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Crónica de viaje

Los Montes de María: de la cuna del conflicto a garita de artesanos

Lo inhumano la ha convertido en una región resiliente, porque luego de tantas


cicatrices de la guerra, hoy da hijos promotores de paz que narran sus territorios.

Por: Jorge Andrés Acevedo Díaz

22 de febrero de 2019

1. Nos invitaron a una ciudad para hablar de cómo es narrada la paz en


Medellín. Así, sin mucha preparación, Adriana Seguro, una de mis profesoras de la
Universidad de Antioquia, y Cindy Pescador una compañera cercana del pregrado,
armamos maletas una tarde de septiembre del 2018 y compramos tres tiquetes en
bus para Sincelejo, capital de Sucre, un departamento sabanero ubicado en el norte
del país, justo en los inicios de la región caribe.

Cogimos las maletas y nos montamos al bus. Fueron 11 horas de camino mientras
dormíamos cobijados por la noche. El bus serpenteaba por las montañas del norte
antioqueño para llegar a nuestro destino. Nos dijeron que esa ciudad era como un
pueblo pequeño, que no había mayor desarrollo y que debíamos tener cuidado con
no decirles “costeños”, pues no lo son, y les incomodaba que existiera ese
imaginario popular; “ellos son sabaneros”. Además, que no saliéramos muy tarde
por las calles si no era con una persona conocida. En realidad no pasaríamos mucho
tiempo en esa ciudad, nuestra motivación estaba en asistir a un recorrido guiado
por los Montes de María, uno de los lugares más importantes a la hora de hablar de
la historia de la violencia en Colombia y nosotros sabíamos que, más que ir a hablar
de cómo se percibe la paz en Medellín y cómo se gesta desde su cotidianidad,
íbamos dispuestos a escuchar cómo ese territorio ha sido marcado históricamente
por la violencia y hoy es protagonista de iniciativas de paz. PÀRRAFO MUY LARGO,
INCLUYA PUNTO SEGUIDO…

A los Montes de María la convirtieron en una región marcada por la


guerra. Cualquiera al escuchar su nombre, si es que lo ha escuchado, podría tener
innumerables connotaciones de ella, pero la mayoría siempre con un corto, muy
corto, hilo que la une a la violencia. De hecho, son pocos los que, al oír de los
Montes de María, pensarán en una subregión del Caribe colombiano, ubicada entre
los departamentos de Sucre y Bolívar, con encantadoras caídas de agua y cerros
que poseen características climatológicas y físicas fulgurosas. Tampoco creo que
piensen en el Santuario de fauna y flora Los Colorados, los particulares santos de
agua o asentamientos de la cultura Zenú, zonas protegidas de la región. Esto, ni
nosotros lo sabíamos.

Es difícil comprender cómo se fraguó allí la guerra, una impuesta, aprovechada y


trágica desde donde se mire. Lo cierto es que las raíces de ese conflicto se traducen
en tristezas más profundas que la de una simple lucha contra ciertos grupos al
margen de la ley. Los Montes de María es una región privilegiada por sus suelos,
sus montañas y su fácil comunicación con Cartagena y Barranquilla por agua y por
carretera, esto la llevó a recibir más de 640 invasiones a campesinos entre 1971 y
1972. Y aunque ellos, organizados bajo diferentes mecanismos, y trataron de llamar
la atención de los primeros mandatarios que gobernaron en Colombia por los
siguientes periodos, no fue suficiente para que siguieran latentes los atentados que
allí se vivían. Años después, frentes guerrilleros de las Farc y el ELN echaban
raíces en la región siendo protagonistas de secuestros, toma de pueblos, ataques
a la fuerza pública y la extorsión. Así, entre 1999 y 2002, tiempo en el que se
conformaron grupos armados presentes en la zona, liderados por alias Cadena y
alias Juancho Dique cometieron masacres en el corregimiento de El Salado, donde
70 campesinos fueron torturados y asesinados; en Chengue, 27 muertos a garrote
y machete, según El Espectador, y cerca de 20.677 personas que se vieron
obligadas a desplazarse. Solo por mencionar una parte de la historia.

