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Maurice Blanchot, El diálogo inconcluso, Monte Ávila Editores, Caracas, Venezuela, 2da.

edición, 1996. Traducción de Pierre De Place. (Título original: L’Entretien Infini)

Capitulo V
“Conocimiento de lo Desconocido” (pp. 97-110)

¿QUE ES UN FILOSOFO?

-- Tal vez se trate de una pregunta anacrónica. Pero le daré una respuesta moderna.
En otro tiempo se decía: es un hombre que se asombra; hoy diré, usando la expresión de
Georges Bataille: es alguien que tiene miedo.
-- Muchos son entonces los filósofos, a excepción de Sócrates y Alain, ambos
célebres por haber sido buenos luchadores y haber bebido, al menos el primero, pero
también a veces el segundo, la cicuta sin titubear. Pero quizá el miedo filosófico sea de
índole más noble.
-- De ningún modo; el miedo, ya sea cobarde o valiente, empavorece --si se permite
este juego de palabras-- con lo pavoroso; y lo pavoroso es lo que nos hace salir de la paz, de
la libertad y de la amistad a la vez. Así, a causa del pavor, salimos de nosotros mismos y,
arrojados fuera, experimentamos, bajo las distintas especies de lo pavoroso, lo que está
enteramente fuera de nosotros y es distinto a nosotros: lo Externo en sí.
-- El miedo vulgar, por lo tanto, sería el miedo filosófico, en cuanto nos proporciona
una especie de relación con lo desconocido, deparándonos así un conocimiento de lo que
escapa al conocimiento. Miedo: angustia. Y nos aproximamos a filosofías que, por su parte,
no son desconocidas. Sin embargo hay, en esta experiencia, un movimiento que tropieza,
frontalmente, con la filosofía. El hombre del miedo, en el espacio de su miedo, participa y
se une a lo que le da miedo. No sólo tiene miedo, sino que él es el miedo, es decir, la
irrupción de lo que surge y se descubre en el miedo.
-- Usted quiere decir que es un movimiento irracional.
-- Irracional, sería decir muy poco: ya no estamos en eso de reducir la filosofía a la
razón, o la razón a sí misma, y hace bastante tiempo que encontramos el miedo de recuperar
el sentido –el poder de comprensión-- de los movimientos de sensibilidad. Pero es
necesario recusar su definición del filósofo porque el miedo –la angustia--, o bien no hace
salir de sus límites a quien lo experimenta (siendo siempre un miedo experimentado por un

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Yo en el mundo), o bien lo hace salir de sus límites, destruyendo su poder de ser todavía el
mismo (se dice “enloquecido de angustia”), pero entonces lo que sucede en medio del
temor y el estremecimiento constituye un movimiento extático, místico propiamente dicho:
hay goce y fruición, unión en y por la repulsión, movimiento que puede venerarse o
denigrarse, pero no llamarse filosófico, como tampoco podría cumplirse la unión divina
bajo vigilancia de una metafísica.
-- ¿Por qué? Dejemos a Dios, nombre demasiado imponente, a un lado. ¿Por qué el
contacto de lo desconocido que se determinaría en el miedo, el modo mismo de que sea lo
desconocido que nos trae el miedo, no concerniría a la filosofía en su centro? Tener miedo,
buscar lo que se toca en el miedo, ponerse en juego dentro de la conmoción que significa el
miedo, tal vez no sea la filosofía, pero, sin embargo, el pensamiento que tiene miedo (que
es el pensamiento del miedo y el miedo del pensamiento) ¿no nos acerca a un punto
decisivo que escapa a la filosofía porque precisamente algo decisivo escapa a la filosofía?
-- Pero ¿puede el pensamiento tener miedo? ¿No estaría ya utilizando aquí un
lenguaje simbólico o gráfico o “literario”? Quien se espanta es el pensador, se espanta de
cuanto amenaza a su pensamiento, y ¿de qué tiene miedo, como hombre de pensamiento?
De nada más que del miedo.
-- En este caso, el filósofo sería aquel que tiene miedo del miedo.
-- Miedo de la violencia que se revela en el miedo y que puede convertirlo, de
hombre espantado, en hombre violento, como si tuviese menos miedo de la violencia que
está padeciendo que de aquella que podría ejercer. ¿Y esto por qué? Aunque primero
reflexionemos sobre el problema del contacto con lo incógnito, y sobre el por qué no
pertenecería a la filosofía. Observe que tácitamente admitimos aquí que la filosofía –o bien
todo lo que usted quiere implicar con este nombre— es esencialmente conocimiento de lo
no-conocido o, en un sentido más general, la relación con lo incógnito.
-- Admitámoslo provisionalmente.
-- Digo bien, lo incógnito como incógnito, y quizás ambos pongamos menos prisa
en afirmarlo. Dado que, si lo desconocido debe permanecer como tal, en el conocimiento
mismo que tenemos de él, sin caer entonces bajo nuestro poder e irreductible no sólo al
pensamiento sino a todas las maneras en nuestro poder de aprehenderlo, ¿no correríamos el

