es por ella misma, sino
por su matrimonio con una casa nobiliaria. A pesar de que aparece como la silueta central es tan
sólo una figura, un maniquí que carga con símbolos ajenos a ella, como el jarrón en su camisa o
el enebro, señal tanto de su procedencia como de su falta de libertad. También sus vestidos
bordados se suman a esta idea de muñeca que representa “la pasividad: con ellas se juega, se las
adorna, se tiran, se rompen, se desechan […] nunca se quejan, carecen de iniciativa y se
encuentran condenadas irremediablemente a las decisiones ajenas. Esta segunda característica
está en la base de todo el imaginario masculino” (Fariña Busto, 2002, p. 235). La joven sin
nombre de pila se muestra severa y digna, pero también ignota, como si estuviese haciendo su
papel a la perfección, como debe ser, pasar desapercibida, ignorada. Encarna una contrapartida
pasiva- ideal: “ella sabe que su papel es representar” (Mulvey 2007: 91).
Ahora, la mirada de nuestra guía denuncia o, mejor dicho, expresa el deseo del deseo de la
denunciada. Esta vez lo consigue implícitamente. La princesa fue identificada como Ginevra con
v chica; y hay un verso que menciona su nombre, pero de manera encubierta: “las flores en las
ramas oscuras/ son peces suspendidos en el aire de Ginebra”. Ginebra con b grande está en Suiza,
pero aquí se trata del reflejo de un nombre difuminado. De un modo más sutil que en el otro
poema, el sujeto poético lanza la acusación a quien la tome, a quien se sienta o desee sentirse
igualada. Sólo la receptora atenta, el receptor suspicaz lo logrará.
Como sucede con la mujer de la pintura anterior, adherida sin nombre a un título
nobiliario, la escultura “La dama de Elche” surge como una representación femenina remota,
descubierta en España en el siglo V. Según el poema, los atavíos se transforman en “un pasado
íbero/que cuelga en forma/de pesados collares/ y hojas de acanto” (25). Aunque la dama (alusión
a nobleza, elegancia y educación femenina) se exhiba “Solemne en sus vestiduras/plácida y digna
guardiana/del fuego y del hogar” y también se muestre “Soberbia bajo los arcaicos/símbolos de
su estirpe”, ella responde a hábitos, a una actuación, a una puesta en escena “como corresponde a
su condición” (25).
No obstante, es la mirada que anuncia, que evidencia un deseo: “Si no fuera/ que esos ojos
fríos/ solemnes como el resto/pero apenas dilatados/ esa mirada como desprendida/del contexto/y
que el pasado, /el servicio familiar/y la tradición/no pueden controlar por completo/anuncian tu
modernidad” (26). La mujer antigua tiene una mirada, un deseo separado de su entorno obligado,
que “son el presagio de una sonrisa/llena de ironía/que ninguna estirpe puede ocultar” (26). La
dama ibérica se vincula a la encajera porque sabe que debe cumplir con una tradición y con un
servicio doméstico. Se relaciona con la princesa y carga su nobleza como un compromiso, como
un contrato. No obstante, ella, más antigua que las otras dos, irónicamente asegura un destino
nuevo sin dependencia, ni vasallaje. La mirada se convierte aquí en la erección de sus ojos fríos,
es decir, en poder.
El origen del mundo (1866), el mismo cuadro que obsesionó a Lacan emerge como la
pieza del museo femenino que demuestra sin tapujos la cosificación de las mujeres. El recorte del
primer plano de su torso con una inevitable focalización al sexo de la figura, sin cara, ni
expresión la convierten en un objeto de deseo. Esta vez la imputación es brutal y sin adornos:
“Un sexo de mujer descubierto/ (solitario ojo de Dios que todo lo contempla/ sin inmutarse)”
(p.75), y la metáfora mujer/ojo, mujer/falo es indudable. El origen/el sexo de la mujer es como
Dios: perfecto, completo, impenetrable, imposeíble, intocable e “incomparable en su facultad de
procrear”; su supremacía no puede discutirse. Sin embargo, es un poder “sometido desde
siempre/ (por imposeíble, por inaccesible)/ a todas las metáforas/a todos los deseos/a todos los
tormentos” (p. 75). Entonces, su poderío se sitúa en un espacio de tensión: este principio supremo
no se puede tener, es como el objeto a de Lacan, la falta, que nunca se podrá satisfacer, de ahí su
contrariedad esencial, que la hace, sin más, culpable. Y aún imposible de poseer, está sujeta por
ser lo que es.
La pintura que da nombre a la colección, Las musas inquietantes, tiene dos poemas. El
primero se concentra en la imagen de las dos mujeres mutiladas, hecho que las vuelve siniestras
(en un sentido freudiano), a la vez que son objetos sin vida, al igual que la estatua romana que
aparece detrás. Los versos ensalzan aún más este “inquietante” cuadro de “musas”: “En el sueño
rojo/ de madera/que conduce de la actualidad/al pasado/se eleva monumental una musa sin
brazos” (p. 77). Nuevamente, dos ideas se contraponen: la monumentalidad de una mujer rota; un
regreso a un pasado igual de escabroso. La otra imagen como relegada: “espera, sentada, /sin
cabeza, /como una madre cansada de viajar”. Al igual que en la obra de Courbet, mujeres sin
cabeza, sin pensamiento, sin logos, cosificadas, pero en esta ocasión se compara con una madre,
que aguarda al parecer lo inesperable. El poema termina con una grave exhortación: “Yo os
invoco/Haced de la angustia un color” (p. 78). El sujeto poético interviene en el cuadro
directamente, revive a las dos figuras y ante lo siniestro (algo familiar que retorna, según Freud)
y, por ende, angustiante de su situación les pide a las mujeres que transformen sus sentimientos.
Las mujeres museísticas de esta pintura, de alguna manera, renacen por las palabras que ellas
mismas inspiran.
En el segundo poema, las musas pierden toda su calidad de poesía: “Descabezadas,
incompletas, /solemnes en pedestal ridículo/ o sentadas al borde de la calle, /como quien espera
un auto/o un cliente/las musas domésticas/ engordan/pierden un brazo/ los cabellos/se quedan
calvas” (p. 79). En palabras de Peri Rossi, “las musas, de Chirico, están descabezadas, son
ordinarias, vulgares, mudas” (2003, p. 14). Estas siluetas femeninas se enlazan, otra vez, con la
encajera, la princesa, el sexo de El origen del mundo: su pompa es grotesca, risible, se hallan
“sin oficio verdadero/en un mundo cada vez más agitado” (p. 79). Han quedado como si fuesen
restos de una tradición: aunque están en el exterior, es decir, que ya no pertenecen a un espacio
únicamente privado, no dejan de ser domésticas y marginales. Los versos son determinantes, a la
vez que sin esperanza. No hay una exhortación como en el poema anterior, ni tampoco un
presagio, como sucede con la escultura de la dama ibérica.
En su artículo “Pragmática particular”, Rosalía Baltar propone que la colección Las
musas inquietantes