La cuestión es que las víctimas de todas las tragedias de los grupos organizados
por los mismos hacendados y políticos, que en su mayoría eran los mismos, eran
los campesinos, los mismos que desde hace décadas han luchado por la defensa
de esas tierras, han querido ser escuchados desde que inició esa barbarie.
Poseedores de una cultura rica en palabras, gaitas, tambores y cultivos, los mismos
que han sido arruinados y asesinados por quienes se pasean por las ciudades
masacrando, como si nada pesara sobre sus hombros. Así, la región se convirtió en
la cuna de una guerra clandestina, una que la llenó de recuerdos de grupos armados
y parapolíticos que vieron en ella una oportunidad para potenciar sus ambiciones
y pésimos designios.

Estando en la ciudad, dejamos las maletas en un hotel cualquiera, nos dimos una
ducha y dormimos no más de dos horas. Nos levantamos y empacamos lo más
necesario para empezar el recorrido que nos llevaría a los montes. Ya podía sentirse
el cambio de temperatura en la piel. Nos apuramos, ese día tendríamos la
oportunidad para ver otro matiz de la Colombia que solo la mitad conoce, la que
solo ha escuchado la paz por relatos ajenos y no por los propios.

De la ciudad tomamos un taxi a un lugar donde nos reuniríamos con otras personas
de diferentes partes del país y del mundo que habían ido a contar sus intereses en
hablar de paz. Nos encontramos en la periferia de Sincelejo, en una de las pocas
universidades que tienen presencia en la capital sucreña y, bajo un techo construido
de ramas y sostenido por unos cortos palos de madera, tomamos un desayuno
típico del lugar que nos tenían preparados: chicharrón, dos trozos de yuca, queso
costeño y una lonja de carne. Pero estando allí comprendí que el protagonista no
era el desayuno tan atípico para nosotros, tampoco lo era desayunar en una casa
ecológica que me hacía sentir en una ranchería, ni siquiera lo era la lluvia que
empezaba a caer, cosa que allí rara vez sucede. La protagonista era una mujer de
apariencia mayor, con su piel morena tan característica de los sucreños, con un
bastón de madera que acuñó contra el comedor y con mochila bien puesta, como si
estuviera dispuesta a emprender algún camino. Y así era; sería ella quien nos
acompañaría bosque adentro hasta llegar a los montes y quien, por seguridad,
llamaré Luz.

Con Luz y los otros asistentes nos montamos en un pequeño busetón que en 45
minutos, y alejándonos de la lluvia que empezaba a bañar los montes, levantando
un fuerte olor a tierra, como si hace meses se hubiera olvidado de ellos, nos llevó
de Sincelejo a -uno podría llamar- corazones de la subregión: Corozal. Este, uno
de los 15 municipios de Sucre y Bolívar que componen esa subregión caribeña, nos
esperaba con sus historias, ruinas y esperanzas.

2. Llegar allí es ser testigo del diario vivir de quienes


han buscado mitigar los abusos que han estampado
su historia. Es intentar ponerse en los zapatos de
quienes han sufrido las persecuciones violentas, es
hacer un intento por leer la mirada de quienes han tenido
que poner sus hijos al servicio de una guerra que no les
pertenece y que hoy buscan refrendar la dura historia
que el destino les ha trazado.