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riesgo de obligarnos a deducir que nunca tenemos conocimiento de lo que nos es próximo:
de lo familiar, no de lo extraño?
-- Sería fácil objetar que, cuando hablamos de lo incógnito, apuntamos a lo
incognoscible –y el conocimiento de lo incognoscible es una especie de monstruo que
domesticó hace tiempo a la filosofía crítica. Añadiré que podemos tener trato con aquel
incognoscible precisamente en el miedo, o en la angustia, o en uno de esos movimientos
extáticos, recusados por usted como no filosóficos. Ahí tenemos algún presentimiento de lo
Otro; nos sorprende, nos conmueve, nos arrebata, sacándonos de nosotros mismos.
-- Pero precisamente para cambiarnos en lo Otro. En el conocimiento, aunque fuese
dialéctico y por todos los intermediarios que se quiera, hay apropiación del objeto por el
sujeto, y de lo otro por lo mismo, y, por lo tanto, reducción de lo desconocido a lo ya
conocido; pero en el rapto del pavor hay algo peor, porque el yo se pierde y lo mismo se
altera, vergonzosamente transformado en lo otro que yo.
-- No veo en esto nada vergonzoso, o bien habría que avergonzarse por el temor a
semejante vergüenza, si tal movimiento vergonzoso nos permitiera, al fin, relacionarnos
con lo que está fuera de nuestros límites.
-- La dignidad única de la relación que dentro de la filosofía se me propone
mantener con lo que sería lo incógnito y que, en todo caso, escapa a mi poder (sobre lo cual
no tengo poder), consiste en una relación tal que ni yo ni lo otro dejamos de estar, en esta
misma relación, preservados contra todo lo que identificaría lo otro conmigo o me
confundiría con lo otro o nos alteraría a ambos en un término medio: una relación absoluta
dado que la distancia que nos separa no estará disminuida, sino por el contrario producida y
mantenida absolutamente en esta relación.
-- Extraña relación que consiste en que no hay relación.
-- Que consiste en preservar los términos en relación con lo que los alteraría en esta
relación, excluyendo, por lo tanto, la confusión extática (la del miedo), la participación
mística, pero también la apropiación, todas las formas de conquista y hasta ese lazo que
siempre es, en fin de cuentas, la comprensión.
-- Pienso que era otra aproximación a la pregunta que formulamos antes, de esta
forma: ¿cómo descubrir lo oscuro sin ponerlo al descubierto? ¿Cuál sería esa experiencia de
lo oscuro donde lo oscuro se diera dentro de su oscuridad?