plantea problemas para pensar en torno a la lectura de cómo un ojo de fin de siglo mira la
historia del arte occidental: una mascarada irónica, una ilusión de totalidad, un
desplazamiento de auras. Podría decirse que estas cuestiones aparecen ya en la edición
material del texto: la pérdida del aura de los objetos estéticos es expresada aquí a través de
la minuciosa composición del aura de un objeto bello: este libro (en línea).

Con toda razón, se refiere a un ojo poético que posa (y osa) una mirada de poder sobre
ciertas pinturas emblemáticas, a finales del siglo XX. La carencia de esa aura estética es
transformada en otro tipo de belleza que instala en el libro una idea histórica sobre la condición
del género femenino a través de los siglos.
Peri Rossi logra en su galería personal una delicada pero feroz crítica hacia los modelos
femeninos fosilizados, al mismo tiempo que alerta a lxs lectorxs acerca de nuevas posibilidades
de lectura del arte. De este modo, entonces, modifica la percepción de ciertas imágenes
convencionales de lo “femenino”, a favor de otras nuevas, diferentes. La presente contribución ha
procurado, en tal sentido, ofrecer una perspectiva alternativa, aún a riesgo, como señalara Judith
Buler, de “perder algo de nuestro sentido del lugar que ocupamos en el género”.

BIBLIOGRAFÍA
Baltar, Rosalía, “Pragmática particular”, en línea:
http://pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero26/cperiro.html
Butler, Judith (2001). El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad.
México: Editorial Paidós Mexicana.
Fariña Busto, María Jesús, “Mujeres de plástico. Representaciones de la feminidad artificial en
escritoras latinoamericanas”, en Carme Riera, Meri Torras e Isabel Clúa (edas.), Perversas y
divinas, Valencia, Ediciones exCutura, 2002, vol. 2, 235-241.
Peri Rossi, Cristina, El amor es una droga dura, Buenos Aires: Editorial Planeta/Seix Barral,
1999.
-----, El libro de mis primos, Barcelona: Grijalbo, 1989.
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Potvin, Claudine, “Gender, Photograph, and Desire: Visual Practices in El amor es una droga
dura by Cristina Rossi”. En Mosaic, Vol. 38, No. 1, pp. 167- 185, 2005.
habría que profundizar los conceptos de psicoanálisis que se presentan y mediar las categorías
que se incluyen en el análisis literario. Ajustar argumentación y corregir redacción

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