Foto por. Jorge Acevedo. Las casas como lienzo


de una paz anhelada.
Llegamos a Corozal y, mirando las escalas del pequeño bus, me preguntaba,
¿Cómo es vivir en estos terruños? Cómo podré comprender un poco lo que han
vivido si solo soy uno más de los que vienen “de afuera”. Pensaba lo fácil que es
tomar un bus, cruzar Sincelejo y tomar una ruta que lo llevara hasta allí. Pero qué
tan fácil podría ser entender la forma en que han sido testigos delo vivido; eso no lo
sabía ni lo podría planear. Ante nuestra vista, estaba una calle de tierra seca y
piedras y que, con su trazo, rompía por toda la mitad las pequeñas viviendas de
aquel caserío. La mayoría de casas sostenían sus ventanas cerradas, como si nadie
se atreviera a asomarse a ver quién entraba o salía, unos pocos burros que
andaban libremente por medio del camino y un particular paisaje compuesto
por montañas, como si estuvieran abrazadas y quisieran proteger su pueblo.

Ya era casi el mediodía y con ello se empezaban a sentir las ciertas dinámicas
pueblerinas: hombres descargando sus herramientas en las aceras de sus casas,
olor a pescado recién frito, el canto de unos gallos de fondo y la voz de una niña
que al pasar por una casa de asoma a la ventana y grita “¡María José, vamos tarde
para la escuela!”.

Todos, excepto Luz, éramos extraños. Algunos nos aislamos un momento a


tomarnos un café que vendía un corozalita bajo un árbol que irrumpía en la
carretera. Creo que es el café más pequeño que me he tomado en mi vida, tan
mínimo era que no faltó el que llegó pidiendo que le sirvieran tres. En nuestros
rostros se reflejaban los gestos propios que supone el asombro del conocer algo
nuevo. Se notaba en el ambiente y en el clima la expectativa colectiva por conocer
más de las realidades que allí se han gestado y que hace años se empezaron a
escribir, dando lugar a tantas interpretaciones como personas que han intentado
narrarlas.

Todas las casas son construidas de tablas, desde los techos y


paredes hasta los pisos. Tanto así que parece una política a la
hora de construir en el lugar; la biblioteca, almacenes, iglesia y
escuela también tienen esa particularidad. Al caminar en
medio de las coloridas casas me hice la expectativa de sentir
en el aire un olor a madera, pero no. El lento y constante viento
que baja desde las montañas peinando el pequeño poblado
solo trae un olor a tierra seca. Dimos unos pasos más por la
biblioteca del municipio. Allí, el olor a maderos si se Fotografía por. Jorge Acevedo,
Sostener en madera el territorio
concentraba con el característico aroma que se siente al abrir resiliente.
un libro. Toda de madera, la biblioteca, guardaba en sí unas mesas redondas, unas
ventanas tan grandes como las puertas y unas atractivas escalas en forma de
zigzag.

Empezaba a caer la tarde y llegaba hora de que los proles de esa tierra nos narraran
un poco de su historia. Sin más preámbulos pasamos a un patio al interior de la
casa. Allí había un pozo decorado con jardineras y cubierto por un amplio techo de
tejas verdosas. Alrededor de él nos dispusimos en un círculo para escuchar a Luz,
líder social de los Montes de María.

3. No hay comisión ética ni jurisdicción especial para la paz que funda los
recuerdos que los habitantes de esas tierras han vivido. Ellos, quienes han
crecido viendo sangrar las montañas, a sus hermanos e hijos, hoy son
sobrevivientes o -como dice Luz- son “muertos en vida”, porque, sin ser metafórico,
quienes allí habitan y han sido aporreados por la violencia llevan muerta una parte
en sí. “Muertos porque no volvemos a ser los mismos y porque cada vez que el sol
busca ocultarse en las lejanas montañas, el único pensamiento que llega a la mente
es el de la incertidumbre, el no saber si vale la pena soñar, pues aquí el existir
parece una suerte itinerante que señala a dedo a quien premiar” expresa Luz.

Luz creció escuchando el sonido de la guerra, fue su paisaje sonoro desde que
caminaba descalza por la única calle que atraviesa su caserío, Corozal. Una mujer
que la vida la ha obligado a renunciar a tener una vida tranquila donde pudiera salir
de casa con alguna certeza de poder volver segura. Una víctima de la violencia que
le ha quitado a su familia, sus vecinos y sus amigos. Lo único que la guerra no le ha
despojado son los sueños de defender su territorio, su casa, el lugar donde ella
quiso ver crecer su hijo, lo que no pudo lograr gracias a una mano oscura y fría que
la obligó a llevarlo a otro país para poderlo proteger.