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-- Sí, entonces tratábamos de ceñir la afirmación de la imposibilidad (este no-poder
que no sería la mera negación del poder) y, preguntándonos cuál sería el pensamiento que
no se dejaría pensar como poder y comprensión apropiadora para terminar afirmando que
“la imposibilidad era la pasión del Exterior en sí” y también que “la imposibilidad era la
experiencia de la presencia no-mediata”, respuesta (si responder es dar fuerza afirmativa a
una pregunta) de la que podía, con todo derecho, desesperar la filosofía.
-- Pero no hay que desesperar de la filosofía. Por el libro de Emmanuel Levinas, en
donde me parece que ella nunca habló, en nuestro tiempo, de un modo más grave,
volviendo a enjuiciar, como se debe, nuestras maneras de pensar y hasta nuestra fácil
reverencia por la ontología, se nos induce a ser responsables de lo que es esencialmente,
acogiendo con todo resplandor y la exigencia infinita que le son propias, precisamente la
idea de lo Otro, es decir, la relación con el otro. Hay en esto como un nuevo arranque de la
filosofía y un salto al que se exhortaría tanto a ella como a nosotros.1
-- La idea de lo otro: ¿será algo nuevo? Todas las filosofías contemporáneas ¿no
conceden un lugar más o menos privilegiado a esta idea?
-- Más o menos, desde luego, lo que significa más o menos subordinado. Para
Heidegger, el estar-con no se considera sino en relación con el Ser y porque implica, a su
modo, la cuestión del Ser. Para Husserl (si no me equivoco), sólo la esfera del ego es
original, la del otro para el ego sólo es “apresentada”. De un modo general, casi todas las
filosofías occidentales son filosofías de lo Mismo, y cuando se preocupan por lo Otro,
todavía es por otro yo mismo, que tiene, en el mejor de los casos, igualdad conmigo y que
procura ser reconocido por mí como Ego (así como yo por él), en una lucha que es a veces
lucha violenta, a veces violencia que se apacigua en el discurso. Pero, por la enseñanza de
Levinas, estamos llevados a una experiencia radical. El Otro es lo totalmente Otro; lo otro
es lo que me supera absolutamente; la relación con lo otro que es el otro es una relación
trascendente, lo que quiere decir que hay una distancia infinita y, en cierto sentido,
infranqueable entre yo y lo otro que pertenece a la otra orilla, que no tiene ni puede tener
patria común conmigo, de ningún modo alinearse en un mismo concepto, en un mismo
conjunto, constituir un todo o hacer número con el individuo que soy.
-- En ese caso “aquel otro” es extrañamente misterioso.

1
Emmanuel Levinas, Totalité et Infini, essai sur l’exteriorité (Martinus Nijhoff, La Haya).

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-- Porque precisamente él es el Extraño Extranjero, aquel Desconocido de quien
suponíamos, al principio, que la relación con él era la misma filosofía: --dice Levinas—la
metafísica. El Extraño Extranjero viene de otra parte, y siempre está en parte distinta de esa
donde estamos, pues no pertenece a nuestro horizonte ni se inscribe en ningún horizonte
representable, de modo que lo invisible sería su “lugar”, a condición de entender, con esto,
según una terminología que usamos algunas veces: lo que se desvía de todo visible y de
todo invisible.
-- Pero ¿no es esto proponernos una filosofía de la separación, una especie de
solipsismo? Está el ego y, separado del ego, aquel pobre otro sin morada, errante fuera o
confundido con la miseria o con la extrañeza de una fuerza inaccesible.
-- Esto es, a mi juicio, lo contrario de un solipsismo y, sin embargo, no deja de ser
una filosofía de la separación. Estoy decididamente separado del otro, si el otro debe
considerarse como lo esencialmente distinto de mí; pero también, por esta separación, la
relación con lo otro se impone a mí como rebasándome infinitamente; una relación que me
relaciona con lo que me supera y se me escapa en la misma medida en que, dentro de esta
relación, estoy y permanezco separado.
-- Así volvemos a esta relación extraña de la que empezáramos a hablar. Confieso
que no veo nada más incierto ni más abstracto.
-- Nada más real, por el contrario. Este es uno de los aspectos más fuertes del libro
de Levinas: el de habernos inducido, mediante su lenguaje admirable, riguroso, magistral,
vigilado y sin embargo muy vivaz, a tomar en consideración al otro a partir de la
separación, en una forma de la que nos sentimos responsables. A esta relación que puede
decirse imposible tenemos la oportunidad de acogerla por cuatro caminos distintos, aunque
sólo difieran por el movimiento del análisis. El primero vuelve a la idea cartesiana de lo
Infinito. El ego finito piensa lo infinito. En este pensamiento, el pensamiento piensa lo que
lo supera infinitamente, es decir, eso de lo que no puede dar cuenta por sí mismo. Así,
piensa más de lo que piensa. Experiencia única. Cuando pienso lo infinito, pienso lo que no
puedo pensar (dado que si tuviese una representación adecuada, si lo comprendiese,
asimilándomelo, haciéndolo igual a mí, sólo se trataría de lo finito); por lo tanto tengo un
pensamiento que supera mi poder, un pensamiento que, en la misma medida en que es

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pensamiento del ego, es la absoluta separación del ego que lo piensa, es decir, una relación
con aquello que está absolutamente fuera de mí mismo: lo otro.
-- Perdóneme, pero esto sigue siendo muy abstracto.
-- Lo que esconde aquí la abstracción, tal vez no tenga nada de abstracto, sino que,
en cambio, es un movimiento demasiado candente. Recurrimos a otra aproximación: el
pensamiento que piensa más de lo que piensa es Deseo. Tal deseo no es la forma sublimada
de la necesidad, ni tampoco el preludio del amor. La necesidad es una falta que espera estar
cubierta; la necesidad se satisface. El amor quiere la unión. El deseo que puede llamarse
metafísico es deseo de lo que no nos hace falta, de lo que no puede satisfacerse, y tampoco
desea juntarse con lo deseado: él desea esto de lo que aquel que desea no tiene ninguna
necesidad, que ni le hace falta ni desea alcanzar, siendo el deseo mismo de lo que debe
quedarle inaccesible, y extraño –deseo de lo otro como otro, deseo austero, desinteresado,
sin satisfacción, sin nostalgia ni comprensión.
-- Aquí tal vez conviene la noble expresión de René Char: “El poema es el amor
realizado del deseo que permanece deseo”.
-- Levinas desconfía de los poemas y de la actividad poética, pero cuando Simone
Weil escribe: “El deseo es imposible”, lo que comentamos diciendo: “El deseo
precisamente es esta relación con lo imposible, es la imposibilidad que se vuelve relación”,
quizá tal manera de decir no fuese desacertada.
-- ¿Este Deseo filosófico no se emparenta con el Eros platónico?
-- Admitiría fácilmente que le debe su nombre, pero el Eros no le sirvió de modelo,
sólo por oposición. Eros todavía es el deseo nostálgico de la unicidad perdida, el
movimiento de retorno hacia el Ser verdadero. El deseo metafísico es deseo de eso con lo
que uno nunca estuvo unido, deseo del ego, no sólo por separado, sino feliz de su
separación que lo hace ego, y sin embargo teniendo relación con eso de lo que permanece
separado, de lo que no tiene ninguna necesidad, es decir, el desconocido, el extraño
extranjero: el otro.
-- Entonces, afirmemos un poco bruscamente que este Deseo es un deseo de
rigurosa trascendencia que eligió como meta aparente el otro y que convierte al otro en lo
trascendente.