“A mí esto nadie me ha dicho métete, nadie me llevó un libro. Uno se mete porque
eso le corre en la sangre. Todo lo que le decían a uno, todos los días, eso le rayaba
el ojo a uno, porque era el diario vivir, porque si uno aquí desayuna no almuerza y
si almuerza no cena, entonces eso nos hace pensar que solo unidos podemos lograr
un cambio y hacer la Colombia que soñamos, nosotros mismo podemos. No nos
vamos a quedar esperando que personas de afuera nos vengan a ayudar a
solucionar nuestros problemas” decía Luz, sentada en el borde de la silla, inclinada
hacia nosotros y apoyándose en su bastón. Y es que el problema de la violencia les
ha hecho tanto daño que no han podido aprender a valorarse como territorio, a saber
ponerle un precio a sus productos y a no regalar todo al precio que le digan. Luz
menciona, con su voz empezando a quebrantarse, cómo ser campesino en
los montes de maría es sinónimo de pobreza, de carencia de soberanía alimentaria
y de una vida sostenible, la que fue destruida por la violencia, por “la
mano negra, los pájaros”, como ella recuerda que era llamada cuando era joven.

“La última persecución que a mí me hicieron fue por allá en los 1985, cuando
llegaron a mi casa y me quitaron toda la plata. En ese tiempo se estaban perdiendo
los líderes en un lugar que se llamaba La Posa del Chorro. Luego los encontraban
como NN. Gracias a un periodista que vivía al lado mío pude hacer la denuncia, ¿y
qué me quedó? Desaparecer, con el dolor en mi alma, desaparecer.” Luz recuerda
esas escenas como la base de su motor que hoy la lleva a impulsar la organización
de las mujeres, de los campesinos, de todos, en la lucha por la defensa de los
derechos humanos. Ella dice que ahora su hijo vive tranquilo en Inglaterra y que le
insiste que se vaya, pero ella reitera que su misión está con su tierra, para que nadie
viva lo que ella sintió en carne propia.

Luz se puso de pie, miró a las altas montañas y se ventea con una gorra que tiene
en su mano. “Qué bochorno, y eso que otros días el calor es insoportable”. Dijo sin
profundizar más en este este tema.

“No hay dinero en el mundo para pagar todo lo que nos han hecho: la desintegración
de la familia, el exilio, eso es algo que no se lo deseo a nadie, porque es tu vida, es
tu bienestar. No es lo mismo una muchachita que quiere irse para Europa porque
quiere estudiar que yo irme de mi tierra porque no me quiero morir. Salir de tu tierra
porque si no te matan. Tuve que salir y vivir siete encarcelamientos por parte del
Estado, que porque era una supuesta guerrillera, yo que no sabía ni coger un arma”,
-dijo Luz-, con su rostro inclinado al suelo, como queriéndonos ocultar su dolor.

Una tierra que pide ayuda, que pide ser escuchada y ser visibilizada. Porque no
quieren más conflicto, porque saben que tienen un alto potencial para ser
recordados por mucho más que la violencia. “¿Qué sabe el Estado de nosotros?
Nada, ¿Por qué ha respondido el Estado? Por nada. Entonces por eso nosotros
trabajamos por llevar a los campesinos a hablar de su historia a los espacios donde
nunca se les ha hablado de esto como parte de la historia. Íbamos a colegios, ¿cómo
era posible que habían niños que no conocían lo que se ha vivido en estas tierras?
Ello se quedaban aterrados, se querían tomar fotos con nosotras, nos abrazan
cuando le contábamos esas historias que hacen parte de Colombia, de este que
también es su país. Entonces hoy, todos le estamos apuntando a la paz, pero es
una tarea muy grande. Una responsabilidad muy grande que tenemos con este
pueblo y con los campesinos. Porque todos nuestros líderes fueron asesinados, y
si no me hubiera ido a otro país hoy no estuviera aquí, haciéndole un poco de fuerza
a esta esperanza que nos une.” Dijo Luz, como parte de sus últimas palabras en
ese encuentro, secándose las lágrimas que le traen el recordar que no pudo ver
crecer su hijo en esas tierras ni poderle brindar unas mejores posibilidades de vida,
oportunidades que hoy se gestan en esos montes que son garita de artesanos. Sí,
tejer la paz es un arte, uno que nos llevará muchos años aprender.

4. Todos nos mirábamos, algunos rumoraban en voz baja hasta que una voz
entró a romper el silencio. “Tampoco nos podemos olvidar de la comunidad LGTB,
eso es otro cuento que aquí ni se puede mencionar, es un escudo satanizado que
también ha dejado muchos muertos en los montes” -dice Juan- amigo que Luz que
desde hace más de 10 años ha sufrido las angustias propias de defender una
comunidad tan vulnerable como lo es la comunidad de la diversidad sexual.
Recuerda como cada vez que intentaba defender la comunidad lo
intentaban apuñalar en la puerta de su casa.

“Al inicio le insistimos mucho a la gobernación que nos apoyara, que nos ayudara
en una campaña contra la homofobia. Aun sabiendo que ya habíamos hecho un
estudio que dio como resultado que el ente más homofóbico de todo el
departamento era la misma gobernación de Sucre, específicamente la Secretaría
de Educación”, menciona Juan, mientras Luz continúa parada y mirando a los altos.
Nosotros estábamos atentos. Solo en algunos momentos sonaban unos acelerados
motores de algunas motos que llegaban como desafiando el pueblo. Cuando eso
pasaba, inmediatamente uno miraba a los escoltas, como tratando de sentirse
seguro y protegido al no saber qué pasaba afuera. Juan continúo contando cómo le
insistió tanto a la gobernación que lo apoyaran, no con dinero sino con logística y
facilitando algunos medios como espacios para hacer campañas, propaganda
desde la gobernación y brindándoles seguridad a las personas de la población que
estuvieran en riesgo.

“Yo les insistí mucho que vieran que podía pasarle algo a alguien, que teníamos
que cuidarnos. Lo que no sabía es que me podía pasar a mí.” Con esa frase cerró
contándonos cómo fue su atentado. Cómo desde hace años ha movilizado a la
comunidad LGTBI a no reprimirse, a no sentirse sola, a no alimentar el odio de todos
los que al verlos salir dicen “ahí va la marica, la zorra, la loca del pueblo”. Nos narró,
entre muchas cosas, la forma en que esa discriminación está sembrada en el seno
familiar de los habitantes sucreños, cómo hay padres dispuestos a pagar para que
sus hijas, autoidentificadas como lesbianas, “prueben lo que es comer
macho” porque -según ellos- eso es lo que les hace falta.

Caía el sol con la tarde. No tuvimos tiempo de almorzar pero la experiencia nos
marcó tanto que nadie ni habló de ello, ya habría tiempo para comer algo en el
camino. Debíamos volver a pasar la noche a Sincelejo para retomar el camino a
Medellín. Fue una noche larga, de muchas reflexiones alrededor de un café que nos
tomamos antes de dormir. Eran más los silencios que lo que hablábamos, ni nos
mirábamos casi. ¿Qué sigue después de esto?, era lo único que podía pensar. Ni
sabía qué hacer con todo lo que había vivido ese día. Lo único que sabía era que
debía venir a Medellín y a narrar todo eso que encontré, porque todos hemos sido
víctimas de la violencia, de forma directa indirecta, y es nuestra tarea contarla,
hacer que otros sepan la historia de la Colombia que muchos no conocen.

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