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-- Digámoslo con atención y gravedad, pues podría ser que todo lo que puede
afirmarse de la relación de trascendencia –relación de Dios con la criatura— primero (por
mi parte diré: sólo) deba entenderse respecto de la relación social. El Altísimo sería el otro.
-- Parece que este nombre me dice algo. Pero si el otro es Altísimo –y esto no
aproximadamente, sino en sentido primero— corre el riesgo de estar tan lejos de mí como
el cielo lo está de la tierra, tan dudoso y vacío, puesto que se sustrae a toda manifestación.
-- Así es, tan lejos. Pero esa extrema lejanía no sólo puede manifestarse, sino que se
presenta de frente. Es la presencia misma, la cara con que se ofrece a mí al descubierto, en
la franqueza de la mirada, en la desnudez de un acceso que nada defiende; y Levinas da
precisamente el nombre de cara --[rostro]-- a esta “epifanía” del otro. Cuando el otro se
revela ante mí como lo que está absolutamente fuera y por encima de mí (no porque fuese
lo más poderoso, sino porque, allí, cesa mi poder), esto es la cara visible.
-- He aquí, en fin, una realidad más sensible, aunque sospecho que esta cara no sea
una mera porción del cuerpo. Pero, al menos, ¿no hay que comprender que, por la cara, el
otro que usted ubicaba como fuera del mundo, de repente cae en el ámbito de las cosas
visibles? La cara, necesariamente, es este acceso que, cumpliéndose en la visión, depende
tanto de la luz donde se produce como de mi poder de mirar, es decir, de revelar por la luz.
-- La cara –pero, lo reconozco, el nombre lo dificulta— es, contrariamente, esa
presencia que no puedo dominar con la mirada, que siempre rebasa tanto la representación
que puedo hacerme de ella, como cualquier forma, cualquier imagen, cualquier vista,
cualquier idea donde podría afirmarla, detenerla o sólo dejarla estar presente. La cara –aquí
reside lo esencial, a mi parecer--, es lo que experimento cuando, frente a frente, con esta
cara que se me brinda sin resistencia, veo alzarse, “desde el fondo de aquellos ojos sin
defensa”, a partir de esta debilidad, de esta impotencia, lo que se entrega radicalmente a mi
poder y asimismo lo recusa absolutamente, convirtiendo mi poder más alto en
imposibilidad. Ante la cara –subraya Levinas— ya no soy poder. Y esto es la cara: que ante
ella la imposibilidad de matar –el “No matarás”—se pronuncie a partir, precisamente, de
aquello que se expone del todo a mi poder de dar la muerte. O también, frente a la cara,
tropiezo con la resistencia de lo que no resiste a nada, y esta resistencia –al menos así la
caracteriza Levinas— es ética. Por eso, si la metafísica es la relación trascendental con el
otro, ya que esta trascendencia es primero orden moral –medida por una imposibilidad que

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es una prohibición--, es preciso decir, por lo tanto, que la filosofía primera no es la
ontología (el afán, la cuestión o el llamado del Ser) sino la ética, la obligación hacia el otro.
-- Afirmaciones inesperadas, además valientes, en un tiempo en que nadie oye decir
nada “bueno” de la moral; la manera apresurada como usted las presenta las hace, si cabe,
todavía más temibles.
-- Esto se debe a que el único acceso que conviene a la moral no podría ser más
abrupto. Pero ¿puede convenir el nombre general de ética a esta relación imposible que se
revela en la revelación del otro (la cual precede cualquier relación de conocimiento, lejos
de ser un caso particular de ésta)? Y si la experiencia puede revestir, secundariamente, la
forma de un “Tú no debes” ¿acaso se reduce a lo que tiene de último, esto es, a una
prohibición? Preguntas tan graves que debemos, por el momento, dejarlas a un lado. Pero lo
decisivo, a mi parecer, radica en eso de la manera como se presenta el otro en la experiencia
de la cara, esta presencia del afuera mismo (Levinas dice: de la exterioridad) no es la de una
forma que aparece a la luz o meramente se retira en la ausencia de luz: ni velada, ni
revelada.
-- Entonces, estamos de nuevo enfrentados a lo inasible.
-- Pero sin estar reducidos a las efusiones del corazón, porque este otro habla. El
otro me habla. La revelación del otro que no se produce en el espacio iluminado de las
formas es todo habla. El otro se expresa y, en esta habla, se propone como otro. Si existe
una relación donde lo otro y lo mismo, aún manteniéndose relacionados, se absuelven de
esta relación (términos que de esta forma permanecen absolutos en la relación), ésta no es
otra que el lenguaje. Cuando hablo con el otro, apelo a él. Ante todo, el habla es esta
interpelación, esta invocación en la que el invocado permanece fuera del alcance, es
respetado, incluso cuando se insulta, e incluso cuando se le intima a callar, está llamado a la
presencia del habla, y no queda reducido a lo que digo de él (tema de discurso y de
conversación) sino como aquel que está siempre más allá y fuera de mí, superándome y
dominándome, ya que le ruego, a él, desconocido, tornarse hacia mí, y a él, extraño
extranjero, oírme. En el habla, habla el afuera, dando lugar al habla y permitiendo hablar.
-- ¿De manera que los interlocutores sólo hablarían gracias a esa condición de
extraño preliminar, y para dar expresión a lo extraño?

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-- Sí, fundamentalmente. Hay lenguaje, porque no hay nada en “común” entre
quienes se expresan, separación que es supuesta –no superada, sino confirmada— en
cualquier habla verdadera. Si no tuviésemos nada nuevo que decirnos, si mediante el
discurso no me viniese algo extraño, capaz de instruirme, ya no cabría la posibilidad de
hablar. Por eso, en el mundo donde sólo imperase la ley de Lo Mismo (el porvenir del
cumplimiento dialéctico), el hombre –cabe suponerlo-- perdería tanto su cara como su
lenguaje.
-- Por lo tanto, aquí ¿el lenguaje adquiere una significación excepcional?
-- Sobre todo por el hecho de perder y de dar toda significación. Algo que no tiene
por qué chocarnos. Pero debe entenderse con claridad que no se trata de un idioma
cualquiera, sino solamente de aquel habla en que me relaciono con lo Otro –en su
dimensión de altura— cuando el otro se presenta de frente, sustraído a mis poderes,
presente en un habla que es su presencia y, en esta presencia, infinito, enseñándome por
ella, y enseñándome lo que me supera absolutamente: el pensamiento de lo infinito. Toda
verdadera habla es magistral, como el Otro es el Maestro. De lo que resulta que sólo el
discurso oral sería plenitud de discurso.
-- Sócrates ya lo afirmaba.
-- Levinas acude mucho a Sócrates en este asunto, recordando la muy conocida
página de Platón en que éste denuncia los estragos de la escritura. Sin embargo, me
pregunto si esta comparación no introduce en su pensamiento algún equívoco, a menos de
que le resulte necesario. Por una parte, el lenguaje es la misma relación trascendente, al que
manifiesta que el espacio de la comunicación es esencialmente no simétrico, que hay como
una curvatura de este espacio que impide la reciprocidad o produce una diferencia absoluta
de niveles entre los términos llamados a comunicar. Aquí reside, creo, lo decisivo de la
afirmación que debemos oír y que habrá de mantenerse independientemente del contexto
teológico en medio del que se presenta.2 El otro no está en el mismo plano que yo. El
hombre como otro y llegando siempre de lo Externo, siempre en relación conmigo, sin país,
extraño a toda posesión, desposeído y sin permanencia, aquel que es como “por definición”
el proletario –el proletario siempre es el otro— no entra en diálogo conmigo: si le hablo, lo
invoco y le hablo como a quien no puedo alcanzar ni reducir a mi antojo; si me habla, lo
2
“Contexto”, como lo observa muy bien J. Derrida, es aquí una palabra que Levinas sólo podría considerar
como fuera de lugar, sin conveniencia; al igual que la referencia a una teología.

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hace a través de la infinita distancia que lo separa de mí, y su habla precisamente me
anuncia este infinito, invitándome así, por su impotencia, su desnudez y su extrañeza, a una
relación “sin medida común con un poder que se ejerce, conquista, siendo goce o
conocimiento”. Cualquier discurso verdadero –dice Levinas con solemnidad— es discurso
con Dios, y no conversación entre iguales.
-- ¿Cómo entenderlo?
En el sentido más fuerte, como siempre se debe, y recordando tal vez lo que se dice
en el Éxodo de Dios cuando habla como un hombre con otro hombre. Pero aquí aparece –
creo— lo equívoco: esta habla de altura, que me habla desde muy lejos, altísimo (o
bajísimo), habla de alguien que no habla de igual a igual conmigo y con la que no me es
dado dirigirme al otro como si fuese otro yo mismo, de repente vuelve a ser la quieta habla
humanista y socrática que nos hace próximos al que habla, puesto que nos hace saber, con
toda familiaridad, quién es y de qué país viene, según el deseo de Sócrates. Entonces ¿por
qué el discurso le parece a él (y a Levinas) una manifestación sin par? Porque el hombre
que está hablando siempre puede auxiliar a su haba, siempre está listo para responder por
ella, justificarla y aclararla, contrariamente a lo que sucede con lo escrito. Admitámoslo por
un instante, aunque no lo creo demasiado. En todo caso vemos que este privilegio del
lenguaje hablado pertenece igualmente al Otro y al Ego y los hace así iguales; además, que
esto es el privilegio otorgado a la vigilancia del Ego si hablamos en primera persona, es
decir, con la de toda subjetividad, y no con la presencia inconmensurable de la cara. Ahora
bien, no es nada cierto que, en una concepción tan rigurosa de la relación con el otro pueda
hablarse del Ego y lo Otro en términos comunes de subjetividad. No, no se puede. Como
tampoco podría decirse de ambos que son igualmente existentes o igualmente hombres,
advirtiéndose que nunca el Otro puede entrar con Ego en la identidad de un nombre o de un
concepto.
-- A menos que, precisamente, sea necesario entender que la relación de hombre a
hombre es tal que el concepto de hombre, la idea de hombre como concepto (aunque fuese
dialéctico), no podría dar cuenta de ella.
-- Quizá. Pero no cabe duda de que un pensamiento que reconoce al Otro esta
dimensión de exterioridad radical en relación con el Ego, no podría a la vez pedir a la
interioridad que le suministrara un denominador común entre el Ego y el Otro, ni tampoco

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buscar en la presencia (subjetiva) del “Yo” junto a su habla lo que haría del lenguaje una
manifestación sin par. Primero, porque es propio de cualquier lenguaje –hablado pero
también, y tal vez en un grado más alto, escrito— prestarse asistencia a sí mismo, nunca
diciendo sólo lo que dice, sino siempre más y siempre menos. Luego, porque –como a
veces lo afirmamos y como lo vemos magistralmente confirmado en los análisis de
Levinas-- el centro del lenguaje es éste: “Hablar desvía de todo lo visible y de todo lo
invisible. Hablar no es ver. Hablar libera al pensamiento de la exigencia óptica que, dentro
de la tradición occidental, somete desde hace milenios nuestra aproximación a los seres y
nos invita a pensar sólo bajo garantía de luz o bajo amenaza de ausencia de luz”.
-- Sí, recuerdo que perseguimos esta idea de que hablar es romper originariamente
con toda visión y no referirse más a la claridad (ni a la falta de claridad) como a la única
medida, y decíamos que hay en el habla una presencia ostensible que no es el hecho del día,
un descubrimiento que descubre antes que cualquier fiat lux, habla que, lo presentimos
ahora, sería la revelación del otro. Sin embargo, confieso que ese otro sigue siendo, para
mí, un misterio.
-- Es un misterio.
-- Pero también un enigma… ¿Qué es entonces? Es el Desconocido, el Extraño
Extranjero, el Proletario, pero el Altísimo o también el Maestro. A veces, oyéndolo a usted,
me preguntaba si el otro no sería sólo el lugar de alguna verdad, necesaria para nuestra
relación con la verdadera trascendencia que a su vez sería la trascendencia divina.
-- Existe esta vertiente del pensamiento de Levinas: así cuando dice que el Otro
debe ser siempre considerado por mí como más cerca de Dios que yo. Pero también dice
que sólo el hombre puede ser absolutamente extraño. De todos modos, debe retenerse que
el privilegio que debo reconocerle al otro y por cuyo reconocimiento me abro a él
(reconocimiento de la misma altura) también es únicamente esto que puede enseñarme lo
que es el hombre y lo infinito que me viene del hombre como otro. ¿Qué resulta de tal
afirmación? Discernimos que podría incitarnos a la denuncia de todos los sistemas
dialécticos, y asimismo de la ontología, e incluso de casi todas las filosofías occidentales,
de aquellas, por lo menos, que subordinan la justicia a la verdad o sólo consideran como
justa la reciprocidad de relaciones.
-- De modo que esta filosofía bien podría significar el fin de la filosofía.

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-- Y el acercamiento de lo que es, para nombrar con ella, la escatología profética, es
decir, la afirmación de un poder de juzgar capaz de arrancar a los hombres de la
jurisdicción de la historia.
-- La interrupción de la historia, la escatología profética: esto es lo que sucede
cuando uno despierta a la moral.
-- ¿Temería usted la conmoción que puede alcanzar, por medio de la moral, al
pensamiento?
-- Temo la conmoción cuando provoca algún Inconmovible. Pero reconozco que no
hay nada, en el presente, capaz de prestarse más a reflexión.
-- Reflexionemos y démosnos tiempo.